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jueves, 1 de septiembre de 2022

Euromaidán en Kiev, Ucrania (2014)

SOBRE LOS ACONTECIMIENTOS CONOCIDOS COMO EUROMAIDÁN EN KIEV (UCRANIA NOV. 2013 - FEB. 2014)

Por Timothy Snyder (El camino hacia la ausencia de libertad - Rusia - Europa - América, 2018)

La historia de Ucrania pone de relieve una cuestión central de la historia europea moderna: Después del imperio, ¿qué? Según la fábula de la nación sabia, los Estados-nación europeos aprendieron la lección de la guerra y comenzaron a integrarse. Para que este mito tenga sentido, los estados-nación deben poder imaginarse en períodos en los que en realidad no existían. Hay que eliminar el acontecimiento fundamental de mediados del siglo XX europeo: los intentos de los europeos de establecer imperios dentro de la propia Europa. El caso crucial es el fallido intento alemán de colonizar Ucrania en 1941. La rica tierra negra de Ucrania estuvo en el centro de los principales proyectos neoimperiales europeos del siglo XX, el soviético y luego el nazi. También en este sentido, la historia ucraniana es hipertípica y, por tanto, imprescindible. Ninguna otra tierra atrajo tanta atención colonial dentro de Europa. Esto revela la regla: La historia europea gira en torno a la colonización y la descolonización.

José Stalin entendió el proyecto soviético como una autocolonización. Como la Unión Soviética no tenía posesiones en el extranjero, tenía que explotar sus tierras interiores. Por tanto, Ucrania debía ceder su riqueza agrícola a los planificadores centrales soviéticos en el Primer Plan Quinquenal de 1928-1933. El control estatal de la agricultura mató de hambre a entre tres y cuatro millones de habitantes de la Ucrania soviética. Adolf Hitler veía a Ucrania como el territorio fértil que transformaría a Alemania en una potencia mundial. El control de su tierra negra era su objetivo de guerra. Como resultado de la ocupación alemana iniciada en 1941, murieron más de tres millones de habitantes de la Ucrania soviética, incluidos unos 1,6 millones de judíos asesinados por los alemanes y las policías y milicias locales. Además de esas pérdidas, unos tres millones más de habitantes de la Ucrania soviética murieron en combate como soldados del Ejército Rojo. En total, unos diez millones de personas murieron en una década como resultado de dos colonizaciones rivales del mismo territorio ucraniano.

Después de que el Ejército Rojo derrotara a la Wehrmacht en 1945, las fronteras de la Ucrania soviética se ampliaron hacia el oeste para incluir distritos tomados de Polonia, así como territorios menores de Checoslovaquia y Rumanía. En 1954, la península de Crimea fue retirada de la República Federativa Rusa de la Unión Soviética y añadida a la Ucrania soviética. Este fue el último de una serie de ajustes fronterizos entre las dos repúblicas soviéticas. Dado que Crimea está conectada a Ucrania por tierra (y es una isla desde la perspectiva de Rusia), se trataba de conectar la península a los suministros de agua y las redes eléctricas ucranianas. Los dirigentes soviéticos aprovecharon la ocasión para explicar que Ucrania y Rusia estaban unidas por el destino. Como el año 1954 era el tercer centenario del acuerdo que había unido a cosacos y a Moscovia contra la Mancomunidad Polaco-Lituana, las fábricas soviéticas produjeron paquetes de cigarrillos y camisones con el logotipo 300 AÑOS. Este fue un ejemplo temprano de la política soviética de lo eterno: legitimar el gobierno no por el logro presente ni una promesa futura, sino por el bucle nostálgico de un número redondo.

La Ucrania soviética era la segunda república más poblada de la URSS, después de la Rusia soviética. En los distritos occidentales de la Ucrania soviética, que habían formado parte de Polonia antes de la Segunda Guerra Mundial, los nacionalistas ucranianos se resistieron a la imposición del gobierno soviético. En una serie de deportaciones a finales de la década de 1940 y principios de la de 1950, ellos y sus familias fueron enviados por centenares de miles al sistema de campos de concentración soviéticos, el Gulag. En sólo unos días de octubre de 1947, por ejemplo, 76.192 ucranianos fueron transportados al Gulag en lo que se conoce como Operación Oeste. La mayoría de los que seguían vivos a la muerte de Stalin en 1953 fueron liberados por su sucesor, Nikita Khrushchev. En las décadas de 1960 y 1970, los comunistas ucranianos se unieron a sus camaradas rusos para gobernar el país más grande del mundo. Durante la guerra fría, el sureste de Ucrania fue un centro militar soviético. Los cohetes se construían en Dnipropetrovsk, no lejos de donde los cosacos tenían su fortaleza.

Aunque la política soviética había sido letal para los ucranianos, los líderes soviéticos nunca negaron que Ucrania fuera una nación. La idea reinante era que las naciones alcanzarían su pleno potencial bajo el dominio soviético, y luego se disolverían una vez alcanzado el comunismo. En las primeras décadas de la Unión Soviética, la existencia de una nación ucraniana se daba por sentada, desde el periodismo de Joseph Roth hasta las estadísticas de la Sociedad de Naciones. La hambruna de 1932-1933 fue también una guerra contra la nación ucraniana, ya que destrozó la cohesión social de los pueblos y coincidió con una sangrienta purga de activistas nacionales ucranianos. Sin embargo, se mantuvo la vaga idea de que la nación ucraniana tendría un futuro socialista. En realidad, sólo en la década de 1970, bajo Brezhnev, la política soviética abandonó oficialmente esta pretensión. En su mito de la "Gran Guerra de la Patria", rusos y ucranianos se fusionaron como soldados contra el fascismo. Cuando Brezhnev abandonó la utopía por el "socialismo realmente existente", dio a entender que el desarrollo de las naciones no rusas se había completado. Breshnev instó a que el ruso se convirtiera en la lengua de comunicación de todas las élites soviéticas, y un cliente suyo dirigió los asuntos ucranianos. Las escuelas se rusificaron, y las universidades seguirían el ejemplo. En la década de 1970, los opositores ucranianos al régimen soviético se arriesgaron a ir a la cárcel y al hospital psiquiátrico por protestar en nombre de la cultura ucraniana.

