Manuscrito de Hannah Arendt (1958-59) *
LA
GUERRA TOTAL
Cuando las
primeras bombas atómicas cayeron sobre Hiroshima poniendo un fin rápido e
inesperado a la Segunda Guerra Mundial un escalofrío cruzó el mundo. Cuán
justificado estaba dicho escalofrío todavía no se podía saber entonces. Pues
una sola bomba atómica había conseguido sólo en pocos minutos lo que hubiera
requerido la acción sistemática y masiva de ataques aéreos durante semanas o
meses: arrasar una ciudad. Que la estrategia bélica podía otra vez, como en la
Edad Antigua, no solamente diezmar a los pueblos sino también transformar en un
desierto el mundo habitado por ellos, era algo conocido a los especialistas
desde el bombardeo de Coventry, y a todos desde los ataques aéreos masivos
sobre las ciudades alemanas. Alemania era ya un campo de ruinas, la capital del
país un montón de [escombros] y la bomba atómica, tal como la conocemos desde
la Segunda Guerra Mundial, si bien representaba en la historia de la ciencia
algo absolutamente nuevo, no era sin embargo en el marco de la estrategia
bélica moderna —y, por lo tanto, en el ámbito de los asuntos humanos o, mejor, entre humanos, de que trata la política— más que el punto culminante, alcanzado
por así decir en un salto o cortocircuito, a que impulsaban los acontecimientos
a un ritmo cada vez más vertiginoso.
Es más, la
destrucción del mundo y la aniquilación de la vida humana mediante los
instrumentos de violencia no son [ni tan espantosamente] nuevas y aquellos que
desde siempre han pensado que una condena incondicional de la violencia conduce
a una condena de lo político en general han dejado sólo desde hace pocos años,
más exactamente desde la invención de la bomba de hidrógeno, de tener razón. Al
destruir el mundo no se destruye más que una creación humana y la violencia
necesaria para ello se corresponde exactamente con la inevitable violencia
inherente a todos los procesos humanos de producción [Herstellung]. Los
instrumentos de violencia requeridos para la destrucción se crean a imagen de
las herramientas de la producción y el instrumental técnico siempre los abarca
igualmente a ambos. Lo que los hombres producen pueden destruirlo otra vez, lo
que destruyen pueden construirlo de nuevo. El poder destruir y el poder
producir equilibran la balanza. La fuerza que destruye al mundo y ejerce
violencia sobre él es todavía la misma fuerza de nuestras manos, que violentan
la naturaleza y destruyen algo natural —acaso un árbol para obtener madera y
producir alguna cosa con ella— para formar el mundo.
Que poder
destruir y poder producir equilibren la balanza no tiene, sin embargo, una
validez absoluta. Sólo la tiene para lo producido por el hombre, no para el
poco tangible, pero no por ello menos real, ámbito de las relaciones humanas,
surgidas de la acción en sentido amplio. Sobre esto volveremos más tarde. Lo
decisivo para nosotros en la situación actual es que también en el mundo
propiamente de las cosas el equilibrio entre destruir y reconstruir sólo puede
mantenerse mientras la técnica se circunscriba únicamente [al] procedimiento de
producción, y éste ya no es el caso desde el descubrimiento de la energía
atómica, si bien todavía hoy [1950-60] vivimos en general en un mundo
determinado por la revolución industrial. Tampoco en éste nos las habemos sólo
con cosas naturales, que más o menos transformadas, reaparecen en el mundo
creado por los hombres, sino con procesos naturales generados por el hombre
mismo mediante la imitación e introducidos directamente en el mundo humano. Es
característico de estos procesos que, al igual que un motor de explosión,
transcurran esencialmente entre explosiones, es decir, hablando históricamente,
entre catástrofes que a su vez impulsan el proceso mismo hacia delante. Hoy nos
encontramos en casi todos los ámbitos de nuestra vida en un proceso de este
tipo, en que las explosiones y catástrofes, lejos de significar el hundimiento,
provocan un progreso incesante cuya problematicidad no podemos [sin embargo]
considerar en nuestro contexto. De todas maneras, desde un punto de vista
político puede constatarse en el hecho de que el desastre catastrófico de
Alemania ha contribuido esencialmente a hacer hoy de ella uno de los países más
modernos y avanzados de Europa, mientras que atrás quedan los países que, o
bien no están tan exclusivamente determinados por la técnica [y donde] el ritmo
del proceso de producción y consumo hace provisionalmente superfluas las
catástrofes como América, o bien no han pasado por una catástrofe
definitivamente destructiva, como Francia. El equilibrio entre producir y
destruir no es alterado por la técnica moderna ni por el proceso a que ésta ha
arrastrado al mundo humano. Al contrario, parece como si en el curso de dicho
proceso ambas capacidades, estrechamente emparentadas, se potenciaran mutua e
indisolublemente, de manera que producir y destruir se revelan, incluso
llevados a su medida más extrema, como dos fases apenas diferenciables del
mismo, en el que —para poner un ejemplo cotidiano— la demolición de una casa es
sólo la primera fase de su construcción, y la edificación de la casa misma,
puesto que a ésta se le calcula una duración determinada, ya puede incluirse en
un proceso incesante de demolición y reconstrucción.
Con
frecuencia se ha dudado, no sin razón, de que los hombres en medio de esta
progresión necesariamente catastrófica, que ellos mismos han desencadenado,
puedan seguir siendo dueños y señores de su mundo y de los asuntos humanos. Es
desconcertante sobre todo la aparición de las ideologías totalitarias, en las
cuales el hombre se entiende como un exponente de dicho progreso catastrófico
desencadenado por él mismo, exponente cuya función esencial consiste en hacer
avanzar el proceso cada vez más rápidamente. Respecto a esta inquietante
adecuación no debería olvidarse, sin embargo, que se trata únicamente de
ideologías y que las fuerzas naturales que el hombre emplea a su servicio
pueden todavía [calcularse] en caballos de fuerza, es decir, en unidades dadas
en la naturaleza, tomadas del entorno inmediato del hombre. Que éste consiga
duplicar o centuplicar su propia fuerza mediante el aprovechamiento de la
naturaleza puede considerarse una violación de ésta si, con la Biblia en la
mano, se cree que el hombre fue creado para protegerla y servirla y no al
revés. Pero aquí da igual quién sirva o esté predestinado por decisión divina a
servir a quién. Lo que es innegable es que la fuerza de los hombres, tanto la
productiva como la de la labor, es un fenómeno natural, que la violencia es una
posibilidad inherente a dicha fuerza y, por lo tanto, también natural y,
finalmente, que el hombre, mientras sólo tenga que habérselas con fuerzas
naturales, permanece en un ámbito [terrestre] natural al que él mismo y sus
fuerzas, en cuanto ser vivo orgánico, pertenece. Esto no varía por el hecho de
que utilice su fuerza y la extraída de la naturaleza para producir algo
completamente no natural, a saber, un mundo [artificial] —algo que, sin el
hombre, de modo únicamente «natural» no existiría–. O, dicho de otro modo,
mientras el poder producir y el poder destruir equilibran la balanza todo es,
en cierta manera, todavía normal y lo que las ideologías totalitarias dicen
sobre la esclavización del hombre por el proceso que él mismo ha puesto en
marcha es sólo un fantasma, ya que los hombres continúan siendo dueños del
mundo que han construido y señores del potencial destructivo que han creado.
Pero el
descubrimiento de la energía atómica, la invención de una técnica propulsada
por energía nuclear podría alterar esta situación, ya que lo que se pone en
marcha no son procesos naturales sino procesos que, no siendo [terrestres],
actúan sobre la Tierra con el fin de producir y destruir el mundo. Estos
procesos provienen del universo que rodea a la Tierra, y el hombre, al
violentarla, ya no se comporta como un ser vivo, sino como un ser capaz de
orientarse en el universo —aunque únicamente pueda vivir bajo las condiciones
dadas en la Tierra y por la naturaleza–. Estas fuerzas universales ya no pueden
medirse en caballos de fuerza o cualquier otra medida natural y, puesto que no
son de naturaleza terrestre, podrían destruir la Tierra del mismo modo que los
procesos naturales que el hombre maneja pueden destruir el mundo construido por
él mismo. El horror que se apoderó de la humanidad cuando supo de la primera
bomba atómica fue el horror ante esta fuerza [sobrenatural] (en el sentido más
verdadero de la palabra sobrenatural) procedente del universo, y el número de
casas y calles destruidas, así como la cifra de vidas humanas aniquiladas,
fueron de importancia sólo porque era de una fuerza simbólica inquietante e
imborrable que la recién descubierta fuente de energía ya hubiera causado, sólo
al nacer, muerte y destrucción a tan gran escala.
