Por
Rossana Reguillo
Mi
corazón, tambor velado
va
redoblando marchas fúnebres…
Charles Baudelaire
Conocí a Carla en una
zapatería del centro de Guadalajara. Tres cosas llamaron mi atención, su
extrema palidez, su incomodidad cuando el perfil de un tatuaje indefinido
asomaba por el cuello de su camisa verde (el gesto desesperado y repetido por
acomodar la camiseta), y, de manera especial un libro de Baudelaire, Las flores del mal, que reposaba al lado
de la caja registradora que ella operaba con eficiente desgano. Era una tarde
extraña, la preocupación y la tristeza me perseguían como un dolor sordo en
todo el cuerpo; me retumbaban los oídos o el corazón de pura angustia.
Venía de hablar con varios
jóvenes en uno de esos barrios “calientes”, “difíciles”. En este barrio calibré en más de una ocasión mis
instrumentos etnográficos de conocer. De los “morros” de aquellos tiempos, por
allá a finales de los noventa, no quedaba ninguno. Puras biografías rotas,
fracturadas, despedazadas. Habían sido 22 jóvenes, puros hombres (a ellos no
les cuadraba tener morras en la clika;[2]
era peligroso decían); los más habían muerto en distintos sucesos violentos,
asesinatos cometidos por otras clikas
o en desapariciones adjudicadas a los señores que habían empezado a adueñarse
de los barrios de la ciudad por allá de los años ochenta; los menos estaban en
la cárcel con condenas eternas por asesinatos (con puntas, no les alcanzaba para las fuskas; no, no en aquellos tiempos), y dos de ellos, según me
contaron, habían logrado huir al otro lado, desde donde mandaban señales
intermitentes a las familias, las mujeres y los hijitos que quedaron regados.
Todos ellos tenían rostros para mí, nombres y apodos: “El Trole”, “El Afanado”,
“El GanchoX”, “El Mofle”, nombres que apelaban a alguna de sus características,
un distintivo frente al anonimato al que se sentían condenados por un sistema que
se esmeraba en excluirlos y perseguirlos. Entre la banda, el apodo es clave;
santo y seña para sobrevivir a la intemperie.
La tarde en que conocí a
Carla fue de puro estupor, de un desconcierto que no lograba nombrar. Desde un
hueco bien hondo en el estómago observé a Carla, y un fragmento me golpeó como
un recuerdo que fulmina: “Mi corazón, tambor velado, va redoblando marchas
fúnebres”. Lo repetí en voz alta y ella me oyó: “Ah, se sabe los poemas del
maestro”, afirmó, más que preguntó, y sonrió ligeramente ante mi gesto
afirmativo. Supe con ese extraño saber que dan los años de trajinar por esos
caminos que se llaman etnografía, que tenía que hablar con ella. Pagué mi
cuenta y le dije: “Te espero afuera y platicamos, ¿no?”. Asintió atendiendo a
la mujer que hacía fila con tres pares de semi zapatillas de ballet. Tomé la
caja y salí hacia la plaza de Los Libertadores, la catedral era una mole
silenciosa que contrastaba con el bullicio del centro a las siete de la tarde.
Pasó un buen rato y Carla apareció recompuesta: a la cicatriz vacía de su nariz
se había añadido un bello arete de plata y, del inicio del tatuaje que se
mostraba ya sin incomodidad, pude adivinar unas letras “D”, “M”, “N”. Sostenía
entre sus manos con uñas negras, fúnebres, el ejemplar de Las flores del mal.
Caminamos un poco y le
invité un raspado. Nos sentamos en una banca y comenzamos a charlar.
Su
iniciación a Baudelaire le venía de un novio en su natal Tijuana, un gótico
culto que la convirtió; Carla era una punk y al conocer al “Male” decidió que
lo suyo era lo gótico: leyó toneladas de poesía, escuchó hasta el hartazgo a
grupos célebres del gótico (pero esa es otra historia), y, sobre todo, decidió
que estaba deprimida para siempre:
—
¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir! En un sueño, como la muerte, dulce—
recitó.
— ¿”El Leteo”? — pregunté. Eso cerró nuestro
pacto y Carla se decidió a contarme su vida.
Gramática
de las violencias
En mis distintas
aproximaciones al tema (tanto teóricas como empíricas), he sostenido tres premisas
básicas que quiero enfatizar en estas páginas:
A) La violencia jamás puede
ser enunciada en singular: son muchas sus formas y sus lenguajes. Por ello
hablo de “gramática de las violencias”.