Sin duda, los comunistas ucranianos se unieron de todo corazón y en gran número al proyecto soviético, ayudando a los comunistas rusos a gobernar las regiones asiáticas de la URSS. Después de 1985, el intento de Gorbachov de pasar por encima del partido comunista lo alienó de esa gente, mientras que su política de glasnost, o debate abierto, animó a los ciudadanos soviéticos a airear las quejas nacionales. En 1986, su silencio tras el desastre nuclear de Chernóbil lo desacreditó entre muchos ucranianos. Millones de habitantes de la Ucrania soviética fueron expuestos innecesariamente a altas dosis de radiación. Fue difícil perdonar su orden específica de que un desfile del Primero de Mayo se realizara bajo una nube mortífera. El envenenamiento insensato de 1986 hizo que los ucranianos empezaran a hablar de la insensata hambruna masiva de 1933.

En el verano de 1991, el fallido golpe de Estado contra Gorbachov abrió el camino para que Boris Yeltsin apartara a Rusia de la Unión Soviética. Ucrania debía seguir su ejemplo. En un referéndum, el 92% de los habitantes de la Ucrania soviética, incluida la mayoría de todas las regiones ucranianas, votaron por la independencia.

 

Al igual que en la nueva Rusia, la década de 1990 en la nueva Ucrania estuvo marcada por las adquisiciones de activos soviéticos y los ingeniosos planes de arbitraje. A diferencia de Rusia, en Ucrania la nueva clase de oligarcas se constituyó en clanes duraderos, ninguno de los cuales dominó el Estado durante más de unos pocos años. Y a diferencia de Rusia, en Ucrania el poder cambió de manos mediante elecciones democráticas. Tanto Rusia como Ucrania perdieron la oportunidad de llevar a cabo una reforma económica en los años relativamente buenos que precedieron a la crisis financiera mundial de 2008. A diferencia de Rusia, en Ucrania la Unión Europea fue vista como una cura para la corrupción que impedía el avance social y una distribución más equitativa de la riqueza. La adhesión a la UE fue promovida constantemente, al menos de forma retórica, por los líderes ucranianos. El presidente ucraniano de 2010, Víctor Yanukovich, promovía la idea de un futuro europeo, incluso cuando aplicaba políticas que hacían menos probable ese futuro.

La carrera de Yanukovich demuestra la diferencia entre el pluralismo oligárquico ucraniano y el centralismo cleptocrático ruso. Se presentó a las elecciones presidenciales por primera vez en 2004. El recuento final había sido manipulado a su favor por su mecenas, el presidente saliente Leonid Kuchma. La política exterior rusa también apoyó su candidatura y declaró su victoria. Tras tres semanas de protestas en la Plaza de la Independencia de Kiev (conocida como Maidán), una sentencia del Tribunal Supremo de Ucrania y nuevas elecciones, Yanukovich aceptó la derrota. Este fue un momento importante en la historia de Ucrania; confirmó la democracia como principio de sucesión. Mientras el Estado de Derecho funcionara en las alturas de la política, siempre habría esperanza de que algún día se extendiera a la vida cotidiana.

Tras su derrota, Yanukovich contrató al consultor político estadounidense Paul Manafort para mejorar su imagen. Aunque Manafort mantuvo una residencia en la Torre Trump de Nueva York, pasó mucho tiempo en Ucrania. Bajo la tutela de Manafort, Yanukovich se cortó el pelo y se puso mejores trajes, y empezó a hablar con las manos. Manafort lo ayudó a seguir una "estrategia sureña" para Ucrania que recordaba a la que su Partido Republicano había utilizado en Estados Unidos: enfatizar las diferencias culturales, hacer política sobre el ser en lugar del hacer. En Estados Unidos, esto significaba jugar con los lamentos de los blancos a pesar de que estos eran una mayoría cuyos miembros poseían casi toda la riqueza; en Ucrania significaba exagerar las dificultades de las personas que hablaban ruso, a pesar de que este era un idioma principal de la política y la economía del país, y la primera lengua de quienes controlaban los recursos del país. Al igual que el siguiente cliente de Manafort, Donald Trump, Yanukovich llegó al poder gracias a una campaña de lamento cultural mezclada con la esperanza de que un oligarca pudiera defender al pueblo contra una oligarquía.

Tras ganar las elecciones presidenciales de 2010, Yanukovich se concentró en su propia riqueza personal. Parecía estar importando las prácticas rusas al crear una élite cleptocrática permanente en lugar de permitir la rotación de los clanes oligárquicos. Su hijo dentista se convirtió en uno de los hombres más ricos de Ucrania. Yanukovich socavó los controles y equilibrios entre los poderes del gobierno ucraniano, por ejemplo, al convertir al juez que había extraviado sus antecedentes penales en el presidente del Tribunal Supremo de Ucrania. Yanukovich también intentó manejar la democracia al estilo ruso. Encarceló a uno de sus dos principales opositores e hizo aprobar una ley que inhabilitaba al otro para presentarse a la presidencia. Esto le permitió presentarse a un segundo mandato contra un oponente nacionalista elegido a dedo. Yanukovich estaba seguro de ganar, tras lo cual podría decir a los europeos y a los estadounidenses que había salvado a Ucrania del nacionalismo.

Como nuevo Estado, Ucrania tenía enormes problemas, el más evidente la corrupción. Un acuerdo de asociación con la UE, que Yanukovich prometió firmar, sería un instrumento para apoyar el estado de derecho en Ucrania. La función histórica de la UE era precisamente el rescate del Estado europeo después del imperio. Puede que Yanukovich no lo entendiera, pero muchos ciudadanos ucranianos sí. Para ellos, sólo la perspectiva de un acuerdo de asociación hacía tolerable su régimen. Así que cuando Yanukovich declaró repentinamente, el 21 de noviembre de 2013, que Ucrania no firmaría el acuerdo de asociación, se volvió intolerable. Yanukovich había tomado su decisión tras hablar con Putin. La política rusa de lo eterno, ignorada por la mayoría de los ucranianos hasta entonces, estaba de repente a las puertas.

Son los periodistas de investigación los que sacan a la luz el dominio oligárquico y la desigualdad. Como cronistas de lo contemporáneo, reaccionan primero a la política de lo eterno. En la Ucrania oligárquica del siglo XXI, los reporteros ofrecieron a sus conciudadanos una oportunidad de autodefensa. Mustafa Nayyem era uno de esos periodistas de investigación, y el 21 de noviembre se hartó. Escribiendo en su página de Facebook, Nayyem instó a sus amigos a salir a protestar. "Los likes no cuentan", escribió. La gente tendría que sacar su cuerpo a las calles. Y así lo hicieron: al principio, estudiantes y jóvenes, miles de ellos de Kiev y de todo el país, los ciudadanos que más tienen que perder con un futuro congelado.

Vinieron al Maidán y se quedaron. Y al hacerlo, participaron en la creación de algo nuevo: una nación.

