por David Cayley (Traducción de 2023 por Hernando Calla)**
“Y los galaaditas
se apoderaron de los vados del Jordán contra los efraimitas. Y cuando cualquier
fugitivo de Efraím decía, “Déjenme pasar”, los hombres de Galaad le preguntaban,
“¿Eres un efraimita?” Si respondía que “No”, ellos le decían, “Pues di Chibbolet”,
y él decía, “Sibbolet”, porque no podía pronunciarlo correctamente; entonces lo
agarraban y lo degollaban en los vados del Jordán. Y allí cayeron en esos
tiempos 42 mil efraimitas”. (Jueces 12: 3-6)
Un shibboleth
[indicador de origen] es una línea divisoria, y las líneas divisorias son más
filosas cuanto más delgadas son. Para los efraimitas el precio de 42 mil vidas
no era sino lo que los lingüistas llaman un fricativo sordo. Las cosas no son
tan malas para nosotros, pero la pandemia sin duda trajo la división entre
amigos. (¿Y cuán grandes, después de todo, eran las diferencias entre efraimitas
y galaaditas, si todo lo que los diferenciaba era la capacidad para emitir este
sonido crucial?) Uno de los shibboleths que nos dividen parece ser la vida.
Hace poco, dos admirados amigos han discrepado conmigo sobre esta palabra y la
interpretación que di de las opiniones de Illich sobre el tema. En una
entrevista publicada el 23 de diciembre de 2020 en el semanario alemán Die
Zeit, el teólogo Wolfgang Palaver expresa preocupación de que la afirmación
de Illich que la vida se ha vuelto “un fetiche” esté siendo mal
utilizada como justificación para “sacrificar a los débiles”. En tanto que el
filósofo francés Jean-Pierre Dupuy, en un articulo para el sitio web AOC intitulado
“El verdadero legado de Iván Illich”, razona de manera parecida que algunos de
los que siguen “la moda de ‘dudar del covid’ (covidoscepticism)” malinterpretan
y distorsionan las críticas de Illich sobre “la idolatría de la vida”. El
artículo de Dupuy es la segunda parte de su polémica contra la “pretendida ‘sacralización
de la vida’”. El primero denuncia lo que Dupuy llama “la ceguera de los
intelectuales”.
En el
ensayo de Dupuy se me alude de una forma que halaga mis logros como
interlocutor de Illich antes de “sucumbir al espíritu de la época”. “¡Ay, mil
veces ay!”, lamenta Dupuy, que “el propio Cayley” haya “sucumbido al espíritu
la época” y ahora “multiplique sus estereotipos y manifieste su ignorancia”, mientras
se dedica a una “clásica minimización de la gravedad de la pandemia”. Palaver
es más benevolente y no me alude directamente, pero puesto que he sobresalido
entre aquellos que han intentado argumentar que “la idolatría de la vida” ha
jugado un papel pernicioso en las respuestas políticas a la pandemia, me siento
incluido en la compañía de aquellos que él piensa han empujado a Illich a un
territorio peligroso, de lejos más allá de su propia intención.
Es mucho lo
que está en juego en este asunto. “Salvar vidas” ha justificado cada una de las
políticas adoptadas para contrarrestar la pandemia durante el pasado año [2020],
y es probable que la vida continúe como el símbolo sagrado en el que afincará
su legitimidad el orden social reestructurado que emerge de la pandemia. Por
consiguiente, parece importante que intentemos aclarar qué se pretende decir ahora
con esta palabra. (Espero que mi uso frecuente de cursivas se entienda como una
forma de señalar la utilización que quiero cuestionar). Empezaré intentando
entender lo que les preocupa a Palaver y Dupuy, luego presentaré lo que me
parece es la visión de Illich y concluiré con alguna reflexión sobre el papel
de la vida en el orden social que está emergiendo en el presente.
Palaver y
Dupuy se preocupan de lo que llaman la protección o preservación de la vida. Ambos
sostienen que los que “minimizan” la pandemia, critican las medidas adoptadas
para combatirla, o desdeñan las normas para contenerla están irresponsablemente
poniendo en peligro a su prójimo. Ambos se enfocan particularmente en el
filósofo italiano Giorgio Agamben como el paradigma de esta insensatez. Agamben
ha argumentado a lo largo de la pandemia que la respuesta oficial equivale a
destruir la comunidad para poder salvarla. Al dejar que los viejos mueran solos
y sin nadie que los consuele, al hacer que las personas se tengan miedo entre
sí y al prohibir los funerales, las ceremonias religiosas y otras formas
elementales de vida social y cultural, ha escrito Agamben, aniquilamos lo que
queda de nuestra forma de vida y permitimos que la medicina se establezca como
un culto religioso todopoderoso y prácticamente intocable. Dupuy es
abiertamente crítico en sus apreciaciones. La “impostura intelectual” de
Agamben, escribe, es la “versión suave” de la misma “violencia reaccionaria”
que se puede ver en “los grupos de extrema derecha norteamericanos… gritando,
armas en mano, frente a las gradas de sus congresos legislativos”. Esto es
injusto desde ya, y completamente ad hominem, pero Dupuy va más allá. En
relación al concepto de “vida desnuda” (nuda vita) de Agamben, con el
que él se refiere clara y explícitamente a la vida sin atributos culturales que
otorgan a la vida forma y dignidad narrativa, Dupuy pretende que como inferencia
de este concepto Agamben debe “despreciar… la vida simple, ‘animal’, de los
campesinos pobres sin tierra del noreste brasileño”. Me parece que esto bordea
en la calumnia, así como en una lectura malintencionada.
Por su
parte, Palaver es menos duro y más cauto, pero él también indica estar
“molesto” con Agamben. Vale la pena citar in extenso el párrafo
relevante en la entrevista de Palaver en Die Zeit, donde expresa esta
consternación:
Agamben de veras me molesta. Él es más papista que el Papa y más
eclesiástico que la Iglesia. Afirma que la Iglesia ha prescindido de la
salvación y la ha sacrificado a la salud: puesto que buscó la salvación en la
historia, solo podía terminar en la salud. ¡Absurdo! ¿Por qué Jesús curó a la
gente y asumió el cuidado de sus dolencias físicas? Las muchas curaciones bastan
para contradecir el escape teológico de este mundo que plantea Agamben. Soy el
SEÑOR, tu doctor. O piénsese en el milagro de la multiplicación de los panes.
Cuando la gente está con hambre, ¡tienes que hacer algo! Agamben practica una
mala teología cuando separa la salvación de la salud.
…Agamben lamenta correctamente una actitud para la cual la salud y la
sobrevivencia son las cosas más importantes en la vida. Pero aquí uno tendría
que preguntar: ¿se trata de mi propia vida? ¿O se trata de la preocupación que
tiene que ver con otra gente?
