por Hannah Arendt (1969)*
III
[…..]
Es un lugar
común el señalar que la violencia brota a menudo de la rabia y la rabia puede
ser, desde luego, irracional y patológica, pero de la misma manera que puede
serlo cualquier otro afecto humano. Es sin duda posible crear condiciones bajo
las cuales los hombres sean deshumanizados –tales como los campos de concentración, la tortura y el
hambre –, pero esto no significa que esos hombres se tornen animales; y bajo
tales condiciones, el más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la
violencia sino la evidente ausencia de ambas. La rabia no es en absoluto una reacción
automática ante la miseria y el sufrimiento como tales; nadie reacciona con
rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o, en lo que nos
concierne, ante condiciones sociales que parecen inmodificables. La rabia solo
brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas
condiciones y no se modifican. Solo reaccionamos con rabia cuando es ofendido
nuestro sentido de la justicia y esta reacción no refleja necesariamente en absoluto
una ofensa personal, tal como se advierte en toda la historia de las revoluciones,
a las que invariablemente se vieron arrastrados miembros de las clases altas
que encabezaron las rebeliones de los vejados y oprimidos. Recurrir a la
violencia cuando uno se enfrenta con hechos o condiciones vergonzosos resulta enormemente
tentador por la inmediación y celeridad inherentes a aquella. Actuar con una velocidad
deliberada es algo que va contra la índole de la rabia y la violencia,
pero esto no significa que estas sean irracionales. Por el contrario, en la
vida privada, al igual que en la pública, hay situaciones en las que el único
remedio apropiado puede ser la auténtica celeridad de un acto violento. El quid
no es que esto nos permita descargar nuestra tensión emocional, fin que se
puede lograr igualmente golpeando sobre una mesa o dando un portazo. El quid
está en que, bajo ciertas circunstancias, la violencia –actuando sin argumentación
ni palabras y sin consideración a las consecuencias –es el único medio de restablecer
el equilibrio de la balanza de la balanza de la justicia (El ejemplo clásico es
el de Billy Budd matando al hombre que prestó un falso testimonio contra él).
En este sentido, la rabia y la violencia, que a veces –no siempre –la acompaña,
figuran entre las emociones humanas “naturales”, y curar de ellas al
hombre no sería más que deshumanizarle o castrarle. Es innegable que actos
semejantes en los que los hombres toman la ley en sus propias manos en favor de
la justicia se hallan en conflicto con las constituciones de las comunidades
civilizadas; pero su carácter antipolítico, tan manifiesto en el gran relato de
Melville, no significa que sean inhumanos o “simplemente” emocionales. (p. 122)
La ausencia
de emociones ni causa ni promueve la racionalidad. “El distanciamiento y la
ecuanimidad” frente a una “insoportable tragedia” pueden ser “aterradores”,[i]
especialmente cuando no son resultado de un control sino que constituyen una
evidente manifestación de incomprensión. Para responder razonablemente uno
debe, antes que nada, sentirse “afectado”, y lo opuesto de lo emocional no es
lo “racional”, sea lo que sea lo que signifique, sino, o bien la incapacidad para
sentirse afectado, habitualmente un fenómeno patológico, o el sentimentalismo,
que es una perversión del sentimiento. La rabia y la violencia se tornan
irracionales solo cuando se revuelven contra sustitutos, y esto, me temo, es
precisamente lo que recomiendan los psiquiatras y los polemólogos consagrados a
la agresividad humana, y lo que corresponde, ¡ay!, a ciertas tendencias y a
ciertas actitudes irreflexivas de la sociedad en general.
Sabemos, por
ejemplo, que se ha puesto muy de moda entre los liberales blancos reaccionar
alnte las quejas de los negros con grito: “Todos somos culpables”, y que el
Black Power se ha aprovechado con gusto de esta “confesión” para instigar una
irracional “rabia negra”. Donde todos son culpables, nadie lo es; las confesiones
de una culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de
los culpables, y la magnitud del delito es la mejor excusa para no hacer nada.