Este horror
pronto se mezcló con una indignación no menos justificada y en el momento mucho
más [intensa], ya que el poderío de la nueva arma, entonces todavía absoluto,
se había comprobado en ciudades habitadas, cuando se hubiera podido ensayar
igual de bien y de un modo políticamente no menos efectivo, en un desierto o en
una isla deshabitada. En esta indignación también se percibía anticipadamente
algo cuya monstruosa realidad sólo sabemos hoy, es decir, el hecho de que
ninguno de los estados mayores de las grandes potencias niega ya que, en una
guerra, una vez puesta en marcha, los contendientes utilizan inevitablemente
las armas de que disponen en ese momento. Esto, evidentemente, sólo cuando la
guerra ya no tiene una meta y su finalidad no es ya un tratado de paz entre los
gobiernos combatientes sino una victoria que comporte la aniquilación como Estado —o incluso física— del adversario. Esta posibilidad ya se [pretendió] en
la Segunda Guerra Mundial al exigirse a Alemania y Japón una capitulación
incondicional, pero su plena atrocidad sólo se reveló cuando las bombas
atómicas sobre Japón demostraron que las amenazas de una aniquilación total no
eran charlatanería vacía y que los medios necesarios para ella estaban
realmente a mano. Hoy, consecuentemente con el desarrollo de dicha posibilidad,
ya nadie duda de que una tercera guerra mundial difícilmente acabará de otro modo
que con la aniquilación del vencido. Estamos todos tan fascinados por la guerra
total que apenas podemos imaginarnos que la constitución norteamericana o el
actual régimen ruso sobrevivieran a la derrota tras una eventual guerra entre
Rusia y Norteamérica. [1*] Pero esto significa que en una futura guerra ya no
se trataría del logro o la pérdida de poder, de fronteras, mercados y espacios
vitales, de cuestiones, en fin, que también podrían obtenerse sin violencia por
la vía de la negociación política. Así, la guerra ha dejado de ser la ultima
ratio de conferencias y negociaciones cuya ruptura causaba el inicio de
unas acciones militares que no eran más que la continuación de la política
con otros medios. [cursivas añadidas, edhc] De lo que se trata actualmente más
bien es de algo que [obviamente] no podría ser nunca objeto de negociaciones:
la [propia] existencia de un país o un pueblo. En este estadio en que ya no se
presupone como algo dado la coexistencia de las partes enemigas y sólo se
quiere zanjar de modo violento los conflictos surgidos entre ellas, la guerra
deja de ser un medio de la política y empieza, en tanto que guerra de
aniquilación, a traspasar los límites impuestos a lo político y con ello a
destruirlo.
Sabido es
que esta hoy denominada guerra total tiene su origen en los totalitarismos, con
los cuales está indefectiblemente unida; la de aniquilación es la única guerra
adecuada al sistema totalitario. Fueron países gobernados totalitariamente los
que proclamaron la guerra total y, al hacerlo, impusieron necesariamente su ley
al mundo no totalitario. Cuando un principio de tal alcance hace su aparición
en el mundo es casi imposible limitarlo a un conflicto entre países
totalitarios y países no totalitarios. El lanzamiento de la bomba atómica
contra Japón y no contra la Alemania de Hitler para la que originalmente había
sido construida es una muestra clara de ello. Lo indignante del caso es, entre
otras cosas, que Japón era ciertamente una potencia imperialista pero no
totalitaria.
Este horror
que trascendía todas las consideraciones político morales y la indignación que
reaccionaba política y moralmente, tenían en común la comprensión de lo que
significaba en realidad la guerra total y la constatación de que ésta era un
hecho que atañía no sólo a los países dominados por los totalitarismos y los
conflictos generados por ellos sino a todo el mundo. Lo que en principio ya
para los romanos y de facto en los tres o cuatro siglos que llamamos
Edad Moderna [2*] parecía imposible en el corazón del mundo civilizado, a
saber, el exterminio de pueblos completos y el arrasamiento de golpe de
civilizaciones enteras se había deslizado amenazadoramente otra vez en el
terreno de lo posible. Y esta posibilidad, si bien surgida como respuesta a una
amenaza totalitaria —en la medida en que ninguno de los científicos habría
pensado en construir la bomba atómica si no hubiera temido que la Alemania de
Hitler lo hiciera y la utilizara—, se convirtió en una realidad que apenas si
tenía [algo] que ver con el motivo que le había dado vida.
Se
sobrepasó pues, quizá por primera vez en la Edad Moderna pero no en la historia
en general, una limitación inherente a la acción violenta, limitación según la
cual la destrucción generada por los medios de violencia siempre debía ser
parcial, afectar sólo a algunas zonas del mundo y a un número determinado de
vidas humanas, pero nunca a todo un país o un pueblo entero. Pero que el mundo
de todo un pueblo fuera arrasado, los muros de la ciudad derruidos, los hombres
muertos y el resto de la población vendida como esclava ha sucedido con frecuencia
en la historia y sólo en los siglos de la era moderna no ha querido creerse que
esto pudiera suceder. Siempre se ha sabido más o menos explícitamente que éste
es uno de los pocos pecados mortales de lo político. El pecado mortal o, para
no ser patéticos, el cruce de la frontera inherente a la acción violenta es de
dos tipos: por un lado, la muerte ya no concierne sólo a cifras más o menos
grandes de personas que debieran morir de todos modos, sino a un pueblo y a su
constitución política, los cuales son posiblemente inmortales e incluso, en el
caso de la constitución, intencionadamente. Lo que aquí se mata no es algo
mortal sino algo posiblemente inmortal. Además, y en estrecha conexión con
esto, la violencia alcanza en este caso no sólo a cosas producidas, surgidas a
su vez mediante la violencia [de la producción] y por tanto mediante ella
nuevamente [reproducibles], sino a una realidad asentada histórica y políticamente
en este mundo de cosas producidas, realidad que, en tanto que no fue producida ella
misma, tampoco puede ser nuevamente restaurada. Cuando un pueblo pierde su
libertad como Estado, pierde su realidad política aun cuando consiga sobrevivir
físicamente.
De lo que
se trata aquí, pues, es de un mundo de relaciones humanas que no nace del
producir sino del actuar y el hablar, un mundo que en sí no tiene un final y
que posee una firmeza tan resistente —a pesar de consistir en lo más efímero
que hay: la palabra fugaz y el acto rápidamente olvidado— que a veces, como en
el caso del pueblo judío, puede sobrevivir siglos enteros a la pérdida del
mundo producido [o construido] tangible. Ésta es, sin embargo, una excepción,
ya que por lo general este sistema de relaciones surgido de la acción, en el
que el pasado continúa vivo en la forma de una historia que habla y de la que
siempre se habla, sólo puede existir dentro del mundo producido, anidando entre
sus piedras hasta que éstas también hablan —aunque se las arranque del seno de
la tierra– y, al hacerlo, dan testimonio. Este ámbito tan propiamente humano,
que da forma a lo político en sentido estricto, puede ciertamente irse a pique,
pero no ha surgido de la violencia y su designio no es desaparecer por causa de
ella.
Este mundo
de relaciones no ha nacido por la fuerza o la potencia de un individuo sino por
la de muchos que, al estar juntos, generan un poder ante el cual la más grande
fuerza del individuo es impotente. Este poder puede ser debilitado por todos
los factores posibles, del mismo modo que puede renovarse otra vez a causa de
todos los factores posibles; sólo puede liquidarlo definitivamente la violencia
cuando es total y, literalmente, no deja piedra sobre piedra ni hombre junto a
hombre.
Ambas cosas
son esenciales al totalitarismo, que, por lo que respecta a la política
interior, no se conforma con amedrentar a los individuos sino que aniquila
mediante el terror sistemático todas las relaciones entre humanos. A él
corresponde la guerra total, que no se contenta con la destrucción de unos
cuantos puntos concretos militarmente importantes sino que persigue —y la
técnica ahora ya le permite [conseguirlo]— aniquilar el mundo surgido entre los
humanos.
[La clásica
guerra de aniquilación]
Sería
relativamente fácil comprobar que las teorías políticas y los códigos morales
de occidente han intentado siempre excluir del arsenal de los medios políticos
la auténtica guerra de aniquilación; y seguramente sería todavía más fácil
demostrar la ineficacia de esas teorías y exigencias. Curiosamente todo aquello
que concierne en un amplio sentido al nivel de moralidad que el hombre se
impone a sí mismo confirma, por [su] naturaleza, las palabras de Platón: es la
poesía con las imágenes y modelos que crea lo que, «embelleciendo los miles de
gestas de los primeros padres, forma a la descendencia» (Fedro, 245 a).26 En la
Edad Antigua el gran objeto de estos embellecimientos que tenían un valor
formativo, al menos en cuanto a lo político, era la guerra de Troya, en cuyos
vencedores los griegos veían a sus antepasados y en cuyos vencidos veían los
romanos a los suyos. De este modo unos y otros se convirtieron, como Mommsen
solía decir, en los «pueblos gemelos»27 de la Antigüedad porque la misma gesta
les valió a ambos como comienzo de su existencia histórica. Esta guerra de los
griegos contra Troya, la cual finalizó con una aniquilación tan completa de la
ciudad que su existencia se ha dudado hasta hace poco, se considerada todavía
hoy el ejemplo más primigenio de guerra de aniquilación.
