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miércoles, 4 de octubre de 2017

Iván illich, 90 años: lo político en tiempos apocalípticos

Compartiré algunas ponencias del Simposio I. Illich "Lo político en tiempos apocalípticos" que se celebró hace más de un año en Cuernavaca, México con motivo de recordarse el natalicio de Iván Illich (Sept. 4, 1926 - Dic. 2, 2002) en un contexto político de corrupción generalizada de los poderes establecidos y de violencia social inaudita y macabra (desapariciones forzadas, secuestros cotidianos, narcotráfico, asesinatos de periodistas, feminicidios) que algunos califican de "apocalíptico" (de ahí el título del simposio) y frente al cual las alternativas "políticas" al repliegue personal en los estrechos ámbitos de la amistad y la familia son cada vez menos creíbles en sociedades (como las nuestras) que luchan cuesta arriba por no perder la esperanza de poder revertir la violencia y el sinsentido, y de acceder a un mundo más sano y menos absurdo. He aquí la ponencia inaugural del politólogo e historiador de las ideas Roberto Ochoa (autor de "Muerte al Leviatán. Principios para una política desde la gente". México: Editorial Jus, 2009) 

Simposio “Iván Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años” (Sept. 2016)

La inauguración del simposio sucedió el mismo día en que cientos de policías antimotines desalojaron a la fuerza el plantón que mantenían los integrantes del Frente Amplio Morelense (FAM), quienes demandan la destitución del gobernador actual. Este suceso, que atentó contra la libre expresión, tuvo un eco particular en las mesas de diálogo en torno a las ideas de Illich. Ante escenarios de represión y autoritarismo surge una pregunta: ¿es posible la política?

Iván illich, 90 años: lo político en tiempos apocalípticos* 

por Roberto Ochoa

La apertura de este simposio coincide con un momento histórico y, en cierta forma, dramático para la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Como universitarios, estamos en pleno combate contra el poder. El rector ha desafiado al gobernador, Graco Ramírez, para que se someta a una consulta popular de revocación de mandato. En la madrugada de este mismo 29 de agosto de 2016, día de inauguración del simposio, el plantón de resistencia civil que habíamos instalado frente a las puertas del palacio de gobierno, para exigir la salida del gobernador, fue desalojado por la fuerza.

En medio de este combate hemos apelado insistentemente a la vigencia del artículo 39 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. “La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Sin embargo, políticos y juristas nos recetan constantemente que, en realidad, no existe mecanismo legal alguno para que las manifestaciones populares logren su cometido: remover al gobernante en turno. Ese horizonte de la soberanía popular se encuentra, entonces, cerrado por la vía de los hechos.

En el fondo este anegamiento tiene que ver fundamentalmente con el abismo que separa la legalidad de la legitimidad. Con la tiranía de una legalidad, para ser más precisos, que ha perdido todo sentido de lo justo y que nos avienta, cada vez más, hacia los barrancos de la impotencia y la desesperación.

Hannah Arendt explica muy bien cómo la tiranía de la legalidad, esta tiranía propia del mundo liberal moderno, regido por imperativos económicos más que jurídicos, nos seduce y, al mismo tiempo, nos arrincona.

Lo primero que (la tiranía) socava y luego mata [dice Arendt] son las comunidades políticas. Hace que pierdan paulatinamente el poder, hasta llevarlas a la impotencia final. El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan. (...) el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan.[1]

Con base en una lógica economicista, la tiranía moderna de la legalidad nos convence de que el “hacer” es prioritario sobre el “actuar”, es decir, coloca el trabajo productivo y la labor del hogar por encima de la acción política; “al desterrar a los ciudadanos de la esfera pública e insistir en que se preocupen de sus asuntos privados y que sólo el gobernante debe atender los asuntos públicos”,[2] la tiranía de la legalidad ha estado socavando, desde hace ya más de dos siglos, la esencia de la política y los principios propios de la democracia.

Hannah Arendt afirma que

La esfera pública, el espacio dentro del mundo que necesitan los hombres para aparecer, es más específicamente el “trabajo del hombre” que aquel trabajo de sus manos o que la labor de su cuerpo.

