Conrado Tostado
Hace unos días [26 dic. 1997] murió Cornelius
Castoriadis, uno de los pensadores más influyentes de nuestros días. En su
obra, Castoriadis no se limitó a reseñar las contradicciones del socialismo
real y llevó sus interrogantes a [cuestionar] los valores de la sociedad
occidental. Conrado Tostado, quien fue su alumno en el Seminario, hace una
semblanza del autor de La institución imaginaria de la sociedad. Publicamos
también un texto de Castoriadis sobre los retos del futuro.
En 1983, Castoriadis traducía y comentaba el “Discurso fúnebre'” de
Pericles, en particular el pasaje donde se pregunta por qué murieron aquellos
ciudadanos atenienses en combate y responde, según Pericles: “Vivimos en y para
la belleza con sencillez, en y para el razonamiento –o la interrogación
razonada– sin desmayo.” Aquellos ciudadanos, añadía Castoriadis, entraron en
batalla por amor a su manera de vivir, a la democracia, algunos de cuyos
objetivos –y razones– definía Pericles con aquellas palabras, que para
Castoriadis eran la respuesta y a la vez el enunciado de una de las preguntas
que frecuentaba y que más me conmovieron a lo largo de los cinco años que
asistí a su seminario (el cual, en uno de sus aspectos más urgentes, se podría
ver como una Defensa de la política –título que sugerí para
una antología inédita de sus ensayos–, entendida como duda y recreación del
sentido de la institución social y no como esa actividad, a la vez burocrática
y falsamente técnica, de administración y lucha por el poder, a la que se ha
reducido); Castoriadis se preguntaba, repito, si los valores políticos
bastarían por sí mismos para que los individuos desearan la democracia; si no
serían necesarias metas más allá de ellos, como las que refería Pericles. En
otras palabras, si la democracia era deseable o necesaria porque resultaba la
única manera de hacer ¿qué? –y aquí, cada sociedad tendría que volver
explícitos sus propios fines–. Pues se puede crear riqueza o bienestar, por
ejemplo, bajo un régimen despótico. Por lo demás, en otros momentos de sus “elucidaciones”,
como optó por llamarlas, Castoriadis se preguntaba si el “bienestar”, si los
placeres de la vida privada, eran un objetivo digno para la vida. Vivir “en y
para la belleza sin amaneramiento”, “en y para la búsqueda razonada y sin
desmayo de la verdad” fueron, sin duda, algunos de los sentidos de la vida de
Cornelius Castoriadis.
Por fatiga o cinismo, irresponsabilidad o falta de imaginación, las
palabras “belleza” y “verdad” han caído en descrédito; además, debo decir que
raras veces se encuentran en sus escritos –prefería expresiones como “presentación
del abismo” –, y que ahora las asocio con dos momentos enigmáticos de su
seminario: a lo largo de meses reflexionó sobre el sentido de la tragedia
griega; el silencio que seguía a sus exposiciones siempre resultaba embarazoso
(“¿Por qué no comentan ni preguntan? ¿Todo está demasiado claro? ¿O demasiado
oscuro?”), al grado que, cuando comenzó a llevar su grabadora, no eludí la
humillante impresión de que ese aparato nos sustituía y en cierta ocasión le
pregunté, de un modo rudimentario: “Nos podemos equivocar sobre el sentido de
una tragedia, ¿no es cierto? Se han escrito bibliotecas enteras acerca de ellas”,
ante lo cual arrugó su frente y gruñó: “Sí, claro. Pero nunca nos equivocamos
sobre su belleza”; me miró un instante con seriedad, sonrió y me devolvió la
pregunta: “¿De verdad? ¿Podemos percibir su belleza sin entender su sentido?”
En otro momento, a propósito de lo que ahora provisionalmente llamo “verdad”,
evocó la incomparable experiencia del filósofo a quien, tras arduas
meditaciones, “la cosa le sonríe”.
Siempre reflexionó y actuó* en contra de algo, para abrir el camino, en
las ideas y en la práctica, a la autonomía individual y colectiva; para afirmar
y esclarecer el concepto de “creación” –y, sobre todo, de “autocreación”–: de
hecho, su último libro, donde recogería lo esencial de su mirada sobre la
psiquis y lo social-histórico y que tal vez dejó inconcluso, se habría
llamado La creación humana. Y ese “algo”, en la mayoría de los
casos, fue el ubicuo determinismo –cuya última versión en Occidente la
proporcionó el racionalismo, marxista o freudiano, estructuralista o lacaniano,
para mencionar algunas corrientes que le tocó enfrentar en lo inmediato y antes
que muchos otros pensadores–; es decir, una de las maneras –otra es la religión–
de ocultar la autocreación del ser y justificar lo que él llamó “heteronomía”:
la sujeción del hombre, en lo social-histórico, a una ley que siendo producto
suyo, cree invariable y ajena a una comprensión, en el campo del pensamiento,
exterior a las cosas y por lo tanto limitada y banal.
