Simposio “Iván
Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años” (Sept. 2016)
¿En qué idioma nos
hablaremos?
El lenguaje modela
nuestra manera de estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo
es por la publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en
mercancía, dice Mahité Breton. Algunos términos han pasado a ser particulares
de ciertas profesiones, no pueden entenderse sino a partir de su uso en campos
específicos.
por Mahité Breton
Permítanme explicarles primero por qué decidí presentar este
texto en español, que no es mi lengua materna. La explicación tiene mucho que
ver con las ideas de Iván Illich sobre el lenguaje. En un texto intitulado “La
elocuencia del silencio”, Illich critica al misionero que habla un idioma
extranjero como si consultara un diccionario interiorizado. Illich escribe:
Es el hombre de habla inglesa
que, al tratar de decir algo en español, busca dentro de sí mismo la palabra en
inglés en lugar de procurar la sintonía o de encontrar la palabra o el gesto o
el silencio que sea entendido aunque carezca de equivalente en su propio lenguaje
o en su propia cultura.[1]
Según Illich, vale más balbucear y buscar sus palabras, lo
que sintoniza –es el verbo que él
usa–, y refiere a una forma de armonización de sí mismo con el medio ambiente,
como para vibrar al unísono. Poco antes, en el mismo texto, Illich habla del
silencio de la sintonía, uno en el
cual se espera el momento adecuado para que nazca el Verbo (con mayúscula).[2]
El Verbo refiere al logos de las Escrituras, que encarnó. De todos los sentidos
asociados a la palabra logos, Illich
selecciona el de “relación”, así que la encarnación del Verbo es verdaderamente
encarnación de una relación. Según Illich, desde la encarnación, lo divino
existe entre unos y otros, aquí, en este momento, como relación en la carne. Y
el esfuerzo de sintonizar, de ponerse al unísono con los otros, es esfuerzo, o
mejor dicho, apertura o disponibilidad, a que se prolongue la encarnación de lo
divino entre unos y otros como relación. Obviamente, el lenguaje, para Illich,
no es un “medio de comunicación” o un instrumento para comunicar; más bien,
siempre es un diálogo, una relación. Buscando mis palabras, esforzándome en
armonizar mi discurso con ustedes, aquí, en este momento, espero saludar al
pensamiento de Iván Illich, y permitir que se establezca una relación entre
nosotros. (Bueno, la idea no funciona perfectamente porque tuve que escribir
este texto con el fin de prepararme para mi ponencia, pero ni modo. ¡Queda la
intención!).
***
El tema de esta mesa es “El lenguaje y la proporción en lo
político”. Lo político es un sintagma
muy usado hoy para diferenciarse de “la política”, que muchas veces designa o
connota los trámites de dirigentes de integridad variable. En lo que sigue, me
refiero a la reflexión del filósofo francés Jean-Luc Nancy. En su reciente
libro Que faire?, él nota que “lo
político” señala dos tipos de exigencias: una de estabilidad entre las fuerzas
de la sociedad, para evitar que reine la ley del más fuerte, y otra de
existencia común, la de todos, existencia compartida, en relación y con diferencias,
que es nuestra condición humana: ser, existir; es necesariamente estar-con,
estar-unos-con-otros. En la actualidad, constatamos que las instituciones
políticas –gobiernos, policía, etcétera– no logran cumplir con los dos tipos de
exigencias.
En el pensamiento de Illich la petición de existencia común
que señala el término “lo político” se presenta, entre otros, como exigencia de
lenguaje, de un idioma o una manera de hablar unos con otros, que a la vez
manifieste y cree la existencia común, el ser-unos-con-otros. Pero ¿cuál
lenguaje? ¿Cuál idioma? ¿Cómo hablar para realmente estar unos con otros?
La relación de Illich con el lenguaje se formula como una
contradicción: afirma y explica que el lenguaje que hablamos es corrupto, pero
se sigue hablando y escribiendo. Elogia el silencio y la poesía, sin embargo no
se calla y tampoco intenta escribir poesía (hasta donde se sabe). Entonces, en
los próximos minutos propongo explorar esta contradicción y, de esta manera,
intentar contestar la pregunta: ¿en qué idioma podremos hablarnos para
satisfacer la exigencia de coexistir?
