por Hernando
Calla*
A principios de 1976, llegó a mis manos un
libro delgadito para los parámetros de la época titulado “La
Convivencialidad ” cuyo autor era apenas conocido por
alguna gente interesada en el debate sobre la educación. En efecto, Iván Illich
había difundido en años anteriores una demoledora crítica de la educación
escolar a través de panfletos muy difundidos como “En América Latina: ¿Para qué
sirve la escuela?”,[1] y
era conocido a nivel internacional haciendo dupla con Paolo Freire, el autor
carioca de la “Pedagogía del Oprimido”, en un cuestionamiento de los resultados
perversos de la educación escolar y de las certidumbres consagradas en las
instituciones educativas de cualquier país en vías de modernización. Illich había
sido incluso invitado a Bolivia por Mariano Baptista, por entonces Ministro de
Educación del gobierno del General Ovando (1969-70), para dar un par de
conferencias ante auditorios sorprendidos de universitarios y profesores que tuvieron
que escuchar palabras poco complacientes del autor iconoclasta para con la
supuesta vocación revolucionaria de los primeros o la sacrificada labor de los
segundos, estos últimos intentando infructuosamente poner en vereda cada año a
escolares y colegiales poco dispuestos a dejarse educar.[2]
El librito con “el manifiesto de la
convivencialidad” me provocó una sensación de estar frente a un texto
fundacional que develaba los profundos problemas y desequilibrios de la
modernidad industrial capitalista y proponía alternativas y acciones concretas
para superarla; por ello mismo, me
parecía destinado a replantear los términos del cambio revolucionario que
supuestamente exigían nuestras sociedades, un debate que hasta entonces estaba
prácticamente monopolizado por las corrientes marxistas, en toda la gama de su
diversidad.
De cualquier modo, mi visión crítica del
capitalismo se agudizó con la lectura de “La Convivencialidad”, el manifiesto
elaborado por Iván Illich y discutido con otros pensadores latinoamericanos que
se habían dado cita en el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) que
dirigía Valentina Borremans en Cuernavaca (México). En mi opinión, el
manifiesto profundizaba la crítica de la sociedad contemporánea al cuestionar
no solamente el modo capitalista de apropiación
del excedente sino el mismo modo industrial de producción de bienes y servicios modernos.
Cuando leí el manifiesto, me quedé
fascinado por la capacidad del autor para resumir los principales
desequilibrios de la época moderna en un marco conceptual que parecía más
apropiado a nuestra época que el marxismo. Una muestra del diagnóstico de
Illich en el manifiesto, con sus resonancias aun más actuales a más de 40 años
de su publicación original,[3]
podría quizás justificarme:
“En la etapa
avanzada de la producción en masa, una sociedad produce su propia destrucción.
Se desnaturaliza la naturaleza: el hombre, desarraigado, castrado en su
creatividad, queda encarcelado en su cápsula individual. La colectividad pasa a
regirse por el juego combinado de una exacerbada polarización y de una extrema
especialización. La continua preocupación por renovar modelos y mercancías
produce una aceleración del cambio que destruye el recurso al precedente como guía de la acción. El
monopolio del modo de producción industrial convierte a los hombres en materia
prima de [o sobre la que] la herramienta [trabaja]. Y esto ya es insoportable. Poco
importa que se trate de un monopolio privado o público, la degradación de la
naturaleza, la destrucción de los lazos sociales y la desintegración del hombre
nunca podrán servir al pueblo”. (p. 11)
A continuación, Illich se distanciaba de
algunos de sus compañeros de viaje que habían impulsado un acercamiento de los
sectores progresistas de las iglesias cristianas a los conceptos e ideologías
marxistas perfilando así la que fuera conocida desde entonces como “teología de
la liberación”. Decía Illich:
“Las ideologías
imperantes sacan a luz las contradicciones de la sociedad capitalista. No
presentan un cuadro que permita analizar la crisis del modo de producción
industrial. Yo espero que algún día, con suficiente vigor y rigor, se formule
una teoría general de la industrialización, para que enfrente el asalto de la
crítica (...)”. (p. 11)
Por su parte, en La Convivencialidad Illich
ya anticipaba algunos conceptos de dicha teoría general que parece ser aun más
urgente en la actualidad, si bien su objeto seguramente sería no sólo la industrialización
o, como se plantea para el caso de nuestros países poco industrializados, el “neoextractivismo”
(de recursos naturales primarios) sino la llamada “globalización económica” o el
“sistema económico global”.
.
Uno de estos conceptos, utilizado en varios
de sus análisis de la década de 1970, es la “contraproductividad” de las
instituciones de la sociedad industrial moderna. Se la puede expresar en
términos sencillos: cuando estas instituciones trasponen ciertos umbrales y
límites críticos empiezan a generar resultados contrarios a los esperados: la
educación escolar ya no suscita la cultura sino la confusión y una atrofia de
la sensibilidad; los hospitales dejan de tratar las enfermedades curables y los
médicos de aliviar el dolor y empiezan a aplicar tratamientos contraindicados
que merman la salud o resultan fatales; el tráfico vehicular no significa más
un ahorro de tiempo sino una movilidad entrabada y la permanente frustración de
los usuarios.
