por Hannah Arendt*
[….]
Cuanto más
dudoso e incierto como instrumento se ha vuelto la violencia en las relaciones internacionales, más reputación y atractivo ha cobrado en los
asuntos internos, específicamente en la cuestión de la revolución. La fuente retórica
marxista de la Nueva Izquierda coincide con el sostenido crecimiento de la
convicción enteramente no marxista, proclamada por Mao Zedong, según la cual “el
poder procede del cañón de un arma”. En realidad Marx conocía el papel de la
violencia en la historia pero le parecía secundario; no era la violencia sino
las contradicciones inherentes a la sociedad antigua lo que provocaba el fin de
esta. La emergencia de una sociedad era precedida, pero no causada, por
violentos estallidos, que él comparó a los dolores que preceden al hecho de un
nacimiento orgánico, pero que desde luego no lo causan. De la misma manera
consideró el Estado como un instrumento de violencia en manos de la clase
dominante; pero el verdadero poder de la clase dominante no consistía en la
violencia ni descansaba en esta. Era definido por el papel que la clase dominante
desempeñaba en la sociedad o, más exactamente, por su papel en el proceso de
producción. Se ha advertido a menudo, y a veces deplorado, que la izquierda
revolucionaria bajo las influencias de las enseñanzas de Marx desechara el
empleo de los medios violentos; la “dictadura del proletariado”, abiertamente
represiva en los escritos de Marx, se instauraba después de la revolución y era
concebida, como la dictadura romana, para un período estrictamente limitado. El
asesinato político, excepto en unos pocos casos de terror individual perpetrado
por pequeños grupos de anarquistas, era fundamentalmente la prerrogativa de la
derecha, mientras que las rebeliones organizadas y armadas seguían siendo especialidad
de los militares. La izquierda permaneció convencida de que “todas las
conspiraciones no solo son inútiles sino perjudiciales. [Sabían] muy bien que
las revoluciones no se hacen intencional y arbitrariamente, sino que son
siempre y en todas partes resultado necesario de circunstancias enteramente
independientes de la voluntad y guía de los partidos específicos y de las
clases en conjunto”. [14]
Al nivel de
esta teoría existen unas pocas excepciones. Georges Sorel, que al comienzo del
siglo trató de combinar el marxismo con la filosofía de Bergson –el resultado,
aunque en un nivel de complejidad mucho más bajo, es curiosamente similar a la
actual amalgama sartriana de existencialismo y marxismo– consideró la lucha de
clases en términos militares; sin embargo, acabó proponiendo nada más violento
que el famoso mito de la huelga general, forma de acción que consideraríamos
perteneciente más bien al arsenal de la política de la no violencia. Hace cincuenta
años incluso esta modesta propuesta le ganó la reputación de ser un fascista a
pesar de su entusiasta aprobación de Lenin y de la revolución rusa. Sartre, que
en su prólogo a Los miserables de la Tierra de Fanon va mucho más lejos
en su glorificación de la violencia de lo que fue Sorel en sus famosas Reflexiones
sobre la violencia– más incluso que el mismo Fanon, cuya argumentación
pretende llevar a su conclusión– sigue mencionando las “manifestaciones
fascistas de Sorel”. Esto muestra hasta qué grado ignora Sartre su básico desacuerdo
con Marx respecto de la violencia, especialmente cuando declara que la “violencia
indomable […] es el hombre recreándose a sí mismo”, y que a través de la “furia
demencial” es como “los miserables de la Tierra” pueden “hacerse hombres”.
Estas nociones resultan especialmente notables porque la idea del hombre
recreándose a sí mismo se halla estrictamente en la tradición del pensamiento
hegeliano y marxista. Es la verdadera base de todo el humanismo izquierdista.
Pero, según Hegel, el hombre se “produce” a sí mismo a través del pensamiento
[15], mientras que para Marx, que derribó el “idealismo” de Hegel, es el
trabajo, la forma humana de metabolismo con la naturaleza, el que cumple esta
función. Y aunque pueda afirmarse que todas las nociones relativas a la
recreación del hombre por sí mismo tienen en común una rebelión contra la misma
realidad [very factuality] de la condición humana –nada hay más obvio que
el hecho de que el hombre, tanto como miembro de la especie que como individuo,
no le debe su existencia a sí mismo–, y que por eso lo que Sartre, Marx
y Hegel tienen en común es más relevante que las actividades particulares a través
de las cuales habría surgido este “hecho no real” [non-fact], no puede
negarse que un abismo separa las actividades esencialmente pacíficas del
pensamiento y del trabajo, de los actos de violencia. “Matar a un europeo es
matar dos pájaros de un tiro […] quedan un hombre muerto y un hombre libre”,
afirma Sartre en su prólogo. Esta es una sentencia que Marx jamás podría haber
escrito. [16]
[…..]