Contra esta convicción se levanta la del homo faber al considerar que los productos del hombre pueden ser más (...) que el propio hombre, y también la firme creencia del animal laborans de que la vida es el más elevado de todos los bienes. Por lo tanto, ambos son apolíticos, estrictamente hablando, y se inclinan a denunciar la acción y el discurso como ociosidad, ocio de la persona entrometida.[3]

Para Arendt, en cambio, el discurso y la acción son las más características de las potencialidades humanas, pues a través de ellas el ser humano se revela a sí mismo. Actuar (como lo indica la palabra griega archein) significa tomar una iniciativa, comenzar, conducir y finalmente gobernar. Implica poner algo en movimiento. La acción y la palabra muestran quiénes son los hombres. Más allá de sólo expresar hambre o sed, afecto, hostilidad o temor, la acción pública y el discurso “son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino en cuanto hombres”,[4] y sólo de ese conocimiento e interacción puede emanar auténticamente el poder del pueblo.

Este simposio, “Iván Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años”, es una ocasión inmejorable para ir a fondo en nuestra reflexión como universitarios, hasta descubrir algún fundamento que nos fortalezca y nos impulse hacia una acción realmente transformadora de la sociedad en el espacio público. O de lo contrario, si ya no hubiera tiempo para ello, si la catástrofe y la anomia aparecieran ya ineluctables por encima de nosotros, cuando menos para entregarnos con fe en el acto final.

¿Cuál es la metodología de este simposio, cuál el recorrido que haremos a lo largo de estos próximos cinco días?

Cuando preparaba esta conferencia, me vino a la mente la imagen que Lanza del Vasto, discípulo europeo de Gandhi, usaba para meditar y que enseñó a sus compañeros. Ya fuera con los ojos cerrados o abiertos, proponía visualizar su árbol preferido. A través de la respiración, hacía un re-corrido imaginario por el interior del árbol. Una de sus observaciones más puntuales durante la meditación era la proporcionalidad que existe entre lo que está oculto en el árbol y lo que está a la vista. Las raíces, escondidas debajo de la tierra, son proporcionalmente igual de grandes que la fronda y, por ello, la altura será también equivalente a su profundidad.

La acción en el espacio público, es decir, la que hace su aparición y se vuelve visible, está impulsada por aquello que se concibe en nuestro interior, del mismo modo que las raíces de un árbol permiten que éste crezca y sea frondoso.

La aparición de Javier Sicilia y de sus amigos en el espacio público, en aquellos meses de abril y mayo de 2011, tras el asesinato de Juanelo y seis de sus amigos, estuvo precedida por casi 20 años de una reflexión compartida de un grupo bastante pequeño de personas, principalmente en torno a las revistas Ixtus y Conspiratio, dirigidas por el propio Sicilia. Esto, por supuesto, además del ejercicio poético, y hasta místico, que Javier había cultivado desde su juventud y que ha impregnado ampliamente su obra. Desde ese fondo, oculto para la mayoría de la gente hasta ese entonces, surgió la fuerza para dar proyección y sentido al Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD).

Lo que tienen en común casi todas las críticas que se han hecho al protagonismo de Javier Sicilia es que ignoran el sedimento profundo, lo que se elaboraba por debajo de la tierra antes de que el MPJD apareciera en la esfera pública con tanta fuerza, a consecuencia de una raíz inexpugnable.

Al igual que entonces, tal como ocurrió con el MPJD, albergo la esperanza de que estos días de profundidad en la reflexión en torno al legado de Iván Illich, con el itinerario que nos hemos trazado, permitan que lo que emerja como acción pública por parte de la UAEM y diversos actores agraviados de nuestra sociedad, sea todavía más potente y claro y nos permita recuperar el espacio y la dignidad que, como universidad y ciudadanos, merecemos. La amplia lectura y reflexión en torno a la obra de Iván Illich se vinculan innegablemente con la lucha que la UAEM está librando en estos precisos momentos por su autonomía.