No puedo subestimar
la posibilidad de que esto esté mal transcrito, mal traducido o simplemente dicho
improvisadamente, pero si es realmente lo que Palaver quiso decir, considero
que va muy lejos. Es cierto que Jesús dio de comer y curó a la gente, pero no
curó a todos ni dio de comer a cada uno. De hecho, alimentó y curó a la gente tan
ocasionalmente que parece justo decir que tales acciones, cuando las realizó,
tenían una intención ilustrativa más que administrativa o programática. Esta es
la gran polémica en la fábula de Dostoyevski del Gran Inquisidor. El Inquisidor
le reprocha a su Señor no convertir las piedras en panes cuando se le desafía a
hacerlo. Debido a esta incapacidad para conceder a la debilidad de la humanidad
sufriente, que siempre clama “¡Esclaviza[nos] pero danos de comer! dice el
Inquisidor, se hizo necesario que la Iglesia intervenga para “corregir y
mejorar” el Evangelio. No pretendo insinuar que Palaver asume la posición del
Gran Inquisidor, sino solo señalar una profunda ambigüedad en la percepción de
Jesús en el Evangelio como médico. Es cierto, Jesús da de comer y realiza
curaciones, pero también declara que el Reino “no [es] de este mundo” y se
refiere a él como un ingreso tan estrecho o un camino tan angosto que “pocos lo
encuentran”. Por tanto, parece desatinado que Palaver acuse a Agamben de un
“escape teológico del mundo”. Agamben nunca ha pretendido ser un teólogo, y su
defensa de “formas de vida” particulares, como los funerales para los muertos o
el consuelo humano a los que están agonizando, me parece sumamente mundana. De
lo que sí responsabiliza a la Iglesia es de haber olvidado lo mesiánico, y por
tanto de haber perdido una necesaria “tensión dialéctica” entre la historia y
aquello que la excede o la interrumpe. Es solamente entre “estos polos”, afirmó
Agamben en un discurso del 2009 en París dirigido a “la Iglesia de nuestro
Señor”, que “una comunidad puede conformarse y perdurar”. Palaver puede
objetar, pero en ese caso uno esperaría argumentos en vez de irritación y
rechazo (“¡Absurdo!”)
El segundo
punto que plantea Palaver es que el ciudadano que usa mascarilla y respeta el distanciamiento
social no está necesariamente preocupado de su propia vida, sino de las vidas
de los demás. Dupuy dice prácticamente lo mismo –no es por mí mismo que tomo
precauciones sino por los otros –. En parte esto es muy poco controvertido. Mucho
antes del COVID yo habría rehusado salir en medio de la sociedad con una
enfermedad contagiosa, y habría esperado la misma consideración de parte de los
otros. Pero en un mundo en que cada uno representa un peligro para cualquier
otro y la amenaza de “transmisión asintomática” inhibe toda interacción social
sin excepción, me da la impresión que se ha llegado al límite de la
“responsabilización” y se lo ha traspasado. La reconceptualización de la
sociedad como un sistema inmune agrandado es una fórmula para la disolución
social.
Palaver
sostiene además que aquellos que argumentan contra la cuarentena y medidas
similares se están preparando para “sacrificar a los débiles…”. Detrás de esta
predisposición dice encontrarse la “lógica del chivo expiatorio” –la lógica del
Sumo Sacerdote cuando dice, en los relatos evangélicos de la Pasión, que “es
mejor que muera un hombre a que todo el pueblo tenga que perecer”. En la
comprensión que Palaver comparte con su maestro René Girard, este era el
principio arcaico –un sacrificio oportuno preserva el orden social –que primero
el judaísmo y luego la cristiandad empezaron a cuestionar y abolir. Todo el
“pensamiento utilitario”, dice Palaver, reafirma la “lógica sacrificial”. “Solo
la vida puede orientarnos”, concluye él. Estoy de acuerdo, pero mucho depende,
como veremos, de qué se pretende decir con la vida.
Antes de
pasar a Illich no puedo evitar decir, no sin alguna inquietud, que tanto en
Palaver como Dupuy, me parece percibir cierto tono de pánico. Alguna vez hace
mucho tiempo, después de una conferencia de Illich sobre Némesis Médica,
uno de los oyentes se aproximó desconcertado a un amigo de Illich y le preguntó
inocentemente: “¿qué es lo que quiere? ¿dejar que la gente se muera?” Ambos
Dupuy y Palaver son más sofisticados, y están más familiarizados con la obra de
Illich de lo que estaba este joven perplejo, y aun así parecen haber llegado finalmente
al mismo escollo. Se deben salvar las vidas –más o menos a toda costa –y
cualquiera que argumente en sentido contrario ha abandonado ciegamente “la altura
del humanismo” (Dupuy) y sucumbido a la “lógica sacrificial” y el “darwinismo
social”. (Palaver)
Ambos Dupuy
y Palaver piensan que quienes siguen la moda de “dudar del covid” están
malinterpretando y distorsionando la afirmación de Illich acerca de que la vida
se ha vuelto “un ídolo” y “un fetiche”. Palaver admite que Illich planteó una
saludable advertencia, pero tiene la sensación de que se lo está tomando
demasiado literalmente. Dupuy afirma que las críticas de Illich sobre la
“idolatría de la vida” solo tenían la intención de prevenir la degradación de
la vida, de ninguna manera la de limitar su protección y preservación. Para
llegar al fondo del asunto, tendremos primero que establecer qué dijo
verdaderamente Illich.
En algún
momento de 1985 un pastor baptista de nombre Will Campbell abordó a Illich después
de una conferencia dirigida a un grupo de trabajadores sociales en Macon,
Georgia. En sus papeles privados, Illich guardó un breve recuento, escrito diez
años después, de este significativo encuentro:
[Después de la conferencia] advertí [la presencia de un] hombre con… un…
bastón de apoyo con nudos viniendo hacia mí. Se presentó como un predicador:
“Will Campbell… quien tiene que pedirle un gran favor”. Me quedé sin aliento, pues
yo conocía ese nombre, “si es usted la persona que alentaba a Martin Luther
King, no me tiene que pedir sino simplemente ordenar, yo obedezco”. Él balbuceó
algo que terminaba con “…ustedes malditos papistas” y a continuación dijo,
“Ustedes se niegan a hablar acerca de la ‘vida’. Vea usted, la ‘vida’ está
haciendo tiras a nuestras iglesias. Están esos que condenan la pena capital,
pero no la bomba atómica, y otros que reclaman ejecutar a los abortistas.
Reuniré a los representantes de nuestras Iglesias para que usted pueda
hablarles”.
Estuve asustado. Traté de encontrar en mi mente qué sentido darle a esa
invitación. Muchos meses después, en algún lugar de Ohio, me encontré con una
sala repleta de “líderes de iglesia” a los que Campbell había convocado. El
ambiente era tenso. Un sacerdote ubicado en primera fila se identificó como el
representante de la Conferencia del Arzobispado Católico y me apremió a que
empiece con una oración. Tenía que rehusarme a caer en esta trampa; le dije que
empezaría con una solemne maldición formal y luego pedí que se salgan los que no
estén de acuerdo con una ceremonia de este tipo. A continuación, con todo
dramatismo y las manos en alto repetí tres veces, “Al diablo con la vida”.
