Prefacio a la nueva edición[1]
Por Wolfgang Sachs
Cada vez que la
llama olímpica se enciende frente al presidente del país anfitrión, el pulso de
la nación se acelera. Pero los Juegos Olímpicos rara vez fueron organizados con
mayor celo por el autobombo que en Pekín 2008, cuando China celebró su consagración
como potencia mundial. Además, el mensaje que se difundió al mundo a través del
lenguaje olímpico aquel verano de 2008 se reiteraría en el lenguaje de la Exposición
Internacional en Shanghai 2010, donde China se presentó a la opinión pública global
como una plataforma de los logros científicos del siglo XXI.
Las Olimpiadas y
la Exposición Internacional son símbolos del giro histórico ocurrido a poco del
cambio de milenio: el ingreso de China —y otros países del hemisferio Sur— al
selecto club de las potencias mundiales. Resulta difícil sobrestimar la importancia
de este giro en la historia mundial, y en particular en la de los pueblos del
Sur. Luego de siglos de humillación, éstos ven por fin a un país del Sur al
mismo nivel que las potencias mundiales. Países que fueron tratados como
súbditos coloniales se equiparan ahora con sus antiguos amos, y los pueblos de
tez morena toman el lugar de los blancos. Sin embargo, lo que pareciera ser un
triunfo de la justicia amenaza convertirse en una derrota para el planeta. El
anhelo de equidad se plantea en gran medida en términos del “desarrollo como
crecimiento”, y es precisamente el desarrollo como crecimiento el que deteriora
las relaciones humanas y amenaza profundamente la biósfera. El éxito de China
permite enfocar claramente el dilema del siglo XXI: la política pareciera estar
obligada a impulsar ya sea la equidad sin ecología, o bien la ecología sin
equidad. Es difícil ver cómo resolver este dilema si no se desmantela la fe en
el “desarrollo”.
UNA GEOGRAFÍA
ECONÓMICA CAMBIANTE
Cuando
discutíamos sobre el fin de la época del desarrollo en octubre de 1989, los
autores de este libro no sabíamos que en ese mismo momento el desarrollo estaba
cobrando una nueva vida. Resulta que mientras el grupo de amigos que terminaron
aportando al “Diccionario del Desarrollo” se reunía en lo que llamábamos una “consulta
en familia” en la Universidad Estatal de Pensilvania, con el objeto de revisar los conceptos clave del discurso del
desarrollo, al otro lado del Atlántico los acontecimientos que provocaron la
caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 estaban llegando a un punto
crítico. Como a la mayoría de nuestros contemporáneos, el acontecimiento nos asombró
aunque ignorábamos la forma en que la caída del Muro resultaría siendo un parteaguas
histórico. En una mirada retrospectiva, se ha vuelto evidente que los acontecimientos
de 1989 terminaron abriendo las exclusas para que las fuerzas transnacionales del
mercado lleguen a los rincones más remotos del planeta. Cuando la época de la
globalización despuntó en el horizonte, las esperanzas de una mayor riqueza para
todos se desencadenaron en todas partes proporcionando así oxígeno al desfalleciente
credo del desarrollo.
Por un lado, la
globalización ha llevado al desarrollo económico a su realización más completa.
Las divisiones vigentes durante la Guerra Fría se desvanecieron, las
corporaciones se reubicaron libremente más allá de las fronteras nacionales y
tanto los políticos como las poblaciones de muchos países fijaron sus
esperanzas en el modelo occidental de economía de consumo. En un avance rápido
—incluso meteórico—, unos cuantos países recientemente industrializados adquirieron
una mayor proporción de la actividad económica. Lograron tasas de crecimiento
mucho mayores que las registradas por los tradicionales países industrializados,
jugando sus cartas como proveedores de energía (Emiratos Árabes Unidos,
Venezuela, Rusia), como plataformas de exportación (Corea del Sur, Tailandia,
China) o como grandes mercados (Brasil, China, India). En cualquier caso, no
pocos países del Sur se separaron del gran contingente de economías pobres y se
transformaron en una nueva generación de países industriales, achicando la
distancia que los separaba de las economías ricas. Para éstos, es como si la
promesa del Presidente Truman al inicio de la época del desarrollo en 1949 —de
que los países pobres alcanzarían a los ricos— se hubiera cumplido al fin.
