Por Iván Illich
CONTRAPRODUCTIVIDAD ESPECÍFICA (Cap. 6)
La iatrogénesis [epidemia provocada por la medicina] sólo podrá
controlarse si se la entiende como apenas uno de los aspectos de la dominación
destructiva de la industria sobre la sociedad, como una instancia entre otras de
esa paradójica contraproductividad que actualmente aflora en todos los sectores
industriales de importancia. Al igual que la aceleración consumidora de tiempo,
la educación alelante, la defensa militar autodestructiva, la información
desorientadora o los proyectos habitacionales desestabilizadores, la medicina
patógena es el resultado de una sobreproducción industrial que paraliza la
acción autónoma. A fin de enfocar esta contraproductividad específica de la
industria contemporánea, hay que distinguir claramente la sobreproducción
frustrante de otras dos categorías de cargas económicas con las que suele
confundírsele, a saber: la utilidad marginal decreciente y la externalidad negativa.
Sin esta distinción entre la frustración específica que constituye la
contraproductividad y los precios crecientes o los opresivos costos sociales,
la evaluación social de cualquier empresa técnica, ya sea la medicina, el
transporte, los medios de comunicación o la educación, seguirá limitada a una mera
contabilidad del costo-eficiencia sin aproximarse siquiera a una crítica
radical de la eficacia instrumental de estos sectores diversos.
Desutilidades marginales
Los costos directos reflejan cargos de alquileres, pagos por mano
de obra, materiales, y otras consideraciones. El costo de producción de un
kilómetro-pasajero incluye los pagos realizados para fabricar el vehículo y operar
el camino, así como la ganancia redituada a quienes han obtenido el control
sobre el trasporte: el interés cobrado por los capitalistas dueños de los
instrumentos de producción, y los emolumentos reclamados por los burócratas que
monopolizan el stock de conocimiento aplicado en el proceso. El precio es la
suma de estas rentas diversas, sea éste pagado por el consumidor de su propio
bolsillo o por una agencia social sostenida por sus impuestos.
La externalidad negativa es
el nombre de los costos sociales no incluidos en el precio monetario; es la
designación común para aquellas cargas, privaciones, molestias y perjuicios que
impongo a los demás por cada kilómetro-pasajero que viajo. La suciedad, el
ruido y la fealdad que mi auto añade a la ciudad; los daños causados por los
choques y la contaminación; la degradación del ambiente total a causa del
oxígeno que quemo y los venenos que esparzo; el costo creciente del
departamento de policía; y también la discriminación contra los pobres
relacionada con el tráfico: todas son externalidades negativas que se asocian a
cada kilómetro-pasajero. Algunas pueden internalizarse con facilidad en el precio de compra,
como por ejemplo los daños que causan los choques y que paga el seguro. Otras
externalidades que no se muestran en el precio de mercado podrían ser
internalizadas en la misma forma: el costo de tratamiento del cáncer, causado
por los gases del escape, podría añadirse a cada litro de combustible, para
gastarse en la detección y cirugía del cáncer o en su prevención a través de
aparatos anticontaminantes y máscaras antigases. Pero la mayor parte de las
externalidades no pueden cuantificarse ni internalizarse: si se aumenta el
precio de la gasolina para reducir el agotamiento de las reservas petrolíferas
y del oxígeno atmosférico, cada kilómetro-pasajero se hace más costoso y es más
un privilegio; se disminuye el daño ambiental pero se aumenta la inequidad
social. Más allá de un cierto nivel de intensidad en la producción industrial,
las externalidades no pueden reducirse sino sólo desplazarse.