Aparte de
la maldición, no conozco qué más habría dicho Illich en esa ocasión –Ohio es un
lugar grande, el encuentro no dejo más huellas entre los papeles de Illich, y
nunca encontré a nadie que me pueda decir algo más sobre el mismo – pero cuatro
años más tarde, en Chicago, Illich dirigió una conferencia convocada por la
Iglesia Luterana Estadounidense sobre el mismo tema. Esta conferencia,
intitulada “La construcción institucional de un nuevo fetiche: la vida humana”,
se publicó tres años después en el libro de Illich llamado En el espejo del
pasado. En esa ocasión Illich le dijo a su audiencia, sin ningún reparo,
que “la vida es el ídolo más poderoso que la Iglesia ha tenido que enfrentar en
su historia”. “Más que la ideología del imperio o el orden feudal, más que el
nacionalismo o el progreso, más que el gnosticismo o la ilustración, la
aceptación de la vida sustantiva como una realidad dada por Dios se presta a
una nueva corrupción de la fe cristiana”. La palabra “sustantiva” aquí es
importante, y volveré a ello en un momento, pero primero quiero examinar la
afirmación de que la reverencia contemporánea por la vida corrompe la fe
cristiana.
En los
evangelios, Jesús afirma, reiteradamente, que Él es la Vida. “Él no dice, ‘Yo
soy una vida [ejemplar]’”, comenta Illich. “Dice, ‘Yo soy la Vida’, y punto (tout
court)”. Lo que se quiere decir es algo más que simplemente estar vivo. La
Vida que Jesús encarna y ejemplifica sólo se puede dar y recibir, dice Illich,
como un don. En esa calidad, la podemos encontrar, celebrar y compartir, pero
nunca puede ser nuestra en el sentido de poderla definir o delimitar,
administrar o controlar. Esta manera de pensar y hablar acerca de la vida, en
la que la palabra siempre implica una relación con Aquél en cuyo don la Vida
descansa, empapó la cultura de la cristiandad por muchos siglos. “Durante mucho
más de un milenio”, dice Illich, “era algo muy evidente que la gente pueda
encontrarse entre los vivos y estar muerta, y otra gente pueda estar muerta y
tener vida. Esto no era simplemente un postulado religioso; esto… se convirtió
en un supuesto ordinario de la vida cotidiana”. Este carácter cotidiano es
significativo porque el argumento de Illich era que los “prerrequisitos de la
modernidad” fueron creados mediante esta aculturación de las “verdades
evangélicas”. En su opinión, la modernidad torció, doblegó y mutiló estas
verdades, pero nunca habría llegado a ser como tal sin ellas. Esta es la razón
por qué Illich se atreve a decir que el lenguaje ordinario actual “abusa de la
palabra para el Dios Encarnado”. Consideraba a éste un juicio histórico más que
teológico. Sigue la pista de los antecedentes de la palabra vida a través de
sus varias expresiones en la tradición teológica, filosófica y científica
occidental, me decía Illich, y se volverá evidente que su significado, si bien
alterado, continúa configurándose dentro del campo que emana de la cristiandad
latina.
La manera
en que hablamos de la vida está arraigada en una civilización otrora repleta de
la creencia en la Encarnación. Y esta “ascendencia cristiana” es compartida por
“otras verdades que definen a la sociedad secular”. Pero al mismo tiempo el
significado del término ha cambiado completamente. Se ha vuelto “sustantivo”,
dice Illich. Pretende decir con esto que ha asumido el carácter de una
sustancia –de algo tangible – y de que ha adquirido sustancia en el sentido más
filosófico y teológico de algo que puede existir por sí mismo –se ha vuelto autosubsistente
y autosuficiente –. Que la vida se convirtió en una sustancia puede verse,
afirma Illich, en los discursos de la ley, la medicina, la economía y la
ecología –todos los cuales reclaman a esta sustancia por igual como su
jurisdicción y su justificación. La ley la protege –en varios estados de EEUU
se puede incluso demandar por una “vida injusta”–, la medicina la extiende, las
corporaciones la administran –como fuerza laboral o recursos humanos– y la
ecología la estudia. La ciencia de la genética conoce ahora su “lenguaje”. La
demografía y el periodismo contabilizan incansablemente sus unidades. Las vidas
perdidas indexan el desastre; las vidas salvadas indexan el progreso social. La
búsqueda de la salud la prolonga; la tecnología la mejora. A la vida se la
conoce, como nunca antes y se la gestiona, como nunca antes.
Pero, al
mismo tiempo, la vida trasciende toda gestión en la forma de lo que Illich
llama un “fetiche”. Era uno de sus términos favoritos, escogido más por su
poder para escandalizar que por cualquier resonancia antropológica en particular.
Un fetiche es un objeto mágico con el poder de canalizar o fijar ciertos
sentimientos. “La sociedad tecnológica”, dice él, “es particularmente incapaz
de generar mitos con los cuales la gente pueda establecer vínculos profundos y enriquecidos”.
Y sin embargo una sociedad de este tipo requiere, para su sola “preservación
rudimentaria”, alguna manera de infundir lealtad sentimental y no solo
racional. Este es el papel del fetiche. Es “un manto de seguridad… que podemos
llevar a cuestas para sentirnos defensores decentes de los valores sagrados”. A
la vida se la gestiona como un recurso biopolítico; en tanto fetiche empero, es
también algo del que puede “hablarse de manera sigilosa como algo misterioso,
polimorfo, débil, que exige una protección delicada”. Lo que Illich denomina
“sentimentalidad epistémica” puede así quedar apegada a la vida, al
mismo tiempo en que la vida está siendo intensamente gestionada. Vivir
bajo el signo de la vida es volverse adepto a eludir estas connotaciones
aparentemente contradictorias. Uno aprende a deslizarse suavemente de la una a
la otra sin que esta operación tenga que volverse consciente de sí misma. Con
un único gesto verbal, reverenciamos lo que gestionamos, y gestionamos lo que
reverenciamos.
La vida,
dice Illich, “tiende a vaciar” el “concepto de persona” tanto moral como
legalmente. Para él, es en “la noción de ‘persona’ [que] el humanismo del
humanismo occidental está anclado”. Una persona posee un límite claro, y una
integridad inviolable. Una vida no. Uno es una persona; uno puede, como
se dice, “hacer algo con su vida”. Las vidas pueden ser evaluadas y mejoradas
de formas que las personas no pueden. Un doctor, mirándome como a persona, está
frente a determinada historia y cierto destino desconocido –hay mucho que él o ella
deben saber para poder tratarme–. Un doctor tratándome como una vida puede
discernir todo lo que él o ella necesitan saber a partir de los resultados de
mis análisis. Las vidas varían, por supuesto, como el médico experimentado
reconocerá, pero no de la misma manera en que varían las personas.
Para
Illich, la vida era también señal de un cambio profundo en la
“religiosidad”, un término que usaba para referirse a los sentimientos, gestos
y actitudes apenas conscientes, los cuales podrían ser dejados de lado por el
término más formal de religión. “Mi olfato, mi intuición, y también mi
razonamiento me sugieren”, decía él en 1992, “que podríamos estar en un umbral
histórico, un parteaguas, un punto de transición a una nueva etapa de la religiosidad”.
Esta idea se había apoderado de él algunos años antes, me dijo, mientras se
encontraba en la cocina del departamento de un grupo de estudiantes de posgrado
a los que visitó:
En la puerta del refrigerador había dos imágenes pegadas. Una era el
planeta azul y otra el huevo fertilizado. Eran dos círculos casi del mismo
tamaño –uno azulado, el otro rosado. Uno de los estudiantes me dijo, “estas son
nuestras ‘puertas de entrada’ al entendimiento de la vida”. El término puerta
de entrada (doorway) me impresionó profundamente. Se me quedó por bastantes
meses hasta que, por una razón totalmente diferente, …cogí un libro [de] Mircea
Eliade. Para muchos de nosotros, Eliade ha sido un maestro de la ciencia
religiosa…Y, revisando este libro, llegué a la conclusión de que él saca a
relucir, mejor que cualquier otro que yo había estudiado, el concepto de sacrum.
