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jueves, 19 de diciembre de 2024

RESPONSABILIDAD PERSONAL BAJO UNA DICTADURA

por Hannah Arendt (1964)*

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A fin de aclarar la diferencia entre el horror inexpresable, en el que uno no aprende nada, y las experiencias nada horribles, pero a menudo desagradables, en las que el comportamiento de la gente puede ser sometido a los juicios normales, permítanme que en primer lugar haga referencia a un hecho obvio pero que rara vez se menciona. Lo importante, en nuestra temprana educación no teórica en materia de moral, no era nunca la conducta del verdadero culpable, de quien, incluso entonces, nadie en su sano juicio podía esperar sino lo peor. Por lo tanto, el salvaje comportamiento de las milicias de asalto en los campos de concentración y lo que ocurría en las celdas de tortura de la policía secreta nos indignaban, pero no nos perturbaban moralmente; de hecho, habría resultado extraña la indignación moral ante los discursos de los mandamases nazis, pues sus opiniones eran de conocimiento común desde hacía años. El nuevo régimen no nos planteaba entonces más que un problema político muy complejo, y uno de los aspectos de tal problema era la intrusión de la criminalidad en la esfera pública. Creo que también estábamos preparados para las consecuencias del terror implacable, y que habríamos admitido alegremente que esta clase de miedo tiende a convertir a la mayoría de los hombres en cobardes. Todo ello era terrible y peligroso, pero no nos planteaba problemas morales. La cuestión moral solo surgió con el fenómeno de la "coordinación",(4) es decir, no con la hipocresía inspirada por el miedo, sino con ese temprano afán de no perder el tren de la Historia, con ese, por así decirlo, sincero y repentino cambio de opinión que afectó a la gran mayoría de las figuras públicas en todos los ámbitos de la vida y en todas las ramas de la cultura, a lo cual hay que sumarle la increíble facilidad con la que se rompían amistades de toda la vida. En suma, lo que nos perturbó fue el comportamiento no de nuestros enemigos, sino de nuestros amigos, quienes no habían hecho nada para que se llegara a esa situación. Ellos no eran responsables del ascenso de los nazis, simplemente estaban impresionados por el éxito del nazismo y eran incapaces de oponer su propio juicio a aquello que interpretaban como el veredicto de la Historia. Si no tenemos en cuenta el colapso casi universal, no de la responsabilidad personal, sino del juicio personal, en las primeras fases del régimen nazi, nos resultará imposible entender lo que pasó. Es cierto de muchas de aquellas personas se desencantaron rápidamente, y es bien sabido que la mayoría de los hombres involucrados en lo ocurrido el 20 de julio de 1944,(5) quienes pagaron con su vida por haber conspirado contra Hitler, habían estado en algún momento ligados al régimen. Pero, aún así, creo que la temprana desintegración moral de sociedad alemana, una desintegración apenas perceptible para el extranjero, fue como una especie de ensayo general de su completo colapso, que tendría lugar durante los años de la guerra.

Si menciono estos asuntos personales, es para exponerme no a la acusación de arrogancia, que me parece fuera de lugar, sino a la justificable duda de si personas con tan escasa preparación mental o conceptual para las cuestiones morales, como era nuestro caso, están cualificadas para debatirlas. Tuvimos que aprenderlo todo a partir de cero, en crudo, por así decirlo –esto es, sin la ayuda de categorías ni reglas generales en las que subsumir nuestras experiencias–. No obstante, al otro lado de la valla se encuentran todos aquellos que estaban completamente cualificados en asuntos de moral, y que tenían dichos asuntos en la más alta estima. Pues bien, esas personas demostraron ser incapaces de aprender nada; peor aún, cediendo fácilmente a la tentación y recurriendo, durante los hechos y después de ellos, a la aplicación de conceptos y criterios tradicionales, demostraron de la manera más convincente cuán inadecuados se habían vuelto tales conceptos y criterios, cuán poco concebidos estaban, como veremos, para ser aplicados a condiciones como las que se dieron. En mi opinión, cuanto más se discuten estas cosas, más claro resulta que nos hallamos aquí entre la espada y la pared.

Por ofrecer, llegados a este punto, un ejemplo particular de nuestro desconcierto ante todos estos asuntos, pensemos en la cuestión del castigo penal, un castigo cuya justificación suele basarse en lo siguiente: la necesidad que tiene la sociedad de verse protegida contra el delito, la reforma del delincuente, la fuerza disuasoria del ejemplo para delincuentes potenciales, y, por último, la justicia redistributiva. Un momento de reflexión les bastará a ustedes para convencerse de que ninguno de esos fundamentos es válido para justificar el castigo de los llamados “criminales de guerra”: esas personas no eran criminales ordinarios, y apenas cabe esperar razonablemente que alguna de ellas cometa nuevos crímenes; la sociedad no tiene ninguna necesidad de verse protegida de ellas. Que puedan reformarse mediante condenas de prisión es aún menos probable que en el caso de los delincuentes ordinarios. Y, en vista de las extraordinarias circunstancias en que esos crímenes se cometieron o podrían volver a cometerse, las probabilidades de disuadir a tales criminales en el futuro son, una vez más, terriblemente reducidas. Incluso la noción de represalia, que es la única razón no utilitarista esgrimida en favor del castigo penal y, por tanto, algo que, en cierto modo, no sintoniza con el actual pensamiento jurídico, resulta difícilmente aplicable en vista de la magnitud de los crímenes. Ahora bien, aunque ninguna de las razones que solemos invocar a favor del castigo es válida aquí, lo cierto es que a nuestro sentido de la justicia le resultaría intolerable al castigo y dejar que quienes asesinaron a miles, centenares de miles y millones quedaran impunes. Si ello no fuera más que un deseo de venganza, resultaría ridículo, dejando aparte el hecho de que la ley y el castigo por ella administrado aparecieron en la tierra para romper el interminable círculo vicioso de la venganza. Por lo tanto, aquí estamos, exigiendo y administrando castigos de acuerdo con nuestro sentido de la justicia, mientras que, por otro lado, ese mismo sentido de la justicia nos indica que todas nuestras nociones previas del castigo y de su justificación nos han fallado.

Pero volvamos a mis reflexiones personales sobre quién debería estar cualificado para discutir estas cuestiones: ¿aquellos que tienen criterios y normas que no se ajustan a la experiencia? ¿O más bien aquellos que solo pueden apoyarse en su propia experiencia, la cual, además, no se ve modelada por conceptos preconcebidos? ¿Cómo puede uno pensar, y más importante aún en este contexto, cómo puede juzgar, sin basarse en criterios, normas y reglas generales preconcebidas en las que encajar los casos y ejemplos particulares? Dicho de otro modo, ¿qué le ocurre a la facultad humana de juicio cuando se ve confrontada con sucesos que representan la quiebra de todas las normas habituales y que, por lo tanto, carecen de precedentes en el sentido de que no están previstos en las reglas generales, ni siquiera como excepciones a tales reglas? Para ofrecer una respuesta válida a estas preguntas habría que comenzar con un análisis de la aún muy misteriosa naturaleza del juicio humano, de lo que puede y lo que no puede lograr. Y es que solo si aceptamos que existe una facultad humana que nos permite juzgar racionalmente sin vernos llevados o bien por la emoción, o bien por el interés propio, y que al mismo tiempo funciona de forma espontánea –es decir, que no está sujeta a criterios y normas bajo los cuales los casos particulares son simplemente subsumidos, sino que, por el contrario, produce sus propios principios en virtud de la propia actividad de juicio–, solo si damos esto por sentado podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna esperanza de pisar suelo firme.

Por suerte para mí, el asunto que abordamos aquí no requiere que les ofrezca a ustedes una filosofía del juicio. Pero incluso un enfoque limitado del problema de la moral y sus fundamentos exige la aclaración de una cuestión general, así como unas cuantas distinciones que, me temo, no suelen ser aceptadas. La cuestión general tiene que ver con la primera parte del título de esta conferencia: “Responsabilidad personal”. Esta expresión debe ser entendida en contraste con la responsabilidad política que todo gobierno asume por los actos y las fechorías del pasado. Así, cuando Napoleón, al tomar el poder en Francia tras la Revolución, dijo que asumiría la responsabilidad por todo lo que Francia había hechos desde San Luis(6) hasta el Comité de Salvación Pública, no hizo sino enunciar con cierto énfasis uno de los hechos básicos de toda vida política. En cuanto a la nación, es obvio que cada generación, al haber nacido en un continuum histórico, se ve obligada a cargar con los pecados de sus padres del mismo modo que se ve bendecida por los actos de sus ancestros. Quienquiera que asuma responsabilidad política llegará siempre a un punto en el que, con Hamlet, dirá:

The time is out of joint: O cursed spite

That ever I was born to set it right!

[El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte

que haya nacido yo para ajustarlo!]

Ajustar el tiempo significa renovar el mundo, y si podemos hacerlo es porque todos, en algún momento, hemos sido unos recién llegados a un mundo que estaba ahí antes de nosotros y que seguirá ahí cuando hayamos desaparecido, cuando hayamos depositado su carga sobre nuestros sucesores. Pero no es ese el tipo de responsabilidad al que me refiero; estrictamente hablando, no se trata de una responsabilidad personal, y solo en sentido metafórico podemos decir que nos sentimos culpables de los pecados de nuestros padres, o de nuestro pueblo, o de la humanidad; en suma, de actos que no hemos llevado a cabo. En términos morales, es tan erróneo sentirse culpable sin haber hecho nada específico como sentirse libre de toda culpa cuando uno es realmente culpable de algo. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral el que en Alemania, durante la posguerra, aquellos que personalmente eran por completo inocentes confesaran unos a otros y al mundo en general cuán culpables se sentían, mientras que, entre los criminales, muy pocos estaban dispuestos a admitir siquiera el más ligero remordimiento. El resultado de esta espontánea admisión de una culpabilidad colectiva fue, por supuesto, una exculpación muy eficaz, aunque involuntaria, de quienes habían hecho algo: como ya hemos visto, donde todos son culpables nadie lo es. Entenderemos enseguida cuán peligrosa puede resultar esta confusión moral si recordamos que, en los reciente debates habidos en Alemania sobre la ampliación de los plazos de prescripción de los crímenes de los asesinos nazis, el ministro de Justicia rechazó  tal extensión con el argumento de que mostrar un mayor celo en la búsqueda de “los asesinos que hay entre nosotros” –tal como se refieren a ellos los alemanes– no tendría otro resultado que la complacencia moral de aquellos que no son asesinos,(7) es decir, los inocentes. El argumento no es nuevo. Hace unos años, la ejecución de la sentencia de muerte dictada contra Eichmann suscitó amplia oposición;(8) se dijo entonces que aquello podría aliviar la conciencia del alemán medio y “servir para eliminar el sentimiento de culpa de muchos jóvenes alemanes” –tal como lo expresó Martin Buber–. Pues bien, si los jóvenes alemanes, quienes, dada su edad, no pueden haber hecho nada, se sienten culpables, entonces o bien están equivocados, confundidos, o bien se dedican a los juegos intelectuales. No existe tal cosa como la culpabilidad colectiva, o la inocencia colectiva; la culpabilidad y la inocencia solo tienen sentido a título individual.

