Albert Camus
Extraído de: El hombre rebelde
Albert Camus
Ed. Losada. Bs.As., 1981*
Albert Camus
Ed. Losada. Bs.As., 1981*
Rebeldía y asesinato
Lejos de esta fuente de vida, en todo caso,
Europa y la revolución se consumen en una convulsión espectacular. En el pasado
siglo XIX el hombre suprime las restricciones religiosas. Pero apenas se libra
de ellas inventa otras nuevas, e intolerables. La virtud muere, pero renace más
feroz todavía. Grita a todo el mundo una caridad ensordecedora y ese amor a lo
lejano que hace irrisorio al humanismo contemporáneo. En ese punto de fijeza
sólo puede producir estragos. Llega un día en que se agria, se hace policial, y
en que se alzan innobles hogueras para la salvación del hombre. En la
culminación de la tragedia contemporánea entramos en la familiaridad del
crimen. Las fuentes de la vida y la creación parecen agotadas. El temor coagula
a una Europa llena de fantasmas y máquinas. Entre dos hecatombes, los cadalsos
se instalan en el fondo de los subterráneos. Verdugos humanistas celebran en
ellos su nuevo culto silenciosamente. ¿Qué grito podría turbarles? Los poetas
mismos, ante el asesinato de su hermano, declaran orgullosamente que tienen las
manos limpias. Por lo tanto, el mundo entero se desinteresa distraídamente de
ese crimen; las victimas acaban de entrar en lo más extremado de su desgracia:
molestan. En Los tiempos antiguos, la sangre del crimen provocaba un horror
sagrado; santificaba así el precio de la vida. La verdadera condenación de esta
época es que hace pensar, por el contrario, que no es bastante sangrienta. La
sangre ya no es visible; no salpica bastante el rostro de nuestros fariseos. He
aquí la extremidad del nihilismo: el asesinato ciego y furioso se convierte en
un oasis y el criminal imbécil parece refrigerante junto a nuestros muy
inteligentes verdugos.
Después de haber creído durante mucho tiempo
que podría luchar contra Dios con la humanidad entera, el espíritu europeo
advierte, por lo tanto, que si no quiere morir, tiene que luchar también contra
los hombres. Los rebeldes que, alzados contra la muerte, querían edificar sobre
la especie una inmortalidad arisca, se espantan al verse obligados a matar a su
vez. No obstante, si retroceden tienen que aceptar la muerte; si avanzan tienen
que matar. La rebeldía, desviada de sus orígenes y disfrazada cínicamente,
oscila en todos los niveles entre el sacrificio y el asesinato. Su justicia,
que ella esperaba fuese distributiva, se ha hecho sumaria. El reino de la
gracia ha sido vencido, pero el de la justicia se hunde también. Europa muere a
causa de esta decepción. Su rebeldía abogaba en favor de la inocencia humana, y
he aquí que se yergue contra su propia culpabilidad. Apenas se lanza hacia la
totalidad recibe en herencia la soledad más desesperada. Quería entrar en
comunidad y ya no tiene más esperanza que la de ir reuniendo uno a uno, a lo
largo de los años, a los solitarios que marchan hacia la unidad.
¿Hay que renunciar, por lo tanto, a toda
rebeldía, bien sea porque se acepte, con sus injusticias, una sociedad que se
sobrevive, o bien sea que se decide, cínicamente, servir contra el hombre a la
marcha frenética de la historia? Después de todo, si la lógica de nuestra
reflexión debiera concluir en un cobarde conformismo, habría que aceptarlo,
como ciertas familias aceptan a veces deshonras inevitables. Si debiera
justificar también todas las clases de atentados contra el hombre, y hasta su destrucción
sistemática, habría que consentir este suicidio. Para terminar, el sentimiento
de la justicia encontraría en ello su razón: la desaparición de un mundo de
mercaderes y policías.
¿Pero vivimos todavía en un mundo rebelde?
¿La rebeldía no se ha convertido, por el contrario, en la coartada de nuevos
tiranos? El "existimos" contenido en el movimiento de rebeldía,
¿puede, sin escándalo o sin subterfugio, conciliarse con el asesinato? Al
asignar a la opresión un límite más acá del cual comienza la dignidad común a
todos los hombres, la rebeldía definía un primer valor. Ponía en la primera
fila de sus referencias una complicidad transparente de los hombres entre
ellos, una contextura común, la solidaridad de la cadena, una comunicación de
ser a ser que hace a los hombres semejantes y unidos. Así hacía dar un primer
paso al espíritu en lucha con un mundo absurdo. Con este progreso hacía más
angustioso todavía el problema que ahora debe resolver frente al asesinato. En
efecto, al nivel de lo absurdo, el asesinato suscitaba solamente
contradicciones lógicas; al nivel de la rebeldía es desgarramiento. Pues se
trata de decidir si es posible matar a quienquiera que sea cuya semejanza
acabamos de reconocer y cuya identidad acabamos de consagrar. Apenas superada
la soledad, ¿hay que volverla a encontrar definitivamente justificando el acto
que excluye de todo? Obligar a la soledad a quien acaba de saber que no está
solo, ¿no es el crimen definitivo contra el hombre?
En lógica se debe responder que asesinato y
rebeldía son contradictorios. En efecto, si es asesinado un solo amo la
rebeldía, de cierta manera, no está ya autorizada a llamarse la comunidad de
los hombres que constituía, no obstante, su justificación. Si este mundo no
tiene un sentido superior, si el hombre no tiene sino al hombre como fiador,
basta con que un hombre excluya a un solo ser de la sociedad de los vivos para
que se excluya a sí mismo. Cuando Caín mata a Abel, huye al desierto. Y si los
asesinos forman multitud, la multitud vive en el desierto y en esa otra especie
de soledad que se llama promiscuidad.
Al
golpear, el rebelde divide al mundo en dos partes. Se había alzado en nombre de
la identidad del hombre con el hombre y sacrifica la identidad al consagrar,
con sangre, la diferencia. Su único ser en el corazón de la miseria y la
opresión, estaba en esta identidad. Por lo tanto, el mismo movimiento que
aspiraba a afirmarlo lo hace dejar de ser Puede decir que algunos, y hasta casi
todos, están con él. Pero si al mundo irreemplazable de la fraternidad le falta
un solo ser queda despoblado. Si nosotros no existimos, yo no existo: así se
explican la infinita tristeza de Kaliayev y el silencio de Saint-Just. Los
rebeldes, decididos a pasar por la violencia y el asesinato, reemplazan inútilmente,
para conservar la esperanza de ser el "existimos" por el
"existiremos". Cuando el asesino y la víctima hayan desaparecido, la
comunidad se reconstruirá sin ellos. La excepción habrá vivido y la regla
volverá a ser posible.
Al nivel de la historia, como en la vida
individual, el asesinato es, por lo tanto, una excepción desesperada o no es
nada. La fractura que produce en el orden de las cosas no tiene consecuencias.
Es insólita y por lo tanto, no puede ser útil ni sistemática, como quiere que sea
la actitud puramente histórica. Es el límite que no se puede alcanzar sino una
vez y después de lo cual hay que morir. El rebelde no tiene sino una manera de
reconciliarse con su acto homicida si se ha dejado llevar a él: aceptar su
propia muerte y el sacrificio. Mata y muere para que sea evidente que el
asesinato es imposible. Muestra entonces que prefiere realmente el
"existimos" al "existiremos". La dicha tranquila de
Kaliayev en su prisión, la serenidad de Saint-Just al marchar al cadalso se
explican a su vez. Más allá de esta extrema frontera comienzan la contradicción
y el nihilismo.
