Cartas y apuntes desde [la prisión]*
por Dietrich Bonhoeffer
A Eberhard Bethge
Tegel, 30 de abril de 1944
No es
preciso que te preocupes en absoluto por mí; me encuentro extraordinariamente
bien y te sorprenderías si vinieras a visitarme. Aquí me repiten continuamente
–cosa que, como ver, me halaga en grado sumo– que de mi “emana una verdadera
tranquilidad” y que “siempre estoy sereno”. De manera que mis ocasionales
experiencias personales, que demuestran todo lo contrario, deben basarse en un
error (cosa que, por cierto, no creo en modo alguno). A lo sumo te extrañarían
o quizás incluso te preocuparían mis pensamientos teológicos con sus
consecuencias, y es aquí donde tú me haces verdadera falta, pues no sabría con
quién podría hablar sino contigo sobre tales problemas de manera que me
aportara un esclarecimiento.
Lo que
incesantemente me preocupa es la cuestión de qué es el cristianismo o también,
quién es [realmente] Cristo para nosotros [hoy]. Ha pasado ya el tiempo en que
a los hombres se les podía explicar esto por medio de palabras, sean teológicas
o piadosas; ha pasado asimismo el tiempo de la interioridad y de la conciencia;
es decir, justamente el tiempo de la religión en general. Nos encaminamos hacia
una época totalmente arreligiosa. Simplemente, los hombres, tal como de hecho
son [ahora], ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que
sinceramente se califican de “religiosos”, no ponen esto en práctica de modo
alguno; sin duda con la palabra “religioso” se refieren a algo muy distinto.
Pero toda
nuestra predicación y teología cristianas, con sus mil novecientos años,
descansan sobre el “a priori religioso” de los hombres. El “cristianismo” ha
sido siempre una forma (quizás la forma verdadera) de la “religión”. Ahora
bien, si un día resulta claro que este “a priori” no existe, sino que ha sido
una forma de expresión del hombre históricamente condicionada y transitoria,
si, pues, los hombres llegan a ser arreligiosos de una manera verdaderamente
radical –y creo que, más o menos, esto es ya lo que sucede actualmente (¿a qué
se debe, por ejemplo, que esta guerra, a diferencia de todas las anteriores, no
provoque ninguna reacción “religiosa”?)–, ¿qué significa entonces esto para el
cristianismo”?
[Significa]
que todo el “cristianismo” precedente queda privado de su fundamento, y ya no
podemos pisar tierra firme desde un punto de vista “religioso” [salvo] en
algunos “[sobrevivientes de la época caballeresca]” o en unos pocos hombres
intelectualmente deshonestos. ¿Tendrán que constituir éstos quizá [a los pocos]
elegidos? ¿Debemos precipitarnos llenos de celo, amor propio o indignación
precisamente sobre este dudoso grupo de hombres para [venderles nuestros
bienes]? ¿Tenemos que abalanzarnos sobre unos pocos desdichados en sus momentos
de debilidad y, por decirlo así, [imponernos sobre ellos] religiosamente?
Si no
queremos nada de todo esto, y si, en definitiva, hemos de juzgar la forma
occidental del cristianismo como mera etapa previa de una completa
arreligiosidad, ¿qué situación surge entonces para nosotros, para la iglesia?
¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor, incluso de los no religiosos? ¿Existen
cristianos arreligiosos? Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo –y
dicho ropaje ha ofrecido un aspecto muy diferente en las distintas épocas– ¿qué
es entonces un cristianismo arreligioso?
Barth, el
único en comenzar a pensar en esta dirección, no ha desarrollado estos
pensamientos hasta sus últimas consecuencias, sino que ha desembocado en un
positivismo de la revelación, que a fin de cuentas no deja de ser esencialmente
una restauración. Para el trabajador o para el hombre arreligioso en general no
se ha ganado aquí nada que sea decisivo. Porque los problemas a solucionar
serían: ¿qué significan una iglesia, una parroquia, una predicación, una
liturgia, una vida cristiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios sin
religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la
metafísica, de la interioridad, etc., etc.? ¿Cómo hablar (pero acaso ya ni
siquiera se puede “hablar” de ello como hasta ahora) “mundanamente” de “Dios”?
¿Cómo somos cristianos “arreligiosos-mundanos”? ¿Cómo somos ekklesía,
“los que son llamados”, sin considerarnos unos privilegiados en el plan
religioso, sino más bien como perteneciendo plenamente al mundo?
Entonces,
Cristo ya no es objeto de la religión, sino algo completamente diferente:
realmente el Señor del mundo. Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significan el
culto y la plegaria en una [situación de] ausencia de religión? ¿Adquiere aquí
nueva importancia la disciplina del arcano, o sea la diferenciación (que ya
conoces en mí) entre lo último y lo penúltimo?
Tengo que
terminar por hoy, pues el correo está a punto de salir. Dentro de dos días te
seguiré escribiendo sobre esto. Ojalá comprendas más o menos lo que quiero
decir y no te resulte aburrido. Entre tanto, ¡que te vaya bien! No resulta
fácil escribir siempre sin ningún eco; debes disculparme si, por esta razón,
mis cartas se parecen a algo como un monólogo.
¡De veras
que no te hago ningún reproche por tu falta de respuestas! Tienes otras muchas
cosas que hacer.
Te recuerda
siempre fielmente, tuyo Dietrich
Veo que aún
puedo continuar escribiendo un rato. La cuestión paulina sobre si la ….. es
condición de la justificación, quiere decir hoy a mi juicio, si la religión es
condición de salvación. La libertad ante la ….. es también la libertad ante la
religión. A menudo me pregunto por qué un “instinto cristiano” me atrae en
ocasiones más hacia los no religiosos. Y esto sin la menor intención misionera,
sino que casi me atrevería a decir “fraternalmente”. Ante los religiosos, me
avergüenzo con frecuencia de nombrar a Dios, porque en ese contexto su nombre
me parece que adquiere un sonido casi ficticio y yo tengo la impresión de ser
algo insincero (Esto llega a ser especialmente grave cuando los demás comienzan
a hablar con terminologías religiosas; entonces enmudezco casi por completo y
el ambiente me resulta pegajoso y molesto). En cambio ante los no religiosos
puedo, cuando hay ocasión, nombrar a Dios con toda la tranquilidad y como algo
obvio.
