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lunes, 7 de febrero de 2022

DE HEGEL A MARX

 Por Hannah Arendt*

I

Existe tan sólo una diferencia esencial entre Hegel y Marx, aunque, sin duda, sea de una importancia considerable, y es que Hegel proyectó su visión histórica del mundo sólo hacia el pasado, dejando que se extinga en el presente como su consumación, mientras que Marx la proyectó “proféticamente” en la dirección contraria, hacia el futuro, y entendió el presente tan sólo como un trampolín. Por muy escandalosa que pudiese parecer la satisfacción de Hegel con respecto a las circunstancias actuales y efectivas, su instinto político estaba en lo cierto al restringir su método a lo que resultaba aprehensible en términos puramente contemplativos y al no usarlo para establecer objetivos a la voluntad política o para introducir mejoras aparentes en el futuro. Sin embargo, en tanto que Hegel tenía necesariamente que entender el presente como el final de la historia, con ello él ya había desacreditado y refutado en términos políticos su enfoque histórico-universal, en el momento en que Marx lo empleó con objeto de servirle de ayuda para introducir el principio real y funestamente antipolítico en la política. […][1]

La objeción de Marx a Hegel dice así: la dialéctica del espíritu del mundo no actúa astutamente a espaldas de los hombres, utilizando los actos voluntarios que aparentemente se originan en los hombres para su propio provecho, sino que, en su lugar, constituye el estilo y el método de la acción humana. En tanto que el espíritu del mundo era “inconsciente”, es decir, en tanto que las leyes de la dialéctica permanecían ignoradas, la acción se presentaba como un acontecimiento en el cual se revelaba lo “absoluto”. Una vez que hayamos abandonado nuestro prejuicio de que cierto “absoluto” se revela a través de nosotros y a nuestras espaldas, y una vez que conozcamos las leyes de la dialéctica, podremos realizar lo absoluto.[2]

II

Las obras de Marx y Hegel aparecen juntas al final de la gran tradición de la filosofía occidental, pero también se hallan en una extraña contradicción y en una extraña correspondencia mutua. Marx describe su ruptura con Hegel –y Hegel constituía para él la encarnación de toda la filosofía anterior– como una inversión, como un ponerlo todo al revés, del mismo modo que Nietzsche define su “transvaloración de los valores” como una reversión del platonismo. Lo sorprendente de estas autointerpretaciones es que la inversión y la reversión tan sólo pueden tener lugar dentro de un conjunto de hechos reconocidos que deben ser primeramente aceptados como tales. La “transvaloración de los valores” pone cabeza abajo la jerarquía platónica, pero en ningún momento se sale de los confines de estos valores. Algo similar ocurre cuando Marx, al adoptar la dialéctica hegeliana, hace comenzar el proceso histórico con la materia en lugar de con el espíritu. Una rápida comparación de las presentaciones de la historia por parte de Marx y de Hegel nos basta para reconocer que en ambos casos el concepto de la historia es fundamentalmente parecido.

La reversión y la inversión tienen, sin embargo, su propia significación extraordinaria. Implican que la jerarquía tradicional de los valores, si no así necesariamente su contenido, se establece arbitrariamente o, como diría Nietzche, premeditadamente. El final de la tradición, según parece, comienza con el colapso de la autoridad de la tradición, y no con el cuestionamiento de su contenido substancial como tal. Nietzche, con su concisión sin igual, denominó al resultado de este colapso de la autoridad “pensamiento perspectivista”, es decir, un pensamiento capaz de desplazarse a voluntad (esto es, únicamente bajo el dictado de la voluntad individual) dentro del contexto de la tradición, y de tal manera que todo lo que previamente era tenido por cierto asume ahora el aspecto de una perspectiva, frente a la cual debe existir la posibilidad de una multitud de perspectivas igualmente legítimas e igualmente fructíferas.

