Por Xavier Albó*
Hacia 1977,
el presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, encontró que el gran camino para
enfrentar el peligro del comunismo en el tercer mundo era la defensa de los
derechos humanos; quería demostrar que en el hemisferio occidental los defendían
mejor y quiso usar, diríamos como lacayos, a 2 dictaduras, la de República
Dominicana y la de Bolivia. Siguiendo estas instrucciones, Banzer organizó una
operación medio “titiresca” [de títere] para implantar una democracia
controlada por los militares: esa era su idea. A fines de 1977 anunció que iba
a llamar a elecciones pero sacó una lista con una centena de nombres de los
exiliados que no podrían volver al país; entre ellos estaban Franz Barrios padre
e hijo (éste por aquel entonces tenía 11 años, para darse una idea de cómo era
la cosa).
En estas
circunstancias, en diciembre llegaron a La Paz 4 mujeres mineras, trotskistas
(del POR), para una reunión de derechos humanos y querían entrar en huelga de
hambre. Llegaron con una montonera de hijos, eran 13; la que tenía más era doña
Nelly Paniagua. Los de la Asamblea de Derechos Humanos les dijeron que no era
pertinente: ya se venía la Navidad, no tendría impacto y sería un fiasco, así
es que eso no prosperó. Pasada la Navidad, ellas volvieron y decidieron entrar
en huelga de hambre de todos modos. Ahí, Lucho Espinal, que tenía vara alta en
Derechos Humanos, yo no tanto, tuvo que intervenir. Primero fueron a la capilla
del colegio San Calixto, donde los jesuitas españoles chillones las asustaron.
Ellas decían: “Cómo nos han gritado, qué atrevidos” pero no era que estaban
enojados, sino que así hablan, a gritos, es el hablar español, en este caso,
valenciano. Decidieron ir a ver al obispo Manrique y Espinal las acompañó. Al
principio, Manrique no las quería recibir, tenía mucho trabajo, dijo, pero ante
la insistencia lo hizo y, al final, les cedió un piso en el obispado, a ellas y
sus hijos, y se instalaron allí. En el obispado había 2 departamentos: en uno
vivía el obispo y el otro era para visitas; ese lo cedió para la huelga. Con
ese motivo, se convocó un encuentro de emergencia de la Asamblea de Derechos
Humanos para hablar de la huelga de hambre. Espinal fue uno de los que convocó.
Allá Espinal explicó que lo de las mujeres no podía fracasar y lo mejor era que
se las apoyara con la entrada de otros a la huelga, con la excusa de ir
sustituyendo a los hijos de las mujeres, y así quedamos.
Al día
siguiente, nos encontramos en Presencia (el periódico de la Iglesia Católica).
Habíamos seleccionado a 12 que teníamos que ir, pero uno falló porque había
comido tanto (preparándose para los días de ayuno) que se empachó y se enfermó.
Ninguno sabía cómo funcionaba el proceso. Entre los que entraron estaba
Domitila Chungara, que era de un grupo de mujeres mineras de tendencia pro China,
más afín al PCML de Federico Escobar, mientras que las del otro grupo que había
empezado la huelga, eran trotskistas de Guillermo Lora. Yo fui entendiendo de a
poco durante esos días las diferencias entre los grupos de distintas tendencias.
No estaba Huáscar Cajías (director del periódico): sólo estaba Armando Mariaca,
el subdirector, el segundo de a bordo. La reunión fue tensa, aunque nos recibió
amablemente porque estaba Luís Espinal: llamó a Mario Maldonado, el jefe de
redacción, y le dijo que tomara todos los datos, con mucho detalle, para hacer
una nota. Y todo perfecto hasta que llegó el momento en que nos dijeron: “¿Y
dónde van a hacer la huelga?”, “Aquí”, y se asustó mucho “No, no puede ser”. Llamaron
rápidamente al director. Pero ya estábamos adentro. Espinal dijo: “No nos
pueden sacar, si quieren hacerlo tienen que traer a la policía para que nos
saque”. Él tenía una posición bien clara sobre lo que significaba una huelga de
hambre, su sentido político, el papel político de un acto público de protesta”.