En este caso particular constituye además una peligrosa y ofuscadora escalada
del racismo hacia zonas superiores y menos tangibles. La verdadera grieta entre
negros y blancos no se cierra traduciéndola en conflicto aún menos
reconciliable entre la inocencia colectiva y la culpa colectiva. El “todos los
blancos son culpables” no es solo un peligroso disparate sino que constituye
también un racismo a la inversa y sirve muy eficazmente para dar a las
auténticas quejas y a las emociones racionales de la población negra una salida
hacia la irracionalidad, un escape de la realidad.
Además, si
inquirimos históricamente las causas de probable transformación de los engagés
[comprometidos] en enrages [furiosos], no es la injusticia la que figura
a la cabeza de ellas sino la hipocresía. Es demasiado bien conocido para
estudiarlo aquí el breve papel de esa en las fases posteriores de la Revolución
francesa, cuando la guerra que Robespierre declaró a la hipocresía transformó
el “despotismo de la libertad” en el reinado del Terror; pero es importante
recordar que esta guerra había sido declarada mucho antes por los moralistas
franceses que vieron en la hipocresía el vicio de todos los vicios y hallaron
que era el supremo dominador de la “buena sociedad”, poco después denominada “sociedad
burguesa”. No han sido muchos los autores de categoría que hayan glorificado a
la violencia por la violencia; pero esos pocos –Sorel, Pareto, Fanon –se encontraban
impulsados por un odio mucho más profundo hacia la sociedad burguesa y llegaron
a una ruptura más radical con sus normas morales que la izquierda convencional,
principalmente inspirada por la compasión y por un ardiente deseo de justicia. Arrancar
la máscara de la hipocresía del rostro del enemigo, para desenmascararle a él y
a las tortuosas maquinaciones y manipulaciones que le permiten dominar sin
emplear medios violentos, es decir, provocar la acción, incluso a riesgo del
aniquilamiento, para que pueda surgir la verdad, siguen siendo las más fuertes motivaciones
de la violencia actual en las universidades y en las calles.[ii]
Y esta violencia, hay que decirlo de nuevo, no es irracional. Como los hombres
viven en un mundo de apariencias, y al tratar con estas, dependen de lo que se
manifiesta, las declaraciones hipócritas –a diferencia de las astutas, cuya naturaleza
se descubre al cabo de cierto tiempo –no pueden ser contrarrestadas por el
llamado comportamiento razonable. Sólo se puede confiar en las palabras si uno está
seguro de que su función es revelar y no ocultar. Lo que provoca la rabia es la
apariencia de racionalidad más que los intereses que existen tras esa
apariencia. Usar de la razón cuando la razón es empleada como trampa no es “racional”;
de la misma manera no es “irracional” utilizar un arma en defensa propia. Esta
violenta reacción contra la hipocresía, justificable en sus propios términos,
pierde su raison d’être cuando trata de desarrollar una estrategia
propia con objetivos específicos; se torna “irracional” en el momento en que se
“racionaliza”, es decir, en el momento en que la reacción durante una pugna se
torna acción y cuando comienza la búsqueda de sospechosos acompañada de la búsqueda
psicológica de motivos ulteriores.[iii]
Aunque,
como ya señalé antes, la eficacia de la violencia no depende del número –un hombre
con una ametralladora puede reducir a centenares de personas –este, en la violencia
colectiva, destaca como su característica más peligrosamente atractiva y no en
absoluto porque ese número aporte seguridad. Resulta perfectamente cierto que
en la acción militar, como en la revolucionaria, “el individualismo es el
primer [valor] que desaparece”;[iv]
en su lugar hallamos un género de coherencia de grupo, nexo más intensamente
sentido y que demuestra ser mucho más fuerte, aunque menos duradero, que todas
las variedades de la amistad, civil o particular.[v]
En realidad, en todas las empresas ilegales, delictivas o políticas, el grupo,
por su propia seguridad, exigirá “que cada individuo realice una acción irrevocable”
con la que rompa su unión con la sociedad respetable, antes de ser admitido en
la comunidad de violencia. Pero una vez que un hombre sea admitido, caerá bajo
el intoxicante hechizo de “la práctica de la violencia [que] une a los hombres
en un todo, dado que cada individuo constituye un eslabón de violencia en la
gran cadena, una parte del gran organismo de la violencia que ha brotado”.[vi]
Las palabras
de Fanon apuntan al bien conocido fenómeno de la hermandad en el campo de batalla
donde diariamente tienen lugar las acciones más nobles y altruistas. De todos
los niveladores, la muerte parece ser el más potente, al menos en las escasas y
extraordinarias situaciones en las que se le permite desempeñar un papel político.