La contraproductividad es algo distinto de un costo individual o
un costo social; es distinta de la utilidad decreciente que se obtiene de una
unidad monetaria y de todas las formas de perjuicio externo. Aparece toda vez
que el uso de una institución paradójicamente aleja a la sociedad de aquellas
cosas para cuya producción la institución fue creada. Es una forma de
frustración social incorporada. El precio de un bien o de un servicio mide lo
que el comprador está dispuesto a pagar por lo que obtenga; las externalidades
indican lo que la sociedad tolerará para permitir este consumo; la contraproductividad
registra el grado de disonancia cognoscitiva predominante que resulta de la
transacción: es un indicador social del funcionamiento contraproducente
incorporado a un sector económico. La intensidad iatrogénica de nuestra empresa
médica es sólo un ejemplo particularmente doloroso de la sobreproducción frustrante
que aparece en igual medida que la
aceleración consumidora de tiempo en el tráfico, la estática en las comunicaciones,
el adiestramiento para la incompetencia integral en la educación, el desarraigo
como resultado del desarrollo habitacional, y la sobrealimentación destructiva.
Esta contraproductividad específica constituye un efecto secundario no deseable
de la producción industrial, que no puede ser externalizado del sector
económico particular que lo produce. En lo fundamental, no se debe a errores
técnicos ni a una explotación de clase sino a la destrucción industrialmente
generada de aquellas condiciones ambientales, sociales y psicológicas
necesarias para el desarrollo de valores de uso no industriales o no
profesionales. La contraproductividad es el resultado de una parálisis, industrialmente
inducida, de la práctica de la actividad autónoma.
Mercancías contra valores de
uso
La distorsión industrial de nuestra percepción compartida de la
realidad nos ha vuelto ciegos al nivel contraproducente de nuestra empresa.
Vivimos en una época en que la enseñanza está planificada, la residencia
estandarizada, el tráfico motorizado y las comunicaciones programadas, y donde
por primera vez, una gran parte de todos los víveres consumidos por la humanidad
pasan a través de mercados interregionales. En una sociedad tan intensamente
industrializada, la gente está condicionada para obtener las cosas más que para hacerlas; se le entrena para
valorar lo que puede comprarse más que lo que ella misma puede crear. Quiere
ser enseñada, transportada, tratada o guiada en lugar de aprender, moverse,
curar y hallar su propio camino. Se asignan funciones personales a las
instituciones impersonales. Curar deja de considerarse la tarea del enfermo. Se
convierte, primero, en el deber de reparadores de los cuerpos individuales y
después cambia de un servicio personal a ser el producto de una agencia
anónima. En el proceso, la sociedad se reacomoda en función del sistema de
asistencia a la salud, y se hace cada vez más difícil cuidar de la salud
propia. Los bienes y los servicios contaminan los dominios de la libertad.
Las escuelas producen educación, los vehículos motorizados
producen transporte y la medicina produce asistencia médica. Estos productos de
consumo general tienen todas las características de mercancías. Sus costos de
producción pueden añadirse al producto nacional bruto (PNB) o sustraerse de
éste, su escasez puede medirse en términos de valor marginal y su costo
establecerse en equivalentes monetarios. Por su naturaleza misma estos
artículos crean un mercado. Como la educación escolar y el transporte
motorizado, la asistencia clínica es el resultado de una producción de mercancías
intensiva en utilización de capital; los servicios producidos están planeados
para otros, no con los otros ni para el productor.
Debido a la industrialización de nuestra visión del mundo, a
menudo se pasa por alto que cada una de estas mercancías todavía compite con un
valor de uso, no mercantilizable, que la gente produce libremente por su propia
cuenta. La gente aprende viendo y haciendo, se mueve con sus pies, se cura,
cuida su salud, y atiende la salud de los demás. Estas actividades poseen
valores de uso que resisten a la mercantilización. La parte más valiosa del
aprendizaje, del movimiento corporal y de la curación no aparece en el PNB. La
gente aprende su lengua materna, se desplaza, tiene sus hijos y los cría, se
recupera de un hueso roto y prepara los alimentos locales, haciendo todas estas
cosas con mayor o menor competencia y gozo. Todas estas actividades son
valiosas aunque casi nunca se emprenden ni pueden emprenderse por dinero,
aunque pueden devaluarse si hay demasiado dinero cerca.
