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miércoles, 4 de octubre de 2017

¿En qué idioma nos hablaremos?


Simposio “Iván Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años” (Sept. 2016)



¿En qué idioma nos hablaremos?

El lenguaje modela nuestra manera de estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo es por la publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en mercancía, dice Mahité Breton. Algunos términos han pasado a ser particulares de ciertas profesiones, no pueden entenderse sino a partir de su uso en campos específicos.

por Mahité Breton

Permítanme explicarles primero por qué decidí presentar este texto en español, que no es mi lengua materna. La explicación tiene mucho que ver con las ideas de Iván Illich sobre el lenguaje. En un texto intitulado “La elocuencia del silencio”, Illich critica al misionero que habla un idioma extranjero como si consultara un diccionario interiorizado. Illich escribe:

Es el hombre de habla inglesa que, al tratar de decir algo en español, busca dentro de sí mismo la palabra en inglés en lugar de procurar la sintonía o de encontrar la palabra o el gesto o el silencio que sea entendido aunque carezca de equivalente en su propio lenguaje o en su propia cultura.[1]

Según Illich, vale más balbucear y buscar sus palabras, lo que sintoniza –es el verbo que él usa–, y refiere a una forma de armonización de sí mismo con el medio ambiente, como para vibrar al unísono. Poco antes, en el mismo texto, Illich habla del silencio de la sintonía, uno en el cual se espera el momento adecuado para que nazca el Verbo (con mayúscula).[2] El Verbo refiere al logos de las Escrituras, que encarnó. De todos los sentidos asociados a la palabra logos, Illich selecciona el de “relación”, así que la encarnación del Verbo es verdaderamente encarnación de una relación. Según Illich, desde la encarnación, lo divino existe entre unos y otros, aquí, en este momento, como relación en la carne. Y el esfuerzo de sintonizar, de ponerse al unísono con los otros, es esfuerzo, o mejor dicho, apertura o disponibilidad, a que se prolongue la encarnación de lo divino entre unos y otros como relación. Obviamente, el lenguaje, para Illich, no es un “medio de comunicación” o un instrumento para comunicar; más bien, siempre es un diálogo, una relación. Buscando mis palabras, esforzándome en armonizar mi discurso con ustedes, aquí, en este momento, espero saludar al pensamiento de Iván Illich, y permitir que se establezca una relación entre nosotros. (Bueno, la idea no funciona perfectamente porque tuve que escribir este texto con el fin de prepararme para mi ponencia, pero ni modo. ¡Queda la intención!).

***

El tema de esta mesa es “El lenguaje y la proporción en lo político”. Lo político es un sintagma muy usado hoy para diferenciarse de “la política”, que muchas veces designa o connota los trámites de dirigentes de integridad variable. En lo que sigue, me refiero a la reflexión del filósofo francés Jean-Luc Nancy. En su reciente libro Que faire?, él nota que “lo político” señala dos tipos de exigencias: una de estabilidad entre las fuerzas de la sociedad, para evitar que reine la ley del más fuerte, y otra de existencia común, la de todos, existencia compartida, en relación y con diferencias, que es nuestra condición humana: ser, existir; es necesariamente estar-con, estar-unos-con-otros. En la actualidad, constatamos que las instituciones políticas –gobiernos, policía, etcétera– no logran cumplir con los dos tipos de exigencias.

En el pensamiento de Illich la petición de existencia común que señala el término “lo político” se presenta, entre otros, como exigencia de lenguaje, de un idioma o una manera de hablar unos con otros, que a la vez manifieste y cree la existencia común, el ser-unos-con-otros. Pero ¿cuál lenguaje? ¿Cuál idioma? ¿Cómo hablar para realmente estar unos con otros?
La relación de Illich con el lenguaje se formula como una contradicción: afirma y explica que el lenguaje que hablamos es corrupto, pero se sigue hablando y escribiendo. Elogia el silencio y la poesía, sin embargo no se calla y tampoco intenta escribir poesía (hasta donde se sabe). Entonces, en los próximos minutos propongo explorar esta contradicción y, de esta manera, intentar contestar la pregunta: ¿en qué idioma podremos hablarnos para satisfacer la exigencia de coexistir?