Nos dieron
la sala de visitas de Presencia. La primera noche, Domitila nos “tentó”
diciendo: “Es la hora en que se puede comer”, pero no nos dejamos tentar, aunque
quizá alguno de nosotros hubiéramos caído, menos Espinal, que dijo: “Esta es
una huelga de veras”. Espinal nos organizó: por ejemplo, él propuso que los portavoces
fueran Domitila Chungara y Pastor Montero, un salesiano boliviano que había
llegado de Cochabamba. Este estaba seguro que lo sacarían de su congregación
después de la huelga, pero igual se juntó con nosotros. Así quedó: un cura y
una minera, “la Minera”, ambos bolivianos de nacimiento. Todos estábamos medio
asustados. Una de las primeras discusiones que hubo fue dónde sería el baño,
porque la sala de visitas no tenía baño, pero tenía una puerta que salía a la
sala de redacción del periódico. Y allí sí había baño; entonces debíamos usar
ese, aunque pasáramos por la sala de redacción.
Pero llegó
Pratta (monseñor Genaro Pratta, quien entonces presidía el Directorio de Presencia),
e intentó deshacer este acuerdo y quiso que usáramos un baño que estaba en el
sótano, en el piso de abajo. Algunos fueron a ver y dijeron: “No, de ninguna
manera”, porque había que pasar por un pasillo desde donde cualquiera de
afuera, con facilidad, podía agarrarnos desprevenidos y sacarnos. Semanas antes,
en el Congreso de Derechos Humanos al que habían llegado las mujeres, “los tiras”
(agentes encubiertos) del gobierno iban sacando fotos de los que estábamos,
pero nosotros nos lo tomábamos un poco a chacota: les sacábamos la lengua,
posábamos, era para decirles “Nos damos cuenta que nos toman fotos, hagan lo
que quieran”. Luego, durante la huelga éramos nosotros quienes simulábamos que
les tomábamos fotos a los tiras que merodeaban; teníamos una cámara, sin rollo
por cierto, con la que les tomábamos fotos cuando intentaban hacerse pasar por
visitas.
Yo entré a
la huelga de hambre por solidaridad con Lucho Espinal. En verdad no lo había
pensado en ningún momento por mí mismo, pero como él entró, pensé que entre 2
estaríamos más felices. Obviamente no pregunté nada a Lucho Alegre. Éste andaba
esos días por Villamontes, visitando a los papás de Gloria Ardaya y no se enteraba
de nada; entonces no había las comunicaciones que hay ahora. Y tuvo un gran
susto cuando retornó.
Esos días
los sueños eran una experiencia curiosa. Yo no suelo recordar mis sueños, pero
Espinal lo hacía, ahora que ya no iba al cine. Una vez nos contó que se había
soñado con un gordito que trabajaba en Presencia, creo que era
mensajero, pero lo veía entrar como en la película La fiebre del oro
de Charles Chaplin. A otros en cambio, sobre todo a las mujeres, les venía mucha
imaginación: soñaban con grandes comilonas. El carácter de Espinal se puso más
ríspido, más agresivo: por ejemplo, llegaban periodistas de cualquier país y
casi les gritaba. Otros no tanto, como yo, que creo que en general estuve tranquilo
nomás.
Teníamos
médicos amigos que nos atendían. Ellos nos revisaban constantemente para
detectar signos de anemia y otras señales. Recuerdo a la doctora Ana María
Aguilar, que es metodista, y a Rafo Archondo, el padre del periodista del mismo
nombre con su mujer de entonces, una médica mexicana, de la que luego se separó.
También iba Jimmy Zalles, quien nos daba consejos para detectar signos de
anemia, para evitar los calambres, algunos ejercicios naturistas y una receta para
cuando acabáramos la huelga de hambre. No era cosa de salir y comenzar a comer,
sino todo un proceso lento. Otra que iba mucho por ahí y no ayudaba era Isabel
Arauco, hermana de la Noni (Leonor Arauco). En la huelga estaban otra universitaria
del MIR y 2 del teatro popular al aire libre: Hernando Calla, Nano, hermano de
Ricardo Calla, y el Rufus, Hugo Ernst, que habían hecho en El Alto un escenario
de protesta con un tanque, por supuesto de cartón, y les perseguían.
