por Hannah Arendt (1961, 1996)*
[...la conocida pensadora de la política escribió este ensayo aprox. hace 60 años, y es sintomático cómo hemos seguido llamando "regímenes autoritarios" tanto a los gobiernos de dictaduras militares de los 1970 como a los regímenes con ideologías totalitarias del siglo XXI que tienen aspectos claramente distintos a las concepciones, según Hannah Arendt, "autoritarias" de la tradición del pensamiento político occidental de raigambre greco-romana y que la autora se tomó el trabajo de dilucidar en este su imperdible ensayo de 1961 sobre la autoridad y de cuya versión castellana, previa corrección y ajustes, he extraído algunos acápites y fragmentos que me parecieron más relevantes para nuestras actuales circunstancias. Hernando Calla]
Para evitar equívocos, tal vez habría sido más sensato
preguntarse qué era y no qué es la autoridad, pues considero que tenemos el
estímulo y la ocasión suficientes para formular así la pregunta, porque la
autoridad se ha esfumado del mundo moderno. En vista de que no podemos ya
apoyarnos en experiencias auténticas e indiscutiblemente comunes a todos, la
propia palabra está ensombrecida por la controversia y la confusión. Muy poco
de su índole resulta evidente o aún comprensible para todos, excepto que el
politólogo puede recordar todavía que este concepto fue, alguna vez,
fundamental para la teoría política, o que la mayoría estará de acuerdo en que
una crisis de autoridad, persistente y cada vez más amplia y honda, ha acompañado
el desarrollo de nuestro mundo moderno en el presente siglo.
Tal crisis, visible desde el comienzo de siglo, tiene una
procedencia y una naturaleza políticas. La aparición de movimientos políticos
destinados a reemplazar el sistema de partidos y el desarrollo de una nueva
forma totalitaria de gobierno se produjo con el trasfondo de un desmoronamiento
más o menos general y más o menos dinámico de toda autoridad tradicional. En
ningún caso este desmoronamiento fue un resultado directo de los regímenes o
movimientos mismos; más bien parecía que el totalitarismo, bajo la forma tanto
de movimientos como de regímenes, estaba mejor posicionado para sacar provecho
de una atmósfera general, social y política, en que el sistema de partidos
había perdido su prestigio y ya no se reconocía la autoridad del gobierno.
El síntoma más significativo de la crisis, el que indica su
hondura y gravedad, es su expansión hacia áreas previas a lo político, como la
crianza y educación de los niños, donde la autoridad en el sentido más amplio
siempre se aceptó como un imperativo natural, obviamente exigido tanto por las
necesidades naturales (la indefensión del niño) como por la necesidad política
(la continuidad de una civilización establecida que sólo puede perpetuarse si
sus retoños transitan por un mundo preestablecido, en el que han nacido como
forasteros). Por su carácter simple y elemental, a través de la historia del
pensamiento político, esta forma de autoridad sirvió de modelo para una gran
variedad de formas autoritarias de gobierno, de modo que el hecho de que
incluso esta autoridad prepolítica, la cual regía las relaciones entre adultos
y niños o profesores y alumnos, ya no sea firme significa que todas las
metáforas y modelos antiguamente aceptados de las relaciones autoritarias
perdieron su credibilidad. Tanto en la práctica como en la teoría, ya no
estamos en condiciones de saber qué es verdaderamente la autoridad.
En las siguientes reflexiones parto de la idea de que la
respuesta a esta pregunta tal vez no pueda estar en una definición de la
naturaleza o esencia de la “autoridad en general”. La autoridad que hemos
perdido en el mundo moderno no es la “autoridad en general”, sino, más bien,
una forma muy específica que ha sido válida en Occidente durante largo tiempo.
Por tanto, propongo reconsiderar lo que fue la autoridad históricamente y las
fuentes de su fuerza y significado. Con todo, en vista de la actual confusión,
parece que incluso este enfoque limitado y experimental debe ir precedido de
algunas observaciones acerca de lo que la autoridad jamás fue, para evitar los
equívocos más corrientes y asegurarnos de que visualizamos y consideramos el
mismo fenómeno y no cierta cantidad de puntos conectados o inconexos.
La autoridad siempre demanda obediencia y por este motivo es
corriente que se la confunda con cierta forma de poder o de violencia. No
obstante, excluye el uso de medios extremos de coacción: se usa la fuerza
cuando la autoridad fracasa. Por otra parte, autoridad y persuasión son
incompatibles, porque la segunda presupone la igualdad y opera a través de un
proceso de argumentación. Cuando se utilizan argumentos, la autoridad queda en
suspenso. Ante el orden igualitario de la persuasión se alza el orden
autoritario, que siempre es jerárquico. Si hay que definirla, la autoridad se
diferencia tanto de la coacción por la fuerza como de la persuasión por
argumentos. (La relación autoritaria entre el que manda y el que obedece no se
apoya en una razón común ni en el poder del primero; lo que tienen en común es
la jerarquía misma, cuya pertinencia y legitimidad reconocen ambos y en la que
ambos ocupan un puesto predefinido y estable.) Este asunto es de importancia
histórica; un aspecto de nuestro concepto de autoridad es de origen platónico,
y cuando Platón empezó a considerar la introducción de la autoridad en el
manejo de los asuntos públicos de la pólis sabía que buscaba una alternativa a
la habitual forma griega de tratar los asuntos internos, que era la persuasión
(πείθειν), así como la forma habitual de tratar los asuntos exteriores eran la
fuerza y la violencia (βία).
En términos históricos, podemos decir que la pérdida de
autoridad es tan solo la fase final, aunque decisiva, de un desarrollo que
durante siglos socavó sobre todo la religión y la tradición. De estas tres
piezas, religión, tradición y autoridad —sobre cuya interrelación hablaremos
luego—, la última ha resultado ser el elemento más estable. Sin embargo, con la
pérdida de la autoridad, la duda general de la época moderna también invadió el
campo político, donde las cosas no sólo asumen una expresión más radical sino
que también adquieren una realidad específica, exclusiva de ese campo. Lo que
hasta entonces quizá tuviera un significado espiritual sólo para unos pocos
ahora se convirtió en una preocupación de todos y cada uno. Únicamente en el
presente, como si dijéramos después del hecho, la pérdida de la tradición y la
de la religión se han convertido en hechos políticos de primer orden.
Cuando dije que no discutiría la “autoridad en general”,
sino sólo el concepto específico de autoridad que fue dominante en nuestra
historia, deseaba señalar cierta distinción que solemos ignorar cuando hablamos
con demasiada amplitud de la crisis de nuestro tiempo y que, tal vez, podré
explicar con mayor facilidad en los términos de los conceptos relacionados de
tradición y religión. La innegable pérdida de la tradición en el mundo moderno
no implica una pérdida del pasado, porque tradición y pasado no son lo mismo,
como nos querrían hacer ver, por un lado, los que creen en la tradición y, por
otro, los que creen en el progreso, por lo que poco importa que los primeros
lamenten este estado de cosas en tanto que los segundos no dejan de
felicitarse. Al perder la tradición, también perdimos el hilo que nos guiaba
con paso firme por el vasto reino del pasado, pero ese hilo también era la
cadena que sujetaba a cada generación a un aspecto predeterminado del pasado.
Podría ser que sólo ahora el pasado se abra ante nosotros con inesperada
frescura y nos diga cosas que nadie había logrado oír antes. Pero no se puede
negar que, sin una tradición bien anclada —y la pérdida de esta seguridad se
produjo hace varios cientos de años—, toda la dimensión del pasado también está
en peligro. Corremos el riesgo de olvidar y tal olvido —aparte de los propios
contenidos que puedan perderse— significaría que, hablando en términos humanos,
nos privaríamos de una dimensión: la de la profundidad en la existencia humana,
porque la memoria y la profundidad son lo mismo, o mejor dicho, el hombre no
puede lograr la profundidad si no es a través del recuerdo.
