Por Sajay Samuel*
Las crisis ecológica y económica han pasado. La palabra ‘crisis’ se deriva de la griega krisis, que aludía a ese momento en el curso de una enfermedad cuando hay una inflexión ya sea hacia la recuperación de la salud, como cuando una fiebre se convierte en sudor, o hacia la muerte, como cuando el pulso se debilita fatalmente. La crisis marca el momento allende la bifurcación del camino, cuando el camino no elegido se pierde en la distancia.
La crisis económica está detrás de nosotros porque ya no se considera que el 'empleo pleno' pueda lograrse, sea por las economías avanzadas o bien por las emergentes. Hay miles de millones de desocupados. Otros tantos son subocupados o pertenecen a la categoría de “trabajadores pobres” cuyos salarios apenas les permiten salir de la miseria. La crisis ecológica también se encuentra en el pasado por el hecho de que el medioambiente físico que rodea a los seres humanos se ha vuelto inhabitable para mucha gente. Los bosques desaparecidos, las tierras privatizadas, las calles pavimentadas y los olores fétidos son apenas algunos de los rasgos de una tierra degradada en la cual pocos pueden subsistir.
Aun si reconocen vagamente todo esto, muchos reaccionan frente a este estado de cosas con una mezcla de resistencia, rabia y temor. Desde Puerta del Sol en Madrid hasta el Parque Zuccotti en la ciudad de Nueva York, jóvenes y adultos han salido a las calles para reclamar por trabajo. Cientos de miles van presurosos a la pesca de empleos mal remunerados a los que sólo puede acceder una minoría reducida. Desesperados por obtener algún empleo, muchos estudiantes se prestan dinero para pagar el privilegio de trabajar como pasantes. En el Día de la Tierra del 2012, si bien se juntaron millones de personas desde Melbourne hasta Maui para protestar contra la intensificación de la degradación ambiental, el financiamiento para las investigaciones en geo-ingeniería a nivel planetario crece a la par. Los esquemas propuestos incluyen la agitación de los océanos para absorber más carbón, como si el agua de los mares fuera simplemente algún tipo de té en una taza gigante. En pueblos y condados a lo largo de Pensilvania, los ciudadanos aceptan el envenenamiento de los acuíferos y cursos de agua como una consecuencia inevitable de la pretensión de obtener gas natural “limpio”.
Hace 40 años, Iván Illich (1926-2002) anticipó la crisis que se avecinaba. Él sostuvo que las sociedades industrializadas de mediados del siglo XX, incluida la Unión Soviética comunista y los Estados Unidos capitalista, estaban ya agobiadas por demasiado empleo y demasiada energía. Explicando que el habituamiento al empleo atrofia y destruye la autosuficiencia, y que la creciente potencia de las máquinas profundiza la dependencia hacia ellas, Illich nos previno sobre aquellos cuya interpretación equivocada de la ‘crisis’ provocaría perversamente aquello que pretendían evitar. Aunque esto es precisamente lo que han provocado, los políticos y los científicos insisten porfiadamente que la ‘crisis económica’ es simplemente una cuestión de falta de empleos y que la ‘crisis ecológica’ es una cuestión de insuficiente energía limpia. ‘La falta de empleo’ orienta la atención a la creación de más empleo mediante la expansión de la economía, así como ‘la insuficiencia de energía limpia’ restringe el debate a cómo obtener más de ella mediante técnicas que reduzcan las emisiones de carbón. Esta fijación persistente en mayor empleo y más energía se expresa actualmente en los sueños de la llamada ‘economía verde’, que supuestamente hará desaparecer el desempleo y regenerará el medioambiente en un solo movimiento. Se trata de una fijación que nos impide reconocer, advirtió Illich hace décadas, los umbrales más allá de los cuales unos humanos inutilizados se verán obligados a habitar en ambientes inhabitables.