 

Independientemente de los defectos del sistema político ucraniano, después de 1991 los ucranianos habían llegado a dar por sentado que las disputas políticas se resolverían sin violencia. Las excepciones, como el asesinato del popular reportero de investigación Georgiy Gongadze en 2000, provocaron protestas. En un país que había visto más violencia que ningún otro en el siglo XX, la paz civil del siglo XXI fue un logro orgulloso. Junto con la regularidad de las elecciones y la ausencia de guerras, el derecho de reunión pacífica era una de las formas en que los propios ucranianos diferenciaban a su país de Rusia. Por eso fue un shock que la policía antidisturbios atacara a los manifestantes en el Maidán el 30 de noviembre. La noticia de que "nuestros hijos" habían sido golpeados se extendió por Kiev. El derramamiento de "la primera gota de sangre" hizo que la gente pasara a la acción.

Los ciudadanos ucranianos acudieron a Kiev para ayudar a los estudiantes porque estaban preocupados por la violencia. Uno de ellos era Sergei Nihoyan, un armenio étnico de habla rusa del distrito del sureste de Ucrania conocido como el Dombás. Trabajador él mismo, expresó su solidaridad con "los estudiantes, ciudadanos de Ucrania". El reflejo de proteger el futuro, desencadenado en las mentes de los estudiantes por el miedo a perder Europa, se desencadenó en otros por el miedo a perder la única generación criada en una Ucrania independiente. Entre los representantes de las generaciones mayores que acudieron al Maidán para proteger a los estudiantes se encontraban los "afganos", veteranos de la invasión del Ejército Rojo a Afganistán. Las protestas de diciembre de 2013 tenían que ver menos con Europa y más con la forma adecuada de hacer política en Ucrania, con la "decencia" o la "dignidad".

El 10 de diciembre de 2013, la policía antidisturbios fue enviada por segunda vez para despejar el Maidan de manifestantes. Una vez más se corrió la voz, y los kyivanos de toda condición decidieron poner sus cuerpos frente a las porras. Una joven empresaria recordó que sus amigos "se afeitaban y se ponían ropa limpia por si morían esa noche". Una historiadora literaria de mediana edad se aventuró con una pareja de ancianos, un editor y un médico: "Mis amigos eran un inválido de más de 60 años y su esposa de la misma edad -al lado de ellos yo parecía más bien joven, fuerte y saludable (soy una mujer de 53 años, y por supuesto a mi edad es difícil pensar en superar físicamente a hombres armados). Mis amigos son judíos y yo soy ciudadana polaca, pero caminamos juntos, como patriotas ucranianos, convencidos de que nuestras vidas no tendrían ningún valor si las protestas fueran aplastadas ahora. Llegamos al Maidán, no sin algunas dificultades. Mi amiga Lena, médico, el ser más bondadoso del mundo, sólo mide un metro y medio; tuve que mantenerla a distancia de los policías antidisturbios, porque sabía que les diría exactamente lo que pensaba de ellos y de toda la situación". El 10 de diciembre, la policía antidisturbios no pudo despejar a la multitud.

El 16 de enero de 2014, Yanukovich criminalizó retroactivamente las protestas y legalizó su propio uso de la fuerza. El acta parlamentaria oficial incluía una serie de leyes que los manifestantes llamaron "leyes dictatoriales". Estas medidas limitaban gravemente la libertad de expresión y de reunión, prohibiendo el "extremismo" sin definirlo y exigiendo a las organizaciones no gubernamentales que recibían dinero del extranjero a registrarse como "agentes del extranjero". Las leyes fueron presentadas por diputados vinculados a Rusia y eran copias de la legislación rusa. No hubo audiencias públicas, ni debate parlamentario, ni tampoco una votación real: se utilizó indebidamente una votación a mano alzada en lugar de un recuento electrónico, y el número de manos levantadas no alcanzó la mayoría. A pesar de ello, las leyes fueron aprobadas. Los manifestantes reconocieron que serían tratados como delincuentes si eran detenidos.

Seis días después, dos manifestantes murieron a tiros y un tercero, que había sido secuestrado, apareció asesinado. Desde la perspectiva, digamos, de Estados Unidos o Rusia, ambas sociedades mucho más violentas, es difícil apreciar el peso de estas tres muertes para los ucranianos. Los asesinatos masivos por disparos de francotiradores cuatro semanas después eclipsarían estas dos primeras muertes. La invasión rusa de Ucrania que comenzó cinco semanas más tarde trajo consigo tanto más derramamiento de sangre que puede parecer imposible recordar cómo comenzó la matanza. Y, sin embargo, para la sociedad realmente afectada, hubo momentos concretos que parecían violaciones intolerables de la decencia común. En la última semana de enero, los ciudadanos ucranianos que no habían apoyado previamente las protestas del Maidán comenzaron a llegar, en gran número, desde todo el país. Como parecía que Yanukovich se había ensangrentado las manos, para muchos ucranianos era inconcebible que siguiera gobernando.

Los manifestantes vivieron este momento como la distorsión de su propia sociedad política. Una manifestación que había comenzado en defensa de un futuro europeo se había convertido en una defensa de los pocos y tenues logros del presente ucraniano. En febrero, el Maidán era una postura desesperada contra Eurasia. Hasta entonces, pocos ucranianos habían pensado en la política rusa de lo eterno. Pero los manifestantes no querían lo que les ofrecía: la violencia que conducía a una vida sin futuro entre retazos de lo que podría haber sido.

Al comenzar febrero, Yanukovich seguía siendo el presidente, y Washington y Moscú tenían ideas sobre cómo podría él permanecer en el poder. Una llamada telefónica entre un subsecretario de Estado estadounidense y el embajador de Estados Unidos en Kiev, aparentemente grabada por un servicio secreto ruso y filtrada el 4 de febrero, reveló que la política estadounidense era apoyar la formación de un nuevo gobierno bajo el mando de Yanukovich. Esta propuesta no estaba en consonancia con las demandas del Maidan y, de hecho, estaba completamente fuera de lugar. El gobierno de Yanukovich ya había concluido, al menos en la mente de aquellos que decidieron arriesgar sus vidas en el Maidán tras las matanzas del 22 de enero de 2014. Una encuesta mostró que sólo el 1% de los manifestantes aceptaría un compromiso político que dejara a Yanukovich en el cargo. El 18 de febrero se iniciaron los debates parlamentarios, con la esperanza de que se pudiera alcanzar algún compromiso. En cambio, al día siguiente se produjo un sangriento enfrentamiento que hizo aún menos probable la continuidad del régimen de Yanukovich.