Posteriormente, en los años 1980 Illich
introdujo otro concepto clave, “el desvalor” que, en retrospectiva, parece ser
aun más importante que la “contraproductividad” para el análisis del sistema
económico contemporáneo. Se trata de un concepto que apunta al resultado de los
mecanismos institucionales de nivelación de las culturas mediante los cuales el
mercado moderno amplía su poder al haberse destruido previamente la autonomía
de la gente: el desvalor, que no es
un simple despojo de bienes o territorios sino una desvalorización previa de
sus dueños legítimos.[4]
En consecuencia, instituciones modernas como la educación, al contrario de lo
que se supone, más que capacitar a
las personas tendrían la función de desvalorizar
a la gente para que esta pueda ser más fácilmente absorbida por la
economía. Pero volvamos al análisis todavía
presentado en La Convivencialidad.
La
industrialización de las necesidades
Según Illich, el modo industrial de
producción fue plenamente racionalizado, por primera vez en el siglo XVII, en
ocasión de la fabricación de un nuevo bien de servicio: “la educación”.
Aparentemente, el servicio de educación y la institución escolar se justifican
mutuamente. “El sistema escolar me ha parecido el ejemplo-tipo de un escenario
que se repite en otros campos del complejo industrial”, decía Illich, “se trata
de producir un servicio, llamado de utilidad pública, para satisfacer una
necesidad llamada elemental”.
Pero después de intentar durante varias
generaciones que este servicio promueva una mayor igualdad en el acceso a las
oportunidades, se descubrió que al rebasarse ciertos límites en el impacto
social que tiene el someter a la población a dosis cada vez más mayores de
escolaridad, se subvierten los pretendidos propósitos de la educación como ser
la iluminación de las mentes infantiles o la realización plena de las
facultades humanas y se obtienen, por el contrario, sujetos escolarizados poco
imaginativos o creativos aunque muy conscientes
de “su valor”, es decir, aquel que les viene asignado por el nivel que
alcanzaron en la pirámide educativa.
Al respecto, conviene escuchar a Illich en
sus propios términos:
“La redefinición
del proceso de adquisición del saber, en términos de escolarización, no solo ha
justificado a la escuela, al darle apariencia de necesidad, sino que también,
simultáneamente, ha creado una nueva especie de pobres, los no escolarizados, y
una nueva clase de segregación social, la discriminación de los que carecen de
educación por parte de los orgullosos de haberla recibido. El individuo
escolarizado sabe exactamente el nivel que ha alcanzado en la pirámide
jerárquica del saber, y conoce con
precisión lo que le falta para alcanzar la cúspide. Una vez que él acepta
dejarse definir por una administración, según su grado de conocimientos, acepta
después, sin dudar, que los burócratas determinen sus necesidades de salud, que
los tecnócratas definan su falta de movilidad. Una vez moldeado en la
mentalidad de consumidor-usuario, ya no puede ver la perversión de los medios
en fines, inherente a la estructura misma de la producción industrial tanto de
lo necesario como de lo suntuario (...) (p. 38-9)
“El servicio educación y la institución escuela se justifican mutuamente. La
colectividad sólo tiene una manera de salir de ese círculo vicioso, y es tomando
conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la
institución presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando al
hombre a mecanismos implacables. ¿Cómo romper el círculo? (...)”. (p. 39)
El
equilibrio múltiple y las herramientas convivenciales
Al momento de publicar La Convivencialidad ,
él consideraba todavía posible analizar a las instituciones modernas como si
fuesen otras tantas “herramientas” inventadas por el hombre para alcanzar sus
fines.
“Anticipo aquí
el concepto de ‘equilibrio multidimensional’ de la vida humana. Dentro del
espacio que traza este concepto, podremos analizar la relación del hombre con
su herramienta... Cuando una labor con herramientas sobrepasa un umbral
definido por la escala ad hoc, se
vuelve contra su fin, amenazando luego destruir el cuerpo social total. Es
menester determinar con precisión estas escalas y los umbrales que permitan
circunscribir el campo de la supervivencia humana”. (p. 11)
El “análisis dimensional” que propuso
pretendía poner en evidencia el impacto ocasionado por el crecimiento
institucional en varias dimensiones en las que se verifica el ‘desequilibrio
múltiple’ de la vida humana en la sociedad industrial, a saber: la degradación
ambiental de consecuencias ecológicas imprevisibles; la concentración del poder
en las elites profesionales y la marcada polarización social en un mundo de
violencia descontrolada; el crecimiento desproporcionado del conocimiento
programado y know-how
técnico respecto al saber vernáculo y espontáneo de los individuos arraigados
en sus comunidades; la creciente impotencia e ineptitud de la gente para
moldear su entorno como consecuencia del 'monopolio radical' ejercido por las
instituciones dominantes y, en una quinta dimensión, la obsolescencia
planificada por las industrias globalizadas que atenta contra el derecho de los
seres humanos a sus tradiciones productivas y culturales (o la posibilidad de
su recurso al precedente).
Como alternativa al desequilibrio múltiple
de la sociedad industrial, Illich proponía una reinstrumentación de la sociedad
con herramientas “convivenciales” que el hombre pueda efectivamente controlar.
En la acepción que le dio al término, “convivencial” (o convivial) es la
herramienta, no el hombre; el hombre que encuentra su equilibrio en el manejo
preferente de herramientas convivenciales sería un hombre “austero”. La
herramienta convivencial sería aquella que, al ampliar el radio de acción del
individuo, no degrada su autonomía personal. Se trata de una instrumentación
orientada a la generación de valores de uso y no a la producción económica de
valores de cambio (es decir, productos industriales o servicios profesionales
destinados al mercado global); una instrumentación que saque el mejor partido
de la energía e imaginación personales, no una tecnología que avasalle y
programe a las personas.