La muerte, tanto en lo que se refiere al morir en este momento determinado como
al conocimiento de la propia mortalidad de uno, es quizá la experiencia más
antipolítica que pueda existir. Significa que desapareceremos del mundo de las
apariencias y que dejaremos la compañía de nuestros semejantes, que son las
condiciones de toda la política. Por lo que a la experiencia humana concierne,
la muerte indica un aislamiento y una impotencia extremados. Pero, en
enfrentamiento colectivo y en acción, la muerte toca su talante; nada parece más
capaz de intensificar nuestra vitalidad como su proximidad. De alguna forma somos habitualmente
conscientes principalmente de que nuestra propia muerte es acompañada por la
inmortalidad potencial del grupo al que pertenecemos y, en su análisis final, de
la especie, y esa comprensión se torna el centro de nuestra experiencia. Es
como si la vida misma, la vida inmortal de la especie, nutrida
por el sempiterno morir de sus miembros individuales, “brotara”, se realizara, en
la práctica de la violencia.
Sería
erróneo, pienso, hablar de meros sentimientos. Al fin y al cabo una experiencia
adecuada halla aquí una de las propiedades más sobresalientes de la vida
humana. En nuestro contexto, sin embargo, lo interesante es que estas
experiencias, cuya fuerza elemental existe más allá de toda duda, nunca hayan encontrado
una expresión institucional y política, y que la muerte como niveladora difícilmente
desempeñe papel alguno en la filosofía política, aunque la mortalidad humana –el
hecho de que los hombres son “mortales”, como los griegos solían decir –haya sido
reconocida como el más fuerte motivo de acción política en el pensamiento político
prefilosófico. Fue la certidumbre de la muerte la que impulsó a los hombres a
buscar fama inmortal en hechos y palabras y la que les impulsó a establecer un cuerpo
político que era potencialmente inmortal. Por eso la política fue precisamente
un medio por el que escapar de la igualdad ante la muerte y lograr una distinción
que aseguraba un cierto tipo de inmortalidad. (Hobbes es el único filósofo
político en cuya obra la la muerte desempeña un papel crucial, en la forma del
temor a una muerte violenta. Pero para Hobbes lo decisivo no es la igualdad
ante la muerte sino la igualdad del temor, resultante de una igual capacidad
para matar, poseída por cualquiera, y que persuade a los hombres en estado de
naturaleza para ligarse entre sí y constituir una comunidad). En cualquier
caso, y por lo que yo sé, no se ha fundado ningún cuerpo político sobre la
igualdad ante la muerte y su actualización en la violencia; las escuadras suicidas
de la historia, que fueron desde luego organizadas sobre este principio y por eso
denominadas a menudo “hermandades”, pueden difícilmente ser consideradas organizaciones
políticas. Pero es cierto que los fuertes sentimientos fraternales que engendra
la violencia colectiva han seducido a muchas buenas gentes con la esperanza de
que de allí surgiría una nueva comunidad y un “hombre nuevo”. La esperanza es ilusoria
por la sencilla razón de que no existe relación humana más transitoria que este
tipo de hermandad, solo actualizado por las condiciones de un peligro inmediato
para la vida de cada miembro.
Pero este es
solo un aspecto de la cuestión. Fanon remata su elogio de la violencia
señalando que en este tipo de lucha el pueblo comprende “que la vida es una
pugna inacabable”, que la violencia es un elemento de la vida. ¿No parece esto
plausible? ¿Acaso los hombres no han equiparado siempre a la muerte con el “descanso
eterno”, y no se deduce de ahí que mientras tengamos vida tendremos pugna e
intranquilidad? ¿Acaso no es ese descanso una clara manifestación de ausencia
de vida y de vejez? ¿No es la acción violenta una prerrogativa de los jóvenes,
de quienes presumiblemente se hallan completamente vivos? ¿No son, por eso, lo
mismo el elogio de la vida que el elogio de la violencia? Sorel, en cualquier
caso, pensaba así hace sesenta años. Antes que Spengler, predijo él la “decadencia
de Occidente”, tras haber observado claros signos de abatimiento en la lucha de
clases en Europa. La burguesía –aseguraba –había perdido la “energía” para
desempeñar un papel en la lucha de clases; Europa solo podría salvarse si se
podía convencer al proletariado para que utilizara la violencia, reafirmando
las distinciones de clase y despertando el instinto de lucha de la burguesía.[vii]
He aquí,
pues, cómo mucho antes de que Konrad Lorenz descubriera la función promovedora
de vida que la agresión desempeña en el reino animal, era elogiada la violencia
como manifestación de la fuerza de la vida y, específicamente, de su creatividad.