Por lo
tanto, para una reflexión sobre el significado de ésta, que vuelve a amenazarnos,
podemos evocar estos sucesos de la Antigüedad —sobre todo porque mediante la
estilización de la guerra de Troya griegos y romanos definieron de un modo a la
vez coincidente y contrapuesto lo que para sí mismos y en cierta medida también
para nosotros significa propiamente la política, así como el espacio que ésta [3*]
debe ocupar en la historia. En este sentido, es de decisiva importancia que el
canto homérico no guarde silencio sobre el hombre vencido, que dé testimonio
tanto de Héctor como de Aquiles y que, aunque los dioses hayan decidido de
antemano la victoria griega y la derrota troyana, éstas no convierten a Aquiles
en más grande que Héctor ni a la causa de los griegos en más legítima que la
defensa de Troya. Así pues, Homero canta esta guerra, datada tantos siglos
atrás, de modo que, en cierto sentido, o sea en el sentido de la memoria
poética e histórica, la aniquilación pueda ser reversible. Esta gran
imparcialidad de Homero, que no es objetividad en el sentido de la moderna
libertad valorativa, sino en el sentido de la total libertad de intereses y de
la completa independencia del juicio de la historia —[al que se contrapone] el
juicio del hombre que actúa y su concepto de la grandeza—, yace en el comienzo
de toda historiografía y no sólo de la occidental; pues algo así como lo que
entendemos por historia no lo ha habido nunca ni en ningún sitio donde el
ejemplo homérico no haya sido, al menos indirectamente, efectivo. Se trata del
mismo pensamiento que reencontramos en la introducción de Heródoto, cuando dice
que quisiera evitar que «las grandes y maravillosas gestas tanto de los helenos
como de los bárbaros, cayeran en el olvido»28— es decir, un pensamiento que,
como Burckhardt observó con razón una vez, «no hubiera podido ocurrírsele a
ningún egipcio o judío».29
Es bien
conocido que los esfuerzos griegos por transformar la guerra de aniquilación en
una guerra política no fueron más allá de esta salvación retrospectiva de los
aniquilados y abatidos que Homero poetizó, y fue esta incapacidad lo que llevó
finalmente al derrumbamiento de las ciudades Estado griegas. Por lo que se
refiere a la guerra, la polis griega siguió otros caminos en la definición de
lo político. La polis se formó alrededor del ágora homérica, el lugar de
reunión y discusión de los hombres libres, donde lo propiamente «político» —es
decir, lo que caracterizaba sólo a la polis y los griegos denegaban a bárbaros
y a hombres no libres— se centraba en el hablar sobre algo a y con los demás. A
esta esfera se la consideraba bajo el signo de la peitho divina, una
fuerza de convicción y persuasión que rige sin violencia ni coacción entre
iguales y que lo decide todo. Contrariamente, la guerra y la violencia asociada
a ella fueron excluidas por completo de lo propiamente político, surgido y
válido entre los miembros de una polis; violentamente, se comportaba la polis
como un todo frente a otros Estados o ciudades Estado pero precisamente
entonces se comportaba, según los mismos griegos, «apolíticamente». De ahí que
en estos casos [de guerra] se suprimiera necesariamente la igualdad de los
ciudadanos, la cual impedía que nadie mandara ni nadie obedeciera. Precisamente
porque una guerra no puede hacerse sin órdenes ni obediencia ni dejando las
decisiones al criterio de la convicción, los griegos pensaban que pertenecía a
un ámbito no político [nicht–politisch]. Ahora bien, al ámbito [no] político
pertenecía fundamentalmente todo aquello que nosotros entendemos por
extrapolítico. Para nosotros la guerra no es la continuación por otros medios
de la política sino, a la inversa, la negociación y los tratados son siempre
una continuación de la guerra por otros medios: los de la astucia y el engaño.
[El destacar (ser el mejor) en el espacio público de la polis]
El efecto
de Homero sobre el desarrollo de la polis griega no se agotó sin embargo en
esta exclusión, sólo negativa, de la violencia del ámbito político, cosa que
únicamente tuvo como consecuencia que las guerras como siempre se realizaran
bajo el principio de que “el fuerte hace lo que puede y el débil sufre lo que
debe”.30 Lo propiamente homérico en el relato de la guerra de Troya tuvo su
plena repercusión en la manera en que la polis incorporó a su forma de
organización el concepto de lucha [o competencia] como el modo no sólo legítimo
sino en cierto sentido superior de la convivencia humana. Lo que comúnmente se
denomina espíritu agonal de los griegos, que sin duda ayuda a explicar (si es
que algo así puede explicarse) que en los pocos siglos de su florecimiento
encontremos condensada en todos los terrenos del espíritu una genialidad más
grande y significativa que en ninguna otra parte, no es solamente el empeño de
ser siempre y en todas partes el mejor, afán del que Homero ya habla y que
poseía en efecto tanto significado para los griegos que hasta se encuentra en
su lengua un verbo para ello: aristeuein (ser el mejor), sino que se
entendía no sólo como una aspiración sino como una actividad que colmaba la
vida. Esta competencia todavía tenía su modelo en la lucha, completamente
independiente de la victoria o la derrota, que dio a Héctor y Aquiles la
oportunidad de mostrarse tal como eran, de manifestarse realmente, o sea, de
ser plenamente reales. Lo mismo ocurre con la guerra entre griegos y troyanos,
que concede a unos y otros la oportunidad de manifestarse totalmente y a la que
corresponde una disputa entre los dioses que otorga su pleno significado al
enfurecido combate y que demuestra claramente que hay algo divino en ambos
bandos, aun cuando a uno de ellos le esté consagrada la ruina. La guerra contra
Troya tiene dos contendientes y Homero la ve con los ojos de los troyanos no
menos que con los de los griegos [o aqueos]. Este modo homérico de mostrar en
todas las cosas dos aspectos que sólo aparecen en la lucha, es también el de
Heráclito cuando dice que la guerra es «padre de todas las cosas».31 Aquí, la
violencia de la guerra en todo su espanto todavía proviene directamente de la
energía y la potencia del hombre, que únicamente puede mostrar su fuerza cuando
la pone a prueba frente a algo o alguien.
Lo que en
Homero aparece todavía casi indiferenciado, la potencia violenta de las grandes
gestas y la fuerza arrebatadora de las grandes palabras que las acompañan
persuadiendo así a la asamblea de los que miran y escuchan, a nosotros se nos
presenta ya claramente dividido en la polis misma entre las competiciones —las
únicas ocasiones en que toda Grecia se juntaba para admirar la fuerza
desplegada sin violencia— y los debates y discusiones inacabables. En este
último caso, las dos caras de todas las cosas, que todavía en Homero se daban
en la lucha, caen exclusivamente en el ámbito del hablar, donde toda victoria
es ambigua como la victoria de Aquiles y una derrota puede ser tan célebre como
la de Héctor. Pero en los debates ya no se trata de dos bandos en que los
respectivos oradores se manifiesten como personas, si bien es inherente a todo
hablar, por muy «objetivo» que se pretenda, que el hablante aparezca (de un
modo difícilmente aprehensible pero no por ello menos insistente y esencial).
De la ambivalencia con que Homero versificaba la guerra troyana resulta ahora
una multiplicidad infinita de objetos aludidos, los cuales, al ser tratados por
tantos en la presencia de otros muchos, son sacados a la luz de lo público,
donde están obligados a mostrar todos sus lados. Únicamente en tal completitud
puede un asunto aparecer en su plena realidad, con lo que debe tenerse presente
que toda circunstancia puede mostrarse en tantas facetas y perspectivas como
seres humanos [hayan]. Puesto que para los griegos el espacio político público
es lo común (koinon) en que todos se reúnen, sólo él es el territorio en
que todas las cosas, en su completitud, adquieren validez. Esta capacidad,
basada en último término en aquella imparcialidad homérica que solamente veía
un asunto desde el contraste de todas sus partes, es peculiar de la Antigüedad
y hasta nuestros días todavía no ha sido igualada en toda su apasionada
intensidad.
En tal
capacidad también se basan los trucos de los sofistas, cuyo significado para la
liberación del pensamiento humano de las ataduras dogmáticas se subestima
cuando se los juzga, siguiendo el ejemplo platónico, moralmente. Pero este
talento para la argumentación es de importancia secundaria para la constitución
de lo político acaecida por primera vez en la polis. Lo decisivo no es que se
pudiera dar la vuelta a los argumentos y volver las afirmaciones del revés,
sino que se obtuviera realmente la facultad de ver los temas desde
distintos lados, lo que políticamente significa que cada uno percibiera los
muchos puntos de vista posibles que se dan en el mundo real a partir de los
cuales algo puede ser contemplado y mostrar, a pesar de su mismidad, los
aspectos más variados. Esto significa bastante más que la exclusión del propio
interés, del que sólo se obtiene algo negativo y comporta el riesgo de perder
el vínculo con el mundo y la inclinación por sus objetos y asuntos. La facultad
de mirar el mismo tema desde los más diversos ángulos reside en el mundo
humano, capacita para intercambiar el propio y natural punto de vista con el de
los demás junto a los que se está en el mundo y consigue, así, una verdadera
libertad de movimiento en el mundo de lo espiritual, paralela a la que se da en
el de lo físico. Este recíproco convencer y persuadir, que era el auténtico
comportamiento político de los ciudadanos libres de la polis, presuponía un
tipo de libertad que no estaba inmutablemente vinculada, ni espiritual ni
físicamente, al propio punto de vista o posición.
[La
capacidad de discernimiento y la libertad política]
Su peculiar
ideal, su modelo para la aptitud específicamente política está en la phronesis,
aquel discernimiento del hombre político (del politikos, no del hombre
de estado, que aquí no existe), que tiene tan poco que ver con la sabiduría que
Aristóteles incluso la remarcó como opuesta a la sabiduría de los filósofos.
