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jueves, 7 de noviembre de 2024

A PROPÓSITO DE LA VIDA: CARTA ABIERTA A JEAN-PIERRE DUPUY Y WOLFGANG PALAVER (2021)*

por David Cayley (Traducción de 2023 por Hernando Calla)**

Y los galaaditas se apoderaron de los vados del Jordán contra los efraimitas. Y cuando cualquier fugitivo de Efraím decía, “Déjenme pasar”, los hombres de Galaad le preguntaban, “¿Eres un efraimita?” Si respondía que “No”, ellos le decían, “Pues di Chibbolet”, y él decía, “Sibbolet”, porque no podía pronunciarlo correctamente; entonces lo agarraban y lo degollaban en los vados del Jordán. Y allí cayeron en esos tiempos 42 mil efraimitas”. (Jueces 12: 3-6)

Un shibboleth [indicador de origen] es una línea divisoria, y las líneas divisorias son más filosas cuanto más delgadas son. Para los efraimitas el precio de 42 mil vidas no era sino lo que los lingüistas llaman un fricativo sordo. Las cosas no son tan malas para nosotros, pero la pandemia sin duda trajo la división entre amigos. (¿Y cuán grandes, después de todo, eran las diferencias entre efraimitas y galaaditas, si todo lo que los diferenciaba era la capacidad para emitir este sonido crucial?) Uno de los shibboleths que nos dividen parece ser la vida. Hace poco, dos admirados amigos han discrepado conmigo sobre esta palabra y la interpretación que di de las opiniones de Illich sobre el tema. En una entrevista publicada el 23 de diciembre de 2020 en el semanario alemán Die Zeit, el teólogo Wolfgang Palaver expresa preocupación de que la afirmación de Illich que la vida se ha vuelto “un fetiche” esté siendo mal utilizada como justificación para “sacrificar a los débiles”. En tanto que el filósofo francés Jean-Pierre Dupuy, en un articulo para el sitio web AOC intitulado “El verdadero legado de Iván Illich”, razona de manera parecida que algunos de los que siguen “la moda de ‘dudar del covid’ (covidoscepticism)” malinterpretan y distorsionan las críticas de Illich sobre “la idolatría de la vida”. El artículo de Dupuy es la segunda parte de su polémica contra la “pretendida ‘sacralización de la vida’”. El primero denuncia lo que Dupuy llama “la ceguera de los intelectuales”.

En el ensayo de Dupuy se me alude de una forma que halaga mis logros como interlocutor de Illich antes de “sucumbir al espíritu de la época”. “¡Ay, mil veces ay!”, lamenta Dupuy, que “el propio Cayley” haya “sucumbido al espíritu la época” y ahora “multiplique sus estereotipos y manifieste su ignorancia”, mientras se dedica a una “clásica minimización de la gravedad de la pandemia”. Palaver es más benevolente y no me alude directamente, pero puesto que he sobresalido entre aquellos que han intentado argumentar que “la idolatría de la vida” ha jugado un papel pernicioso en las respuestas políticas a la pandemia, me siento incluido en la compañía de aquellos que él piensa han empujado a Illich a un territorio peligroso, de lejos más allá de su propia intención.

Es mucho lo que está en juego en este asunto. “Salvar vidas” ha justificado cada una de las políticas adoptadas para contrarrestar la pandemia durante el pasado año [2020], y es probable que la vida continúe como el símbolo sagrado en el que afincará su legitimidad el orden social reestructurado que emerge de la pandemia. Por consiguiente, parece importante que intentemos aclarar qué se pretende decir ahora con esta palabra. (Espero que mi uso frecuente de cursivas se entienda como una forma de señalar la utilización que quiero cuestionar). Empezaré intentando entender lo que les preocupa a Palaver y Dupuy, luego presentaré lo que me parece es la visión de Illich y concluiré con alguna reflexión sobre el papel de la vida en el orden social que está emergiendo en el presente.

Palaver y Dupuy se preocupan de lo que llaman la protección o preservación de la vida. Ambos sostienen que los que “minimizan” la pandemia, critican las medidas adoptadas para combatirla, o desdeñan las normas para contenerla están irresponsablemente poniendo en peligro a su prójimo. Ambos se enfocan particularmente en el filósofo italiano Giorgio Agamben como el paradigma de esta insensatez. Agamben ha argumentado a lo largo de la pandemia que la respuesta oficial equivale a destruir la comunidad para poder salvarla. Al dejar que los viejos mueran solos y sin nadie que los consuele, al hacer que las personas se tengan miedo entre sí y al prohibir los funerales, las ceremonias religiosas y otras formas elementales de vida social y cultural, ha escrito Agamben, aniquilamos lo que queda de nuestra forma de vida y permitimos que la medicina se establezca como un culto religioso todopoderoso y prácticamente intocable. Dupuy es abiertamente crítico en sus apreciaciones. La “impostura intelectual” de Agamben, escribe, es la “versión suave” de la misma “violencia reaccionaria” que se puede ver en “los grupos de extrema derecha norteamericanos… gritando, armas en mano, frente a las gradas de sus congresos legislativos”. Esto es injusto desde ya, y completamente ad hominem, pero Dupuy va más allá. En relación al concepto de “vida desnuda” (nuda vita) de Agamben, con el que él se refiere clara y explícitamente a la vida sin atributos culturales que otorgan a la vida forma y dignidad narrativa, Dupuy pretende que como inferencia de este concepto Agamben debe “despreciar… la vida simple, ‘animal’, de los campesinos pobres sin tierra del noreste brasileño”. Me parece que esto bordea en la calumnia, así como en una lectura malintencionada.

Por su parte, Palaver es menos duro y más cauto, pero él también indica estar “molesto” con Agamben. Vale la pena citar in extenso el párrafo relevante en la entrevista de Palaver en Die Zeit, donde expresa esta consternación:

Agamben de veras me molesta. Él es más papista que el Papa y más eclesiástico que la Iglesia. Afirma que la Iglesia ha prescindido de la salvación y la ha sacrificado a la salud: puesto que buscó la salvación en la historia, solo podía terminar en la salud. ¡Absurdo! ¿Por qué Jesús curó a la gente y asumió el cuidado de sus dolencias físicas? Las muchas curaciones bastan para contradecir el escape teológico de este mundo que plantea Agamben. Soy el SEÑOR, tu doctor. O piénsese en el milagro de la multiplicación de los panes. Cuando la gente está con hambre, ¡tienes que hacer algo! Agamben practica una mala teología cuando separa la salvación de la salud.

…Agamben lamenta correctamente una actitud para la cual la salud y la sobrevivencia son las cosas más importantes en la vida. Pero aquí uno tendría que preguntar: ¿se trata de mi propia vida? ¿O se trata de la preocupación que tiene que ver con otra gente?