Algo semejante sucede con la pérdida de la religión. Desde la crítica radical de las creencias religiosas, formulada en los siglos XVII y XVIII, fue característico de la época moderna dudar sobre la verdad religiosa, y esto es así tanto entre los creyentes como entre los no creyentes. Desde Pascal y, con mayor agudeza, desde Kierkegaard, la duda se ha dirigido hacia las creencias y el creyente moderno ha de proteger constantemente sus creencias ante la duda; en la época moderna no es la fe cristiana como tal, sino la Cristiandad (y el Judaísmo, por supuesto) la que está agobiada de paradojas y absurdas. Aunque otras cosas pueden sobrevivir al absurdo —la filosofía quizá pueda—, la religión no es capaz de hacerlo. Con todo, esta pérdida de la creencia en los dogmas de la religión institucional no implica necesariamente una pérdida o una crisis de fe, porque la religión y la fe, o la creencia y la fe, de ningún modo son lo mismo. Sólo la creencia, pero no la fe, tiene con la duda, a la que está siempre expuesta, una afinidad inherente. ¿Pero quién puede negar que también la fe, protegida con firmeza por la religión, sus creencias y sus dogmas durante tantos siglos, se vio en peligro a causa de lo que en realidad no es sino una crisis de la religión institucional?
Algunas explicaciones semejantes me parecen precisas en
cuanto a la moderna pérdida de la autoridad. Asentada en la piedra angular de
los cimientos del pasado, la autoridad brindó al mundo la permanencia y la
estabilidad que los humanos necesitan justamente porque son seres mortales, los
seres más inestables y triviales que conocemos. Si se pierde la autoridad, se
pierde el fundamento del mundo, que sin duda desde entonces empezó a variar, a
cambiar y a pasar con una rapidez cada día mayor de una forma a otra, como si
estuviéramos viviendo en un universo proteico y lucháramos con él, un universo
en el que todo, en todo momento, se puede convertir en cualquier otra cosa.
Pero la pérdida de la permanencia y de la seguridad mundanas —que en términos
políticos es idéntica a la pérdida de autoridad— no implica, al menos no
necesariamente, la pérdida de la capacidad humana para construir, preservar y
cuidar un mundo que pueda sobrevivirnos y continuar siendo un lugar adecuado
para que en él vivan los que vengan detrás de nosotros.
Es evidente que estas reflexiones y descripciones se basan
en la convicción de la importancia de establecer distinciones. Subrayar esta
convicción pareciera ser una verdad de perogrullo ya que, al menos por lo que
yo sé, no hay quien haya afirmado aún abiertamente que las distinciones no
tienen sentido. Sin embargo, en la mayoría de las discusiones entre expertos
políticos y sociales existe un acuerdo tácito en que podemos ignorar las
distinciones y seguir adelante sobre la premisa de que, al final, todo puede
llamarse de cualquier otra forma y de que las distinciones significan algo sólo
en la medida en que cada uno tenga el derecho de “definir sus términos”. Con
todo, nos preguntamos si este curioso derecho, garantizado en cuanto se tratan
temas importantes —como si fuera equivalente al derecho a sustentar la opinión
propia—, no indica ya que términos como “tiranía”, “autoridad” o
“totalitarismo” simplemente han perdido su significado común, o bien que ya no
vivimos en un mundo común en el que las palabras de todos poseen una
significación incuestionable de modo que, además de estar condenados a vivir
verbalmente en un universo por completo carente de sentido, nos garantizamos
unos a otros el derecho a retirarnos a nuestros propios mundos de significación
y sólo pedimos que cada uno sea coherente dentro de su terminología personal.
En estas circunstancias, si nos aseguramos a nosotros mismos que aún nos
entendemos, no queremos decir con ello que juntos entendemos un mundo común a
todos, sino que entendemos la coherencia de la argumentación y el razonamiento,
la coherencia del proceso de argumentación en su mero formalismo.
Aunque así sea, seguir adelante con el supuesto implícito de
que las distinciones no son importantes o, mejor dicho, de que en el campo socio-político-histórico,
es decir, en la esfera de los asuntos humanos, las cosas no poseen esa nitidez
que la metafísica tradicional solía llamar su “otredad” (su alteritas), se ha
convertido en el sello de una buena cantidad de teorías nacidas en las ciencias
sociales, políticas e históricas. Entre ellas me parece que dos son las que
merecen una mención especial, porque tocan de una manera muy significativa el
tema aquí analizado.
La primera se refiere a las formas en que, desde el siglo
XIX, los escritores liberales y conservadores se ocuparon del problema de la
autoridad y, por implicación, del problema conexo de la libertad en el campo de
la política. En términos generales, ha sido típico de las teorías liberales
partir del supuesto que “la constancia del progreso… en la dirección de una
libertad organizada y asegurada es el hecho característico de la historia
moderna”, y considerar que toda
desviación de este derrotero es un proceso reaccionario de dirección opuesta.
Esto les hace pasar por alto las diferencias de principio entre la restricción
de la libertad en los regímenes autoritarios, la abolición de la libertad
política en las tiranías y dictaduras, y la total eliminación de la
espontaneidad misma, esto es, de la manifestación más general y elemental de la
libertad humana, a que apuntan únicamente los regímenes totalitarios con sus
diversos métodos de condicionamiento. El escritor liberal, preocupado por la
historia y el progreso de la libertad más que por las formas de gobierno, sólo
ve aquí diferencias de grado, e ignora que un gobierno autoritario comprometido
con la restricción de la libertad permanece condicionado por esa misma libertad
que restringe, hasta el punto de que perdería su propio carácter si la aboliera
por completo, porque se volvería una tiranía. Esto mismo es cierto respecto de
la distinción entre poder legítimo e ilegítimo, de la que dependen todos los
gobiernos autoritarios. El escritor liberal suele prestar poca atención a este
asunto, porque está convencido de que todo poder corrompe y de que la
constancia del progreso requiere una constante pérdida de poder, sea cual sea
su origen.
Detrás de la identificación liberal del totalitarismo con el
autoritarismo, y de la inclinación concomitante a ver tendencias “totalitarias”
en cualquier limitación autoritaria de la libertad, existe una antigua
confusión entre autoridad y tiranía, y de poder legítimo con violencia. La
diferencia entre tiranía y gobierno autoritario siempre ha sido que el tirano
manda según su voluntad y su interés propios, en tanto que aún el más
draconianamente autoritario de los gobiernos está limitado por unas leyes. Sus
actos se rigen por un código que o no proviene de un hombre, como es el caso de
las leyes de la naturaleza, de los mandamientos de Dios o de las ideas
platónicas, o al menos no de los que ejercen el poder en el presente. En un
gobierno autoritario, la fuente de autoridad siempre es una fuerza externa y
superior a su propio poder; es siempre de esta fuente, de esta fuerza externa que
trasciende el campo político, que derivan las autoridades su “autoridad”,
es decir, su legitimidad, y es respecto a ella que su poder puede ser limitado.