El asesinato nihilista
El crimen irracional y el crimen racional, en efecto,
traicionan igualmente al valor creado por el movimiento de rebeldía. Y, ante
todo, el primero. Quien niega todo y se autoriza a matar, Sade, el petimetre
homicida, el Único implacable, Karamazov, los
celadores del bandido encadenado, el superrealista que dispara contra la
multitud, reclaman, en suma, la libertad total, el despliegue ilimitado del
orgullo humano. El nihilismo confunde en la misma ira al creador y a las
criaturas. Al suprimir todo principio de esperanza, rechaza todo límite y, en
la ceguera de una indignación que ni siquiera advierte sus razones, termina
juzgando que es indiferente matar a quien está ya condenado a la muerte.
Pero sus razones, el reconocimiento mutuo de un destino común y la comunicación de los hombres entre sí, siguen viviendo. La rebeldía las proclamaba y se comprometía a servirlas. Al mismo tiempo definía, contra el nihilismo, una regla de conducta que no necesita esperar el final de la historia para aclarar la acción y que, no obstante, no es formal. A diferencia de la moral jacobina tenía en cuenta lo que escapa a la regla y a la ley. Abría los caminos de una moral que, lejos de obedecer a principios abstractos, no los descubre sino al calor de la insurrección, en el movimiento incesante de la denegación. Nada autoriza a decir que estos principios hayan existido eternamente, de nada sirve declarar que existirán. Pero existen, en el tiempo mismo en que existimos nosotros. Niegan con nosotros, y a todo lo largo de la historia, la servidumbre: la mentira y el terror.
Pero sus razones, el reconocimiento mutuo de un destino común y la comunicación de los hombres entre sí, siguen viviendo. La rebeldía las proclamaba y se comprometía a servirlas. Al mismo tiempo definía, contra el nihilismo, una regla de conducta que no necesita esperar el final de la historia para aclarar la acción y que, no obstante, no es formal. A diferencia de la moral jacobina tenía en cuenta lo que escapa a la regla y a la ley. Abría los caminos de una moral que, lejos de obedecer a principios abstractos, no los descubre sino al calor de la insurrección, en el movimiento incesante de la denegación. Nada autoriza a decir que estos principios hayan existido eternamente, de nada sirve declarar que existirán. Pero existen, en el tiempo mismo en que existimos nosotros. Niegan con nosotros, y a todo lo largo de la historia, la servidumbre: la mentira y el terror.
Nada hay de común, en efecto, entre un amo y
un esclavo, no se puede hablar y comunicarse con un ser esclavizado. En vez de
este diálogo implícito y libre mediante el cual recomendamos nuestra semejanza
y consagramos nuestro destino, la servidumbre hace que reine el más terrible de
los silencios. Si la injusticia es mala para el rebelde, no lo es porque
contradiga una idea eterna de la justicia que no sabemos dónde situar, sino
porque perpetúa la muda hostilidad que separa al opresor del oprimido. Mata al
poco ser que puede venir al mundo gracias a la complicidad de los hombres entre
ellos. De la misma manera, puesto que el hombre que miente se cierra a los
otros hombres, la mentira está proscrita y, en un grado más bajo, el asesinato
y la violencia, que imponen el silencio definitivo. La complicidad y la
comunicación descubiertas por la rebeldía no pueden vivirse sino en el diálogo
libre. Todo equívoco, toda mala interpretación suscita la muerte; sólo el
lenguaje claro, la palabra sencilla pueden salvar de esta muerte (1). Todas las tragedias
culminan con la sordera de los protagonistas. Platón tiene razón contra Moisés
y Nietzsche. El diálogo a la altura del hombre cuesta menos caro que el
evangelio de las religiones totalitarias, monologado y dictado desde lo alto de
una montaña solitaria. En el escenario como en la ciudad, el monólogo precede a
la muerte. Todo rebelde, con el mismo movimiento que le alza contra el opresor,
aboga en favor de la vida, se compromete a luchar contra la servidumbre, la
mentira y el terror y afirma, en lo que dura un relámpago, que estos tres
azotes hacen que reine el silencio entre los hombres, los oscurecen unos a
otros, y les impiden encontrarse en el único valor que puede salvarlos del
nihilismo: la larga complicidad de los hombres en lucha con su destino.
En lo que dura un relámpago. Pero con esto basta,
provisionalmente, para decir que la libertad más extrema, la de matar, no es
compatible con las razones de la rebeldía. La rebeldía no es de modo alguno una
reclamación de libertad total. Niega, justamente, el poder ilimitado que
autoriza a un superior a violar la frontera prohibida. Lejos de reclamar una
independencia general, el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene
sus límites en todas partes donde hay un ser humano, siendo el límite,
precisamente, el poder de rebeldía de ese ser. Ésta es la razón profunda de la
intransigencia rebelde. Cuanto más conciencia tiene la rebeldía de que reclama
un límite justo, tanto más inflexible se muestra. El rebelde exige, sin duda, cierta
libertad para sí mismo, pero en ningún caso, si es consecuente, el derecho a
destruir el ser y la libertad del prójimo. No humilla a nadie. Reclama para
todos la libertad que reclama para sí mismo; y prohíbe a todos la que rechaza.
No es solamente un esclavo contra el amo, sino también un hombre contra el
mundo del amo y el esclavo. Hay, por lo tanto, gracias a la rebeldía, en la
historia algo más que la relación de dominio y servidumbre. El poder ilimitado
no es en ella la única ley. Es otro el valor en cuyo nombre el rebelde afirma
la imposibilidad de la libertad total al mismo tiempo que reclama para sí mismo
la libertad relativa necesaria para reconocer esta imposibilidad. Toda libertad
humana, en su raíz más profunda, es, por lo tanto, relativa. La libertad
absoluta, que es la de matar, es la única que no reclama al mismo tiempo que a
sí misma lo que la limita y oblitera. Se separa entonces de sus raíces, anda a
la ventura, sombra abstracta y maléfica, hasta que se imagina encontrar un
cuerpo en la ideología.
Por lo tanto, es posible decir que la
rebeldía, cuando va a parar a la destrucción, es ilógica. Al reclamar la unidad
de la condición humana es fuerza de vida, no de muerte Su lógica profunda no es
la de la destrucción, sino la de la creación. Para que su movimiento siga
siendo auténtico no debe abandonar a la zaga ninguno de los términos de la
contradicción que lo sostiene. Debe ser fiel al sí que
contiene al mismo tiempo que a ese no que las interpretaciones
nihilistas aíslan en la rebeldía. La lógica del rebelde consiste en querer
servir a la justicia para no aumentar la injusticia de la situación, es
esforzarse por emplear un lenguaje claro para no espesar la mentira universal,
y en apostar, frente al dolor de los hombres, en favor de la dicha. La pasión
nihilista, al aumentar la injusticia y la mentira, destruye en su ira su
exigencia anterior y se despoja así de las razones más claras de su rebeldía.
Mata, enloquecida al sentir que este mundo está entregado a la muerte. La
consecuencia de la rebeldía, por el contrario, consiste en negar su
justificación al asesinato, puesto que, en su principio, es protesta contra la
muerte.
Pero si el hombre fuese capaz de introducir
por sí solo la unidad en el mundo, si pudiera hacer reinar en él, con sólo
decretarlo, la sinceridad, la inocencia y la justicia, sería Dios mismo.