No puedo subestimar la posibilidad de que esto esté mal transcrito, mal traducido o simplemente dicho improvisadamente, pero si es realmente lo que Palaver quiso decir, considero que va muy lejos. Es cierto que Jesús dio de comer y curó a la gente, pero no curó a todos ni dio de comer a cada uno. De hecho, alimentó y curó a la gente tan ocasionalmente que parece justo decir que tales acciones, cuando las realizó, tenían una intención ilustrativa más que administrativa o programática. Esta es la gran polémica en la fábula de Dostoyevski del Gran Inquisidor. El Inquisidor le reprocha a su Señor no convertir las piedras en panes cuando se le desafía a hacerlo. Debido a esta incapacidad para conceder a la debilidad de la humanidad sufriente, que siempre clama “¡Esclaviza[nos] pero danos de comer! dice el Inquisidor, se hizo necesario que la Iglesia intervenga para “corregir y mejorar” el Evangelio. No pretendo insinuar que Palaver asume la posición del Gran Inquisidor, sino solo señalar una profunda ambigüedad en la percepción de Jesús en el Evangelio como médico. Es cierto, Jesús da de comer y realiza curaciones, pero también declara que el Reino “no [es] de este mundo” y se refiere a él como un ingreso tan estrecho o un camino tan angosto que “pocos lo encuentran”. Por tanto, parece desatinado que Palaver acuse a Agamben de un “escape teológico del mundo”. Agamben nunca ha pretendido ser un teólogo, y su defensa de “formas de vida” particulares, como los funerales para los muertos o el consuelo humano a los que están agonizando, me parece sumamente mundana. De lo que sí responsabiliza a la Iglesia es de haber olvidado lo mesiánico, y por tanto de haber perdido una necesaria “tensión dialéctica” entre la historia y aquello que la excede o la interrumpe. Es solamente entre “estos polos”, afirmó Agamben en un discurso del 2009 en París dirigido a “la Iglesia de nuestro Señor”, que “una comunidad puede conformarse y perdurar”. Palaver puede objetar, pero en ese caso uno esperaría argumentos en vez de irritación y rechazo (“¡Absurdo!”)

El segundo punto que plantea Palaver es que el ciudadano que usa mascarilla y respeta el distanciamiento social no está necesariamente preocupado de su propia vida, sino de las vidas de los demás. Dupuy dice prácticamente lo mismo –no es por mí mismo que tomo precauciones sino por los otros –. En parte esto es muy poco controvertido. Mucho antes del COVID yo habría rehusado salir en medio de la sociedad con una enfermedad contagiosa, y habría esperado la misma consideración de parte de los otros. Pero en un mundo en que cada uno representa un peligro para cualquier otro y la amenaza de “transmisión asintomática” inhibe toda interacción social sin excepción, me da la impresión que se ha llegado al límite de la “responsabilización” y se lo ha traspasado. La reconceptualización de la sociedad como un sistema inmune agrandado es una fórmula para la disolución social.

Palaver sostiene además que aquellos que argumentan contra la cuarentena y medidas similares se están preparando para “sacrificar a los débiles…”. Detrás de esta predisposición dice encontrarse la “lógica del chivo expiatorio” –la lógica del Sumo Sacerdote cuando dice, en los relatos evangélicos de la Pasión, que “es mejor que muera un hombre a que todo el pueblo tenga que perecer”. En la comprensión que Palaver comparte con su maestro René Girard, este era el principio arcaico –un sacrificio oportuno preserva el orden social –que primero el judaísmo y luego la cristiandad empezaron a cuestionar y abolir. Todo el “pensamiento utilitario”, dice Palaver, reafirma la “lógica sacrificial”. “Solo la vida puede orientarnos”, concluye él. Estoy de acuerdo, pero mucho depende, como veremos, de qué se pretende decir con la vida.

Antes de pasar a Illich no puedo evitar decir, no sin alguna inquietud, que tanto en Palaver como Dupuy, me parece percibir cierto tono de pánico. Alguna vez hace mucho tiempo, después de una conferencia de Illich sobre Némesis Médica, uno de los oyentes se aproximó desconcertado a un amigo de Illich y le preguntó inocentemente: “¿qué es lo que quiere? ¿dejar que la gente se muera?” Ambos Dupuy y Palaver son más sofisticados, y están más familiarizados con la obra de Illich de lo que estaba este joven perplejo, y aun así parecen haber llegado finalmente al mismo escollo. Se deben salvar las vidas –más o menos a toda costa –y cualquiera que argumente en sentido contrario ha abandonado ciegamente “la altura del humanismo” (Dupuy) y sucumbido a la “lógica sacrificial” y el “darwinismo social”. (Palaver)

Ambos Dupuy y Palaver piensan que quienes siguen la moda de “dudar del covid” están malinterpretando y distorsionando la afirmación de Illich acerca de que la vida se ha vuelto “un ídolo” y “un fetiche”. Palaver admite que Illich planteó una saludable advertencia, pero tiene la sensación de que se lo está tomando demasiado literalmente. Dupuy afirma que las críticas de Illich sobre la “idolatría de la vida” solo tenían la intención de prevenir la degradación de la vida, de ninguna manera la de limitar su protección y preservación. Para llegar al fondo del asunto, tendremos primero que establecer qué dijo verdaderamente Illich.

 

En algún momento de 1985 un pastor baptista de nombre Will Campbell abordó a Illich después de una conferencia dirigida a un grupo de trabajadores sociales en Macon, Georgia. En sus papeles privados, Illich guardó un breve recuento, escrito diez años después, de este significativo encuentro:

[Después de la conferencia] advertí [la presencia de un] hombre con… un… bastón de apoyo con nudos viniendo hacia mí. Se presentó como un predicador: “Will Campbell… quien tiene que pedirle un gran favor”. Me quedé sin aliento, pues yo conocía ese nombre, “si es usted la persona que alentaba a Martin Luther King, no me tiene que pedir sino simplemente ordenar, yo obedezco”. Él balbuceó algo que terminaba con “…ustedes malditos papistas” y a continuación dijo, “Ustedes se niegan a hablar acerca de la ‘vida’. Vea usted, la ‘vida’ está haciendo tiras a nuestras iglesias. Están esos que condenan la pena capital, pero no la bomba atómica, y otros que reclaman ejecutar a los abortistas. Reuniré a los representantes de nuestras Iglesias para que usted pueda hablarles”.

Estuve asustado. Traté de encontrar en mi mente qué sentido darle a esa invitación. Muchos meses después, en algún lugar de Ohio, me encontré con una sala repleta de “líderes de iglesia” a los que Campbell había convocado. El ambiente era tenso. Un sacerdote ubicado en primera fila se identificó como el representante de la Conferencia del Arzobispado Católico y me apremió a que empiece con una oración. Tenía que rehusarme a caer en esta trampa; le dije que empezaría con una solemne maldición formal y luego pedí que se salgan los que no estén de acuerdo con una ceremonia de este tipo. A continuación, con todo dramatismo y las manos en alto repetí tres veces, “Al diablo con la vida”.

