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martes, 17 de mayo de 2016

Conciencia, ley y desobediencia civil

por Daniel Berrigan S.J.*

Demos por supuesto, ya desde el comienzo, la naturaleza grave de este asunto. La verdad es que resulta tan profundamente serio que, ante él, muchos hombres de buena voluntad se encuentran entre la espada y la pared: entre la muerte violenta y la cárcel por resistirse a la violencia. La sangre y las lágrimas de estas personas nos impiden la frivolidad de una discusión abstracta o fría.

Permítaseme comenzar con un postulado que puede resultar incomodo, pero que en cualquier caso es inevitable. El postulado tiene nombre de lugar: la facultad de derecho de la universidad de Cornell. La facultad es anglo-sajona, blanca, occidental.[1] Es rica, se mire por donde se mire: en bibliotecas, en sabiduría profesional, en tradición, en recursos de todo tipo. Soporta el peso de muros góticos, y un colorido peculiar durante las cuatro estaciones del año. Como tal, es miembro por derecho propio de la llamada Ivy league.[2] Y se ha asociado en estrecha colaboración con determinadas estructuras de facultades de derecho igualmente blancas, ricas, anglosajonas, occidentales, post-cristianas y post-góticas. Todas ellas albergan abogados, estudiantes, bibliotecas y, por extensión, gran parte de nuestro futuro —si es que alguno nos queda—. Les rindo este entusiasta tributo "de encargo", aunque el mío puede que sea, irónicamente sólo el tributo de un bribón.

Tal es, crasamente resumida, la geografía.

Y también tengo un decorado. Ni procedo de la frente de Júpiter, ni es que me haya traído la cigüeña: la verdad es simplemente —si es que alguien se lo puede creer— que procedo de una tradición férrea por lo que respecta a la ley, y en la que se insistía con fuerza en el vigor de la obediencia. Algunos hay que han oído algo de nosotros —la compañía de Jesús—. Se nos conoce acá y acullá.

Ahora bien, puede que le convenga a los fines ocultos de la ley civil, o incluso de la iglesia católica, considerarme un fenómeno, algo extraño: esa clase de rareza biológica que surge de vez en cuando, muy ocasionalmente, para desmentir y confundir los más rigurosos procesos de selectividad. Puede que tal sea el caso. O puede también que sea algo distinto a eso. Es posible que la tradición jurídica y la mía propia, estén llegando a converger hacia un punto de verdad. Que ambos estemos intentando poner de relieve lo mismo: perplejos por igual, quizá incluso en peligro, ante una verdad de la cual, ninguno de los dos, podamos por más tiempo erigirnos en custodios.

El problema es de la tradición: la mía propia y la de la profesión jurídica. Creo que la posibilidad de un hombre queda en gran parte afectada por la tradición de la que procede. Lo he dicho en reiteradas ocasiones en el recinto universitario de Cornell; lo he dicho también ante la SDS ("estudiantes por una sociedad democrática"), ante las comunidades religiosas, ante las fraternidades (o asociaciones estudiantiles), también lo he dicho y repetido ante mi propia alma: nos guste o no, somos lo que hemos sido. Cualquier persona puede pretender que va a algún sitio, pero para ello necesita venir de otro. La alienación absoluta, en cualquier sentido total que se la considere, tan sólo puede ser fuente de desarraigo e irresponsabilidad.

Para ir a cualquier sitio, el hombre debe venir de otro. Por lo que a mí se refiere, y si mi pretensión de estar arraigado en la tradición cristiana es válida, ello se debe solamente a mi esfuerzo consciente por abrazar una ciudadanía y una fe que va de Jesús a Pablo, a Galileo, a Newman, a Teilhard de Chardin, a Juan el papa, y que se apodera de mí de manera irresistible. Del mismo modo, quien pretenda quedar entroncado a la tradición jurídica del occidente, ello es debido a que pretende identificarse con un espíritu que va desde la Carta magna, a través de la Common law inglesa, hasta Holmes y Frankfurter, hasta uno mismo.

