por Hannah Arendt (1964)*
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A fin de aclarar la diferencia entre el horror inexpresable, en el que uno no aprende nada, y las experiencias nada horribles, pero a menudo desagradables, en las que el comportamiento de la gente puede ser sometido a los juicios normales, permítanme que en primer lugar haga referencia a un hecho obvio pero que rara vez se menciona. Lo importante, en nuestra temprana educación no teórica en materia de moral, no era nunca la conducta del verdadero culpable, de quien, incluso entonces, nadie en su sano juicio podía esperar sino lo peor. Por lo tanto, el salvaje comportamiento de las milicias de asalto en los campos de concentración y lo que ocurría en las celdas de tortura de la policía secreta nos indignaban, pero no nos perturbaban moralmente; de hecho, habría resultado extraña la indignación moral ante los discursos de los mandamases nazis, pues sus opiniones eran de conocimiento común desde hacía años. El nuevo régimen no nos planteaba entonces más que un problema político muy complejo, y uno de los aspectos de tal problema era la intrusión de la criminalidad en la esfera pública. Creo que también estábamos preparados para las consecuencias del terror implacable, y que habríamos admitido alegremente que esta clase de miedo tiende a convertir a la mayoría de los hombres en cobardes. Todo ello era terrible y peligroso, pero no nos planteaba problemas morales. La cuestión moral solo surgió con el fenómeno de la "coordinación",(4) es decir, no con la hipocresía inspirada por el miedo, sino con ese temprano afán de no perder el tren de la Historia, con ese, por así decirlo, sincero y repentino cambio de opinión que afectó a la gran mayoría de las figuras públicas en todos los ámbitos de la vida y en todas las ramas de la cultura, a lo cual hay que sumarle la increíble facilidad con la que se rompían amistades de toda la vida. En suma, lo que nos perturbó fue el comportamiento no de nuestros enemigos, sino de nuestros amigos, quienes no habían hecho nada para que se llegara a esa situación. Ellos no eran responsables del ascenso de los nazis, simplemente estaban impresionados por el éxito del nazismo y eran incapaces de oponer su propio juicio a aquello que interpretaban como el veredicto de la Historia. Si no tenemos en cuenta el colapso casi universal, no de la responsabilidad personal, sino del juicio personal, en las primeras fases del régimen nazi, nos resultará imposible entender lo que pasó. Es cierto de muchas de aquellas personas se desencantaron rápidamente, y es bien sabido que la mayoría de los hombres involucrados en lo ocurrido el 20 de julio de 1944,(5) quienes pagaron con su vida por haber conspirado contra Hitler, habían estado en algún momento ligados al régimen. Pero, aún así, creo que la temprana desintegración moral de sociedad alemana, una desintegración apenas perceptible para el extranjero, fue como una especie de ensayo general de su completo colapso, que tendría lugar durante los años de la guerra.
Si menciono estos asuntos personales, es para exponerme no a la acusación de arrogancia, que me parece fuera de lugar, sino a la justificable duda de si personas con tan escasa preparación mental o conceptual para las cuestiones morales, como era nuestro caso, están cualificadas para debatirlas. Tuvimos que aprenderlo todo a partir de cero, en crudo, por así decirlo –esto es, sin la ayuda de categorías ni reglas generales en las que subsumir nuestras experiencias–. No obstante, al otro lado de la valla se encuentran todos aquellos que estaban completamente cualificados en asuntos de moral, y que tenían dichos asuntos en la más alta estima. Pues bien, esas personas demostraron ser incapaces de aprender nada; peor aún, cediendo fácilmente a la tentación y recurriendo, durante los hechos y después de ellos, a la aplicación de conceptos y criterios tradicionales, demostraron de la manera más convincente cuán inadecuados se habían vuelto tales conceptos y criterios, cuán poco concebidos estaban, como veremos, para ser aplicados a condiciones como las que se dieron. En mi opinión, cuanto más se discuten estas cosas, más claro resulta que nos hallamos aquí entre la espada y la pared.