A no dudar, el miedo y la ansiedad de una vida sin empleo son algo tangible para el pasante que debe pagar para trabajar en un puesto. Al igual que lo son la incertidumbre y el desasosiego de la familia que se ha quedado sin casa a consecuencia de un huracán. Pero millones de otros, que podrían considerarse más afortunados, se sienten asimismo atrapados entre las tenazas de unos ingresos disminuidos y los crecientes costos de la electricidad, el combustible y los alimentos. Para los muchos que tienen que soportarlo, sin embargo, este sentimiento de vulnerabilidad y precariedad no debería llevarlos necesariamente a una parálisis desesperada. Al contrario, obligados por sus circunstancias a reconocer que el desempleo extendido y un medioambiente degradado han de persistir en el tiempo, ellos podrían, con sabiduría y humor, redescubrir otras formas de vivir bien. Precisamente porque los buenos empleos y la energía limpia se consideran actualmente escasos, es posible más que nunca antes empezar la tarea de reconsiderar nuestra dependencia del ‘empleo’ y la ‘energía’.
Escogidos de entre los muchos ensayos, panfletos y textos de Illich, los cuatro aquí publicados de nuevo siguen siendo de vital importancia para dicha tarea. Si bien fueron escritos entre 1973 y 1983, retienen una relevancia urgente para los que debemos vivir en un mundo sin empleo seguro o en un medioambiente nada benigno. ‘El empleo es algo bueno’, ‘el crecimiento económico es necesario’, ‘las innovaciones tecnológicas son liberadoras’ —todos estos eran supuestos incuestionables cuando Illich escribió estos ensayos—. Ellos continúan manteniendo su control sobre la imaginación colectiva, si bien de manera menos férrea que antes. La reconsideración crítica se torna tanto más difícil cuando un presupuesto ha dejado de cuestionarse tanto tiempo como para darse por sentado, o incluso adentrarse hasta formar parte de la percepción. A diferencia de otros de su tiempo y después, el pensamiento de Illich es radical en el sentido que va hasta la raíz de las percepciones modernas. Estas páginas inquietantes y perturbadoras han de ser así posiblemente útiles hoy para aquellos que están buscando, cualesquiera sean sus razones, un horizonte más allá de la economía y la ecología.
Con todo, el lector debe ejercitarse en paciencia. En primer lugar, estos ensayos llevan la marca de las controversias en las que Illich se vio envuelto en esos años. Desde fines de los 1960 hasta principios de los 1980, Illich se dirigió a salas repletas desde San Francisco hasta Sri Lanka, fue agasajado por políticos como Indira Gandhi y Pierre Trudeau, debatió intelectualmente con lumbreras como Michel Foucault y Erich Fromm, y se volvió un crítico abierto y corajudo, si bien aún obediente, de la Iglesia Católica Romana que alguna vez lo había considerado como hijo predilecto. En segundo lugar, su pensamiento no puede asimilarse dentro de las categorías políticas de izquierda - derecha o progresista - conservador. Ellas son de poca ayuda para apreciar en toda su originalidad a un pensador que critica tanto la economía de mercado como al Estado benefactor, que arremete contra los presupuestos económicos consagrados por los regímenes tanto capitalistas como socialistas, y que cuestiona las supuestas virtudes en defender tanto los “valores de familia” como a las mujeres trabajadoras. En tercer lugar, y quizá más importante, sus textos parecen fáciles de leer porque él no presumía ostentosamente su considerable erudición. Su tersa superficie oculta distinciones conceptuales finamente elaboradas que sostienen argumentos de mucha densidad. Si han de disfrutar plenamente de estos trozos de prosa, ora polémicos ora irónicos a veces aunque siempre concebidos con gusto, los lectores que piensan haber leído un texto con una ojeada tendrán que disminuir su velocidad y saborear las palabras de Illich.
Cada uno de los cuatro ensayos aquí publicados de nuevo fue escrito para una ocasión específica y juntos abarcan apenas una pequeña selección de un conjunto mayor de obras que cuestionan las economías intensivas en mercancías y energía. Los ensayos se presentan en un orden temático antes que cronológico para ofrecer una mejor panorámica de la amplitud del argumento de Illich. En los dos primeros, “La guerra contra la subsistencia” y “El trabajo fantasma”, Illich revela tanto las ruinas sobre las que el sistema económico está construido como la ceguera de la teoría económica que le impide ver esta realidad. Los siguientes dos ensayos, “Energía y equidad” y “La construcción social de la energía”, sacan a flote cómo se inventó en el siglo XIX y cuáles fueron las consecuencias posteriores de esa ‘energía’ imaginada como la causa invisible de todo ‘trabajo’, sea éste realizado por motores a vapor, seres humanos o árboles. La ciencia de la ecología depende de esta premisa y, como explicó Illich, alimenta inconscientemente la adicción a la energía. La estrecha ligazón entre el consumo de energía y el crecimiento económico es característica no sólo de las sociedades orientadas industrialmente. Después de todo, el consumo de energía se incrementa regularmente incluso en las llamadas sociedades posindustriales, alimentando las fortunas de Google y Apple no menos que la de Wal-Mart.
