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viernes, 25 de noviembre de 2022

Sobre la violencia

 

por Hannah Arendt (1969)*

III

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Es un lugar común el señalar que la violencia brota a menudo de la rabia y la rabia puede ser, desde luego, irracional y patológica, pero de la misma manera que puede serlo cualquier otro afecto humano. Es sin duda posible crear condiciones bajo las cuales los hombres sean deshumanizados –tales como  los campos de concentración, la tortura y el hambre –, pero esto no significa que esos hombres se tornen animales; y bajo tales condiciones, el más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la violencia sino la evidente ausencia de ambas. La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales; nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o, en lo que nos concierne, ante condiciones sociales que parecen inmodificables. La rabia solo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican. Solo reaccionamos con rabia cuando es ofendido nuestro sentido de la justicia y esta reacción no refleja necesariamente en absoluto una ofensa personal, tal como se advierte en toda la historia de las revoluciones, a las que invariablemente se vieron arrastrados miembros de las clases altas que encabezaron las rebeliones de los vejados y oprimidos. Recurrir a la violencia cuando uno se enfrenta con hechos o condiciones vergonzosos resulta enormemente tentador por la inmediación y celeridad inherentes a aquella. Actuar con una velocidad deliberada es algo que va contra la índole de la rabia y la violencia, pero esto no significa que estas sean irracionales. Por el contrario, en la vida privada, al igual que en la pública, hay situaciones en las que el único remedio apropiado puede ser la auténtica celeridad de un acto violento. El quid no es que esto nos permita descargar nuestra tensión emocional, fin que se puede lograr igualmente golpeando sobre una mesa o dando un portazo. El quid está en que, bajo ciertas circunstancias, la violencia –actuando sin argumentación ni palabras y sin consideración a las consecuencias –es el único medio de restablecer el equilibrio de la balanza de la balanza de la justicia (El ejemplo clásico es el de Billy Budd matando al hombre que prestó un falso testimonio contra él). En este sentido, la rabia y la violencia, que a veces –no siempre –la acompaña, figuran entre las emociones humanas “naturales”, y curar de ellas al hombre no sería más que deshumanizarle o castrarle. Es innegable que actos semejantes en los que los hombres toman la ley en sus propias manos en favor de la justicia se hallan en conflicto con las constituciones de las comunidades civilizadas; pero su carácter antipolítico, tan manifiesto en el gran relato de Melville, no significa que sean inhumanos o “simplemente” emocionales. (p. 122)

La ausencia de emociones ni causa ni promueve la racionalidad. “El distanciamiento y la ecuanimidad” frente a una “insoportable tragedia” pueden ser “aterradores”,[i] especialmente cuando no son resultado de un control sino que constituyen una evidente manifestación de incomprensión. Para responder razonablemente uno debe, antes que nada, sentirse “afectado”, y lo opuesto de lo emocional no es lo “racional”, sea lo que sea lo que signifique, sino, o bien la incapacidad para sentirse afectado, habitualmente un fenómeno patológico, o el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento. La rabia y la violencia se tornan irracionales solo cuando se revuelven contra sustitutos, y esto, me temo, es precisamente lo que recomiendan los psiquiatras y los polemólogos consagrados a la agresividad humana, y lo que corresponde, ¡ay!, a ciertas tendencias y a ciertas actitudes irreflexivas de la sociedad en general.

Sabemos, por ejemplo, que se ha puesto muy de moda entre los liberales blancos reaccionar alnte las quejas de los negros con grito: “Todos somos culpables”, y que el Black Power se ha aprovechado con gusto de esta “confesión” para instigar una irracional “rabia negra”. Donde todos son culpables, nadie lo es; las confesiones de una culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de los culpables, y la magnitud del delito es la mejor excusa para no hacer nada. En este caso particular constituye además una peligrosa y ofuscadora escalada del racismo hacia zonas superiores y menos tangibles. La verdadera grieta entre negros y blancos no se cierra traduciéndola en conflicto aún menos reconciliable entre la inocencia colectiva y la culpa colectiva. El “todos los blancos son culpables” no es solo un peligroso disparate sino que constituye también un racismo a la inversa y sirve muy eficazmente para dar a las auténticas quejas y a las emociones racionales de la población negra una salida hacia la irracionalidad, un escape de la realidad.

