por Hernando Calla
Un año antes
de su muerte (acaecida en 1950), George Orwell (Eric Blair) había publicado con
éxito editorial inmediato su novela 1984,
una utopía invertida que lo transporta a uno a los tiempos en los que se pensaba
que el totalitarismo o el militarismo habían llegado para quedarse
definitivamente. Debe haber sido sobrecogedor leer 1984 en los períodos de Pol Pot o Pinochet (o la Argentina de
Videla). El “Hermano Mayor”, ya sea el comunista o el fascista, no necesariamente
evocaba amor en aquellos a quienes dirigía su mirada vigilante.
Cuando 1984
efectivamente llegó (así como llegó el 2000), la anticipación futurista de
Orwell (“Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota
aplastando un rostro humano... incesantemente”) pareció desmentida por los
vientos democráticos que empezaban a soplar en varias partes del mundo (en
particular, en nuestro continente). Presumiblemente, el desmentido pertinente
provino de los acuerdos de desarme nuclear que protagonizaron (a mediados de
1980) Reagan y Gorbachov, a la cabeza de las dos principales superpotencias de
entonces.
Amar al “Hermano Mayor”
En la novela
de Orwell, el mundo está dividido (en 1984, “si es que efectivamente era 1984”,
piensa Winston Smith, el antihéroe de la novela) entre tres grandes
superpotencias: “Oceanía, Eurasia y Asia Oriental”. Las dos primeras
oficialmente en guerra entre sí desde tiempos inmemoriales, aunque Winston
“sabía muy bien que, hacía sólo cuatro años, Oceanía había estado en guerra
contra Asia Oriental y aliada con Eurasia”.
Los
habitantes de Oceanía deben amar al Hermano Mayor, no hacerlo constituye un crimental (“crimen mental”) por el que
serán, tarde o temprano, borrados del mapa y eliminados de todos los registros,
vaporizados, en la neolengua del Partido. La novela de
Orwell se puede leer como una fábula sobre un mundo perfectamente totalitario
donde no sea posible albergar pensamiento autónomo alguno, sin tener encima en
cualquier momento a la “Policía del Pensamiento”.
Un mundo
donde no sea suficiente obedecer al Partido, sino que obligadamente haya que
amar al Jefe, es sin duda algo difícil de imaginar en estos tiempos posmodernos
en que ya no corre la ideología del partido único, y en los que la ideología
misma está en descrédito. No lo fue para Orwell quien vivió en carne propia los
designios del stalinismo para eliminar a sus ex aliados socialistas y
anarquistas sospechando que, después de las experiencias políticas y bélicas de
los años ’30 y ’40, para el totalitarismo todo es posible, incluso hacer
realidad el mandato bíblico de amar a tus enemigos (o su versión invertida:
“traiciona a los que amas”), aunque para lograrlo haya que recurrir – en el
caso de algunos recalcitrantes – a la terapia de la “sala 101” imaginada en 1984.
En la “sala
101” del Minimor (“Ministerio del
Amor”), la tortura adquiere los contornos de una verdadera tecnología para
quebrar a las personas en lo más íntimo de su ser, una tecnología no
necesariamente sofisticada (“un castigo muy corriente en la China imperial”,
subraya O’Brien de la Policía del Pensamiento, amenazando a Winston con
soltarle las ratas a la cara) pero suficientemente informada sobre los resortes
de la conducta humana como para conseguir que las víctimas se identifiquen con
sus verdugos y terminen, casi como un reflejo condicionado, amando al Hermano
Mayor.
Falta saber
en qué medida la orwelliana “sala 101” se quedó corta respecto a las cámaras de
tortura de los regímenes autoritarios en la segunda mitad del siglo XX. Por
otro lado, el mundo polarizado que se imaginó Orwell fue refutado por el fin de
la Guerra Fría y la emergencia de un sistema internacional globalizado (aunque
hegemonizado por la potencia norteamericana). Con todo, hay algunos elementos
muy característicos de 1984 que
parecen haber cobrado vigencia con el advenimiento del sistema global,
particularmente, en el ámbito de la información y las comunicaciones.
¿“Neohabla” o comunicación?
Uno de ellos
es la construcción de un nuevo tipo de lenguaje simplificado y sintetizado a
partir del lenguaje corriente y que en la novela se denomina neohabla. En 1984, un experto en “problemas técnicos neolingüísticos” explica
que neohabla es resultado de un
proceso de empobrecimiento o mutilación lingüística conscientemente
planificado y concebido como un
refinamiento de la comunicación. Los diseñadores de neohabla se enorgullecen de “... destruir palabras, centenares de
palabras cada día. Estamos podando el idioma para dejarlo en los huesos... hay
centenares de nombres de los que uno puede prescindir. No se trata sólo de los
sinónimos. También los antónimos... Por ejemplo, tenemos ‘bueno’... ¿qué
necesidad hay de la (palabra) contraria, ‘malo’? Nobueno sirve exactamente igual, mejor todavía, porque es la palabra
exactamente contraria a ‘bueno’ y la otra no...”.
¿Existe
alguna relación entre esta neohabla Orwelliana
y la percepción que modernamente se tiene de los intercambios entre las
personas como “comunicación humana”?