Los hombres
religiosos hablan de Dios cuando el conocimiento humano (a veces por simple
pereza mental) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas humanas. En
realidad se trata siempre de un deux ex machina, al que ponen en
movimiento bien para la aparente solución de problemas insolubles, bien como
fuerza ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando partido de la
debilidad humana, o en las limitaciones de los hombres.
Semejante
actitud sólo tiene posibilidades de perdurar, por su propia lógica, hasta el
momento en que los hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más allá
los límites [de modo que] Dios, como deus ex machina, resulta superfluo.
Por otra parte, hablar de los límites humanos se me ha convertido en algo
cuestionable (la misma muerte, puesto que los hombres ya apenas la temen, y el
pecado, que apenas comprenden, ¿son todavía unos verdaderos límites?). Siempre
tengo la impresión de que con ello sólo tratamos de reservar medrosamente un
espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en los límites, sino en el
centro; no en las debilidades, sino en la fuerza; esto es, no a la hora de la
muerte y de la culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los límites,
me parece mejor guardar silencio y dejar sin [resolver] lo insoluble.
La fe en la
resurrección no es la “solución” al problema de la muerte. El “más allá”
de Dios no es el más allá de nuestra capacidad de conocimiento. La trascendencia desde el punto de vista de
la teoría del conocimiento no tiene nada que ver con la trascendencia de Dios.
Dios está más allá en [medio de] nuestra vida. La iglesia no se halla allí
donde fracasa la capacidad humana, en los límites, sino en medio de la aldea. Así
es según el antiguo testamento y, en este sentido, leemos demasiado poco el
nuevo testamento a partir del antiguo.
Estoy
reflexionando mucho acerca de los rasgos de este cristianismo arreligioso y
sobre la forma que adopta; pronto te escribiré más a este respecto. Quizá
recaiga sobre nosotros, situados entre occidente y oriente, una importante
misión precisamente en este contexto.
Pero hay es
hora de que acabe definitivamente. ¡Qué hermoso sería tener alguna vez una
opinión tuya acerca de todo este problema! Para mí significaría mucho; más de
lo que probablemente puedes imaginar.
Por cierto,
lee cuando tengas ocasión Proverbios 22, 11-12. Allí se halla el cerrojo contra
toda evasión camuflada de piedad.
¿Que te vaya
muy bien! Cordialmente,
Tuyo Dietrich
[Tegel] 29
de mayo 1944
Querido
Eberhard:
Espero que
a pesar de las alarmas gocéis plenamente de la tranquilidad y belleza de estos
días de pentecostés con su calor estival. Poco a poco uno aprende a
distanciarse interiormente de las amenazas de la vida. Esto de “distanciarse”
suena en realidad demasiado negativo, demasiado formal, artificial y estoico;
quizá sería preferible decir que incorporamos estas diarias amenazas al
conjunto de nuestra vida. Aquí observo una y otra vez que son pocos los hombres
capaces de albergar en sí muchos sentimientos a la vez. Cuando llega la
aviación son sólo miedo; si hay algo bueno de comer, son sólo voracidad; si no
se cumple uno de sus deseos, son sólo desesperación; si algo les sale bien, ya
no ven nada más. Pasan de largo ante la plenitud de la vida y el carácter total
de su existencia personal; tanto lo objetivo como lo subjetivo, se les
desintegra en fragmentos.
Por el
contrario, el cristianismo nos sitúa simultáneamente en muchas dimensiones distintas
de la vida; albergamos en nosotros, por decirlo así, a Dios y al mundo entero. Lloramos
con quienes lloran y nos alegramos al mismo tiempo con quienes están alegres;
tememos por nuestra vida –la alarma me interrumpió en este preciso momento y
ahora me hallo sentado al aire libre gozando del sol–, pero al mismo tiempo
hemos de pensar en todo aquello que es para nosotros mucho más importante que
nuestra vida. Durante una alarma, por ejemplo, tan pronto como nuestros
pensamientos dejan de preocuparse por nuestra seguridad personal y se fijan en
otro objetivo –nuestro deber, por ejemplo, de infundir calma a cuantos nos
rodean–, la situación cambia por completo. La vida no queda reducida ya a una
única dimensión, sino que continúa siendo pluridimensional y polifónica. ¡Qué
liberación supone poder pensar y mantener en vigor por el pensamiento esta
pluridimensionalidad!
Aquí me he
impuesto casi como una norma, cuando la gente comienza a temblar ante un ataque
aéreo, hablar siempre sólo de que tales ataques aún serían más terribles para
las ciudades pequeñas. Es preciso arrancar a la gente de su pensar monolineal,
en cierto sentido a manera de “preparación” o “posibilitamiento” de la fe, a
pesar de que en realidad sólo es la fe misma la que hace posible la
pluridimensionalidad de la vida y la que nos permite celebrar esta pascua de pentecostés
a pesar de las alarmas.
En el
primer momento, me quedé algo perplejo y quizás incluso entristecido al no
recibir este año ninguna carta por pentecostés. Luego me dije que esto era probablemente
un buen signo de que nadie se preocupa por mí. Pero existe en el hombre una
extraña tendencia por la que de alguna manera le agrada que los demás se
inquieten –aunque sea sólo un poco– por él.
La obra Das
Weltbild der Physik de Weisäcker aún me ocupa bastante. Veo de nuevo con
toda claridad que no debemos utilizar a Dios como [recurso provisorio, parche]
de nuestro conocimiento imperfecto. Porque entonces, si los límites del
conocimiento van retrocediendo cada vez más –lo cual objetivamente, es
inevitable–, Dios es desplazado continuamente junto con ellos y por
consiguiente se halla en una constante retirada. Hemos de hallar a Dios en las
cosas que conocemos, y no en las que ignoramos. Dios quiere ser comprendido por
nosotros en las cuestiones resueltas, y no en las que aún están por resolver.