Aparte de la maldición, no conozco qué más habría dicho Illich en esa ocasión –Ohio es un lugar grande, el encuentro no dejo más huellas entre los papeles de Illich, y nunca encontré a nadie que me pueda decir algo más sobre el mismo – pero cuatro años más tarde, en Chicago, Illich dirigió una conferencia convocada por la Iglesia Luterana Estadounidense sobre el mismo tema. Esta conferencia, intitulada “La construcción institucional de un nuevo fetiche: la vida humana”, se publicó tres años después en el libro de Illich llamado En el espejo del pasado. En esa ocasión Illich le dijo a su audiencia, sin ningún reparo, que “la vida es el ídolo más poderoso que la Iglesia ha tenido que enfrentar en su historia”. “Más que la ideología del imperio o el orden feudal, más que el nacionalismo o el progreso, más que el gnosticismo o la ilustración, la aceptación de la vida sustantiva como una realidad dada por Dios se presta a una nueva corrupción de la fe cristiana”. La palabra “sustantiva” aquí es importante, y volveré a ello en un momento, pero primero quiero examinar la afirmación de que la reverencia contemporánea por la vida corrompe la fe cristiana.

En los evangelios, Jesús afirma, reiteradamente, que Él es la Vida. “Él no dice, ‘Yo soy una vida [ejemplar]’”, comenta Illich. “Dice, ‘Yo soy la Vida’, y punto (tout court)”. Lo que se quiere decir es algo más que simplemente estar vivo. La Vida que Jesús encarna y ejemplifica sólo se puede dar y recibir, dice Illich, como un don. En esa calidad, la podemos encontrar, celebrar y compartir, pero nunca puede ser nuestra en el sentido de poderla definir o delimitar, administrar o controlar. Esta manera de pensar y hablar acerca de la vida, en la que la palabra siempre implica una relación con Aquél en cuyo don la Vida descansa, empapó la cultura de la cristiandad por muchos siglos. “Durante mucho más de un milenio”, dice Illich, “era algo muy evidente que la gente pueda encontrarse entre los vivos y estar muerta, y otra gente pueda estar muerta y tener vida. Esto no era simplemente un postulado religioso; esto… se convirtió en un supuesto ordinario de la vida cotidiana”. Este carácter cotidiano es significativo porque el argumento de Illich era que los “prerrequisitos de la modernidad” fueron creados mediante esta aculturación de las “verdades evangélicas”. En su opinión, la modernidad torció, doblegó y mutiló estas verdades, pero nunca habría llegado a ser como tal sin ellas. Esta es la razón por qué Illich se atreve a decir que el lenguaje ordinario actual “abusa de la palabra para el Dios Encarnado”. Consideraba a éste un juicio histórico más que teológico. Sigue la pista de los antecedentes de la palabra vida a través de sus varias expresiones en la tradición teológica, filosófica y científica occidental, me decía Illich, y se volverá evidente que su significado, si bien alterado, continúa configurándose dentro del campo que emana de la cristiandad latina.

La manera en que hablamos de la vida está arraigada en una civilización otrora repleta de la creencia en la Encarnación. Y esta “ascendencia cristiana” es compartida por “otras verdades que definen a la sociedad secular”. Pero al mismo tiempo el significado del término ha cambiado completamente. Se ha vuelto “sustantivo”, dice Illich. Pretende decir con esto que ha asumido el carácter de una sustancia –de algo tangible – y de que ha adquirido sustancia en el sentido más filosófico y teológico de algo que puede existir por sí mismo –se ha vuelto autosubsistente y autosuficiente –. Que la vida se convirtió en una sustancia puede verse, afirma Illich, en los discursos de la ley, la medicina, la economía y la ecología –todos los cuales reclaman a esta sustancia por igual como su jurisdicción y su justificación. La ley la protege –en varios estados de EEUU se puede incluso demandar por una “vida injusta”–, la medicina la extiende, las corporaciones la administran –como fuerza laboral o recursos humanos– y la ecología la estudia. La ciencia de la genética conoce ahora su “lenguaje”. La demografía y el periodismo contabilizan incansablemente sus unidades. Las vidas perdidas indexan el desastre; las vidas salvadas indexan el progreso social. La búsqueda de la salud la prolonga; la tecnología la mejora. A la vida se la conoce, como nunca antes y se la gestiona, como nunca antes.

Pero, al mismo tiempo, la vida trasciende toda gestión en la forma de lo que Illich llama un “fetiche”. Era uno de sus términos favoritos, escogido más por su poder para escandalizar que por cualquier resonancia antropológica en particular. Un fetiche es un objeto mágico con el poder de canalizar o fijar ciertos sentimientos. “La sociedad tecnológica”, dice él, “es particularmente incapaz de generar mitos con los cuales la gente pueda establecer vínculos profundos y enriquecidos”. Y sin embargo una sociedad de este tipo requiere, para su sola “preservación rudimentaria”, alguna manera de infundir lealtad sentimental y no solo racional. Este es el papel del fetiche. Es “un manto de seguridad… que podemos llevar a cuestas para sentirnos defensores decentes de los valores sagrados”. A la vida se la gestiona como un recurso biopolítico; en tanto fetiche empero, es también algo del que puede “hablarse de manera sigilosa como algo misterioso, polimorfo, débil, que exige una protección delicada”. Lo que Illich denomina “sentimentalidad epistémica” puede así quedar apegada a la vida, al mismo tiempo en que la vida está siendo intensamente gestionada. Vivir bajo el signo de la vida es volverse adepto a eludir estas connotaciones aparentemente contradictorias. Uno aprende a deslizarse suavemente de la una a la otra sin que esta operación tenga que volverse consciente de sí misma. Con un único gesto verbal, reverenciamos lo que gestionamos, y gestionamos lo que reverenciamos.

La vida, dice Illich, “tiende a vaciar” el “concepto de persona” tanto moral como legalmente. Para él, es en “la noción de ‘persona’ [que] el humanismo del humanismo occidental está anclado”. Una persona posee un límite claro, y una integridad inviolable. Una vida no. Uno es una persona; uno puede, como se dice, “hacer algo con su vida”. Las vidas pueden ser evaluadas y mejoradas de formas que las personas no pueden. Un doctor, mirándome como a persona, está frente a determinada historia y cierto destino desconocido –hay mucho que él o ella deben saber para poder tratarme–. Un doctor tratándome como una vida puede discernir todo lo que él o ella necesitan saber a partir de los resultados de mis análisis. Las vidas varían, por supuesto, como el médico experimentado reconocerá, pero no de la misma manera en que varían las personas.

