por Hannah Arendt
III
Cuando se dice que la verdad de hecho o factual, como
antítesis de la racional, no es antagonista de la opinión, se formula una
verdad a medias. Todas las verdades —no sólo las distintas clases de verdad de
razón sino también la de hecho— se contraponen a la opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad
implica un elemento de coacción, y las tendencias a menudo tiránicas, tan
lamentablemente visibles entre los profesionales veraces se pueden generar en
la tensión de vivir habitualmente bajo
alguna clase de compulsión, más que en un fallo de carácter. Juicios como “la suma de los ángulos de un triángulo
es igual a dos rectos”, “la tierra se mueve alrededor del sol”, “es mejor
sufrir un daño que hacerlo”, “en agosto de 1914 Alemania invadió Bélgica” son
muy distintos por la forma en que se llegó a ellos, pero una vez considerados
verdaderos y reconocidos como tales, comparten el hecho de estar más allá del
acuerdo, la discusión, la opinión o el consenso. Para quienes los acepten, esos
juicios no varían según el gran o escaso número de los que sustentan la misma
tesis; la persuasión o la disuasión son inútiles, porque el contenido del
juicio no es de naturaleza persuasiva sino coactiva (Así es como Platón, en
Timeo, traza una línea entre los hombres capaces de percibir la verdad y los
que mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que percibe la
verdad [en griego] se activa a través de la instrucción, cosa que, por
supuesto, implica desigualdad y de la que se puede decir que es una forma suave
de coacción; los segundos deben ser sólo persuadidos. Los puntos de vista de
los primeros, dice Platón son inamovibles, en tanto que siempre se puede
persuadir a los segundos de que cambien sus criterios)[11]
Lo que cierta vez señaló Mercier de la Rivière acerca de la verdad matemática
se aplica a todo tipo de verdad: “Euclide
est un véritable despote; et les vérités géometriques qu’il nous a transmises,
sont des lois veritablement despotiques” (“Euclides es un verdadero
déspota, y las verdades geométricas que nos transmitió son leyes verdaderamente
despóticas”) Dentro de la misma actitud, unos cien años antes, Van Groot —para
limitar el poder del príncipe absoluto— había insistido en que “ni siquiera
Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro”. Con esa frase no quería
subrayar la limitación implícita de la omnipotencia divina, sino que invocaba
la fuerza coactiva de la verdad frente al poder político. Estas dos
observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva
política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si el poder
podría y debería controlarse no sólo mediante una constitución, una carta de
derechos y diversos poderes, como en el sistema de controles y balances, en el
que, según decía Montesquieu, “le pouvoir arrête le pouvoir” (“el poder detiene
al poder”) —es decir, mediante factores que surgen del campo político estricto
y pertenecen a él— sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su
fuente en un lugar que no es el campo político y que es tan independiente de
los deseos y anhelos de la gente como lo es la voluntad del peor de los
tiranos.
Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un
carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón
temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le
otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan
la coacción. Los hechos están más allá
de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos —todos los intercambios
de opinión fundados en informaciones correctas— no servirá para establecerlos.
Se puede discutir, rechazar o adoptar una opinión inoportuna, pero los hechos
inoportunos son de una tozudez irritante que nada puede conmover, exceptuadas
las mentiras lisas y llanas. El problema es que la verdad de hecho, como
cualquier otra verdad, exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y
el debate es la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento y
de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva
política, son necesariamente avasalladores: no toman en cuenta las opiniones de
otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo
pensamiento estrictamente político.
El pensamiento político es representativo; me formo una
opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista,
recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. Este proceso de
representación no implica adoptar ciegamente los verdaderos puntos de vista de
los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran al mundo desde una
perspectiva diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o
sentir como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría,
sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad pero [imaginándome estar]
donde en realidad no estoy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo
presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuando mejor pueda
imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otro, tanto más
fuerte sería mi capacidad de pensamiento representativo, y más válidas mis
conclusiones, mi opinión (Esta capacidad de una “mentalidad amplia” es la que
permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la primera parte
de su Crítica del juicio, aunque él
no reconoció las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento). El
proceso mismo de formación de la formación de la opinión está determinado por
aquellos en cuyo lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única
condición para aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho
de estar libre de los propios intereses privados. Por consiguiente, si evito
toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no
estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en
realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo
convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a
obrar así y hacerme una opinión que sólo considere mis propios intereses, o los
intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy
cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la
falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de
una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad.
