Por Hannah Arendt
V
En conclusión, vuelvo a los temas planteados al principio de
estas reflexiones. La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque
frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que
hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un
sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la
verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o
religiosa, tanto como para la verdad de hecho, y mucho más obviamente en este
último caso. Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad,
como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político; es el
punto de vista del hombre veraz, que pierde su posición —y con ella la validez
de lo que tiene que decir— si trata de interferir directamente en los asuntos
humanos y hablar el lenguaje de la persuasión o de la violencia. A esta
posición y a su significado en el campo político debemos volver ahora nuestra
atención.
El punto de vista exterior al campo político —fuera de la
comunidad a la que pertenecemos y de la compañía de nuestros iguales— se
caracteriza con toda claridad como uno de los diversos modos de estar solo.
Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo,
el aislamiento del científico y del artista, la imparcialidad del historiador y
del juez y la independencia del investigador de hechos, del testigo y del
periodista (Esta imparcialidad difiere de la de la opinión cualificada,
representativa, antes aludida, porque no se adquiere dentro del campo político
sino que es inherente a la posición externa que requieren esas ocupaciones).
Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero lo que
comparten es que mientras cualquiera de
ellos se mantiene, ni el compromiso político ni la adhesión a una causa son
posibles. Por supuesto, ellos son comunes a todos los hombres; como tales son
modos de la existencia humana. Solo cuando uno de ellos se adopta como una
forma de vida —e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad,
independencia o aislamiento completos— es posible que entre en conflicto con
las demandas de lo político.
Es bastante natural que tengamos conciencia de la naturaleza
no política de la verdad y, de manera potencial, aun de su naturaleza
antipolítica —Fiat veritas, et pereat
mundus— sólo en caso de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este
aspecto del asunto. Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan
fuera ciertas instituciones públicas, instauradas y sostenidas por los poderes
establecidos, donde, contrariamente a todas las reglas políticas, la verdad y
la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del discurso y la
actividad. Entre ellas encontramos ante todo las instituciones judiciales, que
como rama del gobierno o como administración de justicia independiente están
bien protegidas ante el poder social y político, así como todas las
instituciones de enseñanza superior, a las que el Estado confía la educación de
sus futuros ciudadanos. Por cuanto la Academia recuerda sus antiguos orígenes,
debe saber que se fundó como la oposición más influyente y declarada a la polis. A no dudar, el sueño de Platón no
se hizo realidad: la Academia jamás se convirtió en una contra sociedad y no
tenemos noticias de que las universidades hayan intentado en algún lugar
hacerse con el poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el
campo político reconoció que necesitaba una institución exterior a la lucha por
el poder, además de la imparcialidad que requería en la administración de
justicia; porque no tiene gran importancia que esas sedes de enseñanza superior
estén manos privadas o públicas: en cualquier caso, no solo su integridad sino
también su existencia misma dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas
verdades incómodas salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos
salen una y otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros
refugios de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder
social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad tiene de
prevalecer en público mejoraron, desde
luego, por la mera existencia de entidades como ésas y por la organización de
los estudiosos independientes, supuestamente desinteresados, relacionados con ellas. Casi no se puede negar
que, al menos en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo
político reconoció, aún en caso de que se presentaran conflictos, que está muy
interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no
ejerza su poder.
Hoy se pasa por alto con facilidad esta significación auténticamente
política de la Academia, a causa de la situación de privilegio de sus escuelas
profesionales y de la evolución de sus departamentos de ciencias naturales,
donde, inesperadamente la investigación pura ha dado tantos resultados
decisivos que, a largo plazo, resultaron ser vitales para el país en su
conjunto. Es posible que nadie pueda
negar la utilidad social y técnica de las universidades, pero esta importancia
no es política. Las ciencias históricas y las humanidades que se supone investigan, vigilan e interpretan la verdad de los hechos y los documentos humanos, tienen una relevancia política mayor. La transmisión de los hechos verídicos abarca mucho más que la información diaria que brindan los periodistas, aunque sin ellos jamás podríamos orientarnos en un mundo siempre cambiante, y en el sentido más literal, nunca sabríamos dónde estamos. Claro que esto tiene una importancia política inmediata; pero si la prensa llegara a ser de verdad el “cuarto poder”, tendría que ser protegida del poder gubernamental y de la presión social incluso con más cuidado que el poder judicial, porque esta función política tan importante de abastecer información se ejercita, estrictamente hablando, desde fuera del campo político; no implica, o no debería hacerlo, ninguna acción o decisión [propias].