El logro de una meta social concreta no puede medirse en términos
de producción industrial, ni en su cantidad ni en la curva que representa su
distribución y sus costos sociales. La eficacia de cada sector industrial se
determina por la correlación entre las mercancías producidas por la sociedad y
la producción autónoma de los valores de uso correspondientes. La eficacia de
una sociedad para producir niveles altos de movilidad, vivienda o nutrición
depende de cómo engranan los artículos mercantiles con la acción espontánea
inalienable.
Cuando la mayor parte de las necesidades de la mayoría de la gente
se satisface en un modo de producción doméstico o comunitario, la brecha entre
las expectativas y la satisfacción tiende a ser estrecha y estable. El
aprendizaje, la locomoción o el cuidado a los enfermos son resultado de
iniciativas altamente descentralizadas, de insumos autónomos y de una
producción total autolimitada. En las condiciones de una economía de
subsistencia, las herramientas utilizadas en la producción determinan las
necesidades que la aplicación de estas mismas herramientas puede cubrir. Por
ejemplo, la gente sabe lo que puede esperar cuando se enferma. Alguien en la
aldea o en el pueblo cercano conocerá todos los remedios que han servido en el
pasado, y más allá de ello está el ámbito imprevisible del milagro. Hasta fines
del siglo XIX, la mayoría de las familias, incluso en los países occidentales,
proporcionaban casi toda la terapéutica que se conocía. Cada hombre encaraba por
sí mismo casi todo el aprendizaje, la locomoción o la curación, y las
herramientas que necesitaba se producían dentro de su familia o la aldea.
La producción autónoma puede, claro está, complementarse con
productos industriales que habrán sido diseñados y, con frecuencia,
manufacturados fuera del control comunitario directo. La actividad autónoma
puede hacerse más eficaz y más descentralizada utilizando herramientas
fabricadas industrialmente como ser: bicicletas, impresoras, grabadoras o
equipos de rayos X. Pero también puede ser obstaculizada, devaluada y bloqueada
por un reordenamiento total de la sociedad en favor de la industria. La
sinergia entre los modos autónomo y heterónomo de producción adquiere entonces
un aspecto negativo. El reordenamiento de la sociedad en favor de la producción
planificada de mercancías tiene dos aspectos que resultan finalmente
destructivos: a la gente se le entrena para consumir y no para actuar, y al
mismo tiempo se restringe su radio de acción. El instrumento enajena al
trabajador de su labor. Quienes solían desplazarse en bicicleta se ven echados
del camino por los intolerables niveles de tráfico, y lo pacientes
acostumbrados a hacerse cargo de sus propias dolencias, descubren que los
remedios de ayer sólo pueden obtenerse por prescripción médica y son en
consecuencia difícilmente conseguibles. El trabajo asalariado y las
relaciones mercantilizadas se expanden
al mismo tiempo que la producción autónoma y las relaciones de libre mutualidad
se debilitan.
El alcanzar objetivos sociales eficazmente depende del grado en
que los dos modos fundamentales de producción se complementan o se obstaculizan
uno al otro. Llegar a conocer y
controlar verdaderamente un ambiente físico y social determinado depende de la
educación formal de las personas y de la oportunidad y motivación que tengan
para aprender en una forma no programada. El tráfico eficaz depende de la
habilidad de la gente para llegar de manera rápida y conveniente a donde tiene
que ir. La asistencia eficaz al enfermo depende del grado en que el dolor y la
disfunción se le hacen tolerables y se estimula su restablecimiento. La
satisfacción eficiente de estas necesidades debe distinguirse claramente de la
eficacia con que se fabrican y se comercializan los productos industriales, y
del número de certificados, de kilómetros-pasajero, de unidades habitacionales
o de operaciones médicas realizadas. Pasado cierto umbral, todos estos
productos se necesitarán sólo como remedios; sustituirán a las actividades
personales que fueron paralizadas por los anteriores productos industriales.