El lenguaje y su
corrupción, según Iván Illich
En sus conversaciones con David Cayley, tal como podemos
leer en el libro The Rivers North of the
Future, Illich explica que una palabra refleja la percepción que tenemos de
lo que designamos. Da como ejemplo la palabra “valor”, y expresa su
remordimiento por haberla utilizado en textos pasados.
La transformación del bien en
valores, del compromiso en decisión, de la pregunta en problema, refleja una
percepción de que nuestros pensamientos, nuestras ideas y nuestro tiempo se han
transformado en recursos, o medios escasos que se pueden usar para uno de dos o
varios fines alternativos. La palabra valor refleja esta transición y la
persona que la usa se incorpora en una esfera de escasez. Es la razón por la
cual renuncio a hablar de valores vernáculos, aunque no dispongo de palabras
mejores.[3]
Una palabra refleja una percepción. Si la utilizo para
hablar contigo, la movilizo entre nosotros, y movilizo también esa percepción
(de escasez en este caso). Asimismo, la percepción inscribe una red de
asociaciones entre nosotros y nos integra en una visión del mundo, aun si no
nos damos cuenta. La palabra valor nos integra de facto a la esfera de un discurso económico que funciona según el
paradigma de necesidades ilimitadas en una escasez de recursos, e impone una lógica
de cálculo; nos fuerza a vivir calculando y midiendo. Según Illich, ciertas
dimensiones de la experiencia humana simplemente no pueden expresarse en tal
lenguaje. Por ejemplo, ninguna palabra es capaz de manifestar la experiencia de
los que ya no pueden usar sus pies para ir a donde quieren porque el transporte
–privado o público– ocupa el espacio y lo estructura de tal manera que ahora es
casi imposible vivir sin carro o sin autobuses, logrando que casi no pueda
contar con sus pies para desplazarse; es lo que Illich llama el monopolio radical de la industria del
transporte sobre la locomoción. Lo que hemos perdido no tiene nada que ver con
el paradigma de necesidades y recursos. Los pies y los caminos no son recursos.
Pertenecen a una forma de abundancia que no es lo contrario de la escasez, sino
una expresión de lo justo, de lo que es en medida justa: ni mucho ni poco. Los
pies no tienen relación con lo que llamamos transporte. Pertenecen a otra
dimensión de la experiencia humana que no puede expresarse con un discurso
económico.
Eso ya nos da una idea de por qué resulta tan importante
preocuparse por el lenguaje que usamos. El lenguaje modela nuestra manera de
estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo es por la
publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en mercancía:
las utilizan para construir mensajes empaquetados.
El lenguaje se ha corrompido también por las profesiones que
han acaparado varias palabras para su uso propio, construyendo una jerga
profesional y terminologías burocráticas. Según Illich, buenas palabras
ordinarias (good old words) se
convierten en términos técnicos de una profesión, y cuando esto ocurre, uno ya
no las puede usar sin ponerse bajo el dominio de los expertos de esta
profesión. La consecuencia es que la gente ordinaria se ve despojada de su
lenguaje, de sus palabras y de la capacidad de decir lo que quiere sin que
implique al mismo tiempo asociaciones y connotaciones de aquel dominio. En un
libro co-escrito con Barry Sanders, ABC:
The Alphabetization of the Popular Mind,[4]
Illich da el ejemplo de la palabra “sexo”, que ya no puede usarse sin que
implique “sexualidad”, una construcción científica que no tiene mucho que ver
con lo que se intentaba decir.
Poco a poco, entre mercancía y jerga, ciertas palabras se
transforman en lo que Illich llama “palabras-amebas”, anticipándose al concepto
que Uwe Pörksen nombró “plastic words”.[5]
Palabras-amebas son vocablos comunes, aparentemente banales, con varias
connotaciones vagas y que, al final, no quieren decir nada preciso. Illich da
como ejemplo: “vida”, “sexualidad”, “crisis”, “energía”, “información”.