Tampoco hace falta decir, con toda seguridad, que cualquiera que pretenda ser heredero de su tradición deberá al mismo tiempo abominar de cuantas tentaciones y mentiras corrompen esa tradición. Pues también es cierto que esta proposición es convertible: cualquiera puede pretender venir de algún sitio concreto, si es que se dirige a otro determinado. Así, de este modo, por consiguiente, debo rechazar la furia y la incoherencia de la inquisición. Y los abogados, a no dudarlo, deben estar en estos momentos intentando liberarse de las actividades heredadas de la legislación esclavista. Yo, personalmente y con otros muchos que piensan como yo, estoy intentando superar un concepto sacerdotal inhumano: su menosprecio por los hombres vivos. Y los hombres de leyes, me figuro, estarán rechazando las tentaciones del dinero todopoderoso, de los hombres poderosos, de la ignorancia de los sucesos y de las pasiones sociales actuales, el menosprecio de cuantos intentan marchar codo con codo, al unísono con el hombre: los inconformes ante la guerra, los estudiantes del poder negro,[3] cuantos intentan abrirse paso entre la perplejidad y la crueldad, hacia una posible sociedad honesta, decente y justa.

Por supuesto, puede que todo esto no resulte ser sino retórica hueca, a la luz de nuestros verdaderos deseos y motivos. Porque hace falta mucho valor, mucha disciplina y mucha paciencia, para ser hombre de tradición arraigada, en el sentido que aquí se da a la expresión, en cualquier esfera vital. Una de las dificultades estriba en que cada disciplina, cada aspecto de la vida pública del hombre actual, tiende hoy día —en virtud de su propia irreprimible importancia— a reclamar al hombre totalmente para sí misma. A los abogados les complace creer —o creerse— que el hombre es la suma de sus leyes; a los sociólogos, que el hombre es el compendio de los fenómenos sociales; piensan los filósofos que el hombre queda definido exclusivamente por su sabiduría o su lógica; los creyentes, que el hombre es su religión; los nacionalistas que el hombre debe vida y bienestar al Estado; y los generales están convencidos de que el hombre debe marchar contra otros hombres, a los acordes marciales marcados por ellos. Pero me atrevo a sugerir, apelando a un hecho de vida, que para llegar a ser hombre, es imprescindible a veces eludir y repudiar estas definiciones y estas etiquetas. Hay que liberar al gueto, desobedecer la ley, repudiar la raza, trascender la religión. Para llegar a ser verdaderamente estudiante, es necesario primero aniquilar Columbia. Para conseguir ser ciudadano, es imprescindible manifestarse por las calles de Chicago. Para llegar a acatar profunda e inteligentemente la ley, es preciso enfrentarse a ella. Al menos, éstas son las vías abiertas que los hombres que piensen algo se sienten impulsados a explorar. Los hombres desobedecen, destruyen, quebrantan leyes. ¿Son ya por eso criminales de hecho? ¿O actúa en el corazón de esas actitudes algo mucho más profundo y misterioso? ¿Puede convertirse en cuestión de conciencia el quebrantar una ley determinada?

De aquí, pues, surge una tesis, basada en la época misma que nos ha tocado vivir: lo que no quiere decir, desde luego, que el argumento sea irrebatible o incontrovertible. Para justificarse a sí mismo, este argumento debe tener en cuenta tanto la existencia de una administración de justicia recalcitrante, como la de apasionados violadores de la ley: la inexorable presencia de estructuras fosilizadas de una parte, y de otra la creciente marea de esperanza humana, incontenible.

Ahora, actualmente, en este preciso instante, poderosas fuerzas de amor y odio están realmente experimentando con el futuro mismo de nuestra sociedad. Nadie puede —al menos racionalmente— sugerir que el inmovilismo o el compromiso puedan llegar a significar en modo alguno una salida viable a los problemas planteados. De ninguna manera. Todo parece indicar, de acuerdo con la historia, que una solución tan simple no llevaría, por sí misma, sino a su propia autodestrucción. No es actitud sincera con respecto a los hechos como éstos se presentan, con el curso verdadero de los acontecimientos, con la evidencia real a la que nos enfrentamos. Desde luego, la revolución es la entraña de esa evidencia: un cambio social radical está a la orden del día... y constituye el sueño o la pesadilla nocturna.

