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martes, 28 de julio de 2015

La intensidad inhabilitante del mercado

por Iván Illich
Actualmente se llama crisis a aquel momento en el cual, médicos, diplomáticos, banqueros y toda clase de ingenieros sociales asumen los controles y se suspenden las libertades. Lo mismo que los pacientes, las naciones se catalogan en estado crítico. Y esto debido a que la crisis, de haber sido una posibilidad de enmendar rumbos, ahora sólo significa el ir y venir de un lado a otro. En la actualidad, remite a una amenaza ominosa pero controlable contra la cual pueden unirse el dinero, la fuerza laboral y la administración. Un ejemplo típico de este tipo de respuesta podría ser el de una ciudad de 13 millones de habitantes, a 2500 metros sobre el nivel del mar, en la cual ante las cifras alarmantes de escasez y las dificultades en el suministro de agua a la mayoría de sus habitantes que solamente tienen acceso a menos de 5 litros, se declara una crisis que habrá de dar más trabajo a los ingenieros en vez de racionar el consumo del 5% de la gente que utiliza la mitad del agua en sus tinas y albercas. La crisis entendida de esta manera resulta siempre conveniente para los ejecutivos y comisarios, especialmente para los buitres que viven de los efectos secundarios, no deseados, del crecimiento anterior: para los educadores que viven de la alienación de la sociedad, para los doctores que prosperan a base del trabajo y ocio que han destruido la salud, para los políticos que triunfan gracias a la distribución del un bienestar que, en primera instancia, se les quitó a los mismos que reciben la asistencia.
Sin embargo, el término crisis no debe significar necesariamente esto. No debiera implicar una temeraria escalada de los controles sociales. Puede significar el instante de la elección, ese momento maravilloso en que la gente se hace consciente de su propia prisión autoimpuesta y de la posibilidad de una vida diferente. Esta es la crisis que enfrentan hoy simultáneamente los Estados Unidos y el mundo.
a) Una elección mundial
En unas cuantas décadas, el mundo se ha uniformado. Las respuestas humanas a los sucesos de todos los días se han hecho estándar. Aunque todavía los idiomas y los dioses parecen diferentes, la gente se une todos los días a la estupenda mayoría que marcha al compás del mismo tambor. El interruptor de la luz, junto a la puerta, ha reemplazado a las múltiples formas en que los fuegos, las velas y los faroles se encendían antiguamente. El número de quienes encienden interruptores de luz se ha triplicado en el mundo en diez años; la palanca del agua y el papel se han convertido en condiciones esenciales para evacuar los intestinos. La luz que no proviene de las redes de alto voltaje y la higiene que excluye el papel higiénico han funcionado como medidores de la pobreza de miles de personas. La intrusión, soporífera a veces, estruendosa otras, de los medios masivos de comunicación, penetra muy adentro en el barrio, el pueblo, la sociedad, la escuela. Los sonidos leídos por el locutor y los anunciadores de textos programados, pervierten diariamente las palabras de un lenguaje hablado al que convierten en bloques de construcción para mensajes en paquete. Para tener actualmente la posibilidad de que nuestros hijos jueguen en un ambiente en el que una de cada diez palabras que oyen les sean dirigidas personalmente, deben estar ellos aislados o apartados temporalmente, o bien, deben ser opulentos marginales a los que se protege cuidadosamente. En cualquier parte del mundo se puede notar un rápido enquistamiento de la aceptación disciplinada que caracteriza al oyente, al cliente, al comprador. La estandarización de la acción humana se va extendiendo.
Se hace evidente ahora que el problema crítico que enfrenta la mayor parte de las naciones del mundo: o la gente se convertirá en cifras de una multitud condicionada que avanza hacia una dependencia cada vez mayor —y necesitará, por lo tanto, de batallas salvajes para obtener un mínimo de las drogas que alimenten su hábito— o bien encontrará el valor que es lo único que puede salvar en el pánico: mantener la calma y buscar alrededor otro escape que no sea el ya marcado como salida. Sin embargo, muchas de las personas a quienes se les dice que los bolivianos, los canadienses, los húngaros enfrentan todos la misma elección fundamental, no sólo se sienten molestos, sino que se ofenden profundamente. La idea les parece no solamente loca sino chocante. No logran detectar la similitud en esta nueva degradación amarga que va permeando el hambre del indio del Altiplano, la neurosis del trabajador de Amsterdam y la cínica corrupción del burócrata de Varsovia.