Sorel, inspirado por el élan
vital de Bergson,
apuntaba a una filosofía de la creatividad concebida para “productores” y
dirigida polémicamente contra la sociedad de consumo y sus intelectuales; ambos
grupos eran, en su opinión, parásitos. La imagen del burgués –pacífico,
complaciente, hipócrita, inclinado al placer, sin voluntad de poder, tardío producto
del capitalismo más que representante de este –, y la imagen del intelectual,
cuyas teorías son “construcciones”, en vez de “expresiones de la voluntad”,[viii]
resultan esperanzadoramente contrarrestadas en su obra por la imagen del
trabajador. Sorel ve al trabajador como el “productor”, que creará las nuevas “cualidades
morales que son necesarias para mejorar la producción”, destruir “los
Parlamentos [que] están atestados como juntas de accionistas”[ix]
y que oponen a “la imagen del progreso […] la imagen de la catástrofe total”
cuando un “género de irresistible ola anegará a la antigua civilización”.[x]
Los nuevos valores no resultan ser muy nuevos. Son un sentido del honor, un
deseo de fama y gloria, el espíritu de lucha sin odio y “sin el espíritu de
venganza” y la indiferencia ante las ventajas materiales y la indiferencia ante
las ventajas materiales. Son, desde luego, las virtudes que se hallan
evidentemente ausentes de la sociedad burguesa”.[xi]
“La guerra social, recurriendo al honor que se desarrolla tan naturalmente en
todos los ejércitos organizados, puede eliminar esos malos sentimientos contra
los que resultaría ineficaz la moralidad. Si esta fuera la única razón […] solo
esta razón me parecería decisiva en favor de los apologistas de la violencia”.[xii]
Mucho puede
aprenderse de Sorel acerca de los motivos que impulsan a los hombres a
glorificar la violencia en abstracto. Incluso más puede aprenderse de su inteligente
contemporáneo italiano, también de formación francesa, Vilfredo Pareto. Fanon,
que poseía con la práctica de la violencia una intimidad infinitamente más
grande que la de uno u otro, fue influido considerablemente por Sorel y empleó
sus categorías, aunque su propia experiencia las contradecía claramente.[xiii]
La experiencia decisiva que convenció a Sorel como a Pareto para subrayar la
importancia del factor de la violencia en las revoluciones fue el affaire
Dreyfus en Francia, cuando, en palabras de Pareto, se sintieron “sorprendidos
al ver que [los partidarios de Dreyfus] empleaban contra sus oponentes los
mismos métodos villanos que ellos habían denunciado”.[xiv]
En esta coyuntura descubrieron lo que hoy denominamos el Establishment y
que antes se llamaba el Sistema, y fue ese descubrimiento el que los impulsó al elogio de la acción violenta
y el que a Pareto, por su parte, le hizo desesperar de la clase trabajadora.
(Pareto comprendió que la rápida
integración de los trabajadores en el cuerpo social y político de la nación equivalía realmente a “una alianza
entre la burguesía y los trabajadores”, al “aburguesamiento” de los trabajadores,
lo que entonces, según él, daba paso a un nuevo sistema, que denominó “plutodemocracia”,
forma mixta de gobierno, ya que la plutocracia corresponde al régimen burgués y
la democracia al régimen de los trabajadores). La razón por la que Sorel
mantuvo su fe marxista en la clase trabajadora fue la de que los trabajadores
eran los “productores”, el único elemento creativo de la sociedad, aquellos que,
según Marx, estaban llamados a liberar las fuerzas productivas de la humanidad;
lo malo era que tan pronto como los trabajadores habían alcanzado un nivel
satisfactorio en sus condiciones de trabajo y de vida, se negaban tozudamente a
seguir siendo proletarios y a desempeñar su papel revolucionario.