Ninguna opinión es evidente por sí misma. En cuestiones de
opinión, pero no en cuestiones de verdad, nuestro pensamiento es genuinamente
discursivo, va de un lado a otro, de un lugar del mundo a otro, por así
decirlo, a través de toda clase de puntos de vista antagónicos, hasta que por
fin se eleva desde esas particularidades hacia alguna generalidad imparcial.
Comparado con este proceso, en el que un asunto particular se lleva a campo
abierto para que se pueda verlo en todos sus aspectos, en todas las
perspectivas posibles, hasta que la luz plena de la comprensión humana lo
inunda y lo hace transparente, un juicio de verdad tiene una opacidad
particular. La verdad de razón inunda el entendimiento humano y la verdad de
hecho debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque
tampoco son transparentes, y está en su naturaleza misma la capacidad de
resistir una mayor dilucidación, así como está en la naturaleza de la luz
resistir la iluminación.
Además, en ningún otro punto esa opacidad es más evidente ni
más irritante que cuando nos enfrentamos con los hechos y con la verdad de
hecho, porque no hay ninguna razón concluyente para que los hechos sean lo que
son; siempre podrían haber sido distintos y esta abrumadora contingencia es
literalmente ilimitada. Es debido a lo aleatorio de los hechos que la filosofía
premoderna se negó a tomar en serio el campo de los asuntos humanos, impregnado
de hechos, o a creer que alguna verdad significativa se podría descubrir alguna
vez en la “melancólica casualidad” (Kant) de la secuencia de hechos que
constituyen el curso del mundo. Ninguna filosofía de la historia moderna
consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional de la pura
factualidad; los filósofos modernos idearon toda clase de necesidad, desde la
dialéctica de un espíritu del mundo o de las condiciones materiales, hasta las
necesidades de una naturaleza humana presuntamente invariable y conocida, para
que los últimos vestigios del aparentemente arbitrario “podría haber sido de
otro modo” (que es el precio de la libertad) desaparezcan del único campo en
que los hombres son libres de verdad. Es cierto que mirando hacia atrás —o sea,
con perspectiva histórica— cada secuencia de acontecimientos se ve como si las
cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una ilusión óptica, o
más bien existencial: nada podría ocurrir si la realidad no destruyera, por
definición, todas las demás potencialidades originalmente inherentes a toda
situación dada.
En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que
la opinión, y esto ha de estar entre las razones por las que quienes sustentan
opiniones encuentran relativamente fácil desacreditar esta verdad como si se
tratara de una opinión más. Por otra parte, la evidencia factual se establece
mediante el testimonio de testigos presenciales —sin duda poco fiables— y por
registros, documentos y monumentos, todos los cuales pueden ser el resultado de
alguna falsificación. En el caso de una disputa, sólo se puede invocar a otros
testigos pero no a una tercera y más alta instancia, y al acuerdo se llega normalmente
por vía mayoritaria, es decir, tal como en la conciliación de disputas de
opinión, un procedimiento por entero insatisfactorio, ya que no hay nada que
evite que una mayoría de testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario,
bajo ciertas circunstancias, el sentimiento de pertenencia a una mayoría puede
incluso propiciar el falso testimonio. En otras palabras, en la medida en que
la verdad de hecho está expuesta a la hostilidad de los que sustentan opiniones,
es al menos tan vulnerable como la verdad filosófica racional.
Antes observé que el que dice la verdad de hecho está, en
algunos aspectos, en peores condiciones que el filósofo de Platón: que su
verdad no tiene un origen trascendente y ni siquiera posee las cualidades
relativamente trascendentes de principios políticos como la libertad, la
justicia, el honor y el valor, todos los cuales pueden inspirar la acción
humana y manifestarse en ella. Ahora veremos que esta desventaja tiene
consecuencias más serias que las pensadas anteriormente, consecuencias que se
refieren no solo a la persona del hombre veraz sino también —y esto es más
importante— a las posibilidades de que su verdad sobreviva. La inspiración y la
manifestación de las acciones humanas pueden no ser adecuadas para competir con
la evidencia apremiante de la verdad, pero en cambio sí lo son, como veremos,
para competir con la persuasividad inherente a la opinión. Cité antes la frase
socrática “es mejor sufrir un daño que hacerlo” como ejemplo de un juicio
filosófico que concierne a la conducta humana y, por consiguiente, que tiene
implicaciones políticas. Lo hice en parte porque esta sentencia se ha
convertido en el principio del pensamiento ético occidental, y en parte porque,
hasta donde tengo noticias, siguió siendo la única proposición ética que se
puede derivar directamente de la experiencia filosófica específica (El
imperativo categórico de Kant, el único competidor en este campo, se puede
despojar de sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación
como un imperativo en lugar de una mera proposición. Su principio básico es el
axioma de la no contradicción —el ladrón se contradice porque quiere guardar
como propiedad suya los bienes que roba— y este axioma debe su validez a las
condiciones de pensamiento que Sócrates fue el primero en descubrir).