También éste fue el "orden" de mi generación, e igualmente nuestra pesadilla. Procedemos de una zona de pobreza, de un género de indigencia de la zona norte de los Apalaches. En los años treinta nuestra familia, de tradición rural, formó parte de la epidemia de pobreza de aquella época de la gran depresión.[4] Y muy a duras penas pudimos salir adelante. Tuvimos experiencia de primera mano, no porque nadie nos lo contara, de la cercana catástrofe del crash, los duros y lentos tiempos de recuperación con Roosevelt y el new deal, los primeros pasos hacia la reforma social. Fuimos nosotros los destinatarios para los que el new deal estuvo planeado.[5] "Programas de ayuda pública", el llamado "Cuerpo de recuperación civil", el "Acta de reconstrucción industrial": comimos nuestra sopa de letras y nos podíamos dar por contentos, por muy solpicado insustancial que aquello fuera.

Durante aquellos mismos años, mientras que las instituciones federales quedaban conmovidas hasta sus cimientos, otro hecho de vida rodeaba y afectaba a mi familia. Pertenecíamos a una iglesia cuya más importante palabra, nos gustara o no, les gusta o no les gustara a otros, era auténticamente revolucionaria. La revolución sólo algo más tarde se puso en marcha. No importaba: la bomba ya estaba ya colocada. Sólo era cuestión de poner en marcha el detonador. Mientras tanto, no tuvimos más remedio que ir quemando las etapas imprescindibles, antes de llegar a cualquier revolución: es decir, la iniciativa al entero servicio, en manos por completo, de los reaccionarios. La actual revolución de la iglesia está en deuda con sus más encarnizados opositores —por muy paradójico o irónico que esto pueda resultar—. El cardenal Spellman y el senador Joseph McCarthy fueron los precursores; florecieron, sin control de nada ni de nadie, durante los años cincuenta. (Durante los mismos años, y para estímulo de cuantos pudieron el tener el privilegio de echar un vistazo alrededor, ya había en escena hombres como Maritain, Murray, y el papa Juan: todos ellos apuntando a algo radical y nuevo). Y así llegamos a la década de los sesenta, y la guerra se autoabasteció a sí misma, fue engrosándose poco a poco, hasta convertirse en una auténtica furia. Los católicos se unieron a comunidades de protesta a lo largo del país: un muro de fuego contra aquel otro fuego monstruoso. Los "Dos de Boston", los "Cuatro de Baltimore", los "Nueve de Catonsville", los "Catorce de Milwaukee", los "Nueve de Washington", los "Ocho de Nueva York", las protestas de parte de católicos, sobre todo sacerdotes, en Chicago, en Newark, en Brooklyn, en Cleveland. ¿Revolución? El resultado de todo —permítaseme por un momento ser presuntuoso— no es enteramente desfavorable.

¿Pero qué hay de la revolución legal? Las perspectivas no son buenas. Más bien me atrevo a decir que los hechos son, sencillamente, lamentables. Hoy día la ley cambia con excesiva lentitud: la ley misma, y la mentalidad de cuantos la fabrican, de los que obligan a cumplirla, de los que la enseñan y estudian. Los rápidos acontecimientos de cambio social los están dejando, a todos ellos, en auténtico fuera de juego.

Pero hay todavía noticias peores que comunicar: la ley, tal y como actualmente se reverencia y se enseña y se impone, se convierte precisamente en estímulo para la ilegalidad, más exactamente dicho, para la a-legalidad. Los abogados, y las leyes y los tribunales, y los sistemas  penitenciarios, permanecen casi totalmente inmóviles ante una sociedad convulsionada que hace de la desobediencia civil un auténtico deber civil (y aún me atrevo a decirlo: un deber religioso y moral). La ley se alía más y más con formas de poder cuya existencia es, cada vez más, puesta en cuarentena. Abogados, estudiantes de derecho, profesores de derecho, no han elevado su voz —ni con fuerza ni sin ella— contra una guerra monstruosa y exactamente ilegal.

