por Jean-Pierre Dupuy*
Traducción de Javier Sicilia
Traducción de Javier Sicilia
Jean-Pierre Dupuy acaba de terminar una antología sobre algunas obras
medulares de Günther Anders. Este es el prólogo que hizo para ella. En él,
Dupuy, uno de los filósofos franceses que mejor ha comprendido y asimilado el
pensamiento de Anders, y de quien Conspiratio acaba
de publicar un número dedicado a él y al problema del mal, nos introduce en la
médula del pensamiento de este filósofo poco conocido en México y profundamente
actual en su crítica apocalíptica al mundo que emergió después de las bombas de
Hiroshima y Nagasaki.
El 6 de agosto de 1945, una
bomba atómica redujo a cenizas radiactivas la ciudad japonesa de Hiroshima.
Tres días después sucedió lo mismo con Nagasaki. Durante el intervalo, el 8 de
agosto, el tribunal internacional de Nuremberg acordó juzgar tres tipos de
crímenes: los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes
contra la humanidad. En el intervalo de tres días, los vencedores de la segunda
guerra mundial habían abierto una era en la que el poder técnico de las armas
de destrucción masiva hacía inevitable que las guerras se volvieran criminales
a la mirada de las propias normas que los vencedores estaban a punto de dictar.
Esta “monstruosa ironía” marcaría para siempre el pensamiento del filósofo
alemán más desconocido del siglo XX, Günther Anders.
La intransigencia del moralista
Günther Stern Anders, su
verdadero nombre, nació en una familia judía alemana el 12 de julio de 1902 en
Breslau (hoy la ciudad polaca de Wroclaw). Su padre era el célebre psicólogo
infantil Wilhem Stern, a quien le debemos la noción de IQ (Coeficiente de Inteligencia).
En los años treinta uno de sus editores aconsejó a Günther que en lugar de firmar
con el patronímico de su nacimiento lo
hiciera de otra manera (“Anders”, en
alemán). Desde entonces no sólo se presentó al mundo así, sino también y sobre
todo por su forma de hacer filosofía –esa filosofía que había estudiado en
Friburgo junto a maestros que se llamaban Edmund Husserl y Martín Heidegger—.
En alguna parte Anders escribió que hacer filosofía de la moral en un estilo y
una jerga que sólo es accesible a otros filósofos es tan absurdo y despreciable
como el que un panadero hiciera solamente pan para otros panaderos. Anders se
pretendía un filósofo de intervenciones, un “filósofo de circunstancias”, como
se describía a sí mismo. Sin embargo, ciertas circunstancias: la conjunción de
Auschwitz y de Hiroshima, es decir, la entrada en el ámbito de la posibilidad
de destrucción tecnológica e industrial de la humanidad por sí misma, lo llevó
a concebir que el filósofo debe consagrar todo su trabajo y cada uno de los
minutos de su vida despierta a pensar contra todos, a luchar sin esperanza. Y
ciertamente no en el espacio cerrado del mundo universitario: cuando el
apocalipsis se anuncia no se hace filosofía académica.
Me
parece que Anders no fue muy querido. Apenas si lo fue por su primera mujer,
Hannah Arendt, que le había presentado su condiscípulo de Friburgo Han Jonas[1]
--esos otros dos “hijos de Heidegger”, también judíos, que se volverían
filósofos célebres e influyentes como nunca lo fue Anders--. Aunque tuvieron
muchos intereses filosóficos y políticos comunes (uno y otro escribieron sobre
el nazismo, el totalitarismo, la tecnología y la alienación del hombre en la
sociedad moderna), o quizá por ello, Arendt, que en 1933 acompañó a su marido
en su exilio en París, tuvo palabras muy duras para con él. Lo presentará como un “poseído”, como una especie de “Don
Quijote” obsesionado con la gloria y separado de cualquier vínculo con la
realidad. Para alguien que diagnosticaba la enfermedad del mundo moderno como
una ceguera voluntaria en relación con la realidad, esas palabras debieron
causarle mucho daño. El exilio parisino terminó con la separación y el
divorcio. En 1936, Anders emigró a los Estados Unidos, primero a Nueva York,
luego a Los Ángeles. Allí vivió de “pequeñas tareas”. Trabajó en las montañas,
mezclándose con la vida intelectual que otros emigrados alemanes habían trasplantado
a las riberas del Pacífico y escribiendo, siempre en alemán, esencialmente
sobre el nazismo y la guerra. Pero los
miembros de la Escuela
de Francfort (Marcuse, Adorno, Horkheimer) y el grupo que se constituyó
alrededor de Bertold Brecht apenas si lo apreciaron. Lo trataron siempre como
un outsider, sospechoso de
“heideggarismo”, lo que era el colmo, ya que Anders rechazaba despectivamente
lo que juzgaba la religión averiada –esa “farsa”—de su antiguo profesor.
Anders volvió a Europa en 1950. Se
estableció en Viena y rechazó vivir en Alemania ocupándose de una cátedra
universitaria que le habían ofrecido. Desde entonces, su vida de militante
obsesionado por la necesidad de conservar el mundo, es decir, de salvarlo de la
destrucción moral y física, alimentó una pletórica producción filosófica y
literaria que reviste todas las formas con excepción de aquellas que el mundo
universitario considera serias. Ningún gran tratado sistemático, pero sí una
teoría de ensayos, aforismos, cartas abiertas, fábulas, sátiras, diarios,
manifiestos o artículos en los periódicos. Por mucho tiempo el establishment
intelectual vienés lo tuvo por una suerte de periodista cultural “metomentodo”
que lo ponía furioso, consciente de que nunca escribió sobre la cultura, sino
sobre la no cultura, la barbarie técnica y la destrucción del hombre por el
hombre.
Lo que podemos llamar su opus magnum aparece en 1956 bajo el
título de Die Antiquiertheit des Menschen
(La
obsolesencia del hombre).[2] En 1958 se dirige a
Hiroshima y Nagasaki para participar en el cuarto congreso internacional contra
las bombas A y H. Regresa con un diario que publicó en 1959 bajo el título de Der Mann auf der Brücke: Tagebuch aus
Hiroshima und Nagaski (El hombre
sobre el puente. Diario de Hiroshima y Nagasaki), que constituye la primera
parte del libro El piloto de Hiroshima.