La nueva e
innegable glorificación de la violencia por el movimiento estudiantil tiene una
curiosa peculiaridad: mientras que la retórica de los nuevos militantes se
halla claramente inspirada por Fanon, sus argumentos teóricos contienen
habitualmente nada más que una mescolanza de residuos marxistas. Y esto resulta
además completamente desconcertante para cualquiera que haya leído a Marx o a
Engels. ¿Quién podría denominar marxista a una ideología que ha puesto su fe en
los “vándalos desclasados”, que cree que “en el lumpenproletariado hallará la
rebelión su vanguardia” y que confía en que los “hampones iluminarán el camino
al pueblo”? [34] Sartre, con su gran fortuna para las palabras, le ha dado
expresión a la nueva fe. “La violencia”, cree ahora basándose en el libro de
Fanon, “como la lanza de Aquiles, puede curar las heridas que ha infligido”. Si
esto fuera cierto, la venganza sería una panacea para la mayoría de nuestros
males. Este mito es más abstracto, está más apartado de la realidad que el mito
de Sorel relativo a la huelga general. Está a la par con los peores excesos retóricos
de Fanon, tales como el de que “es preferible el hambre con dignidad al pan
comido en la esclavitud”. No son necesarias historia o teoría algunas para
refutar esta declaración; el más superficial observador de los procesos que
experimenta el cuerpo humano sabe que no es cierto. Pero si hubiese dicho que
el pan comido con dignidad era preferible al pastel comido en la esclavitud la
nota retórica se habría perdido.
Leyendo
estas irresponsables y grandilocuentes declaraciones –y las que yo he citado son muy
representativas, exceptuando que Fanon consigue permanecer más cerca de la realidad que muchos–, y
observándolas en la perspectiva de lo que sabemos sobre la historia de las
rebeliones y las revoluciones, se siente la tentación de negar su significado,
de adscribirlas a una moda pasajera o a la ignorancia y nobleza del sentimiento
de quienes se ven expuestos a acontecimientos y evoluciones sin precedentes,
sin medios para abordarlos mentalmente y que reviven curiosamente pensamientos
y emociones de los que Marx había esperado liberar a la revolución de una vez
por todas. ¿Quién ha dudado siempre del descubierto sueño de la violencia, de que
los oprimidos “sueñan al menos una vez” en colocarse en el lugar de los opresores,
que el pobre sueña con las propiedades del rico, que los perseguidos sueñan con
intercambiar “el papel de la presa por el del cazador” y los últimos del reino
donde “los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”? [35] El
asunto, como lo vio Marx, es que los sueños nunca llegan a realizarse. [36] La
rareza de las rebeliones de esclavos y de las revueltas de los desheredados y
oprimidos resulta notoria; en las pocas ocasiones en que se produjeron fue
precisamente una “furia demencial” la que convirtió todos los sueños en
pesadillas. En ningún caso, por lo que yo sé, ha sido la fuerza de estos
estallidos “volcánicos”, en palabras de Sartre, “equivalente a la presión puesta
sobre ellos”. Identificar los movimientos de liberación nacional con tales
estallidos es profetizar su ruina, completamente al margen del hecho de que esa
improbable victoria no determinaría un cambio en el mundo (o en el sistema)
sino solo en las personas. Pensar, finalmente, que existe algo semejante a una “Unidad
del Tercer Mundo”, al que podría dirigirse el nuevo eslogan de la era de la descolonización
“Originarios de todos los países subdesarrollados, uníos” (Sartre) es repetir
las peores ilusiones de Marx a una escala aún más grande y con mucha menos
justificación. El Tercer Mundo no es una realidad sino una ideología. [37]
[…..]
*Hannah
Arendt, Sobre la violencia. En “Crisis de la República”, Editorial
Trotta, 2015 (sección I, p. 87 - 95 Trad. de Guillermo Solana ajustada por Hernando Calla).
[...]
[14] Debo esta observación de Hegel, formulada
en un manuscrito de 1847, a J. Bation, Hegel und die marxistiche Staatslehre,
Bonn, 1963
[15] Resulta muy sugestivo que Hegel hable en
este contexto de Sichselbstproduzieren. Véase Vorlesungen über
die Geschichte der Philosophie, ed. de J. Hoffmeister, Leipzig, 1938, p.
114.
[16] Véase Apéndice I.
[…]
[34] Franz
Fanon, The Wretched of the Earth (1961), Grove, 1968 [Los condenados de la
tierra, FCE, México, 1963], pp. 130, 129 y 69, respectivamente.
[35] F. Fanon, op, cit., pp. 37 ss. y 53.
[36] Véase Apéndice
IX.
[37] Los
estudiantes, atrapados entre las dos superpotencias e igualmente desilusionados
del Este y del Oeste, “inevitablemente anhelan una tercera ideología, desde la
de la China de Mao a la de la Cuba de Castro” (S. Spender, op. cit., p.
92). Sus apelaciones a Mao, Castro, Che Guevara y Ho Chi Minh son como conjuros
pseudorreligiosos y salvadores provenientes de otro mundo; también apelarían a
Tito si Yugoeslavia estuviera más lejana y fuera menos accesible. Es diferente
el caso del movimiento Black Power; su compromiso ideológico con una inexistente
“unidad del Tercer Mundo” no es puro desatino romántico. Ellos tienen un interés
obvio en la dicotomía negro-blanco; esto también es, desde luego, simple
escapismo, un escape a un mundo soñado en el que los negros constituirían una
abrumadora mayoría de la población del mundo.
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