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lunes, 22 de agosto de 2016

Némesis médica. La expropiación de la salud (Parte IV)

Por Iván Illich

CONTRAPRODUCTIVIDAD ESPECÍFICA (Cap. 6)

La iatrogénesis [epidemia provocada por la medicina] sólo podrá controlarse si se la entiende como apenas uno de los aspectos de la dominación destructiva de la industria sobre la sociedad, como una instancia entre otras de esa paradójica contraproductividad que actualmente aflora en todos los sectores industriales de importancia. Al igual que la aceleración consumidora de tiempo, la educación alelante, la defensa militar autodestructiva, la información desorientadora o los proyectos habitacionales desestabilizadores, la medicina patógena es el resultado de una sobreproducción industrial que paraliza la acción autónoma. A fin de enfocar esta contraproductividad específica de la industria contemporánea, hay que distinguir claramente la sobreproducción frustrante de otras dos categorías de cargas económicas con las que suele confundírsele, a saber: la utilidad marginal decreciente y la externalidad negativa. Sin esta distinción entre la frustración específica que constituye la contraproductividad y los precios crecientes o los opresivos costos sociales, la evaluación social de cualquier empresa técnica, ya sea la medicina, el transporte, los medios de comunicación o la educación, seguirá limitada a una mera contabilidad del costo-eficiencia sin aproximarse siquiera a una crítica radical de la eficacia instrumental de estos sectores diversos.

Desutilidades marginales

Los costos directos reflejan cargos de alquileres, pagos por mano de obra, materiales, y otras consideraciones. El costo de producción de un kilómetro-pasajero incluye los pagos realizados para fabricar el vehículo y operar el camino, así como la ganancia redituada a quienes han obtenido el control sobre el trasporte: el interés cobrado por los capitalistas dueños de los instrumentos de producción, y los emolumentos reclamados por los burócratas que monopolizan el stock de conocimiento aplicado en el proceso. El precio es la suma de estas rentas diversas, sea éste pagado por el consumidor de su propio bolsillo o por una agencia social sostenida por sus impuestos. 

La externalidad negativa es el nombre de los costos sociales no incluidos en el precio monetario; es la designación común para aquellas cargas, privaciones, molestias y perjuicios que impongo a los demás por cada kilómetro-pasajero que viajo. La suciedad, el ruido y la fealdad que mi auto añade a la ciudad; los daños causados por los choques y la contaminación; la degradación del ambiente total a causa del oxígeno que quemo y los venenos que esparzo; el costo creciente del departamento de policía; y también la discriminación contra los pobres relacionada con el tráfico: todas son externalidades negativas que se asocian a cada kilómetro-pasajero. Algunas pueden internalizarse con facilidad en el precio de compra, como por ejemplo los daños que causan los choques y que paga el seguro. Otras externalidades que no se muestran en el precio de mercado podrían ser internalizadas en la misma forma: el costo de tratamiento del cáncer, causado por los gases del escape, podría añadirse a cada litro de combustible, para gastarse en la detección y cirugía del cáncer o en su prevención a través de aparatos anticontaminantes y máscaras antigases. Pero la mayor parte de las externalidades no pueden cuantificarse ni internalizarse: si se aumenta el precio de la gasolina para reducir el agotamiento de las reservas petrolíferas y del oxígeno atmosférico, cada kilómetro-pasajero se hace más costoso y es más un privilegio; se disminuye el daño ambiental pero se aumenta la inequidad social. Más allá de un cierto nivel de intensidad en la producción industrial, las externalidades no pueden reducirse sino sólo desplazarse.

La contraproductividad es algo distinto de un costo individual o un costo social; es distinta de la utilidad decreciente que se obtiene de una unidad monetaria y de todas las formas de perjuicio externo. Aparece toda vez que el uso de una institución paradójicamente aleja a la sociedad de aquellas cosas para cuya producción la institución fue creada. Es una forma de frustración social incorporada. El precio de un bien o de un servicio mide lo que el comprador está dispuesto a pagar por lo que obtenga; las externalidades indican lo que la sociedad tolerará para permitir este consumo; la contraproductividad registra el grado de disonancia cognoscitiva predominante que resulta de la transacción: es un indicador social del funcionamiento contraproducente incorporado a un sector económico. La intensidad iatrogénica de nuestra empresa médica es sólo un ejemplo particularmente doloroso de la sobreproducción frustrante  que aparece en igual medida que la aceleración consumidora de tiempo en el tráfico, la estática en las comunicaciones, el adiestramiento para la incompetencia integral en la educación, el desarraigo como resultado del desarrollo habitacional, y la sobrealimentación destructiva. Esta contraproductividad específica constituye un efecto secundario no deseable de la producción industrial, que no puede ser externalizado del sector económico particular que lo produce. En lo fundamental, no se debe a errores técnicos ni a una explotación de clase sino a la destrucción industrialmente generada de aquellas condiciones ambientales, sociales y psicológicas necesarias para el desarrollo de valores de uso no industriales o no profesionales. La contraproductividad es el resultado de una parálisis, industrialmente inducida, de la práctica de la actividad autónoma. 