El lenguaje y su corrupción, según Iván Illich

En sus conversaciones con David Cayley, tal como podemos leer en el libro The Rivers North of the Future, Illich explica que una palabra refleja la percepción que tenemos de lo que designamos. Da como ejemplo la palabra “valor”, y expresa su remordimiento por haberla utilizado en textos pasados.

La transformación del bien en valores, del compromiso en decisión, de la pregunta en problema, refleja una percepción de que nuestros pensamientos, nuestras ideas y nuestro tiempo se han transformado en recursos, o medios escasos que se pueden usar para uno de dos o varios fines alternativos. La palabra valor refleja esta transición y la persona que la usa se incorpora en una esfera de escasez. Es la razón por la cual renuncio a hablar de valores vernáculos, aunque no dispongo de palabras mejores.[3]

Una palabra refleja una percepción. Si la utilizo para hablar contigo, la movilizo entre nosotros, y movilizo también esa percepción (de escasez en este caso). Asimismo, la percepción inscribe una red de asociaciones entre nosotros y nos integra en una visión del mundo, aun si no nos damos cuenta. La palabra valor nos integra de facto a la esfera de un discurso económico que funciona según el paradigma de necesidades ilimitadas en una escasez de recursos, e impone una lógica de cálculo; nos fuerza a vivir calculando y midiendo. Según Illich, ciertas dimensiones de la experiencia humana simplemente no pueden expresarse en tal lenguaje. Por ejemplo, ninguna palabra es capaz de manifestar la experiencia de los que ya no pueden usar sus pies para ir a donde quieren porque el transporte –privado o público– ocupa el espacio y lo estructura de tal manera que ahora es casi imposible vivir sin carro o sin autobuses, logrando que casi no pueda contar con sus pies para desplazarse; es lo que Illich llama el monopolio radical de la industria del transporte sobre la locomoción. Lo que hemos perdido no tiene nada que ver con el paradigma de necesidades y recursos. Los pies y los caminos no son recursos. Pertenecen a una forma de abundancia que no es lo contrario de la escasez, sino una expresión de lo justo, de lo que es en medida justa: ni mucho ni poco. Los pies no tienen relación con lo que llamamos transporte. Pertenecen a otra dimensión de la experiencia humana que no puede expresarse con un discurso económico.

Eso ya nos da una idea de por qué resulta tan importante preocuparse por el lenguaje que usamos. El lenguaje modela nuestra manera de estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo es por la publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en mercancía: las utilizan para construir mensajes empaquetados.

El lenguaje se ha corrompido también por las profesiones que han acaparado varias palabras para su uso propio, construyendo una jerga profesional y terminologías burocráticas. Según Illich, buenas palabras ordinarias (good old words) se convierten en términos técnicos de una profesión, y cuando esto ocurre, uno ya no las puede usar sin ponerse bajo el dominio de los expertos de esta profesión. La consecuencia es que la gente ordinaria se ve despojada de su lenguaje, de sus palabras y de la capacidad de decir lo que quiere sin que implique al mismo tiempo asociaciones y connotaciones de aquel dominio. En un libro co-escrito con Barry Sanders, ABC: The Alphabetization of the Popular Mind,[4] Illich da el ejemplo de la palabra “sexo”, que ya no puede usarse sin que implique “sexualidad”, una construcción científica que no tiene mucho que ver con lo que se intentaba decir.