No es lo mismo la historia del Maidán entre noviembre de 2013 y febrero de 2014, la gesta de más de un millón de personas presentando sus cuerpos a la fría piedra, que la historia de los intentos fallidos de acabar con la revuelta. El derramamiento de sangre era impensable para los manifestantes dentro de Ucrania; en cambio, sólo el derramamiento de sangre hizo que los estadounidenses y los europeos se fijaran en el país: el derramamiento de sangre sirvió a Moscú como argumento para enviar al ejército ruso para ocasionarlo aún más. Por eso es fuerte la tentación de recordar Ucrania tal y como se veía desde fuera, el arco de la narración siguiendo al arco de las balas.

Para los que participaron en el Maidán, su protesta consistía en defender lo que todavía se creía posible: un futuro decente para su propio país. La violencia les importaba como marcador de lo intolerable. Ella llegó en estallidos de unos momentos o unas horas: palizas el 21 de noviembre y el 10 de diciembre, detenciones y asesinatos en enero, un atentado con bomba el 6 de febrero y, finalmente, un tiroteo masivo el 20 de febrero. Pero la gente acudió al Maidán no por momentos u horas, sino por días, semanas y meses, y su propia fortaleza sugirió un nuevo sentido del tiempo, y nuevas formas de política. Los que permanecieron en el Maidán sólo pudieron hacerlo porque encontraron nuevas formas de organizarse.

 

El Maidán trajo consigo cuatro formas de política: la sociedad civil, la economía del don, el estado de bienestar voluntario y la amistad del Maidán.

Kiev es una capital bilingüe, algo inusual en Europa e impensable en Rusia y Estados Unidos. Los europeos, los rusos y los estadounidenses rara vez consideraron que el bilingüismo cotidiano pudiera ser un indicio de madurez política, y en su lugar imaginaron que una Ucrania que hablara dos lenguas debía dividirse en dos grupos y dos mitades. Los "ucranianos étnicos" deben ser un grupo que actúa de una manera, y los "rusos étnicos" de otra. Esto es tan cierto como decir que los "americanos étnicos" votan a los republicanos. Es más bien un resumen de una política que define a las personas por su etnia, proponiéndoles unos agravios eternos en lugar de una política de futuro. En Ucrania, la lengua es un espectro más que una línea. O, si es una línea, es una que atraviesa a las personas en lugar de estar entre ellas.

Los ciudadanos ucranianos en el Maidán hablaban como lo hacían en la vida cotidiana, utilizando el ucraniano y el ruso según les convenía. La revolución la inició un periodista que utilizaba el ruso para indicar a la gente dónde poner la cámara, y el ucraniano cuando hablaba delante de ella. Su famoso post en Facebook ("Los likes no cuentan") estaba en ruso. En el Maidán, la cuestión de quién hablaba qué idioma era irrelevante. Como recordó el manifestante Ivan Surenko, escribiendo en ruso: "La multitud del Maidán es tolerante en la cuestión del idioma. Nunca oí ninguna discusión sobre el asunto". En una encuesta, el 59% de los asistentes al Maidán se definían como ucranianos, el 16% como rusos y el 25% como ambas cosas. La gente cambiaba de idioma cuando la situación parecía exigirlo. La gente hablaba en ucraniano desde el escenario erigido en el Maidán, ya que el ucraniano es la lengua de la política. Pero luego el orador podía volver a la multitud y hablar con sus amigos en ruso. Este era el comportamiento cotidiano de una nueva nación política.

La política de esta nación giraba en torno al estado de derecho: primero, la esperanza de que un acuerdo de asociación con la Unión Europea pudiera reducir la corrupción; después, la determinación de evitar que el estado de derecho desapareciera por completo bajo las olas de violencia del Estado. En las encuestas, los manifestantes seleccionaron con mayor frecuencia "la defensa del estado de derecho" como su principal objetivo. La teoría política era sencilla: el Estado necesitaba que la sociedad civil lo guiara hacia Europa, y el Estado necesitaba que Europa lo alejara de la corrupción. Una vez que comenzó la violencia, esta teoría política se expresó en formas más poéticas. El filósofo Volodymyr Yermolenko escribió: "Europa es también una luz al final de un túnel. ¿Cuándo se necesita una luz así? Cuando todo está muy oscuro".

Mientras tanto, la sociedad civil tuvo que trabajar en la oscuridad. Los ucranianos lo hicieron formando redes horizontales sin relación con los partidos políticos. Como recordaba el manifestante Ihor Bihun: "No había una afiliación fija. Tampoco había jerarquías". La actividad política y social del Maidán desde diciembre de 2013 hasta febrero de 2014 surgió de asociaciones temporales basadas en la voluntad y la habilidad. La idea esencial era que la libertad era responsabilidad. Así, hubo pedagogía (bibliotecas y escuelas), seguridad (Samoobrona, o autodefensa), asuntos exteriores (el consejo del Maidán), ayuda a las víctimas de la violencia y a las personas que buscan a sus seres queridos perdidos. (Euromaidan SOS), y antipropaganda (InfoResist). Como recordó el manifestante Andrij Bondar, la autoorganización era un desafío al Estado ucraniano disfuncional: “En el Maidán una sociedad civil de increíble autoorganización y solidaridad están floreciendo. Por un lado, esta sociedad está internamente diferenciada: por ideología, lengua, cultura, religión y clase, pero por otro lado está unida por ciertos sentimientos elementales. No necesitamos su permiso. No vamos a pedirles nada. No les tenemos miedo. Lo haremos todo nosotros mismos".

La economía del Maidán era una del don. En sus primeros días, como recordaba Natalya Stelmakh, la gente de Kiev dio con extraordinaria generosidad: "En dos días otros voluntarios y yo pudimos recoger en hryvnia el equivalente a unos 40.000 dólares en efectivo de simples residentes de Kiev". Recordó haberlo intentado pero no consiguió evitar que un anciano pensionista donara la mitad de su cheque mensual. Además de las donaciones en metálico, la gente aportó alimentos, ropa, madera, medicamentos, alambre de púas y cascos. Un visitante se sorprendería al encontrar un profundo orden en medio de un aparente caos, y se daría cuenta de que lo que al principio parecía una extraordinaria hospitalidad era en realidad un estado de bienestar espontáneo. El activista político polaco Slawomir Sierakowski quedó gratamente impresionado: "Pasabas por el Maidán y te regalaban comida, ropa, un lugar para dormir y atención médica".