En las recientes discusiones sobre el juicio de Eichmann, estas cuestiones relativamente sencillas se han vuelto confusas debido a lo que yo llamo la teoría del engranaje. Cuando describimos un sistema político –su funcionamiento, las relaciones entre las distintas ramas del gobierno, las gigantescas maquinarias burocráticas de las que forman parte las líneas de mando, la interconexión de los civiles y las fuerzas militares y policiales, por mencionar solo los aspectos más destacados–, es inevitable que, para referirnos a las personas empleadas por el sistema, hablemos de piezas de engranaje que mantienen en funcionamiento la Administración. Cada pieza, es decir, cada persona, debe ser prescindible sin cambiar el sistema, un presupuesto que subyace a todas las burocracias, todas las formas de funcionariado y todas las funciones propiamente dichas. Esta perspectiva es la propia de la ciencia política, y cuando realizamos nuestras acusaciones o, mejor dicho, nuestras evaluaciones dentro de su marco de referencia, hablamos de sistemas buenos y sistemas malos, y nuestros criterios de evaluación son la libertad, o la felicidad, o el grado de participación de los ciudadanos, pero la cuestión de la responsabilidad personal de quienes conducen todo el asunto es un tema marginal. Aquí, es sin duda cierto eso que todos acusados en los juicios de posguerra dijeron para excusarse: “Si yo no lo hubiese hecho, lo habría hecho cualquier otro”.

Y es que en cualquier dictadura, no digamos ya en una dictadura totalitaria, incluso el número relativamente pequeño de quienes tomas decisiones, esas personas que podemos hallar en un gobierno normal, se reduce a Uno, mientras que todas las instituciones que controlan o ratifican las decisiones ejecutivas quedan abolidas. En cualquier caso, en el Tercer Reich solo un hombre podía tomar y tomaba las decisiones y, por lo tanto, era plenamente responsable en términos políticos. Ese hombre era el propio Hitler, quien, por consiguiente, cuando se describía a sí mismo como el único hombre insustituible en toda Alemania, no sufría un arrebato de megalomanía, sino que estaba en lo cierto. Cualquier otro individuo que, desde el escalón más alto al más bajo, tuviera algo que ver con los asuntos públicos era de hecho una pieza del engranaje, fuese o no consciente de ello. ¿Quiere esto decir que nadie más podía ser considerado personalmente responsable?

Cuando viajé a Jerusalén para asistir al juicio de Eichmann, pensaba que la gran ventaja del procedimiento judicial radicaba en que, en su marco, todo este asunto de los engranajes carecía de sentido y, por lo tanto, nos veíamos obligados a contemplar estas cuestiones desde una perspectiva distinta. Por supuesto, era de esperar que la defensa intentase alegar que Eichmann o era más que una pequeña pieza del engranaje, y era probable que el propio acusado pensase en esto términos, como sí hizo hasta cierto punto; en cambio, resultó una curiosidad inesperada el que la acusación intentase convertirlo en la principal pieza del engranaje –una pieza peor y más importante que Hitler–. Los jueces hicieron lo correcto y apropiado, y descartaron toda esa idea –al igual que lo hice yo– con independencia de cualquier disposición en sentido contrario. Y es que, tal como dichos jueces aclararon haciendo un enorme esfuerzo, en un tribunal no se juzga ningún sistema, ninguna Historia o tendencia histórica, ningún ismo –por ejemplo, el antisemitismo–, sino a una persona, y si el acusado resulta ser un funcionario, se lo acusa precisamente porque incluso un funcionario es un ser humano, y como tal se halla sujeto a juicio. Obviamente, en la mayoría de las organizaciones criminales, las pequeñas piezas del engranaje son las que en realidad cometen lo grandes crímenes, y podríamos incluso argumentar que una de las características de la criminalidad organizada del Tercer Reich consistía en que este exigía pruebas tangibles de la implicación criminal de todos sus servidores, y no solo de aquellos situados en los escalones inferiores. Por eso la pregunta formulada por el tribunal al acusado es: “¿Usted, señor X, un individuo con nombre, con fecha y lugar de nacimiento, alguien reconocible y, por lo tanto, no prescindible, cometió el delito del que se le acusa? Y, si es así, ¿por qué lo hizo?”. Y por eso será descartada como irrelevante ante una respuesta del acusado en esta línea: “No fui yo como persona quien lo hizo, yo no tenía ni la voluntad ni el poder de hacer nada por mi propia iniciativa; era una simple pieza del engranaje, prescindible; cualquiera en mi lugar lo habría hecho; que me halle ante este tribunal es un accidente”. Si al acusado se le permitiera declararse culpable o inocente en representación de un sistema, se convertiría sin duda en un chivo expiatorio. (El propio Eichmann deseaba convertirse en tal cosa: propuso colgarse él mismo públicamente y cargar con todos los “pecados”, pero el tribunal le denegó esa última oportunidad de magnificar sus sentimientos.) En todo sistema burocrático, la delegación de responsabilidades es algo rutinario, y si deseamos definir la burocracia en los términos de la ciencia política, es decir, como una forma de gobierno –el gobierno de los cargos, en contraposición al gobierno de los hombres, ya se trate de un solo hombre, de unos pocos o de la mayoría–, entonces, por desgracia, tendremos que decir que la burocracia consiste en el gobierno de nadie en particular y que, precisamente por ello, es quizá la forma de gobierno menos humana y más cruel. Ahora bien, en la sala del tribunal, esas definiciones son inútiles. El acusado podría responder: “No lo hice yo, sino el sistema del que yo era una simple pieza del engranaje”. Pero entonces el tribunal planteará de inmediato la siguiente pregunta: “Y ¿podría usted decirnos por qué se convirtió en una pieza del engranaje o siguió siéndolo en esas circunstancias?”. Si el acusado pretende eludir su responsabilidad, tendrá que implicar a otras personas, ofrecer nombres, y esas personas asomarán entonces como posibles compañeros de acusación, no como la encarnación de la necesidad burocrática o de cualquier otra necesidad. El juicio de Eichman, como todos los juicios semejantes, habría carecido de interés si no hubiese transformado en un hombre a la pieza de engranaje o “punto de referencia” de la Sección IV B4 de la Jefatura de Seguridad del Reich. Solo gracias a que esta operación se llevó a cabo incluso antes del comienzo del juicio fue posible plantear la cuestión de la responsabilidad personal y, por lo tanto, de la culpabilidad jurídica. Pero esa transformación de una pieza de engranaje en un hombre no significa que se estuviera juzgando el sistema de engranajes, el hecho de que los sistemas –y los totalitarios más que ningún otro– transformen a los hombres en piezas de engranaje. Semejante interpretación no sería más que otra huida de los estrictos límites del procedimiento judicial.

Pero si el procedimiento judicial o la cuestión de la responsabilidad personal bajo una dictadura no permiten el traspaso de responsabilidades del hombre al sistema, lo cierto es que dicho sistema tampoco puede ser obviado por completo. Aparece bajo la forma de las circunstancias, tanto desde el punto vista legal como desde el moral, en un sentido muy parecido al que nos hace tener en cuenta la situación de las personas socialmente desfavorecidas y considerar tal situación como una circunstancia atenuante, pero no eximente, cuando juzgamos delitos cometidos por quienes viven en un mundo de pobreza. Y es por esa razón que, pasando ahora a la segunda parte del título de esta conferencia, es decir, a la “dictadura”, debo molestarles con unas cuantas distinciones que nos ayudarán a entender esas circunstancias. Las formas totalitarias de gobierno no son idénticas a las dictaduras en el sentido habitual del término, y la mayor parte de lo que tengo que decir se aplica al totalitarismo. La dictadura, en el antiguo sentido romano de la palabra, fue concebida, y ha permanecido, como una medida de emergencia del gobierno constitucional, legal, una medida estrictamente limitada en el tiempo y en las prerrogativas; todavía la conocemos bastante bien como ese estado de emergencia o de ley marcial proclamado en zonas asoladas por un desastre o en tiempo de guerra. Conocemos además las dictaduras, esas nuevas formas de gobierno en las que o bien los militares se hacen con el poder, suprimen el gobierno civil y privan a los ciudadanos de sus derechos políticos y sus libertades, o bien un partido se apodera del aparato del Estado a expensas de todos los demás partidos y, por ende, de toda oposición política organizada. En ambos casos se pone fin a la libertad política, pero ni la vida privada ni la actividad no política, pero ni la vida privada ni la actividad no política se ven necesariamente afectadas. Cierto es que tales regímenes suelen oprimir a los oponentes políticos con gran crueldad y distan mucho de ser formas constitucionales de gobierno en el sentido en que solemos entenderlas –si no se garantizan los derechos de la oposición, no es posible hablar de gobierno constitucional– pero es igualmente cierto que no son regímenes criminales en el sentido habitual del término. Si cometen crímenes, las víctimas son los enemigos declarados del régimen establecido. En cambio, los crímenes de los gobiernos totalitarios afectaron a personas que eran “inocentes” incluso desde el punto de vista del partido en el poder. Y esa criminalidad común fue la razón por la cual, después de la guerra, la mayoría de los países firmaron un acuerdo para no conceder el estatus de refugiados políticos a los culpables huidos de la Alemania nazi.

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Notas de pie de página

4) La autora se refiere a la Gleichschaltung, o coordinación política, término que designa la aceptación generalizada, desde los inicios del nazismo, del nuevo clima político, ya fuera para asegurar la posición social o para encontrar empleo. Adicionalmente, la expresión hace referencia a la política nazi de convertir las organizaciones tradicionales --grupos de jóvenes y todo tipo de clubes y asociaciones-- en organizaciones específicamente nazis. (N. del E.)

5) Fecha del atentado fallido contra Hitler, llevado a cabo por oficiales de la Wehrmacht bajo el liderazgo del coronel del Estado Mayor Claus von Stauffenberg. (N. del T.)

6) Luis IX de Francia (1214-1270). (N. del T.)

7) Der Spiegel, N°5, 1963, p. 23

8) La sentencia, que lo condenó a morir en la horca por crímenes contra la humanidad, fue dictada el 15 de diciembre de 1961 y ejecutada el 1 de junio del año siguiente. (N. del T.)

*Extraído de Hannah Arendt, "Responsabilidad personal y colectiva". Barcelona: Página Indómita 2020 (Traducción de Roberto Ramos Fontecoba), p. 24-42


jueves, 12 de diciembre de 2024

El régimen sirio colapsó gradualmente, y de pronto se hundió

La caída de Assad ofrece la posibilidad del cambio. (The Atlantic, 8 Dic. 2024) 

por Anne Applebaum* (Traducción no autorizada de Hernando Calla)

En una ocasión Hemingway escribió de la bancarrota de cierta manera que podría aplicarse al colapso de los regímenes autocráticos; suele ocurrir de manera gradual, y luego repentinamente –de manera lenta, y luego de golpe–. No se trata sólo de una metáfora literaria. Los seguidores del tirano se mantienen leales a él sólo en la medida en que puede ofrecerles protección de la rabia de sus compatriotas. En Siria, las dudas respecto al presidente Bashar al-Assad ciertamente crecieron de manera lenta, después de que sus padrinos rusos empezaran a trasferir efectivos y pertrechos a Ucrania, desde 2022. Por otra parte, el ataque más reciente de Israel a la cúpula de Hezbolá ha obstaculizado que Irán, otro aliado de Assad, pueda asimismo seguirle ayudando.

Entonces, después que un conjunto de rebeldes armados y altamente motivados tomara la ciudad de Alepo el 29 de noviembre, muchos de los defensores del régimen repentinamente dejaron de combatir y Assad desapareció. Las escenas que se vieron a continuación en Damasco –el derribamiento de estatuas, la gente sacándose selfies en el palacio del dictador– son las mismas que se mostrarán en Caracas, Teherán o Moscú el día en que los componentes armados de esos regímenes pierdan su fe en los comandantes en jefe, y también la ciudadanía les pierda el temor a esas fuerzas armadas.

