Entradas populares

viernes, 23 de septiembre de 2016

Reflexiones a partir de “Entre el Pasado y el Futuro” de Hannah Arendt



Por Hernando Calla Ortega*


Aparecido originalmente hace 30 años, Entre el Pasado y el Futuro de Hannah Arendt ha sido traducido y publicado en castellano recién en 1996 por Editorial Península, y le damos la bienvenida por su relevancia actual para comprender el mundo contemporáneo, tarea para la cual la tradición del pensamiento político occidental se muestra crecientemente inapropiado.

Contiene ocho ensayos de pensamiento político que abordan conceptos tradicionales de la política como ser autoridad o libertad, desde la perspectiva de la ruptura de la tradición planteada por la época moderna. La indagación de Arendt se extiende, en estos textos, al concepto de la historia antiguo y moderno, la crisis de la educación y la cultura, la relación entre verdad y política, e incluso una reflexión sobre la significación de la conquista del espacio para la humanidad del hombre.

El título, elaborado en un ensayo específico en forma de prólogo, alude no al presente de la vida cotidiana en el flujo continuo y eterno del tiempo sino a la brecha entre el pasado y el futuro donde se ubica el pensamiento para intentar captar el significado del acontecimiento y la acción en un mundo –el mundo moderno – cuya vocación para interpretar a estos últimos en términos del concepto de proceso (o desarrollo) ha terminado por eclipsarlos, si acaso no destruye inclusive las condiciones de su emergencia.

El planteamiento de Arendt es que la tradición del pensamiento político en Occidente demostró su impotencia para iluminar la novedad radical de los regímenes totalitarios que se impusieron en varios países a partir de la década de 1930 y cuyo desmoronamiento global -aunque no sabemos si definitivo-, en la década pasada, tampoco fue anticipado por las tendencias dominantes de la ciencia política occidental.

De manera análoga, las categorías del pensamiento político tradicional impiden captar la realidad de otros hechos de signo opuesto, así como el significado de otro tipo de acciones  y acontecimientos singulares en su potencialidad para anunciar un porvenir que trascienda los estrechos marcos de la época moderna e, incluso, vaya más allá de la mera proyección de las tendencias actuales hacia un futuro pos moderno.


La tradición y la ideología revolucionaria

La lectura de los textos de Arendt nos incita a reflexionar sobre el sentido que pudieron haber tenido los gestos y actos de nuestra generación posterior a la revolución de 1952, cuando volvimos a descubrir la piedra filosofal al  encontrarnos con la conocida tesis de Marx sobre Feuerbach que decía: “Los filósofos han interpretado el mundo de diferentes maneras, el asunto sin embargo es cambiarlo”. El entusiasmo del reencuentro con la acción revolucionaria – al menos en la teoría – nos impidió tomar el recaudo de revisar el contexto de dichas tesis para tomar conciencia de que la “abolición de la filosofía” propugnada por Marx tenía un corte hegeliano, es decir, se la abolía, al mismo tiempo que se la concretizaba y conservaba (aufheben) en la actividad revolucionaria de la clase trabajadora. De este modo, dicha actividad no era sino una acción predeterminada por la filosofía clásica alemana que, desde entonces, se debía imponer a todas las sociedades independientemente de consideraciones de tiempo y lugar.

¿Cómo podíamos habernos imaginado, en aquellos agitados años de fines de 1960, que esta profesión de fe revolucionaria  y la inversión de la dialéctica hegeliana (no empezar por el pensamiento puro como lo hizo Hegel, sino por las condiciones materiales de la existencia de los hombres en sociedad) propugnada por Marx anunciaba no una nueva época sin la explotación del hombre por el hombre o una nueva sociedad sin clases sociales sino, a lo sumo, el final de la tradición del pensamiento político Occidental iniciado por la “alegoría de la caverna” de Platón? La lectura que realiza Arendt plantea justamente esta posibilidad aduciendo que si el comienzo de la tradición de la filosofía política se produjo cuando el filósofo se apartó de la política para elevarse hacia el “firmamento límpido de las ideas eternas” y luego regresar a imponer sus normas a los asuntos humanos, el fin llegó cuando otro filósofo se apartó de la filosofía como para “llevarla adelante” en el campo político.