A principios de 2014, la gran mayoría de los manifestantes, un 88% de los cientos de miles de personas que aparecieron, eran de fuera de Kiev. Solo el 3% acudió como representantes de partidos políticos y solo el 13% como miembros de organizaciones no gubernamentales. Según las encuestas realizadas en su momento, casi todos los manifestantes -alrededor del 86%- decidieron venir por su cuenta, y acudieron como individuos o familias o grupos de amigos. Participaron en lo que el comisario de arte Vasyl Cherepanyn denominó "política corpórea": alejando sus rostros de las pantallas y poniendo sus cuerpos entre otros cuerpos.

La protesta paciente en medio de los crecientes riesgos generó la idea del "amigo del Maidán", la persona en la que se confiaba por las vicisitudes comunes. El historiador Yaroslav Hrytsak describió una de las formas en que se hacían nuevos conocidos: "En el Maidán, eres un píxel, y los píxeles siempre trabajan en grupo. La mayoría de los grupos se formaban de forma espontánea: tú o tu amigo se encontraban con alguien que conocían; y la persona con la que se encontraban no caminaba sola, sino que también estaba acompañada por sus amigos. Y así se empieza a caminar juntos. Una noche caminé con un improbable grupo de "soldados de fortuna": mi amigo el filósofo y un hombre de negocios al que conozco. Le acompañaba un hombre diminuto de ojos tristes. Parecía un payaso triste, y me enteré de que, efectivamente, era un payaso profesional que organizaba un grupo benéfico que trabajaba con niños enfermos de cáncer".

Tras llegar como individuos, los ciudadanos ucranianos del Maidán se unieron a nuevas instituciones. Al practicar la política corpórea, ponían sus cuerpos en peligro. Como dijo el filósofo Yermolenko: "Estamos ante revoluciones en las que la gente hace un don de sí misma". La gente a menudo expresaba esto como una especie de transformación personal, una elección diferente a otras opciones. Hrytsak y otros recordaron al filósofo francés Albert Camus y su idea de rebelión como el momento en que se elige la muerte antes que la sumisión. En el Maidán se citó una carta de 1755 del padre fundador de Estados Unidos, Benjamín Franklin: "Los que renuncian a la libertad esencial para comprar un poco de seguridad temporal no merecen ni la libertad ni la seguridad".

Un grupo de abogados ucranianos esperaba en el Maidán, día tras día, sosteniendo un cartel en el que se leía ABOGADOS DEL MAIDAN. Las personas que habían sido golpeadas o maltratadas de alguna forma por el Estado podían denunciar las infracciones e iniciar un proceso judicial. Los abogados y otras personas del Maidán no pensaban en el problema permanente de la filosofía política rusa: cómo generar un espíritu del derecho en un sistema autocrático. Y, sin embargo, con sus acciones en nombre de una visión del derecho, estaban abordando el mismo problema que había perseguido a Ilyin.

Cien años antes, en los últimos años del Imperio ruso, [Ivan] Ilyin había deseado una Rusia regida por la ley, pero no podía ver cómo su espíritu podría llegar al pueblo. Después de la Revolución bolchevique, llegó a la conclusión de que la ausencia de ley de la extrema izquierda debía enfrentarse con la ausencia de ley de la extrema derecha. En el mismo momento en que Putin aplicaba a Rusia la noción de ausencia ley de Ilyin, los ucranianos estaban demostrando que se podía resistir el atajo autoritario. Los ucranianos demostraron su apego a la ley cooperando con los demás y arriesgándose.

Si los ucranianos podían resolver el enigma del derecho de Ilyin invocando a Europa y la solidaridad, seguramente los rusos también podrían hacerlo. Esa era una idea que los dirigentes rusos no podían permitir llegue a sus ciudadanos. Y así, dos años después de las protestas en Moscú, los dirigentes rusos aplicaron la misma táctica en Kiev: la homosexualización de la protesta para evocar un sentimiento de civilización de lo eterno, y luego la aplicación de la violencia para que el cambio parezca imposible.

Timothy Snyder, El camino hacia la ausencia de libertad (2018) La novedad o lo eterno (2014), p. 119-31


ON THE EVENTS KNOWN AS EUROMAIDAN IN KIEV (UKRAINE NOV. 2013 – FEB. 2014)

By Timothy Snyder (The Road to Unfreedom – Russia – Europe – America, 2018)

Ukrainian history brings into focus a central question of modern European history: After empire, what? According to the fable of the wise nation, European nation-states learned a lesson from war and began to integrate. For this myth to make sense, nation-states must be imagined into periods when in fact did not exist. The fundamental event of the middle of the European twentieth century has to be removed: the attempts by Europeans to establish empires within Europe itself. The crucial case is the failed German attempt to colonize Ukraine in 1941. The rich black earth of Ukraine was at the center of the major European neoimperial projects of the twentieth century, the Soviet and then the Nazi. In this respect as well, Ukrainian history is hypertypical and therefore indispensable. No other land attracted as much colonial attention within Europe. This reveals the rule: European history turns on colonization and decolonization.

Joseph Stalin understood the Soviet project as self-colonization. Since the Soviet Union had no overseas possessions, it had to exploit its hinterlands. Ukraine was therefore to yield its agricultural bounty to Soviet central planners in the First Five-Year Plan of 1928-1933. State control of agriculture killed between three and four million inhabitants of Soviet Ukraine by starvation. Adolf Hitler saw Ukraine as the fertile territory that would transform Germany into a world power. Control of its black earth was his war aim. As a result of the German occupation that began in 1941, more than three million more inhabitants of Soviet Ukraine were killed, including about 1.6 million Jews murdered by the Germans and local policemen and militias. In addition to those losses, some three million more inhabitants of Soviet Ukraine died in combat as Red Army soldiers. Taken together, some ten million people were killed in a decade as a result of two rival colonizations of the same Ukrainian territory.

After the Red Army defeated the Wehrmacht in 1945, the borders of Soviet Ukraine were extended westward to include districts taken from Poland, as well as minor territories from Czechoslovakia and Romania. In 1954, the Crimean Peninsula was removed from the Russian Soviet Federative Republic of the Soviet Union and added to Soviet Ukraine. This was the last of a series of border adjustments between the two Soviet republics. Since Crimea is connected to Ukraine by land (and an island from the perspective of Russia), the point was to connect the peninsula to the Ukrainian water supplies and electricity grids. The Soviet leadership took the opportunity to explain that Ukraine and Russia were unified by fate. Because the year 1954 was the three hundredth anniversary of the agreement that had united the Cossacks and Muscovy against the Polish-Lithuanian Commonwealth, Soviet factories produced cigarette packs and nightgowns with the logo 300 YEARS. This was an early example of the Soviet politics of eternity: legitimating rule not by present achievement of future promise but by the nostalgic loop of a round number.