Esto es válido para la relación entre Dios y el conocimiento científico, pero
lo es asimismo para [los problemas humanos más amplios de la muerte, el
sufrimiento y la culpa. Ahora es posible encontrar, incluso para estas
cuestiones, respuestas humanas] que pueden prescindir por completo de Dios. En
realidad –y así ha sido en todas las épocas–, el hombre llega a resolver estas
cuestiones incluso sin Dios, y es pura falsedad que solamente el
cristianismo ofrezca una solución para ellas. Por lo que al concepto de
“solución” se refiere, las respuestas cristianas son tan poco concluyentes [o
tan concluyentes] como las demás soluciones posibles.
Lo mismo
aquí, Dios no es ningún parche. Dios ha de ser reconocido en medio de nuestra
vida, y no sólo en los límites de nuestras posibilidades. Dios quiere ser reconocido
en la vida y no sólo en la muerte, en la salud y la fuerza y no sólo en el
sufrimiento, en la acción y no sólo en el pecado. La razón de ello se halla en
la revelación de Dios en Jesucristo. Él es el centro de nuestra vida, y no ha
“venido” en modo alguno para [dar respuesta a nuestros problemas irresueltos].
Desde el centro de la vida, determinadas cuestiones [y sus respuestas se nos
muestran como enteramente irrelevantes] (estoy pensando en el juicio sobre los
amigos de Job). En Cristo no existen “problemas cristianos”. Pero bastante por
ahora; acaban de interrumpirme de nuevo.
[…..]
8 de junio
1944
[…]
Me formulas
ahora tantas y tan importantes preguntas con respecto a los pensamientos que me
preocupan estos últimos tiempos, que estaría muy contento de podérmelas
contestar yo mismo. En realidad, todo se halla aún en sus inicios, y como casi
siempre, me guía más el instinto por las cuestiones futuras que unas soluciones
claramente percibidas. Intentaré precisar mi posición desde un ángulo
histórico.
El
movimiento que se inició poco más o menos en el siglo XIII (no voy a perderme
ahora en una discusión acerca del momento exacto) y que tendía al logro de la
autonomía humana (entendiendo con eso el descubrimiento de las leyes según las
cuales el mundo vive y se basta a sí mismo en los dominios de la ciencia, de la
vida social y política, del arte, de la ética y de la religión) ha alcanzado en
nuestros días una cierta culminación. El hombre ha aprendido a componérselas
solo en todas las cuestiones importantes sin recurrir a Dios como “hipótesis de
trabajo”. Esto es ya evidente en las cuestiones científicas, artísticas y
éticas, y ya nadie osaría ponerlo en duda; pero de un centenar de años a esta
parte, ha ido haciéndose asimismo cada vez más válido en las cuestiones
religiosas: se ha puesto de manifiesto que también sin “Dios” marcha todo, y
tan bien como antes. Al igual que en el campo científico, en el dominio humano
a “Dios” se le va haciendo retroceder cada vez más lejos y más fuera de la
vida; está perdiendo terreno.
Los
historiadores protestantes y católicos coinciden en considerar esta evolución
como la gran deserción respecto de Dios y de Cristo, pero cuanto más recurren y
mayor uso hacen de Dios y de Cristo para oponerse a ella, tanto más
anticristiana se declara esta evolución. El mundo, que ha cobrado conciencia de
sí mismo y de sus leyes vitales, se siente tan seguro de sí mismo que llega a
inquietarnos. Fracasos y catástrofes no logran hacerle dudar de lo ineludible
de su camino y de su evolución; todo lo soporta con viril serenidad y ni
siquiera un acontecimiento como la actual guerra constituye una excepción.
La
apologética cristiana ha adoptado las más variadas estrategias para oponerse a
semejante seguridad en sí mismo. Se hace esfuerzos para demostrar [a un mundo así
mayor de edad], que no puede vivir sin la tutela de “Dios”. Aunque se haya
capitulado en todas las cuestiones seculares, quedan todavía las llamadas
“cuestiones últimas” –muerte, culpa– para las cuales solo “Dios puede darnos
una respuesta y debido a las cuales tenemos necesidad de Dios, de la iglesia y
del pastor. Hasta cierto punto, pues, nosotros vivimos de esas llamadas
cuestiones últimas de los hombres. Pero ¿qué ocurrirá si un día dejan de serlo,
o si también estas cuestiones hallan una respuesta “sin [recurrir a] Dios?
Ahora es
cuando surgen los retoños secularizados de la teología cristiana, a saber, los
filósofos existenciales y los psicoterapeutas, y se empeñan en demostrar al
hombre seguro, contento y feliz, que en realidad es un desdichado, que está
desesperado y que no quiere abrir los ojos ante la necesidad en que se
encuentra, de la que él no tiene idea y de la cual sólo ellos pueden salvarle.
Allí donde hay salud, fuerza, seguridad y sencillez, allí presienten un dulce
fruto donde mordisquear o donde colocar sus perniciosos huevos. Ante todo se
esfuerzan por empujar al hombre a la desesperación interior, y entonces ya han
ganado la partida. Esto es metodismo secularizado. ¿Y a quién alcanza? A un
reducido número de intelectuales, de degenerados, de seres que se consideran a
sí mismos como lo más importante del mundo y que, por eso, les encanta ocuparse
de sí mismos. Pero no alcanzan al hombre normal, cuya vida cotidiana transcurre
entre el trabajo y el hogar, y ciertamente en otras escapadas accesorias. Este
hombre no tiene tiempo ni ganas de ocuparse de su desesperación existencial, ni
de considerar su felicidad, acaso modesta, como “miseria”, “inquietud” y
“desgracia”.
El ataque
de la apologética cristiana contra la mayoría de edad del mundo me parece en
primer lugar absurdo, en segundo lugar innoble, y finalmente [poco] cristiano.
Absurdo, porque viene a ser como un intento para retrotraer a un hombre adulto
a la época de su pubertad, es decir, para volver a hacerle depender de muchas
cosas de las que, de hecho, ya se ha independizado, y para enfrentarlo con unos
problemas que, de hecho, han dejado de ser problemas para él. Innoble, porque
así se intenta sacar provecho de la debilidad de un hombre para una finalidad
que le es ajena y que no ha suscrito libremente. [Nada] cristiano, porque así
se confunde a Cristo con un grado determinado de la religiosidad del hombre, es
decir, con una ley humana. Más tarde me extenderé sobre ello.