Las similitudes entre estos lugares son verdaderas, puesto que los países de Rusia, Irán, Venezuela, Corea del Norte y, hasta ahora, Siria, pertenecen todos a una red informal de autocracias. En la década pasada, las tropas y los mercenarios rusos han estado combatiendo en Ucrania, el Medio Oriente y África. Los operativos políticos y de [des]información rusos buscan de manera activa socavar, dominar o derrocar a los gobiernos democráticos en Moldavia, Georgia y, últimamente, Rumanía. Empezando en 2015, las tropas rusas en sociedad con Irán y el agente de Irán [en el Líbano] Hezbolá, apuntalaron a Assad. En Ucrania, la guerra de Rusia se posibilita con drones de Irán, efectivos y municiones de Corea del Norte, y la ayuda encubierta de China. Rusia, Irán, Cuba y China colaboran para mantener en el poder a un régimen venezolano que, de igual manera, ha defraudado de manera catastrófica a su población.

Se trata de conflictos militares en muchos casos, pero el presidente ruso Vladimir Putin también cree que él está librando una guerra de ideas, y ha logrado que otros le sigan. En Siria y la parte ocupada de Ucrania, de manera deliberada Rusia ha respaldado o creado regímenes que no se han limitado a reprimir a sus opositores, sino que se han explayado en demostrar un abierto desprecio por los derechos humanos y el estado de derecho, nociones que Putin pretende pertenecen al pasado. Cuando él habla acerca de un nuevo orden mundial o un “mundo multipolar”, como lo hizo de nuevo el pasado mes, lo que quiere decir es lo siguiente: desea construir un mundo en el que su crueldad no tenga cortapisas, en el que él y sus dictadores socios gocen de impunidad y en el que no existan valores universales, ni siquiera como aspiración.

Las consecuencias han sido terribles. La Red Siria de Derechos Humanos tiene documentadas, desde 2011, más de 112 mil personas desaparecidas –hombres, mujeres y niños arbitrariamente arrestados y encarcelados sin ninguna justificación formal o legal–. El régimen ha torturado a decenas de miles de personas en cárceles inhumanas, confinándolas en celdas oscuras, prohibiéndoles cualquier contacto con el mundo exterior. De manera infame, Assad utilizó gas tóxico en contra de su propia población y luego mintió sobre ello. Los bombardeos conjuntos del gobierno sirio y ruso apuntaban deliberadamente a hospitales y practicaban ataques aéreos “por doble partida”, bombardeando primero un blanco civil y luego poco después volviendo a atacar el mismo sitio para matar a los rescatistas.

La guerra rusa contra Ucrania ha sido igualmente despiadada y sin respeto a ninguna ley, en muchos casos copiando las tácticas usadas en Siria. En la parte ocupada de Ucrania, miles de alcaldes, dirigentes locales, profesores y figuras de la cultura también han desaparecido en el cautiverio invisible [del régimen invasor]. Al exalcalde de Jersón, plagiado en junio de 2022, se lo ha reportado como detenido en una prisión ilegal en Crimea; el alcalde de Dniprorudne murió hace poco en cautiverio. En el resto de Ucrania, Rusia apunta de manera deliberada contra hospitales y otras infraestructuras civiles, exactamente como lo hicieron en Siria los aviones del gobierno sirio y ruso. Los ataques por doble partida son también comunes en Ucrania.

Este tipo de crueldad fría, deliberada, bien planificada también tiene su lógica: la inhumanidad tiene el propósito de inducir a la desesperanza. Las campañas con mentiras ridículas y propaganda cínica están dirigidas a crear apatía y actitudes nihilistas. Las detenciones arbitrarias han motivado a que millones de sirios, ucranianos y venezolanos se vayan al exterior, provocando grandes oleadas desestabilizadoras de refugiados y dejando a los que se quedaron sin ninguna esperanza. De nuevo, la falta de esperanza forma parte del plan. Estos regímenes quieren privarle a la gente de cualquier capacidad para vislumbrar un futuro diferente, convencer a la gente de que sus dictaduras son eternas. El emblema de la dinastía de Assad era “Nuestro líder por siempre”.

Pero todos esos regímenes “eternos” tienen un defecto funesto: los militares y policías son también parte de la sociedad civil. Ellos tienen parientes que sufren, primos y amigos que experimentan la represión política y los efectos del colapso económico. Ellos también alimentan dudas, y pueden sentir asimismo inseguridad. En Siria, acabamos de ver el resultado final.

No sé si los acontecimientos de hoy traerán la paz y la estabilidad a Siria, y mucho menos libertad y democracia. Un grupo que se hace llamar el Gobierno Nacional Transitorio supuestamente ha emitido una declaración llamando a los sirios a “unirse y mantenerse unidos”, para “reconstruir el estado y sus instituciones” y empezar una “amplia reconciliación nacional” que incluya el retorno de todos los refugiados. Los comandantes de los grupos rebeldes armados incluyen a extremistas islámicos; en una entrevista con CNN, Abu Mohammad al-Jolani, el líder del grupo más numeroso, Hayat Tahrir al-Sham, describió su anterior afiliación a al-Qaeda como una suerte de error de juventud. Esto podría ser lenguaje táctico, o mera propaganda o algo irrelevante. Mientras escribo estas líneas, en Damasco los sirios están saqueando el palacio presidencial.

De cualquier manera, el fin del régimen de Assad crea algo nuevo, y no solamente en Siria. No hay nada peor que la pérdida de toda esperanza, nada más desmoralizador que el pesimismo, la desolación y la desesperanza. La caída de un régimen apoyado por los rusos e iraníes ofrece, repentinamente, la posibilidad del cambio. El futuro podría ser diferente, y esa posibilidad será motivo de esperanza por todo el mundo.

*Anne Applebaum es columnista de planta de The Atlantic (Hernando Calla es traductor independiente)





domingo, 1 de diciembre de 2024

INTRODUCCIÓN A ESCRITOS DE IVÁN ILLICH (1970)


por Erich Fromm*

No hay necesidad de una introducción a los siguientes artículos o al autor de los mismos. Sin embargo, si el doctor Illich me ha honrado al invitarme a escribirla y si yo acepté gustoso, la razón en nuestras mentes para ambos dos parece ser que esta introducción ofrece una oportunidad que permite clarificar la naturaleza de una actitud y una fe comunes, a pesar del hecho de que algunos de nuestros puntos de vista difieren considerablemente. Incluso algunos puntos de vista del propio autor de los artículos no son hoy los mismos que él mantenía cuando los escribió, en diferentes ocasiones y en el curso de los años. Pero él se ha mantenido coherente en lo esencial de su actitud y es esa esencia la que ambos compartimos.

No es fácil encontrar una palabra justa que describa esa esencia. ¿Cómo se puede concretar en un concepto una actitud fundamental hacia la vida sin con ello distorsionarla y torcerla? Pero, dado que necesitamos comunicarnos con palabras, el término más adecuado –o, mejor dicho, el menos inadecuado– parece ser “radicalismo humanista”.

¿Qué se quiere decir con radicalismo? ¿Qué es lo que implica radicalismo humanista?

Por radicalismo, no me refiero principalmente a un cierto conjunto de ideas sino más bien a una actitud, a una “manera de ver”, por así decir. Para comenzar, esta manera de ver puede caracterizarse con el lema: de ómnibus dubitandum; todo debe ser objeto de duda, particularmente los conceptos ideológicos que son virtualmente compartidos por todos y que como consecuencia han asumido el papel de axiomas indudables del sentido común.

En ese sentido, “dudar” no implica un estado psicológico de incapacidad para llegar a decisiones o convicciones, como es el caso de la duda obsesiva, sino la disposición y capacidad para cuestionar críticamente todos los supuestos e instituciones que se han convertido en ídolos, en nombre del sentido común, la lógica y lo que se supone que es “natural”. Ese cuestionamiento radical sólo es posible si uno no da por sentados los conceptos de su propia sociedad o de todo un período histórico –como la cultura occidental desde el Renacimiento– y, más aún, si uno aumenta el alcance de su percepción y se interna en los aspectos de su pensar. Dudar radicalmente es un acto de develamiento y descubrimiento; es comenzar a darnos cuenta de que el emperador está desnudo y de que su espléndido atuendo no es más que el producto de nuestra fantasía.

Dudar radicalmente quiere decir cuestionar; no quiere decir negar necesariamente. Es fácil negar simplemente al aseverar lo opuesto de lo que existe; la duda radical es dialéctica en cuando abarca el proceso de despliegue de los opuestos y se dirige hacia una nueva síntesis que niega y afirma.

La duda radical es un proceso; un proceso que nos libera del pensamiento idolátrico; un ensanchamiento de la percepción, de la visión creativa e imaginativa de nuestras posibilidades y opciones. La actitud radical no existe en el vacío. No empieza de la nada, sino que comienza en las raíces, y la raíz, como dijo una vez Marx, es el hombre. Pero afirmar “la raíz es el hombre” no pretende decirlo en un sentido positivista, descriptivo. Cuando hablamos del hombre no hablamos de él como una cosa sino como un proceso; hablamos de su potencial para desarrollar todos sus poderes; los poderes de dar mayor intensidad a su ser, mayor armonía, más amor, mayor percepción. También hablamos del hombre con un potencial para corromperse, con su poder de acción transformándose en ambición de poder sobre los demás, con su amor por la vida degenerando en pasión destructora de la vida.

El radicalismo humanista es un cuestionamiento radical guiado por el entendimiento de la dinámica de la naturaleza del hombre y por una preocupación por el crecimiento y pleno desarrollo del hombre. En contraste con el positivismo contemporáneo, el radicalismo humanista no es “objetivo”, si por “objetividad” se entiende teorizar sin perseguir apasionadamente una meta que impulse y nutra el proceso de pensamiento. Pero el radicalismo humanista es extremadamente objetivo si por ello se entiende que cada paso en el proceso del pensamiento está basado en evidencias críticamente analizadas y si además asume una actitud crítica hacia los supuestos del sentido común. Todo esto significa que el radicalismo cuestiona cualquier idea y cualquier institución desde el punto de vista de saber si ayudan u obstaculizan la capacidad del hombre para vivir con mayor plenitud y gozo.

Este no es lugar para analizar ampliamente algunos ejemplos del tipo de supuestos de sentido común que son cuestionados por el radicalismo humanista. Tampoco es necesario hacerlo, porque los artículos del doctor Illich tratan precisamente de ejemplos tales como la utilidad de la escuela obligatoria o la función actual del clero. Se podrían agregar muchos ejemplos más, algunos de los cuales están implícitos en los artículos del autor. Quiero mencionar sólo unos cuántos: el concepto moderno del “progreso”, que implica el principio del permanente aumento de la producción, del consumo, del ahorro de tiempo, de la maximización de la eficiencia y las utilidades, del cálculo de todas las actividades económicas sin tomar en cuenta sus efectos sobre la calidad de vida y el desarrollo del hombre; el dogma de que el aumento del consumo conduce a la felicidad del hombre, de que el manejo de las empresas a gran escala debe ser necesariamente burocrático y alienado; el que el objeto de la vida es tener (y usar), en lugar de ser; el que la razón reside en el intelecto y está divorciada de la vida afectiva; el que lo más nuevo es siempre mejor que lo viejo; el que el radicalismo es la negación de la tradición; el que lo contrario de “ley y orden” es la falta de estructuras. En pocas palabras, el que las ideas y categorías que han surgido durante el desarrollo de la ciencia moderna y la industrialización son superiores a todas aquellas de culturas anteriores, e indispensables para el progreso de la raza humana.