Soviet Ukraine was the second most populous republic of the USSR, after Soviet Russia. In Soviet Ukraine’s western districts, which had been part of Poland before the Second World War, Ukrainian nationalists resisted the imposition of Soviet rule. In a series of deportations in the late 1940s and early 1950s, they and their families were sent by the hundreds of thousands to the Soviet concentration camp system, the Gulag. In just a few days in October 1947, for example, 76,192 Ukrainians were transported to the Gulag in what was known as Operation West. Most of those who were still alive at the time of Stalin’s death in 1953 were released by his successor, Nikita Khrushchev. In the 1960s and 1970s, Ukrainian communists joined their Russian comrades in governing the largest country in the world. During the cold war, southeastern Ukraine was a Soviet military heartland. Rockets were built in Dnipropetrovsk, not far from where the Cossacks once had their fortress.

Though Soviet policy had been lethal to Ukrainians, Soviet leaders never denied that Ukraine was a nation. The governing idea was that nations would achieve their full potential under Soviet rule, and then dissolve once communism was achieved. In the early decades of the Soviet Union, the existence of a Ukrainian nation was taken for granted, from the journalism of Joseph Roth to the statistics of the League of Nations. The famine of 1932-1933 was also a war against the Ukrainian nation, in that it wrecked the social cohesion of villages and coincided with a bloody of purge of Ukrainian national activists. Yet the vague idea remained that a Ukrainian nation would have a socialist future. It was really only in the 1970s, under Brezhnev, that Soviet policy officially dropped this pretense. In his myth of the “Great Fatherland War”, Russians and Ukrainians were merged as soldiers against fascism. When Brezhnev abandoned utopia for “really existing socialism”, he implied that the development of non-Russian nations was complete. Breshnev urged that Russian become the language of communication for all Soviet elites, and a client of his ran Ukrainian affairs. Schools were russified, and universities were to follow. In the 1970s, Ukrainian opponents of the Soviet regime risked prison and psychiatric hospital to protest on behalf of Ukrainian culture.

To be sure, Ukrainian communists joined wholeheartedly and in great numbers in the Soviet project, helping Russian communists to govern Asian regions of the USSR. After 1985, Gorbachev’s attempt to bypass the communist party alienated such people, while his policy of glasnost, or open discussion, encouraged Soviet citizens to air national grievances. In 1986, his silence after the nuclear disaster at Chernobyl discredited him among many Ukrainians. Millions of inhabitants of Soviet Ukraine were needlessly exposed to high doses of radiation. It was hard to forgive his specific order that a May Day parade go forward under a deadly cloud. The senseless poisoning of 1986 prompted Ukrainians to begin to speak of the senseless mass starvation of 1933.

In summer 1991, the failed coup against Gorbachev opened the way for Boris Yeltsin to lead Russia from the Soviet Union. Ukraine should follow suit. In a referendum, 92% of the inhabitants of Soviet Ukraine, including a majority in every Ukrainian region, voted for independence.

 

As in the new Russia, the 1990s in the new Ukraine were marked by takeovers of Soviet assets and clever arbitrage schemes. Unlike in Russia, in Ukraine the new class of oligarchs formed themselves into durable clans, none of which dominated the state for more than a few years at a time. And unlike in Russia, in Ukraine power changed hands through democratic elections. Both Russia and Ukraine missed an opportunity for economic reform in the relatively good years before the world financial crisis of 2008. Unlike in Russia, in Ukraine the European Union was seen as a cure for the corruption that hindered social advancement and a more equitable distribution of wealth. EU membership was consistently promoted, at least rhetorically, by Ukrainian leaders. The Ukrainian president from 2010, Viktor Yanukovych, promoted the idea of a European future, even as he pursued policies that made such a future less likely.

Yanukovych’s career demonstrates the difference between Ukrainian oligarchical pluralism and Russian kleptocratic centralism. He had run for president for the first time in 2004. The final count had been manipulated in his favor by his patron, the outgoing president Leonid Kuchma. Russian foreign policy was also to support his candidacy and declare his victory. After three weeks of protests on Kyiv’s Independence Square (known as the Maidan), a ruling of the Ukrainian supreme court, and new elections, Yanukovych accepted defeat. This was an important moment in Ukrainian history; it confirmed democracy as a succession principle. So long as the rule of law functioned at the heights of politics, there was always hope that it might one day extend to everyday life.

After his defeat, Yanukovych hired the American political consultant Paul Manafort to improve his image. Although Manafort maintained a residence in Trump Tower in New York, he spent a great deal of time in Ukraine. Under Manafort’s tutelage, Yanukovych got a better haircut and better suits, and began to talk with his hands. Manafort helped him to pursue a “Southern strategy” for Ukraine reminiscent of the one that his Republican Party had used in the United States: emphasizing cultural differences, making politics about being rather than doing. In the United States, this meant playing to the grievances of whites even though they were a majority whose members held almost all the wealth; in Ukraine it meant exaggerating the difficulties of people who spoke Russian, even though it was a major language of politics and economics of the country, and the first language of those who controlled the country’s resources. Like Manafort’s next client, Donald Trump, Yanukovych rose to power on a campaign of cultural grievance mixed with the hope that an oligarch might defend the people against an oligarchy.

After winning the presidential election of 2010, Yanukovych concentrated on his own personal wealth. He seemed to be importing Russian practices by creating a permanent kleptocratic elite rather than allowing the rotation of oligarchical clans. His dentist son became one of the richest men in Ukraine. Yanukovych undermined the checks and balances among the branches of the Ukrainian government, for example by making the judge who had misplaced his criminal record the chief justice of the Ukrainian supreme court. Yanukovych also tried to manage democracy in the Russian style. He put one of his two major opponents in prison, and had a law passed that disqualified the other from running for president. This left him running for a second term against a handpicked nationalist opponent. Yanukovych was certain to win, after which he could tell Europeans and Americans that he had saved Ukraine from nationalism.

As a new state, Ukraine had enormous problems, most obviously corruption. An association agreement with the EU, which Yanukovych promised to sign, would be an instrument to support the rule of law within Ukraine. The historical function of the EU was precisely the rescue of the European state after empire. Yanukovych might not have understood this, but many Ukrainian citizens did. For them, only the prospect of an association agreement made his regime tolerable. So when Yanukovych suddenly declared, on November 21, 2013, that Ukraine would not sign the association agreement, he became intolerable. Yanukovych had made his decision after speaking with Putin. The Russian politics of eternity, ignored by most Ukrainians until then, was suddenly at the doorstep.