Los modernos portavoces de la autoridad —que, incluso en los
breves intervalos en que la opinión pública proporciona un clima favorable para
los neoconservadurismos, saben muy bien que la suya es una causa casi perdida—
están, por supuesto, deseosos de señalar esta distinción entre tiranía y
autoridad. Donde el escritor liberal ve un progreso esencialmente asegurado en
dirección a la libertad, y que sólo se ve interrumpido temporalmente por alguna
fuerza oscura del pasado, el conservador ve un proceso ruinoso iniciado con la
disminución de la autoridad, de modo que la libertad, perdidas las
restricciones que protegían sus fronteras, se vio inerme, indefensa y condenada
a la destrucción. (No es muy justo decir que el pensamiento político liberal es
el único que se interesa por la libertad; casi no existe escuela de pensamiento
político en nuestra historia que no se centre en la idea de la libertad, por
mucho que pueda variar el concepto básico en los distintos escritores y en las
distintas circunstancias políticas La única excepción de cierta importancia en
cuanto a esta afirmación me parece que es la filosofía política de Thomas
Hobbes, quien, por supuesto, era cualquier cosa menos conservador.) A la
tiranía y el totalitarismo se los identifica de nuevo, excepto que ahora al
gobierno totalitario, si no se lo identifica directamente con la democracia, al
menos se lo ve como un resultado casi inevitable de ella, es decir, como
consecuencia de la desaparición de todas las autoridades tradicionalmente
reconocidas. No obstante, las diferencias entre tiranía y dictadura, por un
lado, y dominación totalitaria, por el otro, no son menos claras que las que
hay entre autoritarismo y totalitarismo.
Estas diferencias estructurales se hacen visibles en el
momento en que dejamos atrás las teorías globales y concentramos nuestra
atención en el aparato estatal, las formas técnicas de gobierno y la organización
del sistema político. En pocas palabras, se podrían resumir las diferencias
técnico-estructurales entre gobierno autoritario, tiránico y totalitario en la
imagen de tres modelos representativos distintos. Para la imagen de un gobierno
autoritario propongo la forma de una pirámide, bien conocida en el pensamiento
político tradicional. La pirámide es, sin duda, una figura muy adecuada para
una estructura gubernamental cuya fuente de autoridad está fuera de sí misma,
pero cuya sede de poder se encuentra en la cúspide, desde la cual la autoridad
y el poder descienden hacia la base, de un modo tal que cada una de las capas
sucesivas tiene cierta autoridad, pero siempre menos que la superior, y donde,
precisamente por este cuidadoso proceso de filtro, todas las capas desde el
vértice hasta la base están no sólo integradas en el conjunto con firmeza, sino
que además se correlacionan como rayos convergentes, cuyo punto focal común es
la cima de la pirámide así como la fuente trascendente de la autoridad sobre ella.
Es verdad que esta imagen puede aplicarse sólo al tipo cristiano de gobierno
autoritario, tal como éste se desarrolló a través de la influencia constante de
la Iglesia durante la Edad Media —y bajo ese influjo—, cuando el punto focal
que estaba por encima y más allá de la pirámide terrena brindaba el punto de
referencia necesario para el tipo cristiano de igualdad, a pesar de la
estructura estrictamente jerárquica de la vida sobre la tierra. La idea romana
de la autoridad política, en la que la fuente de autoridad está exclusivamente
en el pasado, en la fundación de Roma y en la grandeza de los antepasados,
lleva a estructuras institucionales cuya forma nos deja otra imagen, de la que
hablaremos después (p. 135). En todo caso, una forma de gobierno autoritaria
con su estructura jerárquica es la menos igualitaria de todas las formas:
incorpora la desigualdad y la distinción como sus principios omnipresentes.
Todas la teorías políticas referidas a la tiranía admiten su
estricta pertenencia a las formas igualitarias de gobierno; el tirano es el
señor que gobierna como uno contra todos, y los “todos” a los que oprime son
todos iguales, es decir, todos carecen de poder. Si nos ceñimos a la imagen de
la pirámide, es como si se destruyeran todas las capas que están entre la base
y el vértice, de modo que este último queda en el aire, apoyado sólo por las
conocidas bayonetas, por encima de una masa de individuos a los que se mantiene
en cuidadoso aislamiento, total desintegración y absoluta igualdad. La teoría
política clásica siempre situó al tirano fuera de la humanidad, lo llamó “lobo
con forma humana” (Platón) por su posición de uno contra todos, en la que se
colocaba a sí mismo y la que diferenciaba de modo tajante su gobierno, el
gobierno de uno, al que Platón aún llamaba indiscriminadamente μον αρχία [mon
arkhía] o tiranía, de varias otras formas de reino o βασιλεία [basileía].
En contraposición a los regímenes tanto tiránicos como
autoritarios, me parece que la imagen adecuada del régimen y la organización
totalitarios es la estructura en capas concéntricas, o de cebolla, en cuyo
centro, en algo así como un espacio vacío, está el jefe; haga lo que haga este
último —ya integre los poderes políticos, como en una jerarquía autoritaria, o
bien oprima a sus súbditos, como un tirano— lo hace desde dentro y no desde
fuera ni desde arriba. Todas las muy diversas partes del movimiento —las
organizaciones de primera línea, las distintas agrupaciones profesionales, los
miembros y la burocracia del partido, las formaciones de élite y los grupos de
policía— están relacionadas de tal modo que cada uno conforma la fachada en una
dirección y el centro en otra, es decir, desempeña el papel del mundo exterior
normal para una capa y el papel de extremismo radical para otra. La gran ventaja
de este sistema es que, incluso en condiciones de dominación totalitaria, el
movimiento da a cada una de sus capas la ficción de un mundo normal, a la vez
que la conciencia de ser distinto de él y más radical. De este modo, los
simpatizantes en las organizaciones de primera línea —cuyas convicciones
difieren de las de los miembros del partido sólo en cuanto a intensidad— rodean
todo el movimiento y forman una fachada engañosa de normalidad ante el mundo
exterior por su carencia de fanatismo y extremismo, mientras que a la vez
representan el mundo normal para el movimiento totalitario, cuyos miembros
llegan a creer que sus convicciones sólo tienen diferencias de grado con las de
los demás, de modo que no necesitan nunca tomar conciencia del abismo que separa
su propio mundo del mundo real que los rodea. La estructura de capas
concéntricas hace que organizativamente el sistema esté a prueba de golpes ante
la factualidad del mundo real.
Sin embargo, aunque el liberalismo y el conservadurismo por
igual son insuficientes cuando tratamos de aplicar sus teorías a las formas e
instituciones políticas que existen en la realidad, no puede ponerse en duda
fácilmente que sus afirmaciones generales tienen una gran dosis de
verosimilitud. Como vimos, el liberalismo mide el proceso de repliegue de la
libertad, y el conservadurismo el de repliegue de la autoridad; ambos llaman al
previsible resultado final totalitarismo y ven tendencias totalitarias allí
donde que cualquiera de ellos esté presente. Sin duda, ambos pueden aportar
excelente documentación para sus hallazgos. ¿Quién puede negar las serias
amenazas a la libertad originadas desde todos los frentes desde comienzos de
siglo, y el surgimiento de todo tipo de tiranías al menos desde el fin de la
Primera Guerra Mundial? Por otra parte, ¿quién pude negar que la desaparición
de casi todas las autoridades tradicionalmente establecidas ha sido una de las
características más espectaculares del mundo moderno? Parece como si sólo
hubiera que fijar la mirada en cualquiera de esos dos fenómenos para justificar
una teoría de progreso o una teoría de retroceso según la que a uno más le
guste o, como se suele decir, según la propia “escala de valores”. Si
observamos los juicios contradictorios de conservadores y liberales con ojos
ecuánimes, no tendremos inconveniente en ver que la verdad se distribuye por
igual entre ellos y que, en rigor, nos enfrentamos con un retroceso simultáneo
de la libertad y de la autoridad en el mundo moderno. En la medida en que estos
procesos están interrelacionados, hasta se podría decir que las muchas
oscilaciones en la opinión pública, y que durante más de ciento cincuenta años
varió con regularidad de un extremo a otro, de una actitud liberal a una
conservadora y después a otra más liberal aún, a veces tratando de reafirmar la
autoridad y en otros la libertad, sólo tuvieron como resultado debilitar a
ambas, confundir los problemas, borrar las líneas diferenciadoras entre
autoridad y libertad y, por último, destruir el significado político de ambas.