El radicalismo humanista cuestiona todas estas premisas y no le teme a llegar a conclusiones e ideas que puedan sonar absurdas. Veo el gran valor de los escritos del doctor Illich precisamente en el hecho de que representan el radicalismo humanista en su aspecto más pleno e imaginativo. El autor es un hombre de particular coraje, gran vitalidad, extraordinaria erudición y brillantez, y fértil imaginación, y todo su pensamiento está basado en su preocupación por el desarrollo físico, espiritual e intelectual del hombre. La importancia de su pensamiento, tanto en éste como en sus otros escritos, reside en el hecho de que tienen un efecto liberador sobre la mente; porque muestran posibilidades totalmente nuevas; hacen que el lector pueda vivir más plenamente porque abren la puerta que conduce fuera de la cárcel de las ideas preconcebidas, rutinarias, estériles. A través del impacto creador que transmiten –salvo para aquellos que reaccionan con ira a tanto sinsentido– estos escritos pueden ayudar a estimular el empeño y la esperanza para un nuevo comienzo.

* Extraído de Ivan Illich, "Celebration of Awareness" [Celebración de la conciencia] (1970). En: Iván Illich OBRAS REUNIDAS - Volumen I, México: Fondo de Cultura Económica 2006 (p. 47)




jueves, 7 de noviembre de 2024

A PROPÓSITO DE LA VIDA: CARTA ABIERTA A JEAN-PIERRE DUPUY Y WOLFGANG PALAVER (2021)*

por David Cayley (Traducción de 2023 por Hernando Calla)**

Y los galaaditas se apoderaron de los vados del Jordán contra los efraimitas. Y cuando cualquier fugitivo de Efraím decía, “Déjenme pasar”, los hombres de Galaad le preguntaban, “¿Eres un efraimita?” Si respondía que “No”, ellos le decían, “Pues di Chibbolet”, y él decía, “Sibbolet”, porque no podía pronunciarlo correctamente; entonces lo agarraban y lo degollaban en los vados del Jordán. Y allí cayeron en esos tiempos 42 mil efraimitas”. (Jueces 12: 3-6)

Un shibboleth [indicador de origen] es una línea divisoria, y las líneas divisorias son más filosas cuanto más delgadas son. Para los efraimitas el precio de 42 mil vidas no era sino lo que los lingüistas llaman un fricativo sordo. Las cosas no son tan malas para nosotros, pero la pandemia sin duda trajo la división entre amigos. (¿Y cuán grandes, después de todo, eran las diferencias entre efraimitas y galaaditas, si todo lo que los diferenciaba era la capacidad para emitir este sonido crucial?) Uno de los shibboleths que nos dividen parece ser la vida. Hace poco, dos admirados amigos han discrepado conmigo sobre esta palabra y la interpretación que di de las opiniones de Illich sobre el tema. En una entrevista publicada el 23 de diciembre de 2020 en el semanario alemán Die Zeit, el teólogo Wolfgang Palaver expresa preocupación de que la afirmación de Illich que la vida se ha vuelto “un fetiche” esté siendo mal utilizada como justificación para “sacrificar a los débiles”. En tanto que el filósofo francés Jean-Pierre Dupuy, en un articulo para el sitio web AOC intitulado “El verdadero legado de Iván Illich”, razona de manera parecida que algunos de los que siguen “la moda de ‘dudar del covid’ (covidoscepticism)” malinterpretan y distorsionan las críticas de Illich sobre “la idolatría de la vida”. El artículo de Dupuy es la segunda parte de su polémica contra la “pretendida ‘sacralización de la vida’”. El primero denuncia lo que Dupuy llama “la ceguera de los intelectuales”.

En el ensayo de Dupuy se me alude de una forma que halaga mis logros como interlocutor de Illich antes de “sucumbir al espíritu de la época”. “¡Ay, mil veces ay!”, lamenta Dupuy, que “el propio Cayley” haya “sucumbido al espíritu la época” y ahora “multiplique sus estereotipos y manifieste su ignorancia”, mientras se dedica a una “clásica minimización de la gravedad de la pandemia”. Palaver es más benevolente y no me alude directamente, pero puesto que he sobresalido entre aquellos que han intentado argumentar que “la idolatría de la vida” ha jugado un papel pernicioso en las respuestas políticas a la pandemia, me siento incluido en la compañía de aquellos que él piensa han empujado a Illich a un territorio peligroso, de lejos más allá de su propia intención.

Es mucho lo que está en juego en este asunto. “Salvar vidas” ha justificado cada una de las políticas adoptadas para contrarrestar la pandemia durante el pasado año [2020], y es probable que la vida continúe como el símbolo sagrado en el que afincará su legitimidad el orden social reestructurado que emerge de la pandemia. Por consiguiente, parece importante que intentemos aclarar qué se pretende decir ahora con esta palabra. (Espero que mi uso frecuente de cursivas se entienda como una forma de señalar la utilización que quiero cuestionar). Empezaré intentando entender lo que les preocupa a Palaver y Dupuy, luego presentaré lo que me parece es la visión de Illich y concluiré con alguna reflexión sobre el papel de la vida en el orden social que está emergiendo en el presente.

Palaver y Dupuy se preocupan de lo que llaman la protección o preservación de la vida. Ambos sostienen que los que “minimizan” la pandemia, critican las medidas adoptadas para combatirla, o desdeñan las normas para contenerla están irresponsablemente poniendo en peligro a su prójimo. Ambos se enfocan particularmente en el filósofo italiano Giorgio Agamben como el paradigma de esta insensatez. Agamben ha argumentado a lo largo de la pandemia que la respuesta oficial equivale a destruir la comunidad para poder salvarla. Al dejar que los viejos mueran solos y sin nadie que los consuele, al hacer que las personas se tengan miedo entre sí y al prohibir los funerales, las ceremonias religiosas y otras formas elementales de vida social y cultural, ha escrito Agamben, aniquilamos lo que queda de nuestra forma de vida y permitimos que la medicina se establezca como un culto religioso todopoderoso y prácticamente intocable. Dupuy es abiertamente crítico en sus apreciaciones. La “impostura intelectual” de Agamben, escribe, es la “versión suave” de la misma “violencia reaccionaria” que se puede ver en “los grupos de extrema derecha norteamericanos… gritando, armas en mano, frente a las gradas de sus congresos legislativos”. Esto es injusto desde ya, y completamente ad hominem, pero Dupuy va más allá. En relación al concepto de “vida desnuda” (nuda vita) de Agamben, con el que él se refiere clara y explícitamente a la vida sin atributos culturales que otorgan a la vida forma y dignidad narrativa, Dupuy pretende que como inferencia de este concepto Agamben debe “despreciar… la vida simple, ‘animal’, de los campesinos pobres sin tierra del noreste brasileño”. Me parece que esto bordea en la calumnia, así como en una lectura malintencionada.

Por su parte, Palaver es menos duro y más cauto, pero él también indica estar “molesto” con Agamben. Vale la pena citar in extenso el párrafo relevante en la entrevista de Palaver en Die Zeit, donde expresa esta consternación:

Agamben de veras me molesta. Él es más papista que el Papa y más eclesiástico que la Iglesia. Afirma que la Iglesia ha prescindido de la salvación y la ha sacrificado a la salud: puesto que buscó la salvación en la historia, solo podía terminar en la salud. ¡Absurdo! ¿Por qué Jesús curó a la gente y asumió el cuidado de sus dolencias físicas? Las muchas curaciones bastan para contradecir el escape teológico de este mundo que plantea Agamben. Soy el SEÑOR, tu doctor. O piénsese en el milagro de la multiplicación de los panes. Cuando la gente está con hambre, ¡tienes que hacer algo! Agamben practica una mala teología cuando separa la salvación de la salud.

…Agamben lamenta correctamente una actitud para la cual la salud y la sobrevivencia son las cosas más importantes en la vida. Pero aquí uno tendría que preguntar: ¿se trata de mi propia vida? ¿O se trata de la preocupación que tiene que ver con otra gente?

No puedo subestimar la posibilidad de que esto esté mal transcrito, mal traducido o simplemente dicho improvisadamente, pero si es realmente lo que Palaver quiso decir, considero que va muy lejos. Es cierto que Jesús dio de comer y curó a la gente, pero no curó a todos ni dio de comer a cada uno. De hecho, alimentó y curó a la gente tan ocasionalmente que parece justo decir que tales acciones, cuando las realizó, tenían una intención ilustrativa más que administrativa o programática. Esta es la gran polémica en la fábula de Dostoyevski del Gran Inquisidor. El Inquisidor le reprocha a su Señor no convertir las piedras en panes cuando se le desafía a hacerlo. Debido a esta incapacidad para conceder a la debilidad de la humanidad sufriente, que siempre clama “¡Esclaviza[nos] pero danos de comer! dice el Inquisidor, se hizo necesario que la Iglesia intervenga para “corregir y mejorar” el Evangelio. No pretendo insinuar que Palaver asume la posición del Gran Inquisidor, sino solo señalar una profunda ambigüedad en la percepción de Jesús en el Evangelio como médico. Es cierto, Jesús da de comer y realiza curaciones, pero también declara que el Reino “no [es] de este mundo” y se refiere a él como un ingreso tan estrecho o un camino tan angosto que “pocos lo encuentran”. Por tanto, parece desatinado que Palaver acuse a Agamben de un “escape teológico del mundo”. Agamben nunca ha pretendido ser un teólogo, y su defensa de “formas de vida” particulares, como los funerales para los muertos o el consuelo humano a los que están agonizando, me parece sumamente mundana. De lo que sí responsabiliza a la Iglesia es de haber olvidado lo mesiánico, y por tanto de haber perdido una necesaria “tensión dialéctica” entre la historia y aquello que la excede o la interrumpe. Es solamente entre “estos polos”, afirmó Agamben en un discurso del 2009 en París dirigido a “la Iglesia de nuestro Señor”, que “una comunidad puede conformarse y perdurar”. Palaver puede objetar, pero en ese caso uno esperaría argumentos en vez de irritación y rechazo (“¡Absurdo!”)

El segundo punto que plantea Palaver es que el ciudadano que usa mascarilla y respeta el distanciamiento social no está necesariamente preocupado de su propia vida, sino de las vidas de los demás. Dupuy dice prácticamente lo mismo –no es por mí mismo que tomo precauciones sino por los otros –. En parte esto es muy poco controvertido. Mucho antes del COVID yo habría rehusado salir en medio de la sociedad con una enfermedad contagiosa, y habría esperado la misma consideración de parte de los otros. Pero en un mundo en que cada uno representa un peligro para cualquier otro y la amenaza de “transmisión asintomática” inhibe toda interacción social sin excepción, me da la impresión que se ha llegado al límite de la “responsabilización” y se lo ha traspasado. La reconceptualización de la sociedad como un sistema inmune agrandado es una fórmula para la disolución social.

Palaver sostiene además que aquellos que argumentan contra la cuarentena y medidas similares se están preparando para “sacrificar a los débiles…”. Detrás de esta predisposición dice encontrarse la “lógica del chivo expiatorio” –la lógica del Sumo Sacerdote cuando dice, en los relatos evangélicos de la Pasión, que “es mejor que muera un hombre a que todo el pueblo tenga que perecer”. En la comprensión que Palaver comparte con su maestro René Girard, este era el principio arcaico –un sacrificio oportuno preserva el orden social –que primero el judaísmo y luego la cristiandad empezaron a cuestionar y abolir. Todo el “pensamiento utilitario”, dice Palaver, reafirma la “lógica sacrificial”. “Solo la vida puede orientarnos”, concluye él. Estoy de acuerdo, pero mucho depende, como veremos, de qué se pretende decir con la vida.