It is the investigative journalists who bring oligarchy and inequality into view. As chroniclers of the contemporary, they react first to the politics of eternity. In the oligarchical Ukraine of the twenty-first century, reporters gave their fellow citizens a chance at self-defense. Mustafa Nayyem was one of these investigative journalists, and on November 21, he had had enough. Writing on his Facebook page, Nayyem urged his friends to go out to protest. “Likes don’t count,” he wrote. People would have to take their bodies to the streets. And so they did: in the beginning, students and young people, thousands of them from Kyiv and around the country, the citizens with the most to lose from a frozen future.

They came to the Maidan, and they stayed. And in so doing they took part in the creation of a new thing: a nation.

 

Whatever the flaws of the Ukrainian political system, Ukrainians after 1991 had come to take for granted that political disputes would be settled without violence. Exceptions, such as the murder of the popular investigative reporter Georgiy Gongadze in 2000, brought protests. In a country that had seen more violence in the twentieth century than any other, the civil peace o the twenty-first was a proud achievement. Alongside the regularity of elections and the absence of war, the right to peaceful assembly was one way that Ukrainians themselves distinguished their country from Russia. So it came as a shock when riot police attacked the protestors on the Maidan on November 30. News that “our children” had been beaten spread to Kyiv. The spilling of “the first drop of blood” stirred people to action.

Ukrainian citizens came to Kyiv to help the students because they were troubled by violence. One of them was Sergei Nihoyan, a Russian-speaking ethnic Armenian from the southeastern district of Ukraine known as de Donbas. A worker himself, he expressed solidarity with “students, citizens of Ukraine.” The reflex of protecting the future, triggered in the minds of students by the fear of losing Europe, was triggered in others by the fear of losing the one generation raised in an independent Ukraine. Among the representatives of older generations who came to the Maidan to protect the students were de “Afghans” –veterans of the Red Army’s invasion of Afghanistan. The protests of December 2013 were less about Europe and more about the proper form of politics in Ukraine, about “decency” or “dignity”.

On December 10, 2013, the riot police were sent in a second time to clear the Maidan of protestors. Once again the word went out, and Kyivan of all walks of life decided to put their bodies in front of batons. A young businesswoman recalled that her friends “were shaving and putting on clean clothes in case they should die that night.” A middle-aged literary historian ventured forth with an elderly couple, a publisher and a physician: “My friends were an invalid who is well over 60, and his wife of about the same age –next to them I seemed rather young, strong and healthy (I am a 53-year-old woman, and of course at my age it is difficult to think of physically overcoming armed men). My friends are both Jews and I am a Polish citizen, but we walked together, as Ukrainian patriots, convinced that our lives would be of no value if the protests were crushed now. We made it to the Maidan, not without some difficulties. My fiend Lena, a doctor, the gentlest being in the world, is only a meter and a half tall –I had to keep her at a distance from the riot police, because I knew that she would tell them exactly what she thought of them and the whole situation.” On December 10, the riot police would not move the crowd.

On January 16, 2014, Yanukovych retroactively criminalized the protests and legalized his own use of force. The official parliamentary record included a raft of legislation which the protestors called “dictatorship laws.”. These measures severely limited freedom of expression freedom of assembly, banning undefined “extremism,” and requiring nongovernmental organizations that received money from abroad to register as “foreign agents.”. The laws were introduced by deputies with ties to Russia and were copies of Russian legislation. There were no public hearings, no parliamentary debate, and indeed no actual vote: a show of hands was improperly used instead of an electronic count, and the number of hands raised was short of a majority. The laws were nevertheless entered into the books. Protestors recognized that they would be treated as criminals if apprehended.

Six days later, two protestors were shot dead, and a third, who had been abducted, was found murdered. From the perspective, say, of either the United States or Russia, both much more violent societies, it is hard to appreciate the weight of these three deaths for Ukrainians. The mass killings by sniper fire four weeks later would overshadow these first two deaths. The Russian invasion of Ukraine that began five weeks later brought so much more bloodshed that it can seem impossible to recall how the killing began. And yet to the society actually concerned, there were specific moments that seemed intolerable breaches of common decency. In the final week of January, Ukrainian citizens who had not previously supported the Maidan protests began to arrive, in large numbers, from all over the country. Because it seemed that Yanukovych had now bloodied his hands, his further rule was inconceivable to many Ukrainians.

Protestors experienced this moment as the warping of their own political society. A demonstration that had begun in defense of a European future had become a defense of the few tenuous gains in the Ukrainian present. By February the Maidan was a desperate stand against Eurasia. Until then, few Ukrainians had given any thought to the Russian politics of eternity. But protestors did not want what they saw on offer: violence leading to a futureless life amid wisps of what might have been.

As February began, Yanukovych was still the president, and Washington and Moscow had ideas about how he might remain in power. A telephone call between an American assistant secretary of state and the American ambassador in Kyiv, apparently recorded by a Russian secret service and leaked on February 4, revealed that American policy was to support the formation of a new government under Yanukovych. This proposal was out of line with the demands of the Maidan and, indeed, completely out of touch. Yanukovych’s rule was already over, at least in the minds of those who chose to risk their lives on the Maidan after the killings of January 22, 2014. A survey showed that only 1% of protestors would accept a political compromise that left Yanukovych in office. On February 18, parliamentary discussions began, with hope that some compromise could be found. Instead, the next day saw a bloody confrontation that made the continuation of Yanukovych’s regime even less likely.

The history of the Maidan between November 2013 and February 2014, the work of more than a million people presenting their bodies to the cold stone, is not the same thing as the history of the failed attempts to put it down. Bloodshed had been unthinkable for protestors within Ukraine; only bloodshed made Americans and Europeans notice the country: bloodshed served Moscow as an argument to send the Russian army to bring much more. And so the temptation is strong to recall Ukraine as it was seen from the outside, the arc of narrative following the arc of bullets.

For those who took part in the Maidan, their protest was about defending what was still thought to be possible: a decent future for their own country. The violence mattered to them as a marker of the intolerable. It came in bursts of a few moments or a few hours: beatings on November 21 and December 10, abductions and murders in January, a bombing on February 6, and finally a mass shooting on February 20. But people came to the Maidan not for moments or hours but for days, weeks, and months, their own fortitude suggesting a new sense of time, and new forms of politics. Those who remained on the Maidan could do so only because they found new ways to organize themselves.

 

The Maidan brought four forms of politics: the civil society, the economy of gift, the voluntary welfare state, and the Maidan friendship.