Además, si pudiera hacer eso, la rebeldía carecería en adelante de razones. Si
hay rebeldía es porque la mentira, la injusticia y la violencia constituyen en
parte la condición del rebelde. Este no puede, por lo tanto, en modo alguno
aspirar a no matar ni mentir sin renunciar a su rebeldía y debe aceptar de una
vez por todas el asesinato y el mal. Pero tampoco puede aceptar el asesinato y
la mentira, puesto que el movimiento inverso que justificaría el asesinato y la
violencia destruiría también las razones de su insurrección. El rebelde no
puede hallar el descanso, en consecuencia. Conoce el bien y hace el mal a su
pesar. El valor que le mantiene en pie nunca le es dado de una vez por todas,
sino que debe mantenerlo sin cesar. El ser que obtiene se derrumba si la
rebeldía no vuelve a sostenerlo. En todo caso, si directa o indirectamente no
siempre puede dejar de matar, puede emplear su entusiasmo y su apasionamiento
en disminuir la probabilidad del asesinato a su alrededor. Su única virtud
consistirá en permanecer hundido en las tinieblas sin ceder a su vértigo
oscuro, en arrastrarse obstinadamente hacia el bien a pesar de hallarse
encadenado al mal. Por fin, si mata, aceptará la muerte. Fiel a sus orígenes,
el rebelde demuestra con su sacrificio que su verdadera libertad no lo es con
respecto al asesinato, sino con respecto a su propia muerte. Descubre al mismo
tiempo el honor metafísico. Kaliayev se coloca entonces bajo la horca y designa
visiblemente a todos sus hermanos el límite exacto en que comienza y termina el
honor de los hombres.
El asesinato histórico
La rebeldía se despliega también en la historia, que
exige no solamente opciones ejemplares, sino también actitudes eficaces. El
asesinato racional corre el peligro de verse justificado. La contradicción
rebelde repercute entonces en antinomias aparentemente insolubles cuyos dos
modelos, en política, son por una parte la oposición de la violencia y la
no-violencia, y por otra parte la de la justicia y la libertad. Tratemos de
definirlas en su paradoja.
El valor positivo contenido en el primer
movimiento de rebeldía supone la renuncia a la violencia de principio. Implica,
en consecuencia, la imposibilidad de estabilizar una revolución. La rebeldía
arrastra constantemente consigo esta contradicción. En el campo de la historia
se endurece todavía más. Si renuncio a hacer respetar la identidad humana,
abdico ante el que oprime, renuncio a la rebeldía y vuelvo a un consentimiento
nihilista. El nihilismo se hace entonces conservador. Si exijo que esta
identidad sea reconocida para existir, emprendo una acción que para tener éxito
supone un cinismo de la violencia y niega esa identidad y la rebeldía misma.
Ampliando todavía más la contradicción, si la unidad del mundo no puede venirle
de arriba, el hombre debe construirla a su altura en la historia. La historia,
sin valor que la transfigure, se rige por la ley de la eficacia. El
materialismo histórico, el determinismo, la violencia, la negación de toda
libertad que no sea eficaz, el mundo del coraje y del silencio son las
consecuencias más legítimas de una pura filosofía de la historia. En el mundo
actual sólo una filosofía de la eternidad puede justificar la no-violencia. A la
historicidad absoluta le objetará la creación de la historia, y a la situación
histórica le preguntará su origen. Para terminar, consagrando entonces la
injusticia, volverá a entregar a Dios el cuidado de la justicia. Además, sus
respuestas, a su vez, exigirán la fe. Se le objetará el mal, y la paradoja de
un Dios todopoderoso y dañino, o benéfico y estéril. Habrá que seguir eligiendo
entre la gracia y la historia, entre Dios y la espada.
¿Cuál puede ser entonces la actitud del
rebelde? No puede apartarse del mundo y de la historia sin renegar del
principio mismo de su rebeldía, elegir la vida eterna sin resignarse, en cierto
sentido, al mal. Si no es cristiano, por ejemplo, debe ir hasta el fin. Pero ir
hasta el fin significa elegir la historia absolutamente y el asesinato del
hombre- con ella, si ese asesinato es necesario para la historia: aceptar la
justificación del asesinato es también renegar de sus orígenes. Si el rebelde
no elige, elige el silencio y la esclavitud de los demás. Si, en un movimiento
de desesperación, declara que elige a la vez contra Dios y la historia, es el
testigo de la libertad pura, es decir, de nada. En la fase histórica, que es la
nuestra, y en la imposibilidad en que se halla de afirmar una razón superior
que no encuentre su límite en el mal, su aparente dilema es el silencio o el
asesinato. En ambos casos se trata de una renuncia.
Lo mismo sucede con la justicia y la
libertad. Estas dos exigencias están ya al principio del movimiento de rebeldía
y se las vuelve a encontrar en el impulso revolucionario. La historia de las
revoluciones muestra, no obstante, que entran casi siempre en conflicto, como
si sus exigencias mutuas fuesen inconciliables. La libertad absoluta es el
derecho a dominar del más fuerte. Mantiene, por lo tanto, los conflictos que
benefician a la injusticia. La justicia absoluta pasa por la supresión de toda
contradicción: destruye la libertad (2). La revolución por la
justicia y por la libertad termina poniendo a la una contra la otra. Hay, por
lo tanto, en toda revolución, una vez liquidada la casta que dominaba hasta
entonces, una etapa en la que ella misma suscita un movimiento de rebeldía que
indica sus límites y anuncia sus probabilidades de fracaso. La revolución se
propone, ante todo, satisfacer al espíritu de rebeldía que la ha originado;
luego se ve en la obligación de negarlo para afirmarse mejor. Hay, al parecer,
una oposición irreductible entre el movimiento de la rebeldía y las
adquisiciones de la revolución.
Pero estas antinomias no existen sino en lo
absoluto Suponen un mundo y un pensamiento sin mediaciones. No hay, en efecto,
conciliación posible entre un dios totalmente separado de la historia y una
historia purgada de toda trascendencia. Sus representantes en la tierra son,
efectivamente, el yogui y el comisario. Pero la diferencia entre estos dos
tipos de hombres no es, como se dice, la diferencia entre la vana pureza y la
eficacia. El primero elige solamente la ineficacia de la abstención y el
segundo la de la destrucción. Puesto que ambos rechazan el valor mediador que
la rebeldía revela, por el contrario, no nos ofrecen, por hallarse igualmente
alejados de lo real, sino dos clases de impotencia, la del bien y la del mal.
Si, en efecto, ignorar la historia equivale a
negar lo real, es también alejarse de lo real considerar la historia como un
todo que se basta a sí mismo. La revolución del siglo XX cree que evita el
nihilismo y que es fiel a la verdadera rebeldía porque reemplaza a Dios con la
historia. En realidad, fortifica al primero y traiciona a la segunda. La
historia, en su movimiento puro, no proporciona por sí misma valor alguno. En
consecuencia, hay que vivir de acuerdo con la eficacia inmediata, y callarse o
mentir. La violencia sistemática o el silencio impuesto, el cálculo o la
mentira concertada se convierten en reglas inevitables. Un pensamiento
puramente histórico es, por lo tanto, nihilista: acepta totalmente el mal de la
historia y se opone en esto a la rebeldía. Es inútil que afirme en compensación
la racionalidad absoluta de la historia, pues esta razón histórica no queda
conclusa, no tendrá sentido completo, no será razón absoluta justamente, y
valor, sino al final de la historia. Entretanto, hay que obrar, y obrar sin
regla moral para que nazca la regla definitiva. El cinismo como actitud
política no es lógico sino en función de un pensamiento absolutista; es decir,
el nihilismo absoluto por una parte y el racionalismo absoluto por la otra (3). En cuanto a las
consecuencias, no hay diferencia entre las dos actitudes. En el momento en que
se las acepta la tierra queda desierta.