En sus últimos años, también fustigó la incapacidad complaciente que dio
lugar al “posmodernismo”, la “deconstrucción” y otras corrientes que hasta hace
poco se veían con glamour en las universidades. Más allá de
estas polémicas, su obra resulta un antídoto contra la increíble inercia que
transformó a la filosofía occidental en un conjunto de “notas a pie de página”,
como acostumbraba decir, del pensamiento antiguo –la mayoría de las veces de
Platón–, y una defensa de la posibilidad de crear, en filosofía y
en política; un remedio contra el pasmo de los filósofos ante sus herramientas,
semejante al de los mecánicos que conocen y admiran las piezas sueltas del
automóvil, pero renuncian a preguntarse adónde podrían o deberían ir.
Ejerció el psicoanálisis –abrió su consultorio a principios de los años
setenta– y la filosofía en sentido estricto; la economía –durante más de una
década de desempeñó como economista en la OCDE– y las ciencias “duras”; el
pensamiento político –su crítica al socialismo real o “sociedad burocrática”,
como lo llamó (que data de fines de los años cuarenta y cuyos argumentos fueron
retomados abundante y tardíamente, incluso por sus detractores), constituye,
quizás, el aspecto mejor conocido de su obra– y la antropología; la sociología
y la historia; sin embargo, siempre se llamó a sí mismo, con una mezcla de
sencillez y altanería, “escritor”. No fue un scholar ni, a
pesar de todo, un erudito sino un creador riguroso y vigoroso. En medio de una
increíble fragmentación del conocimiento, debió defender la coherencia interna
de su obra.
En lugar de la manida mesa, en su curso solía dar como ejemplo de “ser”
una fuga de Bach o alguna otra composición musical –creo que para burlar los
prejuicios objetivistas–; además, los estantes de cierto estudio de su
departamento, donde me recibió algunas veces, no estaban repletos de libros
sino de discos, de allí que en alguna ocasión le preguntara si había escrito
algo sobre música. “¿Música o sobre música?”, inquirió; “Sobre música” aclaré,
y para mi asombro respondió: “Hace treinta años que escribo música.” Nunca,
hasta entonces –y creo que hasta ahora–, se habían tocado esas partituras. No
he vuelto a oír ni a leer nada sobre ellas y esa noche, más por parálisis ante
su personalidad inabarcable que por respeto, guardé silencio.
Al escucharlo, se tenía la impresión casi física de estar ante una
fuerza torrencial –un toro, a lo cual contribuía, quizá, su aspecto– que se
ejercía con una asombrosa eficacia y ductibilidad. Los antiguos griegos, de
hecho, apreciaban la potencia y agilidad de la argumentación de un modo
semejante a las luchas de atletas.
Se vestía con simpleza y casi desaliño –alguna vez se rio de eso–. En
invierno, llegaba al salón tocado por un gorro de astracán, depositaba en la
mesa un legajo de papeles con anotaciones impacientes, hechas con diferentes
tintas (por lo general roja) en el reverso de las pruebas mecanográficas de sus
ensayos; nos miraba un instante con curiosidad –la mayoría de los treinta o
cuarenta participantes tenía cabellos canos y provenía de diferentes
disciplinas y ciudades europeas– y rugía un seco “Bon jour!” No daba
lectura: aquel legajo, formado por todo tipo de papeles, sólo era una guía.
Soportaba mal nuestra timidez y vacilación: “¡Hablen como el apóstol San Pablo!”,
nos pidió un día, desesperado. Él hablaba con todo su cuerpo, a veces se
acodaba con fuerza sobre la mesa y se despegaba un instante de la silla; otras,
se detenía para contemplar lo dicho y, con un gesto insólito, se frotaba el
lado izquierdo de su fantástica cabeza, escrupulosamente calva, con la palma de
su mano derecha y viceversa, los codos al aire.