Para explicar su diferenciación entre
herramientas manipulables y convivenciales, daba algunos ejemplos concretos:
“Ciertas instituciones
son, estructuralmente, herramientas convivenciales y ello independientemente de
su nivel tecnológico. El teléfono puede servir de ejemplo. Bajo la única
condición de disponer de las monedas necesarias para su funcionamiento,
cualquiera puede llamar a la persona que quiera para decirle lo que quiera:
informaciones bursátiles, injurias o palabras de amor. Ningún burócrata podrá
fijar de antemano el contenido de una comunicación telefónica – si acaso, podrá
violar el secreto, pero asimismo puede protegerlo –... Cuando una población
entera se deja intoxicar por el uso abusivo del teléfono y pierde así la
costumbre de intercambiar cartas o visitas, este error conduce al recurso
inmoderado a una herramienta que es convivencial por esencia, pero cuya función
se desnaturaliza por haber recibido su campo de acción una extensión errónea”.
(p. 43)
En otros términos, la sociedad convivencial
sería aquella en que la herramienta moderna está al servicio de la persona
políticamente integrada a la colectividad y no al servicio de los
profesionales. Convivencial es la sociedad en la que el hombre controla la
herramienta.
El
monopolio radical y la desprofesionalización
Es difícil imaginar lo que Illich propone
como alternativa a los servicios profesionales. Nuestra visión de lo posible
está de tal manera moldeada por las expectativas modernas que cualquier
alternativa a los servicios profesionales suena como un retorno a los remedios
caseros de la abuela, a la charlatanería de los pajpakus o a la falta de calificación y capacitación de los empíricos.
Pero Illich creía que la aplicación de la
tecnología moderna y los conocimientos científicos podía orientarse en dos
direcciones radicalmente distintas: una de ellas – la que finalmente han
adoptado todas las sociedades modernas o en proceso de modernización –
ejemplificada por la creciente institucionalización de los valores, la
especialización de las funciones y la centralización del poder, y la otra – hoy
casi inimaginable debido al monopolio radical que ejercen las profesiones sobre
el imaginario social – orientada hacia una sociedad ‘desprofesionalizada’ que
limita estas tendencias para dar cabida a un rango más amplio de la
competencia, control e iniciativa propias de cada persona, con la sola
condición de no coartar esa misma posibilidad a los demás.
Para graficar su propuesta de una
desprofesionalización de la sociedad, Illich sugería, por ejemplo, romper el
monopolio radical de los médicos sobre el tratamiento de las enfermedades y la
atención de la salud:
“A semejanza de
lo que hizo la Reforma ,
al arrancar el monopolio de la escritura a los clérigos, podemos nosotros
arrancar el enfermo a los médicos. No es necesario ser muy sabio para aplicar
los descubrimientos fundamentales de la medicina moderna, reconocer y atender
la mayoría de los males curables, para aliviar el sufrimiento del otro y
acompañarle cuando se aproxima la muerte. Nos es difícil creerlo, porque,
complicado a sabiendas, el ritual médico nos encubre la simplicidad de los
actos. Conozco una niña norteamericana de diecisiete años que fue procesada por
haber atendido la sífilis primaria de
ciento treinta camaradas de escuela. Un detalle de orden técnico, señalado por
un experto, le valió el indulto: los resultados obtenidos fueron, estadísticamente,
mejores que los del Servicio de Salud. Seis semanas después del tratamiento
ella logró exámenes de control satisfactorios de todos sus pacientes, sin
excepción. Se trata de saber si el progreso debe significar independencia
progresiva o progresiva dependencia”. (p. 58)
La
sobreprogramación
La progresiva dependencia de los productos
industriales y los servicios profesionales que caracteriza a las sociedades
modernas, significa una creciente desproporción en la ingestión programada de
conocimientos a través de medios formales e informales en desmedro del saber
espontáneo de los individuos, el mismo que se encuentra cada vez menos
informado por las tradiciones de las culturas humanas. Reflexionando sobre este
creciente desequilibrio del saber, Illich se preguntaba:
“¿Dentro de qué
ambiente nace el niño de las ciudades? Dentro de un conjunto complejo de
sistemas que significan una cosa para quienes los conciben y otra para quienes
los emplean. Colocado en contacto con miles de sistemas, colocado en sus terminales,
el hombre de las ciudades sabe servirse del teléfono y de la televisión, pero
no sabe cómo funcionan. La adquisición espontánea del saber está confinada a
los mecanismos de ajuste a un saber masificado. El hombre de las ciudades cada
vez tiene menos posibilidad de hacer las cosas a su antojo. Hacer la corte, la
comida y el amor se convierte en materia docente. Desviado por y hacia la
educación, el equilibrio del saber se degrada. La gente aprende lo que se le ha
enseñado, pero ya no sabe por sí misma. Siente la necesidad de ser educada. El
saber es pues un bien, y como todo bien puesto en el mercado, está sujeto a la
escasez (...)”. (p. 83)
En la actualidad, se ha incrementado
exponencialmente la información acumulada en las bases de datos virtuales y el
saber cosificado que se inyecta en las cabezas de los expertos y, en dosis
menores, en el conjunto de la población conectada con las terminales de los
sistemas; como contraparte, se multiplican los sujetos desencarnados
convertidos en subsistemas administrables o, por último, desechables del
sistema global.
