Por Iván Illich*
Nuestra sociedad se asemeja a la máquina
definitiva que vi una vez en una tienda de juguetes en Nueva York. Era un cofre
metálico que se abría de golpe, al tocar un interruptor, solo para mostrar un
puño mecánico. Seguidamente unos dedos cromados alcanzaban la tapa, la jalaban
hacia abajo y la cerraban por dentro. Era una caja, uno esperaba poder sacar
algo de ella, pero todo lo que contenía era un mecanismo para cerrar la tapa.
Este dispositivo es lo opuesto de la “caja” de Pandora.
Para comprender lo que esto significa debemos
redescubrir la distinción entre esperanza y expectativa. En su acepción fuerte,
la esperanza significa confiar profundamente en la bondad de la naturaleza,
mientras que la expectativa, en el sentido que le daré aquí, significa depender
de los resultados que el hombre planifica y controla. La esperanza sitúa el
deseo en una persona de quien esperamos un don. La expectativa ansía la satisfacción
a partir de un proceso previsible que producirá aquello que tenemos derecho a
demandar. Hoy la atmósfera prometeica ha
eclipsado a la esperanza. La sobrevivencia de la humanidad depende de su
redescubrimiento como fuerza social.
Los griegos contaron la historia de dos
hermanos, Prometeo y Epimeteo. El primero advirtió al segundo que deje a
Pandora sola. En vez de ello, éste se casó con ella. En la Grecia clásica el nombre de
“Epimeteo”, que quiere decir “retrospección”,
era interpretado como “lerdo” o “tonto”. Para cuando Hesíodo relató la
historia en su forma clásica, los griegos se habían vuelto unos patriarcas
moralistas y misóginos que entraban en pánico ante la mera idea de una mujer.
Ellos edificaron una sociedad racional y autoritaria. Los hombres crearon
instituciones a través de las cuales planeaban lidiar con los males esparcidos.
Se dieron cuenta de su poder para diseñar el mundo y hacerle producir servicios
que también aprendieron a necesitar. Querían que sus propias necesidades y las
futuras demandas de sus hijos fueran moldeadas
por sus artefactos. Se volvieron legisladores, arquitectos y autores,
los diseñadores de constituciones, ciudades y obras de arte que habrían de
servir como ejemplos para sus descendientes. El hombre primitivo había
dependido de su participación en los mitos y ritos sagrados que iniciaban a los
individuos en la tradición oral de su sociedad, pero los miembros de la Grecia clásica reconocían
como hombres plenos únicamente a los ciudadanos que se dejaban preparar mediante
la paideia (educación) para encajar
adecuadamente en las instituciones que sus mayores habían planeado.
El mito cambiante refleja la transición desde
un mundo en que se interpretaban los
sueños a otro en que se realizaban
oráculos. Desde tiempos inmemoriales, la Diosa Tierra había
sido adorada en la pendiente del Monte Parnaso, que era el centro y ombligo de la Tierra. Allí mismo,
en Delfos (de delphys, el útero),
dormía Gaia, la hermana de Caos y Eros. Su hijo, Pitón el dragón, vigilaba sus
sueños inocentes iluminados por la luna hasta que el dios sol Apolo, el
arquitecto de Troya, despuntó del Este, mató al dragón y se adueñó de la cueva
de Gaia. Sus sacerdotes se apropiaron del templo de ésta. Utilizaron a una
muchacha del lugar, la sentaron sobre un trípode encima del ombligo humeante de
la Tierra y la
adormilaron con vapores. Entonces, ellos rimaban sus expresiones eufóricas como
hexámetros de profecías autocumplidas. De todo el Peloponeso los hombres
llevaban sus problemas hasta el santuario de Apolo. El oráculo era consultado
sobre las diferentes opciones sociales, como ser las medidas a tomarse para
detener una plaga o una hambruna, elegir la constitución apropiada para Esparta
o los lugares propicios para las ciudades que posteriormente llegaron a ser
Bizancio o Calcedonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en el símbolo de
Apolo. Todo lo que lo rodeaba tenía un propósito y una utilidad.