Por ofrecer, llegados a este punto, un ejemplo particular de nuestro desconcierto ante todos estos asuntos, pensemos en la cuestión del castigo penal, un castigo cuya justificación suele basarse en lo siguiente: la necesidad que tiene la sociedad de verse protegida contra el delito, la reforma del delincuente, la fuerza disuasoria del ejemplo para delincuentes potenciales, y, por último, la justicia redistributiva. Un momento de reflexión les bastará a ustedes para convencerse de que ninguno de esos fundamentos es válido para justificar el castigo de los llamados “criminales de guerra”: esas personas no eran criminales ordinarios, y apenas cabe esperar razonablemente que alguna de ellas cometa nuevos crímenes; la sociedad no tiene ninguna necesidad de verse protegida de ellas. Que puedan reformarse mediante condenas de prisión es aún menos probable que en el caso de los delincuentes ordinarios. Y, en vista de las extraordinarias circunstancias en que esos crímenes se cometieron o podrían volver a cometerse, las probabilidades de disuadir a tales criminales en el futuro son, una vez más, terriblemente reducidas. Incluso la noción de represalia, que es la única razón no utilitarista esgrimida en favor del castigo penal y, por tanto, algo que, en cierto modo, no sintoniza con el actual pensamiento jurídico, resulta difícilmente aplicable en vista de la magnitud de los crímenes. Ahora bien, aunque ninguna de las razones que solemos invocar a favor del castigo es válida aquí, lo cierto es que a nuestro sentido de la justicia le resultaría intolerable al castigo y dejar que quienes asesinaron a miles, centenares de miles y millones quedaran impunes. Si ello no fuera más que un deseo de venganza, resultaría ridículo, dejando aparte el hecho de que la ley y el castigo por ella administrado aparecieron en la tierra para romper el interminable círculo vicioso de la venganza. Por lo tanto, aquí estamos, exigiendo y administrando castigos de acuerdo con nuestro sentido de la justicia, mientras que, por otro lado, ese mismo sentido de la justicia nos indica que todas nuestras nociones previas del castigo y de su justificación nos han fallado.
Pero volvamos a mis reflexiones personales sobre quién debería estar cualificado para discutir estas cuestiones: ¿aquellos que tienen criterios y normas que no se ajustan a la experiencia? ¿O más bien aquellos que solo pueden apoyarse en su propia experiencia, la cual, además, no se ve modelada por conceptos preconcebidos? ¿Cómo puede uno pensar, y más importante aún en este contexto, cómo puede juzgar, sin basarse en criterios, normas y reglas generales preconcebidas en las que encajar los casos y ejemplos particulares? Dicho de otro modo, ¿qué le ocurre a la facultad humana de juicio cuando se ve confrontada con sucesos que representan la quiebra de todas las normas habituales y que, por lo tanto, carecen de precedentes en el sentido de que no están previstos en las reglas generales, ni siquiera como excepciones a tales reglas? Para ofrecer una respuesta válida a estas preguntas habría que comenzar con un análisis de la aún muy misteriosa naturaleza del juicio humano, de lo que puede y lo que no puede lograr. Y es que solo si aceptamos que existe una facultad humana que nos permite juzgar racionalmente sin vernos llevados o bien por la emoción, o bien por el interés propio, y que al mismo tiempo funciona de forma espontánea –es decir, que no está sujeta a criterios y normas bajo los cuales los casos particulares son simplemente subsumidos, sino que, por el contrario, produce sus propios principios en virtud de la propia actividad de juicio–, solo si damos esto por sentado podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna esperanza de pisar suelo firme.
Por suerte para mí, el asunto que abordamos aquí no requiere que les ofrezca a ustedes una filosofía del juicio. Pero incluso un enfoque limitado del problema de la moral y sus fundamentos exige la aclaración de una cuestión general, así como unas cuantas distinciones que, me temo, no suelen ser aceptadas. La cuestión general tiene que ver con la primera parte del título de esta conferencia: “Responsabilidad personal”. Esta expresión debe ser entendida en contraste con la responsabilidad política que todo gobierno asume por los actos y las fechorías del pasado. Así, cuando Napoleón, al tomar el poder en Francia tras la Revolución, dijo que asumiría la responsabilidad por todo lo que Francia había hechos desde San Luis(6) hasta el Comité de Salvación Pública, no hizo sino enunciar con cierto énfasis uno de los hechos básicos de toda vida política. En cuanto a la nación, es obvio que cada generación, al haber nacido en un continuum histórico, se ve obligada a cargar con los pecados de sus padres del mismo modo que se ve bendecida por los actos de sus ancestros. Quienquiera que asuma responsabilidad política llegará siempre a un punto en el que, con Hamlet, dirá:
The time is out of joint: O cursed spite
That ever I was born to set it right!