Para algunos, la neohabla de 1984 es más bien una parodia del
Esperanto, la utopía de aquellos que creían en la posibilidad de un lenguaje
universal. Para otros, newspeak en
los países angloparlantes alude al inglés
corrupto de los publicistas, el lenguaje ambiguo de los políticos y
comunicólogos, o se refiere a los neologismos acuñados por el adversario. Para
unos pocos, “...en plena era de la informática que Orwell no llegó a ver, su neohabla es una parábola del significado
ominoso que acarrea el intento de usar el castellano como ‘medio de comunicación’”
(Illich, 1988). Esta última lectura apunta al enfoque o actitud que trata al
lenguaje como un sistema de códigos y que Orwell habría presentido – décadas
antes de la era de la información y las comunicaciones – se intentaría imponer
en la vida diaria.
¿De qué
estamos hablando? No se me ocurre otra forma de ilustrarlo que no sea contando
un episodio muy personal. Al encontrarme en 1975 con las ideas de la
“concientización” y el “concepto antropológico de cultura” en los escritos de
Paulo Freire, me sedujo la idea de asumir personalmente la tarea de
“concientizar” a mis hermanos oprimidos respecto a la realidad de opresión que
les impedía “ser más”. Así motivado, utilicé varios contextos educativos o
comunicacionales (incluyendo reuniones informales con amigos o familiares) para
convertirlos en sesiones de “decodificación” participativa de los temas que
constituían, según yo, el núcleo de su realidad existencial en tanto seres
oprimidos. Lo que no advertí entonces fue que mi entusiasmo con la tarea
autoasignada se originaba en la fascinación que me producía la idea de
transmitir mi mensaje (supuestamente liberador), a través de un proceso
programado de análisis temático mediante el cual inducía a mis interlocutores a
captar (correctamente) el mensaje de la necesidad de “transformar” la realidad
opresora. Viéndolo en retrospectiva me parece que la idea implícita en todo
ello consistía en poner el énfasis en la importancia del mensaje antes que la
relevancia de la persona, adquiriendo esta última el status de transmisor
neutro cuyo supuesto rol sería el de facilitar la “comunicación”.
Volviendo a
los términos de 1984, diríamos que la
actual utilización masiva del lenguaje como “medio de comunicación” (neohabla) tiende a menoscabar al habla o
lenguaje corriente con el que la gente se expresa a sí misma desde siempre.
Ello conlleva el peligro de una degradación de las lenguas vivas en meros
códigos para la “comunicación humana”. Por cierto, se trata de una tendencia y
no una realidad consumada, puesto que mucha gente todavía se fastidia cuando se
topa con individuos que, en vez de dejarse entender, intentan comunicarse, es
decir, utilizan el idioma como un conjunto de códigos para transmitir sus
mensajes.
Si esta
lectura de 1984 es válida, Orwell
tampoco habría estado muy lejos de presentir la importancia que se otorgaría a
la información y comunicación en el mundo globalizado de finales de siglo. Con
todo, difícilmente pudo haberse imaginado que más o menos a partir de 1984 se
daría – gracias a la computadora y los lenguajes inventados para que las
máquinas “se comuniquen” entre sí– este intercambio y circulación global de
cantidad de información entre millones de sujetos conectados al internet.
“Doblepensar” o manipular la realidad
Otro elemento
elaborado por Orwell en su novela es el “control de la realidad” que cada
cuadro del Partido debe ejercitar en su memoria para que ésta no traicione la
historia oficial que, en cualquier momento, puede dictaminar cuál es la verdad
inalterable sobre el pasado o el futuro. Un control que solamente se adquiere a
través del permanente ejercicio del doblepensar,
aquella práctica mental, difundida entre los miembros del Partido, para “...
sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer
sin embargo en ambas”.
Es lo que
podríamos llamar la moderna manipulación de los hechos con el fin de
acomodarlos a la interpretación de la realidad que más convenga a nuestro
partido o sistema. En 1984, la práctica de reescribir la historia oficial
adquiere características rutinarias aunque no menos imprescindibles: “Esta
falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es
tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión y el
espionaje efectuados por el Ministerio del Amor” (Orwell).
Dicha
falsificación debe ir acompañada de la práctica de todos los miembros del
Partido en el arte de “ ‘recordar’ que los acontecimientos ocurrieron de la
manera deseada” y “de ‘olvidar’ que se ha hecho esto”. Orwell la describe con
mucha precisión: “... El doblepensar
está arraigado en el corazón mismo del INGSOC ya que el acto esencial del
Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza del
propósito que caracteriza a la auténtica honestidad. Decir mentiras a la vez
que se cree sinceramente en ellas, olvidar todo hecho que no convenga recordar,
y luego, cuando vuelva a ser necesario, sacarlo del olvido sólo por el tiempo
que convenga, negar la existencia de la realidad objetiva sin dejar ni por un momento
de saber que existe esa realidad que se niega..., todo esto es indispensable.”
En términos
actuales, diríamos que el doblepensar
es el control de la contradicción internalizada en la propia conducta, la
reconciliación de la contradicción flagrante a fin de perpetuarse en el poder,
el contradecirse uno mismo a sabiendas con el propósito de paralizar
psicológicamente al adversario e inducirle a que abdique su poder en favor de
uno (Schaler, 1997). Por cierto, la práctica de esta inconsistencia sistemática
entre la élite tiene como trasfondo una situación generalizada en la que el
sujeto moderno tiende a readecuar constantemente su comportamiento a
situaciones cambiantes y a ejercer lo que el lenguaje sistémico denomina
“pensamiento operativo”. Pero nos estamos ya alejando de 1984...
Referencias
George
Orwell, 1984, España: Editorial El
Destino, 1966
Iván Illich, Neohabla y Unicuac en 1984. En: Alternativas II, México, Joaquín
Mortiz/Planeta, 1988
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