Por tanto, si los hombres hubieran de obedecer la ley quedarían forzados, en las presentes circunstancias sociales, bien a desobedecer a Dios, o bien desobedecer las exigencias mismas de humanidad. En verdad, obedecer hoy día las leyes americanas, tal y como son interpretadas y juzgadas por muchos abogados, como son impuestas por muchos tribunales, como se castiga su quebrantamiento en muchas cárceles, acarrea inevitablemente, en muchos momentos cruciales, la violación de las exigencias impuestas por el más rudimentario sentido común de cualquier conciencia civilizada.

La ley permite, por otra parte, un método fantástico, y posiblemente ruinoso, de selectividad en la acción de imponer su cumplimiento: dicho crasamente, de discriminación. La actuación criminal de muchas personas en el poder ni siquiera se investiga; mientras que aquellos a quienes la alienación o la desesperación les lanza a la calle, son perseguidos con todo el rigor imaginable. ¿Diversos criterios? ¿Dobles standards? Por supuesto que sí. Con respecto al rigor o a la rapidez con que se aplica la ley, los criterios son muy distintos según se trate, digamos, de un policía, un afro-americano, un ejecutivo de una empresa, un clérigo, un estudiante contestario.

A algunos se les señala por principio. Algunos otros, también por principio, quedan protegidos. Y el resultado casi siempre es predecible. A la persona humana se le fuerza a quebrantar la ley... como exigencia estricta precisamente de ser persona. La ley ajusta sus tornillos, acogota literalmente los miembros de hombres decentes. Algunos se deciden por el heroísmo, la mayoría se acomoda simplemente a la complicidad, sencillamente porque no son héroes: no se puede esperar un héroe en el trasfondo de todo hombre. Este sistema legal suprime la honestidad humana como fuente de integridad social, porque los hombres buenos no son capaces con frecuencia de convertirse en héroes. Se les empuja a un mal objetivo, a una obediencia perniciosa, porque la ley que se les impone está orientada y dirigida... ¿a qué? ¿A la supervivencia? ¿Al prestigio? ¿A la ambición de poder?

Me gustaría ahora sacarle a este tema todo el partido posible. La profesión legal —me atrevo a afirmarlo— es una de las diversas profesiones que, en el más amplio espectro de la convivencia humana, están simplemente actuando contra el hombre mismo. Las más influyentes facultades de derecho de América producen anualmente un número ingente de abogados cuya vida profesional se convierte en refugio, casi en coartada, para eludir el cambio social y esconder legalmente, limpiamente, la cabeza bajo el ala para no enterarse, ni quererse enterar, de los acuciantes problemas humanos de la realidad tal como se presenta. Tales facultades son las que "forman" jueces que procesan a personas como mi hermano Philip, y como yo mismo, simplemente pacifistas, mientras que de otra parte no procesan a hombres que llevan a cabo una guerra genocida. Tales facultades "forman" abogados que intercambian los intereses americanos en Naciones Unidas, en las embajadas americanas en todo el mundo, en programas del gobierno que enmascaran, o abiertamente fomentan, objetivos reaccionarios y retrógrados de carácter nacionalista: objetivos compuestos de militarismo, nacionalismo estúpido, guerras limitadas, pero no devastadoras. Y si el presente puede dar medida de lo que ha de ser el futuro, tales facultades de derecho no están sino fortaleciendo un sistema económico de grandes empresas capitalistas que habrán de agudizar incesantemente la hegemonía económica americana en el extranjero y arraigar cada vez más firmemente la pobreza y el racismo en los propios Estados Unidos.

La profesión jurídica, en efecto, termina pues por relacionarse, progresivamente, con menos necesidades reales de la vida, con menos problemas auténticos, y con menos hombres de carne y hueso. ¿Necesitaremos reflexionar sobre el hecho doloroso de que procede de la profesión jurídica, el presidente de los Estados Unidos, Mr. Richard Nixon? La caridad, o la más profunda decepción espiritual, nos eximen de todo comentario.