Tuvo amigos en México. Zoé, su esposa –“en griego significa vida”, me
susurró alguna vez Castoriadis, con dulzura–, me dijo que ambos admiraban la “rapidez
y precisión” del juicio de Octavio Paz. “¿Conoce al señor Mezza?”,
me preguntó a propósito de Julián Meza: “está en París y creo que le gustaría
tratarlo”. Si debiera contar con los dedos de una mano mis días de excepción,
uno de ellos sería, sin duda, cuando citó un escrito mío en su curso –raro
honor, pues lo hacía poco y, por lo general, para denostar–; al salir me tomó
del brazo y con su voz más cálida me dijo: “Leí su tesis, no quiero hablarle
como maestro ni como camarada, aunque lo sea, sino como amigo.” La última vez
que lo vi en París le confesé que me dedicaba, cada día más, a la literatura;
su rápida y generosa respuesta me avergonzó: “Los poetas siempre han visto las
cosas antes.” Y al despedirnos, dijo: “¡Trabaje fuerte!”
A mediados del año pasado recibí su libro Fait et a faire,
con esta dedicatoria: “De todo corazón.” Murió la noche del 26 de diciembre de
1997 de un infarto, precisamente al corazón.
* No
detallaré su militancia política a lo largo de más de treinta años, durante los
cuales se vio, ocasional pero significativamente, perseguido a la vez por
comunistas y fascistas (“Fue más fácil escapar de ellos que entender la
naturaleza social de la URSS”, dijo); ni el papel que durante quince años jugó “Socialismo
o barbarie”, el grupo de revolucionarios que fundó y orientó hasta mediados de
los sesenta, cuando lo disolvió al reconocer la “complicidad” de las sociedades
occidentales con su opresión; ni la energía con la que en varias ocasiones lo
vi actuar en asambleas políticas poco favorables: baste con evocar el breve y
desconcertante epitafio de Sófocles: “Peleó como león.”
La Encrucijada Actual**
Cornelius Castoriadis
[...] Un movimiento
que intente establecer una sociedad autónoma no podría surgir sin una discusión
y confrontación de propuestas provenientes de varios ciudadanos. Yo soy un
ciudadano; por tanto, estoy formulando mis propuestas.
Por un lado, confrontado con los horrores del "socialismo
real", el descrédito en el que la idea (del socialismo) iba cayendo, con
las críticas de los adversarios y el silencio de los "clásicos" (del
marxismo), me pareció entonces, y aún me parece ahora, de importancia capital
mostrar que el proyecto de autonomía no es cualquier cosa, que puede darse los
medios necesarios para alcanzar sus fines, y que no presenta, hasta donde puede
uno llegar a ver, ninguna antinomia, incoherencia o imposibilidad internas.
Por otro lado, sería igualmente absurdo y ridículo describir una utopía
seudoconcreta, si se toma en cuenta que los datos cambian diariamente y,
especialmente, si consideramos que el alfa y omega de toda la cuestión consiste
en el despliegue de la creatividad social –la cual, en caso de desencadenarse,
dejaría otra vez completamente atrás todo lo que somos capaces de pensar en
este momento–.
Sin embargo, no debemos perder de vista que, no obstante las
formulaciones específicas que salieron de mi pluma, este proyecto no es
"mío". Mía es solamente la tarea de elucidación y condensación de una
experiencia histórica que empezó hace veinticinco siglos y que adquirió
particular densidad y riqueza en los dos siglos inmediatamente precedentes.
Aquellos que creen que me inspiro exclusiva o esencialmente en la historia
antigua de Occidente, simplemente desconocen mis escritos. Mis reflexiones
empezaron no con la democracia ateniense (sólo desde 1978 empecé a hincarle el
diente a este tema) sino con el movimiento obrero contemporáneo.
Para citar los textos que, inclusive desde 1946, registran mis
reflexiones al respecto tendría que señalar los índices de los 8 volúmenes de
mis escritos en (la revista) Socialismo o Barbarie, en cuyas tres
mil páginas, apenas se encontrará una alusión a Tucidides y otra a Platón.
Aquello sobre lo que allí se discute, describe, analiza y reflexiona
constantemente son las experiencias modernas: la experiencia Rusa, de hecho,
pero también las luchas, grandes y pequeñas, de los obreros en los países
occidentales desde 1945, las revoluciones húngara y polaca de 1956, las luchas
de la década de 1960, etc. [...].
Si uno conoce la historia de los últimos dos siglos, y particularmente
la del siglo XX, es imposible leer lo que digo sin ver un hilo de orientación a
lo largo de mis escritos: la preocupación, la obsesión respecto al riesgo de
que un movimiento colectivo pueda "degenerar", de que pueda dar lugar
al nacimiento de una nueva burocracia (sea totalitaria o no) –en suma, respecto
a la posibilidad de superar la división del trabajo político, para utilizar la
elegante expresión de Khilnani–. [...]