Del itinerario de Illich y de la controversia que hoy nos convoca

Tal como lo postula Etienne Verne, coautor del libro La escuela a perpetuidad y ponente en este simposio, el itinerario intelectual público de Iván Illich inicia teniendo como tela de fondo la idea de revolución. Esto se explica fácilmente si tomamos en cuenta el contexto histórico que lo rodeaba; los centros de estudio que Illich fundó en Cuernavaca –primero el Centro de Investigaciones Culturales (CIC) y luego el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC)– surgieron pocos años después del triunfo de la Revolución cubana, justo cuando ésta representaba una gran inspiración para los pueblos de América Latina, y un peligro para la hegemonía hemisférica de Estados Unidos. Sin embargo, en cuanto a la obra que escribe Iván durante esos años se requiere una lectura muy atenta para apreciar el proyecto político y revolucionario que lo inspiraba.

Según afirmó David Cayley, La convivencialidad, publicado en 1978, es la declaración política más clara de Iván Illich. Se trata de un programa político específico que sugiere medios políticos y legales para realizar su visión de una sociedad que respeta y sabe vivir dentro de ciertos límites frente al crecimiento industrial. En este libro, y a fin de no ser colocado como partidario de uno de los dos grandes bloques políticos de la época, evita casi por completo usar la palabra “revolución”, aunque utiliza el concepto eufemístico de “inversión política” de las instituciones. En La convivencialidad se aprecian pensamientos como:

La instalación del fascismo tecnoburocrático no está escrita en las estrellas. Existe otra posibilidad (...). Dentro de muy poco, la población perderá la confianza no sólo en las instituciones dominantes, sino también en los gestores de la crisis. El poder que tienen sus instituciones para definir los valores (...) se desvanecerá repentinamente cuando se conozca su carácter ilusorio.

Un suceso imprevisible y probablemente menor servirá de detonador de la crisis, como el pánico en Wall Street precipitó la Gran Depresión. (...) De la noche a la mañana, importantes instituciones perderán toda respetabilidad, toda legitimidad y reputación de servir al interés público. Es lo que le ha sucedido a la Iglesia de Roma bajo la Reforma y a la monarquía francesa en 1793. En una noche, lo impensable se convirtió en evidencia (...) La inversión es realmente posible.[5]

Sin embargo, el quiebre histórico que ocurrió en la década de 1980 no tuvo nada que ver con lo que Illich esperaba. La gente no abandonó las instituciones contraproductivas de la sociedad industrial, sino que las ha llevado al paroxismo. Varios años después le confía a David Cayley que nunca imaginó que tantas personas pudieran mostrarse tan tolerantes y dóciles frente al absurdo. “Muchas de las certezas [sostiene Iván] con las cuales la gente vivía en 1974, se han desvanecido. Esto produce un cinismo, una confusión y un vacío interno entre la gente que vive en una sociedad intensamente monetarizada”.[6]

A partir de lo que denomina un “quiebre catastrófico”, Illich comienza a profundizar más y más en sus investigaciones. Dejará de estudiar lo que él llama la trama, en la que está estructurado el tejido social, para comenzar a investigar los husos con los que se tuerce la hebra para dar forma al hilo, antes de hilvanarlo en cualquier tipo de trama. Es decir, más allá de estudiar la fenomenología de la escuela obligatoria, por ejemplo, y sus efectos en la sociedad, comienza a indagar sobre los orígenes del alfabeto, su repercusión sobre la mentalidad y las culturas orales, así como la transformación de la etología de la lectura a partir de la invención de un nuevo orden de la página. Más allá de estudiar los efectos contraproducentes de la institución médica, comienza un largo estudio sobre la historia de las percepciones y de las distintas maneras de habitar el cuerpo o de vivir en la carne.

Dichas investigaciones terminarán por demostrar que el movimiento de modernización, o de occidentalización del mundo, está impulsado, paradójicamente, por una desencarnación progresiva de nuestras percepciones, así como por un envilecimiento de la relación cara a cara con el prójimo. La mayor paradoja de nuestra civilización occidental consiste en ello: se trata de una civilización fundada en el misterio de la encarnación del Verbo y en la vocación del samaritano, pero que ha virado completamente hacia el anverso de aquello que alguna vez fue proclamado.