Ahora bien, el hecho realmente doloroso consiste en que Mr. Nixon constituye, verdaderamente, un caso en ningún modo anómalo: en la profesión jurídica, según los abogados van escalando el poder, Mr. Nixon es en efecto un caso tipo. El es, de hecho, americano puro, cosecha de 1970. Dentro de una organización que cada día defiende los intereses de menor número de personas, el sistema continúa operando en su beneficio, a su favor siempre. Indudablemente, nunca debe Nixon haber tenido motivo alguno para reflexionar seriamente sobre la frase irónica que Florence Nightingale escribía a Inglaterra el siglo pasado, desde Crimea: "No estoy segura de hasta qué punto sirve de algo un hospital" —escribía la dama—; "pero de lo que sí estoy suficientemente segura es que, desde luego, la finalidad de un hospital no es la de propagar enfermedades". —Y me refiero con esto a la inmensa mayoría de los pabellones públicos de los hospitales urbanos en la actualidad—. No, si Mr. Nixon o sus familiares precisan de asistencia médica, la consiguen rápidamente. Y a cargo de especialistas de entera confianza.  Para ampliar el tema: si algún miembro de su familia busca plaza escolar en alguna institución docente, la encuentra fácilmente: según su mentalidad sobre lo que la educación debiera ser, a no dudar que la escuela seleccionada sería buena. Si él o su familia necesita los servicios de un tribunal, o de la ley, la pericia consumada de estas instituciones se inclinará efectivamente a su favor.[6] Mr. Nixon y su familia son personas, como ponen de relieve las fotografías, pletóricas de salud y bienestar, con cobijo en una casa bien acondicionada, bien alimentadas, bien atendidas por la policía, bien atendidas por la iglesia, bien pertrechadas contra los imponderables aguijones y venablos del destino.

Muchos americanos, sin embargo, y desde luego la inmensa mayoría de los seres humanos en el mundo entero, ya no están tan bien armados, ni tan bien instalados en su propia casa —si es que la tienen—, ni tan bien alimentados, ni tan reconfortados por la palabra complaciente de la iglesia y del estado. Alrededor del mundo, en efecto, la asistencia médica propaga las enfermedades (bien por su impericia, bien por su lastimosa ausencia). . La mayoría de los hombres sobre la tierra habitan viviendas enteramente precarias, están mal alimentados, mal vestidos; y si para escapar a este yugo de desesperación quebrantan la ley, la ley les unce de nuevo con un espasmo de violencia. Y de este modo, cuantos viven muriendo lentamente, mueren en un instante.

La razón básica, para poner de relieve todos estos hechos, según yo lo entiendo, es la de intentar conseguir una percepción de nuestra relación personal con esta vasta escena mundial. Dado el hecho de que la máquina americana no funciona bien, ya sea a nivel doméstico —sus mismas piezas constitutivas—, ya a nivel internacional —o en su engranaje general con el mundo entero—, los hombres de buena voluntad deben, de una vez por todas, lanzarse a la acción. Algunos de ellos dentro del orden práctico de los acontecimientos tal y como están las cosas, deben estar dispuestos a ir a la cárcel, antes que seguir siendo "buenos" ciudadanos en libertad. Esto significa que ese tipo de persona debe tener la decidida voluntad de reaccionar ante lo que ve y contempla cuando dirige su atención a esa máquina, cuando la oyen fallar, cuando ven sangre humana impregnando sus piezas y su mecanismo entero. La máquina está programada para lanzar por una espita irreprimible un vasto arsenal letal de basura militar (ochenta billones y medio de dólares en el actual presupuesto de guerra y de preparación de guerra); por otra espita, siempre en disminución, un débil chorro, apenas un hilo delgadísimo, de servicios (unos once billones de dólares en total, que hay que repartir entre sanidad, educación y seguridad social). Son muchos los que, como estricta exigencia de salud mental y lógica, experimentan la imperiosa urgencia de decir algo muy sencillo: "La máquina funciona mal". Y si la jurisprudencia y la legalidad, al servicio de la máquina, una legalidad para provecho militar y económico, promulgada por generales y magnates feudales, debe ser destruida en defensa de las necesidades del hombre, ¡destruyamos la ley! Hagamos que la máquina fracase, que quede deshecha, destrozada, hecha añicos, y reconstruida con nueva mentalidad, con propósitos nuevos. Obliguemos a prestar atención y a entrar en razón a los poderes irracionales que la sustentan y que perpetúan su maligna producción.