Para Illich, la vida era también señal de un cambio profundo en la “religiosidad”, un término que usaba para referirse a los sentimientos, gestos y actitudes apenas conscientes, los cuales podrían ser dejados de lado por el término más formal de religión. “Mi olfato, mi intuición, y también mi razonamiento me sugieren”, decía él en 1992, “que podríamos estar en un umbral histórico, un parteaguas, un punto de transición a una nueva etapa de la religiosidad”. Esta idea se había apoderado de él algunos años antes, me dijo, mientras se encontraba en la cocina del departamento de un grupo de estudiantes de posgrado a los que visitó:

En la puerta del refrigerador había dos imágenes pegadas. Una era el planeta azul y otra el huevo fertilizado. Eran dos círculos casi del mismo tamaño –uno azulado, el otro rosado. Uno de los estudiantes me dijo, “estas son nuestras ‘puertas de entrada’ al entendimiento de la vida”. El término puerta de entrada (doorway) me impresionó profundamente. Se me quedó por bastantes meses hasta que, por una razón totalmente diferente, …cogí un libro [de] Mircea Eliade. Para muchos de nosotros, Eliade ha sido un maestro de la ciencia religiosa…Y, revisando este libro, llegué a la conclusión de que él saca a relucir, mejor que cualquier otro que yo había estudiado, el concepto de sacrum. El término sacrum, nombre latino correspondiente a nuestro sagrado, ha sido utilizado por los científicos de la religión para describir un lugar particular en la topología de cualquier cultura. Se refiere a un objeto, un lugar o una señal que, al interior de esa cultura, se cree que es –esta joven estaba en lo cierto– una puerta de entrada. Yo siempre lo había pensado como un umbral, un umbral en el que aparece el más allá, aquello que, dentro de esa sociedad, se considera que es verdadera otredad, aquello que, dentro de determinada sociedad, se considera trascendente. Para Eliade, una sociedad se vuelve una unidad consciente no solo en relación con las sociedades vecinas –nosotros no somos ustedes– sino también definiéndose en relación con lo que está más allá.

El disco rosado y el disco azul, concluyó Illich, cumplían de manera muy precisa la función que Eliade describió. Así como los megalitos en Stonehenge, la Kaaba en la Meca o el ónfalo [ombligo] de la tierra en el antiguo Delfos, ellos eran sacrums. Sin embargo, como “emblemas de los hechos científicos”, eran sacrums de un tipo totalmente nuevo. El “más allá” que asomaba en anteriores “puertas de entrada” hacía señas desde un más allá que era trascendente –lo opuesto y distinto de este mundo, respecto al cual se consideraba que era radicalmente discontinuo–. Lo que aparece en la puerta de entrada de los dos discos es más de lo mismo, un ámbito de lo invisiblemente pequeño o lo invisiblemente grande a los cuales podemos acceder solo con microscopios electrónicos o mediante el vasto poder explosivo que se requiere para vencer a la gravedad pero que, con todo, no es diferente de lo que está a la mano. Las puertas de entrada en las cuales se experimenta y entiende la vida son, en palabras de Illich, “una frontera sin más allá”. Al igual que la virtualidad interminable que se extiende más allá de la pantalla del ordenador, ellas se abren a una infinitud sin diferencia. La nueva religiosidad que él había descubierto era una “espiritualidad” de pura inmanencia, en la que los objetos virtuales, conjurados desde el útero de la tecnología, presentan al mismo tiempo tanto un aquí como un más allá.

La vida como pura inmanencia es singularmente accesible, se abre a nuestros micrófonos y nuestras cámaras, nuestros microscopios y nuestros escáneres. La vida está bajo nuestro control, aún si nosotros estamos bajo el control de la vida. Gestionamos lo que alabamos, administramos lo que veneramos. Ambos aspectos están en juego en la noción de responsabilidad por la vida que ha jugado un papel tan importante en los discursos de la pandemia y que parece ser la principal preocupación de mis dos interlocutores. Palaver dice, “nosotros somos responsables por la vida cada uno de nosotros. Es nuestra más alta responsabilidad, por la cual puede que tengamos incluso que sacrificar nuestras vidas”. Dupuy sugiere “el riesgo de infectar a los propios seres queridos” como el estándar que debería aplicarse en nuestro propio comportamiento. Criticar ya sea la construcción ideológica de la pandemia o las medidas contraproducentes adoptadas contra ella es coquetear con la irresponsabilidad –la temeraria desconsideración por las vidas de otros que tanto Dupuy como Palaver desaprueban y temen–. Pero la palabra responsabilidad, según Illich, es algo tramposa –es más fácil engancharse con la palabra que zafarse de ella–. El asunto clave para él es si la cosa de la cual se dice que soy responsable está a mi alcance, dentro de mis posibilidades y accesible a mi entendimiento. “La responsabilidad atrapa”, dice Illich, atribuyendo al que se hace responsable algún poder imaginario –podría ser el poder de vencer al racismo, salvar la vida en el planeta o dar fin con la pandemia quedándose en casa–. Pero muy a menudo Illich dice que este poder “resulta ser falso”. Y eso hace de la responsabilidad “la base ideal sobre la cual construir la nueva religiosidad de la que hablo, en nombre de la cual la gente se vuelve más que nunca administrable y gestionable”.

No cuestionamos aquí ningún comportamiento que sea prudente, considerado o cortés. La preocupación de Illich tenía que ver con la ilusión, la grandiosidad moral y la confusión epistemológica. La última es particularmente importante en el caso presente. A pesar de su inmediata domesticación en miles de dibujos animados como un pequeño demonio puntiagudo y malévolo, poco se conocía sobre el SARS COV-2 cuando apareció al principio, y hay mucho que aún es debatible, incluidos sus orígenes, la mortalidad que ocasiona, su modo de transmisión y cuál es la mejor forma de prevenirlo y tratarlo. Al mismo tiempo empero, se ha enfatizado perseguir la “consistencia de los mensajes” y “seguir a la ciencia”. Se ha considerado que esto requiere una censura efectiva, en primer lugar, para mantener fuera de las noticias al disenso científico completamente normal y, en segundo, para darles un aire de obviedad e invulnerabilidad a las que son en realidad precauciones científicamente dudosas. (Un ejemplo de lo primero es la marginación de expertos en salud pública discordantes como el ex jefe oficial médico de salud en Ontario, Richard Schabas y el ex principal de Manitoba Joel Kettner en Canadá. El mejor ejemplo de lo segundo es el uso de mascarillas, descartadas como inútiles al comienzo de la pandemia, luego, sin ninguna evidencia adicional, de uso obligatorio e incuestionable). Esto crea una extraña situación en relación con la responsabilidad. La verdadera responsabilidad o “capacidad de respuesta” (response-ability) depende de una situación en la que sea capaz de responder y llegar a una apreciación práctica sobre qué hacer. Pero la pandemia, si bien muy real para aquellos que están enfermos, también se ha desarrollado en el ámbito de la hipótesis, modelo y metáfora. Esto quiere decir que a menudo la responsabilidad se ejerce no ante un prójimo real sino en relación con un perfil de riesgo. Este prójimo hipotético se queda, en efecto, para siempre. Y es así que, como dice Illich, somos “atrapados”.