Destruyen el sentido (en todos los sentidos de esa palabra: sentido como significación,
razón, sensibilidad, y los sentidos como el oído) porque están disociadas de
toda experiencia común y encarnada del mundo, de los otros y de sí mismo. En ABC: The Alphabetization of the Popular Mind,
Illich y Sanders explican que la mayoría de las palabras-amebas son ordinarias,
hasta que una ciencia se apropia de una de ellas para darle un sentido técnico
o científico específico. Luego, las palabras regresan al habla popular, donde
se usan con un sentido vago, impreciso, derivado de la significación científica,
pero sin corresponderle denotativamente porque el hablante no tiene por qué
conocer la denotación precisa, en una ciencia particular, de las palabras que
usa. Lo podemos ilustrar con la palabra “energía”, cuya denotación exacta en
física es “integral de una fuerza por el camino recorrido” o, menos preciso,
capacidad de un cuerpo de producir cierto trabajo. Dentro de la física,
“energía” designa algo conciso y concreto, pero que, en general, sólo los
físicos entienden. Sin embargo, cuando el término cae sobre el idioma común y
aparece en una conversación, de acuerdo con Illich, se vuelve una
palabra-ameba. Trae consigo una nube de connotaciones suspendidas encima de un
vacío. Un discurso reconstruido con palabras-amebas se presenta como si esas
palabras quisieran decir algo, pero no significan nada preciso realmente. Pörksen
dice que son ricas en connotaciones, pero que carecen de denotación clara.
Estas palabras obligan a los que hablan o escuchan a desunirse de sus propios
sentidos y de su entendimiento. Se entrenan, así, a conformarse con una ilusión
y a actuar como si se hablara de algo, volviéndose sordas al sinsentido de las
palabras sabias eructadas.
La palabra “salud” produce un efecto similar. En un discurso
incisivo titulado “Health as One’s Own
Responsibility: No, Thank You!”,[6]
Illich califica la palabra “salud” como patógeno destructor de sentido (“sense-destroying pathogen”). En este
texto, Illich se expresa contra la idea de asumir la responsabilidad de su
propia salud en un mundo donde “responsabilidad” y “salud” ya no quieren decir
nada porque no son más que palabras-amebas, comparables con las piezas del
juego Lego. Como tales, pueden ensamblarse en varias combinaciones, como
servicios de salud, ministerio de la salud, organización mundial de la salud,
ciencia de la salud... o su salud bajo su
propia responsabilidad.
Illich dice:
Considero que es una perversión
usar los nombres de ilusiones altisonantes que no caben en el mundo de la
computadora y de los medios para designar la internalización en nuestros
cuerpos de representaciones de la teoría de los sistemas y de la información.[7]
En esa frase, la palabra “perversión” evoca un motivo
fundamental del pensamiento de Iván Illich. Lo designa con el adagio latín corruptio optimi quae pessima est, la
perversión de lo mejor es lo peor. Para Illich, las instituciones de la
sociedad occidental, como los servicios de salud o la escolarización universal
obligatoria, son una perversión de la encarnación de lo divino como logos, como relación entre unos y otros.
Según Illich, cada relación libre, gratuita y encarnada es una prolongación de
la encarnación en Jesucristo. El modelo de tal relación es la que se establece
entre el judío y el samaritano en la parábola del buen samaritano. Según la
interpretación muy personal de Illich, con esa parábola, Jesús reveló que
ninguna regla puede dictar quién es mi prójimo, sino que éste puede llevarme a
la llamada del otro en un gesto libre, gratuito y sensible. La relación de
caridad, amistad o amor al otro es una vocación personal y libre. La Iglesia
–primera de todas las instituciones en esto– pervirtió esa vocación porque
intentó garantizarla y extenderla con estructuras y servicios. Eso es un punto
fundamental del pensamiento de Illich, y la corrupción del idioma presenta la
misma estructura.
Lo que me interesa es lo que podríamos llamar el revés
inmaterial de la relación libre, encarnada y gratuita entre unos y otros: el
diálogo. Éste pertenece a una relación encarnada, libre y gratuita en tanto que
queda en contacto con la carne. El diálogo sería, entonces, una palabra
dirigida a otro, que emerge de las vísceras y de los sentidos en contacto con
el medio ambiente; palabra impregnada por mi experiencia, rica tanto de su
propia densidad histórica como de mi historia personal –lo opuesto, entonces,
de un idioma que fue aprendido únicamente de manera pedagógica, como es el caso
de la lengua aprendida por esos misioneros que hablan como si estuvieran
consultando un diccionario interiorizado–.
Aquí aparece el problema: hoy, hasta la lengua materna es
objeto de pedagogía, no solamente en la escuela, sino también en la casa, donde
los padres se vuelven los pedagogos de sus niños, como lo critica Illich en sus
ensayos en torno a la lengua. De hecho, la perspectiva histórica de Illich
sobre el lenguaje permite ver que la corrupción empezó mucho antes de la
publicidad y de las jergas profesionales, y las raíces de esa corrupción
retroceden hasta la época de Cristóbal Colón, y aun antes.
