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miércoles, 30 de marzo de 2016

Leer “1984” en el 2000

 por Hernando Calla

Un año antes de su muerte (acaecida en 1950), George Orwell (Eric Blair) había publicado con éxito editorial inmediato su novela 1984, una utopía invertida que lo transporta a uno a los tiempos en los que se pensaba que el totalitarismo o el militarismo habían llegado para quedarse definitivamente. Debe haber sido sobrecogedor leer 1984 en los períodos de Pol Pot o Pinochet (o la Argentina de Videla). El “Hermano Mayor”, ya sea el comunista o el fascista, no necesariamente evocaba amor en aquellos a quienes dirigía su mirada vigilante.

Cuando 1984 efectivamente llegó (así como llegó el 2000), la anticipación futurista de Orwell (“Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesantemente”) pareció desmentida por los vientos democráticos que empezaban a soplar en varias partes del mundo (en particular, en nuestro continente). Presumiblemente, el desmentido pertinente provino de los acuerdos de desarme nuclear que protagonizaron (a mediados de 1980) Reagan y Gorbachov, a la cabeza de las dos principales superpotencias de entonces.

Amar al “Hermano Mayor”


En la novela de Orwell, el mundo está dividido (en 1984, “si es que efectivamente era 1984”, piensa Winston Smith, el antihéroe de la novela) entre tres grandes superpotencias: “Oceanía, Eurasia y Asia Oriental”. Las dos primeras oficialmente en guerra entre sí desde tiempos inmemoriales, aunque Winston “sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años, Oceanía había estado en guerra contra Asia Oriental y aliada con Eurasia”.

Los habitantes de Oceanía deben amar al Hermano Mayor, no hacerlo constituye un crimental (“crimen mental”) por el que serán, tarde o temprano, borrados del mapa y eliminados de todos los registros, vaporizados, en la neolengua del Partido. La novela de Orwell se puede leer como una fábula sobre un mundo perfectamente totalitario donde no sea posible albergar pensamiento autónomo alguno, sin tener encima en cualquier momento a la “Policía del Pensamiento”.

Un mundo donde no sea suficiente obedecer al Partido, sino que obligadamente haya que amar al Jefe, es sin duda algo difícil de imaginar en estos tiempos posmodernos en que ya no corre la ideología del partido único, y en los que la ideología misma está en descrédito. No lo fue para Orwell quien vivió en carne propia los designios del stalinismo para eliminar a sus ex aliados socialistas y anarquistas sospechando que, después de las experiencias políticas y bélicas de los años ’30 y ’40, para el totalitarismo todo es posible, incluso hacer realidad el mandato bíblico de amar a tus enemigos (o su versión invertida: “traiciona a los que amas”), aunque para lograrlo haya que recurrir – en el caso de algunos recalcitrantes – a la terapia de la “sala 101” imaginada en 1984.

En la “sala 101” del Minimor (“Ministerio del Amor”), la tortura adquiere los contornos de una verdadera tecnología para quebrar a las personas en lo más íntimo de su ser, una tecnología no necesariamente sofisticada (“un castigo muy corriente en la China imperial”, subraya O’Brien de la Policía del Pensamiento, amenazando a Winston con soltarle las ratas a la cara) pero suficientemente informada sobre los resortes de la conducta humana como para conseguir que las víctimas se identifiquen con sus verdugos y terminen, casi como un reflejo condicionado, amando al Hermano Mayor.

Falta saber en qué medida la orwelliana “sala 101” se quedó corta respecto a las cámaras de tortura de los regímenes autoritarios en la segunda mitad del siglo XX. Por otro lado, el mundo polarizado que se imaginó Orwell fue refutado por el fin de la Guerra Fría y la emergencia de un sistema internacional globalizado (aunque hegemonizado por la potencia norteamericana). Con todo, hay algunos elementos muy característicos de 1984 que parecen haber cobrado vigencia con el advenimiento del sistema global, particularmente, en el ámbito de la información y las comunicaciones.

¿“Neohabla” o comunicación?


Uno de ellos es la construcción de un nuevo tipo de lenguaje simplificado y sintetizado a partir del lenguaje corriente y que en la novela se denomina neohabla. En 1984, un experto en “problemas técnicos neolingüísticos” explica que neohabla es resultado de un proceso de empobrecimiento o mutilación lingüística conscientemente planificado  y concebido como un refinamiento de la comunicación. Los diseñadores de neohabla se enorgullecen de “... destruir palabras, centenares de palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos... hay centenares de nombres de los que uno puede prescindir. No se trata sólo de los sinónimos. También los antónimos... Por ejemplo, tenemos ‘bueno’... ¿qué necesidad hay de la (palabra) contraria, ‘malo’? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra exactamente contraria a ‘bueno’ y la otra no...”.