 Y es este pensamiento perspectivista el que de hecho el marxismo ha introducido en todos los campos de estudio humanístico. Lo que nosotros llamamos marxismo en un sentido específicamente político apenas hace justicia a la extraordinaria influencia de Marx en las humanidades. Dicha influencia no tiene nada que ver con el método del marxismo vulgar –jamás usado por el propio Marx– que explica todos los fenómenos políticos y culturales a partir de las circunstancias materiales del proceso de producción. Lo novedoso y extraordinariamente efectivo de la concepción de Marx fue el modo en que él considera la cultura, la política, la sociedad y la economía dentro de un singular contexto funcional que, como se vio enseguida, puede desplazarse arbitrariamente de una perspectiva a otra. El estudio de Max Weber acerca de cómo el capitalismo surgió a partir de la mentalidad de la ética protestante es tan deudor de la historiografía marxista –haciendo un uso más productivo de sus resultados– como cualquier otra investigación histórica estrictamente materialista. Con independencia de cuál sea el punto de partida que elija el pensamiento histórico-perspectivo –sea éste la denominada historia de las ideas, o la historia política, o las ciencias sociales y la economía– el resultado es un sistema de relaciones que se deriva de cada uno de dichos desplazamientos en la perspectiva y en función del cual, para decirlo toscamente, se puede explicar todo sin generar nunca una verdad vinculante análoga a la autoridad de la tradición.

Lo que ha ocurrido en el pensamiento moderno, a través de Marx por un lado y de Nietzsche por el otro, es la adopción del marco de la tradición junto con un rechazo simultáneo de su autoridad. Ésta es la verdadera significación histórica de la inversión de Hegel en Marx y de la reversión de Platón en Nietzsche. Sin embargo, todas las operaciones de este tipo, en las cuales el pensamiento procede dentro de los conceptos tradicionales al tiempo que “meramente” rechaza la autoridad sustancial de la tradición, contienen la misma contradicción devastadora que se halla inevitablemente en todas las variadas discusiones sobre la secularización de las ideas religiosas. Tradición, autoridad y religión son conceptos cuyos orígenes están en la Roma cristiana y precristiana; se copertenecen entre sí tanto como “la guerra, el comercio y la piratería, esa trinidad indivisible” (Goethe, Fausto, II, 11187-88). El pasado, en la medida en que es transmitido como tradición, posee autoridad; la autoridad, en la medida en que se presenta como historia, se convierte en una tradición; y si la autoridad no proclamase, según el espíritu de Platón, que “Dios [y no el hombre] es la medida de todas las cosas”, sería más una tiranía arbitraria que autoridad. La aceptación de una tradición sin una autoridad basada en la religión resulta siempre no vinculante, pues cualquier cosa aceptada bajo tales condiciones ha perdido tanto su verdadero contenido como su ascendiente manifiesto sobre los hombres en forma de autoridad. En buena medida fue por mantenerse dentro de dicha formalización –que no forma parte menos del pensamiento conservador que del pensamiento en abierta rebelión contra la autoridad de la tradición –que Marx pudo afirmar que él había tomado el método de la dialéctica de la tradición (que para él había llegado a su conclusión en Hegel). En otras palabras, lo que él tomó de la tradición fue un elemento en apariencia puramente formal para ser usado del modo que él escogiese.

Obviamente, no hay necesidad de examinar el argumento según el cual los métodos no implican ninguna diferencia, pues el modo en que abordamos cualquier materia define no sólo el cómo de nuestra investigación sino también el qué de nuestros descubrimientos. Más importante aquí es el hecho de que la dialéctica pudo desarrollarse como método por primera vez sólo cuando Marx la hubo despojado de su contenido sustancial real. En ningún otro lugar demostró ser más onerosa la aceptación de la tradición unida a una pérdida concomitante de su autoridad substancial que en la adopción por parte de Marx de la dialéctica hegeliana. Al convertir la dialéctica en un método, Marx la liberó de aquellos contenidos que la habían retenido dentro de unos límites y que la habían ligado a una realidad sustancial. Y, al obrar así, hizo posible el tipo de pensamiento procesual tan característico de las ideologías decimonónicas y que desemboca en la lógica devastadora de esos regímenes totalitarios cuyo aparato de violencia no se sujeta a las constricciones de la realidad.