Además, si inquirimos históricamente las causas de probable transformación de los engagés [comprometidos] en enrages [furiosos], no es la injusticia la que figura a la cabeza de ellas sino la hipocresía. Es demasiado bien conocido para estudiarlo aquí el breve papel de esa en las fases posteriores de la Revolución francesa, cuando la guerra que Robespierre declaró a la hipocresía transformó el “despotismo de la libertad” en el reinado del Terror; pero es importante recordar que esta guerra había sido declarada mucho antes por los moralistas franceses que vieron en la hipocresía el vicio de todos los vicios y hallaron que era el supremo dominador de la “buena sociedad”, poco después denominada “sociedad burguesa”. No han sido muchos los autores de categoría que hayan glorificado a la violencia por la violencia; pero esos pocos –Sorel, Pareto, Fanon –se encontraban impulsados por un odio mucho más profundo hacia la sociedad burguesa y llegaron a una ruptura más radical con sus normas morales que la izquierda convencional, principalmente inspirada por la compasión y por un ardiente deseo de justicia. Arrancar la máscara de la hipocresía del rostro del enemigo, para desenmascararle a él y a las tortuosas maquinaciones y manipulaciones que le permiten dominar sin emplear medios violentos, es decir, provocar la acción, incluso a riesgo del aniquilamiento, para que pueda surgir la verdad, siguen siendo las más fuertes motivaciones de la violencia actual en las universidades y en las calles.[ii] Y esta violencia, hay que decirlo de nuevo, no es irracional. Como los hombres viven en un mundo de apariencias, y al tratar con estas, dependen de lo que se manifiesta, las declaraciones hipócritas –a diferencia de las astutas, cuya naturaleza se descubre al cabo de cierto tiempo –no pueden ser contrarrestadas por el llamado comportamiento razonable. Sólo se puede confiar en las palabras si uno está seguro de que su función es revelar y no ocultar. Lo que provoca la rabia es la apariencia de racionalidad más que los intereses que existen tras esa apariencia. Usar de la razón cuando la razón es empleada como trampa no es “racional”; de la misma manera no es “irracional” utilizar un arma en defensa propia. Esta violenta reacción contra la hipocresía, justificable en sus propios términos, pierde su raison d’être cuando trata de desarrollar una estrategia propia con objetivos específicos; se torna “irracional” en el momento en que se “racionaliza”, es decir, en el momento en que la reacción durante una pugna se torna acción y cuando comienza la búsqueda de sospechosos acompañada de la búsqueda psicológica de motivos ulteriores.[iii]

Aunque, como ya señalé antes, la eficacia de la violencia no depende del número –un hombre con una ametralladora puede reducir a centenares de personas –este, en la violencia colectiva, destaca como su característica más peligrosamente atractiva y no en absoluto porque ese número aporte seguridad. Resulta perfectamente cierto que en la acción militar, como en la revolucionaria, “el individualismo es el primer [valor] que desaparece”;[iv] en su lugar hallamos un género de coherencia de grupo, nexo más intensamente sentido y que demuestra ser mucho más fuerte, aunque menos duradero, que todas las variedades de la amistad, civil o particular.[v] En realidad, en todas las empresas ilegales, delictivas o políticas, el grupo, por su propia seguridad, exigirá “que cada individuo realice una acción irrevocable” con la que rompa su unión con la sociedad respetable, antes de ser admitido en la comunidad de violencia. Pero una vez que un hombre sea admitido, caerá bajo el intoxicante hechizo de “la práctica de la violencia [que] une a los hombres en un todo, dado que cada individuo constituye un eslabón de violencia en la gran cadena, una parte del gran organismo de la violencia que ha brotado”.[vi]