Los historiadores han señalado la transición de una sociedad agraria a otra industrial mediante ese fenómeno denominado “la clausura de los comunales (commons)”, que se vio nítidamente en Inglaterra así como en otros lugares. Los ámbitos comunales hacían referencia a los campos, humedales, eriales y bosques a los cuales todos tenían libre acceso para pastear el ganado, cultivar alimentos, buscar leña y espigar granos. Hasta bien entrado el siglo XVIII, los comuneros (commoners) abarcaban una proporción considerable de la población británica y obtenían la mayor parte de su sustento de los comunales antes que del mercado. Desde mediados del siglo XVII, pero particularmente en los cien años previos a 1850, miles de Leyes de Clausura legalizaron los cercos que obligaban a los campesinos que usufructuaban de los comunales a convertirse en laboreros desprovistos de tierra y sin medios de subsistencia independiente. Desde el momento en que se volvieron totalmente dependientes del trabajo remunerado, se convirtieron en clase obrera.
Privatizar los comunales significaba transformar la tierra que había sido de uso libre para todos en un recurso económico. Puesto que los recursos escasos requieren protecciones legales y policiales, Illich insistió en no confundir los ámbitos comunales con los espacios de propiedad pública. No menos que la propiedad privada, estos espacios son protegidos por la policía, como lo son, por ejemplo, los parques públicos y las “zonas de libre expresión”. En cambio, lo que caracteriza el uso de los comunales son la ayuda mutua, la costumbre, los derechos consuetudinarios entre parientes y los hogares interdependientes. La vida en común no estaba exenta de relaciones de mercado, como cuando se trabajaba ocasionalmente o se compraba sal, por ejemplo. Pero como Illich advirtió en su ensayo “El desempleo creador”, “a lo largo de toda la historia, la mejor medida de los tiempos malos ha sido el porcentaje de alimentos que se debían comprar”. El derecho a los comunales otorgaba a aquellos que dependían de ellos un piso que los libraba de la destitución. Es considerar de vital importancia el aprovisionamiento, por encima de las pretensiones de ganar dinero, lo que explica la vigencia de esas costumbres comunales que limitaban el acaparamiento de granos durante los tiempos de carestía. Como lo han explicado extensamente historiadores como E. P. Thompson y J.M. Neeson, una economía moral contiene y restringe la economía de mercado, cuando la dependencia respecto al mercado está equilibrada por la independencia de la subsistencia propia.
Sin embargo, argumentaba Illich, la clausura de los comunales fue sólo uno de los capítulos de una historia más larga de guerra contra la subsistencia. En realidad, podría ocurrir que no sean precisamente los productos industriales los que mejor ilustran la separación de las personas de sus medios de subsistencia. En vez de ello, él sugirió que la “economía de servicios” ofrece un ejemplo más típico de la separación entre lo que los economistas llaman ‘producción’, por un lado, y ‘consumo’, por el otro. Como argumentó en “La guerra contra la subsistencia” (Vernacular Values), en el mismo año en que Colón descubrió accidentalmente el Nuevo Mundo, Elio Antonio de Nebrija solicitó a la Reina Isabel de España adoptar “una herramienta para colonizar el lenguaje hablado por sus propios súbditos…”. Desde Cataluña hasta Andalucía, la península ibérica del siglo XV cobijó una profusa variedad de lenguas vernáculas forjadas al calor de los oficios, rezos y amores cotidianos. Puesto que hablaba varios idiomas y podía escribir en otros tantos sin poder hablarlos, Colón era un claro ejemplo de cuán versadas pueden ser las personas sin una enseñanza programada del lenguaje. Pero Nebrija pretendía que su libro de gramática castellana y su diccionario adjunto sirviesen como herramientas para distanciar a la gente de su habilidad para hablar de manera “suelta y fuera de regla”. Pretendía que la enseñanza del lenguaje estandarizado sirviera para disciplinar el habla de la gente en interés del poder imperial.