Otra que
era muy importante en la huelga era la mamá de Ruth Llanos, que estaba por su
yerno (Ricardo Navarro), quien aparecía en la lista de los que no podían
volver. Las primeras a las que la salud no les dio fueron Margarita Montoya y
la mamá de Ruth, que tenía mayor edad. Después había 2 monjitas o semi
monjitas: una era la que ahora es la jefa de la APDHB de la línea del MAS, Teresa
Zubieta y la otra la ya citada Margarita Montoya, una colombiana que después se
casó con Arturo Sist [Xavier confunde aquí a Margarita con su amiga Gloria, otra
colombiana casada con Arturo]. También iba bastante a vernos Rosario Chacón,
activista de derechos humanos y del Ombudsman. Hubo grupos de apoyo
internacional: por ejemplo, en Suiza, la esposa del que luego fue el primer
director del Centro Portales (institución cultural patrocinada por la Fundación
Patiño) se preocupó de tener un grupo en Ginebra para que nos apoyara.
El segundo día
de huelga hubo una importante reunión de jesuitas en Cochabamba, a partir de la
cual hicieron y difundieron un comunicado de solidaridad para todo el grupo, no
sólo para los jesuitas. De todo esto nos enterábamos a través de las emisoras y
distintos canales de televisión. Total, que, entre las revisiones, las
reuniones, la noticias y las visitas, el tiempo se pasaba muy rápido. Había
mucho que hacer: desde la organización propiamente, comisiones, por ejemplo, y
reuniones para establecer las demandas. Al final, quedó un pliego de peticiones
bien consolidado, donde estaban los puntos imprescindibles, como quitar la
prohibición de la entrada de los exiliados y otros, más generales, como la
retirada del ejército de las minas que eran para negociar. La estrategia de la
huelga era que, pasado el momento de sorpresa de la primera instalación y de
las vacaciones de Año Nuevo, los piquetes se fueran sumando, hasta conseguir,
como efectivamente ocurrió, lo que se llamó la masificación de la huelga. Dos semanas
después había más de mil personas en huelga de hambre en muchos piquetes a lo
largo del país. El gobierno no podía hacerse el loco con eso.
También
había interferencias políticas, pero les dábamos poca bola. Por ejemplo, iba
mucho Javier Hurtado, conocido como el Tataki, quien, como militante
trotskista, tenía sus propios intereses y aunque en buena onda, hacía
propuestas discutibles, pero Lucho Espinal lo mandaba a rodar. Como aquel día
que dijo: “Por estrategia política necesitamos una baja” y Espinal: ¿Quéee? O: “Ahora
no conviene que haya ninguna baja, será mejor que coman algo” y, claro, Espinal
decía: “¡Ni hablar! ¡Vete de aquí, Satanás!”. Estaba en la huelga la entonces
llamada María Pérez, que era la compañera de Guillermo Lora, una persona muy
importante para el movimiento trosko y la izquierda en general. Ellos eran
militantemente ateos, pero algunos otros querían una celebración, una misa. Yo
le pregunté qué le parecía y ella dijo: “Ni me viene ni me va”. Años después
murió Ana María, hermana mayor de María Pérez, casada con un pintor, que era
también atea. Nos llamaron a mí y a Javicho Reyes, muy cercano a la familia. La
hija de la finada quería que hubiera un acto religioso. Yo pregunté a la ex
María de la Huelga de Hambre, ahora llamada Rina Beatriz, qué le parecía y ella
repitió: “Ni me viene ni me va”. Al final, concertamos en el más sencillo,
comunitario y ecuménico acto religioso: todos rezamos juntos un devoto Padre
Nuestro. Resultó bien.
UN MOMENTO
CUMBRE
Los de Presencia,
como buenos periodistas, habían recibido el rumor de que vendrían policías para
acabar con la huelga, que allanarían los sitios de concentración y nos dispersarían.