Por otro lado, sin
embargo, la época de la globalización ha reemplazado ahora a la época del
desarrollo. Esto se debe principalmente a que los Estados nación ya no pueden
contener a las fuerzas económicas y culturales. Los bienes, el dinero, la información,
las imágenes y las personas ahora fluyen atravesando las fronteras y dando
lugar a un espacio transnacional donde las interacciones se dan libremente,
como si las fronteras nacionales no existieran. El pensamiento ligado al
desarrollo solía enfocarse en la transición que experimentaban los países desde
sociedades agrarias a industriales. Se consideraba generalmente al Estado como actor
principal de la planificación del desarrollo y a la sociedad nacional como la
principal población objetivo. Por esta razón, el ideario del desarrollo se vio cada
vez más perdido, a medida que el actor y la población objetivo se desvanecían
con la transnacionalización. Con el Estado fuera de foco, el concepto del
desarrollo aparece curiosamente fuera de lugar en la época de la globalización.
En pocas palabras, el desarrollo se desnacionalizó; de hecho, la globalización
puede entenderse acertadamente como el desarrollo sin Estados nación.
Como resultado de
este cambio, el desarrollo llegó a significar la formación de una clase media
global paralela a la expansión del complejo económico transnacional, en vez de
una clase media nacional ligada a la integración de la economía nacional. Desde
esta perspectiva, no sorprende que la época de la globalización haya producido
una clase transnacional de ganadores.
No obstante
encontrarse más o menos concentrada en algunos lugares del mundo, esta clase
puede hallarse en cualquier país. En las grandes ciudades del Sur, la presencia
de un elevado poder de compra es notoria por los relucientes edificios de
oficinas, centros comerciales llenos de marcas de lujo, condominios cerrados
con casas de campo y jardines exclusivos, para no hablar del flujo de
limousines o la interminable sucesión de anuncios publicitarios en las autopistas.
En términos gruesos, la mitad de la clase consumidora transnacional reside en
el Sur, y la otra mitad en el Norte. Abarca a grupos sociales que, a pesar de
las diferencias en el color de la piel, son cada vez menos reconocibles por su
país de origen y tienden a parecerse cada vez más entre ellos por sus
comportamientos y estilos de vida. Hacen sus compras en centros comerciales
similares, compran el mismo equipo de tecnología de punta, ven las mismas
películas y series de televisión, pasean por el mundo como turistas y disponen
del instrumento clave de pertenencia: el dinero. Forman parte de un complejo
económico transnacional que ahora desarrolla sus mercados a escala global. En todas
partes Nokia le provee de teléfonos móviles, Toyota de coches, Sony de
televisores, Siemens de refrigeradores, Burger King de locales de comida
rápida, y Time-Warner de DVDs. Es cierto, el desarrollo de estilo occidental se
siguió extendiendo durante el período de la globalización, pero impulsó la
expansión del complejo económico transnacional en vez de la formación de
sociedades nacionales prósperas.
LA ASPIRACIÓN A LA
EQUIDAD
Sería engañoso limitarse
a reconocer sólo el apetito de riquezas en la pelea de países y clases por el
ingreso. Si bien no está por demás decir que los vicios de la codicia y la
arrogancia son móviles consagrados siempre presentes en esta pelea despiadada,
también es cierto que, desde la perspectiva del Sur, hay algo más de por medio.
Detrás de las ansias por los rascacielos y centros comerciales, los giga-vatios
y las tasas de crecimiento, también está de por medio la aspiración al
reconocimiento y a la equidad. Una mirada rápida a China podría ilustrar el
punto. El ascenso de China al rango de potencia mundial es un bálsamo sobre las
heridas infligidas durante dos siglos de humillación colonial. Y el éxito de la
clase media es una fuente de orgullo y autoestima que coloca a la elite china a
la par de otras elites sociales en el mundo. El ejemplo chino pone sobre el
tapete aquello que ha sido parte integral del desarrollo desde un inicio: la
aspiración a la equidad está íntimamente vinculada a la búsqueda del
desarrollo.