De qué manera somos atrapados queda mejor ilustrado por la idea de riesgo. Esta era la preocupación contemporánea que más inquietaba a Illich, quien la llamaba la “la ideología más importante que se celebra religiosamente hoy en día”. La “conciencia del riesgo”, decía él, es “una invitación a la autoalgoritmización intensiva”, y como tal es “desencarnante”. El punto clave es que el riesgo no pertenece a una persona individual –nadie sabe qué me pasará a mí como individuo–. Es un cálculo de la frecuencia con que un evento determinado ocurrirá en una población o clase que comparte algún atributo o conjunto de atributos –una predicción de lo que podría ocurrirle a alguien como yo–. El individuo es desplazado o desenfocado y reemplazado por un constructo matemático. Hablar de “mi riesgo” es, por tanto, mezclar lo que deberían ser dos maneras de hablar completamente distintas, e introducir una dimensión hipotética en mi propia carne. Illich se dio cuenta de este dilema a través del régimen legal alemán que obliga a las mujeres embarazadas someterse a la orientación genética, de tal modo que estén informadas acerca de los varios riesgos relacionados con sus embarazos, y a continuación realizar una elección informada –tomar una decisión responsable – sobre cómo proceder. A Illich esto le pareció espantoso, particularmente cuando descubrió, a través de la investigación sobre estas sesiones de orientación genética de su amiga y colega Celia Samerski, que por lo general las mujeres tomaban erróneamente las aseveraciones sobre riesgos como afirmaciones atribuibles a sus propios embarazos.

El riesgo en su sentido coloquial es parte de la vida. Nadie podría caminar con seguridad hasta la tienda de la esquina sin alguna estimación de los posibles peligros en base a la experiencia del pasado. Sin embargo, cuando el riesgo es formalizado y matematizado ello define un nuevo tipo de orden social que el sociólogo alemán Ulrich Beck llamó “sociedad del riesgo” (Risokogesellschaft). En una sociedad de ese tipo ocurre una invasión sin precedentes de lo hipotético dentro de lo real. Esto se representa de dos maneras. La primera es que la modernidad avanzada en su conjunto es un riesgo gigante no controlado –un experimento científico en curso–. Descubriremos qué quiere decir tener “armas de destrucción masiva” acumuladas en todo el mundo después del hecho –el experimento continúa en proceso–. Lo mismo es cierto para ejemplos más domésticos como los teléfonos móviles o el internet, para mencionar solo dos tecnologías del cotidiano que actualmente están transformando la vida social de maneras completamente impredecibles. Este elemento de riesgo no controlado e incontrolable es intrínseco a una forma de vida en la que la constante innovación tecnológica se considera buena, necesaria e inevitable. “Cuando tú ves algo que es técnicamente atractivo”, dijo el físico Robert Oppenheimer, en referencia a su papel ejecutivo en la creación de las armas nucleares, “tú sigues adelante y lo haces, y discutes sobre qué hacer con ello solo después que has tenido tu éxito técnico”.

Me parece que este riesgo no controlado, universal y apenas tolerable genera una compensación: una atención celosa a esos riesgos que aparentemente pueden controlarse. Esta es la segunda forma en que la sociedad del riesgo de Beck es representada –en nuestra preocupación por la seguridad, nuestra “tolerancia cero”, nuestro constante escaneado en busca de “problemas” incipientes–. La “conciencia del riesgo” –“celebrada religiosamente”, como dice Illich– es el complemento del riesgo no controlado. Este tipo de conciencia obliga a la gente a vivir fuera y más allá de su experiencia encarnada. También la obliga a dominar el futuro de una manera novedosa. Una vez que la probabilidad de una eventualidad no deseada ha sido establecida, se puede dar pasos para prevenir su ocurrencia –se acaba con el embarazo de riesgo, se instalan cámaras de seguridad, la seguridad se convierte en la promesa de cada institución. Se salta de la prudencia a la obsesión; “cuídate” se vuelve el nuevo saludo de despedida.

Por confesión propia, Illich vivía para las sorpresas. “Nuestra esperanza de salvación”, les dijo a los que se graduaban de la Universidad de Puerto Rico en 1969, “descansa en dejarnos sorprender por el Otro. Aprendamos siempre a recibir más sorpresas. Decidí hace mucho guardar la esperanza por las sorpresas hasta el último acto de mi vida –es decir, en la muerte misma–. En la primera mitad de su trayectoria, percibió la rutinización de la caridad a través de las instituciones de servicio como la principal amenaza al espíritu de la sorpresa. Las instituciones de servicio reemplazan a los irregulares, espontáneos y poco fiables impulsos de la vocación personal con una respuesta garantizada. Creo que más tarde percibió la “conciencia del riesgo” de la misma manera. Un riesgo es una distribución probabilística en una población, no es una persona. Una persona invita al discernimiento –atención cuidadosa a una historia irrepetible– un riesgo es un algoritmo, una regla operativa que te dice qué hacer en un caso como este. Pero puede haber un mundo de diferencia entre este caso y un caso como este. La sorpresa es el enemigo cuando se sigue una regla.

Esto no quiere decir que el riesgo no tenga su lugar apropiado en el mundo. Un actuario necesita un conocimiento preciso de la frecuencia de ciertos eventos desfavorables; un cirujano sería negligente si no sopesa los daños de una intervención versus los beneficios. Como muchas cosas en el pensamiento de Illich esta es una cuestión de grado, o equilibrio. En medicina, por ejemplo, se necesita preguntar si el conocimiento del riesgo complementa el conocimiento personal del paciente, o lo reemplaza, de modo que, en efecto, el paciente se convierte en el riesgo. La misma pregunta se aplica a las sesiones de orientación genética para mujeres embarazadas que impresionaron tanto a Illich a través de la investigación de Celia Samerski. ¿Sabe la mujer que está siendo orientada genéticamente la diferencia entre ella misma, y el riesgo que ella conlleva como miembro de una clase? Internalizar el riesgo es volverse, en efecto, alguna otra. Lo singular es reemplazado por lo general; lo posible cede su lugar a lo probable; la esperanza cede a la expectativa calculable. El riesgo se vuelve un problema cuando se desplaza de la posición de una forma de conocimiento limitada y parcial a una “ideología celebrada religiosamente”.

El dios que rige el ámbito del riesgo es la vida. Se hace todo para aumentar, ampliar y salvar la vida. “Me he levantado cada mañana”, dijo el otro día el Ministro de Salud británico Matt Hancock, como justificación de su conducta durante la pandemia, “y he preguntado, ¿qué debo hacer para proteger la vida?” Los intereses de la vida ordenan y supervisan la conciencia del riesgo. Los conceptos son parecidos en su generalidad. Ambos absorben lo particular y lo personal dentro de lo abstracto y sinóptico. Se atiende al riesgo, por último, a fin de conservar la vida.

Esta generalidad asombrosa y pasmosa hace de la vida, según Illich, una palabra plástica. Una palabra plástica es una palabra que es toda connotación y ninguna denotación, una palabra que puede ir a cualquier parte y hacer de todo porque no está sujeta a límite alguno. Se trata de una luz desnuda, sin sombra, que nunca se apaga. Al principio Illich habló de esas palabras como “palabras ameba”, un término que utilizó en La sociedad desescolarizada para aludir a un término “tan flexible” que puede encajar en “cualquier intersticio de [un] lenguaje”. Cuando Illich encontró un espíritu afín en Uwe Pörksen, novelista y profesor de literatura alemana en la Universidad de Friburgo a quien Illich conoció en el Instituto de Estudios Avanzados (Wissenschaftkolleg) recién creado en 1980 en Berlín, ambos desarrollaron más este concepto bajo el nombre de palabras plásticas. Pörksen continuó elaborando sobre lo que habían empezado juntos y en 1988 publicó su libro Plastikwörter: Die Sprache einer Internationalen Diktatur, que fue traducido al inglés en 1995 como Plastic Words: The Tyranny of a Modular Language [Palabras plásticas: la tiranía de un lenguaje modular].