Poco a poco, entre mercancía y jerga, ciertas palabras se transforman en lo que Illich llama “palabras-amebas”, anticipándose al concepto que Uwe Pörksen nombró “plastic words”.[5] Palabras-amebas son vocablos comunes, aparentemente banales, con varias connotaciones vagas y que, al final, no quieren decir nada preciso. Illich da como ejemplo: “vida”, “sexualidad”, “crisis”, “energía”, “información”. Destruyen el sentido (en todos los sentidos de esa palabra: sentido como significación, razón, sensibilidad, y los sentidos como el oído) porque están disociadas de toda experiencia común y encarnada del mundo, de los otros y de sí mismo. En ABC: The Alphabetization of the Popular Mind, Illich y Sanders explican que la mayoría de las palabras-amebas son ordinarias, hasta que una ciencia se apropia de una de ellas para darle un sentido técnico o científico específico. Luego, las palabras regresan al habla popular, donde se usan con un sentido vago, impreciso, derivado de la significación científica, pero sin corresponderle denotativamente porque el hablante no tiene por qué conocer la denotación precisa, en una ciencia particular, de las palabras que usa. Lo podemos ilustrar con la palabra “energía”, cuya denotación exacta en física es “integral de una fuerza por el camino recorrido” o, menos preciso, capacidad de un cuerpo de producir cierto trabajo. Dentro de la física, “energía” designa algo conciso y concreto, pero que, en general, sólo los físicos entienden. Sin embargo, cuando el término cae sobre el idioma común y aparece en una conversación, de acuerdo con Illich, se vuelve una palabra-ameba. Trae consigo una nube de connotaciones suspendidas encima de un vacío. Un discurso reconstruido con palabras-amebas se presenta como si esas palabras quisieran decir algo, pero no significan nada preciso realmente. Pörksen dice que son ricas en connotaciones, pero que carecen de denotación clara. Estas palabras obligan a los que hablan o escuchan a desunirse de sus propios sentidos y de su entendimiento. Se entrenan, así, a conformarse con una ilusión y a actuar como si se hablara de algo, volviéndose sordas al sinsentido de las palabras sabias eructadas.

La palabra “salud” produce un efecto similar. En un discurso incisivo titulado “Health as One’s Own Responsibility: No, Thank You!”,[6] Illich califica la palabra “salud” como patógeno destructor de sentido (“sense-destroying pathogen”). En este texto, Illich se expresa contra la idea de asumir la responsabilidad de su propia salud en un mundo donde “responsabilidad” y “salud” ya no quieren decir nada porque no son más que palabras-amebas, comparables con las piezas del juego Lego. Como tales, pueden ensamblarse en varias combinaciones, como servicios de salud, ministerio de la salud, organización mundial de la salud, ciencia de la salud... o su salud bajo su propia responsabilidad.

Illich dice:

Considero que es una perversión usar los nombres de ilusiones altisonantes que no caben en el mundo de la computadora y de los medios para designar la internalización en nuestros cuerpos de representaciones de la teoría de los sistemas y de la información.[7]

En esa frase, la palabra “perversión” evoca un motivo fundamental del pensamiento de Iván Illich. Lo designa con el adagio latín corruptio optimi quae pessima est, la perversión de lo mejor es lo peor. Para Illich, las instituciones de la sociedad occidental, como los servicios de salud o la escolarización universal obligatoria, son una perversión de la encarnación de lo divino como logos, como relación entre unos y otros. Según Illich, cada relación libre, gratuita y encarnada es una prolongación de la encarnación en Jesucristo. El modelo de tal relación es la que se establece entre el judío y el samaritano en la parábola del buen samaritano. Según la interpretación muy personal de Illich, con esa parábola, Jesús reveló que ninguna regla puede dictar quién es mi prójimo, sino que éste puede llevarme a la llamada del otro en un gesto libre, gratuito y sensible. La relación de caridad, amistad o amor al otro es una vocación personal y libre. La Iglesia –primera de todas las instituciones en esto– pervirtió esa vocación porque intentó garantizarla y extenderla con estructuras y servicios. Eso es un punto fundamental del pensamiento de Illich, y la corrupción del idioma presenta la misma estructura.

Lo que me interesa es lo que podríamos llamar el revés inmaterial de la relación libre, encarnada y gratuita entre unos y otros: el diálogo. Éste pertenece a una relación encarnada, libre y gratuita en tanto que queda en contacto con la carne. El diálogo sería, entonces, una palabra dirigida a otro, que emerge de las vísceras y de los sentidos en contacto con el medio ambiente; palabra impregnada por mi experiencia, rica tanto de su propia densidad histórica como de mi historia personal –lo opuesto, entonces, de un idioma que fue aprendido únicamente de manera pedagógica, como es el caso de la lengua aprendida por esos misioneros que hablan como si estuvieran consultando un diccionario interiorizado–.

