De nueva cuenta en Morelos – como ocurriera en marzo de 2011 con el homicidio de Juan Francisco Sicilia Ortega- el cruento asesinato de Alejandro Chao y Sarah Rebolledo, destacados catedráticos y activos ciudadanos, sacude a esa entidad y conmociona a la sociedad mexicana entera. No sólo es deplorable por las pérdidas humanas que en sí mismo entraña, sino por la insensatez y la saña con que fueron realizados.
“Primero lo que parece obvio. Se advierte entre víctimas y victimarios, la presencia de una brecha social que separa o cuando menos impide la construcción de un vínculo de identificación humana de los segundos con los primeros. A pesar de la existencia de un trato cotidiano, en el que medió de base una cierta confianza otorgada por los patrones a los victimarios, otrora trabajadores del matrimonio, (copia de llave o acceso a ellas) se mantuvo una distancia social que resultó irremontable. Distancia marcada tal vez por la propiedad, los bienes, la cultura, también la fisonomía (color de la piel, etc.) de la pareja de catedráticos, ante la carencia, la pobreza patrimonial, la miseria cultural y el sentimiento de exclusión o discriminación de sus trabajadores. Lo que está claro es que el trato previo entre ellos no alcanzó para generar un vinculo de reconocimiento mutuo, en tanto iguales y semejantes, ni para construir un puente de identificación entre el “nosotros” y “ellos”, que cerrara la posibilidad de la agresión.
“Ese impedimento para reconocerse como iguales y semejantes a los propietarios, patrones, también pudo haber mediado en el uso de la crueldad por parte de los victimarios: los aplastaron como puede hacerse instintivamente ante una alimaña que amenaza la propia seguridad; como a algo que hay que eliminar para sobrevivir.
“Estimo igualmente que esa distancia, sumada a la presencia de una violencia interna, soterrada, que parecer brotar en cada acto criminal de los que tenemos noticia cotidianamente, actúa como un inhibidor de la piedad. Esa virtud cívica que para los romanos vinculaba a los hombres entre sí, que los arraigaba como sujetos de derechos y deberes, como ciudadanos dignos y portadores de valores, que Aristóteles (Ética a Nicómaco) consideraba una virtud filial y Cicerón (Retórica II) veía como fuente del respeto a los orígenes de la sociedad, del propio individuo y del honor a lo que está por encima del poder del hombre.
“Pero carentes los presuntos delincuentes del reconocimiento como ciudadanos dignos, con derechos y obligaciones cívicas, sociales, políticos, económicos; negados en consecuencia, como tantos otros parias urbanos de nuestro México en su condición de sujetos y ciudadanos existentes para el Estado, invisibilizados en el mainstream de la comunidad social, no tienen vínculos fuertes que los arraiguen y por tanto, tampoco deben lealtad a la comunidad, a sus normas y a sus leyes.
“Las reflexiones anteriores me llevan a proponer una hipótesis interpretativa que es la siguiente: vivimos en México actualmente, en una sociedad fracturada por la desigualdad, el racismo, la discriminación, los abusos, la impunidad y el autoritarismo, a todo lo largo y ancho del tejido social.” Teresa Incháustegui Romero, “Morelos y la banalización de la violencia” (La Silla Rota, México, 9 mayo 2014)
http://lasillarota.com/morelos-y-la-banalizacion-de-la-violencia#.U3GMQ_l5Ovs
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