Las palabras plásticas son, entre otras cosas, palabras arrancadas del vernáculo y sometidas a lo que Illich llamó alguna vez una “limpieza científica”. Ellas retornan luego al uso cotidiano con un perfume nuevo de experticia y el aspecto de los que usan una bata blanca. En la película La leyenda del indomable (Cool Hand Luke), cuando el “capitán” de la cuadrilla de prisioneros pronuncia la frase citada con frecuencia, “lo que aquí tenemos es…una falla en comunicar”, la ironía depende de la naturaleza de la comunicación como una palabra plástica. Comunicar ya no es solo conectar, a la manera de un pasadizo comunicante que conecta; es comprometerse con un proceso que se puede estudiar y formalizar con precisión científica. Hablar de la comunicación es referirse a un dominio en el que un experto sabe, mejor que tú, cuándo te estás comunicando y cuando no. La palabra información pasa por una historia similar. Un antiguo término coloquial fue cooptado por la “ciencia de la información” y reconstruido como un asunto de la relación señal a ruido o de bits y bytes. Esto le daba a la palabra un aura o halo que mantenía en el lenguaje ordinario, de modo que cuando la Canadian Broadcasting Corporation introdujo la “Radio de Información”, invocaba una “comunicación” desde este plano más elevado de la ciencia. La CBC no solo te estaba diciendo algo –estaba entregando información –. Las palabras plásticas se convierten en recursos profesionales. Con la comunicación o el desarrollo, los expertos pueden construir y hacer el mundo tan maleable como las palabras mismas.

Fue con “una sensación de repentino espanto”, por tanto, que Illich se dio cuenta que la vida podría haberse vuelto una palabra plástica –una palabra que funciona principalmente como un recurso profesional. Compartió su reticente intuición con Uwe Pörksen y descubrió que su viejo amigo estaba aún más consternado que él ante la idea que la palabra vida pudiera volverse parte de esta categoría indignante:

Cuando fui donde Pörksen y le dije, “Uwe, pienso haber encontrado la peor de ellas, la vida; se quedó muy silencioso. Por primera vez… tuve la impresión de que se enojó conmigo, se desilusionó de mí. Estaba ofendido. Y tuvo que pasar entre seis a nueve meses antes de que pudiéramos hablar de nuevo sobre ese tema, porque es simplemente impensable que algo tan precioso y bello como la vida pudiera actuar como una palabra ameba.

El espanto de Pörksen era un indicador del propio espanto de Illich.

Como resumen entonces, antes de pasar a nuestras actuales circunstancias: Illich consideraba a la vida como un ídolo, un dios hecho por el hombre en cuya forma nos adoramos nosotros mismos, mientras al mismo tiempo generamos algo sagrado que ordena y justifica nuestra manipulación de lo viviente. Afirmó que la vida se había vuelto el objeto y ancla de “una nueva etapa de la religiosidad” –una mayor perversión de la comprensión bíblica de la vida como consecuencia del aliento de Dios–. Él pensaba que la vida se había vuelto algo “sustantivo” –una materia a ser cuantificada y conservada, un recurso a ser aumentado y administrado–. Sostenía que la idea de cada uno como persona –un ser irrepetible e inescrutable impregnado por una “historicidad misteriosa”– estaba siendo reemplazada por conceptos sistémicos en los que la individualidad se disuelve. Y creía finalmente que la palabra vida se había vuelto el sitio de un ominoso “colapso conceptual de la frontera” entre “modelo y realidad” y entre “proceso y sustancia”. Este colapso se expresa en nuestra idea de que, al convertirnos en protectores, campeones y devotos de la vida, hemos tocado sin residuo, reserva o rodeo a la vida misma.

¿De qué manera es todo esto pertinente en la situación presente, y respecto a los temores de mis interlocutores de que Illich esté siendo temerariamente mal interpretado por los que “dudan del covid”, según Dupuy? Veamos: lo que más me impresionó al comienzo de la pandemia fue la ciega certidumbre con la que todo el mundo actuó desde el momento en que la OMS pronunció la mágica palabra pandemia el 11 de marzo de 2020. En otros tiempos, la sabiduría convencional en salud pública hubiera aconsejado prudencia y calma, y apuntado las medidas operativas a poner en cuarentena a los enfermos y a proteger a los más vulnerables. Pero, ahora, repentinamente, todo el mundo entendió, por lo visto, que el miedo era nuestro amigo y aliado, y que el mayor número de gente posible debía ser puesta en confinamiento durante el mayor tiempo posible, y de que cualquier política que sugiriera adaptarse a esta nueva realidad era temeraria –“La inmunidad de rebaño es una gran estrategia, si no te importan los millones de muertos”, decía un titular en Canadá–. Para mi asombro, el feo término confinamiento (lockdown), anteriormente usado principalmente en prisiones y ocasionalmente en escuelas, cambió completamente su valencia y se volvió una expresión de nuestra mutua preocupación. Otras sorpresas, para mí, fueron que el “sistema de atención en salud” tenía que ser “protegido” de una situación de emergencia sanitaria y que debíamos “seguir la ciencia” religiosamente mucho antes de que hubiera cualquier ciencia relevante a seguir. A los epidemiólogos como John Ionannidis de Stanford se los ignoró cuando advirtieron de un “fracaso” equivalente a “saltar al precipicio”, si se adoptaban medidas draconianas antes de que nadie supiera con seguridad cuán contagiosa y cuán letal era en realidad la nueva enfermedad.

Rápidamente se volvió difícil cuestionar los costos del confinamiento. El disenso científico, aunque difundido, quedó mayormente barrido bajo la alfombra. “Canadá está en Guerra” declaró un principal periódico canadiense, y el disenso, en tiempos de guerra, puede ser interpretado como traición. En Canadá un distinguido grupo de veteranos de la salud pública, entre ellos varios ex jefes médicos oficiales de salud, emitió un pronunciamiento haciendo un llamado a restituir “un enfoque equilibrado” en el que los daños sean inteligentemente contrapuestos a los beneficios y que no sea una sola enfermedad el único punto focal y preocupación de la política gubernamental. Este pronunciamiento fue ignorado, y los que lo firmaron fueron mayormente excluidos de los medios principales. Se estableció una censura efectiva. Cuando tres epidemiólogos eminentes –Sunetra Gupta, Jayanta Bhattacharya y Martin Kulldorf –produjeron la Declaración de Great Barrington, abogando a favor de una política de lo que llamaron “protección enfocada” en lugar de la cuarentena universal, su intervención ni siquiera fue cubierta por los principales medios canadienses, a pesar del hecho de que todo lo que proponían era la restitución del statu quo ante en el sistema de salud pública. Más recientemente el Colegio de Médicos de Ontario, la instancia médica gobernante en mi provincia natal, ha amenazado “investigar” y con acciones “disciplinarias” contra los médicos que cuestionen los programas de vacunación, la utilidad de las mascarillas y el distanciamiento social, y el valor de los confinamientos. Ya sea en los medios, en la medicina o en el gobierno solo se pueden expresar opiniones aprobadas.