El liberalismo y el conservadurismo nacieron ambos en este
clima en que la opinión pública oscilaba con violencia y están unidos el uno al
otro, no sólo porque cada uno podría perder su sustancia misma sin la presencia
de su oponente en el campo de la teoría y la ideología, sino también porque
ambos enfoques se preocupan principalmente de la restauración, de restituir su
posición tradicional ya sea a la libertad, a la autoridad o a la relación entre
ambas. En este sentido, los dos son las caras de una misma moneda, así como sus
ideologías de progreso o retroceso corresponden a las dos posibles direcciones
del proceso histórico como tal; si se considera, como ambas corrientes lo
hacen, que existe lo que se llama un proceso histórico dotado de una dirección definible
y de un fin predecible, es evidente que éste nos puede hacer aterrizar sólo en
el paraíso o en el infierno.
Además, está en la naturaleza de la imagen misma con que por
lo común se concibe la historia —proceso, flujo o desarrollo—que todo lo que en
ella se integra puede desembocar en cualquier otra cosa, que las diferencias
pierden su significado, porque quedan obsoletas, cubiertas, por decirlo así,
por la corriente histórica en el momento mismo en que nacen. Desde este punto
de vista, el liberalismo y el conservadurismo se presentan como filosofías
políticas correspondientes a la mucho más general y amplia filosofía de la
historia del siglo XIX. En su forma y contenido son la expresión política de la
conciencia histórica de la última etapa de la era moderna. Su incapacidad para
distinguir entre proceso o retroceso —teóricamente justificada por los
conceptos de historia y de proceso— da testimonio de una época en que ciertas
nociones, muy nítidas parca los siglos pasados, empezaron a perder su claridad
y verosimilitud, porque perdieron su sentido en la realidad política pública,
aunque sin perder del todo su importancia.
La segunda y más reciente teoría que contiene un desafío
implícito a la importancia de hacer distinciones, en especial en las ciencias
sociales, es la funcionalización casi universal de todos los conceptos e ideas.
Aquí, como en el ejemplo antes citado, el liberalismo y el conservadurismo no
se diferencian ni por su método ni por su punto de vista ni por su enfoque,
sino sólo por el énfasis y la evaluación. Un ejemplo adecuado es la convicción,
muy difundida en el mundo libre de hoy, de que el comunismo es una nueva
“religión”, a pesar de su ateísmo confeso, porque social, psicológica y
“emocionalmente” cumple la misma función tradicional que cumplía, y aún cumple
en el mundo libre, la religión tradicional. La preocupación de las ciencias
sociales no está en lo que sea el bolchevismo como ideología o como forma de
gobierno, ni en lo que sus portavoces tengan que decir por sí mismos; no es ése
el interés de las ciencias sociales y muchos de sus representantes creen que
pueden pasar sin el estudio de lo que las ciencias históricas llaman las
fuentes mismas. Sólo se preocupan por las funciones, y todo lo que cumple la
misma función, según este criterio, puede llevar el mismo nombre. Es como si yo
tuviera el derecho de llamar martillo al tacón de mi zapato porque, como la
mayoría de las mujeres, lo uso para clavar los clavos en la pared.
Es evidente que se pueden extraer conclusiones diversas de
esas ecuaciones. Por ejemplo, sería una característica del conservadurismo
insistir en que, después de todo, un tacón no es un martillo y en que, no
obstante, el uso del tacón como sustituto del martillo prueba que los martillos
son indispensables. En otras palabras, en el hecho de que el ateísmo pueda
cumplir las mismas funciones que la religión encontrará la mejor prueba de que
la religión es necesaria y recomendará la vuelta a la verdadera religión como
la única manera de contener una “herejía”. Es un argumento débil, por supuesto;
si no fuera más que asunto de función y de cómo se comporta una cosa, los
adherentes a la “religión falsa” podrían defender su uso del tacón como
martillo como yo lo hago con el mío, que tampoco funciona tan mal. Por el contrario,
los liberales consideran el mismo fenómeno como un mal caso de traición a la
causa del secularismo y creen que sólo el “verdadero secularismo” puede
curarnos de la influencia perniciosa tanto de la religión falsa como de la
verdadera en la política. Pero estas recomendaciones opuestas que se dirigen a
la sociedad libre para que vuelva a la verdadera religión y se haga más
religiosa, o se quite de encima la religión institucional (sobre todo la
católica romana, con su desafío constante al secularismo), apenas sí logra
ocultar el acuerdo de los contrincantes en un único punto: todo lo que cumple
la función de una religión es una religión.
El mismo argumento se usa con frecuencia con respecto a la
autoridad: si la violencia cumple la misma función que la autoridad —es decir,
hacer que la gente obedezca—, la violencia es autoridad. Una vez más, nos
encontramos con los que aconsejan una vuelta a la autoridad porque piensan que
sólo si se vuelve a introducir la relación orden-obediencia se pueden
solucionar los problemas de una sociedad de masas, y los que creen que una
sociedad de masas se puede gobernar por sí misma, como cualquier otro cuerpo
social. También están de acuerdo las dos posiciones en el único punto esencial:
la autoridad es lo que logra la obediencia de la gente. Todos los que llaman
“autoritarios” a los modernos dictadores o confunden al totalitarismo con una
estructura autoritaria, implícitamente igualan violencia y autoridad, y esto
incluye a los conservadores, que explican el nacimiento de las dictaduras en
nuestro siglo por la necesidad de encontrar un sustituto a la autoridad. El punto medular del argumento es siempre el
mismo: todo está relacionado con un contexto funcional y se toma el uso de la
violencia para demostrar que ninguna sociedad puede existir si no es dentro de
un marco autoritario.
Los peligros de estas ecuaciones, tal como yo las veo, no
sólo residen en la confusión de temas políticos y en el desvanecimiento de las líneas
diferenciadoras que separan el totalitarismo de todas las otras formas de
gobierno. No creo que el ateísmo sea un sustituto de la religión ni que pueda
cumplir el mismo papel que ella, así como tampoco creo que la violencia pueda
convertirse en un sustituto de la autoridad. Pero si seguimos las
recomendaciones de los conservadores, que en este momento particular tienen una
chance bastante buena de que les escuchen, casi estoy convencida de que no
encontraremos difícil producir esos sustitutos, de que recurriremos a la
violencia y pretenderemos que se ha restaurado la autoridad, o que nuestro
descubrimiento de la utilidad funcional de la religión producirá un sustituto
de la religión, como si nuestra civilización no estuviera ya repleta de
sucedáneos y tonterías de toda clase.
Comparadas con estas teorías, las distinciones entre los
sistemas tiránico, autoritario y totalitario que he propuesto son ahistóricas,
si se entiende por historia no el espacio histórico en que aparecieron ciertas
formas de gobierno como entidades reconocibles, sino el proceso histórico en
que todo se convierte siempre en alguna otra cosa; y son antifuncionales en la
medida en que se considera al contenido del fenómeno determinante tanto de la
naturaleza del cuerpo político como de su función en la sociedad, y no a la
inversa. Para decirlo en términos políticos, tienen la tendencia a asumir que
en el mundo moderno la autoridad casi se ha desvanecido por completo, tanto en
los llamados sistemas autoritarios como en el mundo libre, y que la libertad
—es decir, la libertad de movimiento de los seres humanos— está amenazada en
todas partes, incluso en las sociedades libres, pero abolida de raíz sólo en
los sistemas totalitarios y no en las tiranías ni dictaduras.