En 1959, Anders establece una correspondencia con el piloto que trasmitió la luz
verde del presidente Trumann al Enola Gay
para lanzar la bomba sobre Hiroshima, Claude Eatherly, Esta correspondencia se
publicó por vez primera en alemán en 1966 bajo el título de Off Limits für das Gewissen (Off Limits para la conciencia moral). Forma parte
del segundo de los textos reunidos en ese libro. En 1964, Anders escribió una
carta abierta al hijo de Adolph Eichmann, Klaus, que quedó sin respuesta.
Comprometido con [la resistencia a] la
guerra de Viet-Nam, Anders participará también en el Tribunal Russell. De esa manera permanecerá
activo y prolífico hasta su muerte en 1992, a la edad de noventa años, no sin
antes, en un último gesto de valentía, haber rechazado el doctorado honoris causa de la universidad de
Viena.
Anders tenía un carácter difícil que
reconocía y en cierta forma reivindicaba. En la entrevista que concedió en 1977
(tenía 75 años) a Mathias Greffrath[3], describe de esta manera
su estado psicológico cuando Hitler llegó al poder: “Me volví un tipo extraño,
sombrío y difícil de soportar para quienes vivían a mi lado, en particular para
la que entonces era mi esposa [Arendt]; me volví alguien que no solamente se
aplicaba todos los días --había, en
primer lugar, que aprender a hacerlo-- en odiar continuamente y con todas mis
fuerzas, pero también alguien (como si un día eso pudiera, de una manera o de
otra, aportar algo a alguien) que hacía de aquello un deber”.[4]
Anders reconocía cuatro grandes
“cesuras” en su vida. La primera, el horror de la primera guerra mundial; la
segunda, el ascenso al poder de Hitler; la tercera, el descubrimiento del
exterminio industrial de los judíos. Pero es la cuarta, la destrucción de
Hiroshima y Nagasaki, la que abatió en él
al escritor y al pensador durante muchos meses, antes de que encontrara
el estilo, el tono y las palabras para hablar de esas cosas. La monstruosidad
del acontecimiento sobrepasaba todas las capacidades de la imaginación y de la
conceptualización. Es evidente en esta lista la ausencia de lo atroz del “archipiélago del Gulag”. Anders lo
explica –algunos dirán que evade la cuestión—al decir que sólo más tarde supo
de su existencia.[5]
Sea lo que sea, Anders no fue ya el
mismo después de 1945.[6] Una “nueva era” se abría,
cuyo fin sólo podía ser la autoaniquilación de la humanidad.
Una ética negativa
“Cuando veo el
horror sin fondo de lo que los hombres pueden hacer a otros hombres, tengo
vergüenza de ser un hombre. Valdría mejor ser una piedra”. Anders encuentra en
Hiroshima los acentos de lo que algunas conciencias morales dicen de los campos
de la muerte. Bajo la fuerza de esa vergüenza, que obliga a bajar los ojos
frente a las víctimas, no porque nos sintamos culpables, sino porque no se
soporta pertenecer a la misma especie de los verdugos, Anders cree que es
posible reconstruir una comunidad negativa: “La comunidad de la
desolidarización”. Anders forma parte de esos moralistas para los que la moral
equivale a un rechazo, el de lo inaceptable. La moral es pura negatividad. Es
necesario partir siempre del mal como operador de negación. El bien no puede
aprehenderse, mucho menos fundarse directamente. El bien es la negación de una
negación. Porque desde ese momento ya no podemos dudar que el destino de la
humanidad es la autodestrucción, que está como inscrita en su porvenir, el
único imperativo válido es el que nos ordena no a cambiar el destino --tarea
imposible--, sino a retrasar su plazo. La continuación de la aventura humana
será siempre y en lo sucesivo ese combate en el que cualquier victoria sólo
será la prolongación del aplazamiento o del “plazo” (die Frist), y en el que la primera derrota será la definitiva.
Anders juzgaba fútil el enfoque de
su amigo Jonas que trataba de fundar el “imperativo de responsabilidad” bajo
una demostración metafísica, como si con el solo concepto de responsabilidad
pudiera deducirse la obligación moral de preservar la posibilidad de que en el
porvenir habrá seres responsables; como si del concepto de vida, en tanto
afirmación del ser, pudiera inferirse el deber absoluto de oponerse al no-ser.
Fue todavía más cruel con Ernest Bloch y su principio de “esperanza” al que
calificó un día de “cobardía”. Esperar es juzgar que el porvenir está hecho de
“futuros posibles” –en francés, desde Gaston Berger y Bertrand de Jouvenel, se
habla de futuribles—y que depende de
nuestro libre albedrío escoger apartar los porvenires catastróficos. Para
Anders, las categorías de “posible” y de “libre albedrío” se volvieron
definitivamente obsoletas el 6 de agosto de 1945. Escribió: “Aunque no
sucediera nunca, la posibilidad de nuestra destrucción definitiva constituye la
destrucción definitiva de nuestras posibilidades”.[7]
Por todas estas razones, algunos
comentaristas se han creído con el deber de afirmar que Anders no fue un
moralista: “¿Cómo podría hablarse en nombre de la moral sin creer en el libre
albedrío? ¿Cómo podría edificarse una ética si uno se considera un “nihilista
moral”[8] y se resuelve a practicar
un “ascetismo metafísico”?[9] Me parece que esas
preguntas se basan en un contrasentido y proceden de un desconocimiento del
estado de la filosofía moral. No hay espíritu más moralista que el de Anders.
Basta con leerlo para constatar inmediatamente que se escandaliza por el hecho
de que lo que él considera escandaloso no escandalice a sus conciudadanos.