En realidad, lo absoluto puramente histórico
no es ni siquiera concebible. El pensamiento de Jaspers, por ejemplo, en lo que
tiene de esencial, subraya la imposibilidad para el hombre de captar la
totalidad, porque se halla dentro de esa totalidad. La historia, como un todo,
no podría existir sino para los ojos de un observador exterior a ella misma y
al mundo. En fin de cuentas, no hay historia sino para Dios. Por lo tanto, es
imposible obrar de acuerdo con planes que abarquen la totalidad de la historia
universal. Toda empresa histórica no puede ser en consecuencia, sino una
aventura más o menos razonable o fundada. Es, ante todo, un riesgo. Como
riesgo, no podría justificar ninguna desmesura, ninguna posición implacable y
absoluta.
Si la rebeldía pudiese fundar una filosofía,
sería, por el contrario, una filosofía de los límites, de la ignorancia medida
[calculée] y del riesgo. Quien no
puede saber todo no puede matar todo. El rebelde, lejos de hacer de la historia
un absoluto, la recusa y pone en tela de juicio, en nombre de la idea que tiene
de su propia naturaleza. Rechaza su condición, y su condición es en gran parte
histórica. La injusticia, la fugacidad, la muerte se manifiestan en la
historia. Al rechazarlas, se rechaza a la historia misma. Es cierto que el
rebelde no niega la historia que le rodea y trata de afirmarse en ella. Pero se
encuentra ante ella como el artista ante lo real, la rechaza sin eludirla. Ni
siquiera durante un segundo hace de ella un absoluto. Si puede participar, por
la fuerza de las cosas, en el crimen de la historia, no puede justificarlo, sin
embargo. No sólo no puede admitirse el crimen racional al nivel de la rebeldía,
sino que incluso significa la muerte de la rebeldía. Para que resulte más clara
esta evidencia, el crimen racional se ejerce, en primer lugar, sobre los
rebeldes cuya insurrección cuestiona una historia en adelante divinizada.
La mistificación propia del espíritu que se
dice revolucionario repite y agrava al presente la mistificación burguesa. Hace
pasar bajo la promesa de una justicia absoluta la injusticia perpetua, el
compromiso sin límites y la indignidad. La rebeldía no aspira sino a lo
relativo y no puede promover sino una dignidad cierta aparejada con una
justicia relativa. Defiende un límite en el que se establece la comunidad de
los hombres. Su universo es el de lo relativo. En vez de decir con Hegel y Marx
que todo es necesario, repite solamente que todo es posible y que, en cierta
frontera, lo posible merece también el sacrificio. Entre Dios y la historia, el
yogui y el comisario, abre un camino difícil en el que se puede vivir y superar
las contradicciones.
Consideremos así las dos antinomias dadas
como ejemplo. Una acción revolucionaria que quisiera ser coherente con sus
orígenes debería resumirse en un consentimiento activo de lo relativo. Sería
fiel a la condición humana. Intransigente en sus medios, aceptaría la
aproximación en cuanto a sus fines y, para que la aproximación se definiese
cada vez mejor, dejaría libre curso a la palabra. Mantendría así ese ser común
que justifica su insurrección. En particular, conservaría al derecho la
posibilidad permanente de expresarse. Ésta define una conducta con respecto a
la justicia y la libertad. En sociedad no hay justicia sin derecho natural o
civil que la fundamente. No hay derecho sin expresión de ese derecho. El hecho
de que el derecho se exprese sin esperar significa la probabilidad de que,
tarde o temprano, la justicia que él fundamenta venga al mundo. Para conquistar
al ser hay que partir del poco ser que descubrimos en nosotros, y no negarlo de
antemano. Hacer que calle el derecho hasta que se establezca la justicia es
hacerlo callar para siempre, pues si la justicia reina para siempre ya no habrá
lugar para que se hable. Por lo tanto, se confía nuevamente la justicia a los
únicos que tienen la palabra, a los poderosos. Desde hace siglos la justicia y
el ser distribuidos por los poderosos se viene llamando arbitrariedad. Matar la
libertad para hacer que reine la justicia equivale a rehabilitar la noción de
la gracia sin la intercesión divina y a restaurar el cuerpo místico bajo las
especies más bajas mediante una reacción vertiginosa. Hasta cuando no se
realiza la justicia, la libertad mantiene el poder de protesta y salva la
comunicación. La justicia en un mundo silencioso, la justicia esclavizada y muda,
destruye la complicidad y finalmente ya no puede ser la justicia. La revolución
del siglo XX ha separado arbitrariamente, con fines desmesurados de conquista,
dos nociones inseparables. La libertad absoluta escarnece la justicia. La
justicia absoluta niega la libertad. Para ser fecundas, las dos nociones deben
encontrar su límite la una en la otra. Ningún hombre considera que su situación
es libre si no es al mismo tiempo justa, ni justa si no es libre. La libertad,
precisamente, no puede imaginarse sin la facultad de decir claramente qué es lo
justo y lo injusto, de reclamar el ser entero en nombre de una parcela de ser
que se niega a morir. Hay, finalmente, una justicia, aunque muy diferente, en
la restauración de la libertad, único valor imperecedero de la historia. Los
hombres nunca han muerto bien sino por la libertad: entonces no creían morir
completamente.
El mismo razonamiento se aplica a la
violencia. La no-violencia absoluta fundamenta negativamente la servidumbre y
sus violencias; la violencia sistemática destruye positivamente la comunidad
viviente y el ser que recibimos de ella. Para ser fecundas, estas dos nociones
deben encontrar sus límites. En la historia considerada como un absoluto se
halla justificada la violencia; como un riesgo relativo, es una ruptura de
comunicación. Por lo tanto, debe conservar para el rebelde su carácter
provisional de fractura, estar ligada siempre, si no puede ser evitada, a una
responsabilidad general, a un riesgo inmediato. La violencia de sistemas se
coloca en el orden; en un sentido, es cómoda. El Führerprinzip o
la Razón histórica, cualquiera que sea el orden que la fundamenta, reina en un
universo de cosas, no de hombres. Así como el rebelde considera al asesinato
como el límite que, si llega a él, debe consagrar al morir, así también la
violencia no puede ser sino límite extremo que se opone a toda violencia, por
ejemplo, en el caso de la insurrección. Si el exceso de la injusticia hace que
sea imposible evitar esta última, el rebelde rechaza de antemano la violencia
al servicio de una doctrina o de una razón de Estado. Toda crisis histórica,
por ejemplo, termina con instituciones. Si no podemos influir en la crisis
misma, que es el riesgo puro, podemos hacerlo en las instituciones, pues
podemos definirlas, elegir aquellas por las que luchamos e inclinar así
nuestras luchas en su dirección. La acción rebelde auténtica no consentirá en
armarse sino en favor de instituciones, pues podemos definirlas, elegir
aquellas que la codifican. Una revolución no merece la pena de que se muera por
ella salvo si asegura sin demora la supresión de la pena de muerte; de que
sufra por ella prisión salvo si se niega de antemano a aplicar castigos sin
término previsible. Si la violencia insurreccional se despliega en la dirección
de esas instituciones, anunciándolas con toda la frecuencia posible, ésa será
la única manera para ella de ser verdaderamente provisional. Cuando el fin es
absoluto, es decir, hablando históricamente, cuando se cree seguro, se puede
llegar a sacrificar a los demás. Cuando no lo es, uno no puede sacrificar sino
a sí mismo, en la apuesta de una lucha por la dignidad común. ¿El fin justifica
los medios? Es posible. ¿Pero qué justifica al fin? A esta pregunta, que el
pensamiento histórico deja pendiente la rebeldía responde: los medios.
¿Qué significa semejante actitud en política?