Los criterios sociales que permiten evaluar la satisfacción eficaz de
necesidades no coinciden con las medidas utilizadas para evaluar la producción
y la comercialización de bienes industriales.
Al no tomar en cuenta las contribuciones realizadas por el modo
autónomo a la eficacia total con la que puede lograrse cualquier meta social
principal, estas medidas no pueden indicar si la eficacia total está aumentando
o decreciendo. El número de graduados, por ejemplo, podría estar inversamente relacionado
con la competencia general. Con mucho menos razón estas mediciones técnicas
podrán indicar quiénes son los beneficiarios y quiénes los perdedores del
crecimiento industrial, quiénes son los pocos que pueden conseguir más y hacer
más, y quiénes caen en la mayoría cuyo acceso marginal a los productos
industriales se complica con la pérdida de su capacidad autónoma. Sólo el juicio
de carácter político puede hacer este balance.
Modernización de la pobreza
Los más dañados por la institucionalización contraproducente no
son los más pobres en términos monetarios. Las víctimas típicas de la
despersonalización de los valores son aquellos desprovistos de poder en un
medio creado para los enriquecidos industrialmente. Entre los carentes de poder
puede haber gente relativamente acomodada dentro de su sociedad o confinados en
instituciones de benevolencia social. La dependencia inhabilitante los reduce a
la pobreza modernizada. Las políticas que pretenden remediar el nuevo
sentimiento de privación no sólo serán fútiles sino que agravarán el daño. Al
prometer más artículos de consumo en vez de proteger la autonomía,
intensificarán la dependencia inhabilitante.
Los pobres de Bengala o de Perú aún sobreviven con empleos
ocasionales y alguna incursión esporádica en la economía de mercado: viven del
arte inmemorial de arreglárselas. Todavía son capaces de estirar las
provisiones, de alternar periodos de vacas gordas y flacas, de entretejer
relaciones gratuitas por medio de las cuales truecan o intercambian bienes y servicios
que no están hechos para el mercado ni son tomados en cuenta por éste. En el
campo, en ausencia de la televisión, disfrutan viviendo en casas construidas
sobre modelos tradicionales. Atraídos o empujados a la ciudad, se agazapan en
los márgenes del sector del acero y el petróleo, donde edifican una economía
provisional con los desperdicios que usan para construir chozas. Su exposición
al hambre extrema crece junto con su dependencia de los alimentos mercantiles.
A lo largo de toda su evolución en el transcurso de suficientes
generaciones, el Homo sapiens ha
mostrado una alta competencia para desarrollar una gran variedad de formas
culturales, cada una destinada a mantener a la población total de una región
dentro de los límites de recursos que podían compartirse o intercambiarse
formalmente en ese medio limitado. La atrofia mundial y homogénea de la
capacidad de sobrevivencia comunitaria de las poblaciones locales se desarrolló
con el imperialismo y con sus variantes contemporáneas del desarrollo industrial
y la ayuda internacional de moda.
La invasión de los países subdesarrollados por nuevos instrumentos
de producción organizados con miras a la eficacia financiera más que a la
eficiencia local, y al control profesional antes que social, descalifica
inevitablemente la tradición y el aprendizaje autónomo y crea la necesidad de
terapias provenientes de maestros, médicos y trabajadores sociales. A medida
que la radio y la carretera moldean las vidas de quienes son alcanzados por los
estándares industriales, degradan la artesanía, la morada o el cuidado de la
salud locales. Esta degradación ocurre más rápidamente que la desaparición de
las destrezas para esas actividades. El masaje azteca alivia a muchos que ya no
lo admiten porque lo creen anticuado. El lecho familiar dejó de ser respetable
mucho antes de que sus ocupantes lo sintieran incómodo. Cuando los planes de
desarrollo han resultado, su éxito a menudo se ha debido a la imprevista
vitalidad del sector de adobes, botes y cartón. La habilidad continua para
producir alimentos en tierra marginal y en traspatios citadinos ha salvado las campañas
de productividad desde Ucrania hasta Venezuela. La habilidad para asistir a los
enfermos, los viejos y los locos sin ayuda de enfermeras ni guardianes ha
protegido a la mayoría de las crecientes desutilidades específicas que ha
traído el enriquecimiento a nivel simbólico. La pobreza en el sector de
subsistencia no aplasta la autonomía, ni siquiera cuando dicha subsistencia se
ve disminuida por una considerable dependencia del mercado. La gente sigue
motivada para meterse en las vías públicas, burlar los monopolios profesionales
o evadir a los burócratas.