[El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte
que haya nacido yo para ajustarlo!]
Ajustar el tiempo significa renovar el mundo, y si podemos hacerlo es porque todos, en algún momento, hemos sido unos recién llegados a un mundo que estaba ahí antes de nosotros y que seguirá ahí cuando hayamos desaparecido, cuando hayamos depositado su carga sobre nuestros sucesores. Pero no es ese el tipo de responsabilidad al que me refiero; estrictamente hablando, no se trata de una responsabilidad personal, y solo en sentido metafórico podemos decir que nos sentimos culpables de los pecados de nuestros padres, o de nuestro pueblo, o de la humanidad; en suma, de actos que no hemos llevado a cabo. En términos morales, es tan erróneo sentirse culpable sin haber hecho nada específico como sentirse libre de toda culpa cuando uno es realmente culpable de algo. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral el que en Alemania, durante la posguerra, aquellos que personalmente eran por completo inocentes confesaran unos a otros y al mundo en general cuán culpables se sentían, mientras que, entre los criminales, muy pocos estaban dispuestos a admitir siquiera el más ligero remordimiento. El resultado de esta espontánea admisión de una culpabilidad colectiva fue, por supuesto, una exculpación muy eficaz, aunque involuntaria, de quienes habían hecho algo: como ya hemos visto, donde todos son culpables nadie lo es. Entenderemos enseguida cuán peligrosa puede resultar esta confusión moral si recordamos que, en los reciente debates habidos en Alemania sobre la ampliación de los plazos de prescripción de los crímenes de los asesinos nazis, el ministro de Justicia rechazó tal extensión con el argumento de que mostrar un mayor celo en la búsqueda de “los asesinos que hay entre nosotros” –tal como se refieren a ellos los alemanes– no tendría otro resultado que la complacencia moral de aquellos que no son asesinos,(7) es decir, los inocentes. El argumento no es nuevo. Hace unos años, la ejecución de la sentencia de muerte dictada contra Eichmann suscitó amplia oposición;(8) se dijo entonces que aquello podría aliviar la conciencia del alemán medio y “servir para eliminar el sentimiento de culpa de muchos jóvenes alemanes” –tal como lo expresó Martin Buber–. Pues bien, si los jóvenes alemanes, quienes, dada su edad, no pueden haber hecho nada, se sienten culpables, entonces o bien están equivocados, confundidos, o bien se dedican a los juegos intelectuales. No existe tal cosa como la culpabilidad colectiva, o la inocencia colectiva; la culpabilidad y la inocencia solo tienen sentido a título individual.
En las recientes discusiones sobre el juicio de Eichmann, estas cuestiones relativamente sencillas se han vuelto confusas debido a lo que yo llamo la teoría del engranaje. Cuando describimos un sistema político –su funcionamiento, las relaciones entre las distintas ramas del gobierno, las gigantescas maquinarias burocráticas de las que forman parte las líneas de mando, la interconexión de los civiles y las fuerzas militares y policiales, por mencionar solo los aspectos más destacados–, es inevitable que, para referirnos a las personas empleadas por el sistema, hablemos de piezas de engranaje que mantienen en funcionamiento la Administración. Cada pieza, es decir, cada persona, debe ser prescindible sin cambiar el sistema, un presupuesto que subyace a todas las burocracias, todas las formas de funcionariado y todas las funciones propiamente dichas. Esta perspectiva es la propia de la ciencia política, y cuando realizamos nuestras acusaciones o, mejor dicho, nuestras evaluaciones dentro de su marco de referencia, hablamos de sistemas buenos y sistemas malos, y nuestros criterios de evaluación son la libertad, o la felicidad, o el grado de participación de los ciudadanos, pero la cuestión de la responsabilidad personal de quienes conducen todo el asunto es un tema marginal. Aquí, es sin duda cierto eso que todos acusados en los juicios de posguerra dijeron para excusarse: “Si yo no lo hubiese hecho, lo habría hecho cualquier otro”.