B) No es exterior a lo
social; está dentro, aquí, dando forma y constituyendo eso que llamamos
sociedad.
C) Emerge como lengua franca
cuando se forma un colapso en las formas de inteligibilidad, cuando colapsa el
lenguaje, los sistemas de representación y las instituciones.
Como sistemas de acción y
como lenguajes, las violencias implican siempre creencias y ritualizaciones,[3] y se sustentan en la
capacidad o mejor competencia de unos sujetos conscientes y sintientes que
buscan alterar la realidad o el curso de los sucesos a través del uso de
métodos, mecanismos o dispositivos violentos para conseguir ciertos resultados
que se insertan en la “racionalidad” que comanda el sistema de acción de las
violencias sociales.
Este enfoque me permite
desestabilizar dos lugares comunes fuertemente instalados en el imaginario: que
la violencia en singular se ubica en un lugar más allá de lo social, como si de
una fuerza exógena, supraterrenal se tratara; y, que la violencia es irracional
y por ende incomprensible.
Desde mediados de los años
ochenta empezó a hacerse visible, primero de manera imperceptible y luego de
manera estruendosa, que algo cambiaba en el mapa de los universos juveniles y
su relación con las violencias: Brasil, Colombia, El Salvador, y más tarde
México, mostraban tasas de mortalidad juvenil de alcances mayúsculos. A las
etiquetas-estigmas que la sociedad ha colocado sobre sus jóvenes: “rebeldes sin
causa”, “estudiantes revoltosos”, “marihuanos”, “hedonistas”, “apáticos”,
“desinformados” (según la perspectiva adultocéntrica de quien la asigna), se
añadieron las marcas definitivas: “violentos”, “delincuentes”. Mientras algunas
y algunos investigadores de la condición juvenil en Iberoamérica intentábamos
entender y producir conocimiento, los grandes medios de comunicación y algunas
autoridades estatales, sin proyecto para los jóvenes, habían empezado su gran
cruzada: la criminalización de los jóvenes, “chavos expiatorios” (como me dijo alguna vez Monsiváis),
responsables en primera instancia del previsible colapso de nuestras
sociedades. Los jóvenes se instalaron en el imaginario y en el espacio público
como “problema”, como operadores de la violencia informe que sacudía los
territorios de la vida social. El “minimalismo” de la política social del
Estado, y su “maximalismo” policíaco y represor, apretaron la pinza que se
cerró sobre millones de jóvenes en México.[4]
Colocar en el debate público
la necesidad de pensar a los jóvenes como víctimas (y no solo como
victimarios), ha sido una tarea compleja a lo largo de estos años; volver
visible el sistema que los excluye, los criminaliza, los condena por la vía de
los hechos a la precarización y les expropia la noción de futuro, es navegar a
contracorriente de una sociedad que ha preferido el relato terrible sobre sus
jóvenes.
¿Cómo entender las
violencias en los mundos juveniles sin asumir que hoy enfrentamos la erosión de
la condición juvenil que en formas diferenciadas dificulta su inserción y
participación, su acceso a la escuela, al trabajo; su creciente descreimiento y
desconfianza en la política como espacio para la negociación y el pacto; la
distancia que se acrecienta entre ofertas de consumo, de posibilidades, de
información, al mismo tiempo que se achican las oportunidades de acceso. Todo
esto en contextos de fragilidad democrática y una enorme desigualdad
estructural? La pregunta clave me parece, es cuestionarnos en torno a la situación
en la que ellas y ellos deben armar sus biografías, su vida cotidiana, no como
la aventura de un sujeto individual, sino como ese “miedo ambiente” que
delinea, de maneras desiguales, la condición juvenil en el México
contemporáneo”.
Bajo estas perspectivas,
hago inmersión en “aguas etnográficas adentro”, para que Carla nos guíe por
esos laberintos que transitan nuestros jóvenes.
El
yo precario
Carla tuvo cinco hermanos,
de los que sobreviven dos, además de ella. Hija de una familia de migrantes que
llegó a Tijuana a principios de los años setenta, procedente de Veracruz. Sus
padres, en ese entonces jóvenes y sin hijos, querían cruzar hacia el norte,
pero –me cuenta Carla– un accidente del padre selló sus destinos y se fueron
quedando hasta que Tijuana se les volvió terruño, el lugar de sus apegos y
afectos.