Discernimiento en un contexto político no significa sino obtener y tener
presente la mayor panorámica posible sobre las posiciones y puntos de vista
desde los que se considera y juzga un estado de cosas. De esta phronesis,
la virtud política cardinal para Aristóteles, apenas se ha hablado durante
siglos. Es en Kant en quien la reencontramos en primer lugar, en su alusión al
sano entendimiento humano como una facultad de la capacidad de juicio. La llama
«el modo de pensar más extendido» y la define explícitamente como la capacidad
«de pensar desde la posición de cualquier otro»,32 pero desgraciadamente esta
capacidad política kantiana par excellence no desempeña ningún rol en el
desarrollo del imperativo categórico; pues la validez del imperativo categórico
se deriva del «pensamiento coincidente consigo mismo»,33 y la razón legisladora
no presupone a los demás sino únicamente a un sí mismo [Selbst] no
contradictorio. La verdad es que en la filosofía kantiana la facultad política
auténtica no es la razón legisladora sino la capacidad de juzgar, a la cual le es
propio poder prescindir de «las condiciones privadas y subjetivas del
juicio».34 En el sentido de la polis, el hombre político era en su particular
distinción al mismo tiempo el más libre porque tenía en virtud de su
discernimiento, de su aptitud para considerar todos los puntos de vista, la
máxima libertad de movimiento.
Ahora bien,
es también importante tener presente que esta libertad de lo político depende
por completo de la presencia e igualdad de derechos de los muchos. Un asunto
sólo puede mostrarse bajo múltiples aspectos cuando hay muchos a los que
respectivamente aparece desde perspectivas diversas. Donde estos otros e
iguales, así como sus opiniones, son suprimidos, por ejemplo en las tiranías,
en las que todo se sacrifica al único punto de vista del tirano, nadie es libre
y nadie es apto para el discernimiento, ni siquiera el tirano. Además, esta
libertad política, que en su figura más elevada coincide con el discernimiento,
no tiene que ver lo más mínimo con nuestro libre albedrío ni con la libertas
romana ni con el liberum arbitrium cristiano, hasta el punto de que
incluso falta en la lengua griega la palabra para todo esto. El individuo en su
aislamiento nunca es libre; sólo puede serlo cuando pisa y actúa sobre el suelo
de la polis. Antes que la libertad sea una especie de distinción para un hombre
o un tipo de hombre —por ejemplo para el griego frente al bárbaro—, es un
atributo para una forma determinada de organización de los hombres entre sí y
nada más. Su lugar de nacimiento no es nunca el interior de ningún hombre, ni
su voluntad, ni su pensamiento o sentimientos, sino el espacio entre,
que sólo surge allí donde algunos se juntan y que sólo subsiste mientras
permanecen juntos. Hay un espacio de la libertad: es libre quien tiene acceso a
él y no quien queda excluido del mismo. El derecho a ser admitido, o sea la
libertad, era un bien para el individuo, bien no menos decisivo para su destino
en la vida que la riqueza o la salud.
Por lo tanto, para el pensamiento griego, la libertad estaba enraizada en un lugar, unida a él, delimitada espacialmente, y las fronteras del espacio de la libertad coincidían con los muros de la ciudad, de la polis o, más exactamente, del ágora que ésta rodeaba. Fuera de estas fronteras estaba por un lado el extranjero, en el que no se podía ser libre porque no se era un ciudadano o, mejor, un hombre político, y por otro el hogar privado, en el que tampoco se podía ser libre, porque no había nadie poseedor de los mismos derechos con quien constituir conjuntamente el espacio de la libertad. El significado de esto último era todavía determinante para el concepto romano —por lo demás tan distinto— de lo que es lo político, la cosa pública, la res publica o república. Tanto pertenecía la familia según los romanos al ámbito de lo no libre que Mommsen tradujo la palabra «familia» sin más ni más como «servidumbre».35 La causa de esta servidumbre era doble; por un lado el pater familias, el padre de familia mandaba él solo como un verdadero monarca o déspota sobre su hogar, el cual, junto con mujer, hijos y esclavos, formaba la «familia». Por lo tanto le faltaban iguales ante los que aparecer en libertad. Por otro lado, en este hogar dirigido por uno solo no se admitía la lucha ni la competencia porque debía constituir una unidad no perturbada por intereses, posturas o puntos de vista contrapuestos. Puesto que se suprimía esa variedad de aspectos, moverse entre los cuales era el auténtico contenido del ser libre [Frei–Sein], del actuar y hablar en libertad. En suma, la falta de libertad era el presupuesto de una unidad compacta, falta que era tan constitutiva de la convivencia en la familia como la libertad y la lucha lo eran para la convivencia en la polis. El espacio libre de lo político aparece, pues, como una isla, el único lugar en que el principio de la violencia y la coacción es excluido de las relaciones entre los hombres. Lo que está fuera de este pequeño espacio, la familia de un lado y las relaciones de la polis con otras unidades políticas de otro, sigue sometido al principio de la coacción y al derecho del más fuerte. Por eso, según la concepción de la Edad Antigua, el estatus del individuo depende tanto del espacio en que se mueve en cada momento, que el mismo hombre que, como hijo adulto de un romano, «estaba subordinado al padre..., podía ser que, como ciudadano, fuera su señor».36
Pero
volvamos a nuestro punto de partida. Intentábamos repensar acerca de la guerra
de aniquilación troyana y el tratamiento que le dio Homero para comprender cómo
acabaron los griegos con el elemento aniquilador de la violencia que destruye
el mundo y lo político. Es como si hubieran separado la lucha, sin la que ni
Aquiles ni Héctor hubieran podido hacer realmente acto de presencia y demostrar
quiénes eran, de lo guerrero militar en que anida originariamente la violencia,
haciendo así de la lucha una parte integrante de la polis; y como si hubieran
asignado a sus poetas e historiadores la preocupación por la suerte de los
vencidos y sometidos en las furiosas guerras. Respecto a esto último hay que
considerar sin embargo que eran sus obras, no la actividad de que éstas
surgieron, lo que formaba parte a su vez de la polis y lo político (igual que
las estatuas de Fidias y otros artistas pertenecían necesariamente al
contenido, tangible en el mundo, de lo político y público, mientras que sus
autores mismos a causa de su profesión no eran considerados ciudadanos libres e
iguales). De ahí que para la tipificación del hombre griego en la polis fuera
determinante la figura de Aquiles, el constante impulso por distinguirse, por
ser siempre el mejor de todos y conseguir la gloria inmortal. La presencia necesaria
de muchos en general y de muchos de igual condición en general, el lugar homérico
de reunión, la ágora –que en el caso de la campaña contra Troya sólo pudo surgir
porque muchos “reyes” que vivían dispersos en sus haciendas y que eran hombres
libres se juntaron para una gran empresa (cada uno con el fin de obtener una
gloria sólo posible conjuntamente, lejos del hogar patrio y su estrechez)– esta
homérica conjunción de los héroes; todo esto quedó posteriormente desprovisto
de su carácter transitorio y aventurero. La polis sigue completamente ligada a
la ágora homérica pero este lugar de reunión es ahora permanente, no el campamento
de un ejército que tras acabar su cometido se dispersa otra vez y debe esperar
siglos hasta que un poeta le conceda aquello a lo que ante los dioses y los
hombres tenía derecho por la grandeza de sus proezas y palabras –la gloria
inmortal–. La polis ahora, en la época de su florecimiento, esperaba ser (como
sabemos por el discurso de Pericles)37 la que se encargara por sí misma de
hacer posible la lucha sin violencia y de garantizar la gloria, que hace
inmortales a los mortales, sin poetas ni trovadores.
[Orígenes
de la fundación de Roma en la guerra de Troya]
Los romanos
eran el pueblo gemelo de los griegos porque atribuyeron su origen al mismo
acontecimiento, la guerra de Troya; porque no se tenían “por hijos de Rómulo
sino de Eneas”,38 por descendientes de los troyanos (como los griegos sostenían
serlo de los aqueos). Por lo tanto derivaban su existencia política
conscientemente de una derrota a la que siguió una fundación en tierra extranjera,
pero no la refundación de algo insólitamente nuevo, sino la renovada fundación
de algo antiguo, la fundación de una nueva patria y una nueva casa para los penates,
los dioses del hogar regio en Troya, que Eneas había salvado al huir con su
padre y su hijo cruzando el mar hacia el Lacio. De lo que se trataba, como nos dice
Virgilio en la elaboración definitiva de las estilizaciones griega, siciliana y
romana del ciclo de leyendas troyano, era de anular la derrota de Héctor y la
aniquilación de Troya: “Otro Paris atizará de nuevo el fuego que arruinó los
pináculos de Pérgamo”.39 Ésta es la misión de Eneas, desde cuyo punto de vista
Héctor, que durante diez largos años impidió la victoria de los Danaos, es el
auténtico héroe de la leyenda, y no Aquiles. Pero lo decisivo no es esto sino
que en la repetición de la guerra troyana sobre suelo italiano las relaciones
del poema homérico se invierten. Si bien Eneas, sucesor a la vez de Paris y de Héctor,
atiza de nuevo el fuego por una mujer, no es por Helena ni por una adúltera, sino
por Lavinia, su prometida, y si bien, igual que a Héctor, se le enfrenta la
furia despiadada y la ira invencible de un Aquiles, es decir, Turnus, el cual
se identifica explícitamente –“anúnciale
a Príamo que también aquí has encontrado a Aquiles”–,40 cuando se retan,
Turnus, o sea, Aquiles, huye y Eneas, o sea Héctor, le persigue. Y así como
Héctor ya en la descripción homérica no sitúa la gloria por encima de todo sino
que “cayó un defensor luchando por sus progenitores”, tampoco a Eneas puede
separarlo de Dido pensar en la gloria de las grandes gestas, ya que “el propio
encomio no le parece merecedor de fatigas y tormentos”,41 sino sólo el recuerdo
del hijo y los descendientes, la preocupación por la pervivencia de la estirpe
y su gloria, que para los romanos significaba la garantía de la inmortalidad
terrenal.