El verbo, la palabra, son carnales cuando los pronuncia una boca y los escucha un oído de carne [dicen Jean Robert y Valentina Borremans en el prefacio del tomo I de las Obras Reunidas, de Iván Illich]. Hoy en día, observa el historiador sociólogo, de 100 palabras escuchadas en un día, más de 90 no emanan de bocas de carne y se dirigen menos a interlocutores personales (...) En cuanto a la encarnación perversa de las entidades sin carne, se acelera en la multiplicación de falsas concretudes y de seudoperceptos y culmina en una transformación tecnógena –es decir, asistida por la técnica– del sentido de la materia. Para el historiador, por lo tanto, la traición a la Encarnación toma dos formas observables: una lenta desencarnación histórica y, más recientemente, una seudoencarnación tecnógena de entidades intrínsecamente desprovistas de carne.[7]

Illich concluye su itinerario intelectual elaborando una sorprendente reflexión en torno al adagio latino: corruptio optimi pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor).

Él cree que la encarnación hace posible un sorprendente y completamente nuevo florecimiento del amor y del conocimiento. Para los cristianos, el Dios bíblico puede ser amado ahora en la carne. Sin embargo, la apertura de esta nueva dimensión del amor tiene también un lado ambiguo, pues altera todos los presupuestos y las condiciones bajo las cuales el amor era posible anteriormente.

En los Evangelios se lee que en cierta ocasión un jurista quiso poner a prueba a Jesús, preguntándole: “¿Quién es mi prójimo, a quien debo amar?”.[8] Jesús cuenta la conocida parábola del buen samaritano. Un judío es asaltado, golpeado y dejado al borde del camino. Pasan frente a él un levita y un fariseo y se siguen de frente. Pasa en tercer lugar un samaritano, quien por las rivalidades étnicas es un enemigo, pero se apiada de él, le limpia las heridas, lo levanta, lo lleva a un hospicio y deja algunas monedas para su manutención.

Así, a partir del Evangelio, dice Illich, si “yo antes estaba limitado por el pueblo dentro del cual había nacido y la familia que me había criado, ahora puedo escoger a quién amaré y en dónde amaré. Esto amenaza profundamente la base tradicional de la ética, que estaba siempre asociada a un ethnos, es decir, a un “nosotros” históricamente dado que precedía cualquier articulación de la palabra “yo”.

La apertura de este nuevo horizonte está acompañada por un segundo peligro: la institucionalización. Aparece la tentación de tratar de manejar y, eventualmente, legislar este nuevo amor, de crear una institución que lo garantice, que lo asegure, que lo proteja, criminalizando además a su contrario. Aquí es donde se revela la corrupción de lo mejor (el acto libre de amar), que engendra lo peor (una obligación legalizada y una institución que se propone garantizarla). Es decir, junto con esta nueva habilidad de entregarse libremente, ha aparecido la posibilidad del ejercicio de un tipo de poder completamente nuevo, el de aquéllos que organizan la cristiandad y usan esta vocación para reclamar su superioridad como instituciones sociales. Este poder fue reclamado primero por la Iglesia y luego por las muchas instituciones acuñadas a partir de su molde, coronadas al final con lo que conocemos como el Estado moderno. La perversión de la Iglesia consiste, entonces, en que al haber institucionalizado la caridad evangélica, ha provisto al Estado moderno con un modelo para hacerse cargo y gobernar soberanamente a la humanidad.

Debido a esta última elaboración illichiana, en torno a los fundamentos de la civilización occidental moderna, Giorgo Agamben ha comenzado a citar a nuestro autor de manera recurrente. En su libro El misterio del mal. Benedicto XVI y el fin de los tiempos, y tras referirse a Illich “como un teólogo genial ignorado por la Iglesia”, Agamben resalta el vínculo que tiende Illich entre la corruptio optimi pessima, o sea la perversión de la Iglesia, y el mysterium iniquitatis, es decir, el misterio del mal o el anticristo, el hombre de la anomia, el impío o el hijo de la destrucción quien, según la segunda carta de Pablo a los Tesalonicenses, “se contrapone y se alza sobre cada ser que es conocido como Dios (...) hasta lograr sentarse en el templo de Dios, mostrándose como Dios mismo”.[9] Según las Escrituras, en los tiempos últimos el impío será revelado, y Cristo volverá de nuevo para eliminarlo con el soplo de su boca.