Cuando la percepción de las necesidades personales es el resultado
del diagnóstico profesional, la dependencia se convierte en una dolorosa
sensación de impotencia. Los ancianos en los Estados Unidos pueden nuevamente
servir de paradigma. Se les ha entrenado para experimentar necesidades urgentes
que ningún nivel de relativo privilegio
puede satisfacer. Mientras más dinero de impuestos se gasta en auxiliar su
fragilidad, más sutil es su conciencia de decadencia. Al mismo tiempo, su
habilidad para cuidarse solos se ha marchitado, junto con la desaparición de
los arreglos sociales que les permitían ejercer cierta autonomía. Los ancianos
son un ejemplo de la especialización de la pobreza que puede provocar la sobreespecialización
de los servicios. Los viejos en los Estados Unidos son sólo un ejemplo extremo
del sufrimiento promovido por la privación de alto costo. Al haber aprendido a
identificar vejez con enfermedad, han desarrollado necesidades económicas
ilimitadas a fin de pagar interminables tratamientos, por lo común ineficaces,
a menudo degradantes y dolorosos, y que en la mayoría de los casos requieren la
reclusión en un ambiente especializado.
Cinco rostros de la pobreza industrialmente modernizada aparecen
caricaturizados en los acomodados guetos que sirven de retiro a los ricos: a
medida que menos gente muere en la juventud aumenta la incidencia de la enfermedad
crónica; más gente sufre lesiones clínicas por las medidas de salud; los
servicios médicos crecen más lentamente que la difusión y la urgencia de la
demanda; la gente encuentra cada vez menos recursos en su ambiente y en su
cultura que puedan ayudarla a avenirse con su sufrimiento, y así está forzada a
depender de los servicios médicos para atender una gama creciente de problemas
triviales; la gente pierde la habilidad de vivir con la invalidez o el dolor y
llega a depender, para el manejo de cada incomodidad, de personal de servicio
especializado. El resultado acumulativo de la sobreexpansión en la industria de
la asistencia clínica ha desbaratado el poder personal para responder a los
desafíos a la salud y la capacidad de la
gente para enfrentarse a los cambios en sus cuerpos o las modificaciones en su
ambiente.
El poder destructivo de la sobreexpansión médica no significa,
desde luego, que el saneamiento, la inoculación y el control de los portadores
de enfermedades, la educación sanitaria bien distribuida, la arquitectura
saludable y la maquinaria segura, la competencia general en los primeros
auxilios, el acceso igualitario a la atención médica dental y primaria, así
como servicios complejos juiciosamente seleccionados, no pudieran encajar en
una cultura verdaderamente moderna que fomentara la autoasistencia y la
autonomía. Mientras la intervención ingenieril en la relación entre los individuos
y el ambiente se mantiene por debajo de cierta intensidad, en relación con el
grado de libertad de acción del individuo, tal intervención puede reforzar la
competencia del organismo para enfrentar sus circunstancias y crear su propio
futuro. Pero más allá de cierto nivel, la gestión heterónoma de la vida
inevitablemente inhibirá las respuestas no triviales del organismo, para luego
baldarlas y finalmente paralizarlas, y lo que se pretendió conformar como
cuidado de la salud se convertirá en una forma específica de negación de la
salud.
