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domingo, 4 de septiembre de 2016

EL MITO DE LA EDUCACIÓN


Por David Cayley*

DAVID CAYLEY: ¿Cómo empezó la idea de tu libro “La Sociedad Desescolarizada”?[1] ¿Comenzaste como alguien normal que cree en la necesidad de la escolarización?

IVÁN ILLICH: No, pensaba que la escuela atendía las necesidades de otros. Fui criado sin mucha escolaridad. Cuando tenía 6 años, en el momento que mis idiomas habituales eran el francés, italiano y alemán, mi madre quiso ponerme en una escuela de Viena, una escuela muy buena donde ya por entonces tomaban exámenes a los niños. Ellos encontraron que yo era un niño retardado. Esa fue una gran ventaja para mí porque durante 2 años pude sentarme en la biblioteca de mi abuela y leer sus novelas e indagar en los diccionarios sobre todo aquello que podría intrigar a un chico antipático de 7 años. Sí, fui a la escuela, pero únicamente por períodos.

Por ejemplo, cuando cumplí 8 súbitamente se decidió que tenía que aprender serbo-croata y estar preparado para un examen y posiblemente ir a la escuela en Yugoslavia, donde mi padre tenía algún tipo de posición oficial. Así que aprendí el idioma de un profesor que enseñaba en la academia diplomática, Ivanovich, quien me enseñó cosas muy interesantes acerca del modo iterativo y el modo reiterativo en serbo-croata. En realidad, nunca aprendí a hablar el idioma, pero al final estaba listo para ir a la escuela.

Nunca tomé en serio a la escuela. Prácticamente todo lo que aprendí se dio fuera de la escuela. Pero tampoco puse nunca en duda el tema de la escolarización. De modo que, cuando en 1956 me encontré en el cargo de Vice-rector de la Universidad Católica de Ponce en Puerto Rico y un año después era integrante del Consejo Superior de Enseñanza, un organismo estatal que tenía tuición sobre todo el ciclo educativo desde las universidades hasta las escuelas primarias, no pude sino preguntarme: “¿qué es este asunto de la educación?”. Nunca había reflexionado sobre ello. Tú me conociste cuando ya eran 10 años que había estado tratando de explicarme qué significaba todo aquello.

CAYLEY: ¿Y cómo llegaste a la conclusión de que no tenía sentido?

ILLICH: Mi primera conclusión fue que era una injusticia estructural obligar a la gente a ir a la escuela y sólo después empecé a reflexionar si tenía algún sentido. En ese camino, el encuentro con Everett Reimer fue importante para mí. Unos 15 años mayor que yo, Everett era en ese momento – 1956 – presidente de la Comisión de Planeamiento en Recursos Humanos. Lo conocí poco después de arribar a una reunión de altos funcionarios administrativos sobre cómo organizar la planificación para el diseño de la educación. Se diseñan las botellas. Se diseñan los envoltorios para los brasiers. En ese momento, los temas del día eran cómo diseñar la educación y cómo es que las universidades deberían colaborar en hacer del diseño una materia de estudio.

Buena parte de mi vida es resultado de encontrarme con la persona correcta en el momento oportuno y hacerme su amigo. Ése fue el caso con Everett. Pero me encontraba confundido por su cargo – responsable de “planeamiento” (planificación) – una palabra que nunca había utilizado antes. La busqué en los diccionarios y no la encontré. Apareció por primera vez en los diccionarios después de la Segunda Guerra Mundial. Otro tema eran los recursos humanos. ¿Cómo haces de los seres humanos – estos jibaritos puertorriqueños – recursos humanos?

Recuerdo haber ido a Princeton en mi siguiente viaje a Nueva York, para ver al filósofo Jacques Maritain, quien por entonces estaba residiendo allí. Nos habíamos conocido en un seminario en Roma y se había vuelto un amigo y consejero muy querido. Su tomismo de gran imaginación tenía una gran significación para mí. Por entonces, él ya era un anciano con un rostro, como alguna vez lo dijo Ann Freemantle, que parecía tallado de un vitral de Chartres. Lo había visto ocasionalmente en Estados Unidos porque cuando le dio un ataque al corazón, tuve el honor de sustituirlo en un seminario que él dirigía sobre de ente et essentia de Santo Tomás. En 1957, estábamos otra vez sentados frente a frente. Él sostenía una taza de té en la mano que temblaba al momento de explicarle el asunto que me estaba molestando: de que en toda su filosofía no encontré ninguna pista para el concepto de planificación [planning, en el original en inglés]. Me preguntó si se trataba de una palabra en inglés para contabilidad, y le dije que no…si era para ingeniería, y dije no…y entonces, en cierto momento, me dijo: “Ah! Je comprends, mon cher ami, maintenant je comprends. Creo que acabo de entender ahora mismo. C’est une nouvelle espèce de péché de présomption”. La planificación es una nueva variedad del pecado de soberbia.