Ana María Aguilar, nuestra médica, se había quedado esa noche con nosotros. Cuando
efectivamente ocurrió lo temido, ella dijo: “Soy doctora y no puedo permitir
que salgan así, traigan camillas y hay que llevarlos a una clínica”. Tuvieron
que ir a buscar camillas y nos trasladaron a todos a la Clínica Copacabana, de
la policía, menos a Espinal y a Pastor Montero, a quienes los llevaron a la clínica
del Dr. Asbún. No sé por qué nos separaron, porque estábamos lado a lado, quizá
pensaban que yo era menos clerical, no lo sé. Pero antes de llegar a esto es necesario
hablar de otro tema. Huáscar Cajías, el director de Presencia, donde
estaba ubicado ese piquete de huelga, nos defendió de los policías; por cierto,
una o 2 de sus hijas estaban en otros piquetes; en ese momento había más de mil
personas en huelga, ubicadas en distintos grupos en varios sitios. Y cuando se vio
que ya era inevitable, que nos llevaban, él nos dijo: “¿Qué puedo hacer por
ustedes?” y nosotros le pedimos que leyera la Biblia. Escogimos las Bienaventuranzas,
pero no las de Mateo (que sólo dice: “Felices de ustedes…” así nomás, sino las
de Lucas, que dice “Felices de ustedes…” por tal y cual cosa… y añade la serie “¡ay
de ustedes!”, que resultaba más adecuada para la ocasión.
Después de
eso ya nos fueron sacando a la ambulancia uno a uno, en camillas. A Espinal y a
Pastor Montero los llevaron a la Clínica de la Virgen de Asunción, que era del
doctor Asbún, tío de Pereda Asbún. De este médico se decía “aunque sus amigos,
y entre ellos los jesuitas, creen que es falso”, que durante las torturas lo
llevaban para que atendiera a los presos y, de ese modo, los “reciclara” para
que la tortura pudiera seguir. La misa que finalmente celebramos fue muy bonita.
Había llegado Lucho Alegre y fue a visitarnos; se le notaba que no sabía qué
decirnos, pero que estaba con nosotros y se quedó a la celebración. Domitila no
era mucho de misas: es más, desconfiaba de los curas y se había hecho
evangélica. Pero la misa fue de nuestro estilo, de las que se siguen haciendo,
de esas de las que Claudio Pou decía: “Estas misas sí que son nuestras, no
tienen ninguna formalidad. Pues esa le agradó a Domitila y así nos lo dijo. Y
todos quedamos muy contentos.
Durante la
huelga, Domitila leyó por primera vez su propio libro Si me permiten hablar,
que escribió con ella Moema Viezzer, en uno de los primeros ejemplares que yo
le traje. Estaba bastante asustada de la posibilidad de que hubieran trastocado
las cosas que dijo. Entonces, antes de leerlo yo se lo pasé a ella. Y se lo
devoró rápido, luego dijo: “Está bien”. Después, las siguientes ediciones
llevan una carta de autenticidad de la propia Domitila, reconociendo que todo
lo dicho es veraz.
Pasado su
enojo inicial, Huáscar Cajías me dio permiso para que yo fuera a los archivos a
mirar los periódicos antiguos. Presencia, evidentemente, era ideal en ese
sentido, porque era donde llegaba toda la información. La relación con los
periodistas de Presencia en general fue muy buena, muy cordial. Aunque
algunos eran tímidos: no se animaban a pasar o pasaban muy rápido; uno de esos
era Emilio Bailey, un ex jesuita que hizo el noviciado con nosotros y después
se salió.
La
diferencia entre el obispo Manrique y el cardenal Maurer fue que el primero nos
fue a ver 2 ó 3 veces; él antes había estado en las minas y después fue
Arzobispo de La Paz. Cuando Manrique nos visitaba no decía mucho, pero estaba
con nosotros. En cambio, Maurer intentó manipular con las autoridades de
gobierno y nos decía: “Ya hemos arreglado tal o cual cosa, ya esto está
arreglado” pero, obviamente, ninguno de los mediadores, entre los que estaba
Gregorio Iriarte, ni nosotros, estábamos de acuerdo en que un cardenal, que ya
tenía sus bemoles (máuser le decían en vez de Maurer) tuviera nada que decir en
este asunto que para nosotros era de consistencia cristiana. A propósito, hay
un virus que se llama obispitis, una de cuyas consecuencias es que a
veces el peso de la mitra se sube a la cabeza y entonces se bajan los
pantalones. Algunos teólogos hablan de la “casta meretrix” o sea que la
iglesia puede ser, al mismo tiempo, casta y meretriz.