A la luz de esta situación presente, planteo las siguientes preguntas: ¿cuáles fueron las experiencias políticas que correspondían al concepto de autoridad y de cuál de ellas nació este último? ¿Es verdad que la afirmación platónico-aristotélica de que toda comunidad bien ordenada se compone de los que gobiernan y los que son gobernados fue siempre válida antes de la era moderna? O, para formularlo de otra manera, ¿qué tipo de mundo llegó a su fin después que la época moderna no sólo desafiara una u otra forma de autoridad en distintas esferas de la vida, sino provocara que todo el concepto de autoridad pierda por completo su validez?
2
La autoridad como factor único, si no el decisivo, de las
comunidades humanas no siempre existió, aunque tiene tras de sí una larga
historia y las experiencias en las que se basa este concepto no están
necesariamente presentes en todas las entidades políticas. El vocablo y el
concepto son de origen romano. Ni la lengua griega ni las variadas experiencias
políticas de la historia griega muestran un conocimiento de la autoridad y del
tipo de gobierno que ella implica. Esto
se expresa con toda claridad en la filosofía de Platón y Aristóteles que, de
maneras muy diferentes pero desde las mismas experiencias políticas, trataron
de introducir algo semejante a la autoridad en la vida pública de la pólis
griega.
Existían dos tipos de gobierno en los que se podían inspirar
y de los que extrajeron su filosofía política; uno les era conocido del campo
político público y el otro gracias a la esfera privada de la casa y la vida
familiar griegas. En la pólis, el gobierno absolutista era conocido como
tiranía y las características principales del tirano eran que gobernaba por la
violencia pura, que debía ser protegido del pueblo por un cuerpo de guardia, y
que se empeñaba en que sus súbditos se dedicaran a sus propios asuntos y le dejaran
a él la atención del Estado. Para la opinión pública griega, esta última
característica significaba que el tirano destruía todo el ámbito público de la
pólis —“una pólis que pertenece a un único hombre no es una pólis”— y, por tanto, privaba a los ciudadanos de esa
facultad política que, intuían ellos, era la esencia misma de la libertad. Otra
experiencia política de la necesidad de mando y obediencia podría haberse
originado en la guerra donde el peligro y la necesidad de adoptar y llevar
adelante las decisiones con rapidez parece ser un motivo inherente para
establecer la autoridad. Sin embargo, ninguno de esos modelos políticos podía
servir para ese objetivo. El tirano, para Platón como para Aristóteles, seguía
siendo un “lobo con forma humana”, y el comandante militar estaba demasiado
evidentemente conectado con una emergencia temporal como para servir de modelo
de una institución permanente.
Por esta falta de una experiencia política válida en que
pudiera basarse una reivindicación del gobierno autoritario, tanto Platón como
Aristóteles, si bien de maneras muy diferentes, tuvieron que basarse en
ejemplos de relaciones humanas tomados del gobierno doméstico y de la vida
familiar de Grecia, donde el jefe de familia hacía las veces de “déspota”, con
un dominio indiscutido sobre los miembros de su familia y los esclavos de la
casa. El déspota, a diferencia del rey, el βασιλενς [basilens], que había sido
el principal de los jefes de familia y, como tal, primus inter pares, por
definición tenía el poder de reprimir. Pero esta característica misma era la
que hacía al déspota poco adecuado para objetivos políticos; su poder de
reprimir era incompatible no sólo con la libertad de los demás sino también con
su propia libertad. Donde él gobernaba sólo había una relación: la de amo y
esclavos. Y el amo, según la opinión griega generalizada (que aún tenía la
dicha de ignorar la dialéctica hegeliana), no era libre cuando se movía entre
sus esclavos; su libertad consistía en su capacidad de abandonar el ámbito de la
casa y desempeñarse entre sus pares, los hombres libres. Por tanto, ni el
déspota ni el tirano —el uno porque se movía entre esclavos y el otro entre
súbditos— podían ser llamados hombres libres.
La autoridad implica una obediencia en la que los hombres
conservan su libertad, y Platón esperaba haber hallado tal obediencia cuando,
en su vejez, confirió a las leyes la cualidad que las convierte en gobernantes
indiscutibles de todo el campo público. Los hombres podían tener al menos la
ilusión de ser libres, si no dependían de otros hombres. Sin embargo, el
gobierno de esas leyes se interpretaba en una forma de evidente despotismo, más
que autoritarismo, cuyo signo más claro es el hecho de que Platón se viera
obligado a hablar de ellas en términos de asuntos domésticos y no en términos
políticos, para decir —quizá como una paráfrasis del verso en que Píndaro
afirma “la ley es reina de todas las
cosas”— que “la ley es el déspota de los gobernantes, y los gobernantes son los
esclavos de la ley”. En Platón, el
despotismo que se originaba en la casa, y su destrucción concomitante del
ámbito político tal como lo entendía la Antigüedad, se mantuvo como una utopía.
Pero es interesante señalar que cuando la destrucción se hizo una realidad en
los últimos siglos del Imperio Romano, el cambio se introdujo aplicando al
gobierno público el vocablo “dominus”, que en Roma (donde la familia también
estaba “organizada como una monarquía”)
tenía el mismo significado que la palabra griega “déspota”. Calígula
fuel el primer emperador romano que consintió en que lo llamaran dominus, es
decir, que se le aplicara un nombre “que Augusto y Tiberio habían rechazado
como si fuera una maldición y una injuria”,
precisamente porque implicaba un despotismo desconocido en el campo
político, aunque demasiado familiar en el ámbito privado de la casa.
Las filosofías políticas de Platón y Aristóteles dominaron
todo el pensamiento político siguiente, incluso cuando sus conceptos se
superpusieron a experiencias políticas tan distintas como las de los romanos.
Si queremos comprender no sólo las experiencias políticas concretas que
subyacen tras el concepto de autoridad —que, al menos en su aspecto positivo,
es exclusivamente romano—, sino también la autoridad tal como los propios
romanos ya la entendieron en términos teóricos y la convirtieron en parte de la
tradición política de Occidente, tendremos que ocuparnos con brevedad de esos
rasgos de la filosofía política griega que influyeron tan decisivamente para
darle forma.
El pensamiento griego se acercó al concepto de autoridad, más que en ningún otro texto en La república de Platón, (…)
(…..)
3
(….)
Los grandiosos esfuerzos de la filosofía griega para
encontrar un concepto de autoridad que evitara el deterioro de la pólis y
salvaguardara la vida del filósofo zozobraron en un escollo: el hecho de que en
el campo de la vida política griega no había conciencia de una autoridad basada
en la experiencia política inmediata. Por tanto, todos los prototipos que
dieron a las generaciones siguientes la pauta para comprender el contenido de
la autoridad salieron de experiencias específicamente no políticas, surgieron
de la esfera del “hacer” y de las artes, donde tiene que haber expertos y donde
el carácter de idoneidad es el criterio supremo, o de la comunidad de los
hogares privados. Justamente es en este aspecto determinado en términos
políticos donde la filosofía de la escuela socrática produjo su mayor impacto
sobre nuestra tradición. Aún hasta hoy creemos que Aristóteles definió al
hombre en primer lugar como un ser político dotado de habla o razón, cosa que
él sólo afirmó en un contexto político, o que Platón expuso el significado
original de su doctrina de las ideas en La república, aunque por el contrario
allí lo cambió por razones políticas. A pesar de la grandeza de la filosofía
política griega, se puede poner en duda que hubiese logrado perder su inherente
carácter utópico si los romanos, en su infatigable búsqueda de la tradición y
la autoridad, no se hubieran decidido a hacerse cargo de esa filosofía y a
reconocerla como la autoridad máxima en todos los asuntos de teoría y
pensamiento. Pero fueron capaces de llevar a cabo esta integración sólo porque
tanto la autoridad como la tradición ya habían desempeñado un papel decisivo en
la vida política de la República romana.