Fue a través de este tipo de ruta más larga que llegué a entender lo que el sistema educativo de Puerto Rico estaba haciendo. En primera instancia, gracias a los años de conversación con Everett, me sumergí en la lectura de los pragmáticos y empíricos de la tradición inglesa de pensadores y filósofos. En segundo lugar, me pregunté a mi mismo, ¿qué hacen las escuelas si pongo entre paréntesis su pretensión de educar? Tal vez sólo de esa forma descubriré qué es lo que hacen. Por entonces, tenían una máquina que llamaban computadora. No se parecía para nada a lo que se puede ver en el mercado actualmente, pero ya podía engullir la llamada información y organizarla. Así que estaba en posibilidades de pedirle información. Cuando me fijé en los impresos que me entregó, era del todo evidente que, después de 10 años de intenso “desarrollo” (¡otra de estas palabras!) del sistema educativo en el país – que en ese momento era, junto con Israel, la vitrina de exhibición del desarrollo para todo el mundo –, la escolarización en Puerto Rico estaba organizada de manera tal que la mitad de los estudiantes – aquella mitad proveniente de las familias más pobres – tenían una probabilidad de uno a tres para lograr completar los cinco años de educación primaria que eran obligatorios.

La mayor parte de la discusión que oía a mi alrededor era respecto a hacer obligatorios muchos más años de educación. Nadie encaraba el hecho de que la escolarización servía, al menos en Puerto Rico, para añadir a la pobreza tradicional de la mitad de los niños un nuevo sentimiento de culpa interiorizado por no haberlo logrado. Llegué así a la conclusión de que las escuelas son [constituyen] inevitablemente un sistema para producir desertores, y producir más desertores que triunfadores. Puesto que la escuela está abierta a 16, 18, 19 años de escolaridad, y nunca le cierra la puerta a nadie, producirá siempre unos pocos éxitos y una mayoría de fracasos. En la mentalidad de la gente que las financió y diseñó, las escuelas fueron creadas para incrementar la igualdad. Descubrí que, en los hechos, funcionaban como un sistema de lotería en el que aquellos que no lo lograban no sólo perdían lo que habían depositado en él, sino que también eran estigmatizados como inferiores por el resto de sus vidas.

CAYLEY: Eso fue lo que me impresionó cuando enseñé en el sistema escolar de Sarawak en Malasia Oriental. En ese momento, no había más que un puñado de personas que continuaban yendo a la universidad en Moscú o a la universidad de British Columbia. Y así y todo, el país entero estaba ingresando a los primeros cursos, y las aspiraciones se estaban concentrando al menos al nivel de graduación de la secundaria. Así que yo sólo necesité un codazo de tu parte para reconocer que esta pirámide extraordinariamente inclinada constituía un tipo de justificación para el fracaso.

ILLICH: ¿No piensas que, a estas alturas, uno tiene que ser un poquito trasnochado, tonto o tocado con algunos sueños respecto a su sociedad, para no saber estas cosas? Por entonces yo era aún capaz de sorprender a la gente. Hoy en día no puedo sorprender a nadie con la evidencia – que ha seguido siendo la misma –. Pienso que la idea de que la escolarización conduce a una educación se perdió durante los 1970s, pero en los 1960s, y particularmente en los 1950s, efectivamente te trataban como a un canalla, un delincuente, cuando cuestionabas esto. Las cosas han cambiado.

CAYLEY: Pero han cambiado de un modo tan extraño. A principios de los 1970s, cuando tus tesis sobre la escolarización estuvieron brevemente en boga, todo el mundo parecía estar de acuerdo contigo. Pero quince años después...

ILLICH: Nada ha cambiado.

CAYLEY: Bueno, algo supuestamente ha cambiado, pero no ha cambiado en la dirección de la desescolarización.