Con qué razón advertía Illich sobre la
amenaza al equilibrio múltiple de la vida humana en la etapa de la sociedad
industrial avanzada o, con mayor razón, en la actual fase de la gerencia sistémica
global:
“Sustituir el
despertar del saber por el de la educación es ahogar el poeta en el hombre, es
congelar su poder de dar sentido al mundo.
Por poco que se le arranque de la naturaleza, que se lo prive de trabajo
creativo, que se mutile su curiosidad, el hombre es desarraigado, maniatado,
secado. Sobredeterminar el medio físico es hacerlo fisiológicamente hostil.
Ahogar al hombre en el bienestar es encadenarlo al monopolio radical.
Desbaratar el equilibrio del saber es hacer del hombre una marioneta de sus
herramientas. Empantanado en su felicidad climatizada, el hombre es un gato
castrado: no le queda sino la rabia que le hace matar o matarse. (p. 85)
¿Será todavía posible que el hombre pueda
reaccionar a aquella amenaza que hace tiempo empezó a convertirse en una
espantosa pesadilla? No lo sabemos; como tampoco sabemos si la pregunta que el
teórico de la convivencialidad se hacía a continuación tendrá una respuesta
afirmativa:
“Siempre ha
habido poetas y bufones para alzarse contra el aplastamiento del pensamiento
creativo por el dogma. Metaforizando, denuncian el literal vacío cerebral. El
humor apoya su demostración: lo serio es insensato. Ellos abren los ojos a lo
maravilloso, disuelven lo cierto, destierran el temor y desatan los cuerpos. El
profeta denuncia las creencias, desnuda las supersticiones, despierta a la
gente, saca afuera la fuerza y la llama. Las intimidaciones que lanzan la
poesía, la intuición y la teoría, al avance blindado del dogma sobre el
espíritu, ¿serán capaces de lograr una revolución del despertar? ...”. (p. 86)
La
polarización social
En el manifiesto convivencial, Illich
sentenciaba: “(...) Bajo el empuje de la mega-máquina en expansión, el poder de
decisión sobre el destino de todos se concentra en las manos de algunos (...)”.
Esta centralización del poder debe diferenciarse de la cuestión más visible de
la concentración de la riqueza. La concentración de la riqueza en manos de las
elites ha sido un rasgo constante de las sociedades tradicionales; sin embargo,
al empuje de la globalización que Illich anticipaba con otros nombres, la
pobreza resultante se moderniza multiplicando exponencialmente las categorías
de pobres. Escribía Illich:
“La pobreza se
moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos productos industriales se
presentan como bienes de primera necesidad, manteniéndose totalmente fuera del
alcance económico de la gran mayoría. En el tercer mundo, el granjero pobre es
expulsado de sus tierras por la revolución verde. Gana más como asalariado
agrícola, pero sus hijos no comen como antes. El ciudadano norteamericano que
gana diez veces más que el asalariado agrícola es, también, desesperadamente
pobre. Los dos pagan cada vez más cara la creciente falta de bienestar” (p. 96)
Posteriormente, la crítica a la
modernización de la pobreza fue profundizada por otros analistas atentos a las
nuevas tendencias del desarrollo como ser el llamado “desarrollo humano” o el
“desarrollo sostenible”, quienes se ocuparon de señalar cómo, a partir de estas
modas, se materializaban en la conciencia social nuevos niveles de pobreza
anteriormente impensables. En un artículo publicado a fines de los noventa que
resumía los análisis publicados en “El Diccionario del Desarrollo” (Lima, PRATEC, 1996) decíamos: “Por
ello mismo, la noción del ‘desarrollo humano’ parece ser un instrumento mucho
más poderoso que la del mero ‘desarrollo económico’ como arma de doble filo
para modernizar la pobreza y convertir a pueblos enteros que todavía conservan
su riqueza cultural en conglomerados de sujetos no solamente ‘subdesarrollados’
sino miserables, por el solo hecho de encontrarse por debajo de una imaginaria
línea de pobreza crítica y absoluta. Lo peor de todo es que, una vez que estos
sujetos han internalizado la imagen de sí mismos como ‘necesitados’, estarán
siempre condenados a sentir necesidades que nunca podrán satisfacer en una
economía cuya tendencia es generar siempre mayor escasez que los servicios que
puede producir”.[5]
Para Illich, no obstante, era tanto más
importante distinguir el desequilibrio registrado en la dimensión del poder:
“(...) Pero la
angustia que nos oprime no debe, bajo ningún precio, impedirnos comprender bien
la estructura del reparto del poder, pues ésta es la cuarta dimensión por donde
el sobrecrecimiento ejerce sus efectos destructores. La industrialización sin
freno fabrica la pobreza moderna. Es cierto que los pobres con ello disponen de
un poco más de dinero, pero pueden hacer menos con sus pocos pesos. La
modernización de la pobreza camina de la mano con la concentración del poder:
... el distanciamiento entre ricos y pobres se acentúa, porque el control de la
producción se centraliza con miras a producir siempre más para mayor número.