Mercancías contra valores de uso

La distorsión industrial de nuestra percepción compartida de la realidad nos ha vuelto ciegos al nivel contraproducente de nuestra empresa. Vivimos en una época en que la enseñanza está planificada, la residencia estandarizada, el tráfico motorizado y las comunicaciones programadas, y donde por primera vez, una gran parte de todos los víveres consumidos por la humanidad pasan a través de mercados interregionales. En una sociedad tan intensamente industrializada, la gente está condicionada para obtener las cosas más que para hacerlas; se le entrena para valorar lo que puede comprarse más que lo que ella misma puede crear. Quiere ser enseñada, transportada, tratada o guiada en lugar de aprender, moverse, curar y hallar su propio camino. Se asignan funciones personales a las instituciones impersonales. Curar deja de considerarse la tarea del enfermo. Se convierte, primero, en el deber de reparadores de los cuerpos individuales y después cambia de un servicio personal a ser el producto de una agencia anónima. En el proceso, la sociedad se reacomoda en función del sistema de asistencia a la salud, y se hace cada vez más difícil cuidar de la salud propia. Los bienes y los servicios contaminan los dominios de la libertad.

Las escuelas producen educación, los vehículos motorizados producen transporte y la medicina produce asistencia médica. Estos productos de consumo general tienen todas las características de mercancías. Sus costos de producción pueden añadirse al producto nacional bruto (PNB) o sustraerse de éste, su escasez puede medirse en términos de valor marginal y su costo establecerse en equivalentes monetarios. Por su naturaleza misma estos artículos crean un mercado. Como la educación escolar y el transporte motorizado, la asistencia clínica es el resultado de una producción de mercancías intensiva en utilización de capital; los servicios producidos están planeados para otros, no con los otros ni para el productor.

Debido a la industrialización de nuestra visión del mundo, a menudo se pasa por alto que cada una de estas mercancías todavía compite con un valor de uso, no mercantilizable, que la gente produce libremente por su propia cuenta. La gente aprende viendo y haciendo, se mueve con sus pies, se cura, cuida su salud, y atiende la salud de los demás. Estas actividades poseen valores de uso que resisten a la mercantilización. La parte más valiosa del aprendizaje, del movimiento corporal y de la curación no aparece en el PNB. La gente aprende su lengua materna, se desplaza, tiene sus hijos y los cría, se recupera de un hueso roto y prepara los alimentos locales, haciendo todas estas cosas con mayor o menor competencia y gozo. Todas estas actividades son valiosas aunque casi nunca se emprenden ni pueden emprenderse por dinero, aunque pueden devaluarse si hay demasiado dinero cerca.

El logro de una meta social concreta no puede medirse en términos de producción industrial, ni en su cantidad ni en la curva que representa su distribución y sus costos sociales. La eficacia de cada sector industrial se determina por la correlación entre las mercancías producidas por la sociedad y la producción autónoma de los valores de uso correspondientes. La eficacia de una sociedad para producir niveles altos de movilidad, vivienda o nutrición depende de cómo engranan los artículos mercantiles con la acción espontánea inalienable.