ILLICH: Pero la desescolarización que yo proponía era ‘retirarles a las escuelas su estatus oficial’ [the disestablishment of schools, en el original en inglés]. Nunca quise que las escuelas desaparecieran. Yo simplemente decía: “Vivimos según la Constitución norteamericana – me dirigía a norteamericanos – y en la Constitución norteamericana se había desarrollado el concepto de negarles estatus oficial a las iglesias. Se le quita carácter oficial a algo mediante la negativa al desembolso de dineros públicos”. En ese sentido yo abogaba por quitarles carácter oficial a las escuelas. Sugería que en vez de financiar escuelas, se debería ir un poco más allá de lo que se fue con la religión y hacer que las escuelas paguen impuestos, de manera que la escolarización se volviera un objeto de lujo y fuera reconocida como tal. De ese modo la discriminación por falta de escolaridad dejaría al menos de ser legal, en la misma forma en que la discriminación debido a la raza o el sexo se ha vuelto ilegal.

CAYLEY: Al pedir el retiro del estatus oficial para una institución y usar el lenguaje que se utilizó históricamente para separar Iglesia y Estado, tú das a entender que la escolarización se ha vuelto efectivamente una nueva forma de religión obligatoria.

ILLICH: Tal vez deba explicar cómo hice mi análisis de la escolarización. Ya te conté qué es lo que me llevó concretamente hasta el mismo: era responsable de tomar (o presidir sobre la toma de) decisiones serias y de la creación de legislación respecto a la educación de Puerto Rico. Así que tenía que reflexionar: ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? Y me pareció harto evidente que estaba moviéndome dentro de un contexto ridículamente similar al religioso. De modo que empecé a hablar intuitivamente sobre la posibilidad de retirarle estatus oficial a la escolarización. Más tarde, puse un énfasis mucho mayor en esto, pues realmente traté al sistema educativo como una continuación del sistema de la Iglesia en la cultura occidental.

Cuando estudiaba teología, mi tema preferido era la eclesiología, que es el estudio científico de esa comunidad particular que la Iglesia concibe como su ideal, y lo es desde el cuarto siglo. Es el primer intento por estudiar un fenómeno social que no es el Estado, ni la ley, como tales. Por lo tanto, la eclesiología puede ser considerada, de una manera chistosa pero muy real, como la predecesora de la sociología pero con una tradición unas 20 veces más larga que la sociología desde Durkheim. Entonces estaba muy interesado en las tradiciones y las disputas sobre este fenómeno, que existe en realidad sólo en la cultura occidental, de una comunidad que pretende ser tan abarcadora, tan católica, como el Estado – o que está bajo el gobierno de la ley civil – y pretende, sin embargo, ser independiente del mismo.

Me interesaba este fenómeno desde un punto de vista muy especial. Al interior de la eclesiología hay una rama especial – sobre la que pocas personas saben algo – denominada liturgia. Ahora bien, la liturgia puede ser el estudio de cómo la gente canta en la iglesia, pero también puede estudiarse como una disciplina intelectual que tiene asimismo una historia que se remonta a los padres de la Iglesia Griega y Romana. En la segunda mitad del segundo siglo y el tercero, esta rama de análisis intelectual se preocupaba de la forma en que los ritos crean esa comunidad que desde entonces se llama iglesia y es investigada por la eclesiología.

Cuando empecé a intentar una fenomenología de la escolarización, bajo la influencia de Everett Reimer, lo primero que hice fue preguntarme: ¿qué estoy investigando? Definitivamente, no estaba estudiando lo que otra gente me decía que era, a saber, “la forma más práctica de organizar cómo impartir la educación, o cómo promover la igualdad”, porque veía que la mayor parte de la gente estaba siendo atontada por este proceso, estaba realmente siendo convencida que no podía aprender por su cuenta y, en consecuencia, se volvía inhabilitada e incapacitada. Así que me repetía a mí mismo: “déjenme definir la escolarización como la asistencia obligatoria, en grupos de no más de 50 y no menos de 15, de contingentes de jóvenes agrupados por edades, en torno a una persona llamada profesor que tiene más tiempo de escolarización que ellos”. Y luego me preguntaba: ¿qué clase de liturgia se utiliza allí para generar la creencia de que ésta es una empresa social que tiene una especie de autonomía respecto a la ley?

CAYLEY: ¿Y entonces?

ILLICH: Llegué a la conclusión de que se trata de un ritual generador de mitos, un ritual mitopoético. Gluckman, que era mi héroe por entonces, dice que los ritos son formas de comportamiento que vuelven, a aquellos que participan en ellos, incapaces de ver la discrepancia que hay entre el propósito para el cual uno ejecuta la danza de la lluvia y las verdaderas consecuencias sociales que la danza de la lluvia tiene. Si la danza de la lluvia no funciona, uno tiene que culparse a sí mismo por haber bailado incorrectamente.