Las palabras de Fanon apuntan al bien conocido fenómeno de la hermandad en el campo de batalla donde diariamente tienen lugar las acciones más nobles y altruistas. De todos los niveladores, la muerte parece ser el más potente, al menos en las escasas y extraordinarias situaciones en las que se le permite desempeñar un papel político. La muerte, tanto en lo que se refiere al morir en este momento determinado como al conocimiento de la propia mortalidad de uno, es quizá la experiencia más antipolítica que pueda existir. Significa que desapareceremos del mundo de las apariencias y que dejaremos la compañía de nuestros semejantes, que son las condiciones de toda la política. Por lo que a la experiencia humana concierne, la muerte indica un aislamiento y una impotencia extremados. Pero, en enfrentamiento colectivo y en acción, la muerte toca su talante; nada parece más capaz de intensificar nuestra vitalidad como su proximidad.  De alguna forma somos habitualmente conscientes principalmente de que nuestra propia muerte es acompañada por la inmortalidad potencial del grupo al que pertenecemos y, en su análisis final, de la especie, y esa comprensión se torna el centro de nuestra experiencia. Es como si la vida misma, la vida inmortal de la especie, nutrida por el sempiterno morir de sus miembros individuales, “brotara”, se realizara, en la práctica de la violencia.

Sería erróneo, pienso, hablar de meros sentimientos. Al fin y al cabo una experiencia adecuada halla aquí una de las propiedades más sobresalientes de la vida humana. En nuestro contexto, sin embargo, lo interesante es que estas experiencias, cuya fuerza elemental existe más allá de toda duda, nunca hayan encontrado una expresión institucional y política, y que la muerte como niveladora difícilmente desempeñe papel alguno en la filosofía política, aunque la mortalidad humana –el hecho de que los hombres son “mortales”, como los griegos solían decir –haya sido reconocida como el más fuerte motivo de acción política en el pensamiento político prefilosófico. Fue la certidumbre de la muerte la que impulsó a los hombres a buscar fama inmortal en hechos y palabras y la que les impulsó a establecer un cuerpo político que era potencialmente inmortal. Por eso la política fue precisamente un medio por el que escapar de la igualdad ante la muerte y lograr una distinción que aseguraba un cierto tipo de inmortalidad. (Hobbes es el único filósofo político en cuya obra la la muerte desempeña un papel crucial, en la forma del temor a una muerte violenta. Pero para Hobbes lo decisivo no es la igualdad ante la muerte sino la igualdad del temor, resultante de una igual capacidad para matar, poseída por cualquiera, y que persuade a los hombres en estado de naturaleza para ligarse entre sí y constituir una comunidad). En cualquier caso, y por lo que yo sé, no se ha fundado ningún cuerpo político sobre la igualdad ante la muerte y su actualización en la violencia; las escuadras suicidas de la historia, que fueron desde luego organizadas sobre este principio y por eso denominadas a menudo “hermandades”, pueden difícilmente ser consideradas organizaciones políticas. Pero es cierto que los fuertes sentimientos fraternales que engendra la violencia colectiva han seducido a muchas buenas gentes con la esperanza de que de allí surgiría una nueva comunidad y un “hombre nuevo”. La esperanza es ilusoria por la sencilla razón de que no existe relación humana más transitoria que este tipo de hermandad, solo actualizado por las condiciones de un peligro inmediato para la vida de cada miembro.

Pero este es solo un aspecto de la cuestión. Fanon remata su elogio de la violencia señalando que en este tipo de lucha el pueblo comprende “que la vida es una pugna inacabable”, que la violencia es un elemento de la vida. ¿No parece esto plausible? ¿Acaso los hombres no han equiparado siempre a la muerte con el “descanso eterno”, y no se deduce de ahí que mientras tengamos vida tendremos pugna e intranquilidad? ¿Acaso no es ese descanso una clara manifestación de ausencia de vida y de vejez? ¿No es la acción violenta una prerrogativa de los jóvenes, de quienes presumiblemente se hallan completamente vivos? ¿No son, por eso, lo mismo el elogio de la vida que el elogio de la violencia? Sorel, en cualquier caso, pensaba así hace sesenta años. Antes que Spengler, predijo él la “decadencia de Occidente”, tras haber observado claros signos de abatimiento en la lucha de clases en Europa. La burguesía –aseguraba –había perdido la “energía” para desempeñar un papel en la lucha de clases; Europa solo podría salvarse si se podía convencer al proletariado para que utilizara la violencia, reafirmando las distinciones de clase y despertando el instinto de lucha de la burguesía.[vii]