Antes de pasar a Illich no puedo evitar decir, no sin alguna inquietud, que tanto en Palaver como Dupuy, me parece percibir cierto tono de pánico. Alguna vez hace mucho tiempo, después de una conferencia de Illich sobre Némesis Médica, uno de los oyentes se aproximó desconcertado a un amigo de Illich y le preguntó inocentemente: “¿qué es lo que quiere? ¿dejar que la gente se muera?” Ambos Dupuy y Palaver son más sofisticados, y están más familiarizados con la obra de Illich de lo que estaba este joven perplejo, y aun así parecen haber llegado finalmente al mismo escollo. Se deben salvar las vidas –más o menos a toda costa –y cualquiera que argumente en sentido contrario ha abandonado ciegamente “la altura del humanismo” (Dupuy) y sucumbido a la “lógica sacrificial” y el “darwinismo social”. (Palaver)

Ambos Dupuy y Palaver piensan que quienes siguen la moda de “dudar del covid” están malinterpretando y distorsionando la afirmación de Illich acerca de que la vida se ha vuelto “un ídolo” y “un fetiche”. Palaver admite que Illich planteó una saludable advertencia, pero tiene la sensación de que se lo está tomando demasiado literalmente. Dupuy afirma que las críticas de Illich sobre la “idolatría de la vida” solo tenían la intención de prevenir la degradación de la vida, de ninguna manera la de limitar su protección y preservación. Para llegar al fondo del asunto, tendremos primero que establecer qué dijo verdaderamente Illich.

 

En algún momento de 1985 un pastor baptista de nombre Will Campbell abordó a Illich después de una conferencia dirigida a un grupo de trabajadores sociales en Macon, Georgia. En sus papeles privados, Illich guardó un breve recuento, escrito diez años después, de este significativo encuentro:

[Después de la conferencia] advertí [la presencia de un] hombre con… un… bastón de apoyo con nudos viniendo hacia mí. Se presentó como un predicador: “Will Campbell… quien tiene que pedirle un gran favor”. Me quedé sin aliento, pues yo conocía ese nombre, “si es usted la persona que alentaba a Martin Luther King, no me tiene que pedir sino simplemente ordenar, yo obedezco”. Él balbuceó algo que terminaba con “…ustedes malditos papistas” y a continuación dijo, “Ustedes se niegan a hablar acerca de la ‘vida’. Vea usted, la ‘vida’ está haciendo tiras a nuestras iglesias. Están esos que condenan la pena capital, pero no la bomba atómica, y otros que reclaman ejecutar a los abortistas. Reuniré a los representantes de nuestras Iglesias para que usted pueda hablarles”.

Estuve asustado. Traté de encontrar en mi mente qué sentido darle a esa invitación. Muchos meses después, en algún lugar de Ohio, me encontré con una sala repleta de “líderes de iglesia” a los que Campbell había convocado. El ambiente era tenso. Un sacerdote ubicado en primera fila se identificó como el representante de la Conferencia del Arzobispado Católico y me apremió a que empiece con una oración. Tenía que rehusarme a caer en esta trampa; le dije que empezaría con una solemne maldición formal y luego pedí que se salgan los que no estén de acuerdo con una ceremonia de este tipo. A continuación, con todo dramatismo y las manos en alto repetí tres veces, “Al diablo con la vida”.

Aparte de la maldición, no conozco qué más habría dicho Illich en esa ocasión –Ohio es un lugar grande, el encuentro no dejo más huellas entre los papeles de Illich, y nunca encontré a nadie que me pueda decir algo más sobre el mismo – pero cuatro años más tarde, en Chicago, Illich dirigió una conferencia convocada por la Iglesia Luterana Estadounidense sobre el mismo tema. Esta conferencia, intitulada “La construcción institucional de un nuevo fetiche: la vida humana”, se publicó tres años después en el libro de Illich llamado En el espejo del pasado. En esa ocasión Illich le dijo a su audiencia, sin ningún reparo, que “la vida es el ídolo más poderoso que la Iglesia ha tenido que enfrentar en su historia”. “Más que la ideología del imperio o el orden feudal, más que el nacionalismo o el progreso, más que el gnosticismo o la ilustración, la aceptación de la vida sustantiva como una realidad dada por Dios se presta a una nueva corrupción de la fe cristiana”. La palabra “sustantiva” aquí es importante, y volveré a ello en un momento, pero primero quiero examinar la afirmación de que la reverencia contemporánea por la vida corrompe la fe cristiana.

En los evangelios, Jesús afirma, reiteradamente, que Él es la Vida. “Él no dice, ‘Yo soy una vida [ejemplar]’”, comenta Illich. “Dice, ‘Yo soy la Vida’, y punto (tout court)”. Lo que se quiere decir es algo más que simplemente estar vivo. La Vida que Jesús encarna y ejemplifica sólo se puede dar y recibir, dice Illich, como un don. En esa calidad, la podemos encontrar, celebrar y compartir, pero nunca puede ser nuestra en el sentido de poderla definir o delimitar, administrar o controlar. Esta manera de pensar y hablar acerca de la vida, en la que la palabra siempre implica una relación con Aquél en cuyo don la Vida descansa, empapó la cultura de la cristiandad por muchos siglos. “Durante mucho más de un milenio”, dice Illich, “era algo muy evidente que la gente pueda encontrarse entre los vivos y estar muerta, y otra gente pueda estar muerta y tener vida. Esto no era simplemente un postulado religioso; esto… se convirtió en un supuesto ordinario de la vida cotidiana”. Este carácter cotidiano es significativo porque el argumento de Illich era que los “prerrequisitos de la modernidad” fueron creados mediante esta aculturación de las “verdades evangélicas”. En su opinión, la modernidad torció, doblegó y mutiló estas verdades, pero nunca habría llegado a ser como tal sin ellas. Esta es la razón por qué Illich se atreve a decir que el lenguaje ordinario actual “abusa de la palabra para el Dios Encarnado”. Consideraba a éste un juicio histórico más que teológico. Sigue la pista de los antecedentes de la palabra vida a través de sus varias expresiones en la tradición teológica, filosófica y científica occidental, me decía Illich, y se volverá evidente que su significado, si bien alterado, continúa configurándose dentro del campo que emana de la cristiandad latina.

La manera en que hablamos de la vida está arraigada en una civilización otrora repleta de la creencia en la Encarnación. Y esta “ascendencia cristiana” es compartida por “otras verdades que definen a la sociedad secular”. Pero al mismo tiempo el significado del término ha cambiado completamente. Se ha vuelto “sustantivo”, dice Illich. Pretende decir con esto que ha asumido el carácter de una sustancia –de algo tangible – y de que ha adquirido sustancia en el sentido más filosófico y teológico de algo que puede existir por sí mismo –se ha vuelto autosubsistente y autosuficiente –. Que la vida se convirtió en una sustancia puede verse, afirma Illich, en los discursos de la ley, la medicina, la economía y la ecología –todos los cuales reclaman a esta sustancia por igual como su jurisdicción y su justificación. La ley la protege –en varios estados de EEUU se puede incluso demandar por una “vida injusta”–, la medicina la extiende, las corporaciones la administran –como fuerza laboral o recursos humanos– y la ecología la estudia. La ciencia de la genética conoce ahora su “lenguaje”. La demografía y el periodismo contabilizan incansablemente sus unidades. Las vidas perdidas indexan el desastre; las vidas salvadas indexan el progreso social. La búsqueda de la salud la prolonga; la tecnología la mejora. A la vida se la conoce, como nunca antes y se la gestiona, como nunca antes.

Pero, al mismo tiempo, la vida trasciende toda gestión en la forma de lo que Illich llama un “fetiche”. Era uno de sus términos favoritos, escogido más por su poder para escandalizar que por cualquier resonancia antropológica en particular. Un fetiche es un objeto mágico con el poder de canalizar o fijar ciertos sentimientos. “La sociedad tecnológica”, dice él, “es particularmente incapaz de generar mitos con los cuales la gente pueda establecer vínculos profundos y enriquecidos”. Y sin embargo una sociedad de este tipo requiere, para su sola “preservación rudimentaria”, alguna manera de infundir lealtad sentimental y no solo racional. Este es el papel del fetiche. Es “un manto de seguridad… que podemos llevar a cuestas para sentirnos defensores decentes de los valores sagrados”. A la vida se la gestiona como un recurso biopolítico; en tanto fetiche empero, es también algo del que puede “hablarse de manera sigilosa como algo misterioso, polimorfo, débil, que exige una protección delicada”. Lo que Illich denomina “sentimentalidad epistémica” puede así quedar apegada a la vida, al mismo tiempo en que la vida está siendo intensamente gestionada. Vivir bajo el signo de la vida es volverse adepto a eludir estas connotaciones aparentemente contradictorias. Uno aprende a deslizarse suavemente de la una a la otra sin que esta operación tenga que volverse consciente de sí misma. Con un único gesto verbal, reverenciamos lo que gestionamos, y gestionamos lo que reverenciamos.

La vida, dice Illich, “tiende a vaciar” el “concepto de persona” tanto moral como legalmente. Para él, es en “la noción de ‘persona’ [que] el humanismo del humanismo occidental está anclado”. Una persona posee un límite claro, y una integridad inviolable. Una vida no. Uno es una persona; uno puede, como se dice, “hacer algo con su vida”. Las vidas pueden ser evaluadas y mejoradas de formas que las personas no pueden. Un doctor, mirándome como a persona, está frente a determinada historia y cierto destino desconocido –hay mucho que él o ella deben saber para poder tratarme–. Un doctor tratándome como una vida puede discernir todo lo que él o ella necesitan saber a partir de los resultados de mis análisis. Las vidas varían, por supuesto, como el médico experimentado reconocerá, pero no de la misma manera en que varían las personas.

Para Illich, la vida era también señal de un cambio profundo en la “religiosidad”, un término que usaba para referirse a los sentimientos, gestos y actitudes apenas conscientes, los cuales podrían ser dejados de lado por el término más formal de religión. “Mi olfato, mi intuición, y también mi razonamiento me sugieren”, decía él en 1992, “que podríamos estar en un umbral histórico, un parteaguas, un punto de transición a una nueva etapa de la religiosidad”. Esta idea se había apoderado de él algunos años antes, me dijo, mientras se encontraba en la cocina del departamento de un grupo de estudiantes de posgrado a los que visitó:

En la puerta del refrigerador había dos imágenes pegadas. Una era el planeta azul y otra el huevo fertilizado. Eran dos círculos casi del mismo tamaño –uno azulado, el otro rosado. Uno de los estudiantes me dijo, “estas son nuestras ‘puertas de entrada’ al entendimiento de la vida”. El término puerta de entrada (doorway) me impresionó profundamente. Se me quedó por bastantes meses hasta que, por una razón totalmente diferente, …cogí un libro [de] Mircea Eliade. Para muchos de nosotros, Eliade ha sido un maestro de la ciencia religiosa…Y, revisando este libro, llegué a la conclusión de que él saca a relucir, mejor que cualquier otro que yo había estudiado, el concepto de sacrum. El término sacrum, nombre latino correspondiente a nuestro sagrado, ha sido utilizado por los científicos de la religión para describir un lugar particular en la topología de cualquier cultura. Se refiere a un objeto, un lugar o una señal que, al interior de esa cultura, se cree que es –esta joven estaba en lo cierto– una puerta de entrada. Yo siempre lo había pensado como un umbral, un umbral en el que aparece el más allá, aquello que, dentro de esa sociedad, se considera que es verdadera otredad, aquello que, dentro de determinada sociedad, se considera trascendente. Para Eliade, una sociedad se vuelve una unidad consciente no solo en relación con las sociedades vecinas –nosotros no somos ustedes– sino también definiéndose en relación con lo que está más allá.

