Por Hannah Arendt*
I
Existe tan
sólo una diferencia esencial entre Hegel y Marx, aunque, sin duda, sea de una
importancia considerable, y es que Hegel proyectó su visión histórica del mundo
sólo hacia el pasado, dejando que se extinga en el presente como su
consumación, mientras que Marx la proyectó “proféticamente” en la dirección
contraria, hacia el futuro, y entendió el presente tan sólo como un trampolín.
Por muy escandalosa que pudiese parecer la satisfacción de Hegel con respecto a
las circunstancias actuales y efectivas, su instinto político estaba en
lo cierto al restringir su método a lo que resultaba aprehensible en términos puramente
contemplativos y al no usarlo para establecer objetivos a la voluntad política
o para introducir mejoras aparentes en el futuro. Sin embargo, en tanto que
Hegel tenía necesariamente que entender el presente como el final de la
historia, con ello él ya había desacreditado y refutado en términos políticos
su enfoque histórico-universal, en el momento en que Marx lo empleó con objeto
de servirle de ayuda para introducir el principio real y funestamente
antipolítico en la política. […][1]
La objeción
de Marx a Hegel dice así: la dialéctica del espíritu del mundo no actúa
astutamente a espaldas de los hombres, utilizando los actos voluntarios que aparentemente
se originan en los hombres para su propio provecho, sino que, en su lugar,
constituye el estilo y el método de la acción humana. En tanto que el espíritu
del mundo era “inconsciente”, es decir, en tanto que las leyes de la dialéctica
permanecían ignoradas, la acción se presentaba como un acontecimiento en el
cual se revelaba lo “absoluto”. Una vez que hayamos abandonado nuestro
prejuicio de que cierto “absoluto” se revela a través de nosotros y a nuestras
espaldas, y una vez que conozcamos las leyes de la dialéctica, podremos
realizar lo absoluto.[2]
II
Las obras
de Marx y Hegel aparecen juntas al final de la gran tradición de la filosofía occidental, pero también
se hallan en una extraña contradicción y en una extraña correspondencia mutua.
Marx describe su ruptura con Hegel –y Hegel constituía para él la encarnación
de toda la filosofía anterior– como una inversión, como un ponerlo todo al
revés, del mismo modo que Nietzsche define su “transvaloración de los valores”
como una reversión del platonismo. Lo sorprendente de estas
autointerpretaciones es que la inversión y la reversión tan sólo pueden tener
lugar dentro de un conjunto de hechos reconocidos que deben ser primeramente
aceptados como tales. La “transvaloración de los valores” pone cabeza abajo la jerarquía
platónica, pero en ningún momento se sale de los confines de estos valores.
Algo similar ocurre cuando Marx, al adoptar la dialéctica hegeliana, hace
comenzar el proceso histórico con la materia en lugar de con el espíritu. Una
rápida comparación de las presentaciones de la historia por parte de Marx y de
Hegel nos basta para reconocer que en ambos casos el concepto de la historia es
fundamentalmente parecido.
La
reversión y la inversión tienen, sin embargo, su propia significación
extraordinaria. Implican que la jerarquía tradicional de los valores, si no así
necesariamente su contenido, se establece arbitrariamente o, como diría
Nietzche, premeditadamente. El final de la tradición, según parece, comienza
con el colapso de la autoridad de la tradición, y no con el cuestionamiento de
su contenido substancial como tal. Nietzche, con su concisión sin igual,
denominó al resultado de este colapso de la autoridad “pensamiento perspectivista”,
es decir, un pensamiento capaz de desplazarse a voluntad (esto es, únicamente bajo
el dictado de la voluntad individual) dentro del contexto de la tradición, y de
tal manera que todo lo que previamente era tenido por cierto asume ahora el
aspecto de una perspectiva, frente a la cual debe existir la posibilidad de una
multitud de perspectivas igualmente legítimas e igualmente fructíferas.