b) Hacia una cultura de productos estandarizados
El desarrollo ha tenido los mismos efectos en todas las sociedades: se han visto atrapadas en una nueva trama de dependencia respecto de las mercancías que fluyen del mismo tipo de máquinas, fábricas, clínicas, estudios de TV, think tanks. Para satisfacer esta dependencia se tiene que seguir produciendo siempre más de lo mismo: bienes y servicios estandarizados por ingenieros y destinados a los consumidores, quienes, a su vez, son estandarizados por los educadores y promotores para que crean necesitar lo que se les ofrece.
Ya sean tangibles o intangibles, son éstos los productos estandarizados del mundo industrial; asumen valor monetario como mercancías y se determinan tanto por la acción del Estado como por el mercado, aunque el nivel de participación de uno y otro varíe en los diferentes regímenes. Las distintas culturas llegan a ser así residuos insípidos de un estilo de acción tradicional, perdidas en un páramo mundial; un terreno árido, desbastado por la maquinaria necesaria para producir y consumir. En las riberas del Sena y las del Niger, la gente olvidó cómo ordeñar, porque el líquido blanco les llega envasado. Gracias a una mayor protección al consumidor, en Francia la leche es menos tóxica que en Mali. Es verdad que ahora hay una mayor cantidad de criaturas que beben leche de vaca, pero los senos de las mujeres, ricas y pobres, se secan por igual. El adicto nace con el primer grito del niño que tiene hambre, cuando su organismo aprehende la leche artificial, abandonando el seno materno que, de este modo, se atrofia. Todas aquellas acciones humanas, autónomas y creativas, necesarias para el florecimiento del universo humano, terminan atrofiándose. Los techos de barro o de paja, de caña o de teja, se han ido reemplazando por techos de concreto para unos pocos y de plástico ondulado para la mayor parte. Ni los obstáculos de la selva ni los matices ideológicos han librado a los pobres y a los socialistas de apresurarse en construir carreteras para los ricos, esas vías que les conducen al mundo donde los economistas han tomado el lugar de los sacerdotes. Las casas de moneda acaban con todos los tesoros locales y los ídolos. El dinero devalúa lo que no puede medir. La crisis, pues, es la misma para todos: la opción entre una mayor  o menor dependencia de bienes de consumo industrial. Una dependencia mayor significa la destrucción rápida y total de las culturas como programas de actividades de subsistencia que produzcan satisfacción; una dependencia menor significa el variado florecimiento de valores de uso en culturas de intensa actividad. La elección es esencialmente la misma para ricos y pobres, aunque imaginarlo siquiera sería extremadamente difícil para quienes ya están acostumbrados a vivir en un supermercado, diferente, pero sólo en nombre, de las instituciones para idiotas.
En las sociedades de industrialismo tardío, toda la vida se organiza en función de las mercancías. Nuestras sociedades de mercado intensivo miden su progreso material de acuerdo con el aumento en el volumen y en la variedad de las mercancías producidas; y, siguiendo esta misma línea, medimos el progreso social de acuerdo con la distribución del acceso a estos bienes y servicios. La economía política se ha convertido en la gran propagandista al servicio de la dominación de los que producen en gran escala. El socialismo se ha degradado al convertirse en una lucha contra la distribución no igualitaria y la economía del bienestar ha identificado el bien público con la distribución de la opulencia y, en su sentido más estricto, con la humillante opulencia del pobre: un día de degradación organizada en un hospital público, cárcel o laboratorio educacional en los Estados Unidos, alimentaría a una familia de la India durante un mes.