Cuando la mayor parte de las necesidades de la mayoría de la gente se satisface en un modo de producción doméstico o comunitario, la brecha entre las expectativas y la satisfacción tiende a ser estrecha y estable. El aprendizaje, la locomoción o el cuidado a los enfermos son resultado de iniciativas altamente descentralizadas, de insumos autónomos y de una producción total autolimitada. En las condiciones de una economía de subsistencia, las herramientas utilizadas en la producción determinan las necesidades que la aplicación de estas mismas herramientas puede cubrir. Por ejemplo, la gente sabe lo que puede esperar cuando se enferma. Alguien en la aldea o en el pueblo cercano conocerá todos los remedios que han servido en el pasado, y más allá de ello está el ámbito imprevisible del milagro. Hasta fines del siglo XIX, la mayoría de las familias, incluso en los países occidentales, proporcionaban casi toda la terapéutica que se conocía. Cada hombre encaraba por sí mismo casi todo el aprendizaje, la locomoción o la curación, y las herramientas que necesitaba se producían dentro de su familia o la aldea.

La producción autónoma puede, claro está, complementarse con productos industriales que habrán sido diseñados y, con frecuencia, manufacturados fuera del control comunitario directo. La actividad autónoma puede hacerse más eficaz y más descentralizada utilizando herramientas fabricadas industrialmente como ser: bicicletas, impresoras, grabadoras o equipos de rayos X. Pero también puede ser obstaculizada, devaluada y bloqueada por un reordenamiento total de la sociedad en favor de la industria. La sinergia entre los modos autónomo y heterónomo de producción adquiere entonces un aspecto negativo. El reordenamiento de la sociedad en favor de la producción planificada de mercancías tiene dos aspectos que resultan finalmente destructivos: a la gente se le entrena para consumir y no para actuar, y al mismo tiempo se restringe su radio de acción. El instrumento enajena al trabajador de su labor. Quienes solían desplazarse en bicicleta se ven echados del camino por los intolerables niveles de tráfico, y lo pacientes acostumbrados a hacerse cargo de sus propias dolencias, descubren que los remedios de ayer sólo pueden obtenerse por prescripción médica y son en consecuencia difícilmente conseguibles. El trabajo asalariado y las relaciones  mercantilizadas se expanden al mismo tiempo que la producción autónoma y las relaciones de libre mutualidad se debilitan.

El alcanzar objetivos sociales eficazmente depende del grado en que los dos modos fundamentales de producción se complementan o se obstaculizan uno al otro. Llegar a conocer  y controlar verdaderamente un ambiente físico y social determinado depende de la educación formal de las personas y de la oportunidad y motivación que tengan para aprender en una forma no programada. El tráfico eficaz depende de la habilidad de la gente para llegar de manera rápida y conveniente a donde tiene que ir. La asistencia eficaz al enfermo depende del grado en que el dolor y la disfunción se le hacen tolerables y se estimula su restablecimiento. La satisfacción eficiente de estas necesidades debe distinguirse claramente de la eficacia con que se fabrican y se comercializan los productos industriales, y del número de certificados, de kilómetros-pasajero, de unidades habitacionales o de operaciones médicas realizadas. Pasado cierto umbral, todos estos productos se necesitarán sólo como remedios; sustituirán a las actividades personales que fueron paralizadas por los anteriores productos industriales. Los criterios sociales que permiten evaluar la satisfacción eficaz de necesidades no coinciden con las medidas utilizadas para evaluar la producción y la comercialización de bienes industriales.

Al no tomar en cuenta las contribuciones realizadas por el modo autónomo a la eficacia total con la que puede lograrse cualquier meta social principal, estas medidas no pueden indicar si la eficacia total está aumentando o decreciendo. El número de graduados, por ejemplo, podría estar inversamente relacionado con la competencia general. Con mucho menos razón estas mediciones técnicas podrán indicar quiénes son los beneficiarios y quiénes los perdedores del crecimiento industrial, quiénes son los pocos que pueden conseguir más y hacer más, y quiénes caen en la mayoría cuyo acceso marginal a los productos industriales se complica con la pérdida de su capacidad autónoma. Sólo el juicio de carácter político puede hacer este balance.

Modernización de la pobreza

Los más dañados por la institucionalización contraproducente no son los más pobres en términos monetarios. Las víctimas típicas de la despersonalización de los valores son aquellos desprovistos de poder en un medio creado para los enriquecidos industrialmente. Entre los carentes de poder puede haber gente relativamente acomodada dentro de su sociedad o confinados en instituciones de benevolencia social. La dependencia inhabilitante los reduce a la pobreza modernizada. Las políticas que pretenden remediar el nuevo sentimiento de privación no sólo serán fútiles sino que agravarán el daño. Al prometer más artículos de consumo en vez de proteger la autonomía, intensificarán la dependencia inhabilitante.