Este origen,
transmitido primero míticamente y después estilizado más conscientemente, de la
existencia política romana a partir de Troya y de la guerra que la rodeó es sin
duda de los sucesos más remarcables y emocionantes de la historia occidental.
Es como si a la ambivalencia e imparcialidad poética y espiritual del poema
homérico le secundara una realidad plena y completa que realizara algo que,
aparentemente, tampoco puede realizarse en absoluto, a saber, la plena justicia
para los vencidos, no por parte del juicio de la posteridad, que desde y con
Catón siempre puede decir: “vitrix causa diis placuit sed victa Catoni”,42 sino
por parte del transcurso histórico mismo. Ya es bastante inaudito que Homero
cante la gloria de los vencidos y que incluso muestre en un poema elogioso cómo
un mismo suceso puede tener dos caras y cómo el poeta, al contrario de lo que ocurre
en la realidad, no tiene con la victoria de los unos el derecho a derrotar y
dar muerte en cierta manera por segunda vez a los otros. Pero que esto también
ocurriera en la realidad –y no es difícil explicarse hasta qué punto la
autointerpretación de los pueblos forma parte de la realidad si se tiene en
cuenta que los romanos, en tanto descendientes de los troyanos, en su primer contacto
comprobable con los griegos se presentaron como los descendientes de Ilión–,
esto parece todavía más inaudito; pues es como si en el comienzo de la historia
occidental hubiera realmente tenido lugar una guerra que, en el sentido de
Heráclito, hubiera sido “el padre de todas las cosas”, ya que forzó la
aparición de un único proceso en sus dos caras originariamente reversas. Desde
entonces ya no hay para nosotros, ni en el mundo sensible ni en el
histórico-político, cosa o suceso a no ser que los hayamos descubierto y
contemplado en toda su riqueza de aspectos, que nos hayan mostrado todos sus
lados, y los hayamos conocido y articulado desde todos los puntos de vista posibles
en el mundo humano.
Sólo desde
esta óptica romana, en que el fuego es atizado de nuevo para superar la total
destrucción, podemos quizá entender la guerra de aniquilación y por qué ésta,
independientemente de todas las consideraciones morales, no puede tener ningún
lugar en la política. Y si es verdad que una cosa tanto en el mundo de lo histórico-político
como en el de lo sensible sólo es real cuando se muestra y se percibe
desde todas sus facetas, entonces siempre es necesaria una pluralidad de
personas o pueblos y una pluralidad de puntos de vista para hacer posible la
realidad y garantizar su persistencia. Dicho con otras palabras, el mundo sólo
surge cuando hay diversas perspectivas, únicamente es en cada caso esta o aquella
disposición de las cosas del mundo.
[La
pluralidad del género humano como condición de la diversidad del mundo]
Si es
aniquilado un pueblo o un estado o incluso un determinado grupo de gente, que –por
el hecho de ocupar una posición cualquiera en el mundo que nadie puede duplicar
sin más– presentan una visión del mismo que sólo ellos pueden hacer realidad,
no muere únicamente un pueblo o un estado o mucha gente, sino una parte del
mundo– un aspecto de él que habiéndose mostrado antes ahora no podrá mostrarse
de nuevo. Por eso la aniquilación no lo es solamente del mundo sino que afecta
también al aniquilador. La política, en sentido estricto, no tiene tanto que
ver con los hombres como con el mundo que surge entre ellos; en la medida que
se convierte en destructiva y ocasiona la ruina de éste, se destruye y aniquila
a sí misma. Dicho de otro modo: cuantos más pueblos haya en el mundo,
vinculados entre ellos de una u otra manera, más mundo se formará entre ellos y
más rico será el mundo. Cuantos más puntos de vista haya en un pueblo, desde
los que mirar un mundo que alberga y subyace a todos por igual, más importante y
abierta será la nación. Si por el contrario aconteciera que a causa de una
enorme catástrofe restara un solo pueblo sobre la Tierra en que todos lo vieran
y comprendieran todo desde la misma perspectiva y vivieran en completa
unanimidad, entonces el mundo en el sentido histórico llegaría a su fin y los
supervivientes, que permanecerían sin mundo sobre la Tierra, no tendrían más en
común con nosotros que aquellas tribus faltas de mundo y de relaciones que los
europeos encontraron al descubrir nuevos continentes y que recuperaron o
descartaron para el mundo humano, sin ser conscientes en definitiva de que eran
también hombres. Dicho con otras palabras, sólo puede haber hombres en el sentido
auténtico del término donde hay un mundo y sólo hay mundo en el sentido
auténtico del término donde la pluralidad del género humano es algo más que la
multiplicación de ejemplares de una especie.
[El
origen romano del tratado y alianza política con el enemigo]
Por eso es
tan importante que la guerra de Troya, repetida sobre suelo italiano, a la que
el pueblo romano remontaba su existencia política e histórica, no finalizara a
su vez con una aniquilación de los vencidos sino con una alianza y un tratado.
No se trataba en absoluto de atizar otra vez las llamas para invertir el
desenlace, sino de concebir un nuevo desenlace para esas llamas. Tratado y
alianza, según su origen y concepto, definido con tanta riqueza por los romanos,
están íntimamente ligados con la guerra entre pueblos y representan, siguiendo
la concepción romana, la continuación por así natural de toda guerra. También
hay aquí algo homérico o quizás algo con que el propio Homero ya tropezó cuando
dio a la leyenda troyana su elaboración definitiva: el reconocimiento de que
también el encuentro más hostil entre hombres hace surgir algo en adelante
común entre ellos simplemente porque –como dijo Platón– “lo que el agente hace,
lo sufre también el paciente”,43 de manera que cuando hacer y sufrir han pasado
pueden después convertirse en las dos caras de un mismo suceso. Pero entonces
este mismo a causa de la lucha se convierte en algo distinto que se revela sólo
a la mirada evocadora y elogiosa del poeta o a la retrospectiva del historiador.
Desde un punto de vista político, sin embargo, el encuentro implícito en la
lucha sólo puede mantenerse si ésta es interrumpida y de ella resulta un estar
juntos distinto. Todo tratado de paz, incluso cuando no es propiamente tratado sino
dictado, sirve para regular nuevamente no sólo el estado de cosas previo al
inicio de las hostilidades sino también algo nuevo que surge en el transcurso
de las mismas y se convierte en común tanto para los que hacen como para los
que padecen. Una transformación tal [de la simple aniquilación en algo distinto
y permanente] está ya en la imparcialidad homérica, que por lo menos no malogra
la gloria y el honor de los vencidos y vincula para siempre el nombre de
Aquiles al de Héctor. Pero por lo que respecta a los griegos, dicha
transformación del hostil estar juntos se limitó por completo a lo poético y
evocador y no fue políticamente efectiva.
Así pues,
el tratado y la alianza como concepciones centrales de lo político no sólo son
históricamente de origen romano sino esencialmente extraños al ser griego y a
su idea de lo que pertenece al ámbito de lo político, es decir, de la polis. Lo
que aconteció cuando los descendientes de Troya llegaron a suelo italiano fue,
ni más ni menos, que la política surgió precisamente allí donde ésta tenía para
los griegos sus límites y acababa, esto es, en el ámbito no entre ciudadanos de
igual condición de una ciudad sino entre pueblos extranjeros y desiguales entre
sí que sólo la lucha había hecho coincidir. Es cierto que ésta, y con ella la
guerra, fue también, como hemos visto, el inicio de la existencia política de
los griegos pero únicamente en la medida en que éstos, al luchar, permanecían
ellos mismos y se unían para asegurar la conservación definitiva y eterna de la
propia esencia. En el caso de los romanos era esta misma lucha la que les
permitía conocerse a sí mismos y al antagonista; una vez finalizada no se retraían
otra vez sobre sí mismos y su gloria dentro de los muros de su ciudad sino que
habían obtenido algo nuevo, un nuevo ámbito político, garantizado por el tratado,
en el que los enemigos de ayer se convertían en los aliados del mañana. Dicho
políticamente, el tratado que vincula a dos pueblos hace surgir entre ellos un
nuevo mundo o, para ser más exactos, garantiza la pervivencia de un mundo
nuevo, común ahora a ambos, que surgió cuando entraron en lucha y que crearon
al hacer y padecer algo igual.
[Lex
romana versus nomos griega]
Esta
solución de la cuestión de la guerra, sea propiamente romana o bien surgida
posteriormente de la rememoración y estilización de la guerra de aniquilación
de Troya, es el origen tanto del concepto de ley como de la extraordinaria
importancia que ésta y su elaboración tuvieron en el pensamiento político de Roma.
Pues la lex romana a diferencia e incluso en oposición a lo que los griegos
entendían por nomos, significa propiamente “vínculo duradero” y, a partir
de ahí, tratado tanto en el derecho público como en el privado.