Pero antes,
unas palabras aún acerca de la situación histórica. La cuestión es ésta: Cristo
y el mundo mayor de edad. La teología liberal tuvo un punto débil: conceder al
mundo el derecho de asignar a Cristo un lugar en el mismo mundo; en la querella
entre la Iglesia y el mundo, aceptó la paz, relativamente benigna, impuesta por
el mundo. Pero tuvo asimismo la entereza de no intentar remontar el curso de la
historia y de admitir realmente la discusión (¡Troeltsch!), aunque también en
ésta acabara siendo derrotada.
Tras la
derrota de la iglesia vino su capitulación, y luego el intento de un recomienzo
total, que debía operarse por la reflexión sobre los propios fundamentos: la
Biblia y la Reforma. Heim hizo el intento pietista-metodista de convencer a los
hombres uno a uno de que se hallaban ante la alternativa: “desesperación o
Jesús”, y logró ganar algunos “corazones”. Althaus (siguiendo la línea
neopositivista con fuerte tendencia confesional) procuró agenciar un sitio en
el mundo para la doctrina (el ministerio) y el culto luteranos, y en todo lo
demás abandonó el mundo a sí mismo. Tillich trató de interpretar religiosamente
la evolución del mundo, en contra de la voluntad de éste, y de darle su propia
forma por medio de la religión. Fue una actividad valerosa, pero el mundo lo
[desoyó] y continuó corriendo solo. También Tillich quiso comprender el mundo
mejor de lo que éste se comprende a sí mismo. Pero el mundo se sintió
totalmente incomprendido y rechazó semejante pretensión. (Es cierto que el
mundo debe ser comprendido mejor de lo que él mismo se comprende: pero
en modo alguno de forma “religiosa”, como pretendían los socialistas
cristianos).
Barth fue
el primero que denunció el error de estos intentos (todos los cuales, en el
fondo, seguían navegando sin querer en las aguas de la teología liberal),
consistente en que todos ellos pretendían reservar un espacio para la religión,
en el mundo o contra el mundo [Liberal: pluralismo, también la religión tiene
su lugar en el mundo?]. Barth sacó a campaña al Dios de Jesucristo contra la
religión: “pneuma contra sarx”. Éste sigue siendo su mayor mérito
(Carta a los Romanos, 2da edición, a pesar de todas sus cáscaras
neokantianas). Más tarde, con su Dogmática, ha puesto a la iglesia en
condiciones de sostener fundamentalmente esta distinción en toda la línea. Y no
fracasó luego en la ética, como suele afirmarse –sus explicaciones éticas, en
la medida en que existen, son tan importantes como las dogmáticas–; pero ni en
la Dogmática ni en la Ética dio una indicación concreta para la interpretación
no religiosa de los conceptos teológicos. Ésta es su limitación, y por ello su
teología de la revelación pasa a ser “positivista”: un “positivismo de la
revelación”, como yo la llamo. [Positivismo: el mundo tal como realmente es]
En cuanto a
la Iglesia Confesante, ésta ha olvidado el planteamiento de Barth, pasando del
positivismo a la restauración conservadora. Su mérito estriba en que sigue manteniendo
los grandes conceptos de la teología cristiana, pero parece que poco a poco va
agotando en ello sus fuerzas. Cierto es que tales conceptos contienen los elementos
de la auténtica profecía (y entre ellos, la exigencia de verdad y la
misericordia, de que tú hablas) y del culto; por eso, la palabra de la Iglesia
Confesante sólo encuentra atención, escucha y rechazo. Pero tanto la profecía
como el culto quedan embrionarios y lejanos, por faltarles la debida
interpretación.
Aquellos
que aquí echan de menos el “movimiento” y la “vida” –como por ejemplo P.
Schütz, los grupos de Oxford o los de Berneuchen– son peligrosos reaccionarios
y retrógrados, porque retroceden detrás del punto de partida de la teología de
la revelación, y buscan una renovación “religiosa”. Aún no han llegado a
comprender en absoluto el problema y hablan completamente al margen del asunto.
No tienen ningún futuro (con la sola excepción probablemente, de los de Oxford,
si bíblicamente no fuesen tan insustanciales).
Parece que
Bultmann, en cierto modo, ha rastreado los límites de Barth, pero los
interpreta erróneamente en el sentido de la teología liberal, y así se estropea
en el típico proceso liberal de la reducción (el cristianismo es desprovisto de
sus elementos “mitológicos”, quedando así reducido a su “esencia”). Soy del
parecer que el contenido debe subsistir en toda su integridad, incluso con sus
conceptos “mitológicos” (el Nuevo Testamento no es un revestimiento mitológico
de una verdad general, sino que esta mitología –resurrección, etc.– es la
verdad misma); pero tales conceptos deben ser interpretados ahora de tal modo
que no presupongan la religión como condición de la fe (cf. La circuncisión en
Pablo). Sólo así queda superada en mi opinión la teología liberal (que aún influye
a Barth, aunque sea de forma negativa), pero al mismo tiempo su pregunta queda
planteada y contestada realmente (¡lo que no ocurre en el positivismo de la
revelación de la Iglesia Confesante!). La mayoría de edad del mundo ya no es
entonces motivo de polémica y apologética, sino que es entendida realmente
mejor de lo que [el mundo] se entiende a sí mismo, es decir, a partir del
evangelio y de Cristo.
Sigue en pie tu pregunta: ¿Dónde queda el espacio de la Iglesia; no se habrá perdido por completo? Y la otra cuestión: ¿No partió el mismo Jesús de la “miseria” de los hombres? Por consiguiente, ¿no tendrá razón el “metodismo” que antes he criticado?
[Tegel] 30
de junio 1944
Querido
Eberhard:
[…]
Y ahora
quisiera intentar proseguir con el tema teológico interrumpido el otro día.