Cada vez más veía que la escolarización es el ritual de una sociedad comprometida con los mitos del progreso y el desarrollo. Crea ciertos mitos que son requisitos para una sociedad de consumo. Por ejemplo, te hace creer que el aprendizaje puede ser dividido en pedazos y cuantificado, o que el aprendizaje es algo para el que uno necesita un proceso a través del cual lo obtiene. Y en este proceso uno es el consumidor y algún otro el organizador, y uno colabora en producir la cosa que uno consume e interioriza.

Por lo tanto, llegué a analizar la escolarización como un rito generador de mitos, un ritual que crea un mito sobre el cual luego la sociedad se construye. Por ejemplo, ésta construye una sociedad que cree en el conocimiento y en que el conocimiento puede ser empaquetado, que cree en la obsolescencia del conocimiento y en la necesidad de añadir más conocimiento al conocimiento, que cree en el conocimiento como valor – no como lo bueno, sino como un valor – y que por tanto lo concibe en términos comerciales. Todo esto es básico para ser un hombre moderno y vivir en los absurdos del mundo moderno.

CAYLEY: Éstas eran tus observaciones de las escuelas en los 1960s. ¿Habría sido cierto esto de las escuelas unos cien años antes, o era un fenómeno nuevo?

ILLICH: Sería más fácil para mí remontarnos un poquito más atrás. No hace mucho supervisé la tesis interesante de alguien sobre 120 pietistas en Alemania que escribieron diarios a fines del siglo XVII. Ahora bien, esta persona observó que estos pietistas que escribieron los diarios eran gente muy simple, y empezó a estudiar cuántos meses habían asistido a una escuela aldeana – la cual era con seguridad anterior a la escuelita roja. Resultó que, salvo 3 excepciones, estos 120 habían aprendido todo lo que obtuvieron de la escuela en menos de 11 meses de asistencia. No fueron a la escuela para obtener una educación. Fueron a la escuela para aprender cómo sujetar la pluma. Puedo hablar de la misma forma sobre la Edad Media. La idea de que uno va a la escuela para obtener una educación se desarrolla muy lentamente. Siempre dije que empieza con Comenio quien decía que a todo el mundo se le debe enseñar todo perfectamente, de modo que uno no pueda aprenderlo de manera equivocada fuera de la escuela.

La idea de que la capacidad [competence, en el original en inglés] en el mundo es resultado de haber sido instruido en eso, enseñado sobre aquello, es una idea que a partir siglo XVII en adelante se va volviendo dominante gradualmente. De hecho, los efectos sociales de la escolarización sobre los cuales hablé antes se volvieron posibles en Puerto Rico sólo con la idea de la escolarización obligatoria universal. ¡No tengo nada en contra de las escuelas! Estoy en contra de la escolarización obligatoria. No estoy contra las escuelas de la misma manera. Sé que las escuelas siempre añaden un nuevo privilegio al privilegio tradicional. Pero sólo cuando ellas se convierten en obligatorias pueden añadir, a la carencia de privilegio tradicional, una discriminación auto-infligida. Las escuelas a las que uno puede acceder libremente permiten la organización de ciertas tareas de aprendizaje específicas que una persona podría proponerse a sí mismo. Cuando son obligatorias – como lo vemos en este momento en Estados Unidos – las escuelas producen una población aturdida, una población “instruida” mentalmente pretensiosa como no habíamos visto nunca antes. Los últimos 50 años de mejoramiento intensivo en la escolarización – aquí o en Alemania o Francia – han producido consumidores de televisión.

Vivimos en una extraña sociedad en que la gente cree actuar basada en la evidencia empírica. Pero la evidencia empírica, en relación con la escolarización, es bastante obvia y no únicamente respecto a la justicia [en el mayor o menor acceso a la misma]. Desde aquel libro excelente de Ivar Berg, “El Gran Robo de la Capacitación”, que me prestó Paul Goodman, se han realizado muchos otros estudios similares. Berg muestra que no existe absolutamente ninguna relación entre las materias que la gente aprendió en la escuela y la aptitud de esa gente en los trabajos que requerían preparación en esas materias. Hay una estrecha relación entre la cantidad de dinero que se ha gastado en la escolarización de una persona y el ingreso de toda la vida que ella obtendrá en el trabajo, pero ninguna relación demostrable entre la capacidad que se supone adquirió en la escuela y su eficacia en el trabajo.