La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y
acontecimientos, y es más que ellos, aunque esta totalidad es de cualquier modo
imprevisible. El que dice lo que existe — [en griego] — siempre narra algo, y
en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y
adquieren cierto significado humanamente comprensible. Es bien cierto que “todas
las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento
sobre ellas”, como dijo Isak Dinesen, que no solo fue una de las grandes
narradoras de nuestros días sino que también —y era casi única en este sentido—
sabía lo que estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la alegría y la
dicha se vuelven soportables y significativas para los hombres sólo cuando
pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un cuento. En la medida en que también
es un narrador, quien cuenta la verdad de los hechos ocasiona esa “reconciliación
con la realidad” que Hegel, el filósofo de la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo pensamiento
filosófico, y que sin duda, fue el motor secreto de toda historiografía que
trasciende la mera erudición. La metamorfosis de una materia prima de puros
acontecimientos que el historiador, como el novelista (una buena novela no es una
simple mezcolanza o una pura fantasía),
tiene que llevar a cabo está muy cerca de la transfiguración que logra el poeta
en la disposición o los movimientos del corazón, la transfiguración de la pena
en lamento o del júbilo en alabanza. Con
Aristóteles podemos ver que la función política del poeta es la concreción de
una catarsis, una limpieza o purga de todas las emociones que podrían apartar
al hombre de la acción. La función política del narrador —historiador o
novelista— es enseñar la aceptación de las cosas tal como son. De esta aceptación, que también puede llamarse
veracidad, nace la facultad de juzgar por la cual, también en palabras de Isak
Dinesen, “al final tendremos el privilegio de verlas, y reverlas, tal como son, y eso es lo
que se llama el día del juicio”.
No hay duda que todas estas funciones políticas relevantes
se realizan desde fuera del campo político;
exigen imparcialidad y no compromiso, libertad respecto de los intereses
propios en el pensamiento y el juicio. La búsqueda desinteresada de la verdad
tiene una larga historia; su origen
—algo muy característico— es previo a todas nuestras tradiciones teóricas y
científicas, incluida la del pensamiento filosófico y político. Creo que se
puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de los
troyanos tanto como la de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el enemigo
derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe del pueblo al que el poeta
pertenecía. Eso no había ocurrido antes; ninguna otra civilización, por muy
espléndida que hubiera sido, fue capaz de mirar con los mismos ojos a amigos y
enemigos, a la victoria y a la derrota, que desde Homero no fueron reconocidas
ya como normas últimas del juicio de los hombres, aunque sean definitivas para
los destinos de las vidas humanas. La imparcialidad homérica tiene ecos a lo
largo de la historia griega e inspiró al primer gran narrador de los hechos
verídicos, quien se convirtió en el padre de la historia: Herodoto nos dice en
las primeras frases de su relato que lo escribe “para evitar que, con el
tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares
empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros… queden sin realce”.
Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta curiosa pasión, desconocida
fuera de la civilización occidental, por la integridad intelectual a cualquier
precio. Sin ella jamás habría nacido ninguna ciencia.
Como aquí he tratado de la política desde la perspectiva de
la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior a la esfera de lo político,
no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y la dignidad de lo que hay
en ella. Hablé como si el de la política no fuera sino un campo de batalla de
intereses parciales y conflictivos, donde sólo cuenta el placer y el provecho,
el partidismo y el ansia de dominio. En pocas palabras, traté la política como
si yo también creyera que todos los asuntos públicos están gobernados por el
interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos
obligados a atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es
que la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los
asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con la
política en el nivel mucho más alto de la opinión y el acuerdo. Desde esta perspectiva,
seguimos sin tomar conciencia del verdadero contenido de la vida política, de
la alegría y gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales,
de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de
palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para
empezar algo completamente nuevo. Sin embargo, lo que aquí quise demostrar es que,
a pesar de su grandeza, toda esta esfera está limitada, que no abarca la
totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por aquellas
cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus
propias fronteras, ese campo donde somos libres de actuar y de cambiar podrá
permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas.
En términos conceptuales, se puede llamar verdad a lo que no podemos cambiar;
en términos metafóricos, es el suelo en que pisamos y el cielo que se extiende
sobre nuestras cabezas.
Quinta y última sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 272-277. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla.
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