LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO (Iván Illich)*
La ciencia
de la lingüística ha permitido vislumbrar nuevos horizontes en el entendimiento
de las comunicaciones humanas. Un estudio objetivo de las formas en que los
significados se transmiten ha revelado que se transmite mucho más de un hombre
a otro en silencio, y mediante el silencio, que en palabras. Las palabras y las
oraciones se componen de silencios más significativos que los sonidos. Las pausas
fecundas entre sonidos y expresiones aparecen como puntos luminosos en un vacío
increíble. El lenguaje es como un cordel de silencio con los sonidos como nudos
–como los nodos en un quipu peruano, en el que los espacios vacíos
hablan–. Con Confucio podemos hablar del lenguaje como una rueda. Los rayos
centralizan, pero los espacios vacíos conforman la rueda.
Así que
para poder entender al otro tenemos que aprender no tanto sus palabras como sus
silencios. No es tanto nuestros sonidos los que dan significado, sino que es a
través de las pausas que nos haremos entender. El aprendizaje de un idioma es
más el aprendizaje de sus silencios que de sus sonidos. Sólo el cristiano cree
en la Palabra como Silencio coeterno. Entre los hombres en el tiempo, el ritmo
es una ley a través de la cual nuestra conversación se manifiesta como un
yan-yin de silencio y sonido.
Aprender un
idioma de una manera humana y madura, entonces, es aceptar la responsabilidad
por sus silencios y sus sonidos. El don que un pueblo nos hace enseñándonos su
idioma es más un don del ritmo, modo y sutilezas de su sistema de silencios que
de su sistema de sonidos. Es un regalo íntimo del cual hemos de dar cuenta más
tarde a aquellos que nos han confiado su lengua. Un idioma del cual yo sólo sé
las palabras y no las pausas es una ofensa continua. Es como la caricatura de
un negativo de fotografía.
Toma más
tiempo, esfuerzo y delicadeza aprender el silencio de las personas que aprender
sus sonidos. Algunos tienen un don especial para esto. Tal vez esto explica por
qué algunos misioneros, a pesar de sus esfuerzos, nunca consiguen hablar bien,
comunicarse con delicadeza por medio de silencio. Si bien “hablan con el acento
de los nativos” permanecen siempre a miles de kilómetros de distancia. El
aprendizaje de la gramática del silencio es un arte mucho más difícil de
aprender que la gramática de los sonidos.
Así como
las palabras deben aprenderse escuchando y mediante esforzados intentos por
imitar a un hablante nativo, los silencios también deben adquirirse a través de
una delicada apertura hacia ellos. El silencio tiene sus pausas y vacilaciones,
sus ritmos e inflexiones, sus duraciones y tonalidades, y sus ratos de ser y no
ser. Lo mismo que con las palabras, hay una analogía entre nuestro silencio con
los hombres y con Dios. Para aprender el significado más completo del primero,
debemos practicar y profundizar el segundo.
Primero en
la clasificación de los silencios está el silencio del oyente atento, de la
pasividad femenina, el silencio a través del cual el mensaje del otro se torna
“él en nosotros”, el silencio del interés profundo. Está amenazado por otro
silencio, el silencio de la indiferencia, el silencio del desinterés que asume
que no hay nada que quiera ni pueda recibir de la comunicación con el otro.
Este es el silencio ominoso de la esposa que escucha indiferente las pequeñas
cosas que su esposo le cuenta con tanto afán. Es el silencio del cristiano que
lee la biblia con la actitud de quien la conoce de arriba abajo. Es el silencio
de la piedra muda porque no es afín a la vida. Es el silencio del misionero que
nunca entendió el milagro de un extranjero cuya atención es un testimonio de
amor más valioso que el de otro que habla. El hombre que nos muestra conocer el
ritmo de nuestro silencio está mucho más cerca de nosotros que el que piensa
que sabe cómo hablar.
Cuanto
mayor es la distancia entre los dos mundos, más es este silencio de interés una
señal de amor. Es fácil para muchos norteamericanos escuchar la plática del
futbol, pero es una muestra de amor que un yanqui escuche pacientemente a un
puertorriqueño que le cuenta de otro juego de pelota menos conocido como el jai
alai. El silencio de un sacerdote de ciudad escuchando en el colectivo
acerca de la enfermedad de un chivo es un don, verdaderamente el fruto de un
largo entrenamiento en paciencia.