Y es que en cualquier dictadura, no digamos ya en una dictadura totalitaria, incluso el número relativamente pequeño de quienes tomas decisiones, esas personas que podemos hallar en un gobierno normal, se reduce a Uno, mientras que todas las instituciones que controlan o ratifican las decisiones ejecutivas quedan abolidas. En cualquier caso, en el Tercer Reich solo un hombre podía tomar y tomaba las decisiones y, por lo tanto, era plenamente responsable en términos políticos. Ese hombre era el propio Hitler, quien, por consiguiente, cuando se describía a sí mismo como el único hombre insustituible en toda Alemania, no sufría un arrebato de megalomanía, sino que estaba en lo cierto. Cualquier otro individuo que, desde el escalón más alto al más bajo, tuviera algo que ver con los asuntos públicos era de hecho una pieza del engranaje, fuese o no consciente de ello. ¿Quiere esto decir que nadie más podía ser considerado personalmente responsable?
Cuando viajé a Jerusalén para asistir al juicio de Eichmann, pensaba que la gran ventaja del procedimiento judicial radicaba en que, en su marco, todo este asunto de los engranajes carecía de sentido y, por lo tanto, nos veíamos obligados a contemplar estas cuestiones desde una perspectiva distinta. Por supuesto, era de esperar que la defensa intentase alegar que Eichmann o era más que una pequeña pieza del engranaje, y era probable que el propio acusado pensase en esto términos, como sí hizo hasta cierto punto; en cambio, resultó una curiosidad inesperada el que la acusación intentase convertirlo en la principal pieza del engranaje –una pieza peor y más importante que Hitler–. Los jueces hicieron lo correcto y apropiado, y descartaron toda esa idea –al igual que lo hice yo– con independencia de cualquier disposición en sentido contrario. Y es que, tal como dichos jueces aclararon haciendo un enorme esfuerzo, en un tribunal no se juzga ningún sistema, ninguna Historia o tendencia histórica, ningún ismo –por ejemplo, el antisemitismo–, sino a una persona, y si el acusado resulta ser un funcionario, se lo acusa precisamente porque incluso un funcionario es un ser humano, y como tal se halla sujeto a juicio. Obviamente, en la mayoría de las organizaciones criminales, las pequeñas piezas del engranaje son las que en realidad cometen lo grandes crímenes, y podríamos incluso argumentar que una de las características de la criminalidad organizada del Tercer Reich consistía en que este exigía pruebas tangibles de la implicación criminal de todos sus servidores, y no solo de aquellos situados en los escalones inferiores. Por eso la pregunta formulada por el tribunal al acusado es: “¿Usted, señor X, un individuo con nombre, con fecha y lugar de nacimiento, alguien reconocible y, por lo tanto, no prescindible, cometió el delito del que se le acusa? Y, si es así, ¿por qué lo hizo?”. Y por eso será descartada como irrelevante ante una respuesta del acusado en esta línea: “No fui yo como persona quien lo hizo, yo no tenía ni la voluntad ni el poder de hacer nada por mi propia iniciativa; era una simple pieza del engranaje, prescindible; cualquiera en mi lugar lo habría hecho; que me halle ante este tribunal es un accidente”. Si al acusado se le permitiera declararse culpable o inocente en representación de un sistema, se convertiría sin duda en un chivo expiatorio. (El propio Eichmann deseaba convertirse en tal cosa: propuso colgarse él mismo públicamente y cargar con todos los “pecados”, pero el tribunal le denegó esa última oportunidad de magnificar sus sentimientos.) En todo sistema burocrático, la delegación de responsabilidades es algo rutinario, y si deseamos definir la burocracia en los términos de la ciencia política, es decir, como una forma de gobierno –el gobierno de los cargos, en contraposición al gobierno de los hombres, ya se trate de un solo hombre, de unos pocos o de la mayoría–, entonces, por desgracia, tendremos que decir que la burocracia consiste en el gobierno de nadie en particular y que, precisamente por ello, es quizá la forma de gobierno menos humana y más cruel. Ahora bien, en la sala del tribunal, esas definiciones son inútiles. El acusado podría responder: “No lo hice yo, sino el sistema del que yo era una simple pieza del engranaje”. Pero entonces el tribunal planteará de inmediato la siguiente pregunta: “Y ¿podría usted decirnos por qué se convirtió en una pieza del engranaje o siguió siéndolo en esas circunstancias?”. Si el acusado pretende eludir su responsabilidad, tendrá que implicar a otras personas, ofrecer nombres, y esas personas asomarán entonces como posibles compañeros de acusación, no como la encarnación de la necesidad burocrática o de cualquier otra necesidad. El juicio de Eichman, como todos los juicios semejantes, habría carecido de interés si no hubiese transformado en un hombre a la pieza de engranaje o “punto de referencia” de la Sección IV B4 de la Jefatura de Seguridad del Reich. Solo gracias a que esta operación se llevó a cabo incluso antes del comienzo del juicio fue posible plantear la cuestión de la responsabilidad personal y, por lo tanto, de la culpabilidad jurídica. Pero esa transformación de una pieza de engranaje en un hombre no significa que se estuviera juzgando el sistema de engranajes, el hecho de que los sistemas –y los totalitarios más que ningún otro– transformen a los hombres en piezas de engranaje. Semejante interpretación no sería más que otra huida de los estrictos límites del procedimiento judicial.