Los pobres de Bengala o de Perú aún sobreviven con empleos ocasionales y alguna incursión esporádica en la economía de mercado: viven del arte inmemorial de arreglárselas. Todavía son capaces de estirar las provisiones, de alternar periodos de vacas gordas y flacas, de entretejer relaciones gratuitas por medio de las cuales truecan o intercambian bienes y servicios que no están hechos para el mercado ni son tomados en cuenta por éste. En el campo, en ausencia de la televisión, disfrutan viviendo en casas construidas sobre modelos tradicionales. Atraídos o empujados a la ciudad, se agazapan en los márgenes del sector del acero y el petróleo, donde edifican una economía provisional con los desperdicios que usan para construir chozas. Su exposición al hambre extrema crece junto con su dependencia de los alimentos mercantiles.

A lo largo de toda su evolución en el transcurso de suficientes generaciones, el Homo sapiens ha mostrado una alta competencia para desarrollar una gran variedad de formas culturales, cada una destinada a mantener a la población total de una región dentro de los límites de recursos que podían compartirse o intercambiarse formalmente en ese medio limitado. La atrofia mundial y homogénea de la capacidad de sobrevivencia comunitaria de las poblaciones locales se desarrolló con el imperialismo y con sus variantes contemporáneas del desarrollo industrial y la ayuda internacional de moda.

La invasión de los países subdesarrollados por nuevos instrumentos de producción organizados con miras a la eficacia financiera más que a la eficiencia local, y al control profesional antes que social, descalifica inevitablemente la tradición y el aprendizaje autónomo y crea la necesidad de terapias provenientes de maestros, médicos y trabajadores sociales. A medida que la radio y la carretera moldean las vidas de quienes son alcanzados por los estándares industriales, degradan la artesanía, la morada o el cuidado de la salud locales. Esta degradación ocurre más rápidamente que la desaparición de las destrezas para esas actividades. El masaje azteca alivia a muchos que ya no lo admiten porque lo creen anticuado. El lecho familiar dejó de ser respetable mucho antes de que sus ocupantes lo sintieran incómodo. Cuando los planes de desarrollo han resultado, su éxito a menudo se ha debido a la imprevista vitalidad del sector de adobes, botes y cartón. La habilidad continua para producir alimentos en tierra marginal y en traspatios citadinos ha salvado las campañas de productividad desde Ucrania hasta Venezuela. La habilidad para asistir a los enfermos, los viejos y los locos sin ayuda de enfermeras ni guardianes ha protegido a la mayoría de las crecientes desutilidades específicas que ha traído el enriquecimiento a nivel simbólico. La pobreza en el sector de subsistencia no aplasta la autonomía, ni siquiera cuando dicha subsistencia se ve disminuida por una considerable dependencia del mercado. La gente sigue motivada para meterse en las vías públicas, burlar los monopolios profesionales o evadir a los burócratas.

Cuando la percepción de las necesidades personales es el resultado del diagnóstico profesional, la dependencia se convierte en una dolorosa sensación de impotencia. Los ancianos en los Estados Unidos pueden nuevamente servir de paradigma. Se les ha entrenado para experimentar necesidades urgentes que ningún nivel de relativo privilegio puede satisfacer. Mientras más dinero de impuestos se gasta en auxiliar su fragilidad, más sutil es su conciencia de decadencia. Al mismo tiempo, su habilidad para cuidarse solos se ha marchitado, junto con la desaparición de los arreglos sociales que les permitían ejercer cierta autonomía. Los ancianos son un ejemplo de la especialización de la pobreza que puede provocar la sobreespecialización de los servicios. Los viejos en los Estados Unidos son sólo un ejemplo extremo del sufrimiento promovido por la privación de alto costo. Al haber aprendido a identificar vejez con enfermedad, han desarrollado necesidades económicas ilimitadas a fin de pagar interminables tratamientos, por lo común ineficaces, a menudo degradantes y dolorosos, y que en la mayoría de los casos requieren la reclusión en un ambiente especializado.