En La República , describiendo el Estado ideal, Platón ya
excluye la música popular. En las ciudades sólo se permitirían el arpa y la lira
de Apolo porque es únicamente su armonía que crea “la tensión de la necesidad y
la tensión de la libertad, la tensión de lo desafortunado y la tensión de lo
afortunado, la tensión del coraje y la tensión de la moderación que convienen
al ciudadano”. Los habitantes de las ciudades entraban en pánico al oír la flauta
de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo “los pastores pueden tocar
la flauta (de Pan) y únicamente lo pueden hacer en el campo”.
El hombre asumió la responsabilidad por las
leyes bajo las cuales quería vivir y se hizo responsable de moldear el medio ambiente
a su propia imagen. La iniciación del hombre primitivo en los mitos de la Madre Tierra se
transformó en la educación (paideia)
del ciudadano que se sentía en casa dentro del foro.
Para el hombre primitivo el mundo estaba
gobernado por el destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego a los
dioses, Prometeo transformó los hechos en problemas, puso en duda la necesidad
y desafió al destino. El hombre de la
Grecia clásica construyó un contexto civilizado para la
perspectiva humana. Tuvo consciencia de que podía desafiar al medio ambiente,
la naturaleza y el destino, pero únicamente bajo su propio riesgo. El hombre
contemporáneo va más allá, él intenta crear el mundo a su imagen, construir un
medio ambiente totalmente hecho por el hombre, y luego descubre que puede
hacerlo sólo a condición de tener que rehacerse constantemente para encajar en
él. Ahora debemos encarar el hecho de que es el hombre mismo el que está en
riesgo.
Actualmente la vida en Nueva York genera una
visión muy peculiar de lo que es y lo que podría ser, y sin esta visión la vida
en Nueva York es imposible. Un niño en las calles de Nueva York nunca toca nada
que no haya sido científicamente desarrollado, diseñado, planeado y vendido a
alguien. Incluso los árboles están donde están porque el Departamento de
Parques decidió ponerlos allí. Las bromas que el niño escucha en televisión han
sido programadas a un costo enorme. Los desechos con los que juega en las
calles de Harlem provienen de envases tirados destinados a otros. Aun los deseos
y los miedos están moldeados por las instituciones. El poder y la violencia se
organizan y administran: las pandillas versus la policía. El propio aprendizaje
se define como consumo de materias, las que son resultado de programas previamente
investigados, planificados y promocionados. Cualquiera sea el producto, él es
resultado de alguna institución especializada. Sería ingenuo demandar algo que
determinada institución no pueda producir. El niño citadino no puede esperar
nada que no esté dentro del plausible desarrollo de un proceso institucional.
Su fantasía incluso está motivada para producir ciencia ficción. Sólo puede
experimentar la sorpresa poética de lo improvisado al encontrarse con la
“suciedad”, los errores o los desperfectos: la cáscara de naranja en la
canaleta, el charco en la calle, la alteración del orden, la caída del sistema
o el desperfecto de la máquina son las únicas escapatorias para la fantasía
creativa. “Perder el tiempo” se vuelve la única poesía disponible.
Puesto que no hay nada deseable que no haya
sido planificado, el niño citadino llega rápidamente a la conclusión de que
siempre podremos diseñar una institución para cada una de nuestras necesidades.
Da por sentado el poder de los procesos para crear valor. Sea que la meta sea
encontrar una pareja, integrar un vecindario o adquirir capacidades de lectura,
se definirá de tal modo que lograrla se pueda planificar. El hombre que sabe
que nada que tenga demanda dejará de producirse pronto espera que todo lo
producido tendrá una demanda. Si un vehículo lunar se puede diseñar, asimismo
puede diseñarse la demanda para viajar a la luna. No ir a donde uno puede ir
sería subversivo. Delataría como una
estupidez el supuesto de que cada demanda satisfecha implica descubrir muchas
otras aún insatisfechas. Una intuición de esa naturaleza detendría el progreso.
No producir lo que es factible expondría la ley de las “expectativas
crecientes” como eufemismo de una creciente frustración, como motor de una
sociedad basada en la coproducción de servicios y demanda creciente.