Al despreciar todos aquellos costos a los cuales la economía clásica no fijó precios, la sociedad industrial creó un ambiente dentro del cual la gente no puede vivir sin devorar cada día el equivalente de su propio peso en metales, carburantes y materiales de construcción. Creó un mundo en el cual la constante necesidad de protegerse contra los resultados negativos del crecimiento ha cavado nuevos abismos de discriminación, de impotencia y de frustración. Nunca olvidaré la afirmación del yanqui frente a un chileno: “Seremos siempre nosotros los que, en un mundo envenenado, tendremos los filtros de aire de mayor potencia”. Hasta ahora, los movimientos ecológicos al servicio del poder sólo han servido para dar más consistencia a esta orientación, al concentrar la atención pública sobre la irresponsabilidad técnica de quienes vierten en zonas residenciales con subproductos venenosos o mutágenos y, en el mejor de los casos, han desenmascarado los intereses privados que aumentan la dependencia del individuo a las necesidades creadas. Pero aún ahora, después que se han fijado precios y costos para reflejar el impacto sobre el medio ambiente (lo negativo de las molestias o el costo de la polarización), no hemos sido capaces de percibir con claridad que este proceso sustituyó, por artículos empacados y producidos en serie, todo lo que la gente hacía o creaba por sí misma.
Desde hace algunos años, cada semana muere una u otra forma de expresión. Las que permanecen se uniforman cada vez más. Sin embargo, aún quienes se preocupan por la pérdida de variedades genéticas o por la multiplicación de isótopos radioactivos, no advierten el agotamiento irreversible de las habilidades artesanales, de los cuentos y de los sentidos de la forma. Esta sustitución gradual de valores útiles pero no mercantilizables por bienes industriales y por servicios, ha sido la meta compartida de facciones políticas y de regímenes que, de otro modo, se opondrían violentamente.
Por este camino, cada vez trozos más grandes de nuestras vidas se transforman de tal manera que la vida pasa a depender casi exclusivamente del consumo de mercancías. Esto es lo que deberíamos llamar un aumento de la intensidad de mercado en las culturas modernas. Desde luego, los diferentes regímenes asignan sus recursos de manera distinta: aquí decide la “sabiduría de la mano escondida” del mercado, allá, la del ideólogo y el planificador. Pero la oposición política entre estos proponentes de métodos alternativos para la asignación de recursos, solamente disfraza el mismo desprecio burdo que muestran todas las facciones y partidos por la libertad y la dignidad personal.
La política sobre energéticos en los distintos países nos da un buen ejemplo para estudiar la profunda identidad existente entre los diferentes promotores del sistema industrial, sea que se llamen socialistas o liberales. Si excluimos lugares como Nueva Camboya, sobre la cual me falta información, no existe élite de gobierno ni oposición organizada que conciba un futuro deseable fundado en un instrumental social cuyo consumo de energía per capita fuera inferior en varios órdenes de magnitud a los niveles que prevalecen hoy en Europa. Todas las corrientes políticas insisten en un presunto imperativo técnico que hace inevitable que el modo de producción moderno sea intensivo también en el uso de energía. Hasta ahora no existe ningún partido que reconozca que un modo de producción de esta especie castra inevitablemente la capacidad creadora de los individuos y grupos primarios. Todos los partidos insisten en mantener niveles de empleo altos en la fuerza de producción y parecen ser incapaces de reconocer que los empleos tienden a destruir el valor de uso del tiempo libre. Insisten en que las necesidades de los individuos se definan, en la forma más objetiva y total, por especialistas certificados públicamente para tal competencia, y parecen insensibles a la consecuente expropiación de la vida misma.
A fines de la Edad Media se usó la asombrosa simplicidad del modelo heliocéntrico como un argumento para desacreditar a la nueva astronomía. Su elegancia se interpretó como ingenuidad. En nuestros días, no son escasas las teorías centradas en el valor de uso, capaces de analizar el costo social generado por la economía dominante. Estas teorías han sido propuestas por muchos outsiders de la economía que ubican sus perspectivas en una nueva escala de valores: la belleza, la sencillez, la ecología, la vida en comunidad. Como una forma recurrente de soslayar estas teorías, la economía moderna y sus practicantes se han dedicado a falsear y maginificar los fracasos que, con frecuencia, han sufrido estos outsiders al experimentar en nuevos estilos de vida personal, y rehusan mirar siquiera estas teorías —del mismo modo que el inquisidor legendario rehusó mirar a través del telescopio de Galileo— siendo que sus análisis podrían conducir al desplazamiento del centro convencional del sistema económico vigente. Estos instrumentos analíticos distintos podrían conducirlos a poner los valores de uso no mercantilizables en el centro de una cultura deseable donde solamente se asigne un valor a aquellos bienes mercantiles que fomenten una extensión más amplia de esos mismos valores de uso. Pero lo que sigue contando no es lo que la gente haga o crea, sino el producto de las corporaciones públicas o privadas. Todos colaboran por igual en el esfuerzo por transformar nuestras futuras sociedades en un enorme juego de suma cero, en el cual cada ganancia y cada gozo de una persona se transforman inevitablemente en pérdida para las otras.