No existe
mayor distancia que entre un hombre en oración y Dios. Solamente cuando esta
distancia golpea la conciencia el agradecido silencio de la paciente presteza puede
crecer. Este debe haber sido el silencio de la Virgen antes del Ave que le
permitió llegar a ser el modelo eterno de apertura hacia el mundo. A través de
su profundo silencio, la palabra pudo hacerse carne.
En la
oración de la escucha silenciosa, y no en otra parte, puede el cristiano adquirir
el hábito de este primer silencio a partir del cual la Palabra puede nacer en
una cultura extraña. Esta palabra concebida en silencio también crece en
silencio.
Una segunda
gran clase en la gramática del silencio es el silencio de la Virgen después que
ella concibió a la Palabra: el silencio del cual nació no tanto el Fiat
como el Magnificat. Es el silencio que alimenta la Palabra concebida más
que el silencio que abre al hombre a la concepción. Es el silencio que encierra
al hombre en sí mismo para permitirle preparar la Palabra para otros. Es el
silencio de la sintonía; el silencio en el que esperamos el momento oportuno
para que la palabra nazca al mundo.
Este
silencio también está amenazado, no sólo por la prisa y por la multiplicidad de
cosas intrascendentes que hace la gente, pero también por el hábito del
verbalismo y la producción en masa que no tiene tiempo para el silencio. Está
amenazado por el silencio de la ligereza que pretende que una palabra es lo
mismo que otra y que las palabras no necesitan cultivarse.
El misionero,
o extranjero, que utiliza las palabras tal como las encuentra en el diccionario
no conoce este silencio. Es el hombre que busca en sí mismo los equivalentes en
español de las palabras en inglés que quiere encontrar , en vez de buscar
aquella palabra, gesto o silencio que podría entenderse, aún si carece de un
equivalente en su propio idioma o cultura; es el hombre que no le da tiempo para
crecer a la semilla de un nuevo idioma en el suelo foráneo de su alma. Este es
el silencio previo a las palabras, o entre ellas, el silencio dentro del cual
las palabras viven o mueren. Es el silencio de la oración lenta en la duda; de
la oración en la cual las palabras tienen el coraje de nadar en el mar del
silencio. Es diametralmente opuesto a otras formas de silencio que anteceden a
palabras: el silencio de las flores artificiales que recuerdan a palabras que
no enriquecen, o la pausa entre palabras que se repiten. Es el silencio del
misionero que espera la repetición memorizada del texto catequético que él mismo
escogió, porque no ha hecho el esfuerzo de penetrar en el lenguaje vivo de los
otros.
El silencio
que anticipa a las palabras es también opuesto al silencio en que se fermenta
la agresión y al que difícilmente podemos llamar silencio, un intervalo donde
se preparan las palabras, pero palabras que dividen más que palabras dirigidas a
la unión. Este es el silencio que tienta al misionero que se aferra a la idea
de que en español nada dice lo que él quiere decir. Es el silencio en el cual
una agresión verbal –aunque velada – prepara la otra.
A la
siguiente clasificación mayor en la gramática del silencio la llamaremos ‘el
silencio más allá de las palabras’. Cuanto más lejos vayamos, tanto más se
apartarán el buen y el mal silencio en cada clasificación. Hemos llegado ahora al
silencio que ya no prepara más palabras. Es el silencio que lo ha dicho todo
porque no hay nada más que decir. Este es el silencio más allá de un sí
o un no final. Es el silencio del amor más allá de las palabras, como
también el silencio del no, para siempre; el silencio del cielo o del
infierno. Es la actitud definitiva del hombre que se enfrenta a la Palabra que
es Silencio, o el silencio de quien obstinada y completamente le ha dado la
espalda a Él.
El infierno
es este silencio, silencio de muerte. La muerte en este silencio no es ni el
mutismo de la piedra, indiferente a la vida, ni la opacidad de la flor
artificial, recuerdo de la vida. Es la muerte después de la vida, un rechazo
final a vivir. Puede haber ruido y agitación y muchas palabras en este
silencio. Pero tiene un solo significado común a los ruidos que hace y los
vacíos entre ellos. No.
Hay una
forma en que este silencio del infierno amenaza la existencia misionera. De hecho,
con las inigualables posibilidades de testimonio mediante el silencio, una capacidad
poco frecuente para destruir por medio del silencio también se abre al hombre
encargado con la Palabra en un mundo diferente al suyo. El silencio misionero
arriesga más: arriesga convertirse en un infierno en la Tierra.