La metodología formal que Marx tomó de Hegel es el conocido proceso en tres pasos por el cual la tesis conduce, por medio de la antítesis, a la síntesis, al tiempo que la síntesis, por su lado, se convierte entonces en el primer paso de la siguiente tríada, esto es, se convierte ella misma en una nueva tesis, a partir de la cual se puede decir que surgen automáticamente la antítesis y la síntesis en un proceso sin fin. Lo que importa aquí es que este pensamiento puede arrancar, por así decirlo, de un solo punto, que un proceso, que esencialmente ya no puede detenerse, comienza con esa primera proposición, con esa primera tesis. Este pensamiento, en el cual toda la realidad queda reducida a fases de un único proceso gigantesco de desarrollo –algo todavía bastante desconocido para Hegel– desbroza el camino para el pensamiento verdaderamente ideológico, el cual, por su parte, era también aún bastante desconocido para Marx. Este paso de la dialéctica como método a la dialéctica como ideología se completa una vez que la primera proposición del proceso dialéctico se convierte en una premisa lógica de la cual puede deducirse todo lo demás con una consecutividad totalmente independiente de toda experiencia. La filosofía hegeliana presenta lo absoluto –esto es, el espíritu del mundo o la divinidad– en su movimiento dialéctico, ahora revelado como conciencia humana. En las ideologías totalitarias, la lógica se fija en ciertas “ideas” y las pervierte convirtiéndolas en premisas. En medio de ambas se halla el materialismo dialéctico, en el cual lo factores verificables por medio de la experiencia, esto es, las condiciones materiales de la producción, se desarrollan dialécticamente a partir de ellos mismos. Marx formaliza la dialéctica hegeliana de lo absoluto en la historia como un desarrollo, como un proceso autopropulsado, y, en conexión con esto, es importante recordar que tanto Marx como Engels eran seguidores de la teoría de Darwin sobre la evolución. Esta formalización substrae a la tradición la sustancia de su autoridad, incluso en tanto que permanece dentro del marco de la tradición. De hecho, falta solamente un paso para que el concepto marxista de desarrollo se convierta en un pensamiento procesual ideológico, el paso que conduce en último término a la coercitiva deducción totalitaria sustentada sobre una sola premisa. Es aquí donde se rompe realmente por primera vez el hilo de la tradición, y esta ruptura constituye un acontecimiento que nunca puede “explicarse” en base a tendencias intelectuales o a influencias demostrables en la historia de las ideas. Si consideramos esta ruptura desde la perspectiva del camino que conduce de Hegel a Marx, podemos decir que tuvo lugar en el momento en que no ya la idea, sino la lógica desencadenada por la idea, atrapó a las masas.

El propio Marx explicó la esencia de su relación con Hegel y su alejamiento del mismo en una afirmación extraída de la conocida como la tesis undécima sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas maneras; de lo que se trata es de transformarlo”. Dentro del contexto de su obra entera y de su propósito global, este comentario hecho por el joven Marx en 1845 podría reformularse de la siguiente manera: Hegel interpretó el pasado como historia y, al obrar de ese modo, descubrió la dialéctica como la ley fundamental de todo cambio histórico. Este descubrimiento nos permite conformar el futuro como historia. Para Marx, la política revolucionaria es una acción que hace a la historia coincidir con la ley fundamental de todo cambio histórico. Ello hace superflua la “astucia de la razón” hegeliana (el término de Kant era la “estrategia de la naturaleza”), cuyo papel había consistido en conferir a la acción política un fundamento político retrospectivo, es decir, hacerla comprensible. Hegel y Kant tenían que recurrir a este comportamiento extrañamente sutil de la Providencia porque, por un lado, asumían junto con la tradición que la acción política como tal tiene menos relación con la verdad que cualquier otra actividad humana, y porque, por otro lado, estaban enfrentados con el problema moderno de una historia que –a pesar de las acciones contradictorias de los hombres, que en su totalidad siempre tiene como resultado algo distinto de lo que pretendía cada individuo– es comprensible de modo uniforme y, de este modo, aparentemente “racional”. Puesto que los hombres nunca tienen un control fiable sobre las acciones que han comenzado y nunca pueden ser plenamente conscientes de sus intenciones originales, la historia necesita una “astucia”, que es diferente de cualquier tipo de “tramposidad” y que, de acuerdo con Hegel, consiste en el “gran mecanismo que fuerza a los demás a ser lo que son en sí mismos y por sí mismos” (Jenenser Realphilosophie, edición Meiner, vol. XX, pág. 199). Marx, al tiempo que aún creyéndose en gran medida dentro del movimiento de la filosofía hegeliana, rechaza la idea de que la acción en y por sí misma, y en ausencia de la astucia de la Providencia, no pueda revelar la verdad o, mejor, producirla. Por ello rompe con todas las valoraciones tradicionales dentro de la filosofía política, de acuerdo con las cuales el pensamiento está por encima de la acción y la política existe únicamente para hacer posible y salvaguardar al bios theoretikos, la vida contemplativa de los filósofos o la contemplación de Dios por los cristianos, sustraídos al mundo.