En esta carrera quedaron destrozados innumerables conjuntos de infraestructuras en las cuales la gente enfrentaba la vida, en las cuales jugaba, comía, tejía lazos de amistad y hacía el amor. Unas cuántas de las llamadas “décadas del desarrollo” bastaron para desmantelar más de dos tercios de los moldes culturales del mundo. Antes de estas décadas, aquellos moldes permitían que la gente satisfaciera la mayor parte de sus necesidades dentro de la autosubsistencia. Después de ellas, el plástico reemplazó a la cerámica, la bebidas gaseosas reemplazaron a la limonada, el Valium tomó el lugar del té de manzanilla, y los discos, el de la guitarra. A lo largo de toda la historia, la mejor medida de los tiempos malos ha sido el porcentaje de alimentos que se debían comprar. En tiempos buenos, la mayor parte de las familias conseguían casi todos sus alimentos de lo que ellos cultivaban o adquirían en un marco de relaciones gratuitas.
Hasta fines del siglo XVIII, el alimento que se producía más allá del horizonte abarcable por la vista del consumidor, que miraba desde un campanario o minarete, era menos de un 1 por ciento en todo el mundo. Las leyes encaminadas a controlar el número de aves de corral y de puercos dentro de los muros de la ciudad sugieren que, a excepción de unas cuantas zonas urbanas más extensas, casi la mitad de los alimentos se cultivaban igualmente dentro de la villa. Antes de la Segunda Guerra Mundial, los alimentos traídos desde afuera a una región determinada constituían menos del 4 por ciento del total que se consumía, además, estas importaciones estaban destinadas, en gran medida, a las 11 ciudades que tenían más de dos millones de habitantes. Actualmente, el 40 por ciento de la gente sobrevive gracias a que tiene acceso a los mercados interregionales. Concebir hoy día un mundo en el cual se redujera radicalmente el mercado mundial de capitales y bienes, representa un tabú por lo menos tan absoluto como concebir un mundo en el cual gente autónoma utilizara herramientas convivenciales para liberarse de la necesidad de consumir y para crear valores de uso en abundancia. En este tabú se refleja la creencia de que las actividades útiles por medio de las cuales la gente se expresa y satisface sus necesidades pueden sustituirse indefinidamente por bienes y servicios.
c) La pobreza modernizada
Pasado cierto umbral, la multiplicación de mercancías induce a la impotencia, a la incapacidad de cultivar alimentos, de cantar o de construir. El afán y el placer, condiciones humanas, llegan a convertirse en privilegio de algunos ricos caprichosos. En Acatzingo, como en la mayoría de los pueblitos mexicanos de su tamaño, existían cuatro bandas de músicos que tocaban a cambio de un trago y servían a una población de 800 personas, en la época en que Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. Actualmente, los discos y las radios conectadas a altoparlantes desalientan el talento local. Solo ocasionalmente, en un acto de nostalgia, se reúne dinero para traer una banda de marginados  de la Universidad para cantar las viejas canciones en alguna fiesta especial. El día en que la legislación venezolana estatuyó para cada ciudadano un derecho “habitacional” concebido como mercancía,  tres cuartas partes de las familias hallaron que las casitas levantadas con sus propias manos, quedaban rebajadas al nivel de cobertizos. Además, y esto era lo más importante, existía ya un prejuicio contra la autoconstrucción. No se podía iniciar legalmente la construcción de una casa sin antes presentar el plano diseñado por un arquitecto diplomado. Los desechos y sobrantes de la ciudad de Caracas, útiles hasta entonces como excelentes materiales de construcción, creaban ahora el problema de deshacerse de desperdicios sólidos. El hombre que intentaba levantar su propia “morada” era mirado como un desviado que rehusaba cooperar con los grupos de presión locales para la entrega de unidades habitacionales fabricadas en serie. Además, se promulgaron innumerables reglamentos que tildaron su ingenuidad de ilegal y hasta de delictiva. Este ejemplo ilustra el hecho de que son los pobres los primeros en padecer cuando una nueva mercancía castra uno de los tradicionales oficios de subsistencia. El desempleo útil de los cesantes se sacrifica a la expansión del mercado de trabajo. La construcción de la casa como actividad elegida por uno mismo se convierte en el privilegio de algunos ricos, ociosos y extravagantes.