[....]
LA RECUPERACIÓN DE LA SALUD (Cap. 8)
Gran parte del sufrimiento humano ha sido siempre obra del hombre
mismo. La historia es un largo catálogo de esclavitud y explotación, contada habitualmente en las epopeyas de los conquistadores o las elegías de sus víctimas. La guerra estuvo en las entrañas de esta historia; la guerra y el
pillaje, el hambre y la peste que provocaba como consecuencia. Pero no fue sino hasta
los tiempos modernos que los efectos secundarios no deseados —materiales,
sociales y psicológicos— de las llamadas empresas pacíficas empezaron a
competir con la guerra, en cuanto a poder destructivo.
El hombre es el único animal cuya evolución ha sido condicionada
por la adaptación en más de un frente. Si no sucumbía a las bestias
depredadoras y las fuerzas de la naturaleza, tenía que luchar contra los usos y
abusos de otros de su especie. En esa lucha contra los elementos y sus vecinos,
se formaron su carácter y cultura, se debilitaron sus instintos y su territorio
se convirtió en hogar.
Los animales se adaptan a través de la evolución respondiendo a
cambios en su ambiente natural. Únicamente en el hombre la respuesta a los
desafíos y las situaciones difíciles y amenazantes adopta la forma de la acción
racional y el hábito consciente. El hombre puede moldear sus relaciones con la
naturaleza y el prójimo, y es capaz de sobrevivir incluso cuando su empresa ha
fracasado parcialmente. Es el animal que puede soportar las pruebas con
paciencia y aprender de ellas entendiéndolas. Es el único ser que puede y debe
resignarse a los límites cuando llega a percatarse de ellos. La reacción consciente
a las sensaciones de dolor, a la discapacidad física y la inevitabilidad de la
muerte es parte de la capacidad del hombre para sobrellevar su existencia. La
capacidad para rebelarse y perseverar, para la terca resistencia y la
resignación, son parte integral de la vida y la salud humanas.
Pero la naturaleza y el prójimo son sólo dos de las tres fronteras
con las que debe habérselas el hombre. Siempre se ha reconocido un tercer
frente en que el destino puede amenazarle. Para preservar sus posibilidades de
vivir, el hombre debe también sobrevivir a esos sueños que el mito ha
moldeado y controlado. En el presente, la sociedad debe desarrollar programas para hacer
frente a los deseos irracionales de sus miembros más dotados. Hasta la fecha,
el mito había cumplido la función de ponerle límites a la materialización de sus
sueños codiciosos, envidiosos y asesinos. El mito había otorgado seguridad al
hombre común de que estará a salvo en esta tercera frontera si se mantiene
dentro de sus límites. El mito les aseguró el desastre a esos pocos que
trataron de ser más listos que los dioses. El hombre común perecía por alguna dolencia
o por la violencia. Únicamente el rebelde contra la condición humana caía presa de
Némesis, la envidia de los dioses.
Némesis industrializada
Prometeo no era el hombre común sino el héroe. Motivado por la
codicia radical (pleonexia), él rebasó
los límites del hombre (aitia y mesotes)
y con una arrogancia ilimitada (hybris)
robó el fuego del cielo. De ese modo inevitablemente atrajo sobre sí a Némesis.
Fue encadenado y sujetado a una roca del Cáucaso. Un buitre le devoraba las
entrañas todo el día y los dioses sanadores lo curaban cruelmente manteniéndolo vivo y reponiéndole el hígado todas las noches. Némesis le impuso un
tipo de dolor destinado a semidioses, no a hombres. Su sufrimiento interminable
y sin esperanzas convirtió al héroe en un recordatorio inmortal de la inexorable represalia cósmica.