Por último,
el silencio misionero es un don, un don de la oración, aprendido en oración frente
a Dios infinitamente distante,
infinitamente extraño, y aplicado en el amor a hombres mucho más distantes y
extraños que los hombres de la propia tierra. El misionero podría olvidar que
su silencio es un don, un don en el sentido más profundo, que ellos nos conceden
gratuitamente, un don que nos transmiten generosamente los que están dispuestos
a enseñarnos su lengua. Si el misionero olvida esto y trata de conquistar por
su propio poder aquello que sólo otros pueden conceder, entonces empieza a sentir
su existencia amenazada. El hombre que
trata de comprar un idioma como si se tratara de un traje o un sombrero, el
hombre que trata de conquistar una lengua a través de la gramática, como para
hablarlo “mejor que los nativos de por aquí”; el hombre que olvida la analogía
del silencio de Dios y el silencio de los otros y no busca su crecimiento en
oración, es un hombre que, en lo fundamental, está tratando de violar la
cultura a la que ha sido enviado, y debe esperar las reacciones
correspondientes. Si aún mantiene algo de su humanidad, él reconocerá que se
encuentra en una prisión espiritual, pero no admitirá fácilmente que es él mismo
quien se la ha construido en torno a sí; más bien acusará a los otros de ser
sus carceleros. El muro entre él y aquellos a los cuales fue enviado se hará
cada vez más impenetrable. Mientras se vea como “misionero”, él se sentirá
frustrado, que fue enviado pero no llegó a ninguna parte; que está lejos de
casa pero que nunca arribó a puerto alguno; que dejó su hogar y nunca encontró otro.
Continúa
predicando y está cada vez más consciente de que no está siendo entendido,
porque él piensa y habla en una caricatura foránea de su propio idioma. Continúa
“haciendo cosas para la gente” y los considera ingratos porque se dan cuenta que
él hace estas cosas para halagar a su ego. Sus palabras se convierten en una
burla del idioma, una expresión del silencio de la muerte.
En este
punto se requiere mucho coraje para retornar al paciente silencio del interés,
o a la delicadeza del silencio en el que las palabras crecen. Del
adormecimiento, ha nacido el mutismo. En el ocaso de la vida, nace a menudo un
hábito de desesperanza del miedo a enfrentar la dificultad de aprender otra vez
un idioma. Ha nacido en su corazón el
silencio del infierno, una versión típicamente misionera del mismo.
En el polo
opuesto al silencio de la desesperación está el silencio del amor, el tomarse
las manos de los enamorados. La oración en la cual la vaguedad antes de las
palabras ha dado lugar al vacío puro después de ellas. La forma de comunicación
que abre la simple profundidad del alma. Viene en destellos y puede volverse toda
una vida en oración tanto como una dedicada a las personas. Tal vez sea el
único aspecto verdaderamente universal del lenguaje, el único medio de
comunicación que no ha sido tocado por la maldición de Babel. Tal vez sea la
única manera de estar junto a otros y con la Palabra sin tener ya acento foráneo.
Hay otro
silencio más allá de las palabras, el silencio de la Piedad. No es el silencio
de la muerte sino el silencio del misterio de la muerte. No es el silencio de
una aceptación activa de la voluntad de Dios del que nace el Fiat ni el
silencio de la aceptación asertiva de Getsemaní en el que la obediencia tiene
sus raíces. El silencio que ustedes como misioneros tratan de aprender en este
curso de español es el silencio más allá de la perplejidad y las preguntas; es
un silencio más allá de la posibilidad de una respuesta, o inclusive de la
referencia a una palabra anterior. Es el silencio misterioso a través del cual
el Señor pudo descender en el silencio del infierno, la aceptación sin
frustración de una vida, inútil y desperdiciada en Judas, un silencio de
impotencia libremente elegido mediante el cual fue salvado el mundo. Nacido
para redimir al mundo, el Hijo de María había muerto a manos de Su pueblo,
abandonado por Sus amigos, y traicionado por Judas a quién amó pero no pudo
salvar: contemplación silenciosa de la culminante paradoja de la Encarnación
que fue inútil al menos para la salvación de un amigo personal. La apertura del
alma a este último silencio de la Piedad es la culminación de una lenta
maduración de las tres formas anteriores de silencio misionero.
*La transcripción
original de 1960 llevaba como título “El silencio misionero”; posteriormente
incluido como The Eloquence of Silence en “Celebration of Awareness”
(Celebración de la conciencia), colección de ensayos tempranos de Iván Illich
publicado primeramente en inglés en 1970 del que tradujimos esta versión originalmente
en 1976, actualizada con ajustes a julio 2023 (También publicado recientemente
en español por editorial Trotta).