Una vez que se ha incrustado en una cultura, la adicción a la opulencia paralizante, genera “pobreza modernizada”. Esta es una forma de negatividad que se asocia necesariamente a la multiplicación de productos industriales; ha escapado a la atención de los economistas porque no puede aprehenderse con sus mediciones, y a la de los servicios sociales porque sus métodos no son operativos para estos casos. Los economistas no disponen de medios efectivos para incluir en sus cálculos lo que pierde la sociedad en cuanto a un cierto goce que no tiene su equivalente en el mercado. Así, se podría actualmente definir a los economistas como los miembros de una cofradía que solamente acepta a aquellas personas que, en el ejercicio de su labor profesional, practican una adiestrada ceguera hacia la consecuencia social más fundamental del crecimiento económico: más allá de cierto umbral, cada grado que se añade en cuanto a la opulencia en mercancías trae como consecuencia un descenso en la habilidad personal para hacer y crear.
Mientras la pobreza modernizada afectó solamente a los pobres, su existencia y su naturaleza permanecieron ocultas, aun en las conversaciones más corrientes. En la medida en que el desarrollo , o la modernización, llegó a los pobres que hasta entonces habían logrado sobrevivir, a pesar de su exclusión de muchos sectores de la economía de mercado, éstos se vieron implacablemente constreñidos a sobrevivir adquiriendo mercancías en un sistema de compras, lo que para ellos significa siempre y necesariamente obtener las escorias del mercado. Los indios de Oaxaca, que anteriormente no tenían acceso a las escuelas, son reclutados ahora por el sistema educacional para que “ganen” unos certificados que miden precisamente su inferioridad en relación la población urbana. Además, y he aquí el sarcasmo, sin ese pedazo de papel no pueden siquiera ingresar en los oficios de la construcción. Este proceso —la modernización de renovados aspectos de la pobreza de los pobres— sigue ocultándose, culpando a las víctimas por su actitud indiferente ante el acceso a los privilegios del progreso. Mientras tanto la alianza non sancta entre los productores de mercancías y sus asistentes profesionales sigue cohesionándose sin cuestionamiento.
Un resultado de lo que decimos de fuerte significación social es que ahora la pobreza modernizada se convierte en la experiencia común de todos, a excepción de aquellos que son tan ricos que pueden retirarse a su Arcadia. A medida que las facetas de la vida, unas después de otras, se hacen dependientes de los abastecimientos estandarizados, muy pocos nos libramos de esa experiencia recurrente de pobreza modernizada. En Estados Unidos, el consumidor promedio escucha casi cien avisos publicitarios diariamente, pero sólo una docena de ellos lo hacen reaccionar y, en la mayoría de los casos, en forma negativa. Aun los compradores adinerados adquieren, junto con la mercancía novedosa, una nueva experiencia de insatisfacción. Sienten que han adquirido algo de dudoso valor, tal vez inútil a corto plazo o incluso dañino, algo que exige también de complementos todavía más costosos. A veces,  las actividades de los organismos de protección del consumidor vuelven consciente este proceso porque, si bien empiezan por exigir controles de calidad, pueden conducir a una resistencia radical por parte del consumidor. Hay muchos que se hallan casi dispuestos a reconocer abiertamente la existencia de una nueva forma de riqueza: la riqueza frustrante, producida por la expansión cada vez mayor de una cultura de mercado intensivo. Además, los opulentos llegan a presentir el reflejo de su propia condición en el espejo de los pobres. Sin embargo, esta intuición generalmente no se desarrolla más allá de cierto romanticismo.