Aquí aparece el problema: hoy, hasta la lengua materna es objeto de pedagogía, no solamente en la escuela, sino también en la casa, donde los padres se vuelven los pedagogos de sus niños, como lo critica Illich en sus ensayos en torno a la lengua. De hecho, la perspectiva histórica de Illich sobre el lenguaje permite ver que la corrupción empezó mucho antes de la publicidad y de las jergas profesionales, y las raíces de esa corrupción retroceden hasta la época de Cristóbal Colón, y aun antes.

Las raíces históricas de la corrupción del lenguaje

Illich traza la evolución histórica de la lengua cotidiana de la gente en sus ensayos “Los valores vernáculos” y “La guerra contra la subsistencia”, publicados en El trabajo fantasma,[8] y también en “La lengua materna enseñada”, texto de una conferencia publicada en En el espejo del pasado. Conferencias y discursos 1978-1990.[9] Distingue tres etapas en un proceso de institucionalización. Primero, en el siglo XI, los monjes de la abadía de Gorze, en territorio germánico, empezaron a usar el idioma vernáculo de la gente en su predicación en lugar del latín. Pusieron énfasis en el valor de este idioma, particularmente al llamarlo “lengua materna”. Es la primera aparición de este término tan familiar hoy. Antes, no existía una lengua materna. Cada quien hablaba diversos idiomas o dialectos, según las circunstancias y las personas. Los monjes empezaron a valorizar el idioma vernáculo franco para defender su territorio de las influencias de monjes de la abadía de Cluny, situada más al Oeste, donde se hablaba románico, porque éstos empezaban a cruzar la línea de separación entre los dos territorios lingüísticos. La aparición del término “lengua materna” ocurrió entonces, desde el principio en el contexto de luchas de poder. Los monjes desviaron la lengua cotidiana para asegurar su poder sobre su feligresía. Ésa fue la primera etapa que empezó a transformar algo que era completamente libre y autónomo, lo que Illich llama vernáculo. Esta palabra designa, para él, lo que la gente hace cuando no está motivada por las fuerzas del mercado, todo tipo de acción autónoma. Entonces, la lengua vernácula era una lengua aprendida sin haber sido formalmente enseñada, sin pedagogía, cultivada a través del curso de la vida; un poco como aprendemos a caminar. Illich insiste en que no hay otro idioma que pueda compararse al vernáculo. Es un fenómeno social completamente diferente de la lengua materna aprendida.

El segundo momento importante en el proceso de institucionalización del idioma sobreviene en el siglo XV, cuando Elio Antonio de Nebrija presentó a la reina Isabela de Castilla su tratado de gramática de la lengua castellana. Era la primera gramática de un idioma vernáculo. Illich analiza el prólogo del tratado para evidenciar la novedad radical del gesto de Nebrija, quien propone crear un idioma a partir del habla popular de la gente. El término que usa es “reducir en artificio”, es decir, domesticar, civilizar. Nebrija expone a la reina su deseo de que la lengua castellana atraviese los siglos como el latín y el griego –lenguas regladas por su propia gramática– y que se aplique de manera uniforme en todo el reino. Argumenta que la lengua, domesticada, regulada y con la seguridad de su duración, contribuirá a la potencia y a la estabilidad del imperio. El paralelo con la institucionalización de la caridad es evidente: en su origen, la institucionalización del idioma proviene de un deseo de garantizar la duración y la uniformidad de lo que era libre y autónomo, también encarnado en el sentido de que era aprendido a través de experiencias en el mundo. En sus ensayos sobre la lengua, Illich habla de lo vernáculo de una manera similar a lo que dice de la relación entre el samaritano y el judío. Ya que el habla vernácula nace de la interacción intensa entre personas afanadamente involucradas en conversaciones, “yo” sólo lo puedo adquirir de un entorno cultural hecho de encuentros con gente que “yo” pueda oler y tocar, amar u odiar. Aprender a hablar es un proceso autónomo y encarnado a la vez. Es lo que intuitivamente entendió la reina Isabel cuando Nebrija le presentó por primera vez su proyecto de gramática del español hablado. “No pensaba que lo vernáculo pudiera enseñarse. Según su real visión de la lingüística, cada súbdito de sus numerosos reinos estaba hecho por la naturaleza para que llegara por sí solo a dominar perfectamente su lengua”.[10]

Nebrija todavía no propone enseñar el idioma domesticado, pero su gramática de facto lo vuelve posible.