Siempre y en todas partes llama al deber de resistencia. ¿Contradicción? Sería
ignorar que la más influyente, sino es que
la más profunda, de las filosofías morales y políticas de la segunda
mitad del siglo XX se caracteriza, no menos que el enfoque moralizante de Anders,
por un rechazo al fundamentalismo y un distanciamiento de la metafísica: ya he
nombrado la obra del filósofo norteamericano John Rawls.[10]. Éstas son
aproximadamente las únicas convicciones que Rawls y Anders comparten, pero
raros son hoy en día los filósofos de la moral que creen aún que puede fundarse
una ética sobre axiomas lógicos a la manera de los utilitaristas
angloamericanos o sobre principios metafísicos a la manera de de los filósofos
esencialistas alemanes. No es ahí donde se sitúa la originalidad de Anders. La
preocupación ética en él está tan desarrollada que en nombre de la ética puede
condenar un mundo que la ha hecho imposible. De ahí, en El hombre sobre el puente, su imperativo: “Impide el nacimiento de
esas situaciones en las que no sea posible ser moral, y que por esa razón se
sustraerían de cualquier juicio moral”.[11] En nombre de una
concepción absoluta de la libertad puede deplorar que renunciemos en nuestra
indiferencia a nuestra propia libertad.[12] Anders trata por todos
los medios de avivar en nosotros la experiencia de la representación de esa
doble privación: la de la posibilidad de la ética y la de la posibilidad de la
libertad. Pero la experiencia de la privación sería ininteligible si no
presuponemos en nosotros --como lo único que puede hacerlo posible-- la
presencia de la libertad y de la ética. Aunque probablemente Anders habría
rechazado esta filiación, este enfoque cuasi-trascendentalista no sería posible
sin evocar a Kant y a Rousseau. Conjeturo, incluso, que la condición que hace
posible la mirada desesperada de Anders sobre la humanidad en su fase actual
(la última para él) es la existencia en él y, en consecuencia, en toda la
humanidad, de una extraordinaria bondad. Después de haber leído el Diario de Hiroshima tenía la garganta
tan anudada como cada vez que veo la
Shoah de Claude
Lanzmann. Esta experiencia sería incomprensible sin la presencia de la
humanidad que hay en cualquier hombre, aunque sea del más depravado.
Las resonancias con el pensamiento
de Iván Illich son aquí manifiestas sin que pueda decir en qué sentido se
llevaron a cabo y si es verdad que hubo tales influencias. Al igual que Anders,
pero con otras palabras, el autor de Némesis
médica ponía en el centro de su análisis de la alienación del hombre en la
sociedad industrial la “invisibilidad del mal”. A ese mal le dio el nombre de
“contraproductividad” y, pienso que no habría dudado en hacer suyo el siguiente
señalamiento de Anders: “No es absolutamente lo mismo ser impotentes o mortales
como criaturas de un dios o de la naturaleza o serlo por nuestros propios
actos”[13]. Para Illich la humanidad
desde siempre ha tenido que enfrentar tres tipos de amenazas que
respectivamente tienen su origen en las fuerzas de la naturaleza, en la
violencia de los otros hombres y, por último –allí radica la
contraproductividad--, en la violencia de las “herramientas” que una vez que se
sobrepasan ciertos umbrales críticos de desarrollo se vuelven contra los
hombres que las fabricaron. Esta última amenaza es la que explica la impotencia
de los hombres en la sociedad industrial, y no el insuficiente “desarrollo de
las fuerzas productivas”, como ingenuamente lo creía el marxismo y como lo
creen los funcionarios del “desarrollo”, aunque haya sido rebautizado como
“sustentable”. La moral de Illich, como la de Anders, es puramente negativa: no
se trata de decir el bien, sino de designar el umbral y las condiciones que,
cuando se franquean o sobrepasan, hacen
de la pregunta sobre el bien o el mal una pregunta anticuada, como si los
productos que fabricamos adquirieran una vida autónoma y decidieran en lugar
nuestro.[14]
Eliminar esas condiciones, volver más acá de los umbrales, con el fin de que la
moral vuelva a ser posible y el porvenir pueda abrirse de nuevo es el
imperativo categórico de esta ética negativa.
Esta invisibilidad del mal, Anders
la llama “ceguera ante el apocalipsis”.[15] Una de sus principales
dimensiones es el “desfasamiento” (Diskrepanz)
entre nuestra capacidad de producir, de fabricar, de realizar, de crear (herstellen) y nuestra capacidad o,
mejor, nuestra incapacidad de representarnos, concebir, imaginar (vorstellen) los productos y los efectos
de nuestras fabricaciones: “Los objetos que estamos habituados a producir con ayuda
de una técnica imposible de refrenar y los efectos que somos capaces de
desencadenar son tan gigantescos y aplastantes
--escribe en su carta abierta al hijo de Adolf Eichmann--, que, sin
hablar de identificarlos como nuestros, ya no podemos concebirlos”, Y agrega:
“Entre nuestra capacidad de fabricación y nuestra capacidad de representación se
ha abierto una fosa que día con día se hace más grande”[16]. “Lo ‘demasiado grande’
nos deja fríos”, precisa e ilustra esta aseveración de esta manera: “No existe
ser humano capaz de representarse una cosa de tan espantoso tamaño: la
eliminación de millones de personas”.[17]
Al escribir esto, Anders pensaba en
Auschwitz e Hiroshima-Nagasaki, esas dos enormes catástrofes morales de
mediados del siglo XX. Pienso en Primo Levi que -para tratar de explicar el
hecho de que numerosos judíos de Europa se hayan rehusado hasta el final
extremo, incluso sobre el andén de Auschwitz-Brikenau, a creer en la realidad
del exterminio industrial-- utiliza el antiguo adagio alemán: “Las cosas cuya
existencia parece moralmente imposible no pueden existir”. Pero en este punto
hay que decir que los análisis de numerosos autores convergen, comenzando por
los que eran más cercanos intelectualmente a Anders, y que, por otra parte,
dichos análisis se extienden inmediatamente hacia todas las formas en que la
humanidad se las ingenia para poner en peligro su propia sobrevivencia. Hoy en
día, sesenta años después de que la historia cayó por tercera vez en la
“tercera revolución industrial”, a saber, según Anders, la industria mundial de
la muerte, las amenazas se llaman calentamiento climático, agotamiento de los
recursos fósiles, crisis de la energía, loca carrera de las tecnologías de
punta, terrorismo internacional, etc. En todas partes se impone la misma
constante: el conocimiento sobre el tema de esas amenazas no incita a nadie a
actuar, y eso por el hecho de que no creemos en lo que sabemos, porque no
logramos representarnos las implicaciones de lo que sabemos.