He aquí, pues, cómo mucho antes de que Konrad Lorenz descubriera la función promovedora de vida que la agresión desempeña en el reino animal, era elogiada la violencia como manifestación de la fuerza de la vida y, específicamente, de su creatividad. Sorel, inspirado por el élan vital de Bergson, apuntaba a una filosofía de la creatividad concebida para “productores” y dirigida polémicamente contra la sociedad de consumo y sus intelectuales; ambos grupos eran, en su opinión, parásitos. La imagen del burgués –pacífico, complaciente, hipócrita, inclinado al placer, sin voluntad de poder, tardío producto del capitalismo más que representante de este –, y la imagen del intelectual, cuyas teorías son “construcciones”, en vez de “expresiones de la voluntad”,[viii] resultan esperanzadoramente contrarrestadas en su obra por la imagen del trabajador. Sorel ve al trabajador como el “productor”, que creará las nuevas “cualidades morales que son necesarias para mejorar la producción”, destruir “los Parlamentos [que] están atestados como juntas de accionistas”[ix] y que oponen a “la imagen del progreso […] la imagen de la catástrofe total” cuando un “género de irresistible ola anegará a la antigua civilización”.[x] Los nuevos valores no resultan ser muy nuevos. Son un sentido del honor, un deseo de fama y gloria, el espíritu de lucha sin odio y “sin el espíritu de venganza” y la indiferencia ante las ventajas materiales y la indiferencia ante las ventajas materiales. Son, desde luego, las virtudes que se hallan evidentemente ausentes de la sociedad burguesa”.[xi] “La guerra social, recurriendo al honor que se desarrolla tan naturalmente en todos los ejércitos organizados, puede eliminar esos malos sentimientos contra los que resultaría ineficaz la moralidad. Si esta fuera la única razón […] solo esta razón me parecería decisiva en favor de los apologistas de la violencia”.[xii]

Mucho puede aprenderse de Sorel acerca de los motivos que impulsan a los hombres a glorificar la violencia en abstracto. Incluso más puede aprenderse de su inteligente contemporáneo italiano, también de formación francesa, Vilfredo Pareto. Fanon, que poseía con la práctica de la violencia una intimidad infinitamente más grande que la de uno u otro, fue influido considerablemente por Sorel y empleó sus categorías, aunque su propia experiencia las contradecía claramente.[xiii] La experiencia decisiva que convenció a Sorel como a Pareto para subrayar la importancia del factor de la violencia en las revoluciones fue el affaire Dreyfus en Francia, cuando, en palabras de Pareto, se sintieron “sorprendidos al ver que [los partidarios de Dreyfus] empleaban contra sus oponentes los mismos métodos villanos que ellos habían denunciado”.[xiv] En esta coyuntura descubrieron lo que hoy denominamos el Establishment y que antes se llamaba el Sistema, y fue ese descubrimiento  el que los impulsó al elogio de la acción violenta y el que a Pareto, por su parte, le hizo desesperar de la clase trabajadora. (Pareto comprendió  que la rápida integración de los trabajadores en el cuerpo social y político de la  nación equivalía realmente a “una alianza entre la burguesía y los trabajadores”, al “aburguesamiento” de los trabajadores, lo que entonces, según él, daba paso a un nuevo sistema, que denominó “plutodemocracia”, forma mixta de gobierno, ya que la plutocracia corresponde al régimen burgués y la democracia al régimen de los trabajadores). La razón por la que Sorel mantuvo su fe marxista en la clase trabajadora fue la de que los trabajadores eran los “productores”, el único elemento creativo de la sociedad, aquellos que, según Marx, estaban llamados a liberar las fuerzas productivas de la humanidad; lo malo era que tan pronto como los trabajadores habían alcanzado un nivel satisfactorio en sus condiciones de trabajo y de vida, se negaban tozudamente a seguir siendo proletarios y a desempeñar su papel revolucionario.