Hace tan sólo algunos años, la mayoría de nosotros, los denominados "Nueve de Catonsville", no teníamos tan dura opinión sobre nuestra maquinaria social, Yo, al menos, jamás había violado una ley civil hasta mayo de 1968. Esta fue una de las experiencias comunes, compartidas por los nueve. Desde Guatemala hasta Norvietnam, hasta África, hasta el centro de las ciudades de Nueva York, Nueva Orleans, Washington, Newburgh y Baltimore, habíamos observado la ley, habíamos trabajado dentro de la más estricta legalidad, habíamos creído y esperado que el cambio fuera posible dentro y mediante la ley. Durante muchos años habíamos albergado la esperanzada ilusión de que ser buenos americanos era un cometido secular aceptable. Y que en ese marco, en el seno de esa comunidad secular, podríamos llegar a ser capaces de elaborar y poner en práctica nuestra específica vocación cristiana.

Pero súbitamente, para todos nosotros, la escena americana dejó de ser algo tan convincentemente bueno. Se convirtió, en efecto, en una escena inmoral, corrompida por una guerra inútil y cara en el extranjero, y por un racismo doméstico creciente y aterrador. Nuestra escena era ya distinta: ningún hombre honrado podía seguir aprobándola, si es que se quería merecer, al menos, el solo nombre de hombre. La escena americana, en sus relaciones cruciales —ley, estado, iglesia, otras comunidades nacionales, nuestras propias familias— fue sometida a una interrogante, a una interrogante mortal. ¡Nada menos que la inculpación... y la condena! En verdad, el cambio que experimentamos fue tan totalizante y devastador, que se equivoca de medio a medio quien interprete la acción de Catonsville como un mero acto de protesta contra éste o aquel aspecto concreto de la vida americana. Catonsville, correctamente entendido, significó un visceral y profundo "NO", dirigido no solamente contra una ley federal que protege y estimula la licencia de caza de hombres. Nuestra acción se dirigió, como intentaba patentizar inequívocamente nuestra declaración, contra todo presupuesto hoy día considerado importante dentro de la escala de valores de la vida americana. Nuestra acción fue, en el más estricto sentido de la palabra, una conspiración. Es decir, nos habíamos puesto de acuerdo para atacar los presupuestos básicos vigentes de la vida americana. Nuestra acción significaba nuestra negativa y nuestra resistencia a que las instituciones americanas estuviesen actualmente funcionando de tal modo que pudieran ser aprobadas, o incluso defendidas, por hombres de buena voluntad. Tratábamos de negar que la ley, la medicina, la educación, y el sistema de seguridad y asistencia social (y sobre todo, los estilos y objetivos militares y paramilitares que rigen, controlan y dominan todo lo demás), negábamos, pues, que todo ello prestara servicio alguno al pueblo, incluyera a los necesitados, o pudiera esperarse que cambiara de acuerdo con las necesidades cambiantes. Negábamos que todo esto abarcara o implicara las reservas de los hombres de buena voluntad: imaginación, flexibilidad moral, pragmatismo realista, o compasión. Estábamos negando que cualquier estructura importante de la vida americana respondiera seriamente a la defensa de las necesidades de juventud, de los negros, de los pobres, de los obreros, de la gente con sensibilidad religiosa, de la gente con capacidad de apasionamiento o idealismo. Este tipo de persona sometía sus propias instituciones a crítica, con la confiada esperanza de que fueran capaces de llegar a poder actuar de modo decente y correcto.