4
En el corazón de la política romana, desde el principio de
la República hasta casi el fin de la época imperial, se alza la convicción del
carácter sacro de la fundación, en el sentido de que una vez que algo se ha
fundado conserva su validez para todas las generaciones futuras. El compromiso
político significa ante todo la custodia de la fundación de la ciudad de Roma.
Por esta razón, los romanos no tenían la capacidad de repetir la fundación de
su primera pólis al asentar una nueva colonia, pero podían añadirla a la
fundación original hasta que toda Italia y, por último, todo el mundo
occidental quedaron unidos y administrados por Roma, como si todo el mundo no
fuera más que una provincia de Roma. Desde el principio hasta al fin, los
romanos están ligados al emplazamiento específico de esta única ciudad y, a
diferencia de los griegos, no podían decir en épocas difíciles o de
superpoblación: “Ve y funda una nueva ciudad, porque estés donde estés siempre
tendrás una pólis”. No fueron los griegos sino los romanos los que de veras
echaron raíces en la tierra, y la palabra “patria” deriva todo su significado
de la historia romana. La fundación de una nueva institución política —para los
griegos una experiencia casi trivial— se convirtió para los romanos en el hecho
angular, decisivo e irrepetible de toda su historia, en un acontecimiento
único. Y las divinidades más hondamente romanas era Jano, el dios del comienzo
con el que, por así decirlo, aún empezamos nuestro año, y Minerva, la diosa de
la memoria.
La fundación de Roma —“tanta molis erat Romanam condere
gentem” (“tan ardua empresa era fundar el linaje romano”), tal como Virgilio
resume en la Eneida el tema siempre presente de su obra, que todos esos
vagabundeos y sufrimientos pasados llegan al fin y alcanzan su objetivo “dum
conderet urbem” (“en que pueda fundar la ciudad”)—, esa fundación y la
experiencia tan poco griega de la santidad de la casa y el hogar, como si el
espíritu de Héctor, hablando en términos homéricos, hubiera sobrevivido a la
caída de Troya y hubiera resucitado en suelo itálico, forman el contenido
hondamente político de la religión romana. En contraste con Grecia, donde la
piedad dependía de la inmediata presencia revelada de los dioses, en Roma la
religión significaba, de manera literal, re-ligare, es decir, volver a estar atado, obligado por
el enorme y casi sobrehumano, y por consiguiente siempre legendario, esfuerzo
de poner los cimientos, de colocar la piedra fundamental, de fundar para la
eternidad. Ser religioso implica estar
unido al pasado, y Livio, el gran cronista de los hechos pasados, podía decir:
“Mihi vetustas res scribenti nescio quo pacto antiquus fit animus et quaedam
religió tenet” (“Al referir estos hechos antiguos, no sé a través de qué
conexión mi mente envejece ni por qué [me] posee cierta religio”). Era así como la actividad religiosa y la política podían
considerarse casi idénticas y Cicerón estaba en condiciones de decir: “En
ningún otro campo la excelencia humana se acerca tanto a la virtud de los
dioses (numen) como lo hace en la fundación de comunidades nuevas y en la
conservación de las ya fundadas”. El
poder vinculante de la fundación misma era religioso, porque la ciudad también
ofrecía a los dioses del pueblo un hogar estable, cosa en la que también se
diferenciaban los romanos de Grecia, cuyos dioses protegían las ciudades de los
mortales y a veces habitaban en ellas, aunque tenían su propia morada muy por
encima de los hombres, en la cumbre del monte Olimpo.
En este contexto aparecieron, en su origen, la palabra y el
concepto de autoridad. El sustantivo auctoritas deriva del verbo augere,
“aumentar”, y lo que la autoridad o los que tienen autoridad aumentan
constantemente es la fundación. Los investidos de autoridad eran los ancianos,
el Senado o los patres, que la habían obtenido por su ascendencia y por
transmisión (tradición) de quienes habían puesto los cimientos de todas las
cosas posteriores, de los antepasados, a quienes por eso los romanos llamaban
maiores. La autoridad de los vivos era siempre derivada, dependía de los
“auctores imperii Romani conditoresque”, como lo dijo Plinio, es decir, de la
autoridad de los fundadores que ya no estaban entre los vivos. La autoridad, a
diferencia del poder (potestas), tenía sus raíces en el pasado, pero en la vida
real de la ciudad ese pasado no estaba menos presente que el poder y la fuerza
de los vivos. Ennio lo expresó diciendo: “Moribus antiquis res stat Romana
virisque” (“lo romano se asienta en las costumbres y el vigor antiguos”).
Para comprender de un modo más concreto lo que significaba
estar revestido de autoridad, quizá sea útil advertir que la palabra auctores
se podía usar como el opuesto exacto de artifices, los que en realidad construyen y
fabrican, y esto es precisamente por qué la palabra “auctor”
significa lo mismo que nuestra voz “autor”. Plinio pregunta con respecto a un
nuevo teatro: “¿A quién habrá que admirar más, al constructor o al autor, al
inventor o a la invención?” En ambos casos, la respuesta es al segundo. En este
caso el autor no es el constructor sino el que inspiró toda la empresa y cuyo
espíritu, mucho más que el espíritu del constructor concreto, está representado
en el edificio mismo. A diferencia del artifex, que sólo lo ha hecho, el auctor
es el verdadero “autor” del edificio, o sea su fundador; con esa construcción
se convierte en un “aumentador” de la ciudad.
Sin embargo, la relación existente entre auctor y artifex de
ningún modo es la relación (platónica) existente entre el amo que da órdenes y
el sirviente que las ejecuta. La característica más destacada de los que están
investidos de autoridad es que no tienen poder. “Cum potestas in populo
auctoritas in senatu sit”, “aunque el poder está en el pueblo, la autoridad
corresponde al Senado”. Puesto que la
“autoridad”, el aumento que el Senado debe añadir a las decisiones políticas,
no es poder, nos parece que se trata de algo curiosamente evasivo e intangible,
que en este aspecto tiene cierta similitud con la rama judicial del gobierno de
la que habla Montesquieu, un poder al que llamó “en quelque facon nulle” (“en
cierto sentido nulo”) y que sin embargo, constituye la autoridad suprema en los
gobiernos constitucionales. Mommsen lo
definía como “más que una opinión y menos que una orden, una opinión que no se
puede ignorar sin correr un peligro”, por lo que se asume que “la voluntad y
las acciones del pueblo, como las de los niños, están expuestas al error y a
las equivocaciones y por tanto necesitan el ‘aumento’ y la confirmación que les
dan los consejos de los ancianos”. El
carácter autoritario del “aumento” de los ancianos reside en que se trata de
una simple recomendación, que no necesita ni la forma de una orden ni de una
coacción externa para hacerse oír.
La fuerza vinculante de esta autoridad está conectada muy
estrechamente con la fuerza religiosamente vinculante de los auspices, que, a
diferencia del oráculo griego, no se refieren al curso objetivo de los
acontecimientos futuros sino que revelan sólo la aprobación o desaprobación
divina de las decisiones adoptadas por los hombres. También los dioses tienen autoridad entre los
hombres, más que poder sobre ellos; las divinidades “aumentan” y confirman las
acciones humanas, pero no las guían. Y así como “todos los auspices se remontaban
a la gran señal por la que los dioses confirieron a Rómulo la autoridad para
fundar la ciudad”, de igual modo toda
autoridad se deriva de esa fundación pues relaciona cada acto con ese comienzo
sagrado de la historia romana, y añade, por decirlo así, a cada momento todo el
peso del pasado. La gravitas, capacidad para sobrellevar esa carga, se
convirtió en el rasgo sobresaliente del carácter romano, así como el Senado,
representación de la autoridad en la República, pudo funcionar —según palabras
de Plutarco en la Vida de Licurgo— como un “peso central, como el lastre en un
barco, que siempre mantiene las cosas en un justo equilibrio”.