En 1958, el mismo año en que Anders
fue a Japón, Hannah Arendt expresa la misma constante que él en su Condición humana: “Es posible, criaturas
terrestres que comenzamos a actuar como habitantes del universo, que nunca
seamos capaces de comprender, es decir, de pensar y expresar las cosas que, sin
embargo, somos capaces de hacer […] Aunque se revelara que en verdad el
conocimiento (en el sentido del tener tacto) y el pensamiento se separaron,
seríamos entonces los juguetes y los esclavos no tanto de nuestras máquinas como
de nuestros conocimientos prácticos, criaturas atolondradas a merced de los
artefactos técnicamente posibles, por más mortíferos que sean”.[18] Hans Jonas no se queda
atrás. En 1992 en su Ética del futuro
escribirá: “La extensión del poder es también la extensión de sus efectos en el
futuro. De lo que resulta que sólo podemos ejercer, de buena o mala gana, la
responsabilidad acrecentada que tenemos en cada caso, a condición de acrecentar
también en la misma proporción nuestra previsión de las consecuencias.
Idealmente la amplitud de la previsión debería equivaler a la amplitud de la
cadena de las consecuencias. Pero semejante conocimiento del futuro es
imposible […]”.[19]
Y en 1979, en el Principio de responsabilidad: “En estas circunstancias, el
conocimiento se vuelve una obligación prioritaria más allá de todo lo que en el
pasado se reivindicó como su papel; el conocimiento debe ser del mismo orden de
magnitud que la amplitud causal de nuestra acción. El hecho de que no pueda
realmente ser del mismo orden de magnitud quiere decir que el conocimiento
provisorio, que se encuentra más acá del conocimiento técnico que da su poder a
nuestro actuar, asume una significación ética. El abismo entre la fuerza del
conocimiento provisorio y el poder de hacer engendran un nuevo problema ético.
Reconocer la ignorancia se vuelve así la otra vertiente de la obligación de
conocer y este reconocimiento se vuelve también parte de la ética que debe
enseñar el control de sí mismo siempre más necesario que nuestro poder
excesivo”.[20]
El vocabulario varía, pero la idea
es siempre la misma: diferencia o “discrepancia” (entre el hacer y el representar);
separación (entre el tener tacto y el pensamiento); abismo (entre el hacer y el
conocer provisorio), siempre se trata de la impotencia fatal del sujeto humano
que se busca describir en términos de discrepancia o de separación.
Mientras se dirige a Japón, a muchos
kilómetros por encima de la
Tierra , Anders ve a través de las ventanillas del avión
formas que sabe son ríos, montañas,
que percibe como tales, pero que es incapaz de representarse como tales. Es la Tierra sin los hombres, la Tierra de la que los
hombres se han ausentado voluntariamente la que se deja. Vemos, pero carecemos
de la suficiente fantasía para representarnos lo que vemos. “A esa altitud –concluye
Anders—perdemos cualquier escrúpulo, a esa altitud procedemos al aniquilamiento
como si el aniquilamiento fuera nada”. Y agrega de una manera que hiela la
sangre: “Y yo tampoco, sin ninguna duda, tendría estados de ánimo”.[21] En una parábola
asombrosamente premonitoria de 1932, Der
Blick vom Turf (La vista de la torre), anticipó el sentimiento de abstracción que
permite a un piloto bombardear una ciudad que va a destruir de un golpe a
cientos de miles de personas: “Cuando desde la más alta de las atalayas la
señora Glüp llevó su mirada hacia abajo, su hijo apareció en la calle como un
minúsculo juguete. Lo reconoció por el color de su abrigo. Poco después, un
camión de modelo reducido chocó contra el juguete.
“Este acontecimiento que acababa de
suceder sólo era un pequeño accidente, privado de realidad, que implicaba un
juguete roto. “¡No quiero bajar!”, gritaba, debatiéndose ferozmente cuando la
forzaban a descender la escalera. “¡No quiero bajar! ¡Abajo voy a volverme
loca!”[22]
En su Eichmann en Jerusalén, Arendt diagnosticó la enfermedad de Eichmann
como “ausencia de imaginación”. Anders muestra que esa no es la enfermedad de
un hombre, sino de todos los hombres cuando sus capacidades de hacer y de
destruir se vuelven desproporcionadas en relación con su condición humana. En
el momento en que Claude Eatherly, uno de los pilotos de la flota de
bombarderos que destruyó Hiroshima --roído por la culpa e incapaz de soportar
que su país lo tratará como héroe-- se entregó a cometer pequeños hurtos para reivindicar
su “derecho a ser castigado”, las autoridades norteamericanas lo hicieron pasar
como un loco irresponsable. En su correspondencia con ese antiEichmann, Anders
trata de probarle que al reaccionar según las normas de la moral ordinaria en
una situación que sobrepasa todos nuestros recursos morales, se muestra sano de
mente y responsable de sus actos. Según Arendt, la analogía estructural con
Auschwitz es evidente. Un gran crimen es un ataque mortal al orden de las
cosas. Sin embargo, al analizar lo que ha conducido a ello se pone al
descubierto un encadenamiento de actos por los que cada uno puede ser acusado al
menos de “falta de previsión” (thoughtlessness).