Lo que para Nebrija fue una estrategia del imperio se ha convertido al presente en una necesidad. En la India actual, el lenguaje cotidiano es un idioma enseñado, ya sea éste el hindi que se habla en la tienda, el tamil hablado en casa o el inglés bostoniano con que responden los teléfonos de servicio a nombre del Citibank. La lengua ha dejado de afirmarse en el trajín de la vida cotidiana para volverse el resultado de consumir una mercancía escasa que se adquiere de boca de los instructores de lenguaje. Según Illich, son las profesiones modernas las que fungen como los propagandistas más potentes de supuestas necesidades humanas, sea de escuelas o de hospitales. En efecto, en su ensayo sobre “Los servicios profesionales inhabilitantes”, arguyó que la construcción de los humanos como seres necesitados era una de las consecuencias más perniciosas de la sociedad económica. En pose de expertos, los profesionales discriminan a la gente al atribuirles una carencia, una discapacidad o una necesidad. Luego ellos velan esa discriminación justificándola como la prestación de un servicio motivado por su vocación asistencial. Esta visión moldeada por expertos de que los humanos son seres en necesidad de servicios provenientes de profesionales acreditados tiene unas raíces profundas que se remontan a principios del siglo VIII. Como describió Illich en “La lengua materna enseñada”, fue entonces que los sacerdotes se volvieron pastores, al definir sus “propios servicios como necesidades inherentes a la naturaleza humana” y haciendo del consumo de estos servicios un tipo de necesidad que no puede obviarse sin poner en peligro la salvación.
Illich propuso resucitar la palabra “vernáculo” en su referente histórico para aquello que es “hecho, cultivado y criado en casa”, como un término más apropiado que “subsistencia”, “economías humanas” o “sectores informales” para referirse a aquello que la gente hace por sí misma, sea que se trate de cantar, cultivar alimentos, construir casas o jugar. En el sentido que le confiere al término, se denomina vernáculas a las actividades que están fuera del mercado, aquellas que no han sido cooptadas por la lógica del intercambio, sin que ello implique “una actividad privatizada… un hobby o un procedimiento irracional o primitivo”.
La separación de la gente de sus actividades vernáculas termina conduciéndola a un régimen de escasez. Cierta dependencia de los bienes y servicios escasos se puede mantener mediante la fuerza, como en el caso de los reglamentos de urbanismo que prohibían gallineros en los patios traseros o encima de los techos. La escolaridad obligatoria, al igual que muchos otros servicios definidos profesionalmente, impone la dependencia atribuyendo necesidades sancionadas legalmente. Pero la institucionalización de la envidia también puede propiciar una dependencia de las mercancías. Como sostuvo Illich en “El género vernáculo”, las culturas tradicionales reconocieron la comparación envidiosa como una fuente de destrucción de las relaciones sociales e inventaron formas simbólicas para contenerla, tales como el “mal de ojo”. Sin embargo, las economías modernas están organizadas para disfrazar la envidia como una manera de difundirla mejor. ‘Mantenerse a la par de los Sánchez’ o ‘mejorar de situación’ son consignas que suavizan retóricamente aquello que el cura Bernard Mandeville afirmaba sin rodeos, en 1714, como la fórmula necesaria para el crecimiento económico: vicios privados, beneficios públicos.
A pesar de la afirmación opuesta en los textos convencionales de economía, Illich argumenta así que la economía moderna no resuelve el problema de la escasez. En vez de ello, la economía se entiende mejor como una maquinaria para la producción de escasez, sea a través de la fuerza, la necesidad o la envidia. La destrucción de lo vernáculo es tanto causa como consecuencia de la economía y el sujeto resultante de la economía es alguien posesivo, envidioso y necesitado. Los ideólogos de la economía en todas sus tendencias, entre ellos los socialistas y los capitalistas, están convencidos de la necesidad humana de educación y de electricidad. Su convicción compartida los muestra como agentes unificados en la guerra en curso contra lo vernáculo, que se publicita como el supuesto círculo virtuoso y edificante del trabajo y el consumo.