A los 14 años Carla ya había
perdido a su madre y a dos de sus hermanos, el mayor y el más pequeño. Ella de
cáncer; ellos, esculpidos a balazos, quedaron en la calle como monumentos
siniestros a los que la pequeña Carla tuvo miedo.
Ante el dolor de estas
pérdidas el padre decidió cruzar por fin y encomendó a Carla con una comadre
veracruzana; los otros tres ya se movían con impulso propio.
Carla dejó la escuela para
ayudar en la ferretería del barrio propiedad de su madrina; su hermano “El
Ches” (en honor a Chespirito), la visitaba de vez en vez y le llevaba dineritos
para sus afanes. Carla se volvió punketa, de las duras –dice ella–; andaba toda
loca, acelerada: “No se me olvidaban mis hermanos enfrente de la casa y los
hilitos de pinche sangre que les salía sin acabarse”. Los problemas con su
familia adoptiva no se hicieron esperar. Y a Carla se le acababan los recursos
y la sonrisa se le iba volviendo mueca.
Sin saberlo, Carla empezaba
a enfrentar lo que Beck llama “la solución biográfica a las contradicciones
sistémicas”.[5]
Es decir, la construcción vertiginosa de un yo “inadecuado”, que se (auto)
responsabiliza de todo lo que (le) sucede.[6]
Fragmento extractado de:
Rossana Reguillo, “Juventud en exequias, violencias, precarización y
desencanto”; en CONSPIRATIO No. 12: Violencia de Estado: el fracaso de la
transición. (Editorial Jus, México D. F., julio-agosto 2011)
Vender
riesgo: de la precarización al agenciamiento violento
Desde el pánico moral,
algunos “portavoces” de la sociedad mexicana, “sinceramente consternados”, como
diría Monsiváis, se concentraron en el problema de la expansión “epidémica” del
consumo de drogas entre los jóvenes; preocupación consecuente con la lógica
tutelar y proscriptiva que gobierna los imaginarios sociales en torno a los
jóvenes. Lo que ha sido obturado por este debate es que más allá del consumo,
la situación del país: el quiebre de la institucionalidad, el crecimiento de la
impunidad, el aumento de la pobreza y la exclusión, resultaría un caldo de
cultivo propicio para que las estructuras del narco comenzaran un trabajo tan
callado como eficaz en el reclutamiento de un ejército de jóvenes
desencantados, empobrecidos y en búsqueda de reconocimiento.
Sostengo entonces que, de
cara a las condiciones que enfrentan por lo menos 50 por ciento de nuestros
jóvenes,[7] muchas de ellas y de ellos
son orillados a utilizar su único “valor de cambio”: correr riesgos, vender riesgos,[8]un
capital muy codiciado por el crimen organizado.
El
Ches se apersonó una tarde en la ferretería; le pidió a Carla que saliera del
local. Sin demasiadas palabras le dijo “toma” y le entregó un paquete raro,
“blandito”, describió Carla. Te vas al puente a las 9:00 y te cruzas, te paras
en el bus y un bato acá, todo tatuado te va a pedir el paquete y ya’stuvo, te
regresás y por el jalecito[9]
te tocan diez mil.
Lo
que quedaba del respaldo de tamarindo se deslizaba por el brazo izquierdo de
Carla, ella, sin inmutarse, seguía contando, más para sí misma (yo era el
espejo de sus reflexiones y recuerdos). “¡Úta! – dijo de pronto–, qué huevos
tuve. La neta yo sabía de qué se trataba, el Ches desde chiquito andaba en
esas. Me cae que ni lo pensé, me imaginé que con esa lana me podía largar de
esa pinche casa y podía jalar por mí misma. El Ches se me quedó mirando y me
dijo: ‘No te claves culera, después de esto vienen más jales y vas a mandar a
la chingada a ‘doña pelos’. Todo es seguro, pss qué. Nomás, añadió el Ches, te
vistes de otro modo morra, estás muy placa con esa finta”. Carla dijo que por
primera vez en muchos meses pensó, sintió con el cuerpo, que tenía opciones;
era capaz de decidir.