La tarea que, según Anders, se nos
impone en esas condiciones es “ensanchar la facultad con la que nos
relacionamos con el tiempo. Lo que se nos exige no es prever esto o aquello a
la manera de los profetas, sino sólo tratar de hacer nuestro el horizonte temporal ensanchado --“como lo hacemos
con el horizonte espacial desde la punta de una montaña o desde un avión--. Y
comenta: “Es incontestable que el modo de relación con el tiempo que aquí
postulamos es por completo inhabitual, porque el futuro no debe en lo sucesivo
estar ‘frente a nosotros’, debemos capturarlo, estar en ‘nuestra casa’, debe volverse nuestro presente”.
Hacer del futuro, en particular del
futuro catastrófico, “nuestro presente”, para poder darle una realidad
ontológica indiscutible, es una tarea ética y política indispensable que exige,
en primer lugar y quizá sea lo que Anders haya pensado, una reconstrucción
metafísica. Es al menos lo que yo personalmente he argumentado, esforzándome en
resolver la aporía señalada, incluso por Jonas y Arendt, y que reformulé así: sabemos
que la catástrofe se producirá, pero no creemos lo que sabemos. En mi libro, Por un catastrofismo ilustrado[23], mostré que la “ética del
futuro” de Jonas implicaba una metafísica temporal donde el futuro catastrófico
se presenta como un destino, pero un destino que podemos elegir apartar al
menos temporalmente. Esta temporalidad de la catástrofe destruye cualquier otra
posible y hace del porvenir el contemporáneo del presente, tal y como lo
entiende Anders. Cuando se ha concluido ese trabajo se comprende que lo que
separaba en apariencia a Jonas y a Anders se reduce finalmente a poca cosa.[24] Se comprende también que
lo que podía pasar por incoherencias en las posiciones de uno y otro se revela
como intuiciones geniales. De esa manera, no es contradictorio plantear que la
técnica es un destino y que nosotros tenemos la libertad de rechazarlo.
El caso Eichmann en el que
concuerdan Arendt y Anders nos proporciona un segundo factor explicativo de la
“ausencia de imaginación” y de la “falta de previsión” propias de la ceguera
delante del apocalipsis: los efectos perversos de la división del trabajo.”El
empleado del campo de exterminio no ‘actuó’. Por más espantoso que parezca,
sólo hizo su trabajo –escribe Anders en su ensayo Sobre la bomba y las causas de nuestra ceguera frente al apocalipsis--.
Porque el fin y el resultado de su trabajo no le interesan, porque considera su
trabajo en tanto tal como ‘moralmente neutro’, lo único que hizo fue cumplir con
algo ‘moralmente neutro’”.[25] Y también: “El trabajo
mismo carece de olor. Es psicológicamente inadmisible que el producto de la
fabricación en la que se trabaja, por más repugnante que sea, pueda contaminar
al trabajo mismo. El producto y su fabricación están, moralmente hablando,
cortados el uno del otro”.[26] Las producciones más
superfluas o las más despreciables encuentran su legitimidad en el trabajo que
dan a la población. Nadie se atreve a
poner un alto a la reducción de la duración de vida de los objetos ni a los derroches
destructores de los recursos naturales no renovables --altamente consumidores
de energía y muy contaminantes del medioambiente—porque garantizan el empleo.
Ni hablar de tocar las industrias armamentistas: veríamos a los obreros tomar
las calles para reclamar el derecho a continuar fabricando artefactos para la
muerte. Este nuevo enfoque entre el actuar y sus efectos condena a cada uno a concentrarse en su micro
mundo y a todos a no poder representarse el aparato en su conjunto. A causa de
ello, éste parece independiente, como si se gobernara por sí mismo. “El mundo
se vuelve máquina”.[27] Aquí, Anders alcanza a
los pensadores de la autonomía de la técnica, como Jaques Ellul y, sobre todo,
Iván Illich; en este punto no es ni el
más original ni el más profundo.
En cambio, dos temas centrales en el
pensamiento de Anders se incorporan a este análisis, dos temas que merecerían
subrayarse por su pertinencia: la obsolescencia del hombre y la vergüenza
prometeica.
Anders no se contenta con afirmar la
alienación (Entfremdung) del hombre
con respecto a sus producciones, en el sentido de que éstas se autoexteriorizan
(Entäusserung) en relación a su hacer
y a su acción. Anders anticipa que ese movimiento irá inexorablemente hasta su
final que es el de la Antiquiertheit (la obsolescencia o desuso, outdatedness, en inglés) del hombre:
“Nuestro constante objetivo es producir algo que pueda funcionar sin nosotros,
que pueda arreglárselas sin nuestra asistencia, producir herramientas para las que
nos volvamos superfluos y por las que nos eliminemos y ‘liquidemos’. Eso hasta
aquí y en la medida en que nos encontramos lejos de alcanzar el objetivo final
no cambia nada. Lo que cuenta es la tendencia. Y su divisa es: ‘sin nosotros’”.[28]
Esta desaparición programada del
hombre en provecho de sus producciones se acompaña de una emoción: la vergüenza
de no ser uno mismo el producto de una fabricación, la vergüenza de haber
nacido y de no haber sido hecho. Esta “vergüenza prometeica”,[29] evoca irresistiblemente
entre los lectores franceses el recuerdo de otra emoción filosófica: la nausea
sartreana, es decir, el sentimiento de abandono que se apodera del hombre
cuando experimenta que no es el fundamento de su ser. El hombre es
esencialmente libertad (el “para sí”), pero esta libertad absoluta desemboca en
el obstáculo de su propia contingencia o “facticidad”: nuestra libertad nos
permite elegir todo, excepto no ser libres. Descubrimos que hemos sido arrojados (la Geworfenheit
heideggeriana) en el mundo y nos sentimos abandonados. Sartre utilizaba una
fórmula que se volvió célebre: el hombre está “condenado a ser libre”. El
propio Sartre reconoció que la fórmula se la debía a Anders.[30]
La libertad no da tregua hasta
“nidificar” lo que le resiste. En consecuencia el hombre hará todo lo posible
para convertirse en su propio fabricante y sólo deberse a sí mismo su propia
libertad. Pero este self-made man
metafísico, si es que es posible, habría paradójicamente perdido su libertad y
ya no sería un hombre, porque la libertad implica necesariamente no coincidir
con ella misma (la “necesidad de la contingencia”). La vergüenza prometeica
conduce inexorablemente a la obsolescencia del hombre.