Durante la Edad Media, el trabajo asalariado se consideraba una señal de miseria y de un destino peor que la mendicidad. Para el siglo XVI, la labor fue ennoblecida y dignificada en términos de trabajo por gentes como Martín Lutero y John Calvin. Para el siglo XVII, aquellos en posición de lucrar del mismo sostenían que el trabajo era un remedio natural para la pobreza, cuyas causas se atribuía a la pereza o la indolencia. Para conveniencia de algunos, el “supuesto convertido en percepción” del trabajo como algo natural ignora el hecho de que es la propia dependencia de los salarios lo que moderniza la pobreza. Como señaló Illich, los pobres modernizados son aquellos a los que se impide vivir fuera de la economía y, sin embargo, son obligados a ocupar sus peldaños más bajos.
No obstante, argumentaba Illich, la dependencia total del salario es únicamente la punta visible de una injusticia aún más profunda. Una sociedad organizada en base a poner a la gente a trabajar [por un salario] creará el “trabajo fantasma” necesario [para gastarlo], que Illich definió como el esfuerzo no remunerado que se requiere para hacer que las mercancías y servicios sean directamente utilizables. Si se tiene que comprar huevos porque uno no puede criar gallinas, entonces el esfuerzo de ir al mercado, encontrar parqueo y conducir de vuelta a casa implica un trabajo invisible ingrato. Se está metido en el trabajo fantasma invisible cuando uno hace las tareas escolares porque está obligado a ir a la escuela, o cuando uno navega en internet para encontrar información sobre las opciones médicas que se tienen. Las horas perdidas en transportarse para poder llegar al trabajo en un horario útil para el empleador son trabajo fantasma necesario para “ganarse la vida”.
Illich identificó el paradigma del trabajo fantasma en el trabajo doméstico. A diferencia de los campesinos dependientes de los ámbitos comunales, los trabajadores en la economía moderna por lo general no consumen directamente los frutos de su trabajo. Hasta principios del siglo XIX esta división forzada de la producción y el consumo motivó protestas extendidas, muchas de ellas dirigidas por mujeres. Illich arguyó que estas manifestaciones fueron sofocadas, en cierta medida, por la glorificación del confinamiento de las mujeres en sus casas. “El sexo débil” fue una figura retórica para otorgarle cierta dignidad al encierro de las mujeres como “amas de casa”, cuyo trabajo no remunerado es un claro ejemplo del nuevo ámbito de trabajo fantasma en la historia. La casa como el sitio de la reproducción no remunerada es la sombra que necesariamente proyecta el sitio del trabajo como espacio de la producción asalariada. La creación del trabajo no remunerado como un requisito para que otro trabajo sea remunerado, le sugirió a Illich que el sujeto de la economía era también un ser desprovisto de género. La economía es esencialmente sexista, sostuvo él, debido a que reconoce lo humano únicamente en su capacidad de producir y reproducirse. Aun si las mujeres son reclutadas al interior de la fuerza laboral y se alienta a los varones a que ayuden en la crianza de los niños, la mayor parte del trabajo no remunerado lo soportan las mujeres. Visto de manera más amplia, él conjeturaba que la economía colapsaría si todo el trabajo fantasma requerido para su funcionamiento tuviese que ser pagado. ¿Cuánto valdría Facebook si tuviera que pagarles a los usuarios por sus esfuerzos para producir contenidos y consumir los anuncios publicitarios?
El trabajo fantasma permanece oculto en parte porque se lo sentimentaliza. La defensa de los “valores de familia” sentimentaliza la opresión sexista al proteger la idea fantasiosa de que la casa moderna continúa una tradición inmemorial, mientras que la demanda de que el trabajo doméstico sea remunerado sólo delata la paradójica libertad buscada en la dependencia del trabajo asalariado. El trabajo fantasma no fomenta los modos de vida vernáculos ni fortalece tampoco los ámbitos de la autonomía del “estar juntos”. Más bien apoya y profundiza la dependencia de una vida entregada al empleo, incluso cuando hay cada vez menos empleos disponibles. Los papás dedican innumerables horas a las tareas escolares de sus niños para “elevar la calidad del capital humano” que la escolarización suministra a las fuentes laborales. Illich advirtió que sentimentalizar ese trabajo fantasma como ‘tiempo de calidad” es el tipo de deshonestidad que requerimos para convivir con las inequidades inherentes a los mercados intensivos en mercancías.