El estado mental del habitante moderno de las
ciudades aparece en la tradición mitológica únicamente bajo la imagen del
Infierno: Sísifo, quien había encadenado por un tiempo a Tánatos (la muerte),
debe empujar por la pendiente una pesada piedra hasta la cima del Infierno, y
la piedra siempre se desliza de sus
manos justo cuando está por alcanzar la cúspide. Tántalo, a quien los dioses
invitaron a compartir su comida, y en esa ocasión robó su secreto de cómo
preparar la ambrosía que todo lo cura y confiere la inmortalidad, sufre hambre
y sed eternas al estar sobre un río de aguas que retroceden, y sobre el que
proyectan su sombra árboles frutales con ramas que se alejan. Un mundo de demandas
siempre crecientes no es sólo algo malo — puede hablarse de él únicamente como
el Infierno—.
El hombre ha desarrollado el poder frustrante
de demandar cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución
no pueda hacer por él. Rodeado de herramientas todopoderosas, el hombre queda reducido a ser una herramienta
de sus herramientas. Cada una de las instituciones destinadas a exorcizar uno
de los males primigenios se ha convertido en un féretro para el hombre, a
prueba de fallas y de cierre automático. El hombre está atrapado en los cajones
que fabrica para contener los males que Pandora dejaba escapar. El apagón de la
realidad a consecuencia del smog producido por nuestras herramientas nos
envuelve completamente. Nos encontramos repentinamente en la oscuridad de
nuestra propia trampa.
La propia realidad se ha vuelto dependiente de
la decisión humana. El mismo Presidente que ordenó la inútil invasión de
Camboya podría muy bien ordenar el uso efectivo de la bomba atómica. El “interruptor
de Hiroshima” puede ahora cortar el ombligo del mundo. El hombre ha adquirido
el poder de hacer que Caos aplaste tanto a Eros como Gaia. Este nuevo poder del
hombre para cortar el ombligo de la
Tierra es un recordatorio permanente de que nuestras
instituciones no solo promueven sus propios fines, sino también tienen el poder
de destruirse a sí mismas y a nosotros. Lo absurdo de las instituciones
modernas es evidente en el caso de la institución militar. Las armas modernas
pueden defender la libertad, la civilización y la vida sólo extinguiéndolas. En
lenguaje militar, la seguridad significa la capacidad de destruir la Tierra.
Lo absurdo que subyace a las instituciones no
militares no es menos evidente. No existe en éstas un interruptor que active su
poder destructivo, pero tampoco necesitan ellas un interruptor. Su puño cromado
ya sujeta la tapa del mundo. Ellas crean necesidades más rápido de lo que las
satisfacen y, en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que
generan, consumen la tierra. Esto es verdad para la agricultura y las manufacturas,
y no lo es menos respecto a la medicina y la educación. La agricultura moderna
envenena y agota los suelos. Mediante nuevas semillas, la “revolución verde”
puede triplicar el rendimiento de una hectárea —aunque únicamente con un
aumento proporcional e incluso mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y
energía—. La fabricación de estos, así como de todos los otros bienes,
contamina los océanos y la atmósfera degradando recursos irremplazables. Si el consumo
de combustibles sigue incrementándose a las tasas actuales, pronto consumiremos
el oxígeno de la atmósfera más rápido de lo que puede reponerse. No tenemos
razón para creer que la fisión o fusión pueda sustituir a los combustibles sin
similares o aun mayores peligros. Los médicos sustituyen a las parteras y
prometen convertir al hombre en otra cosa: planeado genéticamente, controlado con
fármacos y capaz de soportar enfermedades prolongadas. El ideal contemporáneo
es un mundo completamente higiénico: un mundo en el cual todos los contactos entre
los hombres, y entre ellos y su mundo, son resultado de la previsión y
manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado que
instrumentaliza al hombre para un mundo planificado, la principal herramienta
para atrapar al hombre en su propia trampa. Se espera que moldee a cada hombre
hasta un nivel adecuado para jugar un rol en esta competencia mundial. De modo
inexorable, cultivamos, procesamos, producimos y escolarizamos el mundo hasta
extinguirlo.
La institución militar es evidentemente
absurda. Lo absurdo de las instituciones no militares es más difícil de
encarar. Es aun más aterradora, precisamente porque funciona de modo
inexorable. Sabemos cuál interruptor debe permanecer abierto para evitar un
holocausto atómico. Ningún interruptor impide un Armagedón ecológico.