Si Anders y Sartre hubieran podido
vivir hasta los últimos años del siglo XX habrían encontrado una deslumbrante
confirmación de sus análisis en el proyecto prometeico si éste no hubiera
recibido el intimidante nombre de “Convergencia NBIC”: se trata del programa
norteamericano que hace converger las nanotecnologías, las biotecnologías, las
tecnologías de la información y de las ciencias cognitivas. El objetivo
propiamente metafísico de ese programa, cuyas ambiciones han desencadenado ya
un proceso tecnológico, industrial y militar mayor a escala del planeta, es
hacer del hombre un demiurgo o, más modestamente, el “ingeniero de procesos
evolutivos”. La evolución, que procede mediante “bricolaje”, frecuentemente se ha
atrancado y no debería sentirse orgullosa de su última fabricación particular,
el hombre. Pero éste debe tomar el relevo, lo que lo coloca en la posición de
demiurgo y lo condena a considerarse a sí mismo como rebasado (outdated). EL movimiento
“transhumanista” internacional, que trabaja para acelerar el paso al
“posthumanismo”, es una derivación del programa NBIC.[31]
La desgracia del profeta de la desgracia
En la introducción a
ese libro, un texto que data de 1982, Günther Anders escribe: “La paciencia no
debe contar para nosotros como una virtud […] Por el contrario, porque el
desastre, cuya llegada es tan monstruosamente grande que a toda costa debemos
tratar de impedirlo, y porque el ritmo al que se precipita dicho desastre nos
acelera día con día de manera muy clara, debemos promover la impaciencia como
virtud; incluso como una de las virtudes más indispensables”.
Anders anunció más de una vez la
inmensidad del apocalipsis nuclear que nunca se produjo cuando estaba vivo.
Escribo estas líneas el 10 de febrero de 2007 y, a pesar del anuncio de esta
mañana de que Corea del Norte se ha dotado de la bomba atómica y que Irán
parece más que nunca en vías de adoptar ese mismo camino, el fin del mundo no
parece inminente. La realidad parece infligir un mentís tanto más humillante al
profeta en la medida en que sus palabras eran perentorias. El profeta de la
desgracia se encuentra en un double blind
inextricable. O
bien, sus previsiones son cabales, y no le hacemos ningún favor si no lo acusamos
de ser la causa de las desgracias. O no se realizan,
es decir, la catástrofe no se produce, e inmediatamente nos burlamos de su
actitud de Casandra. Sin embargo, Casandra había sido condenada por los dioses
a que sus palabras no se escucharan. Nunca, en consecuencia, consideramos que
si la catástrofe no ha sucedido es precisamente porque su proclamación se ha
escuchado. Como lo escribe Jonas: “La profecía de la desgracia se hace para
evitar que se realice; y burlarse ulteriormente de personas que eventualmente
hacen sonar la alarma recordándoles que lo peor no ha sucedido, sería el colmo
de la injusticia; quizá su torpeza sea su mérito”.[32]
¿Podemos decir con seriedad que si
la guerra fría no desembocó en una ardiente guerra de bombas termonucleares que
quizás habrían puesto fin a la aventura humana, es gracias a que activistas
como Anders se levantaron para hacer sonar la alarma? Sugerirlo haría reventar
de risa a más de un estratega. Aunque tenga un giro paradójico, la teoría es
muy conocida: la existencia de la bomba ha impedido que estalle encima de
nuestras cabezas. Una vez más Satán
expulsa a Satán. La he llamado la doctrina de la disuasión nuclear. Hasta
donde sé, Anders nunca la analizó y no deja de asombrar. Después de trabajar
durante muchos años en esta cuestión creo poder decir que cuando se elucidan
los fundamentos filosóficos y metafísicos de la disuasión nuclear, no es
difícil concluir que Günter Anders, a pesar de las apariencias, tenía razón en
no analizarla.[33]
Durante más de cuatro decenios de
guerra fría, la situación llamada de “vulnerabilidad mutua” o “destrucción
mutua asegurada” (MAD, en inglés) dio a la noción de intención disuasiva un papel relevante tanto en el plano de la
estrategia como en el de la ética. La esencia de esa intención se encuentra por
entero en la siguiente reflexión, hecha casi sin vacilar por un estratega
francés: “Nuestros submarinos son capaces de matar a cincuenta millones de
personas en media hora. Pensamos que eso basta para disuadir a cualquiera”.[34] Que esta infamia haya
podido pasar como el colmo de la sabiduría y hayamos podido darle el crédito de
haber asegurado la paz del mundo durante todo ese periodo, está incluso más
allá de la pareja infernal formada por los nombres de Auschwitz e Hiroshima.
Sin embargo muy pocos se han conmovido.[35] ¿Por qué?
La respuesta que por lo general se
admite es que aquí sólo se trata de una intención y no de un paso al acto; de
una intención de un género tan particular que se formula cuando las condiciones
que llevarían a ejecutarla no están reunidas: al estar hipotéticamente
disuadido, el adversario nunca ataca primero; y nadie quiere ser el primero, lo
que permite que nadie se mueva. Se hace una intención disuasiva con el fin de no ejecutarla. Los especialistas
hablan de intención autoinvalidante (self-stultifying
intention),[36] lo que, a falta de una
solución, le da un nombre al enigma.
Los que han estudiado, tanto
estratégica como moralmente, el estatuto de la intención disuasiva lo
encuentran de hecho extremadamente paradójico. Lo que puede hacerlo escapar de
la condena ética lo hace nulo en el plano estratégico, ya que su eficacia está
directamente vinculada con la intención que se tiene de verdaderamente
ejecutarlo. En cuanto al punto de vista moral dicha intención, al igual que las
divinidades primitivas, parece reunir la bondad absoluta –ya que gracias a ella
la guerra nuclear no ha sucedido—y el mal absoluto –ya que el acto que guarda
la intención es una abominación sin nombre--.