Mientras que el alza de los umbrales de la pobreza es efecto de la estructura
del producto industrial, el crecimiento del distanciamiento entre inermes y
poderosos es consecuencia de la estructura de la herramienta... Nunca antes la
herramienta había sido tan poderosa. Y jamás había llegado a ser acaparada
hasta ese punto por una elite. El derecho divino robaba menos en favor de los
reyes de antaño de lo que el crecimiento de los servicios, al socaire del
interés superior de la producción, roba hoy a los cuadros populares (...)” (pp.
96, 98)
Veinte años antes que el término “globalización”
se volviera un término clave de la jerga contemporánea, Illich advertía cómo
una misma estructura se extendía por todo el mundo provocando la moderna
polarización social cuya característica decisiva era esa centralización del
“control de la producción” señalada. Al mismo tiempo, advertía cómo esta
polarización de las sociedades a nivel profundo podía quedar oculta por los
aspectos más impactantes de la competencia entre monopolios transnacionales:
“Este monopolio,
que ejerce un solo modo de producción sobre todas las relaciones productivas,
es más insidioso y más peligroso que la competencia entre firmas, pero menos
visible. Es fácil conocer al ganador en la competencia abierta: es la fábrica
que utiliza el capital en forma intensiva; es el negocio mejor organizado; la
rama industrial más esclavista y mejor protegida; la empresa que malgasta con
la mayor discreción o que fabrica más armamentos. A gran escala, este curso
toma la forma de una competencia entre firmas multinacionales y naciones en
vías de industrialización. Pero este juego mortal entre titanes distrae la
atención de su propia función ritual. A medida que se extiende el campo de la
competencia, una misma estructura industrial se desarrolla a través del mundo,
y polariza la sociedad (...)”. (p. 120-1)
Quien sabe hoy hubiera escrito “... a
medida en que se intensifica la competencia, un mismo sistema económico
global se expande por el mundo, instrumentalizando y polarizando a todas
las sociedades...”, pero lo importante es subrayar la intención original de
Illich de analizar la estructura profunda de la herramienta industrial. En las
siguientes décadas, cambió su enfoque para dedicarse a poner al descubierto los
supuestos básicos del sistema económico contemporáneo, entre ellos, la idea de
la escasez postulada como una certeza autoevidente de la ciencia contemporánea
y un hecho irrefutable de la condición humana. A partir de dicha premisa
incorporada en las tendencias centrales del pensamiento contemporáneo, la
polarización social resultante de la expansión del sistema económico sería una
consecuencia inevitable del “necesario” crecimiento económico; aunque, por otro
lado, la mayoría de los análisis eviten ver la estructura profunda de la
discriminación social contemporánea y la consecuente polarización de niveles
insospechados en las sociedades modernas.
¿Herramientas
o sistemas?
Podríamos aún revisar otras dimensiones del
equilibrio múltiple en las que Illich consideraba que también se habían
rebasado los límites (en una quinta dimensión, la “obsolescencia programada” amenaza
nuestro “recurso al precedente”) que circunscriben la supervivencia humana; sin
embargo, nos parece más importante preguntarnos sobre la relevancia del enfoque
adoptado por Illich al momento de escribir el manifiesto.
La primera vez que leímos “La
convivencialidad”, tuvimos dificultad para aceptar su utilización en sentido
amplio del significado de la palabra herramienta hasta abarcar incluso a
aquellas organizaciones como las empresas transnacionales o los organismos
multilaterales; lo cierto es que cuesta concebir a estas mega-organizaciones
como “herramientas” en el sentido utilizado por Illich:
“Claramente, yo
empleo el término ‘herramienta’ en el sentido más amplio posible, como
instrumento o como medio, independiente de ser producto de la actividad
fabricadora, organizadora o racionalizante del hombre o, como es el caso del
sílex prehistórico, simplemente apropiado por la mano del hombre para realizar
una tarea específica, es decir, para ser puesto al servicio de una
intencionalidad” (p. 41)
Pero incluso antes de nuestra época de
transnacionales, en los inicios de la modernidad, ya existía otro tipo de
instrumentos – las máquinas” – dotados de un halo de ambigüedad que impedía
verlos sin más como otras tantas herramientas de las que se sirvió el hombre
milenario. En este caso, la invención de instrumentos cada vez más poderosos
dio alas a aquel sueño atávico del hombre occidental en el que la máquina
sustituiría al esclavo. Fue justamente en ese sentido que Illich utilizó el
término máquina, como sinónimo de herramienta en la primera parte de “La
convivencialidad”, al plantear su hipótesis sobre la actual crisis planetaria:
“Los síntomas de
una progresivamente acelerada crisis planetaria son manifiestos. Por todos
lados se ha buscado el por qué. Anticipo, por mi parte, la siguiente
explicación: la crisis se arraiga en el fracaso de la empresa moderna, a saber,
la sustitución del hombre por la máquina. El gran proyecto se ha metamorfoseado
en un implacable proceso de servidumbre para el productor, y de intoxicación
para el consumidor.
“El señorío del
hombre sobre la herramienta fue reemplazado por el señorío de la herramienta
sobre el hombre. Es aquí donde es preciso saber reconocer el fracaso. Hace ya
un centenar de años que tratamos de hacer trabajar a la máquina para el hombre y de educar al hombre
para servir a la máquina. Ahora se
descubre que la máquina no “marcha”, y que el hombre no podría conformarse a
sus exigencias, convirtiéndose de por vida en su servidor. Durante un siglo, la
humanidad se entregó a una experiencia fundada sobre la siguiente hipótesis: la
herramienta puede sustituir al esclavo. Ahora bien, se ha puesto de manifiesto
que, aplicada a estos propósitos, es la herramienta la que hace al hombre su
esclavo”. (p. 25)
La pregunta que podría hacerse al cabo de 40
años del manifiesto es: ¿se puede seguir considerando a las instituciones
modernas, sean éstas servicios básicos (educación, salud, transporte, etc.) u
organizaciones transnacionales (BM, FMI, Microsoft, etc.), como herramientas
originalmente creadas para servir a la sociedad?