En la antigüedad clásica, el hombre había
descubierto que el mundo podía hacerse según los planes del hombre, y con esta intuición
percibió asimismo que era intrínsecamente precario, dramático y cómico. Las
instituciones democráticas evolucionaron y se consideró al hombre digno de
confianza en el marco establecido por ellas. Las expectativas de un proceso esperado
y la confianza en la naturaleza humana se equilibraban mutuamente. Se
desarrollaron las profesiones tradicionales y con ellas las instituciones
requeridas para su existencia.
De modo subrepticio, la fijación en el proceso institucional ha sustituido a
la confianza en la buena voluntad personal. El mundo ha perdido su dimensión
humana y retomó su carácter de necesidad fáctica y sino fatídico que eran propios
de los tiempos primitivos. Pero mientras que el caos del bárbaro se ordenaba
constantemente en nombre de dioses misteriosos y antropomórficos, en el
presente solo la planificación del hombre puede considerarse la razón para que
el mundo esté así. El hombre se ha convertido en juguete de científicos,
ingenieros y planificadores.
Vemos el funcionamiento de esta lógica en
nosotros mismos y en otros. Conozco una aldea mexicana por la que no pasan más
de una docena de coches por día. Un aldeano estaba jugando dominós sobre la
nueva carretera pavimentada frente a su casa —donde posiblemente él se había
sentado y jugado toda su vida—. Un coche pasó a toda velocidad y lo mató. El
turista que me informó del hecho estaba muy enojado, y sin embargo dijo: “El hombre
lo vio venir sobre él”.
A primera vista, el comentario del turista no
es diferente de la afirmación de algún primitivo bosquimano dando cuenta de la
muerte de un compañero que habría colisionado con un tabú y por tanto había
muerto. Pero las dos declaraciones conllevan significados opuestos. El primitivo
puede culpar a una trascendencia inaccesible y tremenda, mientras que el
turista está intimidado por la lógica inexorable de la máquina. El primitivo no
siente ninguna responsabilidad; el turista la siente pero la niega. En ambos
casos, el modo clásico de lo dramático, el estilo de la tragedia, la lógica del
esfuerzo personal y la rebelión están ausentes. El hombre primitivo aún no ha
tomado conciencia de ella, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y
el mito del norteamericano están hechos de fuerzas inertes e inhumanas. Ninguno
de ellos experimenta la rebelión trágica. Para el bosquimano, el incidente
responde a las leyes de la magia; para el norteamericano, responde a las leyes
de la ciencia. El incidente lo coloca bajo la fascinación de las leyes de la
mecánica, que para él gobiernan los hechos físicos, sociales y psicológicos.
El estado anímico de 1971 es propicio para un
gran cambio de dirección en la búsqueda de un futuro de esperanza. Los
productos institucionales contradicen continuamente las metas institucionales.
El programa contra la pobreza produce más pobres, la guerra en Asia más
guerreros del Vietcong, la cooperación técnica más subdesarrollo. Las clínicas
de control de la natalidad incrementan las tasas de supervivencia humana y
aumentan aceleradamente la población, las escuelas producen más desertores
escolares, y el freno a un tipo de contaminación normalmente provoca el
incremento de otro tipo.
Los consumidores se dan cuenta de que cuanto
más pueden comprar, más frustraciones se
tienen que tragar. Hasta hace poco parecía lógico que la culpa de esta
inflación de disfunciones en todas partes debía cargarse al avance dificultoso
de los descubrimientos científicos por detrás de las demandas tecnológicas, o a
la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de clase. Pero las
expectativas tanto de un milenio científico como de una guerra que ponga fin a
todas las guerras han disminuido.
Para el consumidor experimentado, no hay vuelta atrás a una ingenua confianza en tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido malas experiencias con computadoras neuróticas, infecciones engendradas en hospitales, y embotellamientos en lugares de tráfico en carretera, aire o teléfono. Hace apenas 10 años la sabiduría convencional anticipaba una vida mejor en base a un incremento de los descubrimientos científicos. Ahora los científicos asustan a los niños. Los lanzamientos a la luna ofrecen una demostración fascinante de que el error humano puede ser eliminado casi completamente entre los operadores de sistemas complejos —pero ello no calma nuestros temores de que el fracaso humano en consumir según las instrucciones pueda escaparse de control—.