Y, ante todo, ¿es eficaz? Hay que responder sin vacilar que es la única eficaz
actualmente. Hay dos clases de eficacia: la del tifón y la de la savia. El
absolutismo histórico no es eficaz, es eficiente; ha tomado y conservado el
poder. Una vez que dispone del poder, destruye la única realidad creadora. La
acción intransigente y limitada, nacida de la rebeldía, mantiene esta realidad
y trata solamente de extenderla cada vez más. No se ha dicho que esta acción no
pueda vencer. Se dice que corre el riesgo de no vencer y morir. Pero la
revolución correrá ese riesgo o bien confesará que no es sino una empresa de
nuevos amos, que merecen el mismo desprecio. Una revolución a la que se separa
del honor traiciona a sus orígenes, que pertenecen al reino del honor. En todo
caso, su elección se limita a la eficacia material y la nada, o al riesgo y la
creación. Los antiguos revolucionarios iban a lo más urgente y su optimismo era
completo. Pero hoy día el espíritu revolucionario ha acrecentado su conciencia
y clarividencia; hay detrás de él ciento cincuenta años de experiencia sobre
los cuales se puede reflexionar. Además, la revolución ha perdido sus
prestigios de fiesta. Es un cálculo prodigioso que abarca al universo. Sabe,
aunque no lo confiesa siempre, que será mundial o no será. Sus probabilidades
se equilibran con los riesgos de una guerra universal que, hasta en el caso de
una victoria, no le ofrecerá sino el imperio de las ruinas. Por lo tanto, puede
permanecer fiel a su nihilismo y encarnar en los osarios la razón última de la
historia. Entonces habría que renunciar a todo, salvo a la música silenciosa
que transfigurará también los infiernos terrenales. Pero en Europa, el espíritu
revolucionario puede también, por primera y última vez, reflexionar sobre sus
principios, preguntarse cuál es la desviación que la lleva al terror y la
guerra, y volver a encontrar, con las razones de su rebeldía, su fidelidad.
Mesura y desmesura.
El extravío revolucionario se explica, ante todo, por la ignorancia o el desconocimiento sistemático de ese límite que parece inseparable de la naturaleza humana y que la rebeldía descubre, precisamente. Los pensamientos nihilistas, por no tener en cuenta esta frontera, terminan lanzándose a un movimiento uniformemente acelerado. Nada los detiene ya en sus consecuencias y justifican, por lo tanto, la destrucción total o la conquista indefinida. Ahora sabemos, al término de esta larga investigación sobre la revolución y el nihilismo, que la revolución sin más límites que la eficacia histórica significa la servidumbre sin límites. Para evitar este destino, el espíritu revolucionario, si quiere permanecer vivo, debe fortalecerse, en consecuencia, en las fuentes de la rebeldía e inspirarse en el único pensamiento fiel a esos orígenes, el pensamiento de los límites. Si el límite descubierto por la rebeldía lo transfigura todo; si todo pensamiento, toda acción que sobrepasa cierto punto se niegan a sí mismos, hay, en efecto, una medida de las cosas y del hombre. En historia, como en psicología, la rebeldía es un péndulo desordenado que recorre las amplitudes más disparatadas porque busca su ritmo profundo. Pero ese desorden no es completo. Se realiza alrededor de un eje. Al mismo tiempo que sugiere una naturaleza común de los hombres, la rebeldía pone de manifiesto la medida y el límite que están al principio de esta naturaleza.
Actualmente toda reflexión, nihilista o
positivista, a veces sin saberlo, origina esa medida de las cosas que la
ciencia misma confirma. Los quanta, la relatividad hasta el
presente, las relaciones de incertidumbre, definen un mundo que no tiene
realidad definible sino en la escala de las grandezas medianas que son las
nuestras (4).
Las ideologías que conducen a nuestro mundo nacieron en la época de las
magnitudes científicas absolutas. Nuestros conocimientos reales no autorizan,
por el contrario, sino un pensamiento de magnitudes relativas. "La
inteligencia -dice Lazare Bickel- es nuestra facultad de no llevar hasta el
límite lo que pensamos, con el fin de que podamos seguir creyendo en la
realidad". Sólo el pensamiento aproximado engendra lo real (5).
No hay nada, ni siquiera las fuerzas
materiales, que en su marcha ciega no ponga de manifiesto su propia medida. Por
eso es inútil querer invertir la técnica. La era de la rueca para hilar ha
pasado y el sueño de una civilización artesana es vano. La máquina no es mala
sino en su modo de empleo actual. Hay que aceptar sus beneficios aunque se
rechacen sus estragos. El camión conducido a lo largo de los días y las noches
por su conductor no humilla a éste, que lo conoce enteramente y lo utiliza con
amor y eficacia. La verdadera e inhumana desmesura está en la división del
trabajo. Pero a fuerza de desmesura llega un día en que una máquina de cien
operaciones, conducida por un solo hombre, crea un solo objeto. Este hombre, en
una escala diferente, habrá vuelto a encontrar en parte la fuerza de creación
que poseía el artesanado. El productor anónimo se aproxima entonces al creador.
No es seguro, naturalmente, que la desmesura industrial siga enseguida ese
camino. Pero ya demuestra, con su funcionamiento, la necesidad de una mesura, y
suscita la reflexión capaz de organizar esa mesura. En todo caso, o bien
servirá este valor de límite o bien la desmesura contemporánea no encontrará su
regla y su paz sino en la destrucción universal.
Esta ley de mesura se extiende también a
todas las antinomias del pensamiento rebelde. Ni lo real es enteramente
racional ni lo racional completamente real. Lo hemos visto a propósito del
superrealismo; el deseo de unidad no exige solamente que todo sea racional.
Quiere también que lo irracional no sea sacrificado. No se puede decir que nada
tiene sentido, pues con ello se afirma un valor consagrado por un juicio; ni
que todo tiene un sentido, pues la palabra todo carece de
significación para nosotros. Lo irracional limita lo racional, que le da, a su
vez, su medida. En fin, tiene sentido aquello que debemos conquistar sobre el
no-sentido. De la misma manera, no puede decirse que el ser sea únicamente al
nivel de la esencia. ¿Dónde se puede captar la esencia sino al nivel de la existencia
y del devenir? Pero no se puede decir que el ser no es sino existencia. Lo que
deviene siempre no podrá ser pues es necesario un comienzo. El ser no puede
experimentarse sino en el devenir; el devenir no es nada sin el ser. El mundo
no se halla en su estabilidad pura, pero no es solamente movimiento. Es
movimiento y fijeza. La dialéctica, por ejemplo, no huye indefinidamente hacia
un valor ignorado. Gira alrededor del límite, primer valor. Heráclito, inventor
del devenir, ponía, sin embargo, un límite a ese flujo perpetuo. Ese límite
estaba simbolizado por Némesis, diosa de la mesura, fatal para los
desmesurados. Una reflexión que quisiera tener en cuenta las contradicciones
contemporáneas de la rebeldía debería pedir su inspiración a esa diosa.
Las antinomias morales comienzan, ellas
también, a iluminarse a la luz de este valor mediador. La virtud no puede
separarse de lo real sin convertirse en principio de mal. Tampoco puede
identificarse absolutamente con lo real sin negarse a sí misma. El valor moral
puesto de manifiesto por la rebeldía, finalmente, no está más por encima de la
vida y la historia, que lo que la vida y la historia están por encima de él. En
verdad, sólo adquiere realidad en la historia cuando un hombre da su vida por
él, o se la consagra. La civilización jacobina y burguesa supone que los
valores están por encima de la historia, y su virtud formal fundamenta entonces
una mistificación repugnante. La revolución del siglo XX decreta que los
valores están mezclados con el movimiento de la historia y su razón histórica
justifica una nueva mistificación. La mesura, frente a este desorden, nos
enseña que toda moral necesita una parte de realismo: la virtud enteramente
pura es mortífera; y que todo realismo necesita una parte de moral: el cinismo
es mortífero. Por eso la verborrea humanitaria no tiene más fundamento que la
provocación cínica. En fin, el hombre no es enteramente culpable, pues no
comenzó la historia; ni enteramente inocente, pues la continúa. Quienes sobrepasan
este límite y afirman su inocencia total terminan en la desesperación de la
culpabilidad definitiva. La rebeldía, por el contrario, nos pone en el camino
de una culpabilidad medida [calculée]. Su sola esperanza, pero invencible, se encarna, al final,
en unos homicidas inocentes.