Décadas después de que murieran Sorel y Pareto se tornó completamente manifiesto algo más, incomparablemente más desastroso para esta concepción. El enorme crecimiento de la productividad en el mundo moderno no fue en absoluto debido a un aumento de la productividad de los trabajadores, sino exclusivamente al desarrollo de la tecnología, y esto no dependió ni de la clase trabajadora ni de la burguesía, sino de los científicos. Los “intelectuales”, tan despreciados por Sorel y Pareto, dejaron repentinamente de ser un grupo marginal y surgieron como una nueva élite cuyo trabajo, tras haber modificado en unas pocas décadas las condiciones de la vida humana, casi hasta hacerlas irreconocibles, ha seguido siendo esencial para el funcionamiento de la sociedad. Existen muchas razones por las que este nuevo grupo no se ha constituido, al menos todavía, como una élite del poder; pero hay también muchas razones para creer, con Daniel Bell, que “no solo los mejores talentos sino, eventualmente, todo el complejo de prestigio social y de estatus social, acabará por enraizarse en las comunidades intelectual y científica”.[xv] Sus miembros se hallan más dispersos y están menos ligados por claros intereses que los grupos del antiguo sistema de clases; por eso carecen de impulso para organizarse a sí mismos y de experiencia en todas las cuestiones relativas al poder. Además, estando mucho más vinculados a las tradiciones culturales, una de las cuales es la tradición revolucionaria, se aferran con más tenacidad a las categorías del pasado, lo que les impide comprender el presente y su propio papel en él. Es a menudo emocionante contemplar con qué nostálgicos sentimientos los más rebeldes entre nuestros estudiantes esperan que surja el “verdadero” ímpetu revolucionario de aquellos grupos de la sociedad que les denuncian tanto más vehementemente cuanto más tienen que perder con algo que podría alterar el suave funcionamiento de la sociedad de consumo. Para lo mejor y para lo peor –y yo creo que existen razones tanto para tener miedo como para tener esperanza –la realmente nueva y potencialmente revolucionaria clase de la sociedad estará integrada por intelectuales , y su poder potencial, todavía no comprendido, es muy grande, quizá demasiado grande para el bien de la humanidad.[xvi] Pero todo esto son especulaciones.

Sea lo que fuere, en este contexto nos interesa principalmente la extraña resurrección de las filosofías vitalistas de Bergson y Nietzsche en su versión soreliana. Todos sabemos hasta qué punto esta antigua combinación de violencia, vida y creatividad figura en el estado mental rebelde de la actual generación. No hay duda de que el énfasis prestado al puro hecho de vivir, y por eso a hacer el amor como manifestación más gloriosa de la vida, es una respuesta a la posibilidad real de construcción de una máquina del Juicio Final que destruya toda vida en la Tierra. Pero no son nuevas las categorías en las que se incluyen a sí mismos los nuevos glorificadores de la vida. Ver la productividad de la sociedad en la imagen de la “creatividad” de la vida es por lo menos tan viejo como como Marx, creer en la violencia como fuerza promotora de la vida es por lo menos tan viejo como Nietzsche y juzgar la creatividad como el más elevado bien del hombre es por lo menos tan viejo como Bergson.

Y esta justificación biológica de la violencia, aparentemente tan nueva, está además íntimamente ligada con los elementos más perniciosos de nuestras más antiguas tradiciones de pensamiento político. Según el concepto tradicional de poder, igualado como vimos a la violencia, el poder es expansionista por naturaleza. Tiene “un impulso interno de crecimiento”, es creativo porque “le es propio el instinto de crecer”.[xvii] De la misma manera que en el reino de la vida orgánica todo crece o decae, se supone que en el reino de los asuntos humanos el poder puede sustentarse a sí mismo sólo a través de la expansión; de otra manera, se reduce y muere. “Lo que deja de crecer comienza a pudrirse”, afirma un antiguo adagio ruso de la época de Catalina la Grande. Los reyes, se nos ha dicho, fueron muertos “no por obra de su tiranía ni por su debilidad”. El pueblo erige patíbulos, no como castigo moral al despotismo sino como biológico a la debilidad (el subrayado es de la autora). Las revoluciones, por eso, estaban dirigidas contra los poderes establecidos “solo desde un punto de vista exterior”. Su verdadero “efecto era dar al poder un nuevo vigor y un nuevo equilibrio, y derribar los obstáculos que habían obstruido durante largo tiempo su desarrollo”.[xviii] Cuando Fanon habla de la “locura creativa” presente en la acción violenta, sigue pensando en esta tradición.[xix]