Fue así que los precedentes, las acciones de los antepasados
y la costumbre que generaron, siempre fueron vinculantes. Todo lo que ocurría se transformaba en
ejemplo, y la auctoritas maiorum pasó a ser lo mismo que los modelos aceptados
para el comportamiento cotidiano, que el propio parámetro de moral política.
También por esto la vejez, distinta de la simple edad madura, constituía para
los romanos la verdadera culminación de la vida humana, no tanto por la
sabiduría y experiencia acumuladas sino más bien porque el hombre anciano se
acercaba más a los antepasados y a tiempos pretéritos. Al contrario de nuestro
concepto de crecimiento que coloca el proceso en el futuro, los romanos
consideran que el crecimiento se dirigía hacia el pasado. Si se quiere
relacionar esta actitud con el orden jerárquico establecido por la autoridad y
visualizar esta jerarquía en la imagen familiar de la pirámide, es como si el vértice
de la pirámide no se proyectara hasta la altura de un cielo en la tierra (o,
como dicen los cristianos, más allá de la de ella), sino hasta las honduras de
un pasado terrenal.
En este contexto sobre todo político, la tradición
santificaba el pasado. La tradición conservaba el pasado al transmitir de una
generación a otra el testimonio de los antepasados, de los que habían sido
testigos y protagonistas de la fundación sacra y después la habían aumentado
con su autoridad a lo largo de los siglos. En la medida en que esa tradición no
se interrumpiera, la autoridad se mantenía inviolada; y era inconcebible actuar
sin autoridad ni tradición, sin normas y modelos aceptados y consagrados por el
tiempo, sin la ayuda de la sabiduría de los padres fundadores. El concepto de
una tradición espiritual y de una autoridad en temas de pensamiento y de ideas
se deriva aquí del campo político y es por consiguiente derivada en esencia,
tal como la concepción platónica del papel de la razón y de las ideas en
política se derivó del campo filosófico y resultó derivada en el ámbito de los
asuntos humanos. Pero el hecho de mayor importancia histórica es que los
romanos creían que necesitaban padres fundadores y ejemplos revestidos de
autoridad también en el campo del pensamiento y de las ideas y aceptaron a los
grandes “antepasados” griegos como sus autoridades en la teoría, la filosofía y
la poesía. Los grandes autores griegos se convirtieron en autoridades entre los
romanos, no entre los griegos. Platón y otros antes y después de él llamaron a
Homero “educador de toda la Hélade”, algo inconcebible en Roma, donde ningún
filósofo habría osado “levantar la mano contra su padre [espiritual]”, como
dijo Platón de sí mismo (en El sofista) cuando rompió con las enseñanzas de
Parménides.
Del mismo modo en que el carácter derivado de la aplicabilidad de las ideas a
la política no impidió que el pensamiento político platónico se convirtiera en
el origen de la teoría política occidental, así tampoco el carácter
derivado de la autoridad y de la tradición en asuntos espirituales impidió que
ambas, durante la mayor parte de nuestra historia, se convirtieran en los
rasgos dominantes del pensamiento filosófico occidental. En los dos casos, el
origen político y las experiencias políticas que están en la base de las
teorías se olvidaron, se olvidó el conflicto original entre la política y la
filosofía, entre el ciudadano y el filósofo, y también se olvidó la experiencia
de la fundación en la que tuvo su fuente legítima la trinidad romana de
religión, autoridad y tradición. El vigor de esa trinidad está en la fuerza
vinculante de un principio investido de autoridad, al que los hombres están
atados por lazos “religiosos” a través de la tradición. La trinidad romana no
sólo sobrevivió a la transformación de la República en Imperio, sino que se
impuso en todos los puntos en que la pax romana estableció la civilización
occidental sobre cimientos propios.
La extraordinaria fortaleza y la perdurabilidad de ese
espíritu romano —o la extraordinaria vigencia del principio de fundación para
la creación de entidades políticas— pasaron por una prueba decisiva y salieron
airosas de manera notable después de la caída del Imperio Romano, cuando la
herencia política y espiritual de Roma pasó a la Iglesia cristiana. Al enfrentarse con esa tarea tan mundana, la
Iglesia se convirtió en “romana” y se adaptó de una manera tan completa al
pensamiento romano en asuntos de política que hizo de la muerte y resurrección
de Cristo la piedra fundamental de una nueva fundación, y sobre ella construyó
una nueva institución humana de tremenda perdurabilidad. Por eso, después de
que Constantino el Grande recurriera a la Iglesia con el objeto de obtener para
su declinante Imperio la protección del “Dios más poderoso”, la Iglesia pudo
por fin dejar de lado las tendencias antipolíticas y antiinstitucionales de la
fe cristiana, que tantos problemas habían causado en los primeros siglos, que
son tan evidentes en el Nuevo Testamento y en los primeros textos cristianos y
que, al parecer, eran insuperables. La victoria del espíritu romano es, en
realidad, casi un milagro; en cualquier caso, sólo ello permitió que la Iglesia
“ofreciera a sus miembros el sentido de ciudadanía que ya no podían ofrecerles
ni Roma ni los municipios”. No obstante,
tal como la politización platónica de las ideas cambió la filosofía occidental
y determinó el concepto filosófico de razón, de igual manera la politización de
la Iglesia cambió la religión cristiana. La base de la Iglesia como comunidad
de creyentes y como institución pública dejó de ser la fe cristiana en la
resurrección (aunque esta fe siguió siendo su contenido) ni la obediencia de
los hebreos a la ley de Dios, sino el testimonio de la vida, del nacimiento,
muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, como un evento registrado por la
historia. Por haber sido testigos de ese
acontecimiento, los apóstoles se convirtieron en los “padres fundadores” de la
Iglesia, de quienes derivaría su propia autoridad transmitiendo ese testimonio
a modo de tradición de una generación a otra. Sólo cuando esto ocurrió, estamos
tentados de decir, la fe cristiana se convirtió en una “religión” no únicamente
en el sentido poscristiano sino también en el antiguo; en todo caso, sólo
entonces el mundo entero —a diferencia de unos simples grupos de creyentes, por
muy grandes que fueran— pudo volverse cristiano. El espíritu romano pudo
sobrevivir a la catástrofe del Imperio porque sus enemigos más poderosos —los
que, por así decirlo, tras arrojar una maldición sobre todo el campo de los
asuntos públicos mundanales habían jurado que vivirían apartados— descubrieron
en su propia fe algo que también podía entenderse como un acontecimiento
terrenal y transformarse en un nuevo comienzo mundano con el que el mundo podía
reconectarse nuevamente (religare), en una curiosa mezcla de nuevo y antiguo
respeto religioso. Esta transformación fue, en gran medida, la que cumplió
Agustín, el único gran filósofo que tuvieron los romanos. El fundamento de su
filosofía —“Sedis animi est in memoria” (“la sede de la mente está en la
memoria”)— es precisamente esa articulación conceptual de la específica
experiencia romana, que los propios romanos jamás llevaron adelante, abrumados
como estaban por la filosofía y los conceptos griegos.