De manera tardía algunos
comprendieron que no hay necesidad alguna de la intención disuasiva para hacer
eficaz la disuasión nuclear.[37] La divinidad era un falso
dios. La simple existencia de arsenales enfrentados, sin que la menor amenaza
de utilizarlos se profiera o sugiera, bastaba para que los partidarios de la
violencia se mantuvieran en su sitio. El apocalipsis nuclear no desaparecía por
ello de la escena. En lo sucesivo, bajo el nombre de disuasión “existencial” se
llevó a cabo un juego extremadamente peligroso que consistía en hacer de la
aniquilación mutua un destino. Decir
que funcionaba significaba simplemente decir: “Siempre y cuando no se lo
intente de manera desconsiderada es posible que el destino nos olvide –quizá
por un tiempo largo, incluso muy largo, pero no infinito”.
Si, en definitiva, la disuasión
nuclear mantuvo en paz al mundo durante cierto tiempo, fue porque proyectó el
mal fuera de la esfera de los hombres e hizo de él una exterioridad maléfica
pero sin malas intenciones, siempre
pronta a hundir a la humanidad pero sin mayor maldad que la de un terremoto o
un tsunami, y con un poder de destrucción capaz de hacer palidecer de envidia a
la misma Naturaleza. Esta amenaza suspendida encima de nuestras cabezas dio a
los príncipes de este mundo la prudencia necesaria para evitar la abominación
de la desolación.
La “paz nuclear” es el objeto por
excelencia en el que convergen todos los temas favoritos de Anders. El mal que
lo habita no es el producto de ninguna intención maligna. En sus libros se leen
frases terribles sobre el tema que dan escalofrío. Por ejemplo: “El carácter
inverosímil de la situación corta el aliento. En el preciso instante en que el
mundo se vuelve apocalíptico por nuestra causa, ofrece la imagen […] de un paraíso habitado por asesinos sin
maldad y por víctimas sin odio. Por ningún lado hay huellas de maldad, sólo hay
escombros”.[38]
“La guerra telehomicida que llega será la guerra más despojada de odio que haya
existido nunca en la historia […] esta ausencia de odio será la ausencia de
odio más inhumana que jamás haya existido: ausencia de odio y ausencia de
escrúpulo serán una sola y misma cosa”.[39]
Pero sobre todo muestra que la
disuasión nuclear sólo puede funcionar de manera eficaz y ética –quiero decir
de manera que apacigüe nuestros escrúpulos volviéndonos ciegos frente al
apocalipsis—inscribiéndola en una trascendencia fuera del tiempo,[40] a la manera del Dios de
Santo Tomás. En este sentido, el apocalipsis ya sucedió, porque el pasado y el futuro se confunden en un presente
eterno. De la misma forma en que está presente, Hiroshima está en todas partes.
Para quien entra en estos
pensamientos es claro que la célebre controversia entre Karl Jaspers y Günther
Anders sobre el arma atómica no tiene sentido. Para evitar otros Auschwitz, para
impedir que cualquier forma del totalitarismo se apodere del planeta, alega
Jaspers, quizá sea necesario usar la bomba y consentir un “sacrificio total”
–es mejor morir que perder la libertad--.[41] Pero la conciencia judía
rechaza designar la cosa como “holocausto”,
y todos podemos comprender por qué ese vocabulario es obsceno. El holocausto es
un sacrificio consentido por la divinidad: ¿a qué divinidad el exterminio de
millones de judíos se ofreció? Jaspers razona en cuánto a sí como si la bomba
fuera un instrumento al servicio de un fin y que sus víctimas fueran el precio
necesario que habría que pagar para preservar la libertad. Pero, pregunta Anders,
si la única divinidad o trascendencia que nos queda es la bomba ¿cómo, es
posible que su uso pueda ser un acto sacrificial? El ateo radical reconocía una
forma de trascendencia: “Lo que reconozco cómo ‘del orden de lo religioso’ no
es algo positivo, sino el horror de la acción humana que trasciende cualquier
medida humana y que ningún Dios puede impedir”.[42] De esta violencia
reificada en trascendencia, los hombres no sabrían hacer un uso instrumental,
porque no se gobierna lo que nos gobierna[43]. Frente a eso, qué queda
sino este “principio” que cierra los “mandamientos de la era atómica”: “Y si
estoy desesperado, ¿qué quieren que haga?”.
*Aparecido originalmente como Pierre, D. J. Günther Anders, el filósofo de la era atómica. Conspiratio (13), (Año II, septiembre-octubre de 2011), Editorial Jus, México D. F., p. 26 a 47.
[1] En sus Recuerdos (Erinnerungen, Insel
Verlag, Francfort 2003), Hans Jonas da preciosas indicaciones sobre la
evolución de las relaciones entre Anders y Arendt (en particular en la p. 212):
en un primer momento, Arendt aceptó ser de alguna forma la asistente de su
esposo, pero pronto, sobre todo cuando llegaron a París, Arendt despegó, reduciéndolo al papel de “príncipe consorte”, lo que
Anders tomó muy mal. Supongo, sin embargo, que Jonas fue aquí un poco injusto
con Anders, quizás a causa de la amistad, de la estima y también por el gran
afecto que tenía por Hannah (sentimientos que, con la publicación de Eichmann en Jerusalén, sufrieron una
dura prueba y desembocaron en una ruptura). Jonas anota, sin embargo, que a la
muerte de Hannah, en 1975, Anders se mostró inconsolable. Había sido muy duro
con ella y descubría que era la mujer que más había amado. Siempre he
considerado a Arendt una gran filósofa, pero hoy en día me parece difícil
juzgar que Anders valiera menos. Pero esta opinión personal carece de importancia para los
fines de este ensayo.