Y es este pensamiento perspectivista el que de
hecho el marxismo ha introducido en todos los campos de estudio humanístico. Lo
que nosotros llamamos marxismo en un sentido específicamente político apenas
hace justicia a la extraordinaria influencia de Marx en las humanidades. Dicha
influencia no tiene nada que ver con el método del marxismo vulgar –jamás usado
por el propio Marx– que explica todos los fenómenos políticos y culturales a
partir de las circunstancias materiales del proceso de producción. Lo novedoso
y extraordinariamente efectivo de la concepción de Marx fue el modo en que él
considera la cultura, la política, la sociedad y la economía dentro de un singular
contexto funcional que, como se vio enseguida, puede desplazarse arbitrariamente
de una perspectiva a otra. El estudio de Max Weber acerca de cómo el capitalismo
surgió a partir de la mentalidad de la ética protestante es tan deudor de la historiografía
marxista –haciendo un uso más productivo de sus resultados– como cualquier otra
investigación histórica estrictamente materialista. Con independencia de cuál sea
el punto de partida que elija el pensamiento histórico-perspectivo –sea éste la
denominada historia de las ideas, o la historia política, o las ciencias sociales
y la economía– el resultado es un sistema de relaciones que se deriva de cada
uno de dichos desplazamientos en la perspectiva y en función del cual, para
decirlo toscamente, se puede explicar todo sin generar nunca una verdad vinculante
análoga a la autoridad de la tradición.
Lo que ha
ocurrido en el pensamiento moderno, a través de Marx por un lado y de Nietzsche
por el otro, es la adopción del marco de la tradición junto con un rechazo
simultáneo de su autoridad. Ésta es la verdadera significación histórica de la
inversión de Hegel en Marx y de la reversión de Platón en Nietzsche. Sin
embargo, todas las operaciones de este tipo, en las cuales el pensamiento
procede dentro de los conceptos tradicionales al tiempo que “meramente” rechaza
la autoridad sustancial de la tradición, contienen la misma contradicción
devastadora que se halla inevitablemente en todas las variadas discusiones sobre
la secularización de las ideas religiosas. Tradición, autoridad y religión son
conceptos cuyos orígenes están en la Roma cristiana y precristiana; se
copertenecen entre sí tanto como “la guerra, el comercio y la piratería, esa
trinidad indivisible” (Goethe, Fausto, II, 11187-88). El pasado, en la
medida en que es transmitido como tradición, posee autoridad; la autoridad, en
la medida en que se presenta como historia, se convierte en una tradición; y si
la autoridad no proclamase, según el espíritu de Platón, que “Dios [y no el
hombre] es la medida de todas las cosas”, sería más una tiranía arbitraria que autoridad.
La aceptación de una tradición sin una autoridad basada en la religión resulta
siempre no vinculante, pues cualquier cosa aceptada bajo tales condiciones ha
perdido tanto su verdadero contenido como su ascendiente manifiesto sobre los
hombres en forma de autoridad. En buena medida fue por mantenerse dentro de
dicha formalización –que no forma parte menos del pensamiento conservador que
del pensamiento en abierta rebelión contra la autoridad de la tradición –que Marx
pudo afirmar que él había tomado el método de la dialéctica de la tradición (que
para él había llegado a su conclusión en Hegel). En otras palabras, lo que él
tomó de la tradición fue un elemento en apariencia puramente formal para ser usado
del modo que él escogiese.
Obviamente,
no hay necesidad de examinar el argumento según el cual los métodos no implican
ninguna diferencia, pues el modo en que abordamos cualquier materia define no
sólo el cómo de nuestra investigación sino también el qué de
nuestros descubrimientos. Más importante aquí es el hecho de que la dialéctica
pudo desarrollarse como método por primera vez sólo cuando Marx la hubo
despojado de su contenido sustancial real. En ningún otro lugar demostró ser
más onerosa la aceptación de la tradición unida a una pérdida concomitante de
su autoridad substancial que en la adopción por parte de Marx de la dialéctica
hegeliana. Al convertir la dialéctica en un método, Marx la liberó de aquellos
contenidos que la habían retenido dentro de unos límites y que la habían ligado
a una realidad sustancial. Y, al obrar así, hizo posible el tipo de pensamiento
procesual tan característico de las ideologías decimonónicas y que desemboca en
la lógica devastadora de esos regímenes totalitarios cuyo aparato de violencia
no se sujeta a las constricciones de la realidad.