Nada, en mi opinión, podría ser teóricamente más peligroso que la tradición de pensamiento orgánico en cuestiones políticas por la que el poder y la violencia son interpretados en términos biológicos. Según son hoy comprendidos estos términos, la vida y la supuesta creatividad de la vida son su denominador común, de tal forma que la violencia es justificada sobre la base de la creatividad. Las metáforas orgánicas de que está saturada toda nuestra presente discusión de estas materias, especialmente sobre los disturbios –la noción de una “sociedad enferma” de la que son síntoma los disturbios, como la fiebre es síntoma de enfermedad –solo pueden finalmente promover la violencia. De esta forma, el debate entre quienes proponen medios violentos para restaurar “la ley y el orden” y quienes proponen reformas no violentas comienza a parecerse alarmantemente a una discusión entre dos médicos que debaten las ventajas de una operación quirúrgica frente al tratamiento del paciente por otros medios. Se supone que cuanto más enfermo esté el paciente, más probable será que la última palabra corresponda al cirujano. Además, mientras hablamos en términos no políticos, sino biológicos, los glorificadores de violencia pueden recurrir al innegable hecho de que en el dominio de la naturaleza la destrucción y la creación son solo dos aspectos del proceso natural de forma tal que la acción violenta colectiva puede aparecer tan natural en calidad de prerrequisito de la vida colectiva de la humanidad como lo es la lucha por la supervivencia y la muerte violenta en la continuidad de la vida dentro del reino animal.

El peligro de dejarse llevar por la engañosa plausibilidad de las metáforas orgánicas es particularmente grande allí donde se trata del tema racial. El racismo, blanco o negro, está por definición preñado de violencia porque se opone a hechos orgánicos naturales –una piel blanca o una piel negra –que ninguna persuasión ni poder puede modificar; todo lo que uno puede hacer, cuando ya están las cartas echadas, es exterminar a sus portadores. El racismo, a diferencia de la raza, no es un hecho de la vida, sino una ideología, y las acciones a las que conduce no son acciones reflejas sino actos deliberados basados en teorías pseudocientíficas. La violencia en la lucha interracial resulta siempre homicida pero no es “irracional”; es la consecuencia lógica y racional del racismo, término por el que yo no entiendo una serie de prejuicios más bien vagos de una u otra parte, sino un explícito sistema ideológico. Bajo la presión del poder, los prejuicios, diferenciados tanto de los intereses como de las ideologías, pueden ceder –como vimos que sucedió con el muy eficaz movimiento de los derechos civiles, que era enteramente no violento –. (“Hacia 1964 […] la mayoría de los americanos estaban convencidos de que la subordinación y, en menor grado, la segregación constituían un mal”).[xx] Pero aunque los boicots, las sentadas y las manifestaciones tuvieron éxito en la eliminación de las leyes y reglamentos discriminatorios del Sur, fracasaron notoriamente y se tornaron contraproducentes cuando se enfrentaron con las condiciones sociales de los grandes núcleos urbanos: las firmes necesidades de los guetos negros, por un lado, y, por el otro, los intereses dominantes de los grupos blancos de ingresos más bajos, respecto a vivienda y enseñanza. Todo lo que este modo de acción podía hacer, y desde luego hizo, fue denunciar estas condiciones, llevarlas a la calle, donde quedó expuesta peligrosamente la irreconciliabilidad básica de los intereses.