El resultado fue que “Marx, al saltar de la filosofía a la política, llevó las teorías de la dialéctica a la acción, con lo que hizo que, mucho más que antes, la acción política fuera más teórica, más dependiente de lo que hoy llamaríamos ideología”[1]. No es extraño, entonces, que la opción de nuestra generación por la ideología revolucionaria haya asumido los contornos de un activismo que, a menudo, nos sumió en la perplejidad cuando nos encontramos con explotados que no querían “liberarse de sus cadenas”, u oprimidos que no querían “tomar conciencia de su situación de opresión”. Hablar de este particular desencuentro entre nuestros afanes de cambio y la “falsa conciencia” de los explotados, tomando en cuenta la larga tradición de luchas sociales que registra la historia de nuestro país parece un despropósito, hasta que caemos en cuenta que el mismo Che Guevara ya lo había anunciado al hablar en su diario de la mirada desconfiada de los campesinos que encontró en su camino hacia La Higuera.


El “tesoro perdido” de las gestas libertarias

¿Quiere decir aquello que toda acción política tiene siempre esa impronta de la filosofía, o ese carácter ideológico? Sería absurdo afirmar esto; en la sociedad, existen conflictos, emprendimientos o acciones que se dan no en base a una postura ideológica o una concepción preconcebida de la historia sino a partir de situaciones concretas. Además, existen coyunturas históricas en las que los ideólogos (los hombres abocados a un tipo de acción predeterminada por algún esquema filosófico) se encuentran ya sea en una posición de minoría, o bien en una situación que les obliga a actuar no en función de su ideología sino de las exigencias de la situación particular. En casos como estos, se diría que la acción política se ha liberado de los atavismos del pasado y está libre para desencadenar nuevos procesos en la particular circunstancia histórica en que se inscribe.

Una mirada a nuestra historia contemporánea nos hace pensar que han debido haber momentos en que el vacío político fue llenado por este tipo de acción política libre de ideologías (aunque sea sólo parcialmente libre). Creo que uno de esos momentos fue la huelga de hambre de 1977-78 iniciada por un grupo de mujeres mineras en circunstancias poco favorables y en un momento poco oportuno; empero, el “viento de la acción sopla por donde quiere”, y aquel fin de año del ‘77 sopló por donde menos lo esperaban los ideólogos y partidos de izquierda - por un espacio abierto por mujeres y niños-, obligándolos a dejar de lado (poner entre paréntesis) sus particulares concepciones ideológicas y adherirse a un tipo de acción basada en principios (el derecho a la política, la pluralidad del espacio público) y con objetivos específicos y claros (amnistía irrestricta que no excluya a los supuestos “delincuentes políticos” o “extremistas” impedidos de volver al país).

Se sabe que el mayor logro de aquel movimiento fue la apertura de un proceso democratizador distinto de cualquier otro precedente y el cual, aunque no llegó a consolidarse debido al golpe militar ocurrido en 1980, constituyó una anticipación del proceso de institucionalización democrática que hasta ahora intentamos llevar adelante como país. Sea como fuere, aquella experiencia parece haber contenido un “tesoro” que al poco tiempo se perdió, quizá el mismo del que habla Arendt al referirse a la experiencia de aquellos escritores y hombres de letras europeos que se unieron a la Resistencia durante la II Guerra Mundial.

“¿Qué tesoro era ése?”[2], parafraseando a Arendt, se podría decir que al parecer consistió en que los protagonistas habían descubierto que quien se  “unió a la huelga, se sintió plenamente inmerso en una experiencia histórica, plenamente popular y revolucionaria”[3], que ya no se veía sospechoso de su “condición de intelectual pequeño burgués”, que “tal vez por primera vez, había sido útil para su pueblo”. En esa experiencia del hambre compartida y ampliamente publicitada, por vez primera en sus vidas los visitaba una experiencia de libertad: no tanto porque actuaran contra la dictadura..., sino porque se habían convertido en “la oleada delantera de avance de la historia”, habían asumido la iniciativa y se “sintieron colocados en una posición justa y en un momento justo” y, por