Cinco rostros de la pobreza industrialmente modernizada aparecen caricaturizados en los acomodados guetos que sirven de retiro a los ricos: a medida que menos gente muere en la juventud aumenta la incidencia de la enfermedad crónica; más gente sufre lesiones clínicas por las medidas de salud; los servicios médicos crecen más lentamente que la difusión y la urgencia de la demanda; la gente encuentra cada vez menos recursos en su ambiente y en su cultura que puedan ayudarla a avenirse con su sufrimiento, y así está forzada a depender de los servicios médicos para atender una gama creciente de problemas triviales; la gente pierde la habilidad de vivir con la invalidez o el dolor y llega a depender, para el manejo de cada incomodidad, de personal de servicio especializado. El resultado acumulativo de la sobreexpansión en la industria de la asistencia clínica ha desbaratado el poder personal para responder a los desafíos a la salud  y la capacidad de la gente para enfrentarse a los cambios en sus cuerpos o las modificaciones en su ambiente.

El poder destructivo de la sobreexpansión médica no significa, desde luego, que el saneamiento, la inoculación y el control de los portadores de enfermedades, la educación sanitaria bien distribuida, la arquitectura saludable y la maquinaria segura, la competencia general en los primeros auxilios, el acceso igualitario a la atención médica dental y primaria, así como servicios complejos juiciosamente seleccionados, no pudieran encajar en una cultura verdaderamente moderna que fomentara la autoasistencia y la autonomía. Mientras la intervención ingenieril en la relación entre los individuos y el ambiente se mantiene por debajo de cierta intensidad, en relación con el grado de libertad de acción del individuo, tal intervención puede reforzar la competencia del organismo para enfrentar sus circunstancias y crear su propio futuro. Pero más allá de cierto nivel, la gestión heterónoma de la vida inevitablemente inhibirá las respuestas no triviales del organismo, para luego baldarlas y finalmente paralizarlas, y lo que se pretendió conformar como cuidado de la salud se convertirá en una forma específica de negación de la salud.

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LA RECUPERACIÓN DE LA SALUD (Cap. 8)

Gran parte del sufrimiento humano ha sido siempre obra del hombre mismo. La historia es un largo catálogo de esclavitud y explotación, contada habitualmente en las epopeyas de los conquistadores o las elegías de sus víctimas. La guerra estuvo en las entrañas de esta historia; la guerra y el pillaje, el hambre y la peste que provocaba como consecuencia. Pero no fue sino hasta los tiempos modernos que los efectos secundarios no deseados —materiales, sociales y psicológicos— de las llamadas empresas pacíficas empezaron a competir con la guerra, en cuanto a poder destructivo.

El hombre es el único animal cuya evolución ha sido condicionada por la adaptación en más de un frente. Si no sucumbía a las bestias depredadoras y las fuerzas de la naturaleza, tenía que luchar contra los usos y abusos de otros de su especie. En esa lucha contra los elementos y sus vecinos, se formaron su carácter y cultura, se debilitaron sus instintos y su territorio se convirtió en hogar.

Los animales se adaptan a través de la evolución respondiendo a cambios en su ambiente natural. Únicamente en el hombre la respuesta a los desafíos y las situaciones difíciles y amenazantes adopta la forma de la acción racional y el hábito consciente. El hombre puede moldear sus relaciones con la naturaleza y el prójimo, y es capaz de sobrevivir incluso cuando su empresa ha fracasado parcialmente. Es el animal que puede soportar las pruebas con paciencia y aprender de ellas entendiéndolas. Es el único ser que puede y debe resignarse a los límites cuando llega a percatarse de ellos. La reacción consciente a las sensaciones de dolor, a la discapacidad física y la inevitabilidad de la muerte es parte de la capacidad del hombre para sobrellevar su existencia. La capacidad para rebelarse y perseverar, para la terca resistencia y la resignación, son parte integral de la vida y la salud humanas.

Pero la naturaleza y el prójimo son sólo dos de las tres fronteras con las que debe habérselas el hombre. Siempre se ha reconocido un tercer frente en que el destino puede amenazarle. Para preservar sus posibilidades de vivir, el hombre debe también sobrevivir a esos sueños que el mito ha moldeado y controlado. En el presente, la sociedad debe desarrollar programas para hacer frente a los deseos irracionales de sus miembros más dotados. Hasta la fecha, el mito había cumplido la función de ponerle límites a la materialización de sus sueños codiciosos, envidiosos y asesinos. El mito había otorgado seguridad al hombre común de que estará a salvo en esta tercera frontera si se mantiene dentro de sus límites. El mito les aseguró el desastre a esos pocos que trataron de ser más listos que los dioses. El hombre común perecía por alguna dolencia o por la violencia. Únicamente el rebelde contra la condición humana caía presa de Némesis, la envidia de los dioses.