Carla signaba así un pacto
silencioso, se aproximaba a lo que ella entendía era su única posibilidad de
libertad y bienestar. No le importó vender
ese riesgo (lo prefería a vender lástima) y desde muy adentro supo que
había dado un paso sin retorno y que no le importaba: el local de la ferretería
–ajena–, y esa pequeña cama improvisada pero eterna entre el comedor y la sala,
la tenían “hasta la madre”. Su papá no se comunicaba y sólo sabía por una tía
que se perdía de borracho en Red Woods y lo encontraban en el portal de su motor home repitiendo el nombre de sus
hijos, nunca el de su mujer.
La precariedad estructural,
la precariedad del yo, la ausencia de políticas sociales, el quiebre de las
instituciones se intersectan de maneras distintas de acuerdo con los contextos
locales, con la condición de género, con las zonas urbanas o rurales y con las
dimensiones religiosas que dan forma y concreción a las dinámicas en que los jóvenes asumen vender riesgo y
acceder así a un mínimo de agencia [autonomía].
Violencias
disciplinantes: la pedagogía del miedo
Entre las cuatro formas o
gramáticas de las violencias que he logrado categorizar con fines analíticos,[10] quisiera centrarme aquí
(por razones de espacio) en lo que he llamado violencias disciplinantes,
aquellas que despliegan los signos de su poder para marcar sobre los cuerpos y
voluntades otras, el designio inapelable de su propia racionalidad. Someter por
miedo, caligrafía brutal que ostenta su poder total.
Los códigos narcos
operan bien la economía simbólica de
estas formas de violencia: te martirizo a ti para que otros entiendan el
mensaje; resuelvo un problema y avanzo sobre el control territorial. A lo largo
de mi trabajo de investigación he podido constatar la estrecha relación que
existe entre estas violencias disciplinantes y la búsqueda, necesidad de los
jóvenes de construir sus biografías en contextos de mayor estabilidad, con
(mínimas) certezas de lugar, lealtades, solidaridades, garantías (inestables)
y, especialmente, reconocimiento. Cuesta entenderlo y aún más, aceptarlo, pero el
narcotráfico es capaz de ofertar todo esto.
Con
ese jale Carla[11]
se inició en el trabajo como transportista en pequeña escala, una mula que iba
y venía como fantasma por la frontera. Al tercer viaje estuvo lista para
abandonar la casa de su madrina. Rentó
un pequeño “depa” y empezó a dormir de día y a vivir de noche; lo punketo se
deshacía y en su identidad brotaba una mujer triste y solitaria pero “entrona”,
así se definió. El jefe del Ches le agarró cariño pero la respetaba; “a otras
morras les iba de la chingada, siempre andaban golpeadas, a mí no me tocaban,
el Ches era mi seguro y yo agarré muy bien la onda y no faltaba a mis jales.
Todo iba bien suave hasta que se chingaron a mi hermanito, lo abrieron en canal
los hijos de la chingada y me lo aventaron, otra vez, en la puerta de mi
cantón. No tengo ciencia cierta, pero lo que supe es que el pendejo del Ches andaba haciendo negocio por
su cuenta y que las morras que tenía contratadas aparte de mi eran muy gruesas,
muy cabronas. Total, a mí me lo tiraron y yo me tuve que hacer la fuerte. A
donde me cambié llegó el jefe a pedirme disculpas: que la bronca no era conmigo
y que los pendejos se habían equivocado de puerta. Ya para estas yo estaba
asustadísima, pero seguí trabajando para ellos; me tragué el dolor de mi
hermanito y le seguí; pero ya andaba yo con ganas de salirme del rollo. En esas
conocí al Male y me encantó el bato, hablaba a pura poesía. Me clavé en lo del
gótico y entendí muchas cosas; pero no me dejaban en paz. Los jales iban en
aumento (y también la lana), hasta que un día el jefe me dijo que ya me tenían
mucha confianza y que me invitaban a ‘sicariar’”.
Dice
Carla que sus piernas se aflojaron; analizamos juntas el sentido de este nuevo
verbo y desde el presente, Carla conectó con su saber antiguo: se trataba de
dar un paso definitivo hacia la muerte; pero no la muerte dulce y nostálgica
que conoció con el Male, sino la fea, la dura, la cabrona. Tuvo mucho miedo,
dijo Carla que supo que tenía que escaparse. El Male la ayudó y eso se supo, el
chavo amaneció degollado en un parque perdido de Tijuana. A sus 18 años Carla
ya sumaba muertos y restaba vidas de los que había querido. Irse pa’ Califas la
dejaba demasiado cerca de sus perseguidores y no podía contar con su papá; la
vía de escape la armaron entre ella –que a esas alturas se sabía de memoria
rutas y encrucijadas– y “El Borrego”, un compa del Ches: Guadalajara era la
opción, allí podría perderse para siempre porque sus enemigos no dominaban la
plaza. Y así, una madrugada salió de la casa del Borrego, sin mirar hacia
atrás, con un ejemplar de Las flores del mal que el Male le había regalado, unos ahorros y una maleta casi vacía.