Partía del hecho de que Dios es desplazado progresivamente del ámbito de un
mundo ya mayor de edad, de los ámbitos de nuestro conocimiento y de nuestra
vida. Desde Kant, ya sólo ha conservado un espacio más allá del mundo de la
experiencia.
Por una
parte, la teología se ha alzado apologéticamente contra esta evolución y se ha
lanzado al ataque –inútilmente– contra el darwinismo, etc.; por otra parte, se
ha resignado a esta evolución y se ha limitado a hacer funcionar a Dios como deus
ex machina en las llamadas cuestiones últimas; es decir, Dios se convierte
en la respuesta a las cuestiones vitales, en la solución de las miserias y
conflictos de la vida. Así pues, si un hombre no puede exhibir nada de esto, o
si se niega a meterse en estas cosas y hacerse compadecer, propiamente no se le
puede hablar de Dios; o bien hay que demostrarle a él que carece de problemas
vitales, etc., que en realidad se halla profundamente hundido en tales
problemas, miserias y conflictos, sin confesárselo o incluso sin saberlo. Si
esto se logra –y la filosofía existencialista y la psicoterapia han elaborado
unos métodos muy sutiles para ello–, entonces a este hombre se le podría hablar
de Dios y el metodismo podrá cantar victoria. Pero si no se logra persuadir al
hombre de que considere y designe su dicha como una desdicha, su salud como una
enfermedad, y su fuerza vital como desesperación, entonces los teólogos han
agotado todos sus recursos: se hallan ante un pecador obstinado, de naturaleza
especialmente malvada, o ante una existencia “burguesamente [complaciente]”, y
tanto el uno como el otro se hallan igualmente lejos de la salvación.
Ya ves,
ésta es la postura a la que me opongo. Si cristo salvo a pecadores, éstos eran
verdaderos pecadores, pero Jesús no empezó por convertir a cada hombre en un
pecador. Los sacó del pecado, pero no los lanzó al [pecado]. El encuentro con
Jesús significó ciertamente la inversión de todas las valoraciones humanas. Así
ocurrió en la conversión de Pablo. Pero, en este caso, el encuentro con Jesús
precedió al reconocimiento de su pecado. Cierto es que Jesús se preocupó de
seres que vivían al margen de la sociedad humana, de prostitutas y publicanos,
pero no únicamente de ellos, sino en cuanto deseaba ocuparse de los hombres en
cuanto tales. Jesús no cuestionó nunca la salud, la fuerza, la felicidad humanas,
ni las consideró jamás como un fruto podrido. De lo contrario, ¿por qué habría
curado a los enfermos y devuelto la fuerza a los débiles? Jesús reivindica para
sí y para el reino de Dios toda la vida humana en todas sus manifestaciones.
¡Precisamente
ahora tienen que interrumpirme! Deja que te formule de nuevo en pocas palabras
el tema que me preocupa: la reivindicación por Jesucristo del mundo que ha
alcanzado su [mayoría de] edad.
Hoy ya no
puedo seguir escribiendo, porque en caso contrario la carta se retrasaría de
nuevo una semana, cosa que no me gustaría. Así pues, continuaremos.
8 de julio
1944
[…]
He aquí
algunos pensamientos más en relación con nuestro tema. Exponer su aspecto
bíblico requiere mayor concentración y lucidez mental de la que tengo hoy.
Espera unos cuantos días más, hasta que haya refrescado de nuevo. Tampoco he
olvidado que aún te debo una respuesta sobre la interpretación no religiosa de
los conceptos bíblicos. Pero hoy me limitaré a unas cuantas observaciones
preliminares:
El desplazamiento
de Dios fuera del mundo, fuera del ámbito público de la existencia humana,
condujo al intento de conservarlo por lo menos en el ámbito de lo “personal”,
“íntimo”, “privado”. Y como cada hombre conserva en algún lugar una esfera
privada, se pensó que en este punto sería más fácilmente atacable. Los secretos
del ayuda de cámara, para expresarlo de un modo grosero –esto es, el ámbito de
lo íntimo, desde la oración hasta la sexualidad– se convierten en el coto de
caza de los directores espirituales modernos. Pese a que su intención es muy
distinta, se parecen en esto a los peores periodistas callejeros (¿Te acuerdas
de Die Wahrheit y Die Glocke?) que daban a la publicidad las
intimidades de los personajes importantes, aquí para chantajear a los hombres
desde un punto de vista político, financiero o social; allí para someterlos a
un chantaje religioso. Perdona, no puedo expresarlo de otro modo.
Desde el
punto de vista sociológico, se trata de una revolución desde abajo, de una
insurrección de la mediocridad. Frente a una persona de alto rango, los
espíritus mezquinos sólo se tranquilizan cuando la imaginan “en el baño” o en
otras situaciones embarazosas, pues lo mismo ocurre en el ámbito religioso.
Constituye una especie de satisfacción malsana saber que cada cual tiene sus
debilidades y flaquezasa. En mis contactos con los outcasts, con los
“parias” de la sociedad, siempre me ha sorprendido que la desconfianza sea para
ellos invariablemente el motivo determinante de todos sus juicios sobre los
demás hombres. Ya de entrada, les parece sospechosos cualquier acto –incluso el
más desinteresado– que realiza un hombre de prestigio. Por otra parte, estos
“outcasts” existen en todas las clases sociales. En el jardín más hermoso sólo
buscan estiércol en el que crecen las flores. Cuanto mayor sea el desarraigo en
que viva una persona, más propensa estará a caer en semejante óptica.
También
entre los eclesiásticos encontramos esa misma actitud, que llamamos “clerical”:
ir husmeando los pecados de los hombres para poderlos atrapar. Es como si
llegásemos a conocer una hermosa mansión cuando descubrimos las telarañas de su
último sótano, o como si no pudiésemos apreciar plenamente una buena obra de
teatro hasta después de haber observado el comportamiento de los actores tras
los bastidores. Por esta misma razón, los novelistas de los cincuenta últimos
años sólo creen haber descrito correctamente a sus personajes cuando nos los
han mostrado en el lecho conyugal, y muchos filmes juzgan necesarias las
escenas en que los actores se desnudan. Ya de entrada se considera un engaño,
una ficción y una impureza todo cuanto es vestido, cubierto, puro y casto: pero
con ello sólo se pone de manifiesto la propia impureza. La desconfianza y la
suspicacia como actitud básica ante los hombres constituye la rebelión de los
mediocres.