CAYLEY: Así que la escolarización es una forma de inversión de capital en la que el retorno es proporcional a la inversión, independientemente de la capacidad personal.

ILLICH: Sí, nadie duda de ello. Se trata de inversión de capital, pero es también control social, es jerarquización, es la creación de una sociedad de clases conformada por 16 niveles en los que el número de desertores va progresivamente disminuyendo. Pero éstas son cosas que me interesaban por entonces. De algún modo, tengo la impresión que, si bien el compromiso general  de nuestra sociedad con la escolarización no ha cambiado mucho, hay miles de personas alrededor que claramente ven, con ojos sinceramente sabios o cínicos, qué es lo que hace la institución. En la actualidad, yo estaría interesado en cuestiones completamente diferentes.

CAYLEY: Cuando escribiste sobre esto en 1970, tú sugeriste que las cosas tendrían que cambiar y que, cuando lo hicieran, cambiarían rápidamente.

ILLICH: Me equivoqué. Al menos en cuanto al marco temporal estuve equivocado. No creía que tanta gente pudiera ser tan tolerante con el absurdo. Ahora que estoy de retorno en Estados Unidos después de 25 años, y otra vez tengo que lidiar con poblaciones estudiantiles, me encuentro a veces tan triste que no puedo conciliar el sueño por las noches. Los sistemas de la universidad y el pos-grado se han vuelto como la televisión. Hay un poquito de esto y un poco de aquello, y un programa obligatorio que tiene sus componentes vinculados de tal modo que sólo un planificador podría saber de qué se trata. Produce estudiantes que se han vuelto totalmente acostumbrados al hecho de que: lo que han de aprender debe enseñárseles, y de que nada de lo aprendido debe efectivamente tomarse en serio. No creía que las personas pudieran seguir otorgando su apoyo moral a una mayor expansión del sistema escolar tal como lo han hecho.

La primera persona que me dijo que estaba equivocado y que los acontecimientos demostrarían que lo estaba fue Wolfgang Sachs. Era uno de mis estudiantes. Me encontré en Alemania con él y un pequeño grupo de otros estudiantes jóvenes, por entonces a mediados de sus veintes, quienes criticaron los ensayos recogidos en “La Sociedad Desescolarizada”. Ellos me reclamaron que al enfatizar tanto los efectos no deseados  de la escolarización obligatoria, había dejado de percibir el hecho de que la función educativa ya estaba emigrando fuera de las escuelas y que, cada vez más, otras formas de aprendizaje obligatorio serían instituidas en la sociedad moderna. Se volvería obligatorio, no por ley sino mediante otros trucos como hacer creer a la gente que están aprendiendo algo por la televisión, u obligando a la gente a asistir a una capacitación in situ, o convenciendo a la gente a pagar enormes sumas de dinero para que se les enseñe cómo prepararse mejor para sus relaciones sexuales, cómo ser personas más sensibles, cómo saber más acerca de las vitaminas que sus cuerpos necesitan, cómo jugar juegos y un largo etc.

Me hicieron entender que mi crítica a la escolarización en “La Sociedad Desescolarizada” pudo haber ayudado a gente como tú mismo a reflexionar, pero que me estaba equivocando y debería preguntarme a mí mismo: ¿cómo podemos entender mejor el hecho de que las sociedades se vuelven adictas – como si se tratara de una droga – a la propia educación? Entonces, en el transcurso de los 1970s, la mayor parte de mi pensamiento y reflexión estuvo centrada en la pregunta: ¿cómo se debería distinguir la “adquisición de educación” del hecho que la gente siempre ha sabido muchas cosas, ha tenido muchas capacidades y, por tanto, ha aprendido cosas?  Así es que llegué entonces a definir la educación como un aprendizaje bajo el supuesto de escasez, aprendizaje bajo el supuesto de que los medios para adquirir cierta cosa llamada “conocimiento” son escasos.

En este punto mis reflexiones ya no eran provocadoras y nadie en la universidad las discutía. Traté de plantear la cuestión al interior de las asociaciones para la investigación educativa y fracasé completamente. Por ejemplo, me concedieron el honor de presentar una ponencia principal en ocasión de celebrarse los 25 años de la creación de la Asociación Internacional para la Investigación Educativa. Había allí miles de personas y les rogué: “¡Escuchen! Lo que realmente necesitamos es un estudio sobre la constitución de la idea de educación, del aprendizaje bajo el supuesto de la escasez”. Al cabo de unos años, sólo escucho como respuesta un leve murmullo aquí y allá.