Lo que más me ha preocupado en esto ha sido la intensificación de aquello que escribí en otras ocasiones sobre el mito de la Ciencia, con el que aludo esencialmente a la idea de que hay una institución llamada Ciencia que habla con una sola voz incuestionable. Cuando alguien habla de “la ciencia”, se está comprometiendo con este mito. Por su naturaleza, las ciencias son plurales, disputables y sujetas a revisiones desorganizadas e inacabables. Hablar de ellas en singular, y luego tratar a esta fusión como un oráculo, conlleva dos consecuencias profundamente perniciosas. Primero se anticipa a las políticas. Ni los daños supuestamente evitados por los confinamientos ni los daños supuestamente creados por ellos son información definitiva. No existe una ciencia que pueda determinar cualquiera de ellos con precisión porque, en ambos casos, estarán implicados algunos supuestos de partida cuestionables, junto con muchos otros modelos y escenarios probables. (No hay que insistir en lo que debería ser obvio, pero la misma sociedad no puede estar, al mismo tiempo, confinada y no confinada, que es la única manera en que podría realizarse una comparación “científica” definitiva entre dos condiciones). Esta es la razón por la cual las personas, en este momento, están tan apasionadamente, y yo diría muy legítimamente, divididas acerca de la efectividad de los confinamientos –están partiendo de supuestos diferentes, comparando casos disimiles, y realizando concesiones y ajustes variados a estas disimilitudes–. Imaginar que la “Ciencia” pudiera poner en orden todo esto es, en mi opinión, una fantasía reaccionaria y destructiva. La política es la esfera de la elección moral –la esfera en la que se toman apropiadamente las decisiones sobre cómo vamos a vivir–. La ciencia simplemente no te puede decir si es correcto dejar que una persona muera sola a fin de evitar algún riesgo de diseminar el contagio necesariamente hipotético. “Seguir [lo que dice] la ciencia” en casos donde la ciencia no es aplicable o no existe es, por tanto, una fórmula para el vaciamiento completo de la política. Desde hace mucho tiempo que estoy de acuerdo con la opinión del filósofo de la ciencia francés Bruno Latour quien sostiene que solo podemos volver a “aterrizar” a través de un renacimiento de la política, y que este resurgimiento dependerá de una redefinición de las ciencias que rompa el dominio de la Ciencia mistificada sobre la política. Me parece, en consonancia con ello, que el reforzamiento del mito de la Ciencia que la pandemia ha hecho posible es algo que debe combatirse.

La segunda consecuencia perniciosa de este mito es el daño a las ciencias mismas. A pesar de la censura que se ha ejercido durante la pandemia, cualquier persona de mente abierta y con una variedad de fuentes habrá notado aún los desacuerdos fundamentales que desde un inicio dividieron a los epidemiólogos, virólogos, especialistas en enfermedades contagiosas y expertos en salud pública. Estos desacuerdos son normales, predecibles y saludables. Lo que no ha sido nada saludable es la ficción de unanimidad proclamada por aquellos que pretenden conocer y seguir a la ciencia. En mi opinión, esta ficción perpetúa una imagen falsa de las ciencias en la que se suprime todo tipo de variabilidad, contingencia y sesgo. Peor aún, su fundamentalismo engendra la propia anticientificidad a la que pretende oponerse. Las ciencias prosperarán y servirán sus propios propósitos solo cuando dejen de ser confundidas con la voz de la Naturaleza o la voz de Dios.

Las políticas de cuarentas masivas que muchos gobiernos adoptaron durante el último año han sembrado varias consecuencias amenazantes y fatídicas. Derechos básicos han sido eliminados; medios de subsistencia se han perdido; se ha incurrido en una deuda enorme; las relaciones sociales se han vuelto virtuales; se ha alentado el pánico; las artes han sido diezmadas; y cientos de otros problemas se han agudizado como resultado de una focalización exclusiva en COVID-19. Si acaso los beneficios de estas políticas han compensado estos costos es, como he tratado de mostrar, una cuestión política. Es obvio que tengo dudas de que así sea y me inclino a pensar que la opción de “protección enfocada” propuesta por la Declaración de Great Barrington habría sido el más sensato curso a seguir. Pero lo que realmente me preocupa es porqué algo tan claramente debatible no puede, aparentemente, ser debatido. Y es aquí donde pienso que Illich vuelve a entrar en escena.

Tan atrás como los 1980 inclusive, Illich había detectado entre sus contemporáneos una nueva “topología conceptual y perceptual”, un nuevo “espacio mental”, decía él, que era “no continuo con el pasado”. Me parece que los conceptos detrás de los cuales la mayoría se ha alineado en el último año pertenecen a esta nueva topología. Son destacables los conceptos del riesgo, la seguridad, la gestión y, sobre todo, la vida. Hemos estado “practicando” y aculturando estas ideas por muchos años, pero tenía que venir una pandemia para evidenciar cuán completamente han quedado establecidas. La cuarentena masiva se vio como un paso necesario e incuestionable, y no como una novedad debatible, porque la vida debe protegerse, el riesgo debe evitarse, la seguridad debe ser lo más importante. El daño a los estilos de convivialidad establecidos y hábitos culturales arraigados era soportable porque estos nuevos conceptos determinan cada vez más nuestra forma de vida –ellos son nuestra cultura–. La idea del distanciamiento y la evasión como ejercicios de solidaridad funcionó porque ya suficientes individuos se consideraban como componentes de un sistema inmunológico –una vida a escala ampliada– más que como integrantes de una sociedad o cultura política. El contraste era marcado en el caso de la devoción religiosa. Los rituales de la salud y seguridad fueron aprobados y alentados; los rituales religiosos fueron excluidos. Los primeros eran tratados como consensuados, sustantivos y obligatorios; los segundos como cascara opcional que puede practicarse únicamente a gusto del Estado.

Cuando Illich escribió sobre la “desescolarización”, promoviéndola como el sine qua non de cualquier “movimiento de liberación humana”, su argumento no era la eliminación de las escuelas sino el “retiro de su reconocimiento oficial” (disestablishment) –una expresión que la mayor parte de sus lectores hubiera asociado enteramente con la religión–. El gobierno, dice la primera enmienda de la constitución estadounidense, “no hará ninguna ley respecto al establecimiento de la religión”. La propuesta de Illich fracasó porque pocos compartían su opinión de que la escolarización debiera considerarse “el establecimiento de una religión” en vez de algo más utilitario. La religión solo se hace perceptible como tal únicamente cuando se vuelve una creencia opcional, más que una forma de vida obvia. Fue precisamente a fin de marginarla y contenerla que la religión se redefinió como una creencia, en vez de una práctica, durante el período moderno.