La
metodología formal que Marx tomó de Hegel es el conocido proceso en tres pasos
por el cual la tesis conduce, por medio de la antítesis, a la síntesis, al
tiempo que la síntesis, por su lado, se convierte entonces en el primer paso de
la siguiente tríada, esto es, se convierte ella misma en una nueva tesis, a
partir de la cual se puede decir que surgen automáticamente la antítesis y la síntesis
en un proceso sin fin. Lo que importa aquí es que este pensamiento puede
arrancar, por así decirlo, de un solo punto, que un proceso, que esencialmente
ya no puede detenerse, comienza con esa primera proposición, con esa primera
tesis. Este pensamiento, en el cual toda la realidad queda reducida a fases de
un único proceso gigantesco de desarrollo –algo todavía bastante desconocido
para Hegel– desbroza el camino para el pensamiento verdaderamente ideológico,
el cual, por su parte, era también aún bastante desconocido para Marx. Este
paso de la dialéctica como método a la dialéctica como ideología se completa
una vez que la primera proposición del proceso dialéctico se convierte en una
premisa lógica de la cual puede deducirse todo lo demás con una consecutividad totalmente
independiente de toda experiencia. La filosofía hegeliana presenta lo absoluto –esto
es, el espíritu del mundo o la divinidad– en su movimiento dialéctico, ahora
revelado como conciencia humana. En las ideologías totalitarias, la lógica se
fija en ciertas “ideas” y las pervierte convirtiéndolas en premisas. En medio
de ambas se halla el materialismo dialéctico, en el cual lo factores verificables
por medio de la experiencia, esto es, las condiciones materiales de la
producción, se desarrollan dialécticamente a partir de ellos mismos. Marx
formaliza la dialéctica hegeliana de lo absoluto en la historia como un desarrollo,
como un proceso autopropulsado, y, en conexión con esto, es importante recordar
que tanto Marx como Engels eran seguidores de la teoría de Darwin sobre la
evolución. Esta formalización substrae a la tradición la sustancia de su autoridad,
incluso en tanto que permanece dentro del marco de la tradición. De hecho, falta
solamente un paso para que el concepto marxista de desarrollo se convierta en
un pensamiento procesual ideológico, el paso que conduce en último término a la
coercitiva deducción totalitaria sustentada sobre una sola premisa. Es aquí
donde se rompe realmente por primera vez el hilo de la tradición, y esta
ruptura constituye un acontecimiento que nunca puede “explicarse” en base a
tendencias intelectuales o a influencias demostrables en la historia de las
ideas. Si consideramos esta ruptura desde la perspectiva del camino que conduce
de Hegel a Marx, podemos decir que tuvo lugar en el momento en que no ya la
idea, sino la lógica desencadenada por la idea, atrapó a las masas.
El propio
Marx explicó la esencia de su relación con Hegel y su alejamiento del mismo en
una afirmación extraída de la conocida como la tesis undécima sobre Feuerbach: “Los
filósofos se han limitado a interpretar el mundo de diversas maneras; de
lo que se trata es de transformarlo”. Dentro del contexto de su obra
entera y de su propósito global, este comentario hecho por el joven Marx en
1845 podría reformularse de la siguiente manera: Hegel interpretó el pasado
como historia y, al obrar de ese modo, descubrió la dialéctica como la ley
fundamental de todo cambio histórico. Este descubrimiento nos permite conformar
el futuro como historia. Para Marx, la política revolucionaria es una acción
que hace a la historia coincidir con la ley fundamental de todo cambio histórico.
Ello hace superflua la “astucia de la razón” hegeliana (el término de Kant era
la “estrategia de la naturaleza”), cuyo papel había consistido en conferir a la
acción política un fundamento político retrospectivo, es decir, hacerla
comprensible. Hegel y Kant tenían que recurrir a este comportamiento extrañamente
sutil de la Providencia porque, por un lado, asumían junto con la tradición que
la acción política como tal tiene menos relación con la verdad que cualquier
otra actividad humana, y porque, por otro lado, estaban enfrentados con el
problema moderno de una historia que –a pesar de las acciones contradictorias
de los hombres, que en su totalidad siempre tiene como resultado algo distinto
de lo que pretendía cada individuo– es comprensible de modo uniforme y, de este
modo, aparentemente “racional”. Puesto que los hombres nunca tienen un control
fiable sobre las acciones que han comenzado y nunca pueden ser plenamente conscientes
de sus intenciones originales, la historia necesita una “astucia”, que es
diferente de cualquier tipo de “tramposidad” y que, de acuerdo con Hegel,
consiste en el “gran mecanismo que fuerza a los demás a ser lo que son en sí
mismos y por sí mismos” (Jenenser Realphilosophie, edición Meiner, vol.
XX, pág. 199). Marx, al tiempo que aún creyéndose en gran medida dentro del
movimiento de la filosofía hegeliana, rechaza la idea de que la acción en y por
sí misma, y en ausencia de la astucia de la Providencia, no pueda revelar la
verdad o, mejor, producirla. Por ello rompe con todas las valoraciones
tradicionales dentro de la filosofía política, de acuerdo con las cuales el
pensamiento está por encima de la acción y la política existe únicamente para
hacer posible y salvaguardar al bios theoretikos, la vida contemplativa
de los filósofos o la contemplación de Dios por los cristianos, sustraídos al
mundo.