Revisando El
Diccionario del Desarrollo en el presente, es sorprendente que los autores del
libro no hubiésemos apreciado en su real dimensión el grado en que la idea del
desarrollo estaba cargada con esperanzas de reparación y autoafirmación. Como
mostramos ampliamente, el desarrollo fue una invención de Occidente pero no precisamente
una imposición sobre el resto del mundo. Por el contrario, como quiera que la
aspiración al reconocimiento y la equidad está formulada en términos del modelo
civilizatorio de los países poderosos, el Sur ha surgido como el más acérrimo
defensor del desarrollo. En general, los países no aspiran a volverse más
“indios”, más “brasileños” o, si vamos al caso, más “islámicos”. No obstante las
afirmaciones en sentido contrario, ellos ambicionan lograr la modernidad
industrial. Por cierto, el elemento de imposición nunca ha estado ausente desde
que el capitán Perry apareció con su navío frente a las costas de Japón en 1853,
obligando con sus armas a permitir el acceso a mercancías de Estados Unidos. La
autodefensa contra los poderes hegemónicos ha sido una motivación importante
del impulso por el desarrollo hasta hoy. De cualquier modo, lo que alguna vez
pudo haber sido una imposición se ha vuelto con frecuencia un sustento de la
identidad. De esta manera, sin embargo, como efectivamente señala el libro, el
derecho a la auto-identidad cultural se ha visto comprometido por la aceptación
de la visión del mundo basada en el desarrollo. A pesar de la descolonización
en el sentido político —que condujo a la independencia de los países— y no
obstante la descolonización en el sentido económico —que hizo posible que algunos
países se convirtieran en potencias económicas— no se ha dado una
descolonización de la imaginación. Muy por el contrario: en todo el mundo, las
esperanzas de un mejor futuro tienen una fijación en los patrones de producción
y consumo de los ricos. La aspiración a una mayor justicia por parte de los
países del Sur es una de las razones de la pervivencia de la creencia en el
desarrollo —a pesar de que ni el planeta ni la población mundial pueden
permitirse su predominio en este siglo.
Sin embargo, es
crucial distinguir dos dimensiones de la equidad. La primera es la idea de justicia
relativa, la que se preocupa por la distribución de diversos activos – como ser
ingresos, años de escolaridad o conexiones de Internet – entre grupos de
personas o países. Es de naturaleza comparativa, se enfoca en las posiciones
relativas de quienes detentan estos activos y apunta hacia alguna forma de
igualdad. La segunda es la idea de justicia absoluta, la que se preocupa de preservar
las capacidades y libertades fundamentales sin las cuales una vida auténtica
sería imposible. Es por naturaleza no comparativa, se enfoca en las condiciones
de vida elementales y apunta a la norma de la dignidad humana. Por lo general,
los conflictos que tienen que ver con la desigualdad están animados por la
primera idea, mientras que los conflictos relacionados con los derechos humanos
están animados por la segunda.
Resulta que la
demanda de justicia relativa puede fácilmente colisionar con el derecho a la
justicia absoluta. Para ponerlo en términos políticos, la lucha competitiva de
las clases medias globales por una mayor proporción del ingreso y del poder a
menudo se lleva a cabo a costa de los derechos fundamentales de los pobres y
desprovistos de poder. A medida que gobiernos y empresas, ciudadanos de las
urbes y elites rurales se empeñan en seguir adelante con el desarrollo, la
tierra, los espacios de vida y las tradiciones culturales de pueblos indígenas,
pequeños campesinos o pobres urbanos son sometidos a una fuerte presión. Las autopistas
atraviesan los vecindarios, los edificios desplazan a las viviendas
tradicionales, las represas expulsan a los pueblos indígenas de sus territorios,
los barcos pesqueros desplazan a los pescadores locales, los supermercados
venden más barato que los pequeños tenderos. El crecimiento económico es de naturaleza
caníbal; se ceba tanto en la naturaleza como en las comunidades y transfiere los
costos no pagados nuevamente a ellas. El lado luminoso del desarrollo viene a
menudo acompañado del lado oscuro de la dislocación y el desposeimiento. Ésta
es la razón por la que el crecimiento económico ha producido, una y otra vez,
empobrecimiento al lado de enriquecimiento. Aunque presionan por el desarrollo
a nombre de una mayor igualdad, las clases medias orientadas a la
globalización, por lo general no toman en cuenta la tragedia de los pobres. No
es de extrañar que, en casi en todos los países recientemente industrializados,
la polarización social se haya incrementado a la par de las tasas de
crecimiento económico en los últimos 30 años.