Una respuesta posible es que, precisamente,
al rebasar los umbrales analizados por Illich, las instituciones modernas dejan
de ser herramientas sociales controlables en función de los fines deseados por
las colectividades humanas y se convierten en sistemas autónomos en que los
individuos se encuentran incorporados ya no como sujetos independientes sino
como meros operarios y usuarios.
En una conferencia sobre ‘la filosofía de
los artefactos’, Illich planteaba dicha posibilidad en los siguientes términos:
“Las cosas
actuales con consecuencias decididamente nuevas son los sistemas, ya que ellos
están hechos de tal modo que capturan e integran las manos, oídos y ojos del
que los utiliza. El objeto ha perdido su distalidad [distancia] al
volverse sistémico. Nadie puede romper fácilmente los lazos creados por años de
involucramiento con la televisión y la educación curricular, los cuales han
convertido a los ojos y oídos en componentes de sistemas”.[6]
Si uno analiza, por ejemplo, un dispositivo
moderno como el teléfono celular móvil habría que considerar que éste forma
parte de complejos sistemas tecnológicos y económicos sin los cuales simplemente
no podría funcionar. Es dudoso que Illich siguiera analizando este tipo de
instrumento como una herramienta convivencial cuando se lo utiliza para la
comunicación individual (y no sólo corporativa); la dificultad estriba en que
es cada vez más difícil considerar a los celulares como meras herramientas y
pareciera más apropiado verlos como componentes de sistemas que, a su vez,
convierten a los hombres en meros usuarios de los servicios de
telecomunicación. Pareciera que estos “servicios” sólo se sirven a sí mismos,
no solamente debido a que son propiedad de empresas privadas o transnacionales
sino porque redundan, en última instancia, en la integración de los individuos
a un sistema productivo global. Este sistema global conspira anteladamente
contra la sociabilidad natural de los hombres convertidos en usuarios de los
sistemas de comunicación al destruir inexorablemente los ámbitos comunes donde
antes se podían encontrar mutuamente en los lugares tradicionales.
Otra respuesta posible, también sugerida por
Illich en las últimas décadas de su vida, es que las instituciones modernas
tengan su origen en lo que describió a menudo con el vocablo latino corruptio optimi qua est pessima (“la
corrupción de lo mejor es lo peor”), es decir, la “institucionalización de la
caridad” que promovieron las iglesias a partir del tercer siglo de nuestra era podría
considerarse como la corrupción de la revelación cristiana acerca de la
libertad del hombre para amar a su prójimo.[7]
Con este antecedente en el cristianismo,
las instituciones modernas se habrían desarrollado como instancias seculares de
aquella primera institucionalización eclesiástica y podrían concebirse como una
suplantación de los dones gratuitos de la condición humana, por ejemplo, la
suplantación por el trasporte motorizado de la capacidad innata que tienen los
hombres para movilizarse por sus propios pies. Por lo mismo, sería totalmente
inapropiado considerarlas como “herramientas”; se podría verlas más bien como
una anomalía misteriosa que, una vez desenmascarada, estaría condenada a
desaparecer cuando se restituya al hombre la dignidad y libertad que le son
propias.
Con todo, el concepto de herramienta se
podía alargar también en el sentido opuesto para incluir cosas tan
tradicionales como el lenguaje ordinario, la política y el derecho. El análisis
de las condiciones para la inversión política de la crisis a partir de estas “herramientas”
de la tradición las expuso Illich en la segunda parte de “La convivencialidad”.