El término sacrum, nombre latino correspondiente a nuestro sagrado,
ha sido utilizado por los científicos de la religión para describir un lugar
particular en la topología de cualquier cultura. Se refiere a un objeto, un
lugar o una señal que, al interior de esa cultura, se cree que es –esta joven
estaba en lo cierto– una puerta de entrada. Yo siempre lo había pensado como un
umbral, un umbral en el que aparece el más allá, aquello que, dentro de esa
sociedad, se considera que es verdadera otredad, aquello que, dentro de
determinada sociedad, se considera trascendente. Para Eliade, una sociedad se
vuelve una unidad consciente no solo en relación con las sociedades vecinas
–nosotros no somos ustedes– sino también definiéndose en relación con lo
que está más allá.
El disco
rosado y el disco azul, concluyó Illich, cumplían de manera muy precisa la
función que Eliade describió. Así como los megalitos en Stonehenge, la Kaaba en
la Meca o el ónfalo [ombligo] de la tierra en el antiguo Delfos, ellos
eran sacrums. Sin embargo, como “emblemas de los hechos científicos”,
eran sacrums de un tipo totalmente nuevo. El “más allá” que asomaba en
anteriores “puertas de entrada” hacía señas desde un más allá que era
trascendente –lo opuesto y distinto de este mundo, respecto al cual se consideraba
que era radicalmente discontinuo–. Lo que aparece en la puerta de entrada de
los dos discos es más de lo mismo, un ámbito de lo invisiblemente pequeño o lo
invisiblemente grande a los cuales podemos acceder solo con microscopios electrónicos
o mediante el vasto poder explosivo que se requiere para vencer a la gravedad
pero que, con todo, no es diferente de lo que está a la mano. Las puertas de
entrada en las cuales se experimenta y entiende la vida son, en palabras
de Illich, “una frontera sin más allá”. Al igual que la virtualidad
interminable que se extiende más allá de la pantalla del ordenador, ellas se abren
a una infinitud sin diferencia. La nueva religiosidad que él había descubierto
era una “espiritualidad” de pura inmanencia, en la que los objetos virtuales,
conjurados desde el útero de la tecnología, presentan al mismo tiempo tanto un
aquí como un más allá.
La vida
como pura inmanencia es singularmente accesible, se abre a nuestros micrófonos
y nuestras cámaras, nuestros microscopios y nuestros escáneres. La vida está
bajo nuestro control, aún si nosotros estamos bajo el control de la vida.
Gestionamos lo que alabamos, administramos lo que veneramos. Ambos aspectos
están en juego en la noción de responsabilidad por la vida que ha jugado
un papel tan importante en los discursos de la pandemia y que parece ser la
principal preocupación de mis dos interlocutores. Palaver dice, “nosotros somos
responsables por la vida cada uno de nosotros. Es nuestra más alta
responsabilidad, por la cual puede que tengamos incluso que sacrificar nuestras
vidas”. Dupuy sugiere “el riesgo de infectar a los propios seres queridos” como
el estándar que debería aplicarse en nuestro propio comportamiento. Criticar ya
sea la construcción ideológica de la pandemia o las medidas contraproducentes
adoptadas contra ella es coquetear con la irresponsabilidad –la temeraria
desconsideración por las vidas de otros que tanto Dupuy como Palaver
desaprueban y temen–. Pero la palabra responsabilidad, según Illich, es algo
tramposa –es más fácil engancharse con la palabra que zafarse de ella–. El asunto
clave para él es si la cosa de la cual se dice que soy responsable está a mi
alcance, dentro de mis posibilidades y accesible a mi entendimiento. “La responsabilidad
atrapa”, dice Illich, atribuyendo al que se hace responsable algún poder
imaginario –podría ser el poder de vencer al racismo, salvar la vida en el
planeta o dar fin con la pandemia quedándose en casa–. Pero muy a menudo Illich
dice que este poder “resulta ser falso”. Y eso hace de la responsabilidad “la
base ideal sobre la cual construir la nueva religiosidad de la que hablo, en
nombre de la cual la gente se vuelve más que nunca administrable y
gestionable”.
No cuestionamos
aquí ningún comportamiento que sea prudente, considerado o cortés. La
preocupación de Illich tenía que ver con la ilusión, la grandiosidad moral y la
confusión epistemológica. La última es particularmente importante en el caso
presente. A pesar de su inmediata domesticación en miles de dibujos animados
como un pequeño demonio puntiagudo y malévolo, poco se conocía sobre el SARS
COV-2 cuando apareció al principio, y hay mucho que aún es debatible, incluidos
sus orígenes, la mortalidad que ocasiona, su modo de transmisión y cuál es la
mejor forma de prevenirlo y tratarlo. Al mismo tiempo empero, se ha enfatizado perseguir
la “consistencia de los mensajes” y “seguir a la ciencia”. Se ha
considerado que esto requiere una censura efectiva, en primer lugar, para
mantener fuera de las noticias al disenso científico completamente normal y, en
segundo, para darles un aire de obviedad e invulnerabilidad a las que son en
realidad precauciones científicamente dudosas. (Un ejemplo de lo primero es la
marginación de expertos en salud pública discordantes como el ex jefe oficial
médico de salud en Ontario, Richard Schabas y el ex principal de Manitoba Joel
Kettner en Canadá. El mejor ejemplo de lo segundo es el uso de mascarillas,
descartadas como inútiles al comienzo de la pandemia, luego, sin ninguna
evidencia adicional, de uso obligatorio e incuestionable). Esto crea una
extraña situación en relación con la responsabilidad. La verdadera responsabilidad
o “capacidad de respuesta” (response-ability) depende de una situación
en la que sea capaz de responder y llegar a una apreciación práctica sobre qué
hacer. Pero la pandemia, si bien muy real para aquellos que están enfermos,
también se ha desarrollado en el ámbito de la hipótesis, modelo y metáfora. Esto
quiere decir que a menudo la responsabilidad se ejerce no ante un prójimo real
sino en relación con un perfil de riesgo. Este prójimo hipotético se queda, en
efecto, para siempre. Y es así que, como dice Illich, somos “atrapados”.
De qué
manera somos atrapados queda mejor ilustrado por la idea de riesgo. Esta era la
preocupación contemporánea que más inquietaba a Illich, quien la llamaba la “la
ideología más importante que se celebra religiosamente hoy en día”. La
“conciencia del riesgo”, decía él, es “una invitación a la autoalgoritmización
intensiva”, y como tal es “desencarnante”. El punto clave es que el riesgo no
pertenece a una persona individual –nadie sabe qué me pasará a mí como
individuo–. Es un cálculo de la frecuencia con que un evento determinado
ocurrirá en una población o clase que comparte algún atributo o conjunto de
atributos –una predicción de lo que podría ocurrirle a alguien como
yo–. El individuo es desplazado o desenfocado y reemplazado por un constructo
matemático. Hablar de “mi riesgo” es, por tanto, mezclar lo que deberían ser
dos maneras de hablar completamente distintas, e introducir una dimensión
hipotética en mi propia carne. Illich se dio cuenta de este dilema a través del
régimen legal alemán que obliga a las mujeres embarazadas someterse a la orientación
genética, de tal modo que estén informadas acerca de los varios riesgos
relacionados con sus embarazos, y a continuación realizar una elección
informada –tomar una decisión responsable – sobre cómo proceder. A Illich esto
le pareció espantoso, particularmente cuando descubrió, a través de la
investigación sobre estas sesiones de orientación genética de su amiga y colega
Celia Samerski, que por lo general las mujeres tomaban erróneamente las aseveraciones
sobre riesgos como afirmaciones atribuibles a sus propios embarazos.