Invocar el
derecho al desarrollo en aras de una mayor equidad es, por tanto, una empresa dudosa.
Esto es particularmente cierto en el caso del llamado de los representantes
gubernamentales y no gubernamentales a un crecimiento acelerado en nombre de la
ayuda a los pobres. Con gran frecuencia, ellos toman a los pobres como rehenes para
conseguir ventajas relativas de los países más ricos, sin interesarse
mayormente en garantizar los derechos fundamentales de las comunidades económicamente
desfavorecidas. En el núcleo de este encubrimiento –como lo sostiene este
libro– se encuentra la confusión semántica provocada por el concepto de
desarrollo. A fin de cuentas, el desarrollo puede significar prácticamente
cualquier cosa, desde la edificación de rascacielos hasta la colocación de
letrinas, desde la perforación en busca de petróleo hasta la perforación de
pozos de agua, desde la instalación de industrias de software hasta la instalación de viveros de árboles. Es un concepto
monumentalmente vacío, que conlleva una connotación vagamente positiva. Por
esta razón, puede ser fácilmente usado desde perspectivas en conflicto. Por un
lado están aquellos que implícitamente identifican al desarrollo con el crecimiento
económico, demandando una mayor equidad relativa en términos del PIB. Su
utilización de la palabra “desarrollo” refuerza la hegemonía de la visión
económica del mundo. Por otro lado están aquellos que identifican al desarrollo
con más derechos y recursos para los pobres y desprovistos de poder. Su
utilización del término demanda un menor énfasis en el crecimiento a favor de
una mayor autonomía de las comunidades. En su caso, el discurso del desarrollo
es contraproducente, distorsiona su preocupación verdadera y los hace
vulnerables a ser secuestrados por falsos amigos. Colocar ambas perspectivas
dentro de una misma cáscara conceptual es una receta segura para la confusión,
si es que no se trata más bien de un encubrimiento político.
UN PARÉNTESIS EN LA
HISTORIA MUNDIAL
Es la herencia
del siglo XX que las aspiraciones de las naciones por un mejor futuro se dirijan
mayoritariamente hacia el “desarrollo como crecimiento”. Sin embargo, la crisis
multifacética de la biósfera convierte a esta herencia en un pasivo trágico.
Como señala el libro de varias maneras, la perspectiva del desarrollo implica una cronopolítica y una geopolítica.
En términos de dicha cronopolítica, todos los pueblos del mundo parecen moverse
en una misma dirección, a la zaga de los pacificadores que se supone
representan la vanguardia de la evolución social. Y en términos de cierta
geopolítica, desde la mirada del desarrollo la confusa diversidad de naciones
en el mundo se convierte en un claro ordenamiento jerárquico, con los países
ricos en los primeros lugares del conjunto en términos de su PIB. Esta forma de
construir el orden mundial ha revelado ser no sólo obsoleta, sino además mortalmente
peligrosa. Asignarle una posición de vanguardia al modelo de civilización
euro-atlántico, ya sea en el curso de la historia o en el ordenamiento
jerárquico de los países, ha perdido a estas alturas cualquier viso de
legitimidad: ha demostrado ser incompatible con la pervivencia del planeta.