En este límite, el "existimos"
define paradójicamente un nuevo individualismo. "Existimos" ante la
historia, y la historia debe contar con este "existimos", que debe, a
su vez, mantenerse en la historia. Yo necesito a los demás, que me necesitan a
mí y a cada uno. Toda acción colectiva y toda sociedad suponen una disciplina y
el individuo, sin esta ley, no es sino un extraño doblado bajo el peso de una
colectividad enemiga. Pero sociedad y disciplina pierden su dirección si niegan
el "existimos". Yo solo, en un sentido, soporto la dignidad común que
no puedo dejar que se rebaje en mí ni en los otros. Este individualismo no es
goce; es lucha siempre, y goce sin igual algunas veces, en la culminación de la
compasión orgullosa.
El pensamiento de mediodía
En cuanto a saber si semejante actitud halla su
expresión política en el mundo contemporáneo, es fácil evocar, y esto no es
sino un ejemplo, lo que se llama tradicionalmente sindicalismo revolucionario.
¿Este sindicalismo no es también ineficaz? La respuesta es sencilla: él es el
que en un siglo ha mejorado prodigiosamente la situación obrera, desde la
jornada de dieciséis horas hasta la semana de cuarenta horas. El imperio
ideológico ha hecho retroceder al socialismo y ha destruido la mayoría de las
conquistas del sindicalismo. Es que el sindicalismo partía de la base concreta,
la profesión, que es en el orden económico lo que es la municipalidad en el
orden político, la célula viviente sobre la que se edifica el organismo, en
tanto que la revolución cesárea parte de la doctrina y hace entrar en ella por
la fuerza lo real. El sindicalismo, como la municipalidad, es la negación, en
provecho de lo real, del centralismo burocrático- y abstracto (6). La revolución del
siglo XX, por el contrario, pretende apoyarse en la economía, pero es ante todo
una política y una ideología. No puede, por función, evitar el terror y la
violencia hecha a lo real. A pesar de sus pretensiones, parte de lo absoluto
para modelar la realidad. La rebeldía, a la inversa, se apoya en lo real para
encaminarse, en un combate perpetuo, hacia la verdad. La primera trata de
realizarse de arriba abajo, la segunda de abajo arriba. Lejos de ser un
romanticismo, la rebeldía, por el contrario, se pone en favor del verdadero
realismo. Si bien quiere una revolución, la quiere en favor de la vida, no
contra ella. Por eso se apoya, ante todo, en las realidades más concretas: la
profesión, la aldea, donde se traslucen el ser y el corazón viviente de las
cosas y los hombres. Para ella, la política debe someterse a estas verdades.
Para terminar, cuando hace que avance la historia y alivia el dolor de los
hombres, lo hace sin terror, sino sin violencia, y en las condiciones políticas
más diferentes. (7)
Pero este ejemplo tiene más alcance del que
parece. El día, precisamente, en que la revolución cesárea triunfó del espíritu
sindicalista y libertario del pensamiento revolucionario perdió, en sí mismo,
un contrapeso del que no puede prescindir sin decaer. Este contrapeso, este
espíritu que mide la vida, es el mismo que anima la larga tradición del que se
puede llamar pensamiento solar y en el que, desde los griegos, la naturaleza se
ha equilibrado siempre con el devenir. La historia de la Primera Internacional,
en la que el socialismo alemán lucha sin descanso contra el pensamiento
libertario de los franceses, los españoles y los italianos, es la historia de
las luchas contra la ideología alemana y el espíritu mediterráneo (8). La comuna contra el
Estado, la sociedad concreta contra la sociedad absolutista, la libertad
reflexiva contra la tiranía racional, el individualismo altruista, en fin,
contra la colonización de las masas, son, por lo tanto, las antinomias que
ponen de manifiesto, una vez más, la larga confrontación entre la mesura y la
desmesura que anima a la historia de Occidente desde el mundo antiguo. El
conflicto profundo de este siglo no se establece, quizás, entre las ideologías
alemanas de la historia y la política cristiana, que en cierta manera son
cómplices, tanto como entre los sueños alemanes y la tradición mediterránea,
las violencias de la eterna adolescencia y la fuerza viril, la nostalgia
exagerada por el conocimiento y los libros y el coraje endurecido y aclarado en
el curso de la vida; en fin, entre la historia y la naturaleza. Pero la
ideología alemana es en esto una heredera. En ella terminan veinte siglos de
una vana lucha contra la naturaleza en nombre de un dios histórico primeramente
y de la historia divinizada luego. El cristianismo no ha podido conquistar, sin
duda, su catolicidad sino asimilando todo lo que podía del pensamiento griego.
Pero cuando la Iglesia disipó su herencia mediterránea hizo hincapié en la historia
en perjuicio de la naturaleza, hizo triunfar lo gótico sobre lo romántico y,
destruyendo un límite en sí misma, reclamó cada vez más el poder temporal y el
dinamismo histórico. La naturaleza que deja de ser objeto de contemplación y
admiración no puede ser ya luego sino la materia de una acción que aspira a
transformarla. Estas tendencias, y no las nociones de mediación que habrían
dado al cristianismo su verdadera fuerza, triunfan en los tiempos modernos, y
contra el cristianismo mismo, en virtud de una justa reversión de las cosas. Si
en efecto, Dios es expulsado de este universo histórico, nace la ideología
alemana, en la que la acción no es ya perfeccionamiento sino pura conquista, es
decir, tiranía.
Pero el absolutismo histórico, a pesar de sus
triunfos nunca ha dejado de tropezar con una exigencia invencible de la
naturaleza humana cuyo secreto guarda el Mediterráneo, donde la inteligencia es
hermana de la dura luz. Los pensamientos rebeldes, los de la Comuna o del
sindicalismo revolucionario, no han dejado de negar esta exigencia tanto frente
al nihilismo burgués como al socialismo cesáreo. El pensamiento autoritario, al
favor de tres guerras y gracias a la destrucción física de un grupo selecto de
rebeldes, ha sumergido esta tradición literaria. Pero esta pobre victoria es
provisional y el combate continúa. Europa no ha existido nunca sino en esta
lucha entre el mediodía y la medianoche. No se ha degradado sino al abandonar
esta lucha, al eclipsar el día con la noche. La destrucción de este equilibrio
produce actualmente sus frutos más bellos. Privados de nuestras mediaciones,
desterrados de la belleza natural, nos hallamos de nuevo en el mundo del
Antiguo Testamento, arrinconados entre unos Faraones crueles y un cielo
implacable.
En la miseria común renace la vieja
exigencia; la naturaleza vuelve a alzarse ante la historia. Claro está que no
se trata de despreciar nada, ni de ensalzar a una civilización contra otra,
sino decir simplemente que hay un pensamiento del cual el mundo actual no podrá
prescindir ya mucho tiempo. Hay, ciertamente, en el pueblo ruso algo capaz de
dar a Europa una fuerza de sacrificio, y en América un poder de construcción
necesario. Pero la juventud del mando sigue encontrándose alrededor de las
mismas costas. Precipitados en la innoble Europa donde muere, privada de
belleza y amistad, la más orgullosa de las razas, nosotros, los mediterráneos,
seguimos viviendo de la misma luz. En plena noche europea, el pensamiento
solar, la civilización de doble rostro, espera su aurora. Pero ilumina ya los
caminos del verdadero dominio.