En mi
cuarto de la clínica pusieron 2 “tiras” en la puerta, que me preguntaban un
montón de cosas, a ver qué me sonsacaban. A la mañana siguiente, una enfermera
me preguntó qué quería desayunar, yo respondí: “Estoy en huelga de hambre. Pero
después recapacité y le pedí papel y lápiz, lo que me pasó diciéndome: “Aquí
está su desayuno”. Más tarde nos visitó el obispo Ademar Esquivel y yo quería
preguntarle por Domitila, que era la que más nos preocupaba. Me las ingenié
para mostrar que no podía hablar y le pregunté por escrito, con un papelito.
Los tiras querían que el obispo les pasara el papelíto, pero Ademar se
resistió, salió con el brazo en alto ocultando mi papelito, nos tranquilizó diciéndonos
que estaba bien.
FIN DE LA
HUELGA
El fin de
la huelga fue una euforia: todos los del grupo fuimos al colegio San Calixto y
nos sacamos una foto con el puño en alto en las gradas de la Virgen. Esta foto
me ha servido para argüir con Eduardo Pérez, porque él dice: “Puño en alto,
ateos” (le gustan siempre esas frases de efecto) y yo le digo: “No siempre, la
mayoría de los huelguistas éramos bien creyentes”. Todos estábamos con el puño
en alto, el izquierdo, por si acaso, para nosotros cristianismo y revolución
van de la mano. El día que salí me fui directo a casa y allí todos estaban felices
comiendo, pero yo me pasé de largo para no caer en la tentación y no cometer
los excesos de los que tanto nos había advertido Jimmy Zalles.
En total
estuve 19 días en huelga, entre pitos y flautas (no en el sentido malicioso de
esa expresión). Me pesé el día antes de entrar y el día de salir, me parece que
había perdido 15 kilos, quizá me equivoque, pero era algo así. Todavía sin
secuelas. Aunque quizá una sea mi voz, que se quiebra a ratos y eso viene de la
Huelga de Hambre. Yo hasta entonces era un catalán, catalán, que se
vanagloriaba de ser duro. Pero ese tiempo se me reabrió la sensibilidad y
reaprendí a llorar. Puede hablarse de una teología del llanto. En Filipinas,
Gisela Molina una niña de la calle, de 11 años, no pudo hablarle al Papa
Francisco porque estaba llorando. Él ha dicho que ojalá nunca perdamos la
capacidad de llorar ante la desgracia propia y ajena.
De Pastor
Montero quizás hay que decir cómo acabó porque, efectivamente, aunque fueron a
verlo una serie de salesianos, su provincial lo mandó a un sitio remoto, al último
rincón de México, cuyo nombre todavía me acuerdo que era Ayutla, porque intenté
ir hasta allá. Es un sitio perdido de Oaxaca. En una ocasión en que estuve en
México y tenía tiempo libre, contacté a los salesianos y me dijeron que estaba
en Oaxaca. Me fui parte por tierra y parte por avión como cuando estuve por
primera vez en Oaxaca. Pregunté y dije “Quiero ver al padre Pastor Montero, soy
de Bolivia”, “Mire, esta noche ha pasado por aquí yéndose a México”. ¡Nos
cruzamos!: él estaba yendo en un autobús de noche a México y yo estaba yendo en
otro autobús esa misma noche a verle.
Pastor
Montero estuvo en México varios años; creo que le habían prohibido que viniera
a Bolivia pero se estaba muriendo su papá y, al final, le dieron permiso para
que viniera, pero fueron muy duros con él. Los salesianos lo mandaron a México
para que hiciera una reflexión y, que cambiara de estilo de vida, quizás no
propiamente como castigo, pero para que se saliera del ambiente que había aquí.
Pero después de un tiempo se salió y se casó con una mexicana. Ya ha muerto. De
todos modos, hay algunos salesianos que son interesantísimos.
Añado un
dato poco conocido: resulta que Evo Morales entró en el cuartel cuando Espinal
y yo estábamos en la huelga de hambre. Y él la recuerda, obviamente como la
huelga de las mujeres mineras, que es lo correcto.