Desde el
punto de vista teológico, el error es doble. En primer lugar, se cree que sólo
se puede tratar a una persona de pecadora después de haber espiado hasta el
fondo sus flaquezas o sus bajezas. En segundo lugar, se cree que la esencia del
hombre radica en su trasfondo más íntimo y personal; y a esto le llamamos
“interioridad”. ¡Y precisamente en estos secretos humanos es donde se quiere
ver el dominio de Dios!
Respecto de
lo primero, cabe replicar diciendo que, aunque el hombre es pecador, por ello
no es ni mucho menos un ser innoble. Para utilizar un ejemplo banal, ¿habrían
de ser pecadores Goethe o Napoleón sólo porque no siempre fueron maridos
fieles? Lo que importa no son los pecados por debilidad, sino los pecados
fuertes. No hace absolutamente ninguna falta andar espiando. La Biblia no lo
hace en ningún sitio. (Pecados fuertes: en el genio, la hybris; en el
campesino, la ruptura del orden –¿acaso el decálogo es una ética campesina? –;
en el ciudadano, el temor a la libre responsabilidad. ¿Es correcto esto?).
Con
respecto al segundo error: la Biblia ignora nuestra distinción entre lo externo
y lo interno. ¿Y de qué sirve en realidad? A la Biblia sólo le importa el anthropos
teleios, el hombre entero, incluso allí donde, como en el sermón de
la montaña, el decálogo se adentra en la “interioridad”. El que “los buenos
sentimientos” puedan sustituir el bien total, es completamente contrario a la
Biblia. El descubrimiento de la llamada “interioridad” sólo se hace en el
Renacimiento (probablemente en Petrarca). El “corazón”, en el sentido bíblico,
no es la interioridad, sino el hombre entero, tal como se yergue ante Dios.
Pero como el hombre vive tanto de “fuera” a “dentro” como de “dentro” a
“fuera”, la opinión de que sólo podemos comprender su naturaleza después de
conocer sus trasfondos anímicos más íntimos carece de todo sentido.
A lo que
voy es, entonces, a que Dios no sea introducido de contrabando en cualquier
lugar secreto, el más recóndito, sino que se reconozca simplemente [la mayoría
de edad] del mundo y del hombre; que no se “desacredite” al hombre por su
mundanidad, sino que se le confronte con Dios por su lado más fuerte. Que se
renuncie a todos los trucos clericales y que no se vea en la psicoterapia o en
la filosofía existencialista a precursores de Dios. Para la palabra de Dios, la
impertinencia de todos esos métodos es demasiado poco aristocrática para
convertirse en su aliada. La palabra de Dios no se alía con la rebelión que
suscita la desconfianza, con la rebelión desde abajo. La palabra de Dios reina.
Ahora sería
el momento de que te hablara en concreto de las interpretaciones no religiosas
de los conceptos bíblicos. ¡Pero hace demasiado calor!
[…]
Basta ya,
espero que nos podamos ver pronto. Hasta entonces, que te vaya bien.
Tuyo,
Dietrich
[Tegel] 16
de julio 1944
Querido
Eberhard:
[…]
Pero
volvamos a nuestro tema. Progresivamente voy centrando mi trabajo en la
interpretación no religiosa de los conceptos bíblicos. Pero, por ahora, veo
mejor el problema que mi capacidad de darle solución.
En el
aspecto histórico se trata de una gran evolución que encamina el mundo
hacia su autonomía. En teología, ante todo Herbert de Cherburgo, que afirma la
suficiencia de la razón para el conocimiento religioso. En el dominio de la
moral, Montaigne y Bodin, que en lugar de los mandamientos establecen unas
reglas de vida. En política, Maquiavelo, que independiza la política de la
moral general y funda la doctrina de la razón de Estado. Más tarde H. Grotius,
muy distinto a Maquiavelo por el contenido, pero coincidiendo con él por lo que
se refiere a la autonomía de la sociedad humana, quien erige su derecho natural
como un derecho de gentes [¿derecho internacional?], válido etsi deus non
daretur, “incluso si Dios no existiera”. Por último, la filosofía aporta la
conclusión: por un lado, el deísmo de Descartes: el mundo es un mecanismo que
funciona por sí solo, sin la intervención de Dios; por otro, el panteísmo de
Spinoza: Dios es la naturaleza. Kant, en el fondo, es deísta, mientras que
Fichte y Hegel son panteístas. En todos ellos, la autonomía del hombre y del
mundo constituye la meta del pensamiento.
(En el
campo de las ciencias naturales, este movimiento se inicia según parece con
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno y su doctrina “herética” del carácter infinito
del universo. El cosmos de la antigüedad es tan limitado como el mundo creado
de la Edad Media. Un universo infinito –sea cual fuere la forma en que lo
imaginemos– descansa en sí mismo etsi deus non daretur. Cierto es que la
física moderna pone nuevamente en duda el carácter infinito del mundo, pero sin
reincidir en las ideas antiguas acerca de su finitud).
Dios, como
hipótesis de trabajo, ha sido eliminado y superado en moral, en política y en
ciencia; pero también en filosofía y religión (¡Feuerbach!). Es pura honradez
intelectual abandonar esta hipótesis de trabajo, es decir, descartarla hasta
donde ello sea posible. Un médico o un científico edificante es un híbrido.
