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miércoles, 13 de octubre de 2021

Sobre la violencia

 por Hannah Arendt*

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Cuanto más dudoso e incierto como instrumento se ha vuelto la violencia en las relaciones internacionales, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, específicamente en la cuestión de la revolución. La fuente retórica marxista de la Nueva Izquierda coincide con el sostenido crecimiento de la convicción enteramente no marxista, proclamada por Mao Zedong, según la cual “el poder procede del cañón de un arma”. En realidad Marx conocía el papel de la violencia en la historia pero le parecía secundario; no era la violencia sino las contradicciones inherentes a la sociedad antigua lo que provocaba el fin de esta. La emergencia de una sociedad era precedida, pero no causada, por violentos estallidos, que él comparó a los dolores que preceden al hecho de un nacimiento orgánico, pero que desde luego no lo causan. De la misma manera consideró el Estado como un instrumento de violencia en manos de la clase dominante; pero el verdadero poder de la clase dominante no consistía en la violencia ni descansaba en esta. Era definido por el papel que la clase dominante desempeñaba en la sociedad o, más exactamente, por su papel en el proceso de producción. Se ha advertido a menudo, y a veces deplorado, que la izquierda revolucionaria bajo las influencias de las enseñanzas de Marx desechara el empleo de los medios violentos; la “dictadura del proletariado”, abiertamente represiva en los escritos de Marx, se instauraba después de la revolución y era concebida, como la dictadura romana, para un período estrictamente limitado. El asesinato político, excepto en unos pocos casos de terror individual perpetrado por pequeños grupos de anarquistas, era fundamentalmente la prerrogativa de la derecha, mientras que las rebeliones organizadas y armadas seguían siendo especialidad de los militares. La izquierda permaneció convencida de que “todas las conspiraciones no solo son inútiles sino perjudiciales. [Sabían] muy bien que las revoluciones no se hacen intencional y arbitrariamente, sino que son siempre y en todas partes resultado necesario de circunstancias enteramente independientes de la voluntad y guía de los partidos específicos y de las clases en conjunto”. [14]

Al nivel de esta teoría existen unas pocas excepciones. Georges Sorel, que al comienzo del siglo trató de combinar el marxismo con la filosofía de Bergson –el resultado, aunque en un nivel de complejidad mucho más bajo, es curiosamente similar a la actual amalgama sartriana de existencialismo y marxismo– consideró la lucha de clases en términos militares; sin embargo, acabó proponiendo nada más violento que el famoso mito de la huelga general, forma de acción que consideraríamos perteneciente más bien al arsenal de la política de la no violencia. Hace cincuenta años incluso esta modesta propuesta le ganó la reputación de ser un fascista a pesar de su entusiasta aprobación de Lenin y de la revolución rusa. Sartre, que en su prólogo a Los miserables de la Tierra de Fanon va mucho más lejos en su glorificación de la violencia de lo que fue Sorel en sus famosas Reflexiones sobre la violencia– más incluso que el mismo Fanon, cuya argumentación pretende llevar a su conclusión– sigue mencionando las “manifestaciones fascistas de Sorel”. Esto muestra hasta qué grado ignora Sartre su básico desacuerdo con Marx respecto de la violencia, especialmente cuando declara que la “violencia indomable […] es el hombre recreándose a sí mismo”, y que a través de la “furia demencial” es como “los miserables de la Tierra” pueden “hacerse hombres”. Estas nociones resultan especialmente notables porque la idea del hombre recreándose a sí mismo se halla estrictamente en la tradición del pensamiento hegeliano y marxista. Es la verdadera base de todo el humanismo izquierdista. Pero, según Hegel, el hombre se “produce” a sí mismo a través del pensamiento [15], mientras que para Marx, que derribó el “idealismo” de Hegel, es el trabajo, la forma humana de metabolismo con la naturaleza, el que cumple esta función. Y aunque pueda afirmarse que todas las nociones relativas a la recreación del hombre por sí mismo tienen en común una rebelión contra la misma realidad [very factuality] de la condición humana –nada hay más obvio que el hecho de que el hombre, tanto como miembro de la especie que como individuo, no le debe su existencia a sí mismo–, y que por eso lo que Sartre, Marx y Hegel tienen en común es más relevante que las actividades particulares a través de las cuales habría surgido este “hecho no real” [non-fact], no puede negarse que un abismo separa las actividades esencialmente pacíficas del pensamiento y del trabajo, de los actos de violencia. “Matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro […] quedan un hombre muerto y un hombre libre”, afirma Sartre en su prólogo. Esta es una sentencia que Marx jamás podría haber escrito. [16]

