Santo Padre:
Debo
censurar su silencio. Respetuosa, firme y públicamente debo hacerlo. Por dos
años ha sido su deber alzar la voz contra la tortura sistemática de sus prisioneros
políticos por parte del gobierno militar de Brasil, con la misma indignación
vehemente con la que ha denunciado el asesinato de un técnico policial estadounidense
a manos de insurgentes uruguayos. No ha cumplido este deber, así como una y
otra vez se ha negado a denunciar personalmente los actos de inhumanidad
específicos por parte de los hombres que detentan el gobierno y el poder en
América Latina. Lo recrimino por este silencio y le digo que Dios se lo
recrimina.
Junto a
cientos de otros católicos le he rogado durante estos últimos años que denuncie
la tortura policial gratuita convertida en sistema de gobierno en Brasil. Le
hemos presentado pruebas apabullantes, pruebas que hubiesen sido suficientes en
los estrados judiciales de cualquier país civilizado, pruebas de cientos de
casos de tortura, y ni siquiera tortura utilizada con el propósito de sacar
información (ya repulsiva por sí misma) sino con el único propósito de
aterrorizar a toda la población del Brasil. Le hemos pedido añadir a la nuestra
su propia voz humana en la condena de esta inhumanidad extrema. La única
respuesta, después de meses intentando sigilosamente evadir nuestras súplicas,
fue simplemente otra forma de evasión: las declaraciones tibias y genéricas de
algún burócrata de su curia. La desaprobación genérica de la maldad por el
Santo Oficio no es cumplir con su deber profético. En nombre del Señor, le digo
que a su conciencia le pesará su silencio, como le pesó a Pio XII quien respondió
“prudentemente”–con el silencio– las atrocidades de Hitler.
En lo
personal, condeno sin reservas toda matanza premeditada y toda tortura física.
Rezo, y le suplico rezar por mí, para que esté siempre dispuesto a morir antes
que tomar parte en cualquiera de ellas –sin importar las circunstancias,
denuncio como un crimen el asesinato de un experto policial estadounidense a
manos de insurgentes uruguayos–. Denuncio asimismo como un crimen la tortura a
manos de la policía brasileña de la joven esposa de un insurgente, María do
Carmo Brito, que fue canjeada en mayo junto con otros 40 presos políticos y
ahora vive en Argelia, una inválida a causa de esa tortura. Y denuncio como un
crimen el asesinato, con armas antipersona utilizadas por soldados
norteamericanos, de una mujer vietnamita no identificada que fue perpetrado
anoche.
No pretendo
que mi vocación personal al pacifismo me dé el derecho de condenar a otros que
no la comparten, al haber optado por la vía de la violencia: el policía, el
soldado, el rebelde. Pero sí sostengo el derecho –reconozco mi deber– a señalar
acciones específicas que oigo decir claman al cielo, acciones que cometen
violencia contra la decencia que incluso sus autores pretenden honrar, y
condenarlas en nombre del hombre y de Dios. Se trata de un derecho dado por
Dios, un deber encargado por Dios, otorgado por igual a esos que han optado por
la mansedumbre y a los que han optado por la política y la violencia. Es cosa más
difícil denunciar a los poderosos que denunciar a los débiles. Pero es
precisamente la cosa difícil que constituye la carga del profeta. Tiene usted
en sus manos evidencias amplias e incuestionables de que el gobierno brasileño
utiliza constantemente la tortura como medio de castigo y de terror, y no ha
denunciado esto. Lo censuro hoy porque ha renunciado a su responsabilidad
profética.
Santo
Padre, agradezco a Dios por pertenecer a la Iglesia Romana –la Iglesia
que lo tiene a usted, el Papa– que es la única Iglesia Mundial en cuyo
nombre un único Obispo consagrado puede profetizar, a pesar de que muchos de
sus integrantes puedan no estar de acuerdo con lo que dice. Es la única Iglesia
en la que un solo hombre –es decir, usted– está autorizado en nombre de la
Iglesia a condenar los crímenes perpetrados o tolerados hipócritamente por el
gobierno brasileño –crímenes que claman al cielo–.
Estoy
profundamente entristecido por su silencio. Usted denuncia los crímenes de un
pequeño grupo de rebeldes. Pero frente a los crímenes de un gobierno de
generales usurpadores, que tratan a su embajador nuncio con grandes honores,
responde sólo con la prudencia mundana –y con el silencio–. En nombre de la
humanidad le imploro denunciar y condenar esta tortura utilizada como castigo,
como terror y sobre todo como medio de gobierno. Sabe usted tanto como yo que
ella constituye la política y la práctica del gobierno brasileño. Y sabe tanto
como yo que es una degradación absoluta y extrema de la dignidad humana.
Su hijo
humilde y obediente,
IVÁN ILLICH
*Iván Illich, “Carta al Papa Pablo VI”, Commonweal, 4 de septiembre de 1970, 428-29. En: Ivan Illich, THE POWERLESS CHURCH and Other Selected Writings, 1955 - 1985 (Comp. Valentina Borremans and Sajay Samuel), Penn State University Press, 2018, pp. 128-30. Traducción no autorizada de Hernando Calla.
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