En una mirada retrospectiva
se vuelve evidente que las propias condiciones que fueron responsables del
surgimiento de la civilización euro-atlántica son también responsables de su
caída. ¿Por qué Europa fue capaz de dar un salto adelante del resto del mundo a
comienzos del siglo XIX? Una parte importante de la respuesta (como lo ha
mostrado el historiador estadounidense Kenneth Pomeranz) se encuentra revisando
la base de recursos disponibles. A fines del siglo XVIII, las dos principales
civilizaciones del mundo —Europa y China— estaban constreñidas en su desarrollo
económico por la escasez de tierra disponible para cultivar alimentos, proveer
combustibles y proporcionar materias primas. Pero fue solo Europa —en primer
lugar, Inglaterra— la que tuvo éxito en superar esta limitación mediante la
captación de nuevos recursos. Empezó a importar masivamente mercancías
agrícolas, como ser azúcar, tabaco, cereales y madera de América y, sobre todo,
a utilizar sistemáticamente el carbón para los procesos industriales. A medida que
las tierras del extranjero reemplazaban el suelo doméstico y el carbón
sustituía a la leña, la economía industrial inglesa pudo despegar. En términos
más generales, el acceso a los recursos bióticos de las colonias y a los
recursos fósiles de la superficie de la tierra fue esencial para el surgimiento
de la civilización euro-atlántica. La sociedad industrial no habría existido
sin la movilización de recursos provenientes de toda la extensión del espacio
geográfico y de las profundidades del tiempo geológico.
A medida que la
biodiversidad del planeta desaparece, la disponibilidad de combustibles fósiles
se reduce y el clima global se desestabiliza, las condiciones que permitieron
el éxito de Europa ya no están disponibles. Los recursos ya no serán accesibles
y menos aún baratos. Particularmente, la oferta declinante de hidrocarburos y
la amenaza del caos climático sugieren que los historiadores del futuro considerarán
los pasados dos siglos de desarrollo euro-atlántico como un paréntesis en la
historia mundial. En efecto, es difícil ver cómo la sociedad del automóvil, las
torres de apartamentos, la agricultura con químicos o el sistema alimentario
basado en la carne pudieran extenderse a todo el planeta. Los recursos
necesarios serían demasiado vastos, demasiado caros y demasiado dañinos para
los ecosistemas locales y la biósfera.
Puesto que el
modelo euro-atlántico de riqueza surgió con base en condiciones excepcionales,
no puede generalizarse a todo el mundo. En otras palabras, por su propia estructura
el modelo requiere la exclusión social; es inadecuado para apuntalar la equidad
a escala global. Por tanto, el “desarrollo como crecimiento” no puede seguir
siendo el concepto orientador de la política internacional a menos que se dé
por sentado un apartheid global. Si ha de haber algún tipo de prosperidad para
todos los ciudadanos del mundo, se tiene que superar el modelo euro-atlántico
de producción y consumo, dando cabida a modos de bienestar que dejen sólo una leve
huella ecológica sobre la Tierra. Los patrones de producción y consumo serán
apropiados para promover la justicia, siempre que sean poco intensivos en
recursos y compatibles con los ecosistemas. Por lo tanto, no podrá haber
equidad sin ecología en el siglo XXI.
LA RESILIENCIA EN LA
DIVERSIDAD
Es con este telón
de fondo que El Diccionario del Desarrollo sigue siendo relevante. La ruptura
con el “desarrollo” como hábito del pensamiento forma parte integral de una
descolonización de las mentes largamente postergada. Nosotros, los autores del
libro, partimos de la premisa de que la hegemonía occidental deja su huella no
únicamente sobre la política y la economía, sino también sobre las mentes. Así
como los muebles de casa llevan la huella de su época, el mobiliario mental
también queda marcado por la fecha de su conformación. En este sentido, el
discurso del desarrollo es resultado de la época de triunfalismo asentado en
los combustibles fósiles que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y que estuvo apoyado
en percepciones coloniales y la herencia del racionalismo occidental. Sin
embargo, limpiar la mente de las certidumbres del desarrollo requiere un
esfuerzo deliberado; por tanto, los autores de este libro se han atrevido a
exponer aquellos conceptos clave que constituyen buena parte del mobiliario
mental del “desarrollo”. Tal parece que, solo para nombrar algunos ejemplos del
libro, la “pobreza” incorpora un prejuicio materialista, la “igualdad” se
transforma en “mismidad”, el “estándar de vida” reduce la diversidad de
nociones de felicidad, las “necesidades” activan la trampa de la dependencia,
la “producción” crea el desvalor al lado del valor y la “población” no es otra
cosa que un constructo estadístico. Al exponer la historicidad específica de
los conceptos clave del desarrollo se libera la mente y se la alienta a
encontrar un lenguaje que permita abordar los desafíos del mañana. El
Diccionario del Desarrollo tiene el propósito de ayudar en esta tarea.