Décadas
después de que murieran Sorel y Pareto se tornó completamente manifiesto algo
más, incomparablemente más desastroso para esta concepción. El enorme
crecimiento de la productividad en el mundo moderno no fue en absoluto debido a
un aumento de la productividad de los trabajadores, sino exclusivamente al
desarrollo de la tecnología, y esto no dependió ni de la clase trabajadora ni
de la burguesía, sino de los científicos. Los “intelectuales”, tan despreciados
por Sorel y Pareto, dejaron repentinamente de ser un grupo marginal y surgieron
como una nueva élite cuyo trabajo, tras haber modificado en unas pocas décadas
las condiciones de la vida humana, casi hasta hacerlas irreconocibles, ha
seguido siendo esencial para el funcionamiento de la sociedad. Existen muchas
razones por las que este nuevo grupo no se ha constituido, al menos todavía,
como una élite del poder; pero hay también muchas razones para creer, con
Daniel Bell, que “no solo los mejores talentos sino, eventualmente, todo el
complejo de prestigio social y de estatus social, acabará por enraizarse en las
comunidades intelectual y científica”.[xv]
Sus miembros se hallan más dispersos y están menos ligados por claros intereses
que los grupos del antiguo sistema de clases; por eso carecen de impulso para
organizarse a sí mismos y de experiencia en todas las cuestiones relativas al
poder. Además, estando mucho más vinculados a las tradiciones culturales, una
de las cuales es la tradición revolucionaria, se aferran con más tenacidad a
las categorías del pasado, lo que les impide comprender el presente y su propio
papel en él. Es a menudo emocionante contemplar con qué nostálgicos
sentimientos los más rebeldes entre nuestros estudiantes esperan que surja el “verdadero”
ímpetu revolucionario de aquellos grupos de la sociedad que les denuncian tanto
más vehementemente cuanto más tienen que perder con algo que podría alterar el
suave funcionamiento de la sociedad de consumo. Para lo mejor y para lo peor –y
yo creo que existen razones tanto para tener miedo como para tener esperanza –la
realmente nueva y potencialmente revolucionaria clase de la sociedad estará integrada
por intelectuales , y su poder potencial, todavía no comprendido, es muy
grande, quizá demasiado grande para el bien de la humanidad.[xvi]
Pero todo esto son especulaciones.
Sea lo que
fuere, en este contexto nos interesa principalmente la extraña resurrección de
las filosofías vitalistas de Bergson y Nietzsche en su versión soreliana. Todos
sabemos hasta qué punto esta antigua combinación de violencia, vida y
creatividad figura en el estado mental rebelde de la actual generación. No hay
duda de que el énfasis prestado al puro hecho de vivir, y por eso a hacer el amor
como manifestación más gloriosa de la vida, es una respuesta a la posibilidad
real de construcción de una máquina del Juicio Final que destruya toda vida en
la Tierra. Pero no son nuevas las categorías en las que se incluyen a sí mismos
los nuevos glorificadores de la vida. Ver la productividad de la sociedad en la
imagen de la “creatividad” de la vida es por lo menos tan viejo como como Marx,
creer en la violencia como fuerza promotora de la vida es por lo menos tan
viejo como Nietzsche y juzgar la creatividad como el más elevado bien del
hombre es por lo menos tan viejo como Bergson.