Pero de
todos modos esta ruptura de la tradición por parte de Marx tiene lugar dentro
del esquema de la tradición. Lo que Marx nunca puso en duda fue la relación
entre pensar y actuar en cuanto tal. La tesis sobre Feuerbach afirma claramente
que sólo después de que los filósofos hayan interpretado el mundo, y justamente
por ello, puede llegar el momento del cambio. Ésa es también la razón de que
Marx pudiese dejar que su política revolucionaria o, más bien, su concepción
revolucionaria de la política, acabase en la imagen de una “sociedad sin clases”,
una imagen que se orienta llamativamente hacia los ideales del ocio y del
tiempo libre, tal y como eran concebidos en la polis griega. Sin embargo, el
resultado fue, por supuesto, no esta fugaz mirada retrospectiva hacia una
utopía pasada, sino más bien una reevaluación de la política como tal.
Con la
anticipada desaparición del gobierno y de la dominación en la sociedad sin
clases de Marx, la “libertad” se convirtió en una palabra sin significado, a
menos que fuese concebida de un modo completamente novedoso. Dado que Marx,
aquí como en otros lugares, no se molestó en redefinir sus términos sino que
permaneció dentro del marco conceptual de la tradición, Lenin no estaba
demasiado equivocado cuando llegó a la conclusión de que si nadie que mande
sobre los demás puede ser libre, entonces la libertad es un prejuicio o una
ideología, aunque con ello sustrajo a la obra de Marx uno de sus impulsos más
importantes. La adherencia a la tradición es también la causa de un error aún
más decisivo en Marx y en Lenin: que la mera administración, en contraste con
el gobierno, es la forma adecuada para los hombres que viven en común bajo la
condición de la igualdad radical y universal. Se suponía que la administración era
el no gobierno (no rule), cuando en realidad sólo puede ser el gobierno
de nadie, es decir, la burocracia, una forma de gobierno en la cual nadie se
hace responsable. La burocracia es una forma de gobierno en la que ha
desaparecido el elemento personal del mando (rule), y asimismo es cierto
que un gobierno tal puede gobernar sin estar movido por el interés hacia una
clase específica. Pero este gobierno de nadie, el hecho de que en una
burocracia auténtica nadie ocupe el sillón vacío del gobernante, no implica que
las condiciones de gobierno (rule) hayan desaparecido. Ese nadie gobierna
de modo muy efectivo cuando se lo considera desde el lado de los gobernados y,
lo que es peor, tiene una característica importante en común con el tirano.
El poder
tiránico es definido por la tradición como un poder arbitrario, y esto quería
decir primordialmente un gobierno en el cual no es preciso rendir cuentas, un
gobierno que no se responsabiliza ante nadie. Lo mismo ocurre con el gobierno
burocrático de nadie, aunque por una razón totalmente distinta. Hay muchas
personas en una burocracia que podrían pedir una explicación, pero no hay nadie
para darla, porque ese “nadie” no puede ser hecho responsable. En lugar de las
decisiones arbitrarias del tirano encontramos los arreglos aleatorios de
procedimientos universales, procedimientos que no poseen malicia ni
arbitrariedad, porque no hay nadie detrás de ellos, pero contra los cuales
tampoco se puede apelar. En cuanto a los gobernados, la red de esquemas
diseñados, en la cual están atrapados, es mucho más peligrosa y más letal que la
mera tiranía arbitraria. Pero no debiera confundirse la burocracia con la
dominación totalitaria. Si la Revolución de Octubre hubiese permitido seguir
las líneas prescritas por Marx y Lenin, lo cual no fue el caso, probablemente
habría dado como resultado un gobierno burocrático. El gobierno de nadie –no la
anarquía, o la desaparición del gobierno, o la opresión– es el peligro siempre
presente en cualquier sociedad basada en la igualdad universal. El concepto de
igualdad universal significa dentro de la tradición tan sólo que ningún hombre
es libre.
Lo que
reemplaza en Marx a la “astucia de la razón” es, como sabemos, el interés, en
el sentido de interés de clase. Lo que hace a la historia comprensible es el
choque de intereses; lo que le da sentido es la asunción de que el interés de
la clase trabajadora es idéntico al interés de la humanidad, y para Marx esto quiere
decir que es idéntico al interés no de la mayoría de los hombres, sino de la
humanidad esencial de la especie humana. Postular el interés como el motor de
la acción política no es nada nuevo. Rohan es famoso por haber afirmado que los
reyes gobiernan sobre las naciones y los intereses gobiernan sobre los reyes.