Me pediste indicar cómo llegué a lo que estoy haciendo en este momento. Ese fue el segundo período de la desescolarización, la toma de conciencia – a través de Sachs y su grupo – que el tema no era principalmente la escolarización sino el ser adictos a la educación, y por lo tanto el análisis de los efectos colaterales no deseados de todas las formas de educación de adultos. Luego vino el tercer paso, el reconocimiento que la educación tenía que ser comprendida como aprendizaje bajo el supuesto de la escasez. A partir de ahí llegué a mi proyecto, desde mediados de los 1970s, de escribir una historia de la percepción de la escasez.

Me hice la siguiente pregunta: “¿cuáles son las condiciones bajo las cuales la idea misma de la educación puede surgir?” Uno no puede tener la idea moderna de la educación si no cree en que existe el conocimiento – conocimiento que puede ser empaquetado, conocimiento que puede ser definido, conocimiento que constituye un valor susceptible de ser poseído –. Por tanto, me preocupaba del marco o espacio mental al interior del cual pueden formarse los conceptos mediante los cuales construimos la noción de educación.

CAYLEY: Tu observación en Némesis Médica[2] respecto a que si tu crítica a la medicina era interpretada como un ataque a los doctores, el resultado sería análogo a lo que ya ha ocurrido en el asunto de la escolarización. ¿Estabas diciendo que debido a que tu crítica fue entendida como un ataque a las escuelas, esto ayudó en realidad a que la escuela se reconsolide como una especie de aula escolar universal?

ILLICH: Correcto.

CAYLEY: Y es esto lo que piensas tú que no viste en el momento en que publicaste “La Sociedad Desescolarizada”.

ILLICH: No lo percibí cuando escribía el ensayo titulado “La futilidad de la escolarización en Latinoamérica” que publicó el Saturday Review. Tres años después, seis ensayos míos fueron incluidos en ese libro “La Sociedad Desescolarizada”. El libro estuvo nueve meses en la casa editorial de Harper, porque se requiere 9 meses para que un buen libro pase por su período de gestación. En el transcurso del último mes, el mes previo a su publicación, repentinamente me di cuenta de los efectos no deseados que la publicación de mi libro podría tener. Así que fui donde el editor del Saturday Review, Norman Cousins, un amigo de mi vecino y también amigo Erich Fromm, y le dije: “Norman, ¿serías tan amable de permitirme publicar un ensayo en el transcurso del siguiente mes?” “Claro”, me respondió, “pero sólo si lo escribes de modo tal que podamos hacerlo el ensayo central [de la revista]”.

Así que escribí un ensayo en el que dije básicamente que nada sería peor que creer que yo considero a las escuelas como la única técnica para crear, institucionalizar y anclar en los espíritus el mito de la educación. Existen muchas otras formas mediante las cuales podemos hacer del mundo un aula de clases universal. Y Cousins fue tan comprensivo como para permitirme publicar lo que considero es la crítica principal a mi libro.[3]

CAYLEY: Hubo muchas críticas a “La Sociedad Desescolarizada”. Recuerdo una de Herbert Gintis, en el Harvard Educational Review, la cual pienso que representaba una crítica marxista de tu obra. Era similar a lo que Vicente Navarro hizo más tarde respecto a “Los Límites a la Medicina”. Gintis dice que hiciste de la escolarización un asunto de adicción, o una introducción al mito del consumo interminable, pero que tú habrías pasado por alto la forma en que ella es un espejo del sistema productivo. Habrías hecho a las personas responsables de su propia desescolarización cuando, en los hechos, se están comportando racional y adecuadamente dentro del sistema considerado como un todo y, por lo tanto, tú les estarías dando una receta para la desesperación. Porque, decía él, a menos que puedan transformar el sistema, es imposible que las personas sean capaces de desescolarizarse puesto que la escuela es intrínseca al sistema. Eso es lo que decía en términos muy gruesos.