El riesgo
en su sentido coloquial es parte de la vida. Nadie podría caminar con seguridad
hasta la tienda de la esquina sin alguna estimación de los posibles peligros en
base a la experiencia del pasado. Sin embargo, cuando el riesgo es formalizado
y matematizado ello define un nuevo tipo de orden social que el sociólogo
alemán Ulrich Beck llamó “sociedad del riesgo” (Risokogesellschaft). En
una sociedad de ese tipo ocurre una invasión sin precedentes de lo hipotético
dentro de lo real. Esto se representa de dos maneras. La primera es que la
modernidad avanzada en su conjunto es un riesgo gigante no controlado –un
experimento científico en curso–. Descubriremos qué quiere decir tener “armas
de destrucción masiva” acumuladas en todo el mundo después del hecho –el
experimento continúa en proceso–. Lo mismo es cierto para ejemplos más
domésticos como los teléfonos móviles o el internet, para mencionar solo dos
tecnologías del cotidiano que actualmente están transformando la vida social de
maneras completamente impredecibles. Este elemento de riesgo no controlado e incontrolable
es intrínseco a una forma de vida en la que la constante innovación tecnológica
se considera buena, necesaria e inevitable. “Cuando tú ves algo que es
técnicamente atractivo”, dijo el físico Robert Oppenheimer, en referencia a su
papel ejecutivo en la creación de las armas nucleares, “tú sigues adelante y lo
haces, y discutes sobre qué hacer con ello solo después que has tenido tu éxito
técnico”.
Me parece
que este riesgo no controlado, universal y apenas tolerable genera una
compensación: una atención celosa a esos riesgos que aparentemente pueden
controlarse. Esta es la segunda forma en que la sociedad del riesgo de Beck es
representada –en nuestra preocupación por la seguridad, nuestra “tolerancia
cero”, nuestro constante escaneado en busca de “problemas” incipientes–. La
“conciencia del riesgo” –“celebrada religiosamente”, como dice Illich– es el
complemento del riesgo no controlado. Este tipo de conciencia obliga a la gente
a vivir fuera y más allá de su experiencia encarnada. También la obliga a
dominar el futuro de una manera novedosa. Una vez que la probabilidad de una
eventualidad no deseada ha sido establecida, se puede dar pasos para prevenir
su ocurrencia –se acaba con el embarazo de riesgo, se instalan cámaras de
seguridad, la seguridad se convierte en la promesa de cada institución. Se
salta de la prudencia a la obsesión; “cuídate” se vuelve el nuevo saludo de
despedida.
Por
confesión propia, Illich vivía para las sorpresas. “Nuestra esperanza de
salvación”, les dijo a los que se graduaban de la Universidad de Puerto Rico en
1969, “descansa en dejarnos sorprender por el Otro. Aprendamos siempre a
recibir más sorpresas. Decidí hace mucho guardar la esperanza por las sorpresas
hasta el último acto de mi vida –es decir, en la muerte misma–. En la primera
mitad de su trayectoria, percibió la rutinización de la caridad a través de las
instituciones de servicio como la principal amenaza al espíritu de la sorpresa.
Las instituciones de servicio reemplazan a los irregulares, espontáneos y poco
fiables impulsos de la vocación personal con una respuesta garantizada. Creo
que más tarde percibió la “conciencia del riesgo” de la misma manera. Un riesgo
es una distribución probabilística en una población, no es una persona. Una
persona invita al discernimiento –atención cuidadosa a una historia
irrepetible– un riesgo es un algoritmo, una regla operativa que te dice qué
hacer en un caso como este. Pero puede haber un mundo de diferencia
entre este caso y un caso como este. La sorpresa es el enemigo
cuando se sigue una regla.
Esto no
quiere decir que el riesgo no tenga su lugar apropiado en el mundo. Un actuario
necesita un conocimiento preciso de la frecuencia de ciertos eventos
desfavorables; un cirujano sería negligente si no sopesa los daños de una
intervención versus los beneficios. Como muchas cosas en el pensamiento de
Illich esta es una cuestión de grado, o equilibrio. En medicina, por ejemplo,
se necesita preguntar si el conocimiento del riesgo complementa el conocimiento
personal del paciente, o lo reemplaza, de modo que, en efecto, el paciente se
convierte en el riesgo. La misma pregunta se aplica a las sesiones de
orientación genética para mujeres embarazadas que impresionaron tanto a Illich
a través de la investigación de Celia Samerski. ¿Sabe la mujer que está siendo
orientada genéticamente la diferencia entre ella misma, y el riesgo que ella conlleva
como miembro de una clase? Internalizar el riesgo es volverse, en efecto,
alguna otra. Lo singular es reemplazado por lo general; lo posible cede su
lugar a lo probable; la esperanza cede a la expectativa calculable. El riesgo
se vuelve un problema cuando se desplaza de la posición de una forma de
conocimiento limitada y parcial a una “ideología celebrada religiosamente”.
El dios que
rige el ámbito del riesgo es la vida. Se hace todo para aumentar,
ampliar y salvar la vida. “Me he levantado cada mañana”, dijo el otro día el Ministro
de Salud británico Matt Hancock, como justificación de su conducta durante la
pandemia, “y he preguntado, ¿qué debo hacer para proteger la vida?” Los
intereses de la vida ordenan y supervisan la conciencia del riesgo. Los
conceptos son parecidos en su generalidad. Ambos absorben lo particular y lo
personal dentro de lo abstracto y sinóptico. Se atiende al riesgo, por último,
a fin de conservar la vida.
Esta
generalidad asombrosa y pasmosa hace de la vida, según Illich, una
palabra plástica. Una palabra plástica es una palabra que es toda connotación y
ninguna denotación, una palabra que puede ir a cualquier parte y hacer de todo
porque no está sujeta a límite alguno. Se trata de una luz desnuda, sin sombra,
que nunca se apaga. Al principio Illich habló de esas palabras como “palabras ameba”,
un término que utilizó en La sociedad desescolarizada para aludir a un
término “tan flexible” que puede encajar en “cualquier intersticio de [un]
lenguaje”. Cuando Illich encontró un espíritu afín en Uwe Pörksen, novelista y
profesor de literatura alemana en la Universidad de Friburgo a quien Illich
conoció en el Instituto de Estudios Avanzados (Wissenschaftkolleg) recién
creado en 1980 en Berlín, ambos desarrollaron más este concepto bajo el nombre
de palabras plásticas. Pörksen continuó elaborando sobre lo que habían empezado
juntos y en 1988 publicó su libro Plastikwörter: Die Sprache einer
Internationalen Diktatur, que fue traducido al inglés en 1995 como Plastic
Words: The Tyranny of a Modular Language [Palabras plásticas: la tiranía de
un lenguaje modular].