Para Marx esta proposición era el simple resultado de sus estudios económicos,
así como de su dependencia respecto de la filosofía aristotélica. Lo que es
nuevo, si no decisivo, es su vinculación del interés, esto es, de algo material,
con la humanidad esencial del hombre. Lo que es decisivo es la
vinculación adicional del interés no tanto con la clase trabajadora como con el
trabajo en sí mismo en tanto que actividad humana preeminente.
Tras la
base de la teoría marxista de los intereses de halla la convicción de que la
única satisfacción legítima de un interés descansa en el trabajo. En apoyo de
esta convicción y como algo fundamental en todos sus escritos lo que hay es una
nueva definición del hombre, la cual ve la humanidad esencial del hombre no en
su racionalidad (animal rationale), o en su producción de objetos (homo
faber) o en el haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios (creatura
Dei), sino más bien en el trabajo, que la tradición había rechazado unánimemente
como algo incompatible con una existencia humana plena y libre. Marx fue el
primero en definir al hombre como un animal laborans, como una criatura
que trabaja (laboring animal). Él subsume bajo esta definición todo lo
que la tradición había transmitido como signos distintivos de la humanidad: el
trabajo es el principio de la racionalidad y sus leyes, que en el desarrollo de
las fuerzas productivas determinan la historia, hacen a la historia comprensible
para la razón. El trabajo es el principio de la productividad; produce el mundo
verdaderamente humano en la Tierra. Y el trabajo es, como afirma Engels, en su
epigrama deliberadamente blasfemo, “el Creador de la humanidad”, con lo cual
simplemente reduce muchas de las afirmaciones de Marx a una única fórmula.
No podemos
investigar aquí qué es lo que esta nueva autocomprensión del hombre como animal
laborans afirma e implica realmente. Baste con sugerir que, por un lado, se
corresponde de modo preciso con el suceso sociológico crucial de la historia
reciente, la cual, al otorgar en un primer momento iguales derechos civiles a
la clase trabajadora, pasó a continuación a definir toda la actividad humana
como trabajo y a interpretarla como productividad. La economía clásica nunca
distinguió entre el simple trabajo, que produce para un consumo inmediato, y la
producción de objetos en el sentido del homo faber. El factor crucial
aquí es que en su teoría de las fuerzas productivas basadas en el trabajo
humano Marx resolvió esta confusión a favor del trabajo (labor), atribuyendo
así al trabajo una productividad que nunca tiene. Pero aunque dicha
glorificación e incomprensión del trabajo cerró los ojos ante las realidades
más elementales de la vida humana, se correspondía perfectamente con las
necesidades de su tiempo. Esta correspondencia es desde luego, la razón real
del impacto que el marxismo tuvo en todas las partes del globo. Cuando se
consideran las verdaderas interconexiones de toda la cuestión, no sorprende que
dentro del marco de la tradición, en el que Marx siempre trabajó, difícilmente
pudiese haber otro resultado que no fuese un nuevo enfoque en la filosofía determinista,
la cual, según su vieja y conocida costumbre, “necesariamente” ve a la libertad
emergiendo de algún modo a partir de la necesidad, pues la glorificación del
trabajo de Marx no eliminó ninguna de las razones propuestas por la tradición para
negar igualdad política y plena libertad humana al hombre en tanto que
trabajador. Ni Marx ni la introducción de la maquinaria fueron capaces de
eliminar el hecho de que el hombre se ve obligado a trabajar para vivir, de que
el trabajo es, por tanto, no una actividad libre y productiva, sino que está
ligado inextricablemente a lo que nos compele: las necesidades que acarrea el
simple hecho de estar vivo. El gran logro de Marx fue hacer del trabajo el
centro de su teoría, pues el trabajo era exactamente aquello respecto de lo
cual había desviado su mirada toda la filosofía política una vez que ya no osaba
justificar la esclavitud. Pero, a pesar de todo, todavía no tenemos respuesta
para la pregunta política planteada por la necesidad del trabajo en la vida
humana y por el papel primordial que desempeña en el mundo moderno.
*Texto para
una presentación por la radio alemana en 1953, reproducido en la primera parte
de Hannah Arendt, The Promise of Politics, Jerome Kohn ed. (Schocken 2005) y de la versión castellana “La
promesa de la política” (Paidos 2015)
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