El disco rosado y el disco azul, concluyó Illich, cumplían de manera muy precisa la función que Eliade describió. Así como los megalitos en Stonehenge, la Kaaba en la Meca o el ónfalo [ombligo] de la tierra en el antiguo Delfos, ellos eran sacrums. Sin embargo, como “emblemas de los hechos científicos”, eran sacrums de un tipo totalmente nuevo. El “más allá” que asomaba en anteriores “puertas de entrada” hacía señas desde un más allá que era trascendente –lo opuesto y distinto de este mundo, respecto al cual se consideraba que era radicalmente discontinuo–. Lo que aparece en la puerta de entrada de los dos discos es más de lo mismo, un ámbito de lo invisiblemente pequeño o lo invisiblemente grande a los cuales podemos acceder solo con microscopios electrónicos o mediante el vasto poder explosivo que se requiere para vencer a la gravedad pero que, con todo, no es diferente de lo que está a la mano. Las puertas de entrada en las cuales se experimenta y entiende la vida son, en palabras de Illich, “una frontera sin más allá”. Al igual que la virtualidad interminable que se extiende más allá de la pantalla del ordenador, ellas se abren a una infinitud sin diferencia. La nueva religiosidad que él había descubierto era una “espiritualidad” de pura inmanencia, en la que los objetos virtuales, conjurados desde el útero de la tecnología, presentan al mismo tiempo tanto un aquí como un más allá.

La vida como pura inmanencia es singularmente accesible, se abre a nuestros micrófonos y nuestras cámaras, nuestros microscopios y nuestros escáneres. La vida está bajo nuestro control, aún si nosotros estamos bajo el control de la vida. Gestionamos lo que alabamos, administramos lo que veneramos. Ambos aspectos están en juego en la noción de responsabilidad por la vida que ha jugado un papel tan importante en los discursos de la pandemia y que parece ser la principal preocupación de mis dos interlocutores. Palaver dice, “nosotros somos responsables por la vida cada uno de nosotros. Es nuestra más alta responsabilidad, por la cual puede que tengamos incluso que sacrificar nuestras vidas”. Dupuy sugiere “el riesgo de infectar a los propios seres queridos” como el estándar que debería aplicarse en nuestro propio comportamiento. Criticar ya sea la construcción ideológica de la pandemia o las medidas contraproducentes adoptadas contra ella es coquetear con la irresponsabilidad –la temeraria desconsideración por las vidas de otros que tanto Dupuy como Palaver desaprueban y temen–. Pero la palabra responsabilidad, según Illich, es algo tramposa –es más fácil engancharse con la palabra que zafarse de ella–. El asunto clave para él es si la cosa de la cual se dice que soy responsable está a mi alcance, dentro de mis posibilidades y accesible a mi entendimiento. “La responsabilidad atrapa”, dice Illich, atribuyendo al que se hace responsable algún poder imaginario –podría ser el poder de vencer al racismo, salvar la vida en el planeta o dar fin con la pandemia quedándose en casa–. Pero muy a menudo Illich dice que este poder “resulta ser falso”. Y eso hace de la responsabilidad “la base ideal sobre la cual construir la nueva religiosidad de la que hablo, en nombre de la cual la gente se vuelve más que nunca administrable y gestionable”.

No cuestionamos aquí ningún comportamiento que sea prudente, considerado o cortés. La preocupación de Illich tenía que ver con la ilusión, la grandiosidad moral y la confusión epistemológica. La última es particularmente importante en el caso presente. A pesar de su inmediata domesticación en miles de dibujos animados como un pequeño demonio puntiagudo y malévolo, poco se conocía sobre el SARS COV-2 cuando apareció al principio, y hay mucho que aún es debatible, incluidos sus orígenes, la mortalidad que ocasiona, su modo de transmisión y cuál es la mejor forma de prevenirlo y tratarlo. Al mismo tiempo empero, se ha enfatizado perseguir la “consistencia de los mensajes” y “seguir a la ciencia”. Se ha considerado que esto requiere una censura efectiva, en primer lugar, para mantener fuera de las noticias al disenso científico completamente normal y, en segundo, para darles un aire de obviedad e invulnerabilidad a las que son en realidad precauciones científicamente dudosas. (Un ejemplo de lo primero es la marginación de expertos en salud pública discordantes como el ex jefe oficial médico de salud en Ontario, Richard Schabas y el ex principal de Manitoba Joel Kettner en Canadá. El mejor ejemplo de lo segundo es el uso de mascarillas, descartadas como inútiles al comienzo de la pandemia, luego, sin ninguna evidencia adicional, de uso obligatorio e incuestionable). Esto crea una extraña situación en relación con la responsabilidad. La verdadera responsabilidad o “capacidad de respuesta” (response-ability) depende de una situación en la que sea capaz de responder y llegar a una apreciación práctica sobre qué hacer. Pero la pandemia, si bien muy real para aquellos que están enfermos, también se ha desarrollado en el ámbito de la hipótesis, modelo y metáfora. Esto quiere decir que a menudo la responsabilidad se ejerce no ante un prójimo real sino en relación con un perfil de riesgo. Este prójimo hipotético se queda, en efecto, para siempre. Y es así que, como dice Illich, somos “atrapados”.

De qué manera somos atrapados queda mejor ilustrado por la idea de riesgo. Esta era la preocupación contemporánea que más inquietaba a Illich, quien la llamaba la “la ideología más importante que se celebra religiosamente hoy en día”. La “conciencia del riesgo”, decía él, es “una invitación a la autoalgoritmización intensiva”, y como tal es “desencarnante”. El punto clave es que el riesgo no pertenece a una persona individual –nadie sabe qué me pasará a mí como individuo–. Es un cálculo de la frecuencia con que un evento determinado ocurrirá en una población o clase que comparte algún atributo o conjunto de atributos –una predicción de lo que podría ocurrirle a alguien como yo–. El individuo es desplazado o desenfocado y reemplazado por un constructo matemático. Hablar de “mi riesgo” es, por tanto, mezclar lo que deberían ser dos maneras de hablar completamente distintas, e introducir una dimensión hipotética en mi propia carne. Illich se dio cuenta de este dilema a través del régimen legal alemán que obliga a las mujeres embarazadas someterse a la orientación genética, de tal modo que estén informadas acerca de los varios riesgos relacionados con sus embarazos, y a continuación realizar una elección informada –tomar una decisión responsable – sobre cómo proceder. A Illich esto le pareció espantoso, particularmente cuando descubrió, a través de la investigación sobre estas sesiones de orientación genética de su amiga y colega Celia Samerski, que por lo general las mujeres tomaban erróneamente las aseveraciones sobre riesgos como afirmaciones atribuibles a sus propios embarazos.

El riesgo en su sentido coloquial es parte de la vida. Nadie podría caminar con seguridad hasta la tienda de la esquina sin alguna estimación de los posibles peligros en base a la experiencia del pasado. Sin embargo, cuando el riesgo es formalizado y matematizado ello define un nuevo tipo de orden social que el sociólogo alemán Ulrich Beck llamó “sociedad del riesgo” (Risokogesellschaft). En una sociedad de ese tipo ocurre una invasión sin precedentes de lo hipotético dentro de lo real. Esto se representa de dos maneras. La primera es que la modernidad avanzada en su conjunto es un riesgo gigante no controlado –un experimento científico en curso–. Descubriremos qué quiere decir tener “armas de destrucción masiva” acumuladas en todo el mundo después del hecho –el experimento continúa en proceso–. Lo mismo es cierto para ejemplos más domésticos como los teléfonos móviles o el internet, para mencionar solo dos tecnologías del cotidiano que actualmente están transformando la vida social de maneras completamente impredecibles. Este elemento de riesgo no controlado e incontrolable es intrínseco a una forma de vida en la que la constante innovación tecnológica se considera buena, necesaria e inevitable. “Cuando tú ves algo que es técnicamente atractivo”, dijo el físico Robert Oppenheimer, en referencia a su papel ejecutivo en la creación de las armas nucleares, “tú sigues adelante y lo haces, y discutes sobre qué hacer con ello solo después que has tenido tu éxito técnico”.

Me parece que este riesgo no controlado, universal y apenas tolerable genera una compensación: una atención celosa a esos riesgos que aparentemente pueden controlarse. Esta es la segunda forma en que la sociedad del riesgo de Beck es representada –en nuestra preocupación por la seguridad, nuestra “tolerancia cero”, nuestro constante escaneado en busca de “problemas” incipientes–. La “conciencia del riesgo” –“celebrada religiosamente”, como dice Illich– es el complemento del riesgo no controlado. Este tipo de conciencia obliga a la gente a vivir fuera y más allá de su experiencia encarnada. También la obliga a dominar el futuro de una manera novedosa. Una vez que la probabilidad de una eventualidad no deseada ha sido establecida, se puede dar pasos para prevenir su ocurrencia –se acaba con el embarazo de riesgo, se instalan cámaras de seguridad, la seguridad se convierte en la promesa de cada institución. Se salta de la prudencia a la obsesión; “cuídate” se vuelve el nuevo saludo de despedida.

Por confesión propia, Illich vivía para las sorpresas. “Nuestra esperanza de salvación”, les dijo a los que se graduaban de la Universidad de Puerto Rico en 1969, “descansa en dejarnos sorprender por el Otro. Aprendamos siempre a recibir más sorpresas. Decidí hace mucho guardar la esperanza por las sorpresas hasta el último acto de mi vida –es decir, en la muerte misma–. En la primera mitad de su trayectoria, percibió la rutinización de la caridad a través de las instituciones de servicio como la principal amenaza al espíritu de la sorpresa. Las instituciones de servicio reemplazan a los irregulares, espontáneos y poco fiables impulsos de la vocación personal con una respuesta garantizada. Creo que más tarde percibió la “conciencia del riesgo” de la misma manera. Un riesgo es una distribución probabilística en una población, no es una persona. Una persona invita al discernimiento –atención cuidadosa a una historia irrepetible– un riesgo es un algoritmo, una regla operativa que te dice qué hacer en un caso como este. Pero puede haber un mundo de diferencia entre este caso y un caso como este. La sorpresa es el enemigo cuando se sigue una regla.

Esto no quiere decir que el riesgo no tenga su lugar apropiado en el mundo. Un actuario necesita un conocimiento preciso de la frecuencia de ciertos eventos desfavorables; un cirujano sería negligente si no sopesa los daños de una intervención versus los beneficios. Como muchas cosas en el pensamiento de Illich esta es una cuestión de grado, o equilibrio. En medicina, por ejemplo, se necesita preguntar si el conocimiento del riesgo complementa el conocimiento personal del paciente, o lo reemplaza, de modo que, en efecto, el paciente se convierte en el riesgo. La misma pregunta se aplica a las sesiones de orientación genética para mujeres embarazadas que impresionaron tanto a Illich a través de la investigación de Celia Samerski. ¿Sabe la mujer que está siendo orientada genéticamente la diferencia entre ella misma, y el riesgo que ella conlleva como miembro de una clase? Internalizar el riesgo es volverse, en efecto, alguna otra. Lo singular es reemplazado por lo general; lo posible cede su lugar a lo probable; la esperanza cede a la expectativa calculable. El riesgo se vuelve un problema cuando se desplaza de la posición de una forma de conocimiento limitada y parcial a una “ideología celebrada religiosamente”.