La tercera etapa llegó con la expansión de la esfera de educación para englobar todos los aspectos de la vida, lo que nota Illich cuando deplora que los padres hablan a sus niños como profesores y los privan de su última oportunidad de escuchar a gente que realmente conversa. Ya desde Nebrija el idioma existe como instrumento que puede manipularse, y poco a poco la lengua materna enseñada impuso su monopolio radical sobre el hablar. Destruyó las condiciones de existencia del idioma vernáculo, así que hoy, la “lengua enseñada” es el único idioma posible para la mayoría de la gente en los países industrializados.

Conclusión

Entonces, ¿cómo hablaremos unos con otros si el único idioma del cual disponemos es corrupto en su propia estructura? A pesar de su crítica de la perversión de la lengua, de su comprensión de las raíces de esa perversión y de su carácter irremediable, Illich no deja de hablar con sus amigos o en conferencias, ni de escribir ensayos y libros. Cuando David Cayley le preguntó si el lenguaje de lo bueno, the language of the good, era todavía posible, Iván contestó: “Entre nosotros dos, en este momento, ¡sí!”. Añadió que “en ese momento, después de haber conversado bastante tiempo contigo, me pongo en mis palabras por amor a ti”.[11]

Este pensamiento de Illich es el que quiero traer aquí entre nosotros para concluir. Illich dice que a pesar de la corrupción de lo vernáculo –que se trate de la gramática o de la pedagogía que modeló nuestra manera de hablar–, y a pesar de la publicidad y de las jergas profesionales, el diálogo todavía es posible. No hay que inventar otro idioma que imite al vernáculo. Más bien tenemos que entrar a este idioma corrupto y habitarlo enteramente con sus límites, y buscar el camino hacia el otro. En su respuesta, Illich repite “en este momento”, insistiendo en el hic et nunc, el momento puntual del estar-uno-con-el-otro, Illich-con-Cayley. No se trata de una lengua –la lengua siempre tiene que ver con la duración–. Se trata más bien de un habla, una palabra única, que no se puede fijar y que existe entre ellos dos. Cuando Illich dice: “Yo me pongo en mis palabras”, el pronombre “yo” no designa a Illich en tanto persona con una historia y una personalidad que se extienden en la duración. Es el “yo” único de su relación con Cayley en “este momento”, su “ego”, tal como Illich lo define cuando dice “yo”. “Ego” apunta hacia una experiencia que es enteramente sensual, encarnada y de este mundo. Cuando escribe que aquél que dice “yo” se dirige “a este hombre que ha sido golpeado”, sabemos que se refiere al judío de la parábola del buen samaritano. Su modo de referirse a lo bueno en el habla tiene mucho que ver con el gesto del samaritano hacia el judío. Fue un gesto de caridad, amor o amistad con un extraño. Y así como la caridad fue institucionalizada y pervertida por el deseo de garantizarla, pero sigue siendo posible más allá de su perversión de una manera sutil que no se puede definir ni sistematizar y menos hacer durar porque existe cada vez de forma única entre uno y otro, el diálogo sigue siendo posible, aun si no puede capturarse en una definición.



[1] Iván Illich, “La elocuencia del silencio”, Alternativas, en Obras reunidas, p. 182.
[2] Ibid. “Es el silencio de la sintonía, un silencio en el que aguardamos el instante propicio para que la Palabra nazca en el mundo”.
[3] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 159. David Cayley, Conversaciones con Iván Illich, Madrid: Enclave de Libros Ediciones, 2012 [1992].
[4] San Francisco: North Point Press, 1988.
[5] Uwe Pörksen, Plastic Words. The Tyranny of a Modular Language, University Park, The Pennsylvania State University, 1995 [1988]. Traducido al inglés por Jutta Mason y David Cayley.
[6] Conferencia dictada en alemán en Hanover el 14 de septiembre de 1990, traducida al inglés por Jutta Mason, inédita en inglés; puede consultarse en Internet.
[7] Illich, op. cit., p. 6.
[8] Iván Illich, Obras reunidas II, México, Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 67-91.
[9] Illich, op. cit., pp. 421-621.
[10] Iván Illich, El trabajo fantasma, Obras reunidas II, México, Fondo de Cultura Económica, p. 88.
[11] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 161.

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