Por lo tanto, una ley es algo, que une a los hombres entre sí y que tiene lugar no mediante una acción violenta o un dictado sino a través de un acuerdo
y un convenio mutuos. Hacer la ley, este vínculo duradero que sigue a la guerra
violenta, está ligado a su vez al hablar y replicar, es decir, a algo que,
según griegos y romanos estaba en el centro de lo político.
Lo decisivo
es, sin embargo, que sólo para los romanos la actividad legisladora y con ella
las leyes mismas correspondían al ámbito de lo propiamente político, mientras
que, conforme a la noción griega, la actividad del legislador estaba tan
radicalmente diferenciada de las actividades y ocupaciones auténticamente
políticas de los ciudadanos de la polis que ni siquiera necesitaba ser miembro
de la ciudad sino alguien de fuera a quien se le hiciera un encargo –como a un
escultor o a un arquitecto se les puede encargar algo que la ciudad necesita–.
En Roma, al contrario, la ley de las doce tablas, por muy influida que pueda
estar en los detalles por los modelos griegos, ya no es obra de un hombre
individual sino el tratado entre dos partidos en lucha, el patriciado y los plebeyos,
lucha que requería el consentimiento de todo el pueblo, aquel consensus ómnium
al que la historia romana siempre atribuía en la redacción de las leyes “un rol
incomparable”44 Para este carácter contractual de la ley es significativo que
esta ley fundamental, a la cual se remonta en realidad la fundación del pueblo
romano, del populus Romanus, no unió a los partidos contendientes en el
sentido de que suprimiera la diferencia entre patricios y pebleyos. Justo al
contrario, la prohibición terminante de los matrimonios mixtos –más tarde
abolida– acentuó la separación más explícitamente que antes, sólo que se eludió
la enemistad. Pero lo específicamente legal de la normativa en el sentido
romano era que en adelante un tratado, un vínculo eterno, ligaba a patricios y
plebeyos. La res publica, la cosa pública que surgió de este tratado y
se convirtió en la república romana se localizaba en el espacio intermedio
entre los rivales de antaño. La ley es aquí, por lo tanto, algo que instaura
relaciones entre los hombres, unas relaciones que no son ni las del derecho
natural, en que todos los humanos reconocen por naturaleza, como quien dice por
una voz de la conciencia, lo que es bueno y malo, ni las de los mandamientos,
que se imponen desde fuera a todos los hombres por igual, sino las del acuerdo
entre contrayentes. Y así como un acuerdo tal sólo puede tener lugar si el interés
de ambas partes está asegurado, así se trataba en el caso de la originaria ley
romana de “erigir una ley común que tuviera en cuenta a ambos partidos”.45
Para
valorar correctamente –más allá de todo moralismo, que debe ser secundario en
nuestro examen– la extraordinaria fecundidad política del concepto romano de
ley, [cursivas añadidas, edhc] debemos recordar sumariamente la noción
griega, tan distinta, de lo que en origen es una ley [nomos]. Ésta, tal
como la entendían los griegos, no es ni acuerdo ni tratado, no es en absoluto
nada que surja en el hablar y actuar entre hombres, nada, por lo tanto, que
corresponda propiamente al ámbito político, sino esencialmente algo pensado por
un legislador, algo que ya debe existir antes de entrar a formar parte de lo
político propiamente dicho. Como tal es pre política pero en el sentido de que
es constitutiva para toda posterior acción política y todo ulterior contacto político
de unos con otros. Así como los muros de la ciudad, con los que Heráclito
compara alguna vez a la ley, deben ser construidos antes de que pueda haber una
ciudad identificable en su figura y sus fronteras, del mismo modo la ley
determina la fisonomía de sus habitantes, mediante la cual se destacan y
distinguen de otras ciudades y sus habitantes. La ley es la muralla levantada y
producida por un hombre, dentro de la cual se abre el espacio de lo propiamente
político, en que los muchos se mueven libremente. Por eso Platón invoca también
a Zeus, el protector de las fronteras y mojones antes de promulgar sus leyes
para la fundación de una nueva ciudad. Esencialmente se trata de trazar fronteras
y no de lazos y vínculos. La ley es aquello según lo cual la polis inicia su
vida sucesiva, aquello que no puede abolirse sin renunciar a la propia identidad;
infringirla es como sobrepasar una frontera impuesta a la existencia, es decir,
hybris. La ley no tiene ninguna validez fuera de la polis, su capacidad
de vínculo sólo se extiende al espacio que contiene y delimita. Exceder la ley
y salir de las fronteras de la polis son todavía para Sócrates literalmente uno
y lo mismo.
[Sobre
el despotismo de la ley entre los griegos]
La ley –aunque
abarca el espacio en que los hombres viven cuando renuncian a la violencia –tiene
en sí misma algo violento, tanto por lo que respecta a su surgimiento como a su
esencia. Ha surgido de la producción, no de la acción; el legislador es igual
que el urbanista y el arquitecto, no que el hombre de estado y el ciudadano. La
ley produce el espacio de lo político y contiene por lo tanto lo que de violento
y violentador tiene todo producir. En tanto que algo hecho, está en oposición a
lo natural, lo cual no ha necesitado de ninguna ayuda, ni divina ni humana,
para ser. A todo lo que no es naturaleza y no ha surgido por sí mismo, le es
propia una ley que lo una cosa tras otra, y entre estas leyes no hay ninguna
relación, como tampoco la hay entre lo sentado por ellas. «Una ley», como dice
Píndaro en un fragmento célebre, también citado por Platón en el Gorgias,
«es el rey de todos, mortales e inmortales, y, al hacer justicia, descarga con
mano poderosa lo más violento».46 A los hombres subordinados a él, esta
violencia se manifiesta en el hecho de que las leyes ordenan, de que son [como]
los señores y comandantes de la polis, donde, si no, nadie más tiene el derecho
de ordenar a sus iguales. Por eso las leyes son padre y déspota a la vez, como
Sócrates en el Critón expone al amigo,47 no sólo porque en los hogares de la
Antigüedad imperaba lo despótico, que determinaba también la relación entre
padre e hijo —de modo que era natural decir «padre y déspota»—, sino también
porque la ley, igual que el padre al hijo, engendraba a los ciudadanos (en todo
caso era la condición para la existencia de éstos como lo es el padre para la
del hijo) y por eso le correspondía, según el parecer de la polis —aunque
Sócrates y Platón ya no opinaran igual—, la educación de los ciudadanos. Pero
puesto que esta relación de obediencia a la ley no tiene ningún fin natural,
como sí la del hijo al padre, se puede comparar otra vez a la relación entre
señor y esclavos, de manera que el ciudadano libre de la polis era frente a la
ley, esto es, frente a las fronteras en cuyo interior era libre y que
encerraban el espacio de la libertad, un «hijo y esclavo» para toda la vida.
Por eso los griegos, que dentro de la polis no estaban sometidos al mando de
ningún hombre, advirtieron a los persas que no menospreciaran su combatividad,
pues no temían menos la ley de su polis que los persas al gran rey.
Como quiera
que se interprete el concepto griego de ley, para lo que ésta en ningún caso
sirve es para tender un puente de un pueblo a otro o, dentro de un mismo
pueblo, de una comunidad política a otra. Tampoco en el caso de la fundación de
una nueva colonia era suficiente la ley de la metrópoli. Los que se iban a
fundar otra polis, necesitaban otra vez un legislador, un nomothetes,
alguien que sentara las leyes antes de que el nuevo ámbito político pudiera
darse por seguro. Es evidente que bajo estas condiciones fundacionales estaba
absolutamente excluida la formación de un imperio —incluso siendo cierto que a
causa de la guerra con los persas se había despertado una especie de conciencia
nacional helénica, la conciencia de la misma lengua y el mismo carácter
político para toda la Hélade. Aun en el caso de que la unión de toda la Hélade
hubiera podido salvar al pueblo griego de la ruina, la auténtica esencia griega
se hubiera malogrado.
Tal vez se
aprecie más fácilmente la distancia que separa esta concepción de la ley como
el único mando ilimitado en la polis de la de los romanos si se tiene en cuenta
que Virgilio tilda a los latinos, a cuya tierra llega Eneas, de pueblo que «sin
cadenas ni leyes ... por impulso propio se acoge a los usos de los dioses más
antiguos».48
En
definitiva la ley surge allí sólo porque ahora se trata de establecer un
tratado entre los oriundos y los recién llegados. Roma está fundada sobre él, y
que la misión de Roma sea «someter a leyes a todo el orbe»49 no significa sino
fijar todo el orbe a un sistema de tratados del cual únicamente este pueblo,
que derivaba su propia existencia histórica de un tratado, era capaz.
[Origen
del término populus entre los romanos]
Si se
quiere expresar esto en categorías modernas, hay que decir que la política de
los romanos empezó como política exterior, esto es, exactamente con aquello que
conforme al pensamiento griego era absolutamente extrínseco a la política.
También para los romanos el ámbito político sólo podía surgir y mantenerse
dentro de lo legal, pero este ámbito nacía y crecía solamente allí donde
distintos pueblos coincidían. Esta coincidencia es de por sí guerrera, y la
palabra latina populus significa originariamente «llamamiento a filas».50
Pero esta guerra no es el fin sino el comienzo de la política, de un nuevo
espacio político surgido en un tratado de paz y alianza. Este es también el
sentido de la «clemencia» romana, tan célebre en la Antigüedad, del parcere
subiectis, del buen trato a los vencidos, con los que Roma organizó primero
las comarcas y pueblos de Italia y después las posesiones extraitálicas.