La naturaleza social de némesis ha cambiado actualmente. Con la industrialización
del deseo y el moldeamiento de las respuestas rituales correspondientes, la hybris se ha extendido por doquier. El
progreso material ilimitado ha llegado a ser la meta del hombre común. La hybris industrial ha destruido la
estructura mítica que limitaba las fantasías irracionales, ha logrado que las respuestas técnicas a los sueños insensatos parezcan racionales y ha
convertido la búsqueda de valores destructivos en una conspiración entre
proveedores y clientes. Némesis para las masas es lo que ahora nos llega como contragolpe inexorable del progreso industrial. La némesis moderna es la materialización del monstruo nacido del
sueño industrial dominante. Se ha extendido a lo largo y ancho del mundo a la par de la escolarización universal, el transporte masivo, el trabajo industrial
asalariado y la medicalización de la salud.
Los mitos heredados han dejado de proporcionar límites para la
acción. La especie sólo podrá sobrevivir a la pérdida de sus mitos
tradicionales si aprende a afrontar racional y políticamente sus sueños
envidiosos, codiciosos y perezosos. El mito solo ya no puede hacer este
trabajo. Los límites al crecimiento industrial, establecidos políticamente, habrán
de ocupar el lugar de los tabúes mitológicos. La investigación y el reconocimiento
político de las condiciones materiales necesarias para la sobrevivencia,
equidad y eficacia tendrán que fijar los límites al modo industrial de producción.
La némesis contemporánea ha llegado a ser estructural y endémica. Cada vez más, las
calamidades provocadas por el hombre son subproductos de empresas que se
suponía habrían de proteger al común de la gente en su lucha contra la
inclemencia del medio y las arbitrariedades injustas impuestas por la élite. Pero la principal causa del dolor, la invalidez y la muerte ha llegado a ser el
hostigamiento, aunque no fuese intencional, de las instituciones. Nuestras
dolencias, desamparos e injusticias más comunes son principalmente efectos
secundarios de estrategias para tener más y mejor educación, vivienda,
alimentación y salud.
Una sociedad que valora la enseñanza planificada por encima del
aprendizaje autónomo no puede sino enseñar al hombre a adaptarse a su burbuja planificada. Una sociedad cuya locomoción depende en gran medida del
transporte capitalizado no puede sino hacer lo mismo. Más allá de cierto nivel,
la energía empleada en el transporte inmoviliza y esclaviza a la mayoría de desconocidos pasajeros anónimos y proporciona ventajas únicamente a la élite.
No hay combustible nuevo, ni tecnología o controles públicos que puedan impedir
que la creciente movilización y aceleración de la sociedad produzca cada
vez más una vida ajetreada, la parálisis programada y mayor desigualdad. Lo mismo ocurre en la
agricultura. Una vez traspasado cierto nivel de inversión de capital en los cultivos y el procesamiento de alimentos, la desnutrición [local] se volverá generalizada. Los resultados
de la Revolución Verde destrozarán entonces el hígado de los
consumidores más eficazmente que el buitre de Zeus. Pasado ese punto, ninguna ingeniería
biológica puede impedir la desnutrición ni el envenenamiento [global] de los alimentos. Lo que está ocurriendo en el Sahel subsahariano es sólo un ensayo
general de la hambruna [u obsesidad] mundial que nos invade. No es sino la
aplicación de una ley general. Cuando el modo industrial produce más allá de cierta proporción de valor, se paralizan las actividades de subsistencia,
disminuye la equidad y se reduce la satisfacción total. No será la hambruna
esporádica que antiguamente llegaba con sequías y guerras, ni la escasez
ocasional de alimentos que podía remediarse mediante la buena voluntad y los envíos
de emergencia. El hambre que viene es un subproducto de la inevitable
concentración de la agricultura industrializada en los países ricos y en las
regiones fértiles de los países pobres. Lo paradójico es que el intento de prevenir la hambruna mediante nuevos incrementos en la agricultura industrializada sólo amplía el alcance de la catástrofe al disminuir [las posibilidades de] el uso de
tierras marginales. La hambruna se incrementará hasta que la tendencia hacia la
producción de uso intensivo de capital por los pobres para los ricos
haya sido sustituida por un nuevo tipo de autonomía rural, regional y de uso
intensivo de mano de obra. Más allá de un cierto nivel de hybris industrial, la némesis [agroalimentaria] ha de instalarse porque el progreso, como
la escoba del aprendiz de brujo, ya no puede ser detenido.