Pero si el procedimiento judicial o la cuestión de la responsabilidad personal bajo una dictadura no permiten el traspaso de responsabilidades del hombre al sistema, lo cierto es que dicho sistema tampoco puede ser obviado por completo. Aparece bajo la forma de las circunstancias, tanto desde el punto vista legal como desde el moral, en un sentido muy parecido al que nos hace tener en cuenta la situación de las personas socialmente desfavorecidas y considerar tal situación como una circunstancia atenuante, pero no eximente, cuando juzgamos delitos cometidos por quienes viven en un mundo de pobreza. Y es por esa razón que, pasando ahora a la segunda parte del título de esta conferencia, es decir, a la “dictadura”, debo molestarles con unas cuantas distinciones que nos ayudarán a entender esas circunstancias. Las formas totalitarias de gobierno no son idénticas a las dictaduras en el sentido habitual del término, y la mayor parte de lo que tengo que decir se aplica al totalitarismo. La dictadura, en el antiguo sentido romano de la palabra, fue concebida, y ha permanecido, como una medida de emergencia del gobierno constitucional, legal, una medida estrictamente limitada en el tiempo y en las prerrogativas; todavía la conocemos bastante bien como ese estado de emergencia o de ley marcial proclamado en zonas asoladas por un desastre o en tiempo de guerra. Conocemos además las dictaduras, esas nuevas formas de gobierno en las que o bien los militares se hacen con el poder, suprimen el gobierno civil y privan a los ciudadanos de sus derechos políticos y sus libertades, o bien un partido se apodera del aparato del Estado a expensas de todos los demás partidos y, por ende, de toda oposición política organizada. En ambos casos se pone fin a la libertad política, pero ni la vida privada ni la actividad no política, pero ni la vida privada ni la actividad no política se ven necesariamente afectadas. Cierto es que tales regímenes suelen oprimir a los oponentes políticos con gran crueldad y distan mucho de ser formas constitucionales de gobierno en el sentido en que solemos entenderlas –si no se garantizan los derechos de la oposición, no es posible hablar de gobierno constitucional– pero es igualmente cierto que no son regímenes criminales en el sentido habitual del término. Si cometen crímenes, las víctimas son los enemigos declarados del régimen establecido. En cambio, los crímenes de los gobiernos totalitarios afectaron a personas que eran “inocentes” incluso desde el punto de vista del partido en el poder. Y esa criminalidad común fue la razón por la cual, después de la guerra, la mayoría de los países firmaron un acuerdo para no conceder el estatus de refugiados políticos a los culpables huidos de la Alemania nazi.
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Notas de pie de página
4) La autora se refiere a la Gleichschaltung, o coordinación política, término que designa la aceptación generalizada, desde los inicios del nazismo, del nuevo clima político, ya fuera para asegurar la posición social o para encontrar empleo. Adicionalmente, la expresión hace referencia a la política nazi de convertir las organizaciones tradicionales --grupos de jóvenes y todo tipo de clubes y asociaciones-- en organizaciones específicamente nazis. (N. del E.)
5) Fecha del atentado fallido contra Hitler, llevado a cabo por oficiales de la Wehrmacht bajo el liderazgo del coronel del Estado Mayor Claus von Stauffenberg. (N. del T.)
6) Luis IX de Francia (1214-1270). (N. del T.)
7) Der Spiegel, N°5, 1963, p. 23
8) La sentencia, que lo condenó a morir en la horca por crímenes contra la humanidad, fue dictada el 15 de diciembre de 1961 y ejecutada el 1 de junio del año siguiente. (N. del T.)
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