Némesis industrializada

Prometeo no era el hombre común sino el héroe. Motivado por la codicia radical (pleonexia), él rebasó los límites del hombre (aitia y mesotes) y con una arrogancia ilimitada (hybris) robó el fuego del cielo. De ese modo inevitablemente atrajo sobre sí a Némesis. Fue encadenado y sujetado a una roca del Cáucaso. Un buitre le devoraba las entrañas todo el día y los dioses sanadores lo curaban cruelmente manteniéndolo vivo y reponiéndole el hígado todas las noches. Némesis le impuso un tipo de dolor destinado a semidioses, no a hombres. Su sufrimiento interminable y sin esperanzas convirtió al héroe en un recordatorio inmortal de la inexorable represalia cósmica.

La naturaleza social de némesis ha cambiado actualmente. Con la industrialización del deseo y el moldeamiento de las respuestas rituales correspondientes, la hybris se ha extendido por doquier. El progreso material ilimitado ha llegado a ser la meta del hombre común. La hybris industrial ha destruido la estructura mítica que limitaba las fantasías irracionales, ha logrado que las respuestas técnicas a los sueños insensatos parezcan racionales y ha convertido la búsqueda de valores destructivos en una conspiración entre proveedores y clientes. Némesis para las masas es lo que ahora nos llega como contragolpe inexorable del progreso industrial. La némesis moderna es la materialización del monstruo nacido del sueño industrial dominante. Se ha extendido a lo largo y ancho del mundo a la par de la escolarización universal, el transporte masivo, el trabajo industrial asalariado y la medicalización de la salud.

Los mitos heredados han dejado de proporcionar límites para la acción. La especie sólo podrá sobrevivir a la pérdida de sus mitos tradicionales si aprende a afrontar racional y políticamente sus sueños envidiosos, codiciosos y perezosos. El mito solo ya no puede hacer este trabajo. Los límites al crecimiento industrial, establecidos políticamente, habrán de ocupar el lugar de los tabúes mitológicos. La investigación y el reconocimiento político de las condiciones materiales necesarias para la sobrevivencia, equidad y eficacia tendrán que fijar los límites al modo industrial de producción.

La némesis contemporánea ha llegado a ser estructural y endémica. Cada vez más, las calamidades provocadas por el hombre son subproductos de empresas que se suponía habrían de proteger al común de la gente en su lucha contra la inclemencia del medio y las arbitrariedades injustas impuestas por la élite. Pero la principal causa del dolor, la invalidez y la muerte ha llegado a ser el hostigamiento, aunque no fuese intencional, de las instituciones. Nuestras dolencias, desamparos e injusticias más comunes son principalmente efectos secundarios de estrategias para tener más y mejor educación, vivienda, alimentación y salud.

Una sociedad que valora la enseñanza planificada por encima del aprendizaje autónomo no puede sino enseñar al hombre a adaptarse a su burbuja planificada. Una sociedad cuya locomoción depende en gran medida del transporte capitalizado no puede sino hacer lo mismo. Más allá de cierto nivel, la energía empleada en el transporte inmoviliza y esclaviza a la mayoría de desconocidos pasajeros anónimos y proporciona ventajas únicamente a la élite. No hay combustible nuevo, ni tecnología o controles públicos que puedan impedir que la creciente movilización y aceleración de la sociedad produzca cada vez más una vida ajetreada, la parálisis programada y mayor desigualdad. Lo mismo ocurre en la agricultura. Una vez traspasado cierto nivel de inversión de capital en los cultivos y el procesamiento de alimentos, la desnutrición [local] se volverá generalizada. Los resultados de la Revolución Verde destrozarán entonces el hígado de los consumidores más eficazmente que el buitre de Zeus. Pasado ese punto, ninguna ingeniería biológica puede impedir la desnutrición ni el envenenamiento [global] de los alimentos. Lo que está ocurriendo en el Sahel subsahariano es sólo un ensayo general de la hambruna [u obsesidad] mundial que nos invade. No es sino la aplicación de una ley general. Cuando el modo industrial produce más allá de cierta proporción de valor, se paralizan las actividades de subsistencia, disminuye la equidad y se reduce la satisfacción total. No será la hambruna esporádica que antiguamente llegaba con sequías y guerras, ni la escasez ocasional de alimentos que podía remediarse mediante la buena voluntad y los envíos de emergencia. El hambre que viene es un subproducto de la inevitable concentración de la agricultura industrializada en los países ricos y en las regiones fértiles de los países pobres. Lo paradójico es que el intento de prevenir la hambruna mediante nuevos incrementos en la agricultura industrializada sólo amplía el alcance de la catástrofe al disminuir [las posibilidades de] el uso de tierras marginales. La hambruna se incrementará hasta que la tendencia hacia la producción de uso intensivo de capital por los pobres para los ricos haya sido sustituida por un nuevo tipo de autonomía rural, regional y de uso intensivo de mano de obra. Más allá de un cierto nivel de hybris industrial, la némesis [agroalimentaria] ha de instalarse porque el progreso, como la escoba del aprendiz de brujo, ya no puede ser detenido.