Las
herramientas de la tradición
Frente a la pretensión de la ciencia de
proporcionar un mejor saber, Illich
proponía recuperar la confianza en la palabra y en las reglas del sentido
común. La ciencia se habría convertido en una empresa mistificadora que impide
la creación del sentido por parte del individuo o el ciudadano. Pero escuchemos
cómo lo planteaba en el manifiesto:
“Por encima de
todo, el debate político está congelado por un engaño respecto a la ciencia. La palabra ha venido a
significar una empresa institucional en vez de una actividad personal; la
solución de un rompecabezas en vez del despliegue imprevisible de la
creatividad humana. La ciencia es actualmente una agencia de servicios fantasma
y omnipresente, que produce mejor saber,
igual que la medicina produce mejor salud. El daño causado por ese
contrasentido en la naturaleza del saber es aún más radical que el mal hecho
por la mercantilización de la educación, de la salud y de la movilidad. La
falsedad de la mejor salud corrompe el cuerpo social, pues cada uno se preocupa
cada vez menos de la calidad del ambiente, de la higiene, de su modo de vida o
de su propia capacidad de cuidar a los demás. La institucionalización del saber
conduce a una degradación global más profunda, pues determina la estructura
común de los otros productos. En una sociedad que se define por el consumo del
saber, la creatividad es mutilada y la imaginación se atrofia”. (p. 116)
Además, Illich señalaba que el mismo
lenguaje ordinario había sido degradado por el monopolio creciente del modo de
producción industrial:
“Extendida por
el mundo entero, esta industrialización del hombre lleva consigo la degradación
de todos los lenguajes, y se hace muy difícil encontrar las palabras que
hablarían de un mundo opuesto al que las ha engendrado. El lenguaje refleja el
monopolio que el modo industrial de producción ejerce sobre la percepción y la
motivación. En las naciones industriales, cuando el hombre habla de sus obras,
las palabras que emplea designan los productos de la industria. El lenguaje
refleja la materialización de la conciencia. Cuando el hombre aprende algo por
la lectura dice que ha adquirido
educación. El deslizamiento funcional del verbo hacia el sustantivo subraya
el empobrecimiento de la imaginación social. La práctica nominalista del
lenguaje sirve para marcar las relaciones de propiedad: la gente habla del
trabajo que tiene. En toda América
Latina, sólo los que tienen un empleo dice que tienen trabajo. Los campesinos (que son la gran mayoría) dicen que lo hacen: “se va a trabajar, pero no se
tiene trabajo”. Los trabajadores modernos y sindicalizados no sólo esperan que
la industria produzca más bienes y servicios, sino también más trabajo para más
gente. No solamente el hacer es sustantivo, sino también el querer. La
habitación es más un bien que una actividad; el abrigo se convierte en bien que
uno se procura, o que reivindica al verse privado del poder de abrigarse por sí
mismo. Se adquiere el saber, la movilidad, y aún la sensibilidad o la salud. Se
tiene trabajo o salud, como se tiene placer”. (p. 121)
El análisis de esta degradación del
lenguaje se profundizaría posteriormente cuando Illich y sus colegas percibieron
la proliferación de lo que denominaron “palabras clave” (key words), los cuales amplían indefinidamente su campo semántico
y, por lo mismo, se prestan a ser utilizados para significar cualquier cosa.[8]
Además, se vio que el lenguaje cotidiano
era susceptible a la contaminación por parte de los desechos de los lenguajes
especializados de las ciencias, las profesiones y la política, desechos que
denominaron también “términos plásticos” (plastic
words) y cuya característica consistía nuevamente en estar vaciados de
sentido. El mismo Illich descubrió más tarde que sus análisis podían ser
cooptados por las profesiones, sobre todo cuando había utilizado la
terminología de la cibernética y el análisis sistémico.
En el manifiesto de 1973, él subrayaba la
necesidad de recuperar el lenguaje cotidiano como una herramienta convivencial
indispensable para la inversión política hacia una sociedad post-industrial:
“El código
operatorio de la instrumentación industrial se incardina en el habla cotidiana.
La palabra del hombre que vive como poeta es apenas tolerada como protesta
marginal y siempre que no perturbe a la muchedumbre que hace cola frente al
aparato distribuidor de productos. Si no accedemos a un nuevo grado de
conciencia que nos permita reencontrar la función convivencial del lenguaje, no
llegaremos jamás a invertir ese proceso de industrialización del hombre. Pero
si cada uno se sirve del lenguaje para reivindicar su derecho a la acción
social más que al consumo, el lenguaje se convertirá en el medio para restituir
a la relación del hombre con la herramienta su transparencia”. (p. 123)
No obstante, la sola reivindicación del
lenguaje ordinario no bastaba. Illich planteó también la necesidad de recuperar
la política y el Derecho. Contra toda la evidencia que desde siempre apunta a
que no solo la policía, sino también los órganos legislativos y los tribunales
han sido requisados para servir de instrumentos de los ricos y los poderosos y
sobre todo para proteger la propiedad privada, Illich consideró estas
evidencias como sintomáticas de una perversión de la estructura profunda que
subyace al Derecho. Decía Illich:
“Los hombres han
perdido la confianza en los procedimientos disponibles, no porque éstos hayan
sido pervertidos en sí mismos, sino por el uso abusivo que constantemente se
hace de ellos. Son utilizados para atiborrar a la gente con argumentos éticos,
políticos o legales. Se han convertido en engranajes de la producción
ilimitada. Las iglesias predican la humildad, la caridad y la pobreza, y
financian programas de desarrollo industrial. Los socialistas se han convertido
en defensores sin escrúpulos del monopolio industrial. La burocracia del
Derecho se ha aliado a las burocracias de la ideología del bienestar general,
para defender el crecimiento de la herramienta. Pronto será el computador el
que decida ideas, leyes y técnicas indispensables al crecimiento. (p.125)
A pesar de todo, él pensaba que era
necesario recuperar aquellos procedimientos tradicionales. Planteó el paradigma
del Derecho anglosajón como un procedimiento formalmente contradictorio y, por
lo mismo, útil para zanjar las disputas entre las partes en conflicto; en nuestro
caso, como una estructura potencialmente eficaz para la limitación de las
instituciones industriales que permita la reconstrucción social.
