Preámbulo melancólico
Por Carlos Medinaceli
I
“NADIE TIENE EL CORAJE de René-Moreno de ir acumulando, día por día, todo cuanto se produce en el país en materia de papel impreso, desde las simples hojas volantes y folletos de cuatro páginas, hasta el libro costoso, elegantemente impreso, o el raro incunable, como hacía aquel benedictino de la bibliografía. Moreno ha muerto sin dejar sucesores. ¿Quién sería el guapo, en los días catastróficos que corren, de repetir su bizarro gesto? Perseguir, como si se tratase de una joya, un folleto insignificante o, algo peor, repugnante, sobre cualquier doméstica controversia jurídica, sólo por completar la colección y luego gastar tiempo y paciencia en leerlo, estudiarlo, clasificarlo, y, a trueque de todo eso, no obtener otra cosa que la indignación furibunda del autor, si el juicio no ha sido favorable, como no podía menos de serlo. Moreno fue no solamente un maniático coleccionista de documentos, sino un mártir de la bibliografía. Pero, al fin y al cabo, el célebre Director de la Biblioteca del Instituto de Santiago disfrutaba de una relativamente desahogada situación, era de vida sobria y austera y su absorbente consagración a la bibliografía, explican su obra, aunque siempre resulta asombrosa su capacidad de trabajo y su rigorismo científico. Lo que sí es de admirar es que Moreno no se hubiese embrutecido después de haber leído tantos folletos bolivianos. Porque la verdad es esa: en Bolivia se produce tan poco digno de leerse, que yo he llegado a cobrar repugnancia al libro nacional. No tanto al antiguo, sino al actual. Antes, por lo menos, se escribía por dar desahogo a las malas pasiones, por rebelarse como un enemigo jurado de algún prójimo, como cuando don José Quintín Mendoza, desde Ayopaya, le decía aquellas sus tan pintorescas barbaridades a Arce, o Taborga lo enjuiciaba a Camacho responsabilizándolo por la derrota del Alto de la Alianza, gesto que hoy nadie se atreve a repetir. Aquellos hombres sabían odiar, por lo menos. Tenían esa virtud, la sinceridad de su odio. Pero hoy sucede algo peor: hoy se publica por vanidad. Y las peores, naturalmente, son esas mujeres que escriben, a quienes les ha picado el morbo literario y se sienten plumíferas. Este sí que es un peligro social sobre el cual habrá que llamar la atención de la Policía Urbana, —porque seguramente se trata de algún grave caso de locura delirante, quiero decir, escribiente, — o de la Sanidad Pública, porque se trata de alguna anormalidad orgánica. En fin… Aún vivimos. Júzguese, pues, mi disgusto cuando el Director de LA REPÚBLICA me mandó a invitar a que escribiera sobre la producción bibliográfica durante el año. —¿Por qué imbécil me habrá tomado? —pensé para mi capote y estuve a punto de responder: —Dígale al señor Director que yo no he leído un solo libro nacional hasta ahora: soy persona honrada—. Pero, como por mal de mis pecados parece que me he ganado la fama de badulaque, o sea de un hombre que por carecer de un oficio lucrativo como cualquier artesano de esos, que no obstante de que gana mejor que yo, aspira al honroso título de “proletario” y se hace digno de ingresar al Socialismo de Estado exigiendo que éste, el Estado, lo proteja, cosa que para mí está vedada, porque, precisamente, por no tener ningún oficio, resulto un burgués de la peor especie y que, como decía, por puro “desocupado” se dedica a leer cuanta paparrucha se publica en el país, hube de responderle con la más santa resignación cristiana:
— “Sí, señor Redactor, lo haré con todo gusto, por corresponder a la honrosa invitación que se me hace”, —aunque, para mis adentros, seguía pensando:
— “Ahora tengo que sepultarme por lo menos estos quince días que quedan dentro de las catacumbas de la bibliografía nacional y hasta gastar algo de mis haberes en adquirir libros nacionales en los puestos de San Francisco, que es en la única parte donde, indefectiblemente, se los encuentra.”