Los diálogos platónicos nos dicen una y otra vez que la
aseveración de Sócrates (una proposición, no un imperativo) sonaba a paradoja,
que con facilidad era refutada en la calle, donde una opinión se opone a otra
opinión, y que Sócrates fue incapaz de probar y demostrar su validez no solo
ante sus adversarios, sino también ante sus amigos y discípulos. (El más
dramático de estos pasajes se encuentra en el principio de La república.[12]
Después de un vano intento de convencer a su antagonista Trasímaco de que la
justicia es mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de
Sócrates, dicen a su maestro que su argumento no había sido convincente. El maestro
admira la argumentación de los jóvenes: “Sin duda debe haber algo divino en
vuestra naturaleza, para que no os hayáis podido persuadir de que la injusticia
es mejor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de tal modo en favor de
la primera”. En otras palabras estaban convencidos antes de que empezara la
discusión, y todo lo que se había dicho para apoyar la verdad de la proposición
no solo no había conseguido persuadir a los no convencidos sino que ni siquiera
había tenido la fuerza necesaria para reforzar sus convicciones). Encontramos
en los diálogos platónicos todo lo que pueda decir en su defensa. El argumento principal es el de
que para el hombre, que es uno, es
mejor estar en conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en
contradicción consigo mismo,[13]
un argumento que tiene mucha fuerza para el filósofo, cuyo pensamiento
caracteriza Platón como un silencioso diálogo consigo mismo y cuya existencia,
por consiguiente, depende de un intercambio constantemente articulado consigo
mismo, de una partición en dos de la unidad que, sin embargo, él es; puesto que una contradicción básica
entre los dos interlocutores que sostienen el diálogo reflexivo destruiría las
condiciones mismas de la actividad filosófica.[14]
En otras palabras, como el hombre lleva dentro un interlocutor del que nunca
podrá liberarse, lo mejor que puede ocurrirle es no vivir en compañía de un
asesino o de un falsario. Además, ya que el pensamiento es el diálogo callado
que se produce entre el sujeto y su yo, hay que tener cuidado de mantener
intacta la integridad de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por
completo la capacidad de pensar.
Para el filósofo —o más bien para el hombre en la medida en
que un ser pensante, esta proposición ética sobre hacer y sufrir el mal no es
menos cierta que la verdad matemática. Pero para el hombre como ciudadano, como
ser que obra comprometido con el mundo y la prosperidad pública más que con su
propio bienestar —incluida, por ejemplo, su “alma inmortal” cuya “salud” debería
estar por encima de las necesidades de un cuerpo mortal—, la afirmación socrática no es verdadera. Muchas veces se
señalaron las desastrosas consecuencias que para cualquier grupo tendría el
hecho de empezar a seguir con toda seriedad, los preceptos éticos derivados del
hombre en singular, ya sean socráticos, platónicos o cristianos. Mucho antes de
que Maquiavelo recomendara proteger el campo político de los principios puros
de la fe cristiana (los que se niegan a resistir al mal permiten a los malvados
“hacer todo el mal que quieran”). Aristóteles advertía en contra de permitir
que los filósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos políticos (A los
hombres que por motivos profesionales han de preocuparse tan poco por “lo que
es bueno para ellos mismos”, no se les puede confiar lo que es bueno para los
demás, y menos que nada el “bien común”, los intereses muy concretos de la
comunidad).[15]
La verdad filosófica se refiere al hombre en su singularidad
y, por tanto, es apolítica por naturaleza. Si acaso el filósofo insiste, no obstante,
en que su verdad prevalezca ante las opiniones de la mayoría, sufrirá una
derrota y tal vez de ella deduzca que la verdad es impotente, una perogrullada
equivalente a que un matemático, incapaz de cuadrar el círculo, se quejase de
que el círculo no sea un cuadrado. A continuación podría sentirse tentado, como
Platón, de hacerse oír por algún tirano con inclinaciones filosóficas, y en el
afortunado y muy poco probable caso de que tuviera éxito, podría fundar una de
esas tiranías de “la verdad” que conocemos especialmente a través de las
diversas utopías políticas y que, por supuesto, son tan tiránicas como las
otras formas de despotismo. En el apenas menos improbable caso de que su verdad
se impusiera sin el auxilio de la violencia, simplemente porque los hombres
concuerdan con ella, él habría obtenido una victoria pírrica. En tal caso, la
verdad le debería su predominio no a su cualidad coactiva sino al acuerdo de la
mayoría, la misma que podría cambiar de parecer al día siguiente y sostener
alguna otra cosa: lo que fuera verdad filosófica se convertiría en mera
opinión.
Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en sí un
elemento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en ciertas condiciones,
tanto como el poder de la opinión puede tentar al filósofo. Por ejemplo, en la
Declaración de Independencia, Jefferson decía que ciertas “verdades son
evidentes por sí mismas”, porque quería situar el acuerdo básico entre los
hombres de la Revolución, más allá de toda disputa y discusión; como los axiomas
matemáticos, debían expresar las “creencias de los hombres” que “dependen no de
su propia voluntad, sino que siguen involuntariamente las evidencias propuestas
a su entendimiento”.[16]
Con todo, al decir “consideramos que
estas verdades son evidentes por sí mismas”, aunque no fuera totalmente
consciente de ello, concedía que la afirmación “todos los hombres fueron
creados iguales” no es evidente por sí misma sino que necesita del acuerdo y el
consenso, admitía que la igualdad, para tener importancia en el campo político,
no es “la verdad” sino una cuestión de opinión. De otra parte, existen
aseveraciones filosóficas o religiosas que concuerdan con esta opinión —como
aquella que dice que todos los hombres son iguales ante Dios, ante la muerte, o
por cuanto todos ellos pertenecen a la misma especie de animal rationale— pero ninguna de ellas tuvo jamás ninguna
consecuencia política o práctica, porque el elemento nivelador, ya sea Dios, la
muerte o la naturaleza, trasciende y está fuera del campo en que se produce la
relación humana. Esas “verdades” no están entre los hombres sino por encima de
ellos y ninguna suerte de esas está detrás de la moderna o antigua aceptación
de la igualdad, sobre todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan
sido creados iguales, no es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo
creemos porque la libertad sólo es posible entre iguales, y creemos que las
alegrías y gratificaciones de estar libremente acompañados han de preferirse a
los placeres dudosos de ser obedecidos. Estas preferencias tienen la máxima
importancia política, y aparte de ellas hay pocas cosas por las que los hombres
se diferencien más profundamente entre sí. Su calidad humana, estaríamos
tentados de decir, y sin duda la calidad de todo tipo de relación entre los
hombres, depende de esas elecciones. No
obstante, se trata de una cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió
Jefferson, muy a pesar suyo. Su validez depende del acuerdo y consentimiento
libre; se llega a ellas a través del
pensamiento discursivo, representativo, y se comunican a través de la
persuasión y la disuasión.
La proposición socrática “es mejor padecer el mal que
hacerlo” no es una opinión sino que pretende ser una verdad, y aunque se pueda
dudar de que alguna vez haya tenido una consecuencia política directa, es
innegable su impacto en la conducta práctica como precepto ético; sólo disfrutan
de un reconocimiento mayor las normas religiosas, que son absolutamente
vinculantes para la comunidad de creyentes. ¿Este hecho no entra en clara
contradicción con la generalmente aceptada impotencia de la verdad filosófica?
Y, en vista de que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo resultaba
la proposición de Sócrates para amigos y enemigos por igual cuando el maestro
trataba de probar su validez, debemos preguntarnos cómo pudo obtener su alto
grado de aceptación. Es evidente que se habrá debido a un tipo de persuasión
poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa verdad —dejar un
ejemplo, no al presentarse al tribunal ateniense sino cuando se negó a evitar
la sentencia de muerte. Y esta enseñanza mediante el ejemplo es, sin duda, la
única forma de “persuasión” de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en
la perversión o la distorsión; [17]por
la misma razón, la verdad filosófica puede convertirse en “práctica” e inspirar
la acción sin violar las normas del ámbito político sólo cuando consigue
hacerse manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un
principio ético tiene de ser verificado y confirmado. Es así que, por ejemplo, para
verificar la idea de coraje podemos recordar el comportamiento de Aquiles y
para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en Jesús de Nazareth o
en San Francisco; estos ejemplos enseñan o persuaden por inspiración, de modo
que cada vez que tratamos de cumplir un acto de valor o de bondad, es como si
imitáramos a alguien, imitatio Christi o
de quien sea. A menudo se señala que, como decía Jefferson, “un sentido vívido
y duradero del deber filial se imprime con mayor eficacia en la mente de un hijo
o una hija tras la lectura de El rey Lear que por la lectura de todos
los secos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan escrito”,[18]
y que, como decía Kant, “los preceptos generales aprendidos de sacerdotes o de
filósofos, o incluso tomados de los propios recursos, nunca son tan eficaces
como un ejemplo de virtud o santidad”.[19]
La razón, como lo explica Kant, es que siempre necesitamos “intuiciones… para
verificar la realidad de nuestros conceptos”. “Si son puros conceptos del
entendimiento”, como el concepto del triángulo, “las intuiciones reciben el
nombre de esquemas”, como el triángulo ideal, percibido sólo por los ojos de la
mente y no obstante indispensable para reconocer todos los triángulos; sin
embargo, si los conceptos son prácticos, referidos a la conducta, “las
intuiciones se llaman ejemplos”.[20]Y,
a diferencia de los esquemas, que
nuestra mente produce por sí misma gracias a la imaginación, estos ejemplos se
derivan de la historia y dela poesía, a través de las cuales —como señalara
Jefferson— “se abre para nuestro uso un campo de imaginación” completamente
distinto.