Y esta justificación
biológica de la violencia, aparentemente tan nueva, está además íntimamente
ligada con los elementos más perniciosos de nuestras más antiguas tradiciones
de pensamiento político. Según el concepto tradicional de poder, igualado como
vimos a la violencia, el poder es expansionista por naturaleza. Tiene “un impulso
interno de crecimiento”, es creativo porque “le es propio el instinto de crecer”.[xvii]
De la misma manera que en el reino de la vida orgánica todo crece o decae, se
supone que en el reino de los asuntos humanos el poder puede sustentarse a sí
mismo sólo a través de la expansión; de otra manera, se reduce y muere. “Lo que
deja de crecer comienza a pudrirse”, afirma un antiguo adagio ruso de la época
de Catalina la Grande. Los reyes, se nos ha dicho, fueron muertos “no por obra
de su tiranía ni por su debilidad”. El pueblo erige patíbulos, no como castigo
moral al despotismo sino como biológico a la debilidad (el subrayado es
de la autora). Las revoluciones, por eso, estaban dirigidas contra los poderes
establecidos “solo desde un punto de vista exterior”. Su verdadero “efecto era
dar al poder un nuevo vigor y un nuevo equilibrio, y derribar los obstáculos
que habían obstruido durante largo tiempo su desarrollo”.[xviii]
Cuando Fanon habla de la “locura creativa” presente en la acción violenta,
sigue pensando en esta tradición.[xix]
Nada, en mi
opinión, podría ser teóricamente más peligroso que la tradición de pensamiento
orgánico en cuestiones políticas por la que el poder y la violencia son
interpretados en términos biológicos. Según son hoy comprendidos estos términos,
la vida y la supuesta creatividad de la vida son su denominador común, de tal
forma que la violencia es justificada sobre la base de la creatividad. Las metáforas
orgánicas de que está saturada toda nuestra presente discusión de estas materias,
especialmente sobre los disturbios –la noción de una “sociedad enferma” de la
que son síntoma los disturbios, como la fiebre es síntoma de enfermedad –solo
pueden finalmente promover la violencia. De esta forma, el debate entre quienes
proponen medios violentos para restaurar “la ley y el orden” y quienes proponen
reformas no violentas comienza a parecerse alarmantemente a una discusión entre
dos médicos que debaten las ventajas de una operación quirúrgica frente al
tratamiento del paciente por otros medios. Se supone que cuanto más enfermo esté
el paciente, más probable será que la última palabra corresponda al cirujano. Además,
mientras hablamos en términos no políticos, sino biológicos, los glorificadores
de violencia pueden recurrir al innegable hecho de que en el dominio de la naturaleza
la destrucción y la creación son solo dos aspectos del proceso natural de forma
tal que la acción violenta colectiva puede aparecer tan natural en calidad de
prerrequisito de la vida colectiva de la humanidad como lo es la lucha por la
supervivencia y la muerte violenta en la continuidad de la vida dentro del
reino animal.
El peligro
de dejarse llevar por la engañosa plausibilidad de las metáforas orgánicas es
particularmente grande allí donde se trata del tema racial. El racismo, blanco
o negro, está por definición preñado de violencia porque se opone a hechos orgánicos
naturales –una piel blanca o una piel negra –que ninguna persuasión ni poder
puede modificar; todo lo que uno puede hacer, cuando ya están las cartas
echadas, es exterminar a sus portadores. El racismo, a diferencia de la raza,
no es un hecho de la vida, sino una ideología, y las acciones a las que conduce
no son acciones reflejas sino actos deliberados basados en teorías
pseudocientíficas. La violencia en la lucha interracial resulta siempre
homicida pero no es “irracional”; es la consecuencia lógica y racional del
racismo, término por el que yo no entiendo una serie de prejuicios más bien
vagos de una u otra parte, sino un explícito sistema ideológico. Bajo la presión
del poder, los prejuicios, diferenciados tanto de los intereses como de las
ideologías, pueden ceder –como vimos que sucedió con el muy eficaz movimiento
de los derechos civiles, que era enteramente no violento –. (“Hacia 1964 […] la
mayoría de los americanos estaban convencidos de que la subordinación y, en
menor grado, la segregación constituían un mal”).[xx]
Pero aunque los boicots, las sentadas y las manifestaciones tuvieron éxito en
la eliminación de las leyes y reglamentos discriminatorios del Sur, fracasaron
notoriamente y se tornaron contraproducentes cuando se enfrentaron con las
condiciones sociales de los grandes núcleos urbanos: las firmes necesidades de
los guetos negros, por un lado, y, por el otro, los intereses dominantes de los
grupos blancos de ingresos más bajos, respecto a vivienda y enseñanza. Todo lo
que este modo de acción podía hacer, y desde luego hizo, fue denunciar estas
condiciones, llevarlas a la calle, donde quedó expuesta peligrosamente la irreconciliabilidad
básica de los intereses.