“Si no nos
ponemos de acuerdo sobre un procedimiento eficaz, duradero y convivencial, con
el fin de controlar la instrumentación social, la inversión de la estructura
institucional existente no se podrá iniciar y menos mantener. Siempre habrá
administradores que quieran aumentar la productividad de la institución, y
tribunos que prometan la luna a las multitudes ávidas”. (p. 125)
La
encarnación del verbo en la historia
El último capítulo de “La convivencialidad”
derrama elocuencia en favor de la recuperación del Derecho y la política como
alternativas a la administración tecnoburocrática de la crisis global. Dejemos
hablar al manifiesto en sus propios términos:
“Si en un futuro
próximo la humanidad no limita el impacto de su instrumentación sobre el
ambiente y no pone en obra un control eficaz de nacimientos, nuestros
descendientes conocerán el espantoso apocalipsis anticipado por muchos
ecólogos. La sociedad puede aislar su supervivencia dentro de los límites
fijados y reforzados por una dictadura burocrática, o bien reaccionar políticamente a la amenaza, recurriendo
a los procedimientos jurídico y político. La falsificación ideológica del
pasado nos vela la existencia y la necesidad de esta elección (…).
“La instalación
del fascismo tecnoburocrático no está escrita en las estrellas. Existe otra
posibilidad: un proceso político que permita a la población determinar el
máximo que cada uno puede exigir, en un mundo de recursos manifiestamente
limitados; un proceso consensual destinado a fijar y mantener límites al
crecimiento de la instrumentación; un proceso de estímulo a la investigación
radical, de manera que un número creciente de gente pueda hacer cada vez más con cada vez menos. Un programa así puede aún
parecer utópico a la hora actual; si sigue agravándose la crisis, pronto
revelará un realismo extremo”. (p. 133-4)
Illich conjeturaba sobre la agravación de la
crisis global y la eventualidad de que, obnubiladas las elites y los partidos
tradicionales a consecuencia de una catástrofe planetaria, surjan fuerzas
sociales que sean capaces de recuperar el lenguaje ordinario y las herramientas
jurídica y política a fin de lograr la reinstrumentación convivencial de la
sociedad.
“Los
procedimientos político y jurídico van encajados estructuralmente el uno en el
otro. Ambos conforman y expresan la estructura de la libertad dentro de la
historia. Reconociendo esto, el procedimiento formal puede ser la mejor
herramienta teatral, simbólica y convivencial de la acción política. El
concepto del Derecho conserva toda su fuerza, aun cuando la sociedad reserve a
los privilegiados el acceso a la maquinaria jurídica, aun cuando,
sistemáticamente, escarnezca a la justicia y vista al despotismo con el manto
de simulacros de tribunales. Cuando un hombre defiende el recurso al lenguaje
ordinario y al procedimiento formal, mientras sus compañeros de revolución le
arrastran al banquillo de los acusados, este recurso a la estructura formal,
inscrito en la historia de un pueblo, sigue siendo la herramienta más poderosa
para decir la verdad, para denunciar la hipertrofia cancerosa y la dominación
del modo de producción industrial como la última forma de idolatría. La
angustia me aprisiona cuando veo que nuestra única posibilidad para detener la
marejada mortal está en la palabra, más exactamente en el verbo, que ha llegado
a nosotros y se encuentra en nuestra historia. Sólo dentro de su fragilidad, el
verbo puede reunir a la multitud de los hombres para que el alud de la
violencia se transforme en reconstrucción convivencial”. (p. 144-45)
En la última alusión, Illich no se
refería a los intelectuales,
supuestamente responsables de utilizar el verbo o la palabra para la crítica y
la denuncia, sino a los hombres y mujeres que han recuperado la confianza en el
poder de la palabra convivencial (o convivial) – actualmente humillada
por el lenguaje de los especialistas o los ideólogos que bloquean la comprensión
profunda de la crisis – para decir la verdad y convocar a los demás a oponerse conjuntamente
al proceso de desintegración del mundo en el sistema global.
La Paz - Bolivia, 9 de
diciembre, 2011 (revisado el 12 Feb. 2020 en ocasión del lanzamiento de Segundo Manifiesto Convivialista. Ver: http://convivialisme.org)
* El autor
es traductor/editor independiente (Contacto: + 591-2-70136985, hernando_calla@yahoo.com)
[1] Illich, Ivan, «The futility of schooling in Latin America», Saturday Review,
April 20, 1968. Saturday Review Magazine Co., New York.
Ed. española: En América Latina ¿Para qué sirve la Escuela?; ed.
Búsqueda, Buenos Aires, 1973
[2] Illich, Iván,
«Bolivia y la revolución cultural», Nuevos caminos, Ministerio de
Educación, La Paz, 1970.
[3] Ivan Illich, Tools for Conviviality. Calder & Boyars, London. 1973. Edición española: La Convivencialidad. Barcelona : Barral Editores,
1974 (los números de página de cada párrafo citado corresponden a esta última)
[4] Ver I. Illich “El desvalor y la creación social del desecho”.
Tecno-política. Doc. 87-03; o también “Desvalor” en “IVÁN ILLICH: OBRAS
REUNIDAS II”. México: FCE, 2008, pp. 477-488.
[5] Hernando Calla, 50 Años de
Discurso del Desarrollo. Artículo publicado en “El Malpensante” de La Razón. La Paz, enero 23,
1999
[6] Ivan Illich, Philosophy... Artifacts... Friendship. Ponencia
leída en la reunión anual de The American Catholic Philosophical Association en
Los Angeles, California, Marzo 23, 1996.
[7] Iván Illich, Los ríos al norte del futuro. Conversaciones con David Cayley. México: Aliosventos Ediciones, 2019.
Uma pequena correcao, Paulo Freire nasceu em Recife, Pernambuco, e nao no Rio de janeiro.
ResponderEliminarGracias Dan por la corrección, recién acabo de verla... "carioca" alude a los nacidos en Río de Janeiro?
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