Esta transformación de un juicio teórico o especulativo en
verdad ejemplar —una transformación de la que sólo es capaz la filosofía moral—
es una experiencia límite para el filósofo: al establecer un ejemplo y “persuadir”
a la gente de la única forma en que puede hacerlo, él ha empezado a actuar.
Hoy, cuando casi ninguna sentencia filosófica, por atrevida que sea, se tomará
lo bastante en serio como para que ponga en peligro la vida del filósofo,
incluso esta rara oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica
ha desaparecido. Sin embargo, en nuestro contexto es importante tener en cuenta
que tal posibilidad existe para el que dice la verdad de razón, pero no existe
en ninguna circunstancia para el que dice la verdad factual que en éste, como
en otros temas, está en peor situación que antes. No sólo que las afirmaciones
objetivas no contienen principios por los cuales los hombres puedan actuar, y
que así puedan resultar manifiestos en el mundo; su contenido mismo se resiste
a este tipo de verificación. Alguien que dice la verdad de hecho, en el
improbable caso de que quisiera apostar su vida por un hecho en particular,
cometería una especie de contrasentido. Lo que se manifestaría en su acción
sería su valentía o quizá su tozudez, pero no la verdad de lo que tenía que
decir ni tampoco su propia veracidad. ¿Por qué un mentiroso no sostendría sus
mentiras con gran coraje, sobre todo en política, donde podría estar motivado por
el patriotismo o alguna otra clase de legítima lealtad de grupo?
Tercera sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 252-262. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla. Ver sección IV en: http://umbrales2.blogspot.com/2015/09/verdad-y-politica.html
Tercera sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 252-262. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla. Ver sección IV en: http://umbrales2.blogspot.com/2015/09/verdad-y-politica.html
[11] Timeo,
51D52.
[12] Véase
La república, 367. Compárese también Critón,
49D: “Sé que sólo unos pocos hombres sostienen, o sostendrían alguna vez
esta opinión. Entre los que lo hacen y los que no, no puede haber una discusión
común; necesariamente se mirarán unos a otros desdeñando sus distintos
intereses”.
[13] Véase
Georgias, 482, donde Sócrates dice a
Calicles, su oponente, que “Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo
consigo mismo, sino que se contradecirá durante toda su vida”. Después añade: “Es
mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí… y que muchos hombres
no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que soy uno, esté en desacuerdo conmigo
mismo y me contradiga”. (Trad. J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, p.19)
[14] Para
una definición del pensamiento como el diálogo silencioso entre el sujeto y su
yo, en especial véase Teeteto 189-190, y El
sofista, 263-264. Dentro de esta misma tradición, Aristóteles llama [en
griego] —otro yo— al amigo con quien mantiene esa especie de diálogo.
[15] Ética nicomaquea, libro 6, en especial
1140b9 y 1141b4.
[16] Véase
el “Draft preamble to the Virginia Bill
Establishing Religious Freedom” (“Borrador del preámbulo de la ley de Virginia
que establece la libertad religiosa”), de Jefferson.
[17] Ésta
es la causa de la observación de Nietzsche en “Schopenhauer als Erzieher”: “Ich mache mir aus einem Philosophen gerade
so viel, al ser imstande ist, ein Beispiel zu geben”.
[18] En
una carta a W. Smith, del 13 de noviembre de 1787.
[19] Crítica del juicio, 32 (trad. M. García
Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1984).
[20] Ibid., 59.
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