Hace 40 años, Illich sugirió que el autoservicio sería la especie de trabajo sombra que probablemente se extendería más rápido que el trabajo asalariado. Eso puede haber llegado ya a ocurrir, cuando el estar atareado por el apremio de computadores, como ser los servicios bancarios online y el borrado de spam, se añaden al tiempo gastado en los proyectos de mejoras de vivienda, el aprendizaje de por vida y las pasantías no remuneradas. También argumentó, en “Energía y equidad”, que si seguían creciendo las infraestructuras (arrangements) sociales intensivas en energía se destruiría mucho más que el hábitat físico de los hombres y las mujeres. En retrospectiva, su advertencia y exhortación densamente argumentadas señalan el camino que no llegó a tomarse a medida que las crisis se acumulaban. Puede aún ofrecer esperanzas empero, a los que están actualmente atrapados entre los tornillos del subempleo extendido y un medioambiente devastado.
La opinión extendida de que el crecimiento económico se consigue a costa de la degradación ecológica pasa por alto la destrucción previa y más decisiva de la atmósfera sociocultural de un pueblo, el ámbito de lo vernáculo. Por esta razón, Illich escribió en “El silencio es un comunal” que el tipo más virulento de degradación ecológica ocurre con “la transformación del medio ambiente de un comunal a un recurso productivo”. No se trata únicamente de que la tierra se convierte entonces en un bien raíz, que vemos de cierta distancia en vez de trajinarla con los propios pies. Más bien, los valores económicos proliferan sepultando las variadas formas de vivir en común, un tipo de destrucción que se refleja visiblemente en la desaparición continua de las lenguas. Mientras que los desechos y la contaminación causados por el crecimiento económico describen la degradación ambiental, Illich recomendaba el término “desvalor” para nombrar la desvalorización y destrucción de los ambientes sociales que fueron condiciones necesarias para impulsar ese crecimiento.
No hace mucho, los servicios y las mercancías giraban sólo en los márgenes de la vida diaria. Hoy están por doquier. Durante la mayor parte de la historia humana, las herramientas se amoldaban a las habilidades naturales de los que las usaban. Hoy la gente funciona como apéndices de sus aparatos, los cuales fijan el ritmo y velocidad de sus vidas. Ya sean coches u hospitales de alta tecnología, cuando la cantidad de mercancías y servicios excede un cierto umbral de intensidad, ellos excluyen las alternativas no mercantiles y, por tanto, imponen lo que Illich llamó un monopolio radical. Las calles pavimentadas para los coches y los rieles para los trenes exigen que la Tierra sea remodelada para poder encajar.
Pero a esta degradación ambiental deben añadirse tres clases de frustración resultante del monopolio radical de las mercancías intensivas en energía. Demasiados coches en la carretera desencadenan la “rabia de los conductores”, y demasiada educación produce adolescentes faltos de curiosidad. Ambos son ejemplos de una frustrante inversión que Illich denominó contraproductividad técnica. Los coches veloces empujan a los ciclistas y peatones fuera de las vías, así como los demasiados emails y programas de televisión desactivan las conversaciones en persona. A este desalojo de la actividad vernácula mediante artefactos económicos lo llamó contraproductividad estructural. Así como los consumidores de demasiados kilómetros-pasajero creen que pueden moverse únicamente cuando están sentados en el asiento de un vehículo, de igual manera los que adquieren demasiados créditos educativos creen que pueden aprender sólo cuando se les enseña. Esta autopercepción en ambos manifiesta la contraproductividad cultural resultante de la utilización repetida de bienes empaquetados, del mismo modo en que los mitos son engendrados por comportamientos rituales. El hecho de que los problemas económicos y ecológicos aún se entiendan en términos de escasez, sea de energía limpia o empleos bien remunerados, revela cuán profundamente la autopercepción ha sido moldeada por la sobre utilización y presencia sofocante de los mercados intensivos en mercancías y las tecnologías intensivas en energía.