[3] La
entrevista se publicó con el título de Wenn
ich verzweifelt bin, was geht’s mich an? (La destrucción de un porvenir) recolección de entrevistas que Mathias
Greffrath hizo a grandes personalidades que salieron de Alemania en 1933. El
libro se publicó en 1977 en Rowohlt. Una traducción parcial al francés apareció
en 1992, en el número 35 de la revista Austriaca. La entrevista completa en francés se publicó
bajo el título de “Et si je suis désespéré que voulez-vous que j’y fasse?” (“Y
si estoy desesperado, ¿qué quieren que haga?”), en las ediciones Allia en 2001
y luego en 2004. Es un texto sabroso, indispensable para los que quieren
comprender la personalidad de Anders, quien tenía un desarrollado sentido del
humor.
[6] En sus Recuerdos, Jonas nota un cambio en la
personalidad de Anders cuando vuelve a verlo en 1949. Le asombra el amargo
resentimiento de su amigo –“amigo” que trata, sin embargo, de “intelectual
difícil y obstinado”--. Atribuye ese cambio al “resentimiento” que Anders tenía
por EU en donde conoció sobre todo las
condiciones de trabajo en la fábrica a la manera de los Tiempos modernos de Chaplin. No sé si es una prueba de amistad no
tomar en serio lo que el mismo Anders decía de su estado y de sus causas: el
deber de odiar un mundo que había producido tales monstruosidades. El propio
Jonas nunca se escandalizó por la bomba que sin más veía como un nuevo
instrumento de guerra, más poderoso que todos los otros.
[9] Günther Anders, Philosophische Stenogramme (La
amenaza atómica), Beck, Munich ,
1965, 1993, p. 5.
[10] Véase, por
ejemplo, “La théorie de la justice como équité: une théorie politique et non a
métaphisique” (“La teoría de la justicia como equidad: una teoría política y no
metafísica”), capítulo 4 de John Rawls, Justice
et démocratia), Seuil, París, 1993.
[12] Les morts. Discours sur les
trois guerres mundiales (Los muertos. Discurso sobre las
tres guerras mundiales).
[13] Günther
Anders, Die Antiquiertheis des Menschen (Desuso
de la humanidad), cap. XXVIII del, t, II.
[14] La mayor parte de las obras reunidas de Iván Illich han sido
publicadas en español por el Fondo de Cultura Económica.
[15] Esta
expresión aparece en el título del cuarto de los ensayos reunidos por Anders en
su Antiquiertheit des Menschen, t, I,
op. cit.: “Sobre la bomba y las
causas de nuestra ceguera frente al apocalipsis”.
[16] Las dos
citas se encuentran en Wir Eichmannsöhne (Nosotros, los hijos de Eichmann), Beck,
Munich, 1964.
[18] Hannah Arendt, Condition de
l’homme moderne (La condición humana),
Calmann-Lévy, 1961, pp. 9-10.
[20] Le Principe de Responsabilité. Une éthique
pour la civilisation technologique (El
Principio de Responsabilidad. Una ética del futuro), Flammarion, Col
Champú, París, 1995, p. 33.
[22] Citado por Paul van Dijk, Anthropology
in the Age of Technology. The Philosophical Contribution of
Günther Anders,
Rodopi, 2000, p. 8.
[24] Al
escribir esto soy conciente de ir a contra corriente de dos exegetas cuya
tendencia es forzar las coincidencias entre los conceptos y dirigir las
oposiciones, Christophe David y Dirik Röpcke, en un artículo, por otra parte,
muy rico, afirman que “el futuro está abierto para Jonas y cerrado para Anders”
[“Günther Anders, Hans Jonas y las antinomias de la ecología política”, Ecologie & Politique, 29/2004, p.
201]. El carácter de los textos autoriza sin duda a formular semejante
“antinomia”. Me parece, sin embargo, que el trabajo filosófico no puede
permanecer allí. Christope David, a quien debemos una notable traducción de La obsolescencia del hombre, y Dirick
Röpcke concluyen su artículo escribiendo: “Allí en donde los amigos sólo veían
proximidad, el lector sólo ve divergencias. Cualquier empresa sincrética sólo
puede fracasar” [ibid., p. 213]. No
se trata en realidad de buscar la síntesis entre A y no-A, sino de razonar así:
nuestros autores hablan en el fondo de la misma cosa y sus divergencias
manifiestas sólo traducen que ni uno ni otro resolvieron por cuenta propia las
paradojas o las aporías en las que se apoya inevitablemente un pensamiento
riguroso de la catástrofe. La tarea filosófica, que no es la de la exégesis, insiste
en retomar el trabajo ahí en donde quedó inacabado, y no fijarlo en el estado
en el que el cansancio o la muerte del autor lo dejaron. Lo que digo de la
similitud Anders-Jonas me parece igualmente verdadero para otras similitudes,
particularmente entre Anders y Arendt.
[31] Para saber
más. El lector puede referirse a Jean-Pierre Dupuy, “Le problème
théologico-scientiphique et la responsabilité de la science” (“El problema
tecnológico y la responsabilidad de la ciencia), Le Débat, marzo-abril, 2004, pp. 175-192; y “Nanotechnologies”, en
Canto-Sperber (ed.), Dictionnaire
d’éthique et de philosophie morale, P.U.F., 2004.
[34] Dominique
David, entonces director del Instituto de Estrategia Militar, citado por el Christian Science Monitor, 4 junio de
1986.
[36] Gregory Kavka, Moral Paradoxes of Nuclear Deterrence, Cambridge University
Press, 1987.
[37] Brodie, Bernard, War and Politics, Macmillan, Nueva York,
1973.
[40] Richard
Figuier habla de una “ontonegateología” para designar esta “trascendencia
negativa”. Richard Figuier, Hiroshima, sine
nomine. Günther Anders y Kenzaburo Oe (Hiroshima,
sin nómina. Günther Anders y Kenzaburo Oe), de próxima aparición.
[41] Karl Jaspers, Die Atombombe und
die Zukunft des Menschen (La bomba
atómica y el povenir del hombre), Artemis V, Zurich, 1958.1
[43] Me permito
enviar al lector a mi Petite métaphisique
des tsunamis (Pequeña metafísica de
los tsunamis), Seuil, París, 2005.
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