Pero de todos modos esta ruptura de la tradición por parte de Marx tiene lugar dentro del esquema de la tradición. Lo que Marx nunca puso en duda fue la relación entre pensar y actuar en cuanto tal. La tesis sobre Feuerbach afirma claramente que sólo después de que los filósofos hayan interpretado el mundo, y justamente por ello, puede llegar el momento del cambio. Ésa es también la razón de que Marx pudiese dejar que su política revolucionaria o, más bien, su concepción revolucionaria de la política, acabase en la imagen de una “sociedad sin clases”, una imagen que se orienta llamativamente hacia los ideales del ocio y del tiempo libre, tal y como eran concebidos en la polis griega. Sin embargo, el resultado fue, por supuesto, no esta fugaz mirada retrospectiva hacia una utopía pasada, sino más bien una reevaluación de la política como tal.

Con la anticipada desaparición del gobierno y de la dominación en la sociedad sin clases de Marx, la “libertad” se convirtió en una palabra sin significado, a menos que fuese concebida de un modo completamente novedoso. Dado que Marx, aquí como en otros lugares, no se molestó en redefinir sus términos sino que permaneció dentro del marco conceptual de la tradición, Lenin no estaba demasiado equivocado cuando llegó a la conclusión de que si nadie que mande sobre los demás puede ser libre, entonces la libertad es un prejuicio o una ideología, aunque con ello sustrajo a la obra de Marx uno de sus impulsos más importantes. La adherencia a la tradición es también la causa de un error aún más decisivo en Marx y en Lenin: que la mera administración, en contraste con el gobierno, es la forma adecuada para los hombres que viven en común bajo la condición de la igualdad radical y universal. Se suponía que la administración era el no gobierno (no rule), cuando en realidad sólo puede ser el gobierno de nadie, es decir, la burocracia, una forma de gobierno en la cual nadie se hace responsable. La burocracia es una forma de gobierno en la que ha desaparecido el elemento personal del mando (rule), y asimismo es cierto que un gobierno tal puede gobernar sin estar movido por el interés hacia una clase específica. Pero este gobierno de nadie, el hecho de que en una burocracia auténtica nadie ocupe el sillón vacío del gobernante, no implica que las condiciones de gobierno (rule) hayan desaparecido. Ese nadie gobierna de modo muy efectivo cuando se lo considera desde el lado de los gobernados y, lo que es peor, tiene una característica importante en común con el tirano.

El poder tiránico es definido por la tradición como un poder arbitrario, y esto quería decir primordialmente un gobierno en el cual no es preciso rendir cuentas, un gobierno que no se responsabiliza ante nadie. Lo mismo ocurre con el gobierno burocrático de nadie, aunque por una razón totalmente distinta. Hay muchas personas en una burocracia que podrían pedir una explicación, pero no hay nadie para darla, porque ese “nadie” no puede ser hecho responsable. En lugar de las decisiones arbitrarias del tirano encontramos los arreglos aleatorios de procedimientos universales, procedimientos que no poseen malicia ni arbitrariedad, porque no hay nadie detrás de ellos, pero contra los cuales tampoco se puede apelar. En cuanto a los gobernados, la red de esquemas diseñados, en la cual están atrapados, es mucho más peligrosa y más letal que la mera tiranía arbitraria. Pero no debiera confundirse la burocracia con la dominación totalitaria. Si la Revolución de Octubre hubiese permitido seguir las líneas prescritas por Marx y Lenin, lo cual no fue el caso, probablemente habría dado como resultado un gobierno burocrático. El gobierno de nadie –no la anarquía, o la desaparición del gobierno, o la opresión– es el peligro siempre presente en cualquier sociedad basada en la igualdad universal. El concepto de igualdad universal significa dentro de la tradición tan sólo que ningún hombre es libre.

Lo que reemplaza en Marx a la “astucia de la razón” es, como sabemos, el interés, en el sentido de interés de clase. Lo que hace a la historia comprensible es el choque de intereses; lo que le da sentido es la asunción de que el interés de la clase trabajadora es idéntico al interés de la humanidad, y para Marx esto quiere decir que es idéntico al interés no de la mayoría de los hombres, sino de la humanidad esencial de la especie humana. Postular el interés como el motor de la acción política no es nada nuevo. Rohan es famoso por haber afirmado que los reyes gobiernan sobre las naciones y los intereses gobiernan sobre los reyes. Para Marx esta proposición era el simple resultado de sus estudios económicos, así como de su dependencia respecto de la filosofía aristotélica. Lo que es nuevo, si no decisivo, es su vinculación del interés, esto es, de algo material, con la humanidad esencial del hombre. Lo que es decisivo es la vinculación adicional del interés no tanto con la clase trabajadora como con el trabajo en sí mismo en tanto que actividad humana preeminente.