Las
palabras plásticas son, entre otras cosas, palabras arrancadas del vernáculo y
sometidas a lo que Illich llamó alguna vez una “limpieza científica”. Ellas retornan
luego al uso cotidiano con un perfume nuevo de experticia y el aspecto de los
que usan una bata blanca. En la película La leyenda del indomable (Cool
Hand Luke), cuando el “capitán” de la cuadrilla de prisioneros pronuncia la
frase citada con frecuencia, “lo que aquí tenemos es…una falla en comunicar”,
la ironía depende de la naturaleza de la comunicación como una palabra
plástica. Comunicar ya no es solo conectar, a la manera de un pasadizo
comunicante que conecta; es comprometerse con un proceso que se puede
estudiar y formalizar con precisión científica. Hablar de la comunicación es
referirse a un dominio en el que un experto sabe, mejor que tú, cuándo te estás
comunicando y cuando no. La palabra información pasa por una historia
similar. Un antiguo término coloquial fue cooptado por la “ciencia de la
información” y reconstruido como un asunto de la relación señal a ruido o de
bits y bytes. Esto le daba a la palabra un aura o halo que mantenía en el
lenguaje ordinario, de modo que cuando la Canadian Broadcasting Corporation
introdujo la “Radio de Información”, invocaba una “comunicación” desde este
plano más elevado de la ciencia. La CBC no solo te estaba diciendo algo –estaba
entregando información –. Las palabras plásticas se convierten en
recursos profesionales. Con la comunicación o el desarrollo, los
expertos pueden construir y hacer el mundo tan maleable como las palabras
mismas.
Fue con
“una sensación de repentino espanto”, por tanto, que Illich se dio cuenta que
la vida podría haberse vuelto una palabra plástica –una palabra que
funciona principalmente como un recurso profesional. Compartió su reticente
intuición con Uwe Pörksen y descubrió que su viejo amigo estaba aún más
consternado que él ante la idea que la palabra vida pudiera volverse parte de
esta categoría indignante:
Cuando fui donde Pörksen y le dije, “Uwe, pienso haber encontrado la
peor de ellas, la vida; se quedó muy silencioso. Por primera vez… tuve
la impresión de que se enojó conmigo, se desilusionó de mí. Estaba ofendido. Y
tuvo que pasar entre seis a nueve meses antes de que pudiéramos hablar de nuevo
sobre ese tema, porque es simplemente impensable que algo tan precioso y bello
como la vida pudiera actuar como una palabra ameba.
El espanto
de Pörksen era un indicador del propio espanto de Illich.
Como
resumen entonces, antes de pasar a nuestras actuales circunstancias: Illich
consideraba a la vida como un ídolo, un dios hecho por el hombre en cuya
forma nos adoramos nosotros mismos, mientras al mismo tiempo generamos algo
sagrado que ordena y justifica nuestra manipulación de lo viviente. Afirmó que
la vida se había vuelto el objeto y ancla de “una nueva etapa de la
religiosidad” –una mayor perversión de la comprensión bíblica de la vida como consecuencia
del aliento de Dios–. Él pensaba que la vida se había vuelto algo “sustantivo”
–una materia a ser cuantificada y conservada, un recurso a ser aumentado y
administrado–. Sostenía que la idea de cada uno como persona –un ser
irrepetible e inescrutable impregnado por una “historicidad misteriosa”– estaba
siendo reemplazada por conceptos sistémicos en los que la individualidad se
disuelve. Y creía finalmente que la palabra vida se había vuelto el
sitio de un ominoso “colapso conceptual de la frontera” entre “modelo y
realidad” y entre “proceso y sustancia”. Este colapso se expresa en nuestra idea
de que, al convertirnos en protectores, campeones y devotos de la vida, hemos
tocado sin residuo, reserva o rodeo a la vida misma.
¿De qué
manera es todo esto pertinente en la situación presente, y respecto a los
temores de mis interlocutores de que Illich esté siendo temerariamente mal
interpretado por los que “dudan del covid”, según Dupuy? Veamos: lo que más me
impresionó al comienzo de la pandemia fue la ciega certidumbre con la que todo
el mundo actuó desde el momento en que la OMS pronunció la mágica palabra pandemia
el 11 de marzo de 2020. En otros tiempos, la sabiduría convencional en salud
pública hubiera aconsejado prudencia y calma, y apuntado las medidas operativas
a poner en cuarentena a los enfermos y a proteger a los más vulnerables. Pero,
ahora, repentinamente, todo el mundo entendió, por lo visto, que el miedo era
nuestro amigo y aliado, y que el mayor número de gente posible debía ser puesta
en confinamiento durante el mayor tiempo posible, y de que cualquier
política que sugiriera adaptarse a esta nueva realidad era temeraria –“La
inmunidad de rebaño es una gran estrategia, si no te importan los millones de
muertos”, decía un titular en Canadá–. Para mi asombro, el feo término confinamiento
(lockdown), anteriormente usado principalmente en prisiones y
ocasionalmente en escuelas, cambió completamente su valencia y se volvió una
expresión de nuestra mutua preocupación. Otras sorpresas, para mí, fueron que
el “sistema de atención en salud” tenía que ser “protegido” de una situación de
emergencia sanitaria y que debíamos “seguir la ciencia” religiosamente mucho
antes de que hubiera cualquier ciencia relevante a seguir. A los epidemiólogos
como John Ionannidis de Stanford se los ignoró cuando advirtieron de un
“fracaso” equivalente a “saltar al precipicio”, si se adoptaban medidas
draconianas antes de que nadie supiera con seguridad cuán contagiosa y cuán
letal era en realidad la nueva enfermedad.
Rápidamente
se volvió difícil cuestionar los costos del confinamiento. El disenso
científico, aunque difundido, quedó mayormente barrido bajo la alfombra. “Canadá
está en Guerra” declaró un principal periódico canadiense, y el disenso, en
tiempos de guerra, puede ser interpretado como traición. En Canadá un
distinguido grupo de veteranos de la salud pública, entre ellos varios ex jefes
médicos oficiales de salud, emitió un pronunciamiento haciendo un llamado a restituir
“un enfoque equilibrado” en el que los daños sean inteligentemente
contrapuestos a los beneficios y que no sea una sola enfermedad el único punto
focal y preocupación de la política gubernamental. Este pronunciamiento fue
ignorado, y los que lo firmaron fueron mayormente excluidos de los medios
principales. Se estableció una censura efectiva. Cuando tres epidemiólogos
eminentes –Sunetra Gupta, Jayanta Bhattacharya y Martin Kulldorf –produjeron la
Declaración de Great Barrington, abogando a favor de una política de lo que
llamaron “protección enfocada” en lugar de la cuarentena universal, su
intervención ni siquiera fue cubierta por los principales medios canadienses, a
pesar del hecho de que todo lo que proponían era la restitución del statu
quo ante en el sistema de salud pública. Más recientemente el Colegio de
Médicos de Ontario, la instancia médica gobernante en mi provincia natal, ha
amenazado “investigar” y con acciones “disciplinarias” contra los médicos que
cuestionen los programas de vacunación, la utilidad de las mascarillas y el
distanciamiento social, y el valor de los confinamientos. Ya sea en los medios,
en la medicina o en el gobierno solo se pueden expresar opiniones aprobadas.