Los defensores del progreso industrial o están ciegos o son corruptos si pretenden que pueden calcular el precio del progreso. Los daños ocasionados por la némesis industrializada no pueden compensarse,
calcularse ni liquidarse. La cuota inicial del desarrollo industrial podría
parecer razonable, pero los pagos periódicos a interés compuesto de una expansión de la producción se acumulan ahora en un sufrimiento que excede cualquier medida
o precio. Cuando a los integrantes de una sociedad se les pide de tiempo en tiempo que
paguen un precio cada vez más alto para las necesidades definidas
industrialmente —a pesar de la evidencia de que con cada unidad están comprando más sufrimiento — el homo economicus,
impulsado por el afán de obtener beneficios marginales, se convierte en homo religiosus, ese sujeto que está dispuesto a
sacrificarse en aras de la ideología industrial. En este momento, la conducta
social comienza a parecerse a la del toxicómano. Las expectativas se vuelven
irracionales y alucinantes. La proporción de sufrimiento autoinfligido supera los
daños producidos por la naturaleza, y todos los perjuicios ocasionados por el prójimo. La hybris induce a un comportamiento masivo autodestructivo. La némesis clásica era el castigo por el abuso
temerario de los privilegiados. La némesis industrial es el castigo por la
participación obediente en la implementación técnica de sueños irracionales que ya no
tienen el freno de la mitología tradicional ni de una autolimitación racional.
La guerra y el hambre, la peste y las catástrofes naturales, la
tortura y la locura continúan siendo compañeros del hombre, pero ahora están
moldeados en una nueva Gestalt por la
némesis contemporánea que los sobrepasa. Cuanto mayor es el progreso económico de cualquier
colectividad, tanto mayor es la parte que tiene la némesis industrializada en el
dolor, la discapacidad, la discriminación y la muerte. Cuanto más intensa es la seguridad depositada en técnicas que promueven la dependencia, tanto mayor es la tasa de
despilfarro, degradación y de ingredientes patógenos que debe contrarrestarse recurriendo a más técnicas todavía, y mayor también la fuerza laboral ocupada en la eliminación de la basura, en
la gestión de los desechos y en el tratamiento terapéutico de personas a quienes el progreso ha
vuelto superfluas.
Ante el desastre inminente, las reacciones adoptan todavía la forma
de mejores planes de estudios, más servicios de mantenimiento de la salud o transformadores de energía más eficientes y menos contaminantes. Todavía se buscan
soluciones en una mejor ingeniería de los sistemas industriales. Se reconoce al
síndrome correspondiente a némesis industrializada, pero todavía se busca su
etiología en una ingeniería defectuosa combinada con una administración en beneficio
propio, ya sea bajo el control de Wall Street o El Partido. Aún no se
reconoce que némesis es la materialización de una respuesta social a una
ideología profundamente equivocada. Tampoco se la entiende como una ilusión descontrolada alimentada por la estructura no tanto técnica sino ritual de nuestras principales
instituciones industriales. Así como los contemporáneos de Galileo se negaban a
mirar a través del telescopio las lunas de Júpiter porque temían que su visión
geocéntrica del mundo se sacudiría, asimismo nuestros contemporáneos se niegan a
afrontar la némesis industrializada porque se sienten incapaces de colocar al
modo autónomo de producción, en lugar del modo industrial, en el centro de sus imaginarios sociopolíticos.
Extractado de Ivan Illich, Medical Nemesis. The Expropriation of Health. New York: Pantheon Books, 1976 (p. 211-220, 261-266). Traducción de Verónica Petrowitsch, revisada y corregida por Hernando Calla.
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