¿Dónde
queda, pues, un sitio para Dios?, se preguntan ciertas almas [ansiosas], y como
no dan con ninguna respuesta, condenan toda la evolución que les ha acarreado
semejante calamidad. Ya te escribí sobre las distintas salidas de emergencia,
que conducen fuera de este espacio que tanto se ha angostado. Cabría añadir aún
el salto mortal para volver a la Edad Media. Pero el principio de la Edad Media
es la heteronomía en forma de clericalismo. El retorno a este sistema sólo
puede ser un acto de desesperación, que únicamente puede lograrse a costa de
sacrificar la honestidad intelectual. Se trata de un sueño según la melodía:
“¡Ojalá conociera el camino de regreso, el largo camino que conduce a la
niñez!” Más dicho camino ya no existe; en todo caso, si existe no es por una
arbitraria renuncia a la honestidad interior, sino sólo en el sentido de Mt 18,
3: por la penitencia, es decir, a través de la honestidad definitiva [ultimate].
Y nosotros
no podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo etsi
deus non daretur. Y esto es precisamente lo que reconocemos… ¡ante Dios!;
es el mimo Dios quien nos obliga a dicho reconocimiento. Nuestro arribo a la
mayoría de edad nos lleva así a un veraz reconocimiento de nuestra situación
ante Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que logran vivir
sin Dios. ¡El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15,
34)! El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios,
es el Dios ante el cual nos hallamos constantemente. Ante Dios y con Dios
vivimos sin Dios. Dios permite que lo echen del mundo a ser clavado en la cruz.
Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con
nosotros y nos ayuda. Mt 8, 17 indica claramente que Cristo nos ayuda, no por
su omnipotencia sino en virtud de su debilidad y sus sufrimientos.
Esta es la diferencia decisiva con respecto a todas las demás religiones. La religiosidad humana remite al hombre, en su necesidad, al poder de Dios en el mundo: así Dios es el deus ex machina. Pero la Biblia lo remite a la debilidad y al sufrimiento de Dios; sólo el Dios sufriente puede ayudarnos. En este sentido podemos decir que la evolución hacia la mayoría de edad del mundo, de la que antes hemos hablado, al dar fin a toda falsa imagen de Dios, libera la mirada del hombre hacia el Dios de la Biblia, quien adquiere poder y sitio en el mundo gracias a su impotencia. Aquí es donde deberá entrar en juego la “interpretación mundana”.
18 de julio
1944
¿Se habrán
perdido algunas cartas debido al bombardeo de Munich? ¿Recibiste la carta con
las dos poesías? Salió precisamente aquella noche y contenía además algunos
pensamientos preliminares sobre el tema teológico. La poesía “Cristianos y
paganos” contiene una idea que volverás a encontrar aquí: “Los cristianos están
con Dios en su pasión”. Esto es lo que distingue a los cristianos de los
paganos. “¿No habéis podido velar conmigo una hora?”, pregunta Jesús en Getsemani.
Esto es la inversión de todo lo que el hombre religioso espera de Dios. El
hombre está llamado a sufrir con Dios en el sufrimiento que el mundo sin Dios
inflige a Dios.
Debe vivir,
pues, realmente, en el mundo sin Dios, y no le es lícito intentar escamotear,
transfigurar religiosamente su carencia de Dios; debe vivir “mundanamente” y
así precisamente es como participa en el sufrimiento de Dios; le está
permitido vivir “mundanamente”, es decir, está liberado de todas las falsas
vinculaciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no significa ser
religioso de una cierta manera, convertirse en una clase determinada de hombre
por un método determinado (un pecador, un penitente o un santo), sino que
significa ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de hombre, sino un
hombre. No es el acto religioso quien hace que el cristiano lo sea, sino su
participación en el sufrimiento de Dios en la vida del mundo.
Esta es la metanoia:
no comenzar pensando en las propias miserias, problemas, pecados y angustias,
sino dejarse arrastrar al camino de Jesucristo, al acontecimiento mesiánico,
para que así se cumpla Is 53, De ahí viene aquello de “creed en el evangelio”,
es decir, en aquello que Juan designa como “el cordero de Dios que quita el
pecado del mundo” (Jn 1, 29). (Por otra parte, J. Jeremias ha afirmado
recientemente que “cordero” en arameo podría traducirse también por “siervo”.
¡Qué hermoso si piensas en Is 53!
Este acto
de ser arrastrado a los sufrimientos mesiánicos de Dios en Jesucristo se
cumple, en el nuevo testamento, de distintas maneras: por la llamada, hecha a
los discípulos, al seguimiento, por la comunidad de mesa con los pecadores; por
las “conversiones” en el sentido estricto de la palabra (Zaqueo), por el acto
de la gran pecadora –que se realiza sin ninguna confesión de pecados– (Lc 7),
por la curación de los enfermos (Mt 8, 17), por la acogida dispensada a los
niños. Los pastores, así como los sabios de oriente, se hallan ante el pesebre,
no como “pecadores conversos”, sino simplemente porque, tal como son, se han
sentido atraídos desde el pesebre (estrella). El centurión de Cafarnaún, que no
realiza en modo alguno una confesión de pecados, nos es propuesto como ejemplo
de fe (cf. Jairo). Jesús “ama” al adolescente rico. El dignatario (Hech 8) y
Cornelio (Hech 10) son todo lo contrario a seres al borde del abismo. Natanael
es un “israelita sin engaño” (Jn 1, 47); por último, José de Arimatea y las
mujeres junto a la tumba. Lo único común a todos ellos es su participación en
los sufrimientos de Dios en Cristo. Esta es su “fe”. Nada de metodismo
religioso. El “acto religioso” siempre tiene algo de parcial; la “fe”, en
cambio, es un todo, un acto de vida. Jesús no llama a una nueva religión, sino
a la vida.
Pero, ¿qué
aspecto tiene esta vida, esta vida de participación en la impotencia de Dios en
el mundo? Sobre esto escribiré la próxima vez; así lo espero.
Hoy sólo me
resta decir lo siguiente: Cuando se quiere hablar de Dios de una manera “no
religiosa”, es preciso hacerlo de manera que no se escamotee de algún modo la
carencia de Dios en el mundo; muy al contrario, debemos ponerla de manifiesto,
y es así precisamente como una luz sorprendente cae sobre el mundo. El mundo
mayor de edad es más sin Dios, y quizá precisamente por esta razón está más
cerca de Dios que el mundo menor de edad.
Perdona,
todo queda expresado aún de forma terriblemente pesada y torpe, lo sé muy bien.