Para el reformador social tampoco hay vuelta
atrás a los supuestos de los 1940. Se ha desvanecido la esperanza de que el
problema del reparto justo de los bienes pueda obviarse mediante la creación de
una abundancia de ellos. El costo de los paquetes mínimos con capacidad de
satisfacer los gustos modernos se ha disparado a los cielos, y lo que vuelve
modernos a los gustos es su caducidad incluso antes de haber sido satisfechos.
Los límites de los recursos de la Tierra se han vuelto
evidentes. Ningún avance científico o tecnológico podría proveer a cada hombre
en el mundo con las comodidades y servicios que son ahora accesibles a los
pobres de los países ricos. Por ejemplo, se requeriría la extracción de 100
veces más que las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para
alcanzar tal meta, incluso con la tecnología alternativa “más liviana”.
Por último, los profesores, los doctores y las
trabajadoras sociales se dan cuenta que sus distintos cuidados profesionales
tienen al menos un aspecto en común. Ellos crean más demandas para los
servicios institucionales que proveen, y más rápidamente que la provisión
factible de instituciones de servicio.
No únicamente una parte, sino la lógica misma
de la sabiduría convencional se ha vuelto sospechosa. Incluso las leyes de la
economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos parámetros aplicables
a la región geográfica social donde se concentra la mayor parte del dinero. El
dinero es, efectivamente, la moneda más barata, pero solo en una economía
orientada a la eficiencia medida en términos monetarios. Los países
capitalistas y comunistas en sus diferentes variantes están comprometidos por
igual con medir la eficiencia en términos de razón costo-beneficio expresados
en dólares. El capitalismo presume de un mayor estándar de vida como pretensión
de su superioridad. El comunismo alardea
de una mayor tasa de crecimiento como un indicador de su éxito final. Pero al
amparo de ambas ideologías el costo total de incrementar la eficiencia se
incrementa geométricamente. Las instituciones más grandes compiten
encarnizadamente por recursos que no están consignados en ningún inventario: el
aire, el océano, el silencio, la luz solar y la salud. Ellas sacan a la luz
pública la escasez de estos recursos sólo cuando ellos han sido degradados casi
sin remedio. Por todas partes la naturaleza se vuelve venenosa, la sociedad
inhumana, y la vida interior queda invadida y la vocación personal asfixiada.
Una sociedad dedicada a la
institucionalización de los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de estos. La educación que te hace necesitar el
producto está incluida en el precio del mismo. La escuela es la agencia de
publicidad que te hace creer que necesitas la sociedad tal cual es. En una
sociedad de este tipo, el valor marginal se ha vuelto algo que se trasciende
constantemente. Obliga a los pocos grandes consumidores a competir por el poder
de agotar la tierra, llenar sus propias barrigas abultadas, disciplinar a los
consumidores más pequeños y desactivar a aquellos que todavía encuentran
satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. La atmósfera de insatisfacción
se encuentra así en la raíz de la depredación ambiental, la polarización social
y la pasividad psicológica.
Cuando los valores se han institucionalizado en
procesos planificados y prediseñados, los integrantes de la sociedad moderna
creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores
que tanto ellos como su sociedad creen necesitar. El valor institucional puede
definirse como el nivel de rendimiento de una institución. El valor
correspondiente del hombre se mide por su capacidad de consumir y degradar
estos resultados institucionales creando así una nueva y mayor demanda. El
valor del hombre institucionalizado depende de su capacidad como incinerador.
Para utilizar una imagen: él se ha convertido en el ídolo de sus manufacturas.
Ahora el hombre se define a sí mismo como
el horno que quema los valores producidos por sus herramientas. Y no hay un
límite a su capacidad como tal. El suyo es el acto de Prometeo llevado al
extremo.
El agotamiento y la contaminación de los
recursos de la tierra son resultado, sobre todo, de una corrupción en la
autoimagen del hombre, de una regresión en su conciencia. Para algunos habría
que hablar de una mutación en la
conciencia colectiva que conduce a una concepción del hombre como un organismo
dependiente no de la naturaleza ni de los individuos, sino más bien de las
instituciones. Esta institucionalización de valores sustantivos, esta creencia
en que un proceso planificado de los servicios termina dando los resultados
deseados por el receptor, esta atmósfera consumista, está en el centro de la
falacia prometeica.
Los esfuerzos por encontrar un nuevo
equilibrio a nivel global dependen de la desinstitucionalización de los
valores.