¿Por qué le contesté en forma afirmativa, cuando me era tan fácil negarme? ¿Tengo yo el alma de mártir? — me pregunté luego. —Después, mi demonio interior, que, como el de Sócrates, suele decirme algunas verdades, me sopló al oído:
“Puras filfas: tú no tienes nada de mártir: lo que tienes es, lo que todos tienen, vanidad. Nada más: la peor de las vanidades, la vanidad de las vanidades: escribir; eres tan grafómano como los otros, aunque, alguna vez, por cansancio cerebral, te dé un ataque de grafofobia. Y, así es. Porque, ¿qué mayor orgullo para un pobre diablo como yo que ver su nombre en letras de molde en un gran rotativo nacional? ¡Oh, a cambio de eso, uno es capaz de sacrificar todo! Hasta de gastarse cinco pesos comprándose un libro sobre “Fitografía Kalahuaya” y tener la franciscana bondad de leerlo. Y, aún, de opinar bien del autor, porque, como ordena nuestro Seráfico Padre, hay que ser bondadoso con los animales…
Solía decir don Luis Paz que los que se dedican a escribir en Bolivia deben de ser o ricos o locos. Porque eso de escribir gratis, gastando tiempo, esfuerzo y dinero para un público que no lee, o es chifladura de rico o de loco. Como yo no soy lo primero, debo ser lo segundo. Lo que me consuela es que no estoy solo en el campo. Son algunos más los de mi banda. Pero, como el campo de la literatura es como inquilinato de una casa de corredor donde no se puede vivir sin disputarse hasta el aire que se respira, se me excusará no venga aquí con aquella filfa de que para opinar sobre mis colegas me voy a revestir con la toga del “sagrado magisterio de la crítica”, sino de que la crítica es la manera más cómoda que tenemos los literatos fracasados, o sin talento creador, de desahogar nuestras malas pasiones.
La profesión literaria, si es profesión, es una mezquina profesión, porque se parece a un hogar donde hay mucha prole, pero muy poco que comer. Y todos se disputan el grano de garbanzo que les corresponde. Ese garbanzo se llama prestigio, fama o notoriedad. Ya que entre nosotros no es posible hablar de gloria. Tiene razón Arguedas. Si el oficio de literato es miserable en todas partes, en Bolivia es trágico: es la tragedia del hombre que escribe en un país que no lee. Hablo de los literatos de verdad, que han hecho profesión de ello, como Arguedas o Mendoza, no de los que publican una Oda porque no los voten de su puesto o de los que la escriben por conseguirlo. Estos tales no son escritores, sino vividores. Y como éstos son los que abundan, mientras los primeros escasean, que lo primero es un sacrificio y lo segundo una gollería, de ahí que el panorama de la literatura nacional ofrece la visión de la parda uniformidad de una llanura donde no hay más que dos o tres cumbres de modesta altura y, el resto, montones de piedra y de tierra que, por algún error de perspectiva, parecen también, algunas veces, otras cumbres, pero que, vistos de cerca, no son más que eso.
Repito, pues, que no he seguido con atención metódica, como un paciente bibliógrafo, toda la producción literaria en el año y mal podría dar un año bibliográfico científicamente ordenado como hacía Moreno y lo hacen en otras partes los profesionales de la materia. He leído al azar, lo que me ha parecido bueno, y sobre lo que he leído opinaré con la relativa honradez que es posible esperar de un tipo de mi calaña, ya que no tengo el talento de Sainte-Beuve de ocultar mis odios tras los más felinos halagos, ni de escudarme tras la máscara de la “imparcialidad”, porque para eso no tengo las mañas metódicas de Taine.
Aunque para no pecar de arbitrario y poner algo de orden en esta reseña casi melancólica, voy a abandonar el “Yo” odioso, para revestirme con el “Nos”, más o menos catedrático. Y menendezpelayizar un poco”.
Extractado de: Carlos Medinaceli, “Páginas de vida”, Prólogo de Armando Alba, Potosí (Bolivia): Editorial “Potosí”, 1955, p. 165 – 169.
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