Sobre todo no será
posible reconceptualizar la equidad sin recuperar las diversas formas de prosperidad.
Vincular la aspiración a la equidad con el crecimiento económico ha sido el
pilar conceptual de la época del desarrollo. Desvincular la aspiración de
equidad del crecimiento económico y volver a vincularla con nociones de
bienestar basadas en la comunidad y la cultura será la piedra angular de la
época del post-desarrollo. De hecho, en la actualidad, con mucho mayor alcance
que cuando este libro fue escrito, se lanzan iniciativas en todo el mundo que,
en mayor o menor medida, apuntan a trascender la idea convencional del
desarrollo. Hay un aumento significativo de iniciativas en el mundo industrial,
tanto en el hemisferio Norte como en el Sur, que se van alejando de la economía
“fosilizada” (basada en los combustibles fósiles) y apuntan hacia una economía
solar, las cuales se conocen con el nombre de “economía verde” en Europa y
Estados Unidos, y de “civilización ecológica” en China. Además, hay mucha
creatividad en los márgenes de las tendencias predominantes, bien sea como la búsqueda
de una “economía de suficiencia” en Tailandia, el llamado a una “democracia de
la Tierra” en India, el redescubrimiento de la cosmovisión andina en Perú, o
como los tanteos hacia el “decrecimiento” en Francia e Italia. Y por último,
aunque no menos importante, hay miles de comunidades —profesionales, locales,
digitales— afirmando en sus contextos específicos que sí puede encontrarse resiliencia,
belleza y sentido fuera de la lógica del crecimiento y la expansión.
Al revisar la
multitud de iniciativas de post-desarrollo surgen dos temas; en primer lugar,
es primordial una transición desde las economías basadas en reservas de
combustibles fósiles a economías basadas en la biodiversidad. En contraste con
la naturaleza siempre expansiva del “desarrollo”, el reconocimiento de límites
se encuentra en la raíz de los numerosos intentos por reinsertar la economía en
la biósfera. Hay abundantes ejemplos en la arquitectura, agricultura,
producción de energía, silvicultura e incluso en la industria. Más aún, la
opción por la energía solar y los materiales biodegradables es congruente con cierta
medida de des-globalización. Durante décadas, la ausencia de congruencia y
adaptación local en esos campos tenía que compensarse mediante la importación
de energías fósiles desde muy lejos; pero si no hemos de contar con ellas se
vuelve esencial una nueva apreciación de la tierra, del hábitat y de las
estaciones. Mientras el uso masivo de recursos basados en los combustibles
fósiles permitía ignorar el carácter específico de cada lugar, los sistemas bio-económicos
—sea en los cultivos o en la construcción— encuentran su fortaleza en conectarse
con los ecosistemas y flujos de energía locales. Por esta razón, los principios
orientadores de las economías solares serán la descentralización y la
diversidad.