El dios que rige el ámbito del riesgo es la vida. Se hace todo para aumentar, ampliar y salvar la vida. “Me he levantado cada mañana”, dijo el otro día el Ministro de Salud británico Matt Hancock, como justificación de su conducta durante la pandemia, “y he preguntado, ¿qué debo hacer para proteger la vida?” Los intereses de la vida ordenan y supervisan la conciencia del riesgo. Los conceptos son parecidos en su generalidad. Ambos absorben lo particular y lo personal dentro de lo abstracto y sinóptico. Se atiende al riesgo, por último, a fin de conservar la vida.

Esta generalidad asombrosa y pasmosa hace de la vida, según Illich, una palabra plástica. Una palabra plástica es una palabra que es toda connotación y ninguna denotación, una palabra que puede ir a cualquier parte y hacer de todo porque no está sujeta a límite alguno. Se trata de una luz desnuda, sin sombra, que nunca se apaga. Al principio Illich habló de esas palabras como “palabras ameba”, un término que utilizó en La sociedad desescolarizada para aludir a un término “tan flexible” que puede encajar en “cualquier intersticio de [un] lenguaje”. Cuando Illich encontró un espíritu afín en Uwe Pörksen, novelista y profesor de literatura alemana en la Universidad de Friburgo a quien Illich conoció en el Instituto de Estudios Avanzados (Wissenschaftkolleg) recién creado en 1980 en Berlín, ambos desarrollaron más este concepto bajo el nombre de palabras plásticas. Pörksen continuó elaborando sobre lo que habían empezado juntos y en 1988 publicó su libro Plastikwörter: Die Sprache einer Internationalen Diktatur, que fue traducido al inglés en 1995 como Plastic Words: The Tyranny of a Modular Language [Palabras plásticas: la tiranía de un lenguaje modular].

Las palabras plásticas son, entre otras cosas, palabras arrancadas del vernáculo y sometidas a lo que Illich llamó alguna vez una “limpieza científica”. Ellas retornan luego al uso cotidiano con un perfume nuevo de experticia y el aspecto de los que usan una bata blanca. En la película La leyenda del indomable (Cool Hand Luke), cuando el “capitán” de la cuadrilla de prisioneros pronuncia la frase citada con frecuencia, “lo que aquí tenemos es…una falla en comunicar”, la ironía depende de la naturaleza de la comunicación como una palabra plástica. Comunicar ya no es solo conectar, a la manera de un pasadizo comunicante que conecta; es comprometerse con un proceso que se puede estudiar y formalizar con precisión científica. Hablar de la comunicación es referirse a un dominio en el que un experto sabe, mejor que tú, cuándo te estás comunicando y cuando no. La palabra información pasa por una historia similar. Un antiguo término coloquial fue cooptado por la “ciencia de la información” y reconstruido como un asunto de la relación señal a ruido o de bits y bytes. Esto le daba a la palabra un aura o halo que mantenía en el lenguaje ordinario, de modo que cuando la Canadian Broadcasting Corporation introdujo la “Radio de Información”, invocaba una “comunicación” desde este plano más elevado de la ciencia. La CBC no solo te estaba diciendo algo –estaba entregando información –. Las palabras plásticas se convierten en recursos profesionales. Con la comunicación o el desarrollo, los expertos pueden construir y hacer el mundo tan maleable como las palabras mismas.

Fue con “una sensación de repentino espanto”, por tanto, que Illich se dio cuenta que la vida podría haberse vuelto una palabra plástica –una palabra que funciona principalmente como un recurso profesional. Compartió su reticente intuición con Uwe Pörksen y descubrió que su viejo amigo estaba aún más consternado que él ante la idea que la palabra vida pudiera volverse parte de esta categoría indignante:

Cuando fui donde Pörksen y le dije, “Uwe, pienso haber encontrado la peor de ellas, la vida; se quedó muy silencioso. Por primera vez… tuve la impresión de que se enojó conmigo, se desilusionó de mí. Estaba ofendido. Y tuvo que pasar entre seis a nueve meses antes de que pudiéramos hablar de nuevo sobre ese tema, porque es simplemente impensable que algo tan precioso y bello como la vida pudiera actuar como una palabra ameba.

El espanto de Pörksen era un indicador del propio espanto de Illich.

Como resumen entonces, antes de pasar a nuestras actuales circunstancias: Illich consideraba a la vida como un ídolo, un dios hecho por el hombre en cuya forma nos adoramos nosotros mismos, mientras al mismo tiempo generamos algo sagrado que ordena y justifica nuestra manipulación de lo viviente. Afirmó que la vida se había vuelto el objeto y ancla de “una nueva etapa de la religiosidad” –una mayor perversión de la comprensión bíblica de la vida como consecuencia del aliento de Dios–. Él pensaba que la vida se había vuelto algo “sustantivo” –una materia a ser cuantificada y conservada, un recurso a ser aumentado y administrado–. Sostenía que la idea de cada uno como persona –un ser irrepetible e inescrutable impregnado por una “historicidad misteriosa”– estaba siendo reemplazada por conceptos sistémicos en los que la individualidad se disuelve. Y creía finalmente que la palabra vida se había vuelto el sitio de un ominoso “colapso conceptual de la frontera” entre “modelo y realidad” y entre “proceso y sustancia”. Este colapso se expresa en nuestra idea de que, al convertirnos en protectores, campeones y devotos de la vida, hemos tocado sin residuo, reserva o rodeo a la vida misma.

¿De qué manera es todo esto pertinente en la situación presente, y respecto a los temores de mis interlocutores de que Illich esté siendo temerariamente mal interpretado por los que “dudan del covid”, según Dupuy? Veamos: lo que más me impresionó al comienzo de la pandemia fue la ciega certidumbre con la que todo el mundo actuó desde el momento en que la OMS pronunció la mágica palabra pandemia el 11 de marzo de 2020. En otros tiempos, la sabiduría convencional en salud pública hubiera aconsejado prudencia y calma, y apuntado las medidas operativas a poner en cuarentena a los enfermos y a proteger a los más vulnerables. Pero, ahora, repentinamente, todo el mundo entendió, por lo visto, que el miedo era nuestro amigo y aliado, y que el mayor número de gente posible debía ser puesta en confinamiento durante el mayor tiempo posible, y de que cualquier política que sugiriera adaptarse a esta nueva realidad era temeraria –“La inmunidad de rebaño es una gran estrategia, si no te importan los millones de muertos”, decía un titular en Canadá–. Para mi asombro, el feo término confinamiento (lockdown), anteriormente usado principalmente en prisiones y ocasionalmente en escuelas, cambió completamente su valencia y se volvió una expresión de nuestra mutua preocupación. Otras sorpresas, para mí, fueron que el “sistema de atención en salud” tenía que ser “protegido” de una situación de emergencia sanitaria y que debíamos “seguir la ciencia” religiosamente mucho antes de que hubiera cualquier ciencia relevante a seguir. A los epidemiólogos como John Ionannidis de Stanford se los ignoró cuando advirtieron de un “fracaso” equivalente a “saltar al precipicio”, si se adoptaban medidas draconianas antes de que nadie supiera con seguridad cuán contagiosa y cuán letal era en realidad la nueva enfermedad.

Rápidamente se volvió difícil cuestionar los costos del confinamiento. El disenso científico, aunque difundido, quedó mayormente barrido bajo la alfombra. “Canadá está en Guerra” declaró un principal periódico canadiense, y el disenso, en tiempos de guerra, puede ser interpretado como traición. En Canadá un distinguido grupo de veteranos de la salud pública, entre ellos varios ex jefes médicos oficiales de salud, emitió un pronunciamiento haciendo un llamado a restituir “un enfoque equilibrado” en el que los daños sean inteligentemente contrapuestos a los beneficios y que no sea una sola enfermedad el único punto focal y preocupación de la política gubernamental. Este pronunciamiento fue ignorado, y los que lo firmaron fueron mayormente excluidos de los medios principales. Se estableció una censura efectiva. Cuando tres epidemiólogos eminentes –Sunetra Gupta, Jayanta Bhattacharya y Martin Kulldorf –produjeron la Declaración de Great Barrington, abogando a favor de una política de lo que llamaron “protección enfocada” en lugar de la cuarentena universal, su intervención ni siquiera fue cubierta por los principales medios canadienses, a pesar del hecho de que todo lo que proponían era la restitución del statu quo ante en el sistema de salud pública. Más recientemente el Colegio de Médicos de Ontario, la instancia médica gobernante en mi provincia natal, ha amenazado “investigar” y con acciones “disciplinarias” contra los médicos que cuestionen los programas de vacunación, la utilidad de las mascarillas y el distanciamiento social, y el valor de los confinamientos. Ya sea en los medios, en la medicina o en el gobierno solo se pueden expresar opiniones aprobadas.

Lo que más me ha preocupado en esto ha sido la intensificación de aquello que escribí en otras ocasiones sobre el mito de la Ciencia, con el que aludo esencialmente a la idea de que hay una institución llamada Ciencia que habla con una sola voz incuestionable. Cuando alguien habla de “la ciencia”, se está comprometiendo con este mito. Por su naturaleza, las ciencias son plurales, disputables y sujetas a revisiones desorganizadas e inacabables. Hablar de ellas en singular, y luego tratar a esta fusión como un oráculo, conlleva dos consecuencias profundamente perniciosas. Primero se anticipa a las políticas. Ni los daños supuestamente evitados por los confinamientos ni los daños supuestamente creados por ellos son información definitiva. No existe una ciencia que pueda determinar cualquiera de ellos con precisión porque, en ambos casos, estarán implicados algunos supuestos de partida cuestionables, junto con muchos otros modelos y escenarios probables. (No hay que insistir en lo que debería ser obvio, pero la misma sociedad no puede estar, al mismo tiempo, confinada y no confinada, que es la única manera en que podría realizarse una comparación “científica” definitiva entre dos condiciones). Esta es la razón por la cual las personas, en este momento, están tan apasionadamente, y yo diría muy legítimamente, divididas acerca de la efectividad de los confinamientos –están partiendo de supuestos diferentes, comparando casos disimiles, y realizando concesiones y ajustes variados a estas disimilitudes–. Imaginar que la “Ciencia” pudiera poner en orden todo esto es, en mi opinión, una fantasía reaccionaria y destructiva. La política es la esfera de la elección moral –la esfera en la que se toman apropiadamente las decisiones sobre cómo vamos a vivir–. La ciencia simplemente no te puede decir si es correcto dejar que una persona muera sola a fin de evitar algún riesgo de diseminar el contagio necesariamente hipotético. “Seguir [lo que dice] la ciencia” en casos donde la ciencia no es aplicable o no existe es, por tanto, una fórmula para el vaciamiento completo de la política. Desde hace mucho tiempo que estoy de acuerdo con la opinión del filósofo de la ciencia francés Bruno Latour quien sostiene que solo podemos volver a “aterrizar” a través de un renacimiento de la política, y que este resurgimiento dependerá de una redefinición de las ciencias que rompa el dominio de la Ciencia mistificada sobre la política. Me parece, en consonancia con ello, que el reforzamiento del mito de la Ciencia que la pandemia ha hecho posible es algo que debe combatirse.