La economía y ecología no pueden comprender lo vernáculo, argumenta Illich en “La construcción social de la energía”, porque mistifican una construcción social como si fuese un fenómeno natural. Desde sus primeros inicios, la ciencia de la ecología estuvo imbuida del supuesto de la escasez y proyectó su vigencia al conjunto de la naturaleza. Las abejas y los árboles, las ballenas y bacterias —todas las especies son estudiadas como si estuviesen condenadas a una batalla por conseguir los escasos nutrientes—. Al documentar los giros y contorsiones que dieron los científicos durante el siglo XIX para construir la “energía” como la fuente invisible e indestructible de todo “trabajo”, Illich muestra la manera en que tanto el trabajo como la energía, cuando se los usa en el lenguaje cotidiano, logran que una construcción científica adquiera la apariencia de un fenómeno natural. Sea agregada como población o clase trabajadora, se interpreta a los individuos en masa como una fuente de fuerza laboral a ser trabajada. En el mismo período de tiempo, el universo o la propia Naturaleza llegaron a ser interpretados económicamente como generadores de energía con potencial para el trabajo. Illich sugiere que los supuestos entrelazados de que la naturaleza trabaja y el trabajo es natural se hacen pasar por certidumbres que actualmente apoyan un mundo construido para el empleo de uso intensivo de energía.
Para Illich, las diferencias entre la economía y la ecología eran menos importantes que los presupuestos que compartían. El economista quiere reemplazar a la gente con máquinas más baratas, más eficientes. El ecologista quiere librarse de los coches y reemplazarlos con bicicletas ahorradoras de energía. Sin embargo, ninguno de ellos alienta la sospecha de que las máquinas y las personas son incomparables, excepto como objetos de ciencia. Para un científico, se realiza un “trabajo” y se consume cierta “energía” lo mismo en el caso de un motor a vapor, una rata, un centro de datos y un peatón. Y en tanto ecologistas y economistas han conformado actualmente una alianza para promocionar la llamada “economía verde”, ellos someten la economía de las mercancías a la economía mayor de la energía. Ellos ajustan el dogal de los recursos escasos sin contribuir a liberarnos del sometimiento al empleo y la energía. Como lo advirtió Illich muchos años atrás, “el monopolio radical seguiría siendo una característica del tráfico de alta velocidad incluso si los motores estuvieran movidos por energía solar y los vehículos fueran hechos de aire”.
La monopolización radical sobre la vida vernácula ha hecho que hoy sea casi imposible vivir sin insumos de uso intensivo de energía, fuera del ciclo del trabajo y el consumo, y más allá del sometimiento a la escasez. Pero por la fuerza de las circunstancias, ésta es la situación que muchos deben enfrentar a medida en que el trabajo asalariado se acaba y el trabajo fantasma crece. Para proteger los medios para abastecerse por sí mismos, los campesinos autosubsistentes se movilizaban antaño no por un salario mínimo sino por establecer un techo máximo a las ganancias de los ricos derivadas de cercar los comunales. Ellos no querían un trato caritativo sino insistían más bien en la libertad de valerse por sí mismos. De manera similar, Illich aboga por que la velocidad de los vehículos motorizados en las calles comunes sea limitada a fin de no entorpecer la movilidad natural de las personas a pie o en bicicleta. Semejantes propuestas no tienen probabilidades de causar una mayor impresión entre los adictos a la energía y al trabajo.
Pero podrían intrigar a otros que quieren librarse de los malos hábitos. Sin embargo, si el reto de vivir de manera diferente implica sobre todo la tarea de pensar de modo diferente, entonces uno debe librarse primero de las ilusiones alentadas por esos términos “científico populares” como el “trabajo” y la “energía”. Para ayudar a esta posibilidad, Illich prefería pensar con conceptos originados en la experiencia corporal. Por el contrario, los científicos del transporte no tienen conceptos para distinguir entre trasladarse uno mismo pedaleando en bicicleta y ser transportado en un autobús. Según ellos, ambos son métodos comparables de locomoción. Por su parte, los cientistas sociales definen la ‘pobreza’ por el nivel de ingresos. Entendida de esa manera, la ‘pobreza’ no permite contrastar la miseria de aquellos que dependen del dinero con la autosuficiencia de aquellos que no lo necesitan. Illich insistía en la claridad conceptual anclada en la percepción sensible como antídoto a los constructos del pensamiento científico que obvian estas distinciones.