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La nueva e innegable glorificación de la violencia por el movimiento estudiantil tiene una curiosa peculiaridad: mientras que la retórica de los nuevos militantes se halla claramente inspirada por Fanon, sus argumentos teóricos contienen habitualmente nada más que una mescolanza de residuos marxistas. Y esto resulta además completamente desconcertante para cualquiera que haya leído a Marx o a Engels. ¿Quién podría denominar marxista a una ideología que ha puesto su fe en los “vándalos desclasados”, que cree que “en el lumpenproletariado hallará la rebelión su vanguardia” y que confía en que los “hampones iluminarán el camino al pueblo”? [34] Sartre, con su gran fortuna para las palabras, le ha dado expresión a la nueva fe. “La violencia”, cree ahora basándose en el libro de Fanon, “como la lanza de Aquiles, puede curar las heridas que ha infligido”. Si esto fuera cierto, la venganza sería una panacea para la mayoría de nuestros males. Este mito es más abstracto, está más apartado de la realidad que el mito de Sorel relativo a la huelga general. Está a la par con los peores excesos retóricos de Fanon, tales como el de que “es preferible el hambre con dignidad al pan comido en la esclavitud”. No son necesarias historia o teoría algunas para refutar esta declaración; el más superficial observador de los procesos que experimenta el cuerpo humano sabe que no es cierto. Pero si hubiese dicho que el pan comido con dignidad era preferible al pastel comido en la esclavitud la nota retórica se habría perdido.

Leyendo estas irresponsables y grandilocuentes declaraciones –y las que yo he citado son muy representativas, exceptuando que Fanon consigue permanecer  más cerca de la realidad que muchos–, y observándolas en la perspectiva de lo que sabemos sobre la historia de las rebeliones y las revoluciones, se siente la tentación de negar su significado, de adscribirlas a una moda pasajera o a la ignorancia y nobleza del sentimiento de quienes se ven expuestos a acontecimientos y evoluciones sin precedentes, sin medios para abordarlos mentalmente y que reviven curiosamente pensamientos y emociones de los que Marx había esperado liberar a la revolución de una vez por todas. ¿Quién ha dudado siempre del descubierto sueño de la violencia, de que los oprimidos “sueñan al menos una vez” en colocarse en el lugar de los opresores, que el pobre sueña con las propiedades del rico, que los perseguidos sueñan con intercambiar “el papel de la presa por el del cazador” y los últimos del reino donde “los últimos serán los primeros, y los primeros los últimos”? [35] El asunto, como lo vio Marx, es que los sueños nunca llegan a realizarse. [36] La rareza de las rebeliones de esclavos y de las revueltas de los desheredados y oprimidos resulta notoria; en las pocas ocasiones en que se produjeron fue precisamente una “furia demencial” la que convirtió todos los sueños en pesadillas. En ningún caso, por lo que yo sé, ha sido la fuerza de estos estallidos “volcánicos”, en palabras de Sartre, “equivalente a la presión puesta sobre ellos”. Identificar los movimientos de liberación nacional con tales estallidos es profetizar su ruina, completamente al margen del hecho de que esa improbable victoria no determinaría un cambio en el mundo (o en el sistema) sino solo en las personas. Pensar, finalmente, que existe algo semejante a una “Unidad del Tercer Mundo”, al que podría dirigirse el nuevo eslogan de la era de la descolonización “Originarios de todos los países subdesarrollados, uníos” (Sartre) es repetir las peores ilusiones de Marx a una escala aún más grande y con mucha menos justificación. El Tercer Mundo no es una realidad sino una ideología. [37]

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*Hannah Arendt, Sobre la violencia. En “Crisis de la República”, Editorial Trotta, 2015 (sección I, p. 87 - 95 Trad. de Guillermo Solana ajustada por Hernando Calla).

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[14] Debo esta observación de Hegel, formulada en un manuscrito de 1847, a J. Bation, Hegel und die marxistiche Staatslehre, Bonn, 1963

[15] Resulta muy sugestivo que Hegel hable en este contexto de Sichselbstproduzieren. Véase Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, ed. de J. Hoffmeister, Leipzig, 1938, p. 114.

[16] Véase Apéndice I.

[…]

[34] Franz Fanon, The Wretched of the Earth (1961), Grove, 1968 [Los condenados de la tierra, FCE, México, 1963], pp. 130, 129 y 69, respectivamente.

[35] F. Fanon, op, cit., pp. 37 ss. y 53.

[36] Véase Apéndice IX.

[37] Los estudiantes, atrapados entre las dos superpotencias e igualmente desilusionados del Este y del Oeste, “inevitablemente anhelan una tercera ideología, desde la de la China de Mao a la de la Cuba de Castro” (S. Spender, op. cit., p. 92). Sus apelaciones a Mao, Castro, Che Guevara y Ho Chi Minh son como conjuros pseudorreligiosos y salvadores provenientes de otro mundo; también apelarían a Tito si Yugoeslavia estuviera más lejana y fuera menos accesible. Es diferente el caso del movimiento Black Power; su compromiso ideológico con una inexistente “unidad del Tercer Mundo” no es puro desatino romántico. Ellos tienen un interés obvio en la dicotomía negro-blanco; esto también es, desde luego, simple escapismo, un escape a un mundo soñado en el que los negros constituirían una abrumadora mayoría de la población del mundo.



 

 

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