Los jóvenes ingresan como
empleados y como victimarios a la órbita del narcotráfico, pero también como
víctimas de un complejo sistema que los excluye y los niega. Su vida “útil” en
estos mundos suele ser muy corta y la mayoría no corre con “la suerte” de
Carla. Resulta fundamental, a mi juicio, romper de tajo con la idea de que los
jóvenes se afilian al narcotráfico por “falta de valores y desintegración
familiar”, como suelen machacar algunos expertos y muchos políticos. Esta
lectura moralizante y psicologista resulta simplista y miope, porque niega,
elude o invisibiliza las condiciones
estructurales en las que muchos jóvenes intentan armar y construir sus
biografías. Y porque desconoce el contexto en el que el narcotráfico opera como
mecanismo de empoderamiento de estas y estos jóvenes reclutados. En una
compleja mezcla de castigo (violencia disciplinante) y recompensa (sentido,
pertenencia, consumo suntuario), el narco opera impunemente sobre lo que se
consideran los “residuos sociales”, parafraseando a Bauman.
Lo
siniestro: lo inerte y sus reversos
Considero que uno de los
lenguajes de la violencia y el terror es lo siniestro. Para Freud, “lo
siniestro” (Das Unheimlich),
significa la transformación de lo familiar en lo opuesto, en algo extraño y
amenazante, con potencial destructivo. Para muchos jóvenes en el país, la
sociedad, su vida cotidiana, su experiencia ha devenido siniestra. La angustia
frente a lo siniestro se produce porque hay un pacto tácito de reconocimiento
de que “sabíamos” que aquello familiar y conocido podía mutar en su contrario,
lo extraño, lo desconocido.
Carla frente al cuerpo
tirado de sus hermanos “con hilos de sangre que no acaban” y que le producen
miedo; Carla frente al “jefe” que entiende lo que se oculta en la sonrisa
amable; Carla, frente a la reducción de sus opciones; Carla, sabiendo que su
vida transcurre de manera precaria y que el gesto indescifrable de un
transeúnte desconocido puede ser la sentencia final; Carla, aferrada a su
tatuaje que, entiendo meses después, cuando me lo muestra, son los nombres de
los muertos que la habitan.
No hay categorías precisas
para nombrar la disolución de la experiencia límite de muchos jóvenes en estas
violencias sincopadas, caóticas, terribles. La “bio-violenta” biografía de
Carla, introduce el escalofrío de lo siniestro en la medida en que la
autometamorfosis borra su posible identidad en aras de una alteridad que no
está afuera de su propio cuerpo (ella vive y sabe lo que hace), sino contenida
en él. A contravía de un imaginario social expandido que asume a los jóvenes
como el lugar de la transparencia identitaria, de lo positivo, el mutar “violento”
apela al discernimiento entre lo clausurado (como opción) y la conciencia de
que es posible esculpir la propia biografía al margen o de espaldas a las
tecnologías del poder disciplinario[12] que expande sus
tentáculos desde los mapas de la legalidad y desde la paralegalidad.[13]
Carla
consiguió un nuevo trabajo. Sus ahorros no alcanzan ya para sostener su vicio
de apilar libros de poesía gótica; pero cada día se siente menos insegura.
Cuando las autoridades ejecutaron a Nacho Coronel me llamó por teléfono, asustada:
ya se jodió la cosa, me dijo, se me hace que me voy pa’ Califas, acá se va a
poner muy bravo. Conversamos un largo rato y quedamos de encontrarnos en un
café para intercambiar puntos de vista. No supe más de ella. Biografías
precarias que se arman cotidianamente desde la contingencia. Reviso mi última
anotación en mi diario de campo en lo que toca a Carla y leo: se agotan mis
“instrumentos de conocer” y no hay escuchas; hay una flecha vacía y un signo de
interrogación. A la vio-grafía de Carla , le siguió la de “Beto”, un joven
sicario de La Familia.[14]
Publicado originalmente en: Rossana Reguillo, “Juventud en exequias, violencias, precarización y desencanto”; en CONSPIRATIO No. 12: Violencia de Estado: el fracaso de la transición. (Editorial Jus, México D. F., julio-agosto 2011)
[2] “Clika”
es el nombre que recibe el grupo de pares que opera bajo un referente
socioespacial (nombre del grupo/barrio de pertenencia); a principios de los
años noventa sustituyó paulatinamente la noción de “banda”.