El verdadero dominio consiste en tratar como
se merecen a los prejuicios de la época, y ante todo al más profundo y
desdichado de ellos, que quiere que el hombre liberado de la desmesura sea reducido
a una sabiduría-pobre. Es cierto que la desmesura puede ser una santidad cuando
se paga con la locura de Nietzsche. Pero esta borrachera del alma que se exhibe
en el escenario de nuestra cultura, ¿es siempre el vértigo de la desmesura, la
locura de lo imposible cuya quemadura no abandona ya nunca a quien se ha
entregado a ella una vez por lo menos? ¿Prometeo tuvo alguna vez este rostro de
ilota o de fiscal? No, nuestra civilización sobrevive exánime en la
complacencia de almas cobardes o vengativas, el deseo de vanagloria de viejos
adolescentes. También Lucifer ha muerto con Dios y de sus cenizas ha surgido un
demonio mezquino que ni siquiera ve dónde se mete. En 1950, la desmesura es una
comodidad siempre, y una carrera a veces. La mesura, por lo contrario, es una
pura tensión. Sonríe, sin duda, y nuestros convulsionarios, dedicados a
laboriosos apocalipsis, la desprecian. Pero esta sonrisa resplandece en la cima
de un esfuerzo interminable: es una fuerza complementaria. Estos pequeños
europeos que nos muestran un rostro avaro, si no tienen fuerza para sonreír,
¿por qué pretenden dar sus convulsiones desesperadas como ejemplos de
superioridad?
La verdadera Iocura de desmesura muere o crea
su propia mesura. No hace morir a los demás para crearse una coartada. En el
desgarramiento más extremo vuelve a encontrar su límite, en el cual, como
Kaliayev, se sacrifica si es necesario. La mesura no es lo contrario de la
rebeldía. La rebeldía es la mesura y ella la ordena, la defiende y la recrea a
través de la historia y sus desórdenes. El origen mismo de este valor nos
garantiza que sólo puede ser desgarrado. La mesura, nacida de la rebeldía, no
puede vivirse sino mediante la rebeldía. Es un conflicto constante,
perpetuamente suscitado y dominado por la inteligencia. No triunfa ni de lo
imposible ni del abismo. Se equilibra con ellos. Hagamos lo que hiciéremos, la
desmesura conservará siempre su lugar en el corazón del hombre, en el lugar de
la soledad. Todos llevamos en nosotros mismos nuestras prisiones, nuestros
crímenes y nuestros estragos. Pero nuestra tarea no consiste en desencadenarlos
a través del mundo; consiste en combatirlos en nosotros mismos y en los demás.
La rebeldía, la secular voluntad de no someterse de que hablaba Barres tan
recientemente, está al principio de este combate. Madre de las formas, fuente
de verdadera vida, sigue manteniéndose en pie en el movimiento informe y
furioso de la historia.
Más allá del nihilismo
Hay, por lo tanto, para el hombre una acción y un
pensamiento posibles al nivel medio que le corresponde. Toda empresa más
ambiciosa resulta contradictoria. Lo absoluto no se alcanza, ni sobre todo se
crea, a través de la historia. La política no es la religión, o entonces es
inquisición. ¿Cómo definiría la sociedad en absoluto? Cada uno busca, quizá,
para todos, ese absoluto. Pero la sociedad y la política sólo se encargan de
arreglar los asuntos de todos para que cada uno disponga de tiempo y libertad
para realizar esa búsqueda común. La historia no puede ser erigida, por lo
tanto, en objeto de culto. No es sino una ocasión, que se trata de hacer
fecunda mediante una rebeldía vigilante. "La obsesión de la cosecha y la
indiferencia por la historia -escribe admirablemente René Char- son los dos
extremos de mi área". Si el tiempo de la historia no está hecha con el
tiempo de la cosecha, la historia no es, en efecto, sino una sombra fugaz y
cruel en la que ya no interviene el hombre. Quien se entrega a esta historia no
se entrega a nada y, a su vez, no es nada. Pero quien se entrega al tiempo de
su vida, a la casa que defiende, a la dignidad de los vivos, se entrega a la
tierra, y recibe de ella la cosecha que siembra y alimenta de nuevo.
Finalmente, hacen que avance la historia quienes saben rebelarse también contra
ella en el momento deseado. Esto supone una tensión interminable y la serenidad
crispada de que habla el mismo poeta. Pero la verdadera vida está presente en
el centro de este desgarramiento. Es este desgarramiento mismo, el espíritu que
se cierne sobre volcanes de luz, la locura de la equidad, la intransigencia
extenuante de la mesura. Lo que resuena para nosotros en los confines de esta
larga aventura rebelde no son fórmulas de optimismo, que no tenemos sino que
fabricar en lo más extremado de nuestra desdicha, sino palabras de coraje y de
inteligencia que, cerca del mar, son también virtud.
Ninguna sabiduría puede pretender dar más
actualmente. La rebeldía choca incansablemente contra el mal, a partir del cual
sólo le queda tomar un nuevo impulso. El hombre puede dominar en sí mismo todo
lo que debe serlo. Debe reparar en la creación todo lo que puede serlo. Después
de lo cual los niños seguirán muriendo injustamente, hasta en la sociedad
perfecta. En su mayor esfuerzo, el hombre no puede sino proponerse la disminución
aritmética del dolor del mundo. Pero la injusticia y el sufrimiento subsistirán
y: por mucho que se los limite, no dejarán de escandalizar. El "¿para
qué?" de Dimitri Karamazov seguirá resonando; el arte y la rebeldía no
morirán sino con el último hombre.
Hay un mal, sin duda, que los hombres
acumulan en su deseo frenético de unidad. Pero otro mal está en el origen de
este movimiento desordenado. Ante este mal, ante la muerte, el hombre pide
justicia desde lo más profundo de sí mismo. El cristianismo histórico sólo ha
respondido a esta protesta contra el mal con el anuncio del reino, y luego de
la vida eterna, que exige la fe. Pero el sufrimiento gasta la esperanza y la fe
y se queda solitario y sin explicación. Las multitudes de trabajadores, cansados
de sufrir y morir, son multitudes sin dios. Nuestro puesto está, entonces, a su
lado, lejos de los doctores antiguos y nuevos. El cristianismo histórico deja
para más allá de la historia la curación del mal y del crimen que, no obstante,
se sufren en la historia. El materialismo contemporáneo cree también que
responde todas las preguntas. Pero, como servidor de la historia, aumenta el
dominio del asesinato histórico y lo deja al mismo tiempo sin justificación,
como no sea en el porvenir que exige asimismo fe. En ambos casos hay que
esperar y durante este tiempo el inocente no cesa de morir. Desde hace veinte
siglos no ha disminuido en el mundo la suma total del mal. Ninguna parusía, ni
divina ni revolucionaria, se ha cumplido. Todo sufrimiento implica una
injusticia, hasta el más meritorio en opinión de los hombres. Sigue gritando el
largo silencio de Prometeo ante las fuerzas que le abruman. Pero Prometeo ha
visto entre tanto a los hombres volverse también contra él y escarnecerle.
Cogido entre el mal humano y el destino, el terror y la arbitrariedad, sólo le
queda su fuerza de rebeldía para salvar de la muerte a lo que puede serlo
todavía, sin ceder al orgullo del blasfemo.