¿Existe alguna relación entre esta neohabla Orwelliana y la percepción que modernamente se tiene de los intercambios entre las personas como “comunicación humana”?  Para algunos, la neohabla de 1984 es más bien una parodia del Esperanto, la utopía de aquellos que creían en la posibilidad de un lenguaje universal. Para otros, newspeak en los países angloparlantes alude al inglés  corrupto de los publicistas, el lenguaje ambiguo de los políticos y comunicólogos, o se refiere a los neologismos acuñados por el adversario. Para unos pocos, “...en plena era de la informática que Orwell no llegó a ver, su neohabla es una parábola del significado ominoso que acarrea el intento de usar el castellano como ‘medio de comunicación’” (Illich, 1988). Esta última lectura apunta al enfoque o actitud que trata al lenguaje como un sistema de códigos y que Orwell habría presentido – décadas antes de la era de la información y las comunicaciones – se intentaría imponer en la vida diaria.

¿De qué estamos hablando? No se me ocurre otra forma de ilustrarlo que no sea contando un episodio muy personal. Al encontrarme en 1975 con las ideas de la “concientización” y el “concepto antropológico de cultura” en los escritos de Paulo Freire, me sedujo la idea de asumir personalmente la tarea de “concientizar” a mis hermanos oprimidos respecto a la realidad de opresión que les impedía “ser más”. Así motivado, utilicé varios contextos educativos o comunicacionales (incluyendo reuniones informales con amigos o familiares) para convertirlos en sesiones de “decodificación” participativa de los temas que constituían, según yo, el núcleo de su realidad existencial en tanto seres oprimidos. Lo que no advertí entonces fue que mi entusiasmo con la tarea autoasignada se originaba en la fascinación que me producía la idea de transmitir mi mensaje (supuestamente liberador), a través de un proceso programado de análisis temático mediante el cual inducía a mis interlocutores a captar (correctamente) el mensaje de la necesidad de “transformar” la realidad opresora. Viéndolo en retrospectiva me parece que la idea implícita en todo ello consistía en poner el énfasis en la importancia del mensaje antes que la relevancia de la persona, adquiriendo esta última el status de transmisor neutro cuyo supuesto rol sería el de facilitar la “comunicación”.

Volviendo a los términos de 1984, diríamos que la actual utilización masiva del lenguaje como “medio de comunicación” (neohabla) tiende a menoscabar al habla o lenguaje corriente con el que la gente se expresa a sí misma desde siempre. Ello conlleva el peligro de una degradación de las lenguas vivas en meros códigos para la “comunicación humana”. Por cierto, se trata de una tendencia y no una realidad consumada, puesto que mucha gente todavía se fastidia cuando se topa con individuos que, en vez de dejarse entender, intentan comunicarse, es decir, utilizan el idioma como un conjunto de códigos para transmitir sus mensajes.

Si esta lectura de 1984 es válida, Orwell tampoco habría estado muy lejos de presentir la importancia que se otorgaría a la información y comunicación en el mundo globalizado de finales de siglo. Con todo, difícilmente pudo haberse imaginado que más o menos a partir de 1984 se daría – gracias a la computadora y los lenguajes inventados para que las máquinas “se comuniquen” entre sí– este intercambio y circulación global de cantidad de información entre millones de sujetos conectados al internet.

“Doblepensar” o manipular la realidad


Otro elemento elaborado por Orwell en su novela es el “control de la realidad” que cada cuadro del Partido debe ejercitar en su memoria para que ésta no traicione la historia oficial que, en cualquier momento, puede dictaminar cuál es la verdad inalterable sobre el pasado o el futuro. Un control que solamente se adquiere a través del permanente ejercicio del doblepensar, aquella práctica mental, difundida entre los miembros del Partido, para “... sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas”.

Es lo que podríamos llamar la moderna manipulación de los hechos con el fin de acomodarlos a la interpretación de la realidad que más convenga a nuestro partido o sistema. En 1984,  la práctica de reescribir la historia oficial adquiere características rutinarias aunque no menos imprescindibles: “Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el espionaje efectuados por el Ministerio del Amor” (Orwell).

Dicha falsificación debe ir acompañada de la práctica de todos los miembros del Partido en el arte de “ ‘recordar’ que los acontecimientos ocurrieron de la manera deseada” y “de ‘olvidar’ que se ha hecho esto”. Orwell la describe con mucha precisión: “... El doblepensar está arraigado en el corazón mismo del INGSOC ya que el acto esencial del Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza del propósito que caracteriza a la auténtica honestidad. Decir mentiras a la vez que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar, y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento de saber que existe esa realidad que se niega..., todo esto es indispensable.”

En términos actuales, diríamos que el doblepensar es el control de la contradicción internalizada en la propia conducta, la reconciliación de la contradicción flagrante a fin de perpetuarse en el poder, el contradecirse uno mismo a sabiendas con el propósito de paralizar psicológicamente al adversario e inducirle a que abdique su poder en favor de uno (Schaler, 1997). Por cierto, la práctica de esta inconsistencia sistemática entre la élite tiene como trasfondo una situación generalizada en la que el sujeto moderno tiende a readecuar constantemente su comportamiento a situaciones cambiantes y a ejercer lo que el lenguaje sistémico denomina “pensamiento operativo”. Pero nos estamos ya alejando de 1984...

Referencias


George Orwell, 1984, España: Editorial El Destino, 1966

Iván Illich, Neohabla y Unicuac en 1984. En: Alternativas II, México, Joaquín Mortiz/Planeta, 1988

Jeffrey A. Schaler, To Speak Against. En: Psychnews International, Vol. II,  No. 3, Mayo-Junio 1997 

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