Pero incluso la violencia de hoy, los disturbios negros y la violencia potencial de la reacción blanca no son todavía manifestaciones de ideologías racistas y de su lógica homicida. (Los disturbios, se ha dicho recientemente, son “protestas articuladas contra agravios genuinos”;[xxi]  además su “limitación y su selectividad [o…] su racionalidad figuran ciertamente entre [sus] rasgos más cruciales”.[xxii] Y lo mismo sucede con la reacción blanca, fenómeno que, contra todas las predicciones, no se ha caracterizado hasta ahora por su violencia. Es la reacción perfectamente racional de ciertos grupos de intereses que protestan furiosamente de que se los singularice para que sean ellos quienes paguen todo el precio de una política de integración mal concebida a cuyas consecuencias pueden fácilmente escapar sus autores).[xxiii] El peligro mayor proviene de la otra dirección; como la violencia necesita siempre justificación, una escalada de la violencia en las calles puede dar lugar a una ideología verdaderamente racista que la justifique. El racismo, tan sonoramente evidente en el “Manifiesto” de James Forman, es probablemente más una reacción a los disturbios caóticos de los últimos años que su causa. Podría desde luego provocar una reacción blanca realmente violenta, cuyo mayor peligro consistiría en la transformación de los prejuicios blancos en una completa ideología racista para la que “la ley y el orden” se convertirían en una pura fachada. En este caso todavía improbable el clima de opinión en el país podría deteriorarse hasta el punto de que una mayoría de ciudadanos deseara pagar el precio del terror invisible de un Estado policial a cambio de contar con la ley y el orden en las calles. Nada de esto es lo que ahora conocemos, un género de reacción policíaca, completamente brutal y muy visible.

El comportamiento y los argumentos en los conflictos de intereses no son notorios por su “racionalidad”. Nada, desgraciadamente, ha sido tan constantemente refutado por la realidad como el credo del “ilustrado interés propio” en su versión liberal igual que en su más compleja variante marxista. Alguna experiencia más un poco de reflexión nos enseñan, por el contrario, que va contra la verdadera naturaleza del interés propio el ser ilustrado”. Por tomar un ejemplo de la vida diaria, veamos el conflicto de intereses entre inquilino y casero: un interés ilustrado se concentraría en un edificio apto para vivienda humana; pero este interés es completamente diferente (y en la mayor parte de los casos opuesto) al interés propio del casero en elevados beneficios y al del inquilino en un bajo alquiler. La respuesta corriente de un árbitro, aparentemente portavoz de la “ilustración”, sería que, a largo plazo, el interés del edificio es el verdadero interés del casero y del inquilino, pero esta respuesta no tiene en cuenta el factor tiempo, de importancia capital para todos los que intervienen en el asunto. Interés propio es interés en el yo, y el yo puede morir o mudarse o vender la casa. Por obra de su cambiante condición, es decir, en definitiva por la condición humana de la mortalidad, el yo en cuanto yo no puede calcular en términos de intereses a largo plazo, por ejemplo, el interés de un mundo que sobrevive a sus habitantes. El deterioro de un edificio es cuestión de años; un aumento del alquiler o un beneficio temporalmente bajo son cosas de hoy o de mañana. Y algo similar sucede desde luego, mutatis mutandis, en los conflictos laborales o de otro tipo. El interés propio, cuando se le pide someterse al “verdadero” interés –es decir, al interés del mundo como distinto del interés del yo –, siempre replicará: Cerca está mi camisa pero más cerca está mi piel. Esto puede que no sea muy razonable, pero es completamente realista; es la no muy noble pero adecuada respuesta a la discrepancia de tiempo entre las vidas particulares de los hombres y la totalmente diferente esperanza de vida del mundo público. Esperar que gente que no tiene la más ligera noción de lo que es la res publica, la cosa pública, se comporte no violentamente y argumente racionalmente en cuestiones de interés no es ni realista ni razonable.

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*Hannah Arendt, Sobre la violencia. En “Crisis de la República”, Editorial Trotta, 2015 (sección III, p. 121 - 133. Trad. de Guillermo Solana).


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