Las raíces históricas
de la corrupción del lenguaje
Illich traza la evolución histórica de la lengua cotidiana
de la gente en sus ensayos “Los valores vernáculos” y “La guerra contra la
subsistencia”, publicados en El trabajo
fantasma,[8] y
también en “La lengua materna enseñada”, texto de una conferencia publicada en En el espejo del pasado. Conferencias y discursos 1978-1990.[9]
Distingue tres etapas en un proceso de institucionalización. Primero, en el
siglo XI, los monjes de la abadía de Gorze, en territorio germánico, empezaron
a usar el idioma vernáculo de la gente en su predicación en lugar del latín.
Pusieron énfasis en el valor de este idioma, particularmente al llamarlo
“lengua materna”. Es la primera aparición de este término tan familiar hoy.
Antes, no existía una lengua materna. Cada quien hablaba diversos idiomas o
dialectos, según las circunstancias y las personas. Los monjes empezaron a
valorizar el idioma vernáculo franco para defender su territorio de las influencias
de monjes de la abadía de Cluny, situada más al Oeste, donde se hablaba
románico, porque éstos empezaban a cruzar la línea de separación entre los dos
territorios lingüísticos. La aparición del término “lengua materna” ocurrió
entonces, desde el principio en el contexto de luchas de poder. Los monjes
desviaron la lengua cotidiana para asegurar su poder sobre su feligresía. Ésa
fue la primera etapa que empezó a transformar algo que era completamente libre
y autónomo, lo que Illich llama vernáculo. Esta palabra designa, para él, lo
que la gente hace cuando no está motivada por las fuerzas del mercado, todo
tipo de acción autónoma. Entonces, la lengua vernácula era una lengua aprendida
sin haber sido formalmente enseñada, sin pedagogía, cultivada a través del
curso de la vida; un poco como aprendemos a caminar. Illich insiste en que no
hay otro idioma que pueda compararse al vernáculo. Es un fenómeno social
completamente diferente de la lengua materna aprendida.
El segundo momento importante en el proceso de
institucionalización del idioma sobreviene en el siglo XV, cuando Elio Antonio
de Nebrija presentó a la reina Isabela de Castilla su tratado de gramática de
la lengua castellana. Era la primera gramática de un idioma vernáculo. Illich
analiza el prólogo del tratado para evidenciar la novedad radical del gesto de
Nebrija, quien propone crear un idioma a partir del habla popular de la gente.
El término que usa es “reducir en artificio”, es decir, domesticar, civilizar.
Nebrija expone a la reina su deseo de que la lengua castellana atraviese los
siglos como el latín y el griego –lenguas regladas por su propia gramática– y
que se aplique de manera uniforme en todo el reino. Argumenta que la lengua, domesticada,
regulada y con la seguridad de su duración, contribuirá a la potencia y a la
estabilidad del imperio. El paralelo con la institucionalización de la caridad
es evidente: en su origen, la institucionalización del idioma proviene de un
deseo de garantizar la duración y la uniformidad de lo que era libre y
autónomo, también encarnado en el sentido de que era aprendido a través de
experiencias en el mundo. En sus ensayos sobre la lengua, Illich habla de lo
vernáculo de una manera similar a lo que dice de la relación entre el
samaritano y el judío. Ya que el habla vernácula nace de la interacción intensa
entre personas afanadamente involucradas en conversaciones, “yo” sólo lo puedo
adquirir de un entorno cultural hecho de encuentros con gente que “yo” pueda
oler y tocar, amar u odiar. Aprender a hablar es un proceso autónomo y
encarnado a la vez. Es lo que intuitivamente entendió la reina Isabel cuando
Nebrija le presentó por primera vez su proyecto de gramática del español
hablado. “No pensaba que lo vernáculo pudiera enseñarse. Según su real visión
de la lingüística, cada súbdito de sus numerosos reinos estaba hecho por la naturaleza
para que llegara por sí solo a dominar perfectamente su lengua”.[10]
Nebrija todavía no propone enseñar el idioma domesticado,
pero su gramática de facto lo vuelve
posible.