La segunda consecuencia perniciosa de este mito es el daño a las ciencias mismas. A pesar de la censura que se ha ejercido durante la pandemia, cualquier persona de mente abierta y con una variedad de fuentes habrá notado aún los desacuerdos fundamentales que desde un inicio dividieron a los epidemiólogos, virólogos, especialistas en enfermedades contagiosas y expertos en salud pública. Estos desacuerdos son normales, predecibles y saludables. Lo que no ha sido nada saludable es la ficción de unanimidad proclamada por aquellos que pretenden conocer y seguir a la ciencia. En mi opinión, esta ficción perpetúa una imagen falsa de las ciencias en la que se suprime todo tipo de variabilidad, contingencia y sesgo. Peor aún, su fundamentalismo engendra la propia anticientificidad a la que pretende oponerse. Las ciencias prosperarán y servirán sus propios propósitos solo cuando dejen de ser confundidas con la voz de la Naturaleza o la voz de Dios.

Las políticas de cuarentas masivas que muchos gobiernos adoptaron durante el último año han sembrado varias consecuencias amenazantes y fatídicas. Derechos básicos han sido eliminados; medios de subsistencia se han perdido; se ha incurrido en una deuda enorme; las relaciones sociales se han vuelto virtuales; se ha alentado el pánico; las artes han sido diezmadas; y cientos de otros problemas se han agudizado como resultado de una focalización exclusiva en COVID-19. Si acaso los beneficios de estas políticas han compensado estos costos es, como he tratado de mostrar, una cuestión política. Es obvio que tengo dudas de que así sea y me inclino a pensar que la opción de “protección enfocada” propuesta por la Declaración de Great Barrington habría sido el más sensato curso a seguir. Pero lo que realmente me preocupa es porqué algo tan claramente debatible no puede, aparentemente, ser debatido. Y es aquí donde pienso que Illich vuelve a entrar en escena.

Tan atrás como los 1980 inclusive, Illich había detectado entre sus contemporáneos una nueva “topología conceptual y perceptual”, un nuevo “espacio mental”, decía él, que era “no continuo con el pasado”. Me parece que los conceptos detrás de los cuales la mayoría se ha alineado en el último año pertenecen a esta nueva topología. Son destacables los conceptos del riesgo, la seguridad, la gestión y, sobre todo, la vida. Hemos estado “practicando” y aculturando estas ideas por muchos años, pero tenía que venir una pandemia para evidenciar cuán completamente han quedado establecidas. La cuarentena masiva se vio como un paso necesario e incuestionable, y no como una novedad debatible, porque la vida debe protegerse, el riesgo debe evitarse, la seguridad debe ser lo más importante. El daño a los estilos de convivialidad establecidos y hábitos culturales arraigados era soportable porque estos nuevos conceptos determinan cada vez más nuestra forma de vida –ellos son nuestra cultura–. La idea del distanciamiento y la evasión como ejercicios de solidaridad funcionó porque ya suficientes individuos se consideraban como componentes de un sistema inmunológico –una vida a escala ampliada– más que como integrantes de una sociedad o cultura política. El contraste era marcado en el caso de la devoción religiosa. Los rituales de la salud y seguridad fueron aprobados y alentados; los rituales religiosos fueron excluidos. Los primeros eran tratados como consensuados, sustantivos y obligatorios; los segundos como cascara opcional que puede practicarse únicamente a gusto del Estado.

Cuando Illich escribió sobre la “desescolarización”, promoviéndola como el sine qua non de cualquier “movimiento de liberación humana”, su argumento no era la eliminación de las escuelas sino el “retiro de su reconocimiento oficial” (disestablishment) –una expresión que la mayor parte de sus lectores hubiera asociado enteramente con la religión–. El gobierno, dice la primera enmienda de la constitución estadounidense, “no hará ninguna ley respecto al establecimiento de la religión”. La propuesta de Illich fracasó porque pocos compartían su opinión de que la escolarización debiera considerarse “el establecimiento de una religión” en vez de algo más utilitario. La religión solo se hace perceptible como tal únicamente cuando se vuelve una creencia opcional, más que una forma de vida obvia. Fue precisamente a fin de marginarla y contenerla que la religión se redefinió como una creencia, en vez de una práctica, durante el período moderno.

Mi punto es que el “nuevo estado de religiosidad” de Illich, centrado en torno a la vida, no es fácil de percibir como tal. Podría serlo para los miembros devotos de las confesiones abrahámicas que colocan el centro de la vida en Aquél en quien “vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser” y por tanto no ven a la preservación y prolongación de la vida sea como un bien exclusivo o como el bien superlativo. Pero para aquellos que viven dentro de los horizontes de esta religiosidad, necesariamente debe asumir la forma de algo obvio e incuestionable. Cuando me tocó hablar hace poco con un cirujano que me quería convencer de someterme a una cirugía que creía podría ampliar mi “expectativa de vida”, tuve la impresión de que simplemente no podía entender cómo pudiera ser posible cualquier otro objetivo –una búsqueda de la “hora [apropiada] de mi muerte”, por ejemplo –. Para alguien como él, la vida es un bien sin restricciones, la muerte un mal sin atenuantes. Lo que se torna sagrado se vuelve intocable e incuestionable. Delante de la vida, esa cosa preciosa que debemos salvar a toda costa, todos deben inclinarse y guardar silencio. Esto permite que el gobierno continúe como si estuviera detrás de un velo. La imagen es precisa por cuanto era un velo lo que ocultaba de la vista al Sanctasanctórum en el Segundo Templo de Jerusalén. Era este velo que los Evangelios dicen se rompió en dos en la hora de la Crucifixión, profanando el sagrado antiguo y abriendo la puerta, a la larga, a nuestra reverencia por la vida en sí misma, la vida como su propio dios.

Para resumir: creo que durante el año pasado se ha vuelto a la gente menos competente, menos consciente, más temerosa y más inclinada al ritualismo y el sentimentalismo. Mitos fatales, como el mito de la Ciencia, han resultado fortalecidos. Más gente ha quedado relegada al nuevo proletariado cuyo único trabajo restante es recolectar bonos del Estado, consumir entretenimiento y aplaudir por encargo. El Foro Económico Mundial ha sido alentado a diseñar su Gran Reseteado mediante el cual el capitalismo monopólico finalmente se volverá indistinguible del socialismo. Las hegemonías profesionales incapacitantes han sido fortalecidas. Las conversaciones difíciles –sobre la vacunación del Covid, digamos– se han vuelto más difíciles aun, si no imposibles, debido a una polarización irresponsable. El soberano que autoriza estos desarrollos es la Vida, junto con las divinidades menores auxiliares que lleva su séquito, como ser el riesgo, la seguridad y la gestión. Creo que Illich vio venir esto, y que me mantengo en sintonía con él en este punto.

Conté la historia de un joven que se preguntaba, después de escuchar a Illich dar su conferencia sobre Némesis Médica, si la propuesta de Illich era “dejar que la gente se muera”. Estoy seguro que la misma pregunta se me podría ahora hacer a mí. Es una pregunta curiosa porque implica que depende de mí, o Illich, o cualquier otro al que se pueda desafiar de esta forma, permitir o no permitir la muerte. Antiguas imágenes de las Parcas las muestran tejiendo y cortando la tela del destino, asignando a cada uno al nacer un pedazo intransferible. La imagen contemporánea es contraria. Nada determina nuestros destinos excepto la vigilancia de las instituciones que nos protegen. Viviremos hasta que, al terminar el tratamiento, se nos “deja” morir. La desmesura de esta imagen refleja como un espejo el fatalismo de la anterior. Illich era un hombre del “camino medio”, lo cual no significaba para él la mediocridad sino el filo de la navaja de un discernimiento constantemente renovado. No abogaba por dejar deliberadamente que la gente se muera, como tampoco abogaba por mantenerla con vida a cualquier costo. Nada nos dirá por adelantado dónde debiera quedar el equilibrio, pero ciertamente nunca lo encontraremos si prohibimos toda discusión.

La idea de que la vida y la muerte, o el bien y el mal, están indisolublemente enmarañados en el mundo no es una idea nueva, y no debería ser controvertida. Los cristianos tienen la parábola del grano y la cizaña para enseñarles esto; los budistas tienen la idea de que el bien y el mal son de “origen codependiente”. Solo en una civilización completamente entregada a lo que Illich llamó alguna vez “una compulsión por hacer el bien” esta idea requeriría defenderse o explicarse. Tener que defenderla, sin embargo, coloca al defensor en la extraña posición de hablar pareciera en favor de cualquier mal que la última guerra está supuestamente erradicando. Creo que la opinión de Illich, expresada en su maravilloso ensayo “Investigación por la gente”, era que se puede trazar una aproximada pero clara distinción entre una tecnología que “remedia” ciertos males e inconvenientes de la condición humana y la tecnología que apunta, en los términos de Francis Bacon, al “dominio sobre la naturaleza”. Esta idea de una tecnología como remedio que él atribuye a Hugo de San Víctor, es lo más cerca que llegó, y lo más cerca que pensó le era posible llegar, a especificar un principio de lo bastante, lo suficiente o el límite, sobre el que pueda fundarse una filosofía de la tecnología post prometeica y post baconiana. Cualquiera sea la manera en que se formule este principio, con seguridad estipulará cosas que no pueden hacerse así como cosas que sí se pueden hacer. Por el contrario, la vida ejerce una demanda ilimitada. Se trata del bien repetitivo, deslumbrante e interminable que la cristiandad corrompida le transmitió a la modernidad. El pasado año fuimos tras él como nunca antes y sin advertir nunca el parteaguas que estábamos cruzando. Para “salvar vidas” hemos puesto al mundo de cabeza, aceptando la censura y el control social invasivo, abandonando a los ancianos e inmolando a los marginales de la economía. Hemos permitido una mayor mitificación de lo que ya estaba por demás mitificado –la Ciencia como un oráculo concebido como inmaculado e infalible–. Hemos dado paso a la virtualización intensiva, el pánico creciente y el daño a la convivialidad. Mi pregunta es: ¿valió la pena?

Para concluir entonces: tanto Wolfgang Palaver como Jean-Pierre Dupuy han sugerido que Illich está siendo o bien malinterpretado o empujado demasiado lejos. En respuesta, he intentado sacar las consecuencias de la denuncia que hizo Illich de la vida como un ídolo y mostrar que lo que su “olfato, su intuición y su razón” le decían hace 40 años ha sido revelado y realizado más completamente en el entretanto. Lo que me gustaría saber ahora es dónde se encuentra la diferencia con mis interlocutores. ¿Piensan ellos que estoy equivocado sobre el daño provocado el año pasado? ¿Consideran que estoy malinterpretando a Illich? ¿O piensan que el propio Illich está equivocado?

*Del original Concerning Life: An Open Letter To Jean- Pierre Dupuy And Wolfgang Palaver en blog del autor el 11 de junio 2021

[https://www.davidcayley.com/blog/2021/6/11/concerning-life-1]

**Traducción de Hernando Calla, La Paz – Bolivia, 30 de marzo de 2023 (algunos paréntesis incluyen términos clave del original, algunos corchetes son sugerencias del traductor) y publicada por CONSPIRATIO, publicación periódica para "Pensar Siguiendo las Pistas de Iván Illich", N°4 Primavera 2023.

[https://thinkingafterivanillich.net/conspiratio-number-4-spring-2023/#pdf-conspiratio-number-4-spring-2023/299/]



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