ILLICH: Nunca respondí a Gintis. Pero sí respondí a Navarro, cuando él me dijo la misma cosa sobre la salud, y lo hice en un pie de página de la siguiente edición de mi libro. Yo dije: “El Sr. Navarro acusa a mis propuestas respecto a la medicina de que niegan a los pobres un derecho al daño iatrogénico. Él quiere una distribución equitativa del daño iatrogénico”. Al Sr. Gintis le habría dicho: “usted está  preocupado porque el sector más pobre de los norteamericanos – en ese momento, los negros y los puertorriqueños de los ghettos – no tiene suficiente escolarización como para saber lo que es bueno para ellos, y es así que permanecen independientes. Ellos abandonan la escuela antes de que puedan caer en vuestras manos como para decirles que sólo ustedes saben lo que es bueno para ellos”. Pero literalmente tuve cientos de críticos. John Ohlinger recogió 3 volúmenes de citas de esas críticas y discusiones. Y en medio de todo ello no hubo ninguna atención a los únicos dos capítulos que quería se discutiesen: “La ritualización del progreso” y “El renacimiento del hombre epimeteico”.
 
CAYLEY: En tu libro sobre el “El Género Vernáculo”,[4] tú dices que no podrías haber escrito sea ese libro o bien “La Sociedad Desescolarizada” sin la obra de Philippe Ariès.

ILLICH: Ariès es la única persona que cito en “La Sociedad Desescolarizada”. Fue a través de Ariès que me introduje en la historicidad de la noción de “el niño”. Probablemente me incliné a creerle a Ariès porque siempre me había disgustado cuando los niños de mis amigos asumían esa actitud de “soy un niño y debes prestarme atención”. Desde que tuve 15 años, me había negado a darme por enterado o a participar en cualquier tipo de interrelación con semejante personaje. Algunos de mis amigos, amigos cercanos o familiares, me han considerado toda la vida un bruto. Pero ocurría algo interesante algunas veces. Cuando estos chicos tenían dificultades con sus padres, repentinamente aparecían en mi puerta – a sus 14 o 15 años –. En dos oportunidades, ellos llegaron hasta otro continente en busca de refugio.

Mi intuición me dice que una de las cosas más perversas que hace nuestra sociedad moderna  es producir niños en este sentido específicamente moderno. Cuando joven, decidí que yo no haría eso. Esa fue la razón por la que decidí, a los doce años, no casarme.

Posteriormente, rechacé la idea misma de la niñez y particularmente la del pequeño niño que sufre en el siglo XIX. Ariès me hizo comprender que el niño en este sentido es un constructo moderno. Y luego Ariès me ayudó mucho en la redacción de “Némesis Médica”, con sus excelentes artículos sobre la muerte.

Todavía no había publicado “Némesis Médica” y en una ocasión estuve en París por un día y medio, donde me encontré con Valentina Borremans. Le pregunté a ella: “¿A quiénes querrías ver?” Y ella dijo: “Bueno, si contamos sólo con un almuerzo y una cena, a Sartre y Ariès”. “¿A quién primero?” “Ariès”. Así que agarré el teléfono y llamé. “¿Monsieur Ariès?... Ivan Illich”. Silencio absoluto, seguido de un “¿Sí?” muy frío. Así que le dije: “Tengo un gran deseo de encontrarme con usted y tengo una ocasión especial. Hay una dama que pienso le gustará y quien desea conocerlo”. “De acuerdo, nos encontremos”. Así que nos encontramos en un pequeño restaurante. Tuve suerte y escogí el restaurante adecuado donde que podía conseguir una botella de Cahors de un litro. Terminamos tres de estas botellas.

Cuando terminábamos de cenar, le dije – después de los tres litros de Cahors – “¿Cuándo publicará finalmente estos artículos en forma de libro?” El me contesta: “A ver, dentro de 17 años”. Le dije, “Ariès, ¿cuántos años tiene usted?”. Me dijo su edad y yo le dije: “¡Usted no cree en la muerte!” Así que ese mismo día fuimos desde el pequeño Zinc al editorial le Seuil, e hizo arreglos para la publicación de su grueso libro sobre la muerte.

Posteriormente, en 1982, él fue mi sucesor como miembro del Instituto de Estudios Avanzados en Berlín. En 1983 su esposa murió de cáncer y fui a quedarme con él durante los días en que tenía que volver solo a su departamento.

CAYLEY: Tú dijiste que a los 12 años llegaste a la conclusión de que nunca tendrías hijos.

ILLICH: Lo recuerdo con precisión. Caminaba por los viñedos en las afueras de Viena. Supe que en unos días Hitler estaría ocupando Austria y me dije que, bajo estas circunstancias, ocurrirían ciertas cosas que harán imposible para mí darles hijos a esas torres allá en la isla en Dalmacia donde mis abuelos y mis bisabuelos tuvieron hijos.