La tercera etapa llegó con la expansión de la esfera de
educación para englobar todos los aspectos de la vida, lo que nota Illich
cuando deplora que los padres hablan a sus niños como profesores y los privan
de su última oportunidad de escuchar a gente que realmente conversa. Ya desde
Nebrija el idioma existe como instrumento que puede manipularse, y poco a poco
la lengua materna enseñada impuso su monopolio radical sobre el hablar.
Destruyó las condiciones de existencia del idioma vernáculo, así que hoy, la
“lengua enseñada” es el único idioma posible para la mayoría de la gente en los
países industrializados.
Conclusión
Entonces, ¿cómo hablaremos unos con otros si el único idioma
del cual disponemos es corrupto en su propia estructura? A pesar de su crítica
de la perversión de la lengua, de su comprensión de las raíces de esa
perversión y de su carácter irremediable, Illich no deja de hablar con sus
amigos o en conferencias, ni de escribir ensayos y libros. Cuando David Cayley
le preguntó si el lenguaje de lo bueno, the
language of the good, era todavía posible, Iván contestó: “Entre nosotros
dos, en este momento, ¡sí!”. Añadió que “en ese momento, después de haber
conversado bastante tiempo contigo, me pongo en mis palabras por amor a ti”.[11]
Este pensamiento de Illich es el que quiero traer aquí entre
nosotros para concluir. Illich dice que a pesar de la corrupción de lo
vernáculo –que se trate de la gramática o de la pedagogía que modeló nuestra
manera de hablar–, y a pesar de la publicidad y de las jergas profesionales, el
diálogo todavía es posible. No hay que inventar otro idioma que imite al
vernáculo. Más bien tenemos que entrar a este idioma corrupto y habitarlo
enteramente con sus límites, y buscar el camino hacia el otro. En su respuesta,
Illich repite “en este momento”, insistiendo en el hic et nunc, el momento puntual del estar-uno-con-el-otro,
Illich-con-Cayley. No se trata de una lengua –la lengua siempre tiene que ver
con la duración–. Se trata más bien de un habla, una palabra única, que no se
puede fijar y que existe entre ellos dos. Cuando Illich dice: “Yo me pongo en
mis palabras”, el pronombre “yo” no designa a Illich en tanto persona con una
historia y una personalidad que se extienden en la duración. Es el “yo” único
de su relación con Cayley en “este momento”, su “ego”, tal como Illich lo define
cuando dice “yo”. “Ego” apunta hacia una experiencia que es enteramente
sensual, encarnada y de este mundo. Cuando escribe que aquél que dice “yo” se
dirige “a este hombre que ha sido golpeado”, sabemos que se refiere al judío de
la parábola del buen samaritano. Su modo de referirse a lo bueno en el habla
tiene mucho que ver con el gesto del samaritano hacia el judío. Fue un gesto de
caridad, amor o amistad con un extraño. Y así como la caridad fue
institucionalizada y pervertida por el deseo de garantizarla, pero sigue siendo
posible más allá de su perversión de una manera sutil que no se puede definir
ni sistematizar y menos hacer durar porque existe cada vez de forma única entre
uno y otro, el diálogo sigue siendo posible, aun si no puede capturarse en una
definición.
[1] Iván
Illich, “La elocuencia del silencio”, Alternativas,
en Obras reunidas, p. 182.
[2] Ibid.
“Es el silencio de la sintonía, un silencio en el que aguardamos el instante
propicio para que la Palabra nazca en el mundo”.
[3] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 159. David
Cayley, Conversaciones con Iván Illich,
Madrid: Enclave de Libros Ediciones, 2012 [1992].
[4] San Francisco: North Point
Press, 1988.
[5] Uwe Pörksen, Plastic Words. The Tyranny of a Modular
Language, University Park, The Pennsylvania State University, 1995 [1988]. Traducido
al inglés por Jutta Mason y David Cayley.
[6] Conferencia
dictada en alemán en Hanover el 14 de septiembre de 1990, traducida al inglés
por Jutta Mason, inédita en inglés; puede consultarse en Internet.
[7] Illich,
op. cit., p. 6.
[8] Iván
Illich, Obras reunidas II, México,
Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 67-91.
[9] Illich,
op. cit., pp. 421-621.
[10] Iván
Illich, El trabajo fantasma, Obras reunidas II, México, Fondo de
Cultura Económica, p. 88.
[11] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 161.
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