Una versión que está circulando con fuerza es concebir la democracia como “sometimiento de las minorías a la mayoría”, a partir de la interpretación del impasse en la Asamblea Constituyente en noviembre de 2007 respecto a que “la mayoría no podía quedar de rehén de las minorías” (lo que supuestamente justificó que una mayoría absoluta hubiese tenido que imponerse por la fuerza) y que en octubre de 2008 ofreció una posibilidad de racionalizar la marcha de los movimientos sociales como una justa presión al Congreso para que apruebe la ley de convocatoria al referéndum por la nueva Constitución. Por contraposición, algunos opositores y analistas suscribirían sin mayores reparos que “[l]a clave de la democracia está en las instituciones y los procedimientos, es decir, en el cumplimiento de la ley”. (Editorial Pulso 5/10/08). De modo que si el proyecto de Constitución consensuado “democráticamente” el 20 de octubre en el Congreso – es decir, respetando los procedimientos establecidos – es refrendado mayoritariamente en enero de 2009 no podría haber ningún reparo respecto a la validez “democrática” de dicha Constitución (a menos que se insista en que no se respetaron dichos procedimientos). Lo cual nos lleva a cuestionar la pertinencia de las concepciones sustantivas de la democracia (el “gobierno del pueblo” o el “gobierno de la ley”) que impiden comprender el verdadero carácter formal de la democracia representativa. Pero aquí habría que evitar, otra vez, quedarnos en el formalismo de la ley – los procedimientos legales – sin entender que estamos ante todo frente a una determinada forma de gobierno basada en ciertos principios básicos que muchos autores se han ocupado de dilucidar ampliamente pero que se pueden resumir en los siguientes: a) la limitación de los poderes del Estado de modo que no puedan infringir el ámbito de libertades elementales de los ciudadanos; b) la separación de estos órganos del poder estatal evitando la tentación de los gobiernos de unificar las funciones de legislador, magistrado (ejecutivo) y juez en una sola instancia presuntamente soberana; y c) la división entre Estado y sociedad, siendo el primero la instancia formal que representa, ejecuta y sanciona la igualdad de los sujetos ante la ley, y la segunda el lugar simbólico de recreación permanente de la distinción social entre individuos y de las diferencias sociales entre grupos o clases que conforman la nación. Más que la división tradicional entre gobernantes y gobernados, lo importante es la línea divisoria entre sociedad y Estado, entre la sociedad fragmentada en múltiples divisiones regionales, distinciones sociales, diferencias culturales o intereses particulares y aquella instancia –el Estado– que idealmente las trasciende al representar la unidad política de la sociedad en su conjunto; cuando el Estado niega esta línea divisoria pretendiendo incorporar en la sociedad los supuestos intereses “estratégicos” del Estado creando ya sea organizaciones sociales paraestatales o bien empresas estatales paraprivadas, la democracia deja de ser el rasgo distintivo de dicho Estado corporativo o populista; lo mismo, cuando la sociedad civil niega legitimidad a esta división o a su distancia simbólica respecto del Estado, pretendiendo la repartija de la administración pública en función del poder de los movimientos sociales o del peso de ciertas instituciones estatales (como las FFAA), entonces, la democracia se corrompe en un Estado clientelista que pierde la noción del bien común. Todo este conjunto de limitaciones que la democracia se auto-impone en cuanto al alcance del poder estatal, a la separación de poderes y a la división Estado–sociedad, se traduce en un reconocimiento de la autonomía de los ámbitos del saber (y la información), del poder y del derecho, ninguno de los cuales puede pretender subordinar a los otros sin que la democracia degenere en alguna variante del autoritarismo o los fundamentalismos. Y el resguardo para evitar esta involución de la democracia en sus opuestos antipolíticos es el predominio de una cultura democrática de respeto a los fallos de los tribunales de justicia y, sobre todo, de un Tribunal Constitucional que asegure la vigencia de un nivel meta-social, por encima incluso de los órganos del poder del Estado y del poder de las organizaciones de la sociedad civil, al cual se recurre extraordinariamente en caso de conflictos de interpretación de las leyes o demandas de inconstitucionalidad de las mismas. Convendría escuchar las voces autorizadas de quienes han pensado esta temática con suficiente profundidad o radicalidad para comprender que la democracia es el régimen de la autolimitación (Cornelius Castoriadis); inaugura una historia en la que los hombres realizan la prueba de una indeterminación última, en cuanto al fundamento del poder, de la ley y del saber (Claude Lefort); es ese margen impolítico que no sueña utópicas conclusiones: la unidad, la inmanencia, la transparencia (Roberto Esposito); y se resiste al cumplimiento totalitario de sus propios mitos: la comunidad, la igualdad, la ley. *Publicado originalmente en la revista Pulso, La Paz, 15 de enero de 2009 |
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jueves, 19 de octubre de 2017
La democracia: ¿gobierno de la mayoría o de la ley?
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