La ideología que identifica el progreso con la opulencia, no se restringe, desde luego, a los países ricos. Esa misma ideología degrada las actividades no mercantilizables aun en zonas donde, hasta hace poco, casi todas las necesidades se satisfacían a través de un modo de vida de subsistencia. Los chinos, por ejemplo, inspirándose en su propia tradición, parecían estar dispuestos y ser capaces de redefinir el progreso técnico. Se veían listos para optar por la bicicleta en lugar del jet. Parecía que daban importancia a su propio poder de decisión local como una meta de un pueblo inventivo más que como un medio para la defensa nacional. Pero, en 1977, su propaganda glorifica la capacidad industrial china para dar, a bajo costo, mayor asistencia médica, educación, habitación y bienestar general. Provisionalmente, se asignan funciones meramente tácticas a las hierbas que se encuentran en las bolsas de los médicos descalzos o a los métodos de labor intensiva en la producción. En este caso, como en otros, la producción heterónoma de bienes —es decir, dirigida a otros— estandarizada para distintas categorías de consumidores anónimos, fomenta expectativas irreales y, en último término, frustrantes. Y además, este proceso corrompe inevitablemente la confianza de la gente en esa competencia autónoma, siempre sorprendente, que encuentra en sí misma y en su vecino. China representa el último ejemplo de la particular versión occidental de la modernización que se apodera de una sociedad tradicional, a través de una intensa dependencia del mercado, en la misma forma en que algunas comunidades aisladas del Japón fueron presa de algunos cultos irracionales como resultado de la invasión de esos extraños seres que se mataban durante la Segunda Guerra Mundial.
d) La metamorfosis de las necesidades
Sin embargo, tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas ha ocurrido un cambio importante en un período muy corto: se han modificado radicalmente los medios socialmente deseables para satisfacer las necesidades. El motor atrofió al músculo, la instrucción escolar apagó la curiosidad, el médico se hizo necesario para todo hombre en pleno vigor. Como consecuencia de esto las necesidades y los deseos han adquirido un carácter que no tiene precedentes históricos. Por vez primera, las necesidades se han hecho casi exclusivamente identificables con las mercancías. La libertad para moverse se degradó en el esfuerzo hecho para producir, distribuir y consumir. Mientras la gente llegaba a donde podía llegar por medio de sus propios pies, no requería para su movilidad sino de la libertad de movimiento; ahora que el hombre se percibe como un ente que debe transportarse, los hombres se distinguen uno de otros por la amplitud y claridad de sus derechos al uso de kilómetros-pasajero. El mundo no es ya ancho y ajeno sino una sucesión de lugares de estacionamiento. Para la mayoría de las personas, los deseos de adquirir siguen a las nuevas necesidades y no pueden imaginar siquiera que un hombre moderno pueda aspirar a liberarse de vivir en esta dependencia de ser transportado. Esta situación que se presenta hoy como una interdependencia rígida entre necesidades y mercado, se legitima por medio de un llamado al peritaje de una élite cuyo conocimiento, debido a su misma naturaleza, no puede compartirse. Los economistas de todo tipo informan al público que el número de empleos depende de los vatios en circulación. Los educadores convencen al público de que la productividad depende del nivel de instrucción. Los ginecólogos insisten en que la calidad de la vida infantil y materna depende de su intromisión en ella. Por lo tanto, no podremos cuestionar efectivamente la extensión casi universal de las culturas de mercado intensivo mientras no se haya destruido la impunidad de las élites que legitiman el vínculo entre mercancía y necesidad. Este punto queda muy bien ilustrado en el relato que me hizo una mujer acerca del nacimiento de su tercer hijo. Ya para entonces se sentía con experiencia acerca del parto. Se encontraba en el hospital y sintió que el niño iba a nacer. Llamó a la enfermera quien, en vez de ayudar, corrió en busca de una toalla esterilizada para empujar la cabeza del niño hacia atrás, de vuelta al útero. La enfermera ordenó a la madre que dejara de empujar porque “el doctor Levy aún no ha venido”.
Ha llegado el momento de tomar una decisión pública. Las sociedades modernas, sean ricas o pobres, pueden tomar dos direcciones opuestas. Pueden producir una nueva lista de bienes —más seguros, con menos desperdicios y más fáciles de compartir— y, por ende, intensificar aun más la dependencia de productos estandarizados. O pueden abordar el problema de la relación entre necesidades y satisfacción en una forma completamente nueva. En otras palabras, las sociedades pueden mantener sus economías de mercado intensivo cambiando solamente el diseño de lo producido, o pueden reducir su dependencia de la mercancía. Esta última solución encierra la aventura de imaginar y construir nuevas infraestructuras en las que individuos y grupos primarios puedan desarrollar un conjunto de herramientas convivenciales. Estarían organizadas de manera de permitir a la gente formar y satisfacer, directa y personalmente, una creciente proporción de sus necesidades.