Tras la base de la teoría marxista de los intereses de halla la convicción de que la única satisfacción legítima de un interés descansa en el trabajo. En apoyo de esta convicción y como algo fundamental en todos sus escritos lo que hay es una nueva definición del hombre, la cual ve la humanidad esencial del hombre no en su racionalidad (animal rationale), o en su producción de objetos (homo faber) o en el haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios (creatura Dei), sino más bien en el trabajo, que la tradición había rechazado unánimemente como algo incompatible con una existencia humana plena y libre. Marx fue el primero en definir al hombre como un animal laborans, como una criatura que trabaja (laboring animal). Él subsume bajo esta definición todo lo que la tradición había transmitido como signos distintivos de la humanidad: el trabajo es el principio de la racionalidad y sus leyes, que en el desarrollo de las fuerzas productivas determinan la historia, hacen a la historia comprensible para la razón. El trabajo es el principio de la productividad; produce el mundo verdaderamente humano en la Tierra. Y el trabajo es, como afirma Engels, en su epigrama deliberadamente blasfemo, “el Creador de la humanidad”, con lo cual simplemente reduce muchas de las afirmaciones de Marx a una única fórmula.

No podemos investigar aquí qué es lo que esta nueva autocomprensión del hombre como animal laborans afirma e implica realmente. Baste con sugerir que, por un lado, se corresponde de modo preciso con el suceso sociológico crucial de la historia reciente, la cual, al otorgar en un primer momento iguales derechos civiles a la clase trabajadora, pasó a continuación a definir toda la actividad humana como trabajo y a interpretarla como productividad. La economía clásica nunca distinguió entre el simple trabajo, que produce para un consumo inmediato, y la producción de objetos en el sentido del homo faber. El factor crucial aquí es que en su teoría de las fuerzas productivas basadas en el trabajo humano Marx resolvió esta confusión a favor del trabajo (labor), atribuyendo así al trabajo una productividad que nunca tiene. Pero aunque dicha glorificación e incomprensión del trabajo cerró los ojos ante las realidades más elementales de la vida humana, se correspondía perfectamente con las necesidades de su tiempo. Esta correspondencia es desde luego, la razón real del impacto que el marxismo tuvo en todas las partes del globo. Cuando se consideran las verdaderas interconexiones de toda la cuestión, no sorprende que dentro del marco de la tradición, en el que Marx siempre trabajó, difícilmente pudiese haber otro resultado que no fuese un nuevo enfoque en la filosofía determinista, la cual, según su vieja y conocida costumbre, “necesariamente” ve a la libertad emergiendo de algún modo a partir de la necesidad, pues la glorificación del trabajo de Marx no eliminó ninguna de las razones propuestas por la tradición para negar igualdad política y plena libertad humana al hombre en tanto que trabajador. Ni Marx ni la introducción de la maquinaria fueron capaces de eliminar el hecho de que el hombre se ve obligado a trabajar para vivir, de que el trabajo es, por tanto, no una actividad libre y productiva, sino que está ligado inextricablemente a lo que nos compele: las necesidades que acarrea el simple hecho de estar vivo. El gran logro de Marx fue hacer del trabajo el centro de su teoría, pues el trabajo era exactamente aquello respecto de lo cual había desviado su mirada toda la filosofía política una vez que ya no osaba justificar la esclavitud. Pero, a pesar de todo, todavía no tenemos respuesta para la pregunta política planteada por la necesidad del trabajo en la vida humana y por el papel primordial que desempeña en el mundo moderno.

*Texto para una presentación por la radio alemana en 1953, reproducido en la primera parte de Hannah Arendt, The Promise of Politics, Jerome Kohn ed. (Schocken 2005) y de la versión castellana “La promesa de la política” (Paidos 2015)



[1] Denktagebuch, abril de 1951 (trad. cast.: Diario filosófico 1950-1973, Barcelona, Herder, 2006).

[2] Denktagenbuch, septiembre de 1951.



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