Estas apreciaciones no resumen los cuatro ensayos aquí incluidos. Son más bien invitaciones a redescubrir a un pensador que examinó profundamente las cuestiones importantes. Los ensayos de Illich exigen una lectura atenta, si bien la recompensan con creces.[1] Para este esfuerzo, se deben evitar tres interpretaciones erróneas. En primer lugar, sólo un lector distraído podría sacar la conclusión de que Illich estaba en contra de la tecnología en sí misma. Ese lector debe haber comprendido mal un argumento basado en la defensa, por ejemplo, de bicicletas, bibliotecas, aspirinas o libros, siendo que todos estos podrían requerir materiales de alta tecnología y métodos industriales de producción. Una segunda confusión relacionada consiste en creer que Illich defendía la abolición total de las mercancías y los servicios escasos, sean estos las computadoras o la medicina: él simplemente insistía en la necesidad de discernir el volumen de mercancías necesario para ampliar el alcance de la acción autárquica, o que la proporción de herramientas poderosas no amenazara con destruir el uso de las propias manos. En tercer lugar, uno debería estar advertido respecto a la idea de que, siendo que diagnosticó el presente desde el punto de vista de la historia, Illich estaba invocando asimismo a volver al pasado. Al contrario, como lo afirmó en “Las tres dimensiones de la opción social”, “no existe tal opción”, y tales “aspiraciones… serían sentimentales y destructivas”. Pero así como previno que no hay vuelta atrás, Illich también descartó las seducciones de los futuristas. Estos visionarios de la libertad prometen ahora la salvación mediante un futuro de “pleno empleo basado en bajas emisiones de carbón”. Hace 40 años, él anticipó un futuro de tales características reconociendo allá los grilletes cada vez más ajustados de los salarios orientados hacia la compra de más potencia.
A los lectores que compartan este reconocimiento se podría alentarlos entonces a reírse de su entusiasmo por sujetarse a semejantes promesas. Esa risa podría desencadenar también, en aquellos que lo deseen, nuevos esfuerzos por imaginar e inventar maneras de vivir que sean verdaderamente libres. Para ellos, los debates aún atados a la expansión de los mercados y las máquinas potentes son irrelevantes. Ellos se dan cuenta que las bulliciosas discusiones entre los proponentes de mercados “regulados” versus “libres” dejan sin cuestionar el dominio de los recursos naturales. También perciben la mano de hierro de la tecnociencia en la pretensión de que “las tecnologías sostenibles” repararán los daños ocasionados por la tecnología. Además, aquellos que están investigando e inventando estilos de vida relativamente libres del imperio del valor económico y la tecnociencia no son sectarios. Ellos saben que lo vernáculo persiste tercamente en los intersticios de la vida contemporánea y descansa de manera perpendicular a los mercados intensivos en mercancías y las maquinarias de uso intensivo de energía. De manera parecida a una colcha costurada en base a retazos, ellos entretejen modos de vida orientados por lo hecho, cultivado y cocido en casa. Esquivando hábilmente las acusaciones de hipocresía que les lanzan los que reprimen y desdeñan las formas vernáculas, dejan para los curas las buenas intenciones, para los académicos las definiciones exactas y para los intelectuales la desesperación. Liberados ahora de apegos ilusorios, están muy ocupados en identificar los contornos de una vida más grata y bella aunque fuese en medio de las ruinas que les legaron.
Valentina Borremans me concedió gentilmente el permiso para publicar de nuevo estos ensayos. Catheryn Kilgarriff de la editorial Marion Boyars, quien no sólo mantiene impresos muchos de los libros de Illich, ha sido también generosa al reprogramar fechas de vencimiento incumplidas. Me es grato reconocer las sugerencias editoriales de John Verity que me instaron a escribir este texto. Las sugerencias de Carl Mitcham me ayudaron a pulirlo hasta el acabado que ahora tiene. Sigo agradecido por la paciencia reconfortante de Samar Farage. Ninguna de las nombradas es responsable por los errores y expresiones poco afortunadas que puedan persistir.
* "AFTER ILLICH: An Introduction". In Sajay Samuel (Comp.), Beyond Economics and Ecology: the Radical Thought of Ivan Illich, London, Marion Boyars, 2013. Introducción del editor/compilador traducida por Hernando Calla, La Paz, Bolivia, 29 de agosto de 2016.
[1] El
libro Ivan Illich in Conversation
(Toronto: Anansi Press, 2002) de David Cayley, un maestro en conducir la
conversación con sus entrevistados, continúa siendo un camino privilegiado para
introducirse en el pensamiento de Illich a un ritmo pausado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario