por Daniel Berrigan S.J.*
Demos por supuesto, ya desde el comienzo,
la naturaleza grave de este asunto. La verdad es que resulta tan profundamente
serio que, ante él, muchos hombres de buena voluntad se encuentran entre la
espada y la pared: entre la muerte violenta y la cárcel por resistirse a
la violencia. La sangre y las lágrimas de estas personas nos impiden la
frivolidad de una discusión abstracta o fría.
Permítaseme comenzar con un postulado que
puede resultar incomodo, pero que en cualquier caso es inevitable. El postulado
tiene nombre de lugar: la facultad de derecho de la universidad de Cornell. La
facultad es anglo-sajona, blanca, occidental.[1] Es rica, se mire por donde
se mire: en bibliotecas, en sabiduría profesional, en tradición, en recursos de
todo tipo. Soporta el peso de muros góticos, y un colorido peculiar durante las
cuatro estaciones del año. Como tal, es miembro por derecho propio de la
llamada Ivy league.[2] Y se ha asociado en estrecha
colaboración con determinadas estructuras de facultades de derecho igualmente
blancas, ricas, anglosajonas, occidentales, post-cristianas y post-góticas.
Todas ellas albergan abogados, estudiantes, bibliotecas y, por extensión, gran
parte de nuestro futuro —si es que alguno nos queda—. Les rindo este entusiasta
tributo "de encargo", aunque el mío puede que sea, irónicamente sólo
el tributo de un bribón.
Tal es, crasamente resumida, la geografía.
Y también tengo un decorado. Ni procedo de
la frente de Júpiter, ni es que me haya traído la cigüeña: la verdad es
simplemente —si es que alguien se lo puede creer— que procedo de una tradición
férrea por lo que respecta a la ley, y en la que se insistía con fuerza en el
vigor de la obediencia. Algunos hay que han oído algo de nosotros —la compañía
de Jesús—. Se nos conoce acá y acullá.
Ahora bien, puede que le convenga a los
fines ocultos de la ley civil, o incluso de la iglesia católica, considerarme
un fenómeno, algo extraño: esa clase de rareza biológica que surge de vez en
cuando, muy ocasionalmente, para desmentir y confundir los más rigurosos
procesos de selectividad. Puede que tal sea el caso. O puede también que sea
algo distinto a eso. Es posible que la tradición jurídica y la mía propia, estén
llegando a converger hacia un punto de verdad. Que ambos estemos intentando
poner de relieve lo mismo: perplejos por igual, quizá incluso en peligro, ante
una verdad de la cual, ninguno de los dos, podamos por más tiempo erigirnos en
custodios.
El problema es de la tradición:
la mía propia y la de la profesión jurídica. Creo que la posibilidad de un
hombre queda en gran parte afectada por la tradición de la que procede. Lo he
dicho en reiteradas ocasiones en el recinto universitario de Cornell; lo he
dicho también ante la SDS ("estudiantes por una sociedad
democrática"), ante las comunidades religiosas, ante las fraternidades (o
asociaciones estudiantiles), también lo he dicho y repetido ante mi propia
alma: nos guste o no, somos lo que hemos sido. Cualquier persona puede
pretender que va a algún sitio, pero para ello necesita venir de otro. La
alienación absoluta, en cualquier sentido total que se la considere, tan sólo
puede ser fuente de desarraigo e irresponsabilidad.
Para ir a cualquier sitio, el hombre debe
venir de otro. Por lo que a mí se refiere, y si mi pretensión de estar
arraigado en la tradición cristiana es válida, ello se debe solamente a mi
esfuerzo consciente por abrazar una ciudadanía y una fe que va de Jesús a
Pablo, a Galileo, a Newman, a Teilhard de Chardin, a Juan el papa, y que se apodera
de mí de manera irresistible. Del mismo modo, quien pretenda quedar entroncado
a la tradición jurídica del occidente, ello es debido a que pretende
identificarse con un espíritu que va desde la Carta magna, a través de la Common law inglesa, hasta Holmes y Frankfurter,
hasta uno mismo.
Tampoco hace falta decir, con toda
seguridad, que cualquiera que pretenda ser heredero de su tradición deberá al
mismo tiempo abominar de cuantas tentaciones y mentiras corrompen esa
tradición. Pues también es cierto que esta proposición es convertible:
cualquiera puede pretender venir de algún sitio concreto, si es que se dirige a
otro determinado. Así, de este modo, por consiguiente, debo rechazar la furia y
la incoherencia de la inquisición. Y los abogados, a no dudarlo, deben estar en
estos momentos intentando liberarse de las actividades heredadas de la
legislación esclavista. Yo, personalmente y con otros muchos que piensan como
yo, estoy intentando superar un concepto sacerdotal inhumano: su menosprecio
por los hombres vivos. Y los hombres de leyes, me figuro, estarán rechazando
las tentaciones del dinero todopoderoso, de los hombres poderosos, de la
ignorancia de los sucesos y de las pasiones sociales actuales, el menosprecio
de cuantos intentan marchar codo con codo, al unísono con el hombre: los
inconformes ante la guerra, los estudiantes del poder negro,[3] cuantos intentan abrirse
paso entre la perplejidad y la crueldad, hacia una posible sociedad honesta,
decente y justa.
Por supuesto, puede que todo esto no
resulte ser sino retórica hueca, a la luz de nuestros verdaderos deseos y
motivos. Porque hace falta mucho valor, mucha disciplina y mucha paciencia,
para ser hombre de tradición arraigada, en el sentido que aquí se da a la
expresión, en cualquier esfera vital. Una de las dificultades estriba en que
cada disciplina, cada aspecto de la vida pública del hombre actual, tiende hoy
día —en virtud de su propia irreprimible importancia— a reclamar al hombre
totalmente para sí misma. A los abogados les complace creer —o creerse— que el
hombre es la suma de sus leyes; a los sociólogos, que el hombre es el compendio
de los fenómenos sociales; piensan los filósofos que el hombre queda definido
exclusivamente por su sabiduría o su lógica; los creyentes, que el hombre es su
religión; los nacionalistas que el hombre debe vida y bienestar al Estado; y
los generales están convencidos de que el hombre debe marchar contra otros
hombres, a los acordes marciales marcados por ellos. Pero me atrevo a sugerir,
apelando a un hecho de vida, que para llegar a ser hombre, es imprescindible a
veces eludir y repudiar estas definiciones y estas etiquetas. Hay que liberar
al gueto, desobedecer la ley, repudiar la raza, trascender la religión. Para
llegar a ser verdaderamente estudiante, es necesario primero aniquilar
Columbia. Para conseguir ser ciudadano, es imprescindible manifestarse por las
calles de Chicago. Para llegar a acatar profunda e inteligentemente la ley, es
preciso enfrentarse a ella. Al menos, éstas son las vías abiertas que los
hombres que piensen algo se sienten impulsados a explorar. Los hombres
desobedecen, destruyen, quebrantan leyes. ¿Son ya por eso criminales de hecho?
¿O actúa en el corazón de esas actitudes algo mucho más profundo y misterioso?
¿Puede convertirse en cuestión de conciencia el quebrantar una ley determinada?
De aquí, pues, surge una tesis, basada en
la época misma que nos ha tocado vivir: lo que no quiere decir, desde luego,
que el argumento sea irrebatible o incontrovertible. Para justificarse a sí mismo,
este argumento debe tener en cuenta tanto la existencia de una administración
de justicia recalcitrante, como la de apasionados violadores de la ley: la
inexorable presencia de estructuras fosilizadas de una parte, y de otra la
creciente marea de esperanza humana, incontenible.
Ahora, actualmente, en este preciso instante, poderosas fuerzas de
amor y odio están realmente experimentando con el futuro mismo de nuestra
sociedad. Nadie puede —al menos racionalmente— sugerir que el inmovilismo o el
compromiso puedan llegar a significar en modo alguno una salida viable a los
problemas planteados. De ninguna manera. Todo parece indicar, de acuerdo con la
historia, que una solución tan simple no llevaría, por sí misma, sino a su
propia autodestrucción. No es actitud sincera con respecto a los hechos como
éstos se presentan, con el curso verdadero de los acontecimientos, con la
evidencia real a la que nos enfrentamos. Desde luego, la revolución es la
entraña de esa evidencia: un cambio social radical está a la orden del día... y
constituye el sueño o la pesadilla nocturna.
También éste fue el "orden" de
mi generación, e igualmente nuestra pesadilla. Procedemos de una zona de
pobreza, de un género de indigencia de la zona norte de los Apalaches. En los
años treinta nuestra familia, de tradición rural, formó parte de la epidemia de
pobreza de aquella época de la gran depresión.[4] Y muy a duras penas
pudimos salir adelante. Tuvimos experiencia de primera mano, no porque nadie
nos lo contara, de la cercana catástrofe del crash, los duros y lentos tiempos de
recuperación con Roosevelt y el new
deal, los primeros pasos
hacia la reforma social. Fuimos nosotros los destinatarios para los que el new deal estuvo planeado.[5] "Programas de ayuda
pública", el llamado "Cuerpo de recuperación civil", el
"Acta de reconstrucción industrial": comimos nuestra sopa de letras y
nos podíamos dar por contentos, por muy solpicado insustancial que aquello
fuera.
Durante aquellos mismos años, mientras que
las instituciones federales quedaban conmovidas hasta sus cimientos, otro hecho
de vida rodeaba y afectaba a mi familia. Pertenecíamos a una iglesia cuya más
importante palabra, nos gustara o no, les gusta o no les gustara a otros, era
auténticamente revolucionaria. La revolución sólo algo más tarde se puso en
marcha. No importaba: la bomba ya estaba ya colocada. Sólo era cuestión de
poner en marcha el detonador. Mientras tanto, no tuvimos más remedio que ir
quemando las etapas imprescindibles, antes de llegar a cualquier revolución: es
decir, la iniciativa al entero servicio, en manos por completo, de los
reaccionarios. La actual revolución de la iglesia está en deuda con sus más
encarnizados opositores —por muy paradójico o irónico que esto pueda resultar—.
El cardenal Spellman y el senador Joseph McCarthy fueron los precursores;
florecieron, sin control de nada ni de nadie, durante los años cincuenta.
(Durante los mismos años, y para estímulo de cuantos pudieron el tener el
privilegio de echar un vistazo alrededor, ya había en escena hombres como
Maritain, Murray, y el papa Juan: todos ellos apuntando a algo radical y
nuevo). Y así llegamos a la década de los sesenta, y la guerra se autoabasteció
a sí misma, fue engrosándose poco a poco, hasta convertirse en una auténtica
furia. Los católicos se unieron a comunidades de protesta a lo largo del país:
un muro de fuego contra aquel otro fuego monstruoso. Los "Dos de
Boston", los "Cuatro de Baltimore", los "Nueve de
Catonsville", los "Catorce de Milwaukee", los "Nueve de
Washington", los "Ocho de Nueva York", las protestas de parte de
católicos, sobre todo sacerdotes, en Chicago, en Newark, en Brooklyn, en
Cleveland. ¿Revolución? El resultado de todo —permítaseme por un momento ser
presuntuoso— no es enteramente desfavorable.
¿Pero qué hay de la revolución legal? Las
perspectivas no son buenas. Más bien me atrevo a decir que los hechos son,
sencillamente, lamentables. Hoy día la ley cambia con excesiva lentitud: la ley
misma, y la mentalidad de cuantos la fabrican, de los que obligan a cumplirla, de
los que la enseñan y estudian. Los rápidos acontecimientos de cambio social los
están dejando, a todos ellos, en auténtico fuera de juego.
Pero hay todavía noticias peores que
comunicar: la ley, tal y como actualmente se reverencia y se enseña y se impone,
se convierte precisamente en estímulo para la ilegalidad, más exactamente
dicho, para la a-legalidad. Los abogados, y las leyes y los tribunales, y los
sistemas penitenciarios, permanecen casi totalmente inmóviles ante una
sociedad convulsionada que hace de la desobediencia civil un auténtico deber
civil (y aún me atrevo a decirlo: un deber religioso y moral). La ley se alía
más y más con formas de poder cuya existencia es, cada vez más, puesta en
cuarentena. Abogados, estudiantes de derecho, profesores de derecho, no han
elevado su voz —ni con fuerza ni sin ella— contra una guerra monstruosa y
exactamente ilegal.
Por tanto, si los hombres hubieran de
obedecer la ley quedarían forzados, en las presentes circunstancias sociales,
bien a desobedecer a Dios, o bien desobedecer las exigencias mismas de
humanidad. En verdad, obedecer hoy día las leyes americanas, tal y como son
interpretadas y juzgadas por muchos abogados, como son impuestas por muchos
tribunales, como se castiga su quebrantamiento en muchas cárceles, acarrea
inevitablemente, en muchos momentos cruciales, la violación de las exigencias
impuestas por el más rudimentario sentido común de cualquier conciencia
civilizada.
La ley permite, por otra parte, un método
fantástico, y posiblemente ruinoso, de selectividad en la acción de imponer su
cumplimiento: dicho crasamente, de discriminación. La actuación criminal de
muchas personas en el poder ni siquiera se investiga; mientras que aquellos a
quienes la alienación o la desesperación les lanza a la calle, son perseguidos
con todo el rigor imaginable. ¿Diversos criterios? ¿Dobles standards? Por supuesto que sí.
Con respecto al rigor o a la rapidez con que se aplica la ley, los criterios
son muy distintos según se trate, digamos, de un policía, un afro-americano, un
ejecutivo de una empresa, un clérigo, un estudiante contestario.
A algunos se les señala por principio.
Algunos otros, también por principio, quedan protegidos. Y el resultado casi
siempre es predecible. A la persona humana se le fuerza a quebrantar la ley...
como exigencia estricta precisamente de ser persona. La ley ajusta sus
tornillos, acogota literalmente los miembros de hombres decentes. Algunos se
deciden por el heroísmo, la mayoría se acomoda simplemente a la complicidad,
sencillamente porque no son héroes: no se puede esperar un héroe en el
trasfondo de todo hombre. Este sistema legal suprime la honestidad humana como
fuente de integridad social, porque los hombres buenos no son capaces con
frecuencia de convertirse en héroes. Se les empuja a un mal objetivo, a una
obediencia perniciosa, porque la ley que se les impone está orientada y dirigida...
¿a qué? ¿A la supervivencia? ¿Al prestigio? ¿A la ambición de poder?
Me gustaría ahora sacarle a este tema todo
el partido posible. La profesión legal —me atrevo a afirmarlo— es una de las
diversas profesiones que, en el más amplio espectro de la convivencia humana,
están simplemente actuando contra el hombre mismo. Las más influyentes
facultades de derecho de América producen anualmente un número ingente de
abogados cuya vida profesional se convierte en refugio, casi en coartada, para
eludir el cambio social y esconder legalmente, limpiamente, la cabeza bajo el
ala para no enterarse, ni quererse enterar, de los acuciantes problemas humanos
de la realidad tal como se presenta. Tales facultades son las que
"forman" jueces que procesan a personas como mi hermano Philip, y
como yo mismo, simplemente pacifistas, mientras que de otra parte no procesan a
hombres que llevan a cabo una guerra genocida. Tales facultades
"forman" abogados que intercambian los intereses americanos en
Naciones Unidas, en las embajadas americanas en todo el mundo, en programas del
gobierno que enmascaran, o abiertamente fomentan, objetivos reaccionarios y
retrógrados de carácter nacionalista: objetivos compuestos de militarismo,
nacionalismo estúpido, guerras limitadas, pero no devastadoras. Y si el
presente puede dar medida de lo que ha de ser el futuro, tales facultades de
derecho no están sino fortaleciendo un sistema económico de grandes empresas
capitalistas que habrán de agudizar incesantemente la hegemonía económica
americana en el extranjero y arraigar cada vez más firmemente la pobreza y el
racismo en los propios Estados Unidos.
La profesión jurídica, en efecto, termina
pues por relacionarse, progresivamente, con menos necesidades reales de la
vida, con menos problemas auténticos, y con menos hombres de carne y hueso.
¿Necesitaremos reflexionar sobre el hecho doloroso de que procede de la
profesión jurídica, el presidente de los Estados Unidos, Mr. Richard Nixon? La
caridad, o la más profunda decepción espiritual, nos eximen de todo comentario.
Ahora bien, el hecho realmente doloroso
consiste en que Mr. Nixon constituye, verdaderamente, un caso en ningún modo
anómalo: en la profesión jurídica, según los abogados van escalando el poder,
Mr. Nixon es en efecto un caso tipo. El es, de hecho, americano puro, cosecha
de 1970. Dentro de una organización que cada día defiende los intereses de
menor número de personas, el sistema continúa operando en su beneficio, a su
favor siempre. Indudablemente, nunca debe Nixon haber tenido motivo alguno para
reflexionar seriamente sobre la frase irónica que Florence Nightingale escribía
a Inglaterra el siglo pasado, desde Crimea: "No estoy segura de hasta qué
punto sirve de algo un hospital" —escribía la dama—; "pero de lo que
sí estoy suficientemente segura es que, desde luego, la finalidad de un
hospital no es la de propagar enfermedades". —Y me refiero con esto a la
inmensa mayoría de los pabellones públicos de los hospitales urbanos en la
actualidad—. No, si Mr. Nixon o sus familiares precisan de asistencia médica,
la consiguen rápidamente. Y a cargo de especialistas de entera confianza.
Para ampliar el tema: si algún miembro de su familia busca plaza escolar
en alguna institución docente, la encuentra fácilmente: según su mentalidad sobre
lo que la educación debiera ser, a no dudar que la escuela seleccionada sería
buena. Si él o su familia necesita los servicios de un tribunal, o de la ley,
la pericia consumada de estas instituciones se inclinará efectivamente a su
favor.[6] Mr. Nixon y su familia son
personas, como ponen de relieve las fotografías, pletóricas de salud y
bienestar, con cobijo en una casa bien acondicionada, bien alimentadas, bien
atendidas por la policía, bien atendidas por la iglesia, bien pertrechadas
contra los imponderables aguijones y venablos del destino.
Muchos americanos, sin embargo, y desde
luego la inmensa mayoría de los seres humanos en el mundo entero, ya no están
tan bien armados, ni tan bien instalados en su propia casa —si es que la
tienen—, ni tan bien alimentados, ni tan reconfortados por la palabra
complaciente de la iglesia y del estado. Alrededor del mundo, en efecto, la
asistencia médica propaga las enfermedades (bien por su impericia, bien por su
lastimosa ausencia). . La mayoría de los hombres sobre la tierra habitan
viviendas enteramente precarias, están mal alimentados, mal vestidos; y si para
escapar a este yugo de desesperación quebrantan la ley, la ley les unce de
nuevo con un espasmo de violencia. Y de este modo, cuantos viven muriendo
lentamente, mueren en un instante.
La razón básica, para poner de relieve
todos estos hechos, según yo lo entiendo, es la de intentar conseguir una
percepción de nuestra relación personal con esta vasta escena mundial. Dado el
hecho de que la máquina americana no funciona bien, ya sea a nivel doméstico
—sus mismas piezas constitutivas—, ya a nivel internacional —o en su engranaje
general con el mundo entero—, los hombres de buena voluntad deben, de una vez
por todas, lanzarse a la acción. Algunos de ellos dentro del orden práctico de
los acontecimientos tal y como están las cosas, deben estar dispuestos a ir a
la cárcel, antes que seguir siendo "buenos" ciudadanos en libertad.
Esto significa que ese tipo de persona debe tener la decidida voluntad de reaccionar ante lo que ve y contempla cuando
dirige su atención a esa máquina, cuando la oyen fallar, cuando ven sangre
humana impregnando sus piezas y su mecanismo entero. La máquina está programada
para lanzar por una espita irreprimible un vasto arsenal letal de basura militar
(ochenta billones y medio de dólares en el actual presupuesto de guerra y de
preparación de guerra); por otra espita, siempre en disminución, un débil
chorro, apenas un hilo delgadísimo, de servicios (unos once billones de dólares
en total, que hay que repartir entre sanidad, educación y seguridad social).
Son muchos los que, como estricta exigencia de salud mental y lógica,
experimentan la imperiosa urgencia de decir algo muy sencillo: "La máquina
funciona mal". Y si la jurisprudencia y la legalidad, al servicio de la
máquina, una legalidad para provecho militar y económico, promulgada por
generales y magnates feudales, debe ser destruida en defensa de las necesidades
del hombre, ¡destruyamos la ley! Hagamos que la máquina fracase, que quede
deshecha, destrozada, hecha añicos, y reconstruida con nueva mentalidad, con
propósitos nuevos. Obliguemos a prestar atención y a entrar en razón a los
poderes irracionales que la sustentan y que perpetúan su maligna producción.
Hace tan sólo algunos años, la mayoría de
nosotros, los denominados "Nueve de Catonsville", no teníamos tan
dura opinión sobre nuestra maquinaria social, Yo, al menos, jamás había violado
una ley civil hasta mayo de 1968. Esta fue una de las experiencias comunes,
compartidas por los nueve. Desde Guatemala hasta Norvietnam, hasta África,
hasta el centro de las ciudades de Nueva York, Nueva Orleans, Washington,
Newburgh y Baltimore, habíamos observado la ley, habíamos trabajado dentro de
la más estricta legalidad, habíamos creído y esperado que el cambio fuera
posible dentro y mediante la ley. Durante muchos años habíamos albergado la
esperanzada ilusión de que ser buenos americanos era un cometido secular
aceptable. Y que en ese marco, en el seno de esa comunidad secular, podríamos
llegar a ser capaces de elaborar y poner en práctica nuestra específica
vocación cristiana.
Pero súbitamente, para todos nosotros, la
escena americana dejó de ser algo tan convincentemente bueno. Se convirtió, en
efecto, en una escena inmoral, corrompida por una guerra inútil y cara en el
extranjero, y por un racismo doméstico creciente y aterrador. Nuestra escena
era ya distinta: ningún hombre honrado podía seguir aprobándola, si es que se
quería merecer, al menos, el solo nombre de hombre.
La escena americana, en sus relaciones cruciales —ley, estado, iglesia, otras
comunidades nacionales, nuestras propias familias— fue sometida a una
interrogante, a una interrogante mortal. ¡Nada menos que la inculpación... y la
condena! En verdad, el cambio que experimentamos fue tan totalizante y
devastador, que se equivoca de medio a medio quien interprete la acción de
Catonsville como un mero acto de protesta contra éste o aquel aspecto concreto
de la vida americana. Catonsville, correctamente entendido, significó un
visceral y profundo "NO", dirigido no solamente contra una ley
federal que protege y estimula la licencia de caza de hombres. Nuestra acción
se dirigió, como intentaba patentizar inequívocamente nuestra declaración,
contra todo presupuesto hoy día considerado importante dentro de la escala de
valores de la vida americana. Nuestra acción fue, en el más estricto sentido de
la palabra, una conspiración. Es decir, nos habíamos puesto de acuerdo para
atacar los presupuestos básicos vigentes de la vida americana. Nuestra acción
significaba nuestra negativa y nuestra resistencia a que las instituciones
americanas estuviesen actualmente funcionando de tal modo que pudieran ser
aprobadas, o incluso defendidas, por hombres de buena voluntad. Tratábamos de
negar que la ley, la medicina, la educación, y el sistema de seguridad y
asistencia social (y sobre todo, los estilos y objetivos militares y
paramilitares que rigen, controlan y dominan todo lo demás), negábamos, pues,
que todo ello prestara servicio alguno al pueblo, incluyera a los necesitados,
o pudiera esperarse que cambiara de acuerdo con las necesidades cambiantes.
Negábamos que todo esto abarcara o implicara las reservas de los hombres de
buena voluntad: imaginación, flexibilidad moral, pragmatismo realista, o
compasión. Estábamos negando que cualquier estructura importante de la vida
americana respondiera seriamente a la defensa de las necesidades de juventud,
de los negros, de los pobres, de los obreros, de la gente con sensibilidad
religiosa, de la gente con capacidad de apasionamiento o idealismo. Este tipo
de persona sometía sus propias instituciones a crítica, con la confiada
esperanza de que fueran capaces de llegar a poder actuar de modo decente y
correcto.
Mucho fue lo que arriesgamos, como más
tarde pudimos comprobar. Estábamos atacando nada menos que una presuposición
subyacente, optimista, intangiblemente testaruda: la de que el paradigma
americano es, en efecto, un buen ejemplo del modo en que se comportan los seres
civilizados. La presuposición de que, en asuntos domésticos, las instituciones
americanas pueden ser un buen modelo de comunidad humana: en la administración
de justicia, en asistencia médica, en exigencias religiosas, en atención a las
necesidades de los más pobres.
Y al atacar la presuposición americana,
estábamos sin duda atacando implícita y explícitamente la ley y a los juristas.
Estábamos atacando la presuposición de que los abogados son capaces de abrazar
profundamente una tradición —en el sentido de que antes ya se ha hablado— y por
tanto de que nos pudieran servir de algo. Estábamos atacando la presuposición
de que la ley americana, en su forma actual, pueda representarnos, interpretar
y asumir nuestro sentido de la justicia, juzgar nuestros actos, castigarnos por
ello.
De modo que nuestra acción fue, en efecto,
peligrosa hasta un extremo que la sociedad enseguida reconoció y comprendió.
Era peligrosa, del mismo modo que la evidencia de la buena salud debe
significar siempre un peligro para la ansiedad neurótica, la enfermedad, el
miedo a la vida, la desesperanza, la abulia, el temor. Créaseme: la quema de
ficheros de reclutamiento, por hombres y mujeres como nosotros, constituye un
cierto género de juicio preliminar y particular. Y algo tiene que ver con el
fin y el agotamiento de una paciencia ya demasiado larga, desesperadamente
prolongada. Lo que quiere decir que cuando gentes como nosotros adquieren
conciencia del hecho de que las cárceles y los tribunales significan el otro
extremo imprescindible de nuestra insensatez de Vietnam, entonces los
santuarios en los que tiene su asiento el poder, y todos aquellos que los
ocupan, están verdaderamente en peligro. Las personas que comparten, desde su
nacimiento, los privilegios y beneficios de la vida americana, no se
revuelven normalmente con demasiada rapidez contra sus iguales. Ni tan
inequívocamente. Ni vagabundos, ni hippies, ni feroces negros: ¡imagínense!
Simples clérigos, clase media, blancos, hombres y mujeres con profundas
convicciones religiosas... ¿pero qué está pasando aquí?
Quizá haya expuesto ya lo suficiente, con
respecto a las implicaciones de Catonsville, tanto para tranquilizar como para
preocupar. Tranquilizar: nuestro punto de mira está enfocado a la ley.
Preocupar: apuntamos en realidad más allá de la ley. Apuntábamos a un cambio
social, en una época de parálisis y pánico. Nuestra esperanza era modesta y
premeditada. No estábamos pidiendo de modo utópico un cambio apocalíptico
súbito en el carácter de la ley de nuestra propia tierra. Pedíamos, se crea o
no se crea, nada más que la mínima observancia a la ley que consta en los
libros. Pedíamos a abogados y jueces una insistencia mínima sobre la obediencia
a la ley. Insistíamos en que, si cuantos están encumbrados obedecieran la ley,
no existiría razón alguna que nos empujara a quebrantar esa ley. Pedíamos un
presidente que obedeciera, que fuera fiel, al mandato que le había llevado a su
cargo. Pedíamos unas fuerzas policiales que evitaran la violencia como su
primer objetivo. Pedíamos que los ciudadanos aceptaran la ley patria con
respecto a la igualdad de oportunidades, al acceso igualitario a la educación,
viviendas, puestos de trabajo: para todos, blancos o negros.
Nuestras esperanzas eran bien modestas.
Pero en las frecuentes explosiones de furia pública desde el año 1954, nuestras
esperanzas, una por una, fueron arrasadas. No nos quedó una sola. La ley y el
orden eran violados casi de modo universal y sistemático. Fueron violados,
sobre todo y frecuentísimamente, por todos aquellos que nos lo gritaban como slogan de salvación
universal. ¡Ley yorden! La ciudadanía era racista sin rebozo; la policía,
violenta; el congreso, delincuente; los tribunales de justicia, cómplices; el
presidente seguía incrementando indefinidamente una guerra oficialmente no
declarada, jurídicamente inexistente. Se prolongaba, seguía indefinidamente,
una sincronizada danza de la muerte, la celebración del horror.
Fue entonces cuando decidimos actuar. Los
hechos de tal acción ya han sido descritos en las páginas anteriores. Su
resultado está ante los tribunales.
Termino con una palabra de esperanza.
Nuestras vidas forman parte de una vasta paradoja social. Los bien instalados
están roídos frecuentemente por una íntima y secreta desesperación. Pero
aquellos que han arriesgado su vida y su buen nombre, están interiormente
encendidos por un gozo y una esperanza inextinguibles. En verdad, abrigamos una
tan fuerte esperanza en el poder de la vida misma, y en la vitalidad de nuestra
sociedad, que llegamos a jugarnos la vida, rigurosamente hablando, a manos del
poder. Deseamos descubrir con seguridad si nuestra sociedad está agonizando o
no, en sus puntos neurálgicos, o si está naciendo algún misterioso hombre
nuevo. Nuestra acción en Catonsville tuvo el prodigioso efecto de esa clase de
prueba médica de la que habla el poeta T. S. Eliot: "Con el fin de
encontrar la curación, nuestra enfermedad debe agudizarse y empeorar".
Desde un determinado punto de vista, hemos
contribuido a empeorar la ya deteriorada salud pública de muchas realidades
nacionales. Hemos desconcertado a buenas personas, entre ellas a nuestros
propios amigos y colaboradores, en la universidad y en la iglesia. Hemos
endurecido los corazones de muchos, que parecían estar suavizándose hacia ideas
de paz e ideales de justicia doméstica. Pero una tal esperanza hubiera
constituido tan sólo otra forma de ilusión, a menos que se estuviera intentando
la exploración de las entrañas secretas e inconscientes de desesperación y
enfermedad, que son la cruz de la moneda cuya cara queda simbolizada en el
optimismo nacional.
Que así sea. Hemos intentado subrayar con
nuestras lágrimas, y en caso de necesidad con nuestra sangre, la esperanza de
que el cambio es todavía posible. De que los americanos todavía están a tiempo
de humanizarse. De que la muerte puede ser alternativa no necesariamente
inevitable. De que una sociedad unida y compasiva es todavía posible. En esa
esperanza descansa nuestro alegato.
* Capítulo 4 de "Conciencia, ley y
desobediencia civil"; Ediciones Sígueme: Salamanca (España) 1974.
Traducción de Juan J. Coy (con ajustes de Hernando Calla, abril 2016)
[1]
Según el orden establecido, las más puras esencias norteamericanas quedan
encarnadas en la sociedad WASP, es decir, white,
anglo-saxon, protestant, blanca, anglosajona, protestante. El resto
vendrían a ser ciudadanos de segunda clase. Berrigan aquí sustituye “protestante”
por “occidental”, con muy buen tino (N.d.T).
[2] La
Ivy league la componen las
universidades privadas más antiguas y de más tradición en Estados Unidos, todas
ellas localizadas en el Este. Son:
Cornell, Columbia, Princeton, Harvard, Yale, Brown, Colgate, Dartmouth y la University
of Pennsylvania. Hoy tienen una connotación de clasismo, y hasta de
pedantería (N.d.T.).
[3] El
black power: su teoría básica, dicho
en síntesis, podría ser ésta: el negro debe alcanzar el poder político para
entonces, sólo entonces, entablar negociación con el blanco de igual a igual.
Rechazan el “integracionismo” a una cultura blanca que no es la suya y que
consideran alienante e imitación simiesca (N.d.T.).
[4] The great crash, el enorme desastre
económico norteamericano del año 29, analizado en la obra del mismo título,
entre muchas otras, por John Kenneth Galbraith (N.d.T).
[5] New deal, o nuevo pacto, programa
electoral de Roosevelt basado fundamentalmente en una serie de medidas
socializadoras (N.d.T.).
[6] El
asunto Watergate aún estaba lejos (N.d.T.).
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