Kyiv is a bilingual capital, something unusual in Europe and unthinkable in Russia and the United States. Europeans, Russians, and Americans rarely considered that everyday bilingualism might bespeak political maturity, and imagined instead that a Ukraine that spoke two languages must be divided into two groups and two halves. “Ethnic Ukrainians” must be a group that acts in one way, and “ethnic Russians” in another. This is about as true as to say that “ethnic Americans” vote Republican. It is more a summary of a politics that defines people by ethnicity, proposing to them an eternity of grievance rather than a politics of the future. In Ukraine, language is a spectrum rather than a line. Or, if it is a line, it is one that run inside of people rather than between them.

Ukrainian citizens on the Maidan spoke as they did in everyday life, using Ukrainian and Russian as it suited them. The revolution was begun by a journalist who used Russian to tell people where to put the camera, and Ukrainian when he spoke in front of it. His famous Facebook post (“Likes don’t count”) was in Russian. On the Maidan, the question of who spoke what language was irrelevant. As the protestor Ivan Surenko remembered, writing in Russian: “The Maidan crowd is tolerant on the language question. I never heard any discussions about the matter”. In one survey, 59% of the people on the Maidan defined themselves as Ukrainians speakers, 16% as Russian speakers, and 25% as both. People switched languages as the situation seemed to demand. People spoke Ukrainian from the stage erected at the Maidan, since Ukrainian is the language of politics. But then the speaker might return to the crowd and speak to friends in Russian. This was the everyday behavior of a new political nation.

The politics of this nation were about the rule of law: first the hope that an association agreement with the European Union could reduce corruption, then the determination to prevent the rule of law from disappearing entirely under the waves of state violence. In surveys, protestors most often selected “the defense of the rule of law” as their major goal. The political theory was simple: the state needed civil society to lead it toward Europe, and the state needed Europe to lead it away from corruption. Once the violence began, this political theory expressed itself in more poetic forms. The philosopher Volodymyr Yermolenko wrote, “Europe is also a light at the end of a tunnel. When do you need a light like that? When it is pitch dark all around.”

In the meantime, civil society had to work in darkness. Ukrainians did so by forming horizontal networks with no relationship to political parties. As the protestor Ihor Bihun recalled: “There was no fixed membership. There was no hierarchy either.” The political and social activity of the Maidan from December 2013 through February 2014 arose from temporary associations based upon will and skill. The essential idea was that freedom was responsibility. There was thus pedagogy (libraries and schools), security (Samoobrona, or self-defense), external affairs (the council of Maidan), aid for victims of violence and people seeking missed loved ones. (Euromaidan SOS), and anti-propaganda (InfoResist). As the protestor Andrij Bondar remembered, self-organization and solidarity is thriving. On the one hand, this society is internally differentiated: by ideology, language, culture, religion and class, but on the other hand it is united by certain elementary sentiments. We do not need your permission! We are not going to ask you for something! We are not afraid of you! We will do everything ourselves.”

The economy of the Maidan was one of gift. In its first few days, as Natalya Stelmakh recalled, the people of Kyiv gave with extraordinary generosity: “Within two days other volunteers and I were able to collect in hryvnia the equivalent of about $40,000 in cash from simple residents of Kyiv.” She remembered trying and failing to prevent an elderly pensioner from donating half of a monthly check. Aside from donations in cash, people provided food, clothes, wood, medications, barbed wire, and helmets. A visitor would be surprised to find deep order amidst apparent chaos, and realize that what seemed at first like extraordinary hospitality was in fact a spontaneous welfare state. The Polish political activist Slawomir Sierakowski was duly impressed: “You walked through the Maidan and you are presented with food, clothing, a place to sleep, and medical care.”

In early 2014, the vast majority of the protestors, some 88% of the hundreds of thousands o people who appeared, were from beyond Kyiv. Only 3% came as representatives of political parties, and only 13% as members of nongovernmental organizations. According to surveys taken at the time, almost all of the protestors –about 86%-- made up their own minds to come, and came as individuals or families or group of friends. They were taking part in what the art curator Vasyl Cherepanyn called “corporeal politics”: getting their faces away from screens and their bodies among other bodies.

Patient protest amidst increasing risks generated the idea of the “Maidan friend,” the person you trusted because of common trials. The historian Yaroslav Hrytsak described one way that new acquaintances were made: “On the Maidan, you are a pixel, and pixels always work in groups. Groups were mostly formed spontaneously: you or your friend bumped into somebody you or your friend know; and the person whom you met did not walk alone –he or she would be also accompanied by his or her friends. And thus you start to walk together. One night I walked with an unlikely group of ‘soldiers of fortune’: my friend the philosopher and a businessman whom I know. He was accompanied by a tiny man with sad eyes. He looked like a sad clown, and I found out that he was indeed a professional clown who organized a charitable group that worked with children who had cancer.”

Having come as individuals, Ukrainian citizens on the Maidan joined new institutions. In practicing corporeal politics they were placing their bodies at risk. As the philosopher Yermolenko put it: “We are dealing with revolutions in which people make a gift of themselves.” People often expressed this as a kind of personal transformation, a choice unlike other choices. Hrytsak and others recalled the French philosopher Albert Camus and his idea of a revolt as the moment when death is chosen over submission. Posted on the Maidan quoted a 1755 letter by the American Founding Father Benjamin Franklin: “Those who would give up Essential Liberty, to purchase a little Temporary Safety, deserve neither Liberty nor Safety.”

A group of Ukrainian lawyers waited on the Maidan, day after day, holding a sign reading LAWYERS OF THE MAIDAN. People who had been beaten or otherwise abused by the state could report the wrongdoing and begin a legal case. Lawyers and others on the Maidan were not thinking of the enduring problem of Russian political philosophy: how to generate a spirit of law in an autocratic system. And yet, by their actions on behalf of a vision of law, they were addressing the very problem that had haunted [Ivan] Ilyin.

A hundred years before, in the waning years of the Russian Empire, Ilyin had wished for a Russia ruled by law, but could not see how its spirit would ever reach the people. After the Bolshevik Revolution, he accepted that lawlessness from the far Left must be met by lawlessness from the far Right. At the very moment that Putin was applying Ilyin’s notion of law to Russia, Ukrainians were demonstrating that the authoritarian shortcut could be resisted. Ukrainians demonstrated their attachment to law by cooperating with others and by risking themselves.

If Ukrainians could solve Ilyin’s riddle of law by invoking Europe and solidarity, surely Russians could too? That was a thought that Russian leaders could not permit their citizens to entertain. And so, two years after the protests in Moscow, Russian leaders applied the same tactics to Kyiv: the homosexualization of protest to evoke a sense of eternal civilization, and then the application of violence to make change seem impossible.

Timothy Snyder, The Road to Unfreedom (2018) Novelty or Eternity (2014), p. 119-31



 

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