La sospecha de que hay algo estructuralmente
equivocado en la visión de homo faber
es común a una creciente minoría en países capitalistas, comunistas y
“subdesarrollados” por igual. Esta sospecha es la característica compartida de
una nueva elite. A ella pertenecen personas de todas las clases, ingresos
económicos, credos y civilizaciones. Ellas se han vuelto desconfiadas de los
mitos de la mayoría: de utopías científicas, de conspiraciones ideológicas y de
la expectativa de una distribución de bienes y servicios con algún grado de
igualdad. Ellas comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados. Ellas
comparten con los demás la conciencia de que la mayoría de nuevas políticas adoptadas
por amplio consenso llevan consistentemente a resultados que son flagrantemente
opuestos a los objetivos planteados. Pero mientras que la mayoría prometeica de
aspirantes a astronautas todavía evade el tema estructural, la minoría que
surge es crítica del deus ex machina
científico, de la panacea ideológica, y de la cacería de demonios y brujas.
Esta minoría empieza a formular su sospecha de que nuestros constantes
autoengaños nos sujetan a las instituciones contemporáneas como las cadenas de
Prometeo lo sujetaban a su roca. La confianza esperanzada y la ironía clásica (eironeia) deben conspirar ambas a fin de
exponer la falacia prometeica.
Se piensa a menudo que Prometeo significa “previsión”,
o incluso a veces “aquél que hace avanzar a la Estrella del Norte”. Él engañó
a los dioses quitándoles su monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo
en la forja del hierro, se volvió el dios de los tecnólogos y terminó
encadenado.
Desde las perspectivas del Hombre en la Luna , Prometeo podría
reconocer a la Gaia
azul brillante como el planeta de la Esperanza y como el Arca de la Humanidad. Un nuevo sentimiento
de la finitud de la Tierra
y una nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del hombre a la elección de
su hermano Epimeteo en casar a la
Tierra con Pandora.
En este punto, el mito griego se torna en
profecía esperanzadora porque nos cuenta que el hijo de Prometeo fue Deucalión,
el Timonel del Arca quien, al igual que Noé, remontó el Diluvio para
convertirse en el padre de una nueva humanidad que él hizo de la tierra con
Pirra, la hija de Epimeteo y Pandora. Estamos llegando a comprender el
significado del Pythos que Pandora
trajo de los dioses como algo opuesto a la Caja : nuestra Ánfora y Arca.
Necesitamos ahora un nombre para aquellos que
valoran la esperanza por encima de las expectativas. Necesitamos un nombre para
aquellos que aman a las personas más que a los productos, aquellos que creen
que
No existen personas que no
sean interesantes.
Su destino es como la crónica
de los planetas.
Nada en ellas no es particular,
y un planeta no se parece a
otro planeta.
Necesitamos un nombre para aquellos que aman
la tierra en la que cada uno pueda encontrarse con el otro,
Y si un hombre viviera en la
oscuridad
encontrando a sus amigos en
esa oscuridad,
la oscuridad no dejaría de ser
interesante.
Necesitamos un nombre para aquellos que
colaboran con su hermano prometeico en el encendido del fuego y el moldeado del
hierro, pero que lo hacen para ampliar su capacidad de atender, cuidar y servir
al otro, sabiendo que
para cada quien su mundo es
privado,
y en ese mundo un minuto
excelente.
Y en ese mundo un minuto
trágico.
Estos son privados.**
Sugiero llamar epimeteicos a estas hermanas y
hermanos esperanzados.
** Los tres párrafos con versos de Yevgeny
Yevtushenko han sido extractados de “Gente” del libro Poemas Seleccionados del mismo autor.
*Traducción
de Hernando Calla del original: Ivan Illich, Rebirth of Epimethean Man, Ch. 7 of “Deschooling Society”, Harper & Row, New York, 1972, p. 151-167 (julio 2013). Para los que entienden el francés, o leen en inglés, adjunto un fantástico video -- https://vimeo.com/66948476 -- en el que se puede ver y escuchar al propio Illich contar la versión del mito de Pandora en clave esperanzadora, aunque anticipando los males apocalípticos que amenazan la vida en la Tierra y el encierro del hombre en su "féretro institucional"... cosas que dijo y escribió hace más de 40 años que hoy nos suenan, más que a una profecía, a una descripción aproximada de la desolación contemporánea.
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