Mucho fue lo que arriesgamos, como más tarde pudimos comprobar. Estábamos atacando nada menos que una presuposición subyacente, optimista, intangiblemente testaruda: la de que el paradigma americano es, en efecto, un buen ejemplo del modo en que se comportan los seres civilizados. La presuposición de que, en asuntos domésticos, las instituciones americanas pueden ser un buen modelo de comunidad humana: en la administración de justicia, en asistencia médica, en exigencias religiosas, en atención a las necesidades de los más pobres.

Y al atacar la presuposición americana, estábamos sin duda atacando implícita y explícitamente la ley y a los juristas. Estábamos atacando la presuposición de que los abogados son capaces de abrazar profundamente una tradición —en el sentido de que antes ya se ha hablado— y por tanto de que nos pudieran servir de algo. Estábamos atacando la presuposición de que la ley americana, en su forma actual, pueda representarnos, interpretar y asumir nuestro sentido de la justicia, juzgar nuestros actos, castigarnos por ello.

De modo que nuestra acción fue, en efecto, peligrosa hasta un extremo que la sociedad enseguida reconoció y comprendió. Era peligrosa, del mismo modo que la evidencia de la buena salud debe significar siempre un peligro para la ansiedad neurótica, la enfermedad, el miedo a la vida, la desesperanza, la abulia, el temor. Créaseme: la quema de ficheros de reclutamiento, por hombres y mujeres como nosotros, constituye un cierto género de juicio preliminar y particular. Y algo tiene que ver con el fin y el agotamiento de una paciencia ya demasiado larga, desesperadamente prolongada. Lo que quiere decir que cuando gentes como nosotros adquieren conciencia del hecho de que las cárceles y los tribunales significan el otro extremo imprescindible de nuestra insensatez de Vietnam, entonces los santuarios en los que tiene su asiento el poder, y todos aquellos que los ocupan, están verdaderamente en peligro. Las personas que comparten, desde su nacimiento,  los privilegios y beneficios de la vida americana, no se revuelven normalmente con demasiada rapidez contra sus iguales. Ni tan inequívocamente. Ni vagabundos, ni hippies, ni feroces negros: ¡imagínense! Simples clérigos, clase media, blancos, hombres y mujeres con profundas convicciones religiosas... ¿pero qué está pasando aquí?

Quizá haya expuesto ya lo suficiente, con respecto a las implicaciones de Catonsville, tanto para tranquilizar como para preocupar. Tranquilizar: nuestro punto de mira está enfocado a la ley. Preocupar: apuntamos en realidad más allá de la ley. Apuntábamos a un cambio social, en una época de parálisis y pánico. Nuestra esperanza era modesta y premeditada. No estábamos pidiendo de modo utópico un cambio apocalíptico súbito en el carácter de la ley de nuestra propia tierra. Pedíamos, se crea o no se crea, nada más que la mínima observancia a la ley que consta en los libros. Pedíamos a abogados y jueces una insistencia mínima sobre la obediencia a la ley. Insistíamos en que, si cuantos están encumbrados obedecieran la ley, no existiría razón alguna que nos empujara a quebrantar esa ley. Pedíamos un presidente que obedeciera, que fuera fiel, al mandato que le había llevado a su cargo. Pedíamos unas fuerzas policiales que evitaran la violencia como su primer objetivo. Pedíamos que los ciudadanos aceptaran la ley patria con respecto a la igualdad de oportunidades, al acceso igualitario a la educación, viviendas, puestos de trabajo: para todos, blancos o negros.

Nuestras esperanzas eran bien modestas. Pero en las frecuentes explosiones de furia pública desde el año 1954, nuestras esperanzas, una por una, fueron arrasadas. No nos quedó una sola. La ley y el orden eran violados casi de modo universal y sistemático. Fueron violados, sobre todo y frecuentísimamente, por todos aquellos que nos lo gritaban como slogan de salvación universal. ¡Ley yorden! La ciudadanía era racista sin rebozo; la policía, violenta; el congreso, delincuente; los tribunales de justicia, cómplices; el presidente seguía incrementando indefinidamente una guerra oficialmente no declarada, jurídicamente inexistente. Se prolongaba, seguía indefinidamente, una sincronizada danza de la muerte, la celebración del horror.

Fue entonces cuando decidimos actuar. Los hechos de tal acción ya han sido descritos en las páginas anteriores. Su resultado está ante los tribunales.

Termino con una palabra de esperanza. Nuestras vidas forman parte de una vasta paradoja social. Los bien instalados están roídos frecuentemente por una íntima y secreta desesperación. Pero aquellos que han arriesgado su vida y su buen nombre, están interiormente encendidos por un gozo y una esperanza inextinguibles. En verdad, abrigamos una tan fuerte esperanza en el poder de la vida misma, y en la vitalidad de nuestra sociedad, que llegamos a jugarnos la vida, rigurosamente hablando, a manos del poder. Deseamos descubrir con seguridad si nuestra sociedad está agonizando o no, en sus puntos neurálgicos, o si está naciendo algún misterioso hombre nuevo. Nuestra acción en Catonsville tuvo el prodigioso efecto de esa clase de prueba médica de la que habla el poeta T. S. Eliot: "Con el fin de encontrar la curación, nuestra enfermedad debe agudizarse y empeorar".

Desde un determinado punto de vista, hemos contribuido a empeorar la ya deteriorada salud pública de muchas realidades nacionales. Hemos desconcertado a buenas personas, entre ellas a nuestros propios amigos y colaboradores, en la universidad y en la iglesia. Hemos endurecido los corazones de muchos, que parecían estar suavizándose hacia ideas de paz e ideales de justicia doméstica. Pero una tal esperanza hubiera constituido tan sólo otra forma de ilusión, a menos que se estuviera intentando la exploración de las entrañas secretas e inconscientes de desesperación y enfermedad, que son la cruz de la moneda cuya cara queda simbolizada en el optimismo nacional.

Que así sea. Hemos intentado subrayar con nuestras lágrimas, y en caso de necesidad con nuestra sangre, la esperanza de que el cambio es todavía posible. De que los americanos todavía están a tiempo de humanizarse. De que la muerte puede ser alternativa no necesariamente inevitable. De que una sociedad unida y compasiva es todavía posible. En esa esperanza descansa nuestro alegato.

* Capítulo 4 de "Conciencia, ley y desobediencia civil"; Ediciones Sígueme: Salamanca (España) 1974. Traducción de Juan J. Coy (con ajustes de Hernando Calla, abril 2016)





[1] Según el orden establecido, las más puras esencias norteamericanas quedan encarnadas en la sociedad WASP, es decir, white, anglo-saxon, protestant, blanca, anglosajona, protestante. El resto vendrían a ser ciudadanos de segunda clase. Berrigan aquí sustituye “protestante” por “occidental”, con muy buen tino (N.d.T).
[2] La Ivy league la componen las universidades privadas más antiguas y de más tradición en Estados Unidos, todas ellas localizadas en el Este. Son: Cornell, Columbia, Princeton, Harvard, Yale, Brown, Colgate, Dartmouth y la University of Pennsylvania. Hoy tienen una connotación de clasismo, y hasta de pedantería (N.d.T.).
[3] El black power: su teoría básica, dicho en síntesis, podría ser ésta: el negro debe alcanzar el poder político para entonces, sólo entonces, entablar negociación con el blanco de igual a igual. Rechazan el “integracionismo” a una cultura blanca que no es la suya y que consideran alienante e imitación simiesca (N.d.T.).
[4] The great crash, el enorme desastre económico norteamericano del año 29, analizado en la obra del mismo título, entre muchas otras, por John Kenneth Galbraith (N.d.T).
[5] New deal, o nuevo pacto, programa electoral de Roosevelt basado fundamentalmente en una serie de medidas socializadoras (N.d.T.).
[6] El asunto Watergate aún estaba lejos (N.d.T.).

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