Gracias a que la fundación de la ciudad de Roma se repitió
en la fundación de la Iglesia católica —aunque, por supuesto, con un contenido
radicalmente distinto—, la era cristiana se apoderó de aquella trinidad romana
de religión, autoridad y tradición. El signo más notorio de esta continuidad
quizá sea el hecho de que la Iglesia, al embarcarse en su gran trayecto
político del siglo V, adoptó de inmediato la distinción establecida por los
romanos entre autoridad y poder, al tiempo que reclamaba para sí la antigua
autoridad del Senado y dejaba el poder —que en el Imperio Romano ya no estaba
en manos del pueblo sino monopolizado por la familia imperial— a los príncipes
terrenales. A fines del siglo V, el papa Gelasio I escribía al emperador
Anastasio I: “Dos son las cosas por las que se gobierna sobre todo este
mundo: la sagrada autoridad de los papas
y el poder real”. El resultado de la
continuidad del espíritu romano en la historia de Occidente fue doble. De una
parte, el milagro de permanencia se repitió una vez más; en el marco de nuestra
historia, la durabilidad y continuidad de la Iglesia como institución pública
sólo es comparable con los mil años de historia romana antigua. Por otra parte,
la separación entre Iglesia y Estado, lejos de significar de modo inequívoco
una secularización del campo político y, por tanto, su ascenso a la dignidad
del período clásico, en realidad implicó que, por primera vez desde la época de
los romanos, la política había perdido su autoridad y con ella el elemento que,
al menos en la historia occidental, había dado a las estructuras políticas su
durabilidad, continuidad y permanencia.
Es verdad que el pensamiento político romano ya desde fecha
muy temprana usó los conceptos platónicos para comprender e interpretar las
específicas experiencias políticas romanas. Con todo parece como si sólo en la
era cristiana hubieran desarrollado toda su eficacia política los invisibles
patrones de medida espirituales de Platón, con los cuales se medían y juzgaban
los asuntos humanos concretos. Precisamente esas partes de la doctrina
cristiana que podrían haber encontrado grandes dificultades para asimilarse o
adecuarse a la estructura política romana —es decir, las verdades y los
mandamientos revelados por una autoridad de verdadero carácter trascendente
que, a diferencia de la de Platón, no se extendía por encima sino más allá del
ámbito terrenal— pudieron integrarse en la leyenda de la fundación romana a
través de Platón. La revelación divina podía interpretarse ahora políticamente
como si las normas de la conducta humana y el principio de la comunidad
política, anticipados por Platón de manera intuitiva, se hubieran revelado por
fin en forma directa, de modo que, en palabras de un platónico moderno,
pareciera como si la temprana orientación de Platón “hacia la medida invisible
se confirmara a través de la revelación de la medida misma”. En tanto que incorporó la filosofía griega en
la estructura de sus doctrinas y dogmas de fe, la Iglesia católica hizo una amalgama del concepto político que
los romanos tenían de la autoridad, cuya base inevitable era un comienzo, una
fundación en el pasado, y la noción griega de medidas y reglas trascendentes.
Las normas generales y trascendentes, a partir de las cuales podía normarse lo
particular y lo inmanente, se requerían ahora para cualquier orden político;
eran necesarias unas reglas morales que rigieran el comportamiento de
relacionamiento entre los humanos y unas medidas racionales que sirvieran de
guía para todo juicio individual. Pocas cosas pudo haber que terminaran
afirmándose con mayor autoridad y consecuencias de mayor alcance que esa
amalgama misma.
Desde entonces se ha visto —y el hecho habla de la
estabilidad de la amalgama— que cada vez que se dudaba de uno de los elementos
de la trinidad romana, religión, autoridad o tradición, o se lo eliminaba, los
dos restantes ya no estaban firmes. Fue, pues, un error por parte de Lutero
pensar que ese desafío a la autoridad temporal de la Iglesia y su apelación al
juicio individual y no guiado podía dejar intactas la tradición y la religión.
También se equivocaron Hobbes y los teóricos políticos del siglo XVII al
suponer que la autoridad y la religión se podían salvar sin la tradición. Por
último, también fue un desacierto el de los humanistas que pensaron que sería
posible mantenerse dentro de una tradición intacta de la civilización
occidental sin religión y sin autoridad.
5
La consecuencia política más importante de la amalgama de
instituciones políticas romanas e ideas filosóficas griegas fue la de permitir
a la Iglesia que interpretara las bastante vagas y conflictivas nociones del
primer cristianismo acerca de la vida en el más allá a la luz de los mitos
políticos platónicos, con lo que elevaba a la categoría de dogma de fe un
elaborado sistema de premios y castigos para las buenas y las malas obras que
no encontraban la retribución justa en la tierra. Esto no se produjo antes del
siglo V, cuando se declararon heréticas las primeras enseñanzas acerca de la
redención de todos los pecadores, incluido el propio Satanás (como enseñaba
Orígenes y aún sostenía Gregorio de Nicea), y la interpretación espiritualista
de las torturas del infierno como tormentos de la conciencia (cosa que también
enseñaba Orígenes), pero coincidió con la caída de Roma, la desaparición de un
orden secular firme, la gestión de los asuntos seculares por parte de la
Iglesia y el surgimiento del papado como poder temporal. Las nociones populares
y literarias sobre un más allá con premios y castigos estuvieron, por supuesto,
tan diseminadas como lo habían estado en toda la Antigüedad , pero la versión
cristiana original de esas creencias, coherente con las “buenas nuevas” y la
redención del pecado, no era una amenaza de castigo eterno y sufrimiento
perpetuo sino, por el contrario, el descensus ad inferos, la misión de Cristo
en el mundo subterráneo donde pasó los tres días que mediaron entre su muerte y
su resurrección para terminar con el infierno, derrotar a Satanás y liberar a
las almas de los pecadores muertos, como lo había hecho con las almas de los
vivos, de la muerte y el castigo.
Nos resulta algo difícil medir con exactitud el origen
político, no religioso, de la doctrina del infierno, porque, en su versión
platónica, la Iglesia la introdujo muy temprano en el cuerpo de sus dogmas de
fe. (…)
(…..)
6
Sin embargo, hay algo que llama muchísimo la atención en
este contexto: mientras todos los modelos, prototipos y ejemplos de relaciones
autoritarias —el del hombre de Estado como sanador y médico, como experto, como
piloto, como el amo que sabe, como educador, como sabio—, todos ellos de origen
griego, se conservaron fielmente y se articularon después hasta convertirse en
trivialidades vacías, la única experiencia política que aportó la autoridad
como palabra, concepto y realidad a nuestra historia —la experiencia romana de la
fundación— parece haberse perdido y olvidado por completo. Esto ocurrió hasta
tal punto que, en el momento en que empezamos a hablar y pensar sobre
autoridad, que después de todo es uno de los conceptos centrales del
pensamiento político, es como si quedáramos atrapados en un embrollo de
abstracciones, metáforas y figuras retóricas en las que todo se puede tomar por
otra cosa o confundir con ella, porque ni en la historia ni en la vida
cotidiana tenemos una realidad a la que todos podamos apelar unánimemente.
Entre otras cosas, esto indica lo que también se podría probar de otra manera,
a saber, que los conceptos griegos, una vez santificados por los romanos a
través de la tradición y la autoridad, simplemente eliminaron de la conciencia
histórica todas las experiencias políticas que no podían entrar en su marco.
Sin embargo, este juicio no es del todo verdadero. En
nuestra historia política existe un tipo de acontecimiento para el que la idea
de fundación es decisiva y en nuestra historia del pensamiento hay un pensador
político en cuyo trabajo el concepto de fundación es central, si no supremo.
Los acontecimientos a los que aludimos son las revoluciones de la época moderna
y el pensador es Maquiavelo, quien se situaba en el umbral de esta época y,
aunque jamás utilizó la palabra, fue el primero en concebir una revolución.
(…..)
* Hannah Arendt, "¿Qué es la autoridad?". En:
Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. [1968]
Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 101-153. Traducción de Ana Luisa
Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla (junio 2019)
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