La controversia que hoy nos convoca tiene precisamente que ver con las lecturas que recientemente Agamben ha hecho de Illich, y que pueden acercarnos a una nueva apreciación respecto a los tiempos que vivimos.

La frase “Lo político en tiempos apocalípticos” es evidentemente una aporía, una provocación para la apertura de un debate, pues conjuga dos términos incompatibles. El apocalipsis se refiere al final de los tiempos, cuando Dios reina y ya no queda lugar para lo político. ¿Qué decisión pública sería posible tomar al final de los tiempos? ¿Qué estrategia se pudiera proponer para mejorar las condiciones de nuestras vidas? Cualquiera de estas preguntas se queda sin materia y sin sentido.

Estoy consciente, siguiendo todavía a Agamben, de que no es lo mismo el final de los tiempos que el tiempo del fin, ni lo apocalíptico y lo escatológico. Como nos lo expondrá Javier Sicilia, el tiempo escatológico, el tiempo del fin, es el de las cosas penúltimas que anteceden al final de los tiempos, el apocalipsis o revelación final. Digamos que no es lo mismo el tiempo en que el hombre de la anomia, el impío, se ha apoderado de los altares, que el tiempo en que Cristo vuelve para derrotar al impío, revelar lo que estaba oculto y restituir todas las cosas en su orden. Sin embargo, y para no confundirnos más por lo pronto, basta con decir que en cualquiera de estos dos momentos el tiempo de lo político ha terminado y no queda más alternativa que ponerse al margen de la ley para retirarse a vivir, de manera pobre, amorosa y frugal, como en las primeras comunidades cristianas.

Aquí es donde volvemos a lo contradictorio de nuestro título y al llamado para una controversia que sea fructífera. El itinerario de Illich fue, claramente, de la formulación de un programa político hasta la lectura teológica de una historia que amenaza con llegar a su fin y dentro de la cual sólo nos resta espacio para el cultivo de la amistad.

Pero volvamos a nuestro lugar y a nuestro presente. Hemos sido convocados desde una universidad que se bate en contra del poder arbitrario de un gobernador y que, para derrotarlo, necesita promulgar una especie de programa político alternativo.

Por eso, el itinerario que seguiremos durante esta semana es probablemente el inverso al que ha seguido nuestro querido Iván. Nosotros iniciaremos con la reflexión en torno al posible “tiempo del fin”, que Illich y Agamben nos han anunciado, y concluiremos discutiendo en torno a la universidad como institución y a su papel en la reconstrucción del espacio político. Illich fue de lo político a lo apocalíptico, y nosotros andaremos el camino inverso, con la esperanza de que las raíces profundas que alcanzó a echar nuestro gran pensador alimenten una acción política cada vez más frondosa y rica en alternativas.

* Reproducido de Voz de la Tribu, revista de la secretaría de comunicación universitaria, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, México. (Ver publicación completa del No. 10, Nov. 2016 - Ene. 2017, de la revista en: https://www.dropbox.com/s/8ef4tgm10kybyak/voz_de_la_tribu-10.pdf?dl=0)


(Leer la siguiente ponencia de Etienne Verne, un antiguo amigo de Illich y partícipe del CIDOC en los años setenta, que aborda el complejo tema de los "Signos de nuestro tiempo: ¿el tiempo del fin?", junto a Roberto Ochoa en la Mesa 1 del simposio "Iván Illich. Lo político en tiempos apocalípticos", en el siguiente posteo: http://umbrales2.blogspot.com/2017/10/signos-de-nuestro-tiempo-el-tiempo-del.html)



[1] Hannah Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005, p. 226
[2] Ibid., p. 243.
[3] Ibid., p. 233.
[4] Ibid., p. 206.
[5] Iván Illich, Obras reunidas I, México, Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 472-474.
[6] David Cayley, Ivan Illich in conversation, Toronto, House of Anansi Press, 1998 p. 115.
[7] Op. cit., Jean Robert y Valentina Borremans, “Prefacio”, pp. 25-26.
[8] Lc 10, 25-36.
[9] 2 Tes. 2, 1-11.

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