Tampoco la destrucción de Cartago es ninguna objeción a este principio vigente
asimismo en la realidad política efectiva, a saber, el de no aniquilar jamás
sino siempre ampliar y extender nuevos tratados. Lo aniquilado en el caso
cartaginés no fue el poder militar, al cual Escipión ofreció unas condiciones
tan incomparablemente favorables tras la victoria romana que el historiador
moderno se pregunta si actuó más en su interés que en el de Roma,51 ni tampoco [fue
aniquilado] el competidor comercial en el Mediterráneo sino sobre todo «un
gobierno que nunca cumplía su palabra y nunca perdonaba». De este modo [el
poder cartaginés] encarnaba el auténtico principio político anti romano,
principio frente al que la política romana era impotente y que [a] Roma hubiera
destruido si no hubiese sido destruido por Roma. En cualquier caso, así o de
manera parecida podría haber pensado Catón y con él los historiadores modernos
que justifican la destrucción de la ciudad, la única rival de Roma existente
entonces a escala mundial.
Como quiera
que fuere esta justificación, lo decisivo en nuestro contexto es que
precisamente la justificación no formaba parte del modo de pensar romano y no
puede haberse impuesto entre sus historiadores. Lo romano hubiera sido dejar
subsistir a la ciudad enemiga como contrincante, cosa que intentó el viejo
Escipión, que venció a Aníbal; lo romano era recordar el destino de los
antepasados y al igual que Emilio Escipión, el destructor de la ciudad, romper
en lágrimas sobre las ruinas de ésta y, presagiando la propia desgracia, citar
a Homero: «Llegará el día en que perecerá la sagrada Troya, /El mismo Príamo y
el pueblo del rey que blande la lanza»;52 finalmente, lo romano era ver en esta
victoria, culminada en una aniquilación que convirtió a Roma en la potencia
mundial, el inicio del declive, como casi todos los historiadores romanos hasta
Tácito solían hacer. En otras palabras, romano era saber que la existencia del
adversario, precisamente porque se ha manifestado como tal en la guerra, debe
ser tratada con benevolencia y su vida perdonada —no por compasión para con los
demás, sino por mor del crecimiento de la ciudad, que en el futuro debía
también abarcar en una alianza a los más extraños. Este modo de ver las cosas
determinó a los romanos a decidirse, a pesar de todos sus intereses
particulares inmediatos, por conceder la libertad y la independencia a los
griegos (aunque con frecuencia tal comportamiento, a la vista de la situación
fácticamente existente en las poleis griegas, pareció una tontería sin
sentido). No porque se quisiera reparar en Grecia el pecado cometido en Cartago
sino porque se tenía el sentimiento de que la esencia griega era el verdadero
reverso de los romanos. Para éstos era todavía como si Héctor se enfrentara a
Aquiles y le ofreciera después de la guerra, la alianza. Sólo que mientras [tanto],
lamentablemente, Aquiles se había hecho viejo y pendenciero.
[De cómo
la Societas Romana devino el Imperium Romanum]
También
aquí sería erróneo aplicar criterios morales y pensar en un sentimiento moral
que se extendiera a lo político. Cartago fue la primera ciudad con la que Roma
se las hubo, que la igualaba en poder y que al mismo tiempo encarnaba un
principio enfrentado al romano. En el caso de Cartago se demostró que el
principio político romano del tratado y la alianza no era universalmente
válido, que tenía sus límites. Para comprenderlo mejor debemos tener presente
que las leyes con que Roma organizó primero las comarcas italianas y después
los países del mundo, eran “tratados” no en nuestro sentido, sino que [apuntaban]
a un vínculo duradero que implicara por lo tanto una alianza en lo esencial. De
esta confederación de Roma, de los socii, que integraban casi todos los
enemigos vencidos antaño, surgió la societas romana, que no tenía nada
que ver con sociedad pero sí algo con asociación y la relación entre socios que
ésta comporta. A lo que los romanos aspiraban no era a aquel Imperium
Romanum, a aquel dominio romano sobre pueblos y países, que, como sabemos
por Mommsen, les sobrevino y se les impuso más bien contra su voluntad, sino a
una Societas Romana, un sistema de alianzas instaurado por Roma e
infinitamente ampliable, en el cual los pueblos y los países además de
vincularse a Roma mediante tratados transitorios y renovables se convirtieran
en eternos aliados. En lo que Roma fracasó en el caso de Cartago fue
precisamente en el hecho de que lo único posible entre ambas hubiera sido como
máximo un tratado entre iguales, una especie de coexistencia hablando en
términos modernos, lo que quedaba fuera de las posibilidades del pensamiento
romano.
[La hybris
como tendencia a lo ilimitado de la acción política]
No es ninguna
casualidad ni nada atribuible a estrechez mental. Lo que los romanos no
conocían ni podían conocer en absoluto debido a la experiencia fundamental que
determinó su existencia política desde el principio eran precisamente aquellas
características inherentes a la acción que habían llevado a los griegos a
contenerla en el nomos y a entender por ley no un vínculo o una relación
sino una frontera incluyente que no podía excederse. A la acción, precisamente
porque por su esencia establece siempre relaciones y vínculos, le es propia
allí donde se extiende una desmesura y, como decía Esquilo, una «insaciabilidad»
tales que sólo desde fuera mediante un nomos, una ley en sentido griego,
puede mantenerse dentro de unos límites. La desmesura, como decían los griegos,
no reside en el hombre que actúa y su hybris sino en que las relaciones
surgidas de la acción son y deben ser de tal especie que tiendan a lo
ilimitado. Toda relación establecida por la acción, al involucrar a hombres que
a su vez actúan en una red de relaciones y referencias, desencadena nuevas
relaciones, transforma decisivamente la constelación de referencias ya
existentes y siempre alcanza más lejos y pone en relación y movimiento más de
lo que el agente en cuestión había podido prever. A esta tendencia a lo
ilimitado se enfrenta el nomos griego circunscribiendo la acción a lo
que pasa entre hombres dentro de una polis y sujetando a ésta todo lo externo
con que en su actividad deba establecer vínculos. Sólo así, conforme al pensar
griego, la acción es política, es decir, vinculada a la polis y, por lo tanto,
a la forma más elevada de convivencia humana. Gracias a la ley que la limita e
impide que se disperse en un inabarcable y siempre creciente sistema de
relaciones, la acción recibe la figura permanente que la convierte en un hecho
cuya grandeza, esto es, cuya excelencia, pueda ser conservada y recordada. De
este modo la ley se enfrenta a la fugacidad de todo lo mortal, tan peculiar y
manifiestamente sentida por los griegos, tanto a la fugacidad de la palabra
dicha como a la volatilización de la acción realizada. Los griegos pagaron esta
fuerza productora de figuras de su nomos con la incapacidad de formar un
imperio y no hay duda de que finalmente toda la Hélade sucumbió por este nomos
de las poleis, de las ciudades–estado, que se multiplicaban con la
colonización pero no podían unirse y confederarse en una alianza permanente.
Pero con igual razón podría decirse que los romanos fueron víctimas de su ley,
de su lex, merced a la cual establecieron ciertamente alianzas y
confederaciones duraderas allí donde fueron pero éstas, al ser en sí mismas
ilimitables, les obligaron, contra su voluntad y sin que sintieran ningún tipo
de afán de poder, a dominar sobre el globo terráqueo, dominio que, una vez
conseguido, únicamente podía volver a desmoronarse. Por eso es natural pensar
que con la caída de Roma se destruyó para siempre el punto central de un mundo
y con ello tal vez la posibilidad específicamente romana de centrar el mundo
entero alrededor de él, mientras que cuando todavía hoy pensamos en Atenas,
presuponemos que su decadencia significó la desaparición para siempre, no de un
punto central del mundo pero sí sin duda de uno culminante de posibilidades
humano mundanas.
[La pax
romana y el desierto]
Pero los
romanos pagaron su inacabable capacidad de confederación y alianza extensiva y
duradera no solamente con un crecimiento tan desmesurado de su imperio que
arruinó la ciudad y la Italia dominada por ella. Pagaron —desde el punto de
vista político menos catastróficamente, pero desde el espiritual no menos
decisivamente— con la pérdida de la imparcialidad greco homérica; con el
sentido por lo [grandioso] y excelente en todas sus figuras, allí donde se
hallara; y con la voluntad de inmortalizarlo mediante su glorificación. La
historia y la poesía de Roma, en un sentido exclusivamente romano, nunca entró
en decadencia, al igual que la historia y la poesía de Grecia, en un sentido
exclusivamente griego, tampoco; en el caso de aquellos se trata siempre de
exaltar la historia de la ciudad y todo lo que le concierne directamente, o
sea, esencialmente su crecimiento y propagación desde su fundación: ab urbe
condita, o bien, como en Virgilio, de relatar lo que lleva a su fundación,
los hechos y travesías de Eneas: dum conderet urbem.53 En cierto sentido
podría decirse que los griegos, que aniquilaban a sus enemigos, fueron
históricamente más justos y nos transmitieron mucho más sobre ellos que los
romanos, que los hicieron sus aliados. Pero también este juicio es falso si se
entiende moralmente. Pues precisamente lo específicamente moral en la derrota
lo comprendieron magníficamente los vencedores romanos, que incluso se
preguntaron en boca de los enemigos vencidos, si no serían «rapiñadores del
mundo, cuyo impulso destructivo no encontraría ya nuevas tierras», si su afán
de establecer relaciones por doquier y de someter a los demás a la eterna
alianza de la ley no indicaría que eran el «único de todos los pueblos que
desea con la misma pasión la abundancia y el vacío» de manera que, en todo
caso, desde el punto de vista del sometido, podía parecer muy bien que lo que
los romanos llamaban «dominio» significara lo mismo que hurtar, matar y robar y
que la pax Romana, la célebre paz romana, fuera sólo el nombre para el
desierto que dejaban atrás.54 Pero por impresionantes que puedan parecer tales
y parecidas observaciones si se comparan con la patriótica y nacionalista
historia moderna, el adversario a que alude sólo es el humano y común reverso
de toda victoria, la cara de los vencidos qua vencidos. La ocurrencia de
que pudiera haber algún otro que igualara a Roma en grandeza y fuera por eso
igualmente digno de una historia rememorativa: este pensamiento, con el que
Heródoto introduce la guerra de los persas, es ajeno a los romanos.