La primera opción mencionada representa una continua identificación del progreso técnico con la multiplicación de mercancías. Los administradores burocráticos delethos igualitario y los tecnócratas del bienestar, coincidirían en un llamado a la austeridad: reemplazar los bienes que —como los jets— no pueden obviamente compartirse, por un equipamiento llamado “social” —como los autobuses—; distribuir más equitativamente las decrecientes horas de empleo de que se dispone y limitar la tradicional semana laboral a 20 horas; diseñar el nuevo tiempo de vida de ocio para ocuparlo en reentrenamientos o servicios voluntarios, a la manera de Mao, Castro o Kennedy. Este nuevo estadio de sociedad industrial —si bien socialista, efectiva y racional— nos introduciría simplemente en una nueva etapa de la cultura que degrada la satisfacción de los deseos al convertirlos en un alivio repetitivo de necesidades imputadas por medio de artículos estandarizados. En el mejor de los casos, esta alternativa produciría bienes y servicios de tal forma que su distribución fuera más equitativa. La participación simbólica de la gente en las decisiones sobre lo que se debería hacer podría transferirse, de hacer valer sus pesos en el mercado a hacer oír sus pasos en la asamblea política. Se podría suavizar el impacto ambiental de la producción. Entre las mercancías, crecerían ciertamente mucho más rápidamente los servicios que la manufactura de bienes. Enormes sumas de dinero se invierten ya en la industria oracular a fin de que los profetas de la administración puedan fabricar escenarios “alternativos” diseñados para apuntalar esta primera opción. Es interesante notar que estos oráculos convergen en un punto: en que sería insoportable el costo social necesario para producir desde arriba la austeridad indispensable en una sociedad ecológicamente factible, pero que aún continúa centrada en la industria.
La segunda opción haría caer el telón sobre la dominación absoluta del mercado y fomentaría un ethos de austeridad en beneficio de una variedad de accionessatisfactorias. Si bien en la primera alternativa austeridad quiere decir la aceptación de los ukases administrativos en beneficio de la creciente productividad industrial, en la segunda, austeridad querría significar esa virtud social por la cual la gente reconoce y decide los límites máximos de poder articulado que pueda exigir cualquier persona, a fin de conseguir su propia satisfacción y siempre en servicio de los demás. La “austeridad convivencial” inspira a una sociedad a proteger los valores de uso personales frente al enriquecimiento inhabilitante. Si en un lugar las bicicletas pertenecen a la comuna y en otro a los ciclistas, la naturaleza convivencial de la bicicleta como herramienta no cambia en nada. Tales mercancías seguirían produciéndose en gran medida con métodos industriales, pero se verían y se evaluarían en forma distinta. Actualmente las mercancías se consideran solamente como bienes de consumo que alimentan las necesidades creadas por sus inventores.
Dentro de esta segunda opción, las mercancías se valorizarían por ser materias primas o herramientas que permiten a la gente generar valores de uso para mantener la subsistencia de sus comunidades respectivas. Pero esta opción depende, por supuesto, de una revolución copernicana en nuestra percepción de los valores. Hoy los bienes de consumo y los servicios profesionales constituyen el centro de nuestro sistema económico y los especialistas relacionan nuestras necesidades exclusivamente con ese centro. La inversión social que contemplamos aquí colocaría en el centro de nuestro sistema económico a los valores de uso creados por la misma gente. Es cierto que la discriminación mundial contra los autodidactas ha viciado la confianza de muchas personas para determinar sus propias metas y necesidades. Pero esa misma discriminación ha dado origen a una minoría creciente que está enfurecida por este despojo insidioso.
(Extractado de “El desempleo creador”, en “La guerra contra la subsistencia”, Cochabamba, Ediciones Runa, 1991, p. 114-126. Traducción de Veronica Petrowitsch, revisada y corregida por Hernando Calla)

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