Mi punto es que el “nuevo estado de religiosidad” de Illich, centrado en torno a la vida, no es fácil de percibir como tal. Podría serlo para los miembros devotos de las confesiones abrahámicas que colocan el centro de la vida en Aquél en quien “vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser” y por tanto no ven a la preservación y prolongación de la vida sea como un bien exclusivo o como el bien superlativo. Pero para aquellos que viven dentro de los horizontes de esta religiosidad, necesariamente debe asumir la forma de algo obvio e incuestionable. Cuando me tocó hablar hace poco con un cirujano que me quería convencer de someterme a una cirugía que creía podría ampliar mi “expectativa de vida”, tuve la impresión de que simplemente no podía entender cómo pudiera ser posible cualquier otro objetivo –una búsqueda de la “hora [apropiada] de mi muerte”, por ejemplo –. Para alguien como él, la vida es un bien sin restricciones, la muerte un mal sin atenuantes. Lo que se torna sagrado se vuelve intocable e incuestionable. Delante de la vida, esa cosa preciosa que debemos salvar a toda costa, todos deben inclinarse y guardar silencio. Esto permite que el gobierno continúe como si estuviera detrás de un velo. La imagen es precisa por cuanto era un velo lo que ocultaba de la vista al Sanctasanctórum en el Segundo Templo de Jerusalén. Era este velo que los Evangelios dicen se rompió en dos en la hora de la Crucifixión, profanando el sagrado antiguo y abriendo la puerta, a la larga, a nuestra reverencia por la vida en sí misma, la vida como su propio dios.

Para resumir: creo que durante el año pasado se ha vuelto a la gente menos competente, menos consciente, más temerosa y más inclinada al ritualismo y el sentimentalismo. Mitos fatales, como el mito de la Ciencia, han resultado fortalecidos. Más gente ha quedado relegada al nuevo proletariado cuyo único trabajo restante es recolectar bonos del Estado, consumir entretenimiento y aplaudir por encargo. El Foro Económico Mundial ha sido alentado a diseñar su Gran Reseteado mediante el cual el capitalismo monopólico finalmente se volverá indistinguible del socialismo. Las hegemonías profesionales incapacitantes han sido fortalecidas. Las conversaciones difíciles –sobre la vacunación del Covid, digamos– se han vuelto más difíciles aun, si no imposibles, debido a una polarización irresponsable. El soberano que autoriza estos desarrollos es la Vida, junto con las divinidades menores auxiliares que lleva su séquito, como ser el riesgo, la seguridad y la gestión. Creo que Illich vio venir esto, y que me mantengo en sintonía con él en este punto.

Conté la historia de un joven que se preguntaba, después de escuchar a Illich dar su conferencia sobre Némesis Médica, si la propuesta de Illich era “dejar que la gente se muera”. Estoy seguro que la misma pregunta se me podría ahora hacer a mí. Es una pregunta curiosa porque implica que depende de mí, o Illich, o cualquier otro al que se pueda desafiar de esta forma, permitir o no permitir la muerte. Antiguas imágenes de las Parcas las muestran tejiendo y cortando la tela del destino, asignando a cada uno al nacer un pedazo intransferible. La imagen contemporánea es contraria. Nada determina nuestros destinos excepto la vigilancia de las instituciones que nos protegen. Viviremos hasta que, al terminar el tratamiento, se nos “deja” morir. La desmesura de esta imagen refleja como un espejo el fatalismo de la anterior. Illich era un hombre del “camino medio”, lo cual no significaba para él la mediocridad sino el filo de la navaja de un discernimiento constantemente renovado. No abogaba por dejar deliberadamente que la gente se muera, como tampoco abogaba por mantenerla con vida a cualquier costo. Nada nos dirá por adelantado dónde debiera quedar el equilibrio, pero ciertamente nunca lo encontraremos si prohibimos toda discusión.

La idea de que la vida y la muerte, o el bien y el mal, están indisolublemente enmarañados en el mundo no es una idea nueva, y no debería ser controvertida. Los cristianos tienen la parábola del grano y la cizaña para enseñarles esto; los budistas tienen la idea de que el bien y el mal son de “origen codependiente”. Solo en una civilización completamente entregada a lo que Illich llamó alguna vez “una compulsión por hacer el bien” esta idea requeriría defenderse o explicarse. Tener que defenderla, sin embargo, coloca al defensor en la extraña posición de hablar pareciera en favor de cualquier mal que la última guerra está supuestamente erradicando. Creo que la opinión de Illich, expresada en su maravilloso ensayo “Investigación por la gente”, era que se puede trazar una aproximada pero clara distinción entre una tecnología que “remedia” ciertos males e inconvenientes de la condición humana y la tecnología que apunta, en los términos de Francis Bacon, al “dominio sobre la naturaleza”. Esta idea de una tecnología como remedio que él atribuye a Hugo de San Víctor, es lo más cerca que llegó, y lo más cerca que pensó le era posible llegar, a especificar un principio de lo bastante, lo suficiente o el límite, sobre el que pueda fundarse una filosofía de la tecnología post prometeica y post baconiana. Cualquiera sea la manera en que se formule este principio, con seguridad estipulará cosas que no pueden hacerse así como cosas que sí se pueden hacer. Por el contrario, la vida ejerce una demanda ilimitada. Se trata del bien repetitivo, deslumbrante e interminable que la cristiandad corrompida le transmitió a la modernidad. El pasado año fuimos tras él como nunca antes y sin advertir nunca el parteaguas que estábamos cruzando. Para “salvar vidas” hemos puesto al mundo de cabeza, aceptando la censura y el control social invasivo, abandonando a los ancianos e inmolando a los marginales de la economía. Hemos permitido una mayor mitificación de lo que ya estaba por demás mitificado –la Ciencia como un oráculo concebido como inmaculado e infalible–. Hemos dado paso a la virtualización intensiva, el pánico creciente y el daño a la convivialidad. Mi pregunta es: ¿valió la pena?

Para concluir entonces: tanto Wolfgang Palaver como Jean-Pierre Dupuy han sugerido que Illich está siendo o bien malinterpretado o empujado demasiado lejos. En respuesta, he intentado sacar las consecuencias de la denuncia que hizo Illich de la vida como un ídolo y mostrar que lo que su “olfato, su intuición y su razón” le decían hace 40 años ha sido revelado y realizado más completamente en el entretanto. Lo que me gustaría saber ahora es dónde se encuentra la diferencia con mis interlocutores. ¿Piensan ellos que estoy equivocado sobre el daño provocado el año pasado? ¿Consideran que estoy malinterpretando a Illich? ¿O piensan que el propio Illich está equivocado?

*Del original Concerning Life: An Open Letter To Jean- Pierre Dupuy And Wolfgang Palaver en blog del autor el 11 de junio 2021

[https://www.davidcayley.com/blog/2021/6/11/concerning-life-1]

**Traducción de Hernando Calla, La Paz – Bolivia, 30 de marzo de 2023 (algunos paréntesis incluyen términos clave del original, algunos corchetes son sugerencias del traductor) y publicada por CONSPIRATIO, publicación periódica para "Pensar Siguiendo las Pistas de Iván Illich", N°4 Primavera 2023.

[https://thinkingafterivanillich.net/conspiratio-number-4-spring-2023/#pdf-conspiratio-number-4-spring-2023/299/]



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