Consideremos
esta peculiar limitación romana como queramos: es indudable que el concepto de
una política exterior y por tanto la noción de un orden político fuera
de las fronteras del propio pueblo o estado es de origen exclusivamente romano.
Esta politización romana del espacio entre los pueblos da inicio al mundo
occidental, es más, sólo ella genera el mundo occidental qua mundo.
Hasta los tiempos romanos fueron muchas las civilizaciones extraordinariamente
ricas y grandes pero nunca hubo entre ellas un mundo sino un desierto a través
del cual, si todo iba bien, se tendían comunicaciones como finos hilos y sendas
que cruzaban tierra yerma, pero a través del cual, si las cosas iban mal,
proliferaban las guerras y se arruinaba el mundo existente. Estamos tan
habituados a entender la ley y el derecho en el sentido de los diez
mandamientos y prohibiciones, cuyo único sentido consiste en exigir la
obediencia, que fácilmente dejamos caer en el olvido el originario carácter
espacial de la ley. [cursivas añadidas, edhc] Cada ley crea antes que nada
un espacio en el que entra en vigor y este espacio es el mundo en que podemos
movernos en libertad. Lo que queda fuera de él no tiene ley y, hablando con
exactitud, no tiene mundo; en el sentido de la convivencia humana es un
desierto.
Es esencial
a las amenazas de la política interior y exterior con que nos enfrentamos desde
el advenimiento de los totalitarismos que hagan desaparecer de ella a lo
propiamente político. Si las guerras son otra vez de aniquilación entonces ha desaparecido
lo específicamente político de la política exterior desde los romanos, y las
relaciones entre los pueblos han ido nuevamente a parar a aquel espacio
desprovisto de ley y de política que destruye el mundo y engendra el desierto.
Pues lo aniquilado en una guerra de este tipo es mucho más que el mundo del
rival vencido; es sobre todo el espacio entre los combatientes y entre los
pueblos, espacio que en su totalidad forma el mundo sobre la Tierra. Y para
este mundo entre [Zwischenwelt], que debe su surgimiento no al
producir sino al actuar de los hombres, no es válido lo que decíamos al
principio de que así como ha sido aniquilado por mano humana puede ser
producido otra vez por ella. Pues el mundo de relaciones que surge de la
acción, de la auténtica actividad política del hombre, es en verdad mucho más
difícil de destruir que el mundo producido de las cosas, en que el productor y
creador es el único señor y dueño. Pero si este mundo de relaciones se
convierte en un desierto, la ley del desierto ocupa el lugar de las leyes de la
acción política, cuyos procesos dentro de lo político son reversibles sólo muy
difícilmente, y este desierto entre hombres desencadena procesos desertizadores,
fruto de la misma desmesura inherente a la libre acción humana que establece
relaciones. Conocemos procesos tales en la historia y que sepamos apenas
ninguno pudo detenerse antes de arrastrar a la ruina a un mundo entero con toda
su riqueza de relaciones.
*Fragmento
publicado como parte de “Introducción a la política II”, en Hannah Arendt, “¿Qué
es la política?” Barcelona: Paidós 1997 (del original Was ist Politik.
Aus dem Nachlass, Piper 1993)
Notas de
pie de página (en original)
[1*] Cuando
H. Arendt escribió esto, la amenaza de guerra entre los Estados Unidos y la
Unión soviética era seria. (N. del e.)
[2*] «La
Edad Moderna no es lo mismo que el Mundo Moderno. Científicamente la Edad
Moderna, que comenzó en el siglo XVIII, terminó al comienzo del XX;
políticamente el Mundo Moderno en el que hoy día vivimos nació con las primeras
explosiones atómicas». Arendt establece esta distinción en el prólogo a La
condición humana. [N. del t.]
26. La cita
de Platón (en la traducción de Rudolf Rufener) dice: «El tercer tipo de posesión
y de locura proviene de las Musas. Cuando conmueven un alma sensible e íntegra,
le inspiran cánticos y otras obras poéticas y al ensalzar así los miles de
gestas de los antiguos forma a la posteridad». Platón, Meisterdialoge:
Pbaidon, Symposion, Phaidros, Zurich–Stuttgart: Artemis (Die Bibliothek der
alten Welt, III/43), 1958, pág. 211.
27. Theodor Mommsen, Rötnische Geschichte, ob. cit.,
vol. I, pág. 3.
[3*] En el
manuscrito hay un pronombre neutro cuya referencia podría ser a «lo político»
en vez de a «la política».
28. Heródoto, I, 1.
29. Jacob Burckhardt, Griechische Kulturgeschichte,
ob. cit., vol. 3, pág. 406.
30. Véase
Tucídides, V, 89 (Melierdiaiog).
31.
Heráclito, B53, en: Hermann Diels, Die Fragmente der Vorsokratiker:
Griechisch und Deutsch, 6., edit, por Walther Kranz, vol. 1 (reimpresión
Berlín, Weidmann, 1951), pág. 162.
32. Kant, Kritik der Urteilskraft, B158 [Hay trad,
cast.]; véase Hannah Arendt, Das Urteilen: Texte zur Kants Politischer
Philosophie (comp. Ronald Beiner), Múnich–Zürich, Piper, 1985, pág. 60
sig., pág. 95 sig.
33. Kant, ibíd.
34. Ob. cit., B159.
35. Véase Mommsen, Römische Geschichte, ob. cit.,
vol. 1, pág. 3.
36. Ob.
cit., pág. 71.
37.
Transmitido por Tucídides, II, 41.
38. St. Weinstock, Art. «Penates», en Paulys
Real–Encyclopädie der classischen Altertumswissenschaften, vol. 19 (1938)
págs. 417 sigs. y pág. 428.
39.
Virgilio, Aeneis, VII, 321 sig. [trad. cast.].
40. Ob.
cit., IX, 742.
41. Ob.
cit. IV, 232 sig.
42. Extraído
de: Lucano, Pharsalia (= Bellum civile), I, 128. Véase el
comentario al uso que Hannah Arendt hace de esta cita en: Hannah Arendt y Karl
Jaspers, Briefwechsel 1926–1969, edit, por Lotte Köhler y Hans Saner,
Munich–Zurich, Piper, 1985, pág. 769 sig.
43. Véase
Platón, Sämtliche Werke, ob. cit. (nota 12), vol. 1, pág. 197–283, pág.
231. [trad. cast.].
44. Franz
Altheim, Römische Geschichte II, 4., edic. ampliada y completa,
Frankfurt del Meno, Klostermann, 1953, pág. 232.
45. Ob. cit., pág. 214.
46. Píndaro
(Edición–Tusculum), Fragmento n. 143. La traducción (de Oskar Werner) es la
siguiente: «Nomos, der Sterblichen all wie/ Unsterblichen König, er lenkt/ Ais
Recht dies fordernd, das Gewaltsame mit/ Allzwingender Hand». Véase Platón,
Gorgias, en íd., Sämtliche Werke, ob. cit., vol. 1, págs. 197–283, págs.
239 sig.
47. Platón, “Kritón”, en id., Sämtliche Werke, ob.
cit., vol. I, págs. 33–47, pág. 42 sig.
48.
Virgilio, Aeneis, VII, 203 sig. 123
49. Ob. cit., IV, 231.
50. Altheim, Römische Geschtchte II, ob. cit., pág.
71.
51. Mommsen, Römische Geschichte, ob. cit., vol. 1,
pág. 663.
52. Homero,
Iltas, IV, 164 sig.; VI, 448 sig. [trad. cast.].
53.
Virgilio, Aeneis, I, 5. Respecto al concepto de fundación romano en
Hannah Arendt y el significado de Virgilio para su tesis de la natalidad véase
Hannah Arendt, Über die Revolution, Munich: Piper, 1963, págs. 267 sig. [trad.
cast. págs. 213 y sigs.]; véase también el último capítulo «el abismo de la
libertad y el novus ordo saeclorum» en: id., Vom Leben des Geistes: Das Wollen,
Munich, Piper, 1979, págs. 185 sig. [trad. cast. págs. 481 y sigs.]
54. En el
capítulo 30 de su De vita Iulii Agricolae Líber, en cuya parte principal
informa de la campaña militar británica, Tácito destaca el discurso de un jefe
militar enemigo ante la batalla del monte Graupio (84 d. C), al que aquí se
refiere Arendt.
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