Lo que más
me ha preocupado en esto ha sido la intensificación de aquello que escribí en
otras ocasiones sobre el mito de la Ciencia, con el que aludo esencialmente a
la idea de que hay una institución llamada Ciencia que habla con una sola voz
incuestionable. Cuando alguien habla de “la ciencia”, se está
comprometiendo con este mito. Por su naturaleza, las ciencias son plurales,
disputables y sujetas a revisiones desorganizadas e inacabables. Hablar de
ellas en singular, y luego tratar a esta fusión como un oráculo, conlleva dos
consecuencias profundamente perniciosas. Primero se anticipa a las políticas. Ni
los daños supuestamente evitados por los confinamientos ni los daños
supuestamente creados por ellos son información definitiva. No existe una
ciencia que pueda determinar cualquiera de ellos con precisión porque, en ambos
casos, estarán implicados algunos supuestos de partida cuestionables, junto con
muchos otros modelos y escenarios probables. (No hay que insistir en lo que
debería ser obvio, pero la misma sociedad no puede estar, al mismo tiempo,
confinada y no confinada, que es la única manera en que podría realizarse una
comparación “científica” definitiva entre dos condiciones). Esta es la razón
por la cual las personas, en este momento, están tan apasionadamente, y yo
diría muy legítimamente, divididas acerca de la efectividad de los
confinamientos –están partiendo de supuestos diferentes, comparando casos
disimiles, y realizando concesiones y ajustes variados a estas disimilitudes–.
Imaginar que la “Ciencia” pudiera poner en orden todo esto es, en mi opinión,
una fantasía reaccionaria y destructiva. La política es la esfera de la
elección moral –la esfera en la que se toman apropiadamente las decisiones
sobre cómo vamos a vivir–. La ciencia simplemente no te puede decir si es
correcto dejar que una persona muera sola a fin de evitar algún riesgo de
diseminar el contagio necesariamente hipotético. “Seguir [lo que dice] la
ciencia” en casos donde la ciencia no es aplicable o no existe es, por tanto,
una fórmula para el vaciamiento completo de la política. Desde hace mucho
tiempo que estoy de acuerdo con la opinión del filósofo de la ciencia francés
Bruno Latour quien sostiene que solo podemos volver a “aterrizar” a través de
un renacimiento de la política, y que este resurgimiento dependerá de una
redefinición de las ciencias que rompa el dominio de la Ciencia mistificada
sobre la política. Me parece, en consonancia con ello, que el reforzamiento del
mito de la Ciencia que la pandemia ha hecho posible es algo que debe
combatirse.
La segunda
consecuencia perniciosa de este mito es el daño a las ciencias mismas. A pesar
de la censura que se ha ejercido durante la pandemia, cualquier persona de
mente abierta y con una variedad de fuentes habrá notado aún los desacuerdos
fundamentales que desde un inicio dividieron a los epidemiólogos, virólogos,
especialistas en enfermedades contagiosas y expertos en salud pública. Estos
desacuerdos son normales, predecibles y saludables. Lo que no ha sido nada
saludable es la ficción de unanimidad proclamada por aquellos que pretenden
conocer y seguir a la ciencia. En mi opinión, esta ficción perpetúa una
imagen falsa de las ciencias en la que se suprime todo tipo de variabilidad,
contingencia y sesgo. Peor aún, su fundamentalismo engendra la propia anticientificidad
a la que pretende oponerse. Las ciencias prosperarán y servirán sus propios
propósitos solo cuando dejen de ser confundidas con la voz de la Naturaleza o
la voz de Dios.
Las
políticas de cuarentas masivas que muchos gobiernos adoptaron durante el último
año han sembrado varias consecuencias amenazantes y fatídicas. Derechos básicos
han sido eliminados; medios de subsistencia se han perdido; se ha incurrido en
una deuda enorme; las relaciones sociales se han vuelto virtuales; se ha
alentado el pánico; las artes han sido diezmadas; y cientos de otros problemas se
han agudizado como resultado de una focalización exclusiva en COVID-19. Si
acaso los beneficios de estas políticas han compensado estos costos es, como he
tratado de mostrar, una cuestión política. Es obvio que tengo dudas de que así
sea y me inclino a pensar que la opción de “protección enfocada” propuesta por
la Declaración de Great Barrington habría sido el más sensato curso a seguir. Pero
lo que realmente me preocupa es porqué algo tan claramente debatible no puede, aparentemente,
ser debatido. Y es aquí donde pienso que Illich vuelve a entrar en escena.
Tan atrás
como los 1980 inclusive, Illich había detectado entre sus contemporáneos una
nueva “topología conceptual y perceptual”, un nuevo “espacio mental”, decía él,
que era “no continuo con el pasado”. Me parece que los conceptos detrás de los
cuales la mayoría se ha alineado en el último año pertenecen a esta nueva
topología. Son destacables los conceptos del riesgo, la seguridad, la gestión
y, sobre todo, la vida. Hemos estado “practicando” y aculturando estas
ideas por muchos años, pero tenía que venir una pandemia para evidenciar cuán
completamente han quedado establecidas. La cuarentena masiva se vio como un
paso necesario e incuestionable, y no como una novedad debatible, porque la vida
debe protegerse, el riesgo debe evitarse, la seguridad debe ser
lo más importante. El daño a los estilos de convivialidad establecidos y hábitos
culturales arraigados era soportable porque estos nuevos conceptos determinan
cada vez más nuestra forma de vida –ellos son nuestra cultura–. La idea
del distanciamiento y la evasión como ejercicios de solidaridad funcionó porque
ya suficientes individuos se consideraban como componentes de un sistema
inmunológico –una vida a escala ampliada– más que como integrantes de una
sociedad o cultura política. El contraste era marcado en el caso de la devoción
religiosa. Los rituales de la salud y seguridad fueron aprobados y alentados;
los rituales religiosos fueron excluidos. Los primeros eran tratados como
consensuados, sustantivos y obligatorios; los segundos como cascara opcional
que puede practicarse únicamente a gusto del Estado.
Cuando
Illich escribió sobre la “desescolarización”, promoviéndola como el sine qua
non de cualquier “movimiento de liberación humana”, su argumento no era la
eliminación de las escuelas sino el “retiro de su reconocimiento oficial” (disestablishment)
–una expresión que la mayor parte de sus lectores hubiera asociado enteramente
con la religión–. El gobierno, dice la primera enmienda de la constitución estadounidense,
“no hará ninguna ley respecto al establecimiento de la religión”. La propuesta
de Illich fracasó porque pocos compartían su opinión de que la escolarización
debiera considerarse “el establecimiento de una religión” en vez de algo más
utilitario. La religión solo se hace perceptible como tal únicamente cuando se
vuelve una creencia opcional, más que una forma de vida obvia. Fue precisamente
a fin de marginarla y contenerla que la religión se redefinió como una creencia,
en vez de una práctica, durante el período moderno.