Se comprende, por lo tanto, que la rebeldía
no puede prescindir de un amor extraño. Quienes no hallan descanso ni en Dios
ni en la historia se condenan a vivir para quienes, como ellos, no pueden
vivir; para los humillados. El movimiento más puro de la rebeldía se corona
entonces con el grito desgarrador de Karamazov: ¡Si no se salvan todos, para
qué la salvación de uno solo! Así, los condenados católicos de los calabozos de
España rechazan actualmente la comunión porque los sacerdotes del régimen la
han hecho obligatoria en ciertas prisiones. También éstos, únicos testigos de
la inocencia crucificada, rechazan la salvación si hay que pagarla con la
injusticia y la opresión. Esta es la loca generosidad de la rebeldía, que da
sin demora su fuerza de amor y rechaza sin dilación la injusticia. Su honor
consiste en no calcular nada y distribuir todo en la vida presente a sus
hermanos vivientes. Así se muestra pródiga con los hombres futuros. La
verdadera generosidad con el porvenir consiste en dar todo al presente.
La rebeldía demuestra con ello que es el
movimiento mismo de la vida y que no se puede negarla sin renunciar a vivir.
Cada vez que resuena su grito más puro hace que se levante un ser. Es, por lo
tanto, amor y fecundidad, o no es nada. La revolución sin honor, la revolución
del cálculo que, prefiriendo un hombre abstracto al hombre de carne, niega al
ser todas las veces que es necesario, pone justamente al resentimiento en el
lugar del amor. Tan pronto como la rebeldía, olvidando sus orígenes generosos,
se deja contaminar por el resentimiento, niega la vida, corre a la destrucción
y hace que se levante la cohorte burlona de esos pequeños rebeldes, simiente de
esclavos, que terminan ofreciéndose actualmente, en todos los mercados de
Europa, a cualquier servidumbre. No es ya rebeldía ni revolución, sino rencor y
tiranía. Entonces, cuando la revolución, en nombre del poder y de la historia,
se convierte en ese mecanismo mortífero y desmesurado, se hace sagrada una
nueva rebeldía en nombre de la mesura y de la vida. Estamos en ese extremo. Al
término de estas tinieblas es inevitable, sin embargo, una luz que adivinamos
ya y que sólo tenemos que luchar para que sea. Más allá del nihilismo todos
nosotros, entre las ruinas, preparamos un renacimiento. Pero muy pocos lo
saben.
En efecto, la rebeldía, sin pretender
resolverlo todo, puede ya, por lo menos, hacer frente. Desde este instante
fluye el mediodía sobre el movimiento mismo de la historia. Alrededor de esta
brasa devoradora se agitan durante un momento combates de sombras y luego
desaparecen, y los ciegos, tocándose los párpados, exclaman que ésta es la
historia. Los hombres de Europa, abandonados a las sombras, se han separado del
punto fijo y brillante. Olvidan el presente por el porvenir, la presa de los
seres por el humo del poder, la miseria de los arrabales por una ciudad
radiante, la justicia cotidiana por una vana tierra prometida. Desesperan de la
libertad de las personas y sueñan con una extraña libertad de la especie;
rechazan la muerte solitaria y llaman inmortalidad a una prodigiosa agonía
colectiva. No creen ya en lo que es, en el mundo y el hombre viviente; el
secreto de Europa es que no ama ya la vida. Sus ciegos han creído puerilmente
que amar un solo día de la vida equivalía a justificar los siglos de opresión.
Por eso han querido borrar la alegría del cuadro del mundo y aplazarla para más
tarde. La impaciencia ante los límites, la negación de su ser doble, la
desesperación de ser hombre los han lanzado al fin a una desmesura inhumana.
Habiendo negado la justa magnitud de la vida han tenido que apostar en favor de
su propia excelencia. A falta de algo mejor, se han divinizado a sí mismos y su
desdicha ha comenzado: esos dioses tienen los ojos reventados. Kaliayev y sus
hermanos del mundo entero rechazan, por el contrario, la divinidad, porque
rechazan el poder limitado de dar la muerte. Eligen, y con ello nos dan un
ejemplo, la única regla original hoy en día: hay que aprender a vivir y morir y
para ser hombre hay que negarse a ser dios.
En el mediodía del pensamiento, el rebelde
rechaza, por lo tanto, la divinidad para compartir las luchas y el destino
comunes. Elegimos Ítaca, la tierra fiel, el pensamiento audaz y frugal, la
acción lúcida, la generosidad del hombre que sabe. En la luz, el mundo sigue
siendo nuestro primero y nuestro último amor. Nuestros hermanos respiran bajo
el mismo cielo que nosotros; la justicia viva. Entonces nace la extraña alegría
que ayuda a vivir y a morir y que en adelante nos negaremos a dejar para más
tarde. En la tierra dolorosa es la cizaña incansable, el alimento amargo, el viento
duro que llega de los mares, la antigua y la nueva aurora. Con ella, a lo largo
de los combates, reconstruiremos el alma de esta época y una Europa que no
excluirá nada: ni el fantasma de Nietzsche que durante doce años después de su
hundimiento, iba a visitar el Occidente como la imagen fulminante de su
conciencia más alta y de su nihilismo; ni a ese profeta de la justicia sin
ternura que descansa, por error, en el sector de los incrédulos del cementerio
de Highgate; ni a la momia deificada del hombre de acción en su
ataúd de vidrio; ni nada de lo que la inteligencia y la energía de Europa han
proporcionado sin tregua al orgullo de una época miserable. Todos pueden
revivir, en efecto, junto a los sacrificados de 1905, pero con la condición de
que comprendan que se corrigen mutuamente y que les contiene a todos un límite
en el sol. Cada uno dice al otro que no es Dios, y aquí termina el
romanticismo. En esta hora en que cada uno de nosotros debe tender el arco para
volver a hacer sus pruebas y conquistar, en y contra la historia, lo que ya
posee, la magra cosecha de sus campos, el breve amor de esta tierra; en la hora
en que nace por fin un hombre hay que dejar la época y sus furores
adolescentes. El arco se quiebra, la madera cruje. En el máximo de la tensión
más alto va a surgir el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más
libre.
*Versión con algunas correcciones y cotejada
con edición de Alianza editorial (1982)
Notas
1- Se advertirá que el lenguaje propio de las doctrinas
totalitarias es siempre un lenguaje escolástico o administrativo.
2- En sus Entretiens sur le bon usage de la
liberté, Jean Grenier fundamenta una demostración que se puede resumir
así: la libertad absoluta es la destrucción de todo valor; el valor absoluto
suprime toda libertad. Lo mismo dice Palanta: "Si hay una verdad única y
universal, la libertad no tiene razón de ser".
3- Se ve también, y no se puede dejar de insistir en ello, que el
racionalismo absoluto no es racionalismo. La diferencia entre ambos es la misma
que existe entre cinismo y realismo. El primero empuja al segundo fuera de los
límites que le dan un sentido y una legitimidad. Más brutal, es finalmente
menos eficaz. Es la violencia frente a la fuerza.
4- Véase a este respecto el excelente y curioso artículo de
Lazare Bickel titulado La Phisique confirme la philosophle. En
Empédocle", num. 7.
5- La ciencia actual traiciona sus orígenes y niega sus propias
adquisiciones dejándose poner al servicio del terrorismo de Estado y del
espíritu de dominio. Su castigo y su degradación consisten en que no produce
entonces, en un mundo abstracto, sino medios de destrucción, o de
esclavizamiento. Pero cuando se alcance el límite, la ciencia servirá, quizás,
a la rebeldía individual. Esta terrible necesidad señalará la etapa decisiva.
6- Tolain, futuro comunero, dice: "Los seres humanos no se
emancipan sino en el seno de los grupos naturales".
7-Las actuales sociedades escandinavas, para no dar más que un
ejemplo, muestran lo que hay de artificial y de mortífero en las oposiciones
puramente políticas. El sindicalismo más fecundo se concilia en ellas con la
monarquía constitucional y realiza la aproximación a una sociedad justa. El
primer cuidado del Estado histórico y racional ha sido, por el contrario,
aplastar para siempre la célula profesional y la autonomía comunal.
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