Pero quizá me ayudes tú precisamente para aclararme y simplificar, aunque sólo
sea por el hecho de que puedo hablarte sobre ello y de que te escucho siempre
preguntar y responder.
[…] Siempre
tuyo, Dietrich
DESPUÉS DEL
FRACASO (20 de julio 1944) **
21 de julio
1944
[…]
Durante
estos últimos años he aprendido cada vez más a ver y comprender la profunda
intramundanidad del cristianismo. El cristiano no es un homo religiosus,
sino sencillamente un hombre, tal como Jesús, a diferencia quizá de Juan
Bautista, fue hombre. No me refiero a una intramundanidad banal y vulgar, como
la de los hombres ilustrados, ocupados, cómodos o lascivos, sino a la profunda
intramundanidad que está llena de disciplina, en la que se halla siempre
presente el conocimiento de la muerte y la resurrección. Creo que Lutero vivió
en esta intramundanidad.
Recuerdo
aún una conversación que hace trece años sostuve en América con un joven pastor
francés. Nos habíamos preguntado sencillamente qué queríamos hacer con nuestra
vida. El me dijo que quería ser un santo (y creo muy posible que haya llegado a
serlo). En aquel entonces, esto me impresionó mucho. No obstante, le contradije
y le repliqué poco más o menos que yo quería aprender a creer [a tener fe].
Durante mucho tiempo no he comprendido la profundidad de esta contradicción.
Creí que podría aprender a creer al llevar algo así como una vida santa. Al
escribir “El precio de la gracia” [The Cost of Discipleship], llegué
ciertamente al final de este camino. Hoy veo con toda claridad los peligros de
dicho libro, sin embargo, [aún me mantengo firme en lo que escribí].
Más tarde
hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que sólo en la plena
intramundanidad de la vida aprendemos a creer [a tener fe]. Cuando uno ha
renunciado por completo a llegar a ser algo, tanto un santo como un pecador
convertido o un hombre de iglesia (lo que llamamos una figura sacerdotal), un
justo o un injusto, un enfermo o un sano –y esto es lo que yo llamo
intramundanidad, es decir, vivir en la plenitud de tareas, problemas, éxitos y
fracasos, experiencias y perplejidades– entonces se arroja uno por completo en
los brazos de Dios, entonces ya no nos tomamos en serio nuestros propios
sufrimientos, sino los sufrimientos de Dios en el mundo, entonces velamos con
Cristo en Getsemaní. Creo que esto es la fe, la metanoia, y así nos
hacemos hombres, cristianos (cf. Jer 45). ¿Cómo habríamos de ser arrogantes a
causa de nuestros éxitos o sentirnos derrotados ante nuestros fracasos, si en
la vida intramundana también nosotros sufrimos la pasión de Dios?
Sabes lo
que quiero decir, aunque lo exprese en términos tan breves. Estoy agradecido de
que me haya sido concedido caer en cuenta de ello, y sé que sólo he podido
hacerlo en el camino que de hecho he recorrido. Por ello pienso con gratitud y
paz en el pasado y en el presente.
Quizá te
extrañes de una carta tan personal, pero si alguna vez quiero expresar tales
sentimientos, ¿a quién podría si no decirlos? Quizá llegará el momento en que
también pueda hablar así a María; esa es mi gran esperanza. Pero todavía no
puedo exigírselo. Que Dios en su misericordia nos conduzca a través de esta
época; pero, sobre todo, que nos conduzca [hacia Él].
[…] [Adiós,
que estés bien, y no pierdas la esperanza en que todos nos volveremos a
encontrar pronto]
Tuyo,
Dietrich
ESTACIONES
EN EL CAMINO HACIA LA LIBERTAD
Disciplina
[Si vas en
busca de la libertad, aprende ante todo
la
disciplina de tu alma y sentidos,
no sea que
tus pasiones y deseos
te alejen
del camino que has de seguir.
Castos sean
tu espíritu y tu cuerpo,
Y sumisos a
ti del todo,
Obediente y
resueltamente abocados
Al
propósito que les ha sido señalado.
Sólo a
través de la disciplina puede un hombre
Aprender a
ser libre].
Acción
[Atrévete a
hacer lo correcto, no lo que te dicte
El
capricho.
Aprovechando
con valentía las ocasiones,
Sin dudas pusilánimes.
Sólo a
través de la acción, no del vuelo
de los
pensamientos,
Llega la
libertad.
No
desfallezcas ni tengas miedo,
Lánzate a
la tempestad de la vida
Y la acción,
Confiando
en Dios cuyos mandamientos
Sigues
fielmente;
Y la
libertad generosa recibirá a tu espíritu
Con gozo].
A
continuación de las líneas tituladas “Estaciones en el camino hacia la
libertad”:
Querido
Eberhard: Esta tarde escribí esas líneas en unas pocas horas. Están muy poco
pulidas; con todo, quizá te gusten algo, y por otra parte son algo así como un
regalo personal de cumpleaños. Muy cordialmente,
Tuyo,
Dietrich
p.d. Hoy
por la mañana me doy cuenta de que debo revisar por completo los versos. A
pesar de todo, ahí van, así, al natural. ¡Al fin y al cabo no soy ningún poeta!
*Reproducimos
aquí fragmentos de estas cartas desde [la prisión] con ajustes entre corchetes
a la traducción castellana de José J. Alemany publicada por Ediciones Sígueme –
Salamanca 2001. La selección de los mismos tiene que ver por mi interés
particular en los pensamientos sobre un cristianismo “no religioso” del teólogo
protestante Dietrich Bonhoeffer confiados a su amigo Eberhard Bethge y quien
las editó y publicó la versión alemana inicialmente en 1951 (la primera edición
en inglés apareció en 1953 como Prisoner for God y posteriores ediciones
como Letters and Papers from Prison)
**El 20 de julio de 1944 fracasó el intento de asesinar a Hitler por parte de una organización de resistencia dentro del servicio de inteligencia alemán en el que Bonhoeffer estuvo involucrado y por el que fue condenado a morir en el patíbulo a pocas semanas del final de la Segunda Guerra Mundial (9 de abril de 1945)
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