Los defensores del progreso industrial o están ciegos o son corruptos si pretenden que pueden calcular el precio del progreso. Los daños ocasionados por la némesis industrializada no pueden compensarse, calcularse ni liquidarse. La cuota inicial del desarrollo industrial podría parecer razonable, pero los pagos periódicos a interés compuesto de una expansión de la producción se acumulan ahora en un sufrimiento que excede cualquier medida o precio. Cuando a los integrantes de una sociedad se les pide de tiempo en tiempo que paguen un precio cada vez más alto para las necesidades definidas industrialmente —a pesar de la evidencia de que con cada unidad están comprando más sufrimiento — el homo economicus, impulsado por el afán de obtener beneficios marginales, se convierte en homo religiosus, ese sujeto que está dispuesto a sacrificarse en aras de la ideología industrial. En este momento, la conducta social comienza a parecerse a la del toxicómano. Las expectativas se vuelven irracionales y alucinantes. La proporción de sufrimiento autoinfligido supera los daños producidos por la naturaleza, y todos los perjuicios ocasionados por el prójimo. La hybris induce a un comportamiento masivo autodestructivo. La némesis clásica era el castigo por el abuso temerario de los privilegiados. La némesis industrial es el castigo por la participación obediente en la implementación técnica de sueños irracionales que ya no tienen el freno de la mitología tradicional ni de una autolimitación racional.

La guerra y el hambre, la peste y las catástrofes naturales, la tortura y la locura continúan siendo compañeros del hombre, pero ahora están moldeados en una nueva Gestalt por la némesis contemporánea que los sobrepasa. Cuanto mayor es el progreso económico de cualquier colectividad, tanto mayor es la parte que tiene la némesis industrializada en el dolor, la discapacidad, la discriminación y la muerte. Cuanto más intensa es la seguridad depositada en técnicas que promueven la dependencia, tanto mayor es la tasa de despilfarro, degradación y de ingredientes patógenos que debe contrarrestarse recurriendo a más técnicas todavía, y mayor también la fuerza laboral ocupada en la eliminación de la basura, en la gestión de los desechos y en el tratamiento terapéutico de personas a quienes el progreso ha vuelto superfluas.

Ante el desastre inminente, las reacciones adoptan todavía la forma de mejores planes de estudios, más servicios de mantenimiento de la salud o  transformadores de energía más eficientes y menos contaminantes. Todavía se buscan soluciones en una mejor ingeniería de los sistemas industriales. Se reconoce al síndrome correspondiente a némesis industrializada, pero todavía se busca su etiología en una ingeniería defectuosa combinada con una administración en beneficio propio, ya sea bajo el control de Wall Street o El Partido. Aún no se reconoce que némesis es la materialización de una respuesta social a una ideología profundamente equivocada. Tampoco se la entiende como una ilusión descontrolada alimentada por la estructura no tanto técnica sino ritual de nuestras principales instituciones industriales. Así como los contemporáneos de Galileo se negaban a mirar a través del telescopio las lunas de Júpiter porque temían que su visión geocéntrica del mundo se sacudiría, asimismo nuestros contemporáneos se niegan a afrontar la némesis industrializada porque se sienten incapaces de colocar al modo autónomo de producción, en lugar del modo industrial, en el centro de sus imaginarios sociopolíticos.

Extractado de Ivan Illich, Medical Nemesis. The Expropriation of Health. New York: Pantheon Books, 1976 (p. 211-220, 261-266). Traducción de Verónica Petrowitsch, revisada y corregida por Hernando Calla.




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