Khilnani se pregunta en qué medida he permanecido fiel a mis
formulaciones anteriores. Creo que ya le he respondido. No veo cómo podría
instituirse una sociedad autónoma, una sociedad libre, sin una genuina
transición hacia una esfera pública efectivamente pública, una reapropiación
del poder por parte de la colectividad, la abolición de la división del trabajo
político, la libre circulación de la información políticamente pertinente, la
abolición de la burocracia, la más amplia descentralización de la toma de
decisiones, el principio de la "No ejecución de decisiones sin
participación en la toma de decisiones", la soberanía del consumidor, el
autogobierno de los productores –acompañado de la participación universal en
las decisiones que comprometen al conjunto y de la autolimitación (individual y
social) –.
¿Es que nada ha cambiado, entonces, desde 1957? Pero por supuesto que sí
- y ello ha constituido el centro de mis preocupaciones desde 1959. A partir de
un conjunto de factores que no tengo que volver a analizar aquí, las actitudes
de la clase trabajadora, así como las de la población en general han cambiado
profundamente –al menos lo que es manifiesto en ellas–. De las dos
significaciones troncales del imaginario social cuya confrontación ha definido
el Occidente moderno –la expansión ilimitada del ilusorio dominio
pseudoracional (de la tecnociencia), el proyecto de autonomía (individual y
social) – la primera parece estar triunfando por completo, la segunda sufriendo
un prolongado eclipse. La población se hunde en la privatización,
abandonando el dominio público en manos de oligarquías burocráticas,
gerenciales y financieras. Surge un nuevo tipo antropológico de individuo
definido por la codicia, frustración, un conformismo generalizado [que en el campo de la cultura ha sido etiquetado
con el pomposo nombre de posmodernismo].
Todo esto se ha materializado en estructuras de impacto masivo: la
carrera enajenada y potencialmente letal de una tecnociencia autonomizada de la
sociedad, el onanismo consumista, televisivo y de la propaganda comercial, la
atomización de la sociedad, la rápida obsolescencia técnica y "moral"
de todos los "productos", "riqueza" que, literalmente, se
derrite al contacto con los dedos. El capitalismo parece finalmente haber
tenido éxito en fabricar el tipo de individuo que "encaja"
perfectamente con su lógica: un individuo perpetuamente distraído, que salta
con un clic de un placer a otro, sin memoria ni proyecto, listo para responder
a cualquier incitación de la máquina económica, la misma que está destruyendo
aceleradamente la biósfera del planeta con el pretexto de producir aquellas
ilusiones llamadas mercancías.
Por cierto, esta situación se encuentra profundamente amenazada por dos
factores. El primero tiene que ver con las consecuencias de la forma
contemporánea del capitalismo para la continua autoreproducción del sistema.
Los individuos que la sociedad actual fabrica no pueden reproducirla en el
largo plazo; o para ponerlo de otro modo, si todo está
disponible para la venta el capitalismo no puede seguir funcionando. El segundo
es la barrera ecológica que el sistema encontrará tarde o temprano. La
"riqueza" capitalista ha sido comprada, de hecho, a costa de la
destrucción irreversible (y que continúa a un ritmo acelerado) de los recursos
de la biosfera acumulados durante tres mil millones de años.
Sin embargo, esta antinomia interna y esta barrera externa de ningún
modo "garantizan" una solución "positiva". Tal como están
actualmente las poblaciones de Occidente, una gran catástrofe ecológica
probablemente llevaría a un nuevo tipo de fascismo antes que otra cosa.
"Llegamos así al nudo gordiano de la cuestión política actual. Una
sociedad autónoma no puede ser instaurada si no es a través de la actividad
autónoma de la colectividad. Una tal actividad presupone que la gente invista
de valor algo distinto a la posibilidad de comprar un nuevo televisor a
colores. A un nivel más profundo, presupone que la pasión por la democracia y
por la libertad, por los asuntos públicos, remplacen el predominio actual de la
distracción, el cinismo, conformismo, y el afán consumista. En breve,
presupone, entre otras cosas, que lo 'económico' deje de ser el valor dominante
o exclusivo...dicho aún más claramente: el precio a pagar por la libertad es la
abolición de lo económico como valor central y, de hecho, 'único'... Una cosa
es cierta: no es corriendo para alcanzar el nivel de consumo de los más
'desarrollados', ni amputando nuestro pensamiento o nuestras aspiraciones, que
aumentaremos las posibilidades de sobrevivir en libertad. No es la realidad actualmente existente la que necesita de nosotros,
sino la que podría ser o debería ser".
**Traducción de fragmento del inglés por Hernando Calla. En The Castoriadis Reader, Blackwell
Publishers, Oxford, 1997. (Palabras finales de “Fait et à faire”, 1989)
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