En segundo lugar,
las iniciativas de post-desarrollo intentan contrarrestar el predominio de la
visión económica del mundo. Ellas se oponen a la tendencia secular de volver
funcionales el trabajo, la educación y la tierra con el objeto de estimular la
eficiencia económica, insistiendo en el derecho a actuar según los valores de
la cultura, la democracia y la justicia. Por ejemplo, en el Sur global las
iniciativas enfatizan los derechos de la comunidad a los recursos naturales, el
autogobierno y las maneras indígenas de saber y actuar. En el Norte global, el
accionar del post-desarrollo se centra
más bien en empresas eco-solidarias en la industria, el comercio y la banca, el
redescubrimiento de los “comunales” (commons)[2] en
la naturaleza y la sociedad, la colaboración libre y de código abierto, la
autolimitación del consumo y de la expectativa de utilidades y una renovada
atención a los valores intangibles. De cualquier modo, lo que pareciera ser el
común denominador de esas iniciativas es la búsqueda de nociones de prosperidad
menos materiales que den cabida a las dimensiones de la autoconfianza, la
comunidad, el arte o la espiritualidad. La convicción que subyace a todas ellas
es que el bienestar humano tiene muchas otras fuentes más allá del dinero. Inspirarse
en estas últimas no sólo proporciona una base a estilos de prosperidad
diferentes sino vuelven a la gente y a las comunidades más resilientes a las
crisis de recursos y al shock económico.
Sin embargo, en dicha
perspectiva, la política convencional de justicia distributiva es puesta de
cabeza. En la época del desarrollo el mundo rico podía esquivar los difíciles
asuntos de la justicia, puesto que el crecimiento económico se veía como la
herramienta principal para llevar una mayor equidad al mundo. El crecimiento era
un sustituto de la justicia y la desigualdad no era un problema mientras los
desposeídos pudieran mejorar su situación en el camino. De hecho, durante
décadas los expertos en desarrollo definían la equidad principalmente como un
problema de los pobres. Ellos subrayaban la falta de ingresos, falta de
tecnologías y falta de acceso al mercado que afectan a los pobres, abogando por
toda clase de remedios para elevar su nivel de vida. En pocas palabras, ellos
trabajaban para elevar el piso, en vez de bajar el techo. Sin embargo, con el
surgimiento de las restricciones biofísicas al crecimiento económico, este
enfoque ha resultado ser claramente sesgado; no solo son los pobres sino
también los ricos, al igual que su economía, los que deben ser cuestionados. En
cualquier caso, la búsqueda de la equidad en un mundo finito significa, en
primer lugar, cambiar a los ricos, no a los pobres. En otras palabras, la
reducción de la pobreza no puede separarse de la reducción de la riqueza.
En octubre de
1926 Mohandas Gandhi ya había percibido el impasse del desarrollo. En una de sus columnas
para el Young India, portavoz del
movimiento por la independencia de la India, Gandhi escribió:
“No permita Dios que la India siga nunca el camino de la
industrialización a la manera de Occidente. El imperialismo económico de un
solo reino en una pequeña isla (Inglaterra) hoy está encadenando al mundo. Si
toda una nación de 300 millones emprendiera una similar explotación económica,
dejaría completamente pelado al mundo como una plaga de langostas”
Más de 80 años después
esta afirmación no ha perdido un ápice de su relevancia. Por el contrario, su
significación ha quedado magnificada puesto que actualmente existen, solo entre
India y China, no únicamente 300 millones sino 2,000 millones que se
predisponen a imitar a Inglaterra. ¿Qué diría
Gandhi si se encontrara con Hu Jintao en la inauguración de la
Exposición Internacional de 2010?
Berlín,
2009
Traducido
por Hernando Calla con aportes de Jorge Ishizawa
La Paz,
Bolivia – Lima, Perú, diciembre 2014
[1] Esta edición de The Development
Dictionary: A Guide to Knowledge as Power (El Diccionario del desarrollo:
Una guía del conocimiento como poder) cuya edición original es de 1992 fue
publicada en 2010 también por Zed Books Ltd (Sitio web: www.zedbooks.co.uk)
[2] La noción
de commons, de origen inglés, remite a
las tierras de uso comunal o los ámbitos “comunales” tradicionalmente
destinados a la subsistencia campesina pero que, en la
Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, fueron crecientemente cercados para la
crianza comercial de ganado ovino u otros usos económicos. Estos “comunales” son – o eran –
espacios ubicados más allá del umbral doméstico, pero no dedicados, como los
espacios públicos modernos, a la circulación de mercancías. En la teoría económica moderna, el término se aplica
a los recursos culturales y naturales accesibles a todos los miembros de una
sociedad, tales como el aire, el agua y un hábitat (Nota del traductor).
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