CAYLEY: Entonces no estabas diciendo simplemente que la institución moderna de la niñez – que producía estos niños quejones – era tan desagradable que no querías tener nada que ver con ella.

ILLICH: No, me refería a aquello por mi lado no judío, me educaron para decir que un hijo se lo da a la casa, y consideré que esto no sería posible para mí.

CAYLEY: Así que éste era un sentimiento respecto al destino de Europa, y el mundo, y no solamente sobre la institución de la niñez.

ILLICH: Sí, pero fue de Ariès que aprendí a ver la razón de por qué es extraordinario, por qué es sorprendente que todavía nos llamemos humanos y todavía nos consideremos descendientes de la historia. Tú sabes que, hasta el año pasado, ¿nunca había pensado en ello? Entonces tenía que explicar a alguien lo que significa una curva exponencial – que el área que abarca (subtending) al último período duplicado es igual a todos los períodos duplicados previos. Más tarde me senté en el mercado en México cuando ellos hacían estas pirámides de cráneos de azúcar y todos le daban a su jefe un cráneo de azúcar con su nombre inscrito en él. Puedes decirle a tu jefe cualquier cosa, puedes mandarlo a cierta parte, y él sabe que no puede enojarse contigo. De cualquier modo, había estos cráneos y muchas flores coloridas y gente dando vueltas por ahí, y empecé a ver también a los muertos caminando por el mercado en mi fantasía. Y me pregunté: ¿Por qué son tan pocos? Debe haber muchos más. Entonces me di cuenta que en el período en que había vivido – desde 1926 – más personas han nacido y han muerto que en toda la historia anterior considerada en su conjunto. Y súbitamente se apoderó de mí un sentido agudo que no era estadístico sino vivencial, de cuán singular es el período en el cual vivo y hablo.

CAYLEY: Para seguir con la niñez por un momento – ¿acaso el identificarla como una idea particularmente moderna la invalida? ¿No es también en algún sentido un avance?

ILLICH: Ocurre eso justamente con todos los avances, cuanto más grandes son, tanto más son una forma extrema de privilegio. Estamos aquí sentados y teniendo esta conversación juntos porque quedé muy impresionado, con una mirada, por el sentimiento existente entre tú y tus hijos, a quienes has mantenido fuera de la escuela. Ahora, en cuanto a ellos, el hecho de que tú hayas abandonado la idea de la niñez a fin de tomar a estos chicos, que viven en este mundo de la niñez, plenamente en serio como menores, es una ventaja extraordinaria. Pero este no es un modelo, es algo a ser emulado, no imitado. Es la chispa de la singularidad lo que se debe atesorar.






* Traducido por Hernando Calla. Tomado de The Myth of Education, (Ch. I) del libro de David Cayley, Ivan Illich in Conversation (Toronto: Anansi Press, 1992); las notas con referencias bibliográficas al final fueron rescatadas por Hernando Calla de la “Bibliografía de Iván Illich” en “Ciudades para un Futuro más Sostenible”: http://habitat.aq.upm.es/boletin/n26/nlib.html.
[1] Illich, Ivan  (1971)   Deschooling Society   Harper & Row, New York. Ed. española: La sociedad desescolarizada; Barral editores, S.A., Barcelona, 1975.
[2] Illich, Ivan  (1975)   Némesis médica: la expropiación de la salud   Barral Editores, S.A., Barcelona. Ed. inglesa: Limits to Medicine: Medical Nemesis: the Expropriation of Health; Penguin Books, New York, 1977
[3] Illich, Ivan (1971)   «The Alternative to Schooling»,   Saturday Review, 54 (June 19th), pp. 25, 44-8, 59-60. Saturday Review Magazine Co., New York
[4] Illich, Ivan (1981)   «Vernacular gender»,   Tecnopolitica, 7. Cuernavaca (México). Ed. española: El género vernáculo; Joaquín Mortiz / Planeta, México/Barcelona.



2 comentarios:

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  2. Conviene escuchar, junto con la lectura de esta entrevista a Illich, el programa debates sobre la educación que Cayley difundió en la radio pública canadiense a fines de los 1990. Fragmentos de audio relacionados con la entrevista se pueden escuchar en el debate #7 de la serie, que el autor posteó en: http://www.davidcayley.com/podcasts/?offset=1479137818314

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