Mi punto es
que el “nuevo estado de religiosidad” de Illich, centrado en torno a la vida,
no es fácil de percibir como tal. Podría serlo para los miembros devotos de las
confesiones abrahámicas que colocan el centro de la vida en Aquél en quien
“vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser” y por tanto no ven a la
preservación y prolongación de la vida sea como un bien exclusivo o como el
bien superlativo. Pero para aquellos que viven dentro de los horizontes de esta
religiosidad, necesariamente debe asumir la forma de algo obvio e
incuestionable. Cuando me tocó hablar hace poco con un cirujano que me quería
convencer de someterme a una cirugía que creía podría ampliar mi “expectativa
de vida”, tuve la impresión de que simplemente no podía entender cómo pudiera
ser posible cualquier otro objetivo –una búsqueda de la “hora [apropiada] de mi
muerte”, por ejemplo –. Para alguien como él, la vida es un bien sin
restricciones, la muerte un mal sin atenuantes. Lo que se torna sagrado se
vuelve intocable e incuestionable. Delante de la vida, esa cosa preciosa
que debemos salvar a toda costa, todos deben inclinarse y guardar silencio. Esto
permite que el gobierno continúe como si estuviera detrás de un velo. La
imagen es precisa por cuanto era un velo lo que ocultaba de la vista al
Sanctasanctórum en el Segundo Templo de Jerusalén. Era este velo que los
Evangelios dicen se rompió en dos en la hora de la Crucifixión, profanando el
sagrado antiguo y abriendo la puerta, a la larga, a nuestra reverencia por la
vida en sí misma, la vida como su propio dios.
Para
resumir: creo que durante el año pasado se ha vuelto a la gente menos
competente, menos consciente, más temerosa y más inclinada al ritualismo y el sentimentalismo.
Mitos fatales, como el mito de la Ciencia, han resultado fortalecidos. Más
gente ha quedado relegada al nuevo proletariado cuyo único trabajo restante es
recolectar bonos del Estado, consumir entretenimiento y aplaudir por encargo. El
Foro Económico Mundial ha sido alentado a diseñar su Gran Reseteado mediante el
cual el capitalismo monopólico finalmente se volverá indistinguible del
socialismo. Las hegemonías profesionales incapacitantes han sido fortalecidas.
Las conversaciones difíciles –sobre la vacunación del Covid, digamos– se han
vuelto más difíciles aun, si no imposibles, debido a una polarización irresponsable.
El soberano que autoriza estos desarrollos es la Vida, junto con las
divinidades menores auxiliares que lleva su séquito, como ser el riesgo, la
seguridad y la gestión. Creo que Illich vio venir esto, y que me mantengo en
sintonía con él en este punto.
Conté la
historia de un joven que se preguntaba, después de escuchar a Illich dar su
conferencia sobre Némesis Médica, si la propuesta de Illich era “dejar
que la gente se muera”. Estoy seguro que la misma pregunta se me podría ahora hacer
a mí. Es una pregunta curiosa porque implica que depende de mí, o Illich, o
cualquier otro al que se pueda desafiar de esta forma, permitir o no permitir
la muerte. Antiguas imágenes de las Parcas las muestran tejiendo y cortando la
tela del destino, asignando a cada uno al nacer un pedazo intransferible. La
imagen contemporánea es contraria. Nada determina nuestros destinos excepto la
vigilancia de las instituciones que nos protegen. Viviremos hasta que, al terminar
el tratamiento, se nos “deja” morir. La desmesura de esta imagen refleja como
un espejo el fatalismo de la anterior. Illich era un hombre del “camino medio”,
lo cual no significaba para él la mediocridad sino el filo de la navaja de un
discernimiento constantemente renovado. No abogaba por dejar deliberadamente que
la gente se muera, como tampoco abogaba por mantenerla con vida a cualquier
costo. Nada nos dirá por adelantado dónde debiera quedar el equilibrio, pero
ciertamente nunca lo encontraremos si prohibimos toda discusión.
La idea de
que la vida y la muerte, o el bien y el mal, están indisolublemente enmarañados
en el mundo no es una idea nueva, y no debería ser controvertida. Los
cristianos tienen la parábola del grano y la cizaña para enseñarles esto; los
budistas tienen la idea de que el bien y el mal son de “origen codependiente”. Solo
en una civilización completamente entregada a lo que Illich llamó alguna vez “una
compulsión por hacer el bien” esta idea requeriría defenderse o explicarse. Tener
que defenderla, sin embargo, coloca al defensor en la extraña posición de hablar
pareciera en favor de cualquier mal que la última guerra está supuestamente
erradicando. Creo que la opinión de Illich, expresada en su maravilloso ensayo
“Investigación por la gente”, era que se puede trazar una aproximada pero clara
distinción entre una tecnología que “remedia” ciertos males e inconvenientes de
la condición humana y la tecnología que apunta, en los términos de Francis
Bacon, al “dominio sobre la naturaleza”. Esta idea de una tecnología como
remedio que él atribuye a Hugo de San Víctor, es lo más cerca que llegó, y lo
más cerca que pensó le era posible llegar, a especificar un principio de lo
bastante, lo suficiente o el límite, sobre el que pueda fundarse una filosofía
de la tecnología post prometeica y post baconiana. Cualquiera sea la manera en
que se formule este principio, con seguridad estipulará cosas que no pueden
hacerse así como cosas que sí se pueden hacer. Por el contrario, la vida
ejerce una demanda ilimitada. Se trata del bien repetitivo, deslumbrante e
interminable que la cristiandad corrompida le transmitió a la modernidad. El pasado
año fuimos tras él como nunca antes y sin advertir nunca el parteaguas que estábamos
cruzando. Para “salvar vidas” hemos puesto al mundo de cabeza, aceptando la
censura y el control social invasivo, abandonando a los ancianos e inmolando a
los marginales de la economía. Hemos permitido una mayor mitificación de lo que
ya estaba por demás mitificado –la Ciencia como un oráculo concebido como
inmaculado e infalible–. Hemos dado paso a la virtualización intensiva, el
pánico creciente y el daño a la convivialidad. Mi pregunta es: ¿valió la pena?
Para
concluir entonces: tanto Wolfgang Palaver como Jean-Pierre Dupuy han sugerido
que Illich está siendo o bien malinterpretado o empujado demasiado lejos. En
respuesta, he intentado sacar las consecuencias de la denuncia que hizo Illich
de la vida como un ídolo y mostrar que lo que su “olfato, su intuición y su
razón” le decían hace 40 años ha sido revelado y realizado más completamente en
el entretanto. Lo que me gustaría saber ahora es dónde se encuentra la
diferencia con mis interlocutores. ¿Piensan ellos que estoy equivocado sobre el
daño provocado el año pasado? ¿Consideran que estoy malinterpretando a Illich?
¿O piensan que el propio Illich está equivocado?
*Del
original Concerning Life: An Open Letter To Jean- Pierre Dupuy And Wolfgang
Palaver en blog del autor el 11 de junio 2021
[https://www.davidcayley.com/blog/2021/6/11/concerning-life-1]
**Traducción de Hernando Calla, La Paz – Bolivia, 30 de marzo de 2023 (algunos paréntesis incluyen términos clave del original, algunos corchetes son sugerencias del traductor) y publicada por CONSPIRATIO, publicación periódica para "Pensar Siguiendo las Pistas de Iván Illich", N°4 Primavera 2023.
[https://thinkingafterivanillich.net/conspiratio-number-4-spring-2023/#pdf-conspiratio-number-4-spring-2023/299/]
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