[3] Étienne
Balibar, Violencias, identidades y civilidad. Para una cultura política global,
Gedisa, Barcelona, 2005.
[4] Según
los datos recientes de la CEPAL, en el grupo de jóvenes urbanos que va de 15 a
19 años de edad, existen más de cuatro millones de pobres en Brasil, casi tres
millones en México y más de un millón en Colombia. En términos relativos, las
situaciones más preocupantes se advierten en Honduras (70% de adolescentes
urbanos en situación de pobreza), Ecuador (58%), Bolivia (53%) y México (50%).
Véase Martín Hopenhayn (coord.), La juventud en Iberoamérica: tendencias y
urgencias, Organización Iberoamericana de Juventud/CEPAL, Santiago de Chile,
2004, p. 403.
[5] Ulrich Beck, Scott Lash y
Anthony Giddens, Modernización reflexiva.
Política, tradición y
estética en el orden social moderno, Madrid, Alianza Universidad, 1997, p. 272.
[6] Para
una aproximación más profunda a estos aspectos claves de la construcción del
“yo juvenil”, ver Rossana Reguillo, “The Warrior’s code? Youth, Communication and Social Change”, en
Thomas Tufte y Florencia Enghel (ed.), Youth
engaging with the world. Media, communication and social change, Suecia,
NORDICOM/University of Gothenburg-UNESCO/The International Clearinghouse on
Children/Youth and Media, 2009.
[7] Utilizo
indicadores de la CEPAL y del INEGI.
[8] Desarrollo
este concepto y sus implicaciones en Rossana Reguillo, “Llano en llamas. Jóvenes
contemporáneos y mercado de riesgos. Entre la precariedad y el desencanto, en
Oriol Romani (coord.), Jóvenes y riesgos,
¿unas relaciones ineludibles?, Ediciones Bellaterra, Barcelona, 2010.
[9] “Jale”
(“jalecito”): durante los años ochenta y los tempranos noventa, “jale”
designaba cualquier tipo de trabajo con remuneración; hoy predomina su uso para
nombrar a alguna encomienda vinculada con el narco, el cual ha incorporado a su
lenguaje muchas palabras propias del sociolecto juvenil.
[10] En
el transcurso de mis diversas investigaciones sobre el tema, he propuesto el
plural “las violencias” para aludir a la “clasificación” o tipologización
socio-histórica que permite elucidar los contextos y características que
definen y distinguen la multidimensionalidad del acto violento. Hasta el
momento propongo que existen cuatro subsistemas o dimensiones de la violencia:
la estructural, la histórica, la disciplinante y la difusa, que a su vez se
divide en dos formas: la utilitaria y la expresiva. Ver Rossana Reguillo,
“Ciudades y violencias. Un mapa contra los diagnósticos fatales”, en Rossana
Reguillo y Marcial Godoy Anativia (eds), Ciudades
translocales. Espacios, flujos, representación, ITESO/SSRC, Guadalajara,
2005.
[11] La
anotación de la historia de vida de Carla tomó cuatro sesiones de tres horas en
un lapso de seis meses; durante las cuales revisamos mis notas, me indicó
aquello que consideraba mal interpretado por mí, corrigió palabras, situaciones,
nombres y contextos.
[12] Michel
Foucault, Tecnologías del yo. Y otros
textos afines, Paidós/I.C.E.-UAB, Barcelona, 1990.
[13] Considero
que las violencias constituyen un “pasillo”, un “vestíbulo” entre un orden
colapsado y un orden que todavía “no es” pero que está siendo, de ahí su enorme
poder fundante y su simultánea ligereza. He propuesto, como tercer espacio
analítico, la noción de “paralegalidad”, para aludir esa zona fronteriza que
genera sus propios códigos, normas y rituales, que al ignorar a las
instituciones y al contrato social, se constituye paradójicamente en un desafío
mayor que la ilegalidad.
[14] Disponible
en mi blog:
http://<viaductosur.blogspot.com/2010/10/ya-no-alcanza-con-morirse.html>.
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