LA MUERTE
DE ESPINAL
En esos años
ocurrieron muchos sucesos: la huelga de hambre de 4 mujeres mineras; la salida
de Bánzer, el triunfo electoral de la Unidad Democrática y Popular (UDP),
varios gobiernos cortos y prácticamente fallidos, como los de Pereda Asbún,
Natush Bush, Walter Guevara Arce y Lidia Gueiler. Así, entre golpes y gobiernos
transitorios, llegamos al año 1980, y seguíamos nosotros con el censo-encuesta
de las colonias de Caranavi. El problema fue que, cuando ya teníamos todo
recolectado, vino el golpe de García Meza y quedó todo en suspenso, truncado, y
recién se pudo retomar, al cabo de unos años, cuando pasaron esos gobiernos
transitorios.
Estando en
plena ejecución del mencionado censo-encuesta, mataron a Lucho Espinal.
Nosotros estábamos todos alojados en un hotel de Caranavi. En esas idas y
venidas había entrado en contacto con el que fue el primer director del
semanario Aquí, muy amigo de Espinal. Nos enteramos de la muerte porque lo
escuchamos en la radio. Y allí tuve una reacción inesperada. En vez de irme rápidamente
a La Paz, como me recomendó la misma gente con la que estaba haciendo ese
trabajo, llamé por teléfono. Yo pensé que mi responsabilidad era quedarme en
Caranavi terminando la tarea. Llamé y hablé con Vicente Beneyto: “¿Es urgente
que yo vaya a La Paz?” y él me dijo “No es tan urgente” y, por lo tanto, no estuve
en el entierro de Luis Espinal. Lamento mucho, fue mi metedura de pata.
Unos días después
de eso, siguiendo con el cronograma, al retorno de unas comunidades por allá,
perdidas, me encontré con el jeep de CIPCA y en él Hugo Fernández, que me
estaba buscando para decirme que tenía que ir a La Paz. Era lo obvio y así lo
hice. Recuerdo que, en el viaje de retorno, yo solo, todo lo veía de color
opaco, como llegando a tierra enemiga. Solamente comentaré 2 situaciones que
describen mi actitud contradictoria con el cuartel de Caranavi. La primera es
que aquellos días empezaba la Semana Santa y el cura me pidió que yo tuviera el
sermón del Jueves Santo. En primera fila estaban los comandantes y jefes del cuartel.
Naturalmente, aunque yo no había ido al entierro de Espinal, estaba muy
conmovido y dudaba si darles la paz a los militares. Lo hice y en voz alta lees
dije que nunca usen su poder contra el pueblo. Se quedaron medio confundidos.
La otra situación fue que, yendo a una comunidad, en el río que entra a
Caranavi, me metí y me quedé hundido, casi sin poder salir del jeep; a mi lado
estaba Graciela Toro, hija de un importante militante del partido comunista [además
de dirigente fabril], que era la socióloga en CIPCA. Para salir de eso, la
única solución era ir a pedir ayuda al cuartel. Aceptaron e hicieron su trabajo
con gran eficiencia. Yo, carajeando contra ellos, pero dependiendo de ellos.
Salimos a nado, Graciela Toro y yo, en medio de un río que es bastante
caudaloso. Está a la entrada de Caranavi; nos metimos allí porque queríamos ir
a la comunidad del frente, que se llamaba Pachamama: nunca me voy a olvidar.
*Extraído
de Xavier Albó Corrons / Carmen Beatriz Ruiz, “Un curioso incorregible”. La Paz:
Fundación Xavier Albó, 2017; p. 243-253.
SOLIDARIDAD. Grupo de derechos humanos instalado en la sala de visitas de Presencia, en solidaridad con la huelga de las mujeres mineras. Domitila Chungara, Waldy Caballero, Pastor Montero, Xavier Albó, María Pérez, Luis Espinal y Hernando Calla, faltan Margarita Montoya, Teresa Zubieta, Hugo/Rufus Ernst y doña Tomi, mamá de Ruth Llanos. La Paz, dic. 1977 - ene. 1978. (Fotografía de Alfonso Gumucio)
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