Pero
incluso la violencia de hoy, los disturbios negros y la violencia potencial de
la reacción blanca no son todavía manifestaciones de ideologías racistas y de
su lógica homicida. (Los disturbios, se ha dicho recientemente, son “protestas articuladas
contra agravios genuinos”;[xxi] además su “limitación y su selectividad [o…]
su racionalidad figuran ciertamente entre [sus] rasgos más cruciales”.[xxii]
Y lo mismo sucede con la reacción blanca, fenómeno que, contra todas las
predicciones, no se ha caracterizado hasta ahora por su violencia. Es la
reacción perfectamente racional de ciertos grupos de intereses que protestan
furiosamente de que se los singularice para que sean ellos quienes paguen todo
el precio de una política de integración mal concebida a cuyas consecuencias
pueden fácilmente escapar sus autores).[xxiii]
El peligro mayor proviene de la otra dirección; como la violencia necesita
siempre justificación, una escalada de la violencia en las calles puede dar
lugar a una ideología verdaderamente racista que la justifique. El racismo, tan
sonoramente evidente en el “Manifiesto” de James Forman, es probablemente más
una reacción a los disturbios caóticos de los últimos años que su causa. Podría
desde luego provocar una reacción blanca realmente violenta, cuyo mayor peligro
consistiría en la transformación de los prejuicios blancos en una completa
ideología racista para la que “la ley y el orden” se convertirían en una pura
fachada. En este caso todavía improbable el clima de opinión en el país podría
deteriorarse hasta el punto de que una mayoría de ciudadanos deseara pagar el
precio del terror invisible de un Estado policial a cambio de contar con la ley
y el orden en las calles. Nada de esto es lo que ahora conocemos, un género de reacción
policíaca, completamente brutal y muy visible.
El
comportamiento y los argumentos en los conflictos de intereses no son notorios
por su “racionalidad”. Nada, desgraciadamente, ha sido tan constantemente
refutado por la realidad como el credo del “ilustrado interés propio” en su
versión liberal igual que en su más compleja variante marxista. Alguna
experiencia más un poco de reflexión nos enseñan, por el contrario, que va contra
la verdadera naturaleza del interés propio el ser ilustrado”. Por tomar un
ejemplo de la vida diaria, veamos el conflicto de intereses entre inquilino y
casero: un interés ilustrado se concentraría en un edificio apto para vivienda
humana; pero este interés es completamente diferente (y en la mayor parte de
los casos opuesto) al interés propio del casero en elevados beneficios y al del
inquilino en un bajo alquiler. La respuesta corriente de un árbitro, aparentemente
portavoz de la “ilustración”, sería que, a largo plazo, el interés del
edificio es el verdadero interés del casero y del inquilino, pero esta
respuesta no tiene en cuenta el factor tiempo, de importancia capital para
todos los que intervienen en el asunto. Interés propio es interés en el yo, y
el yo puede morir o mudarse o vender la casa. Por obra de su cambiante
condición, es decir, en definitiva por la condición humana de la mortalidad, el
yo en cuanto yo no puede calcular en términos de intereses a largo plazo, por
ejemplo, el interés de un mundo que sobrevive a sus habitantes. El deterioro de
un edificio es cuestión de años; un aumento del alquiler o un beneficio temporalmente
bajo son cosas de hoy o de mañana. Y algo similar sucede desde luego, mutatis
mutandis, en los conflictos laborales o de otro tipo. El interés propio,
cuando se le pide someterse al “verdadero” interés –es decir, al interés del mundo
como distinto del interés del yo –, siempre replicará: Cerca está mi camisa
pero más cerca está mi piel. Esto puede que no sea muy razonable, pero es
completamente realista; es la no muy noble pero adecuada respuesta a la
discrepancia de tiempo entre las vidas particulares de los hombres y la totalmente
diferente esperanza de vida del mundo público. Esperar que gente que no tiene
la más ligera noción de lo que es la res publica, la cosa pública, se comporte
no violentamente y argumente racionalmente en cuestiones de interés no es ni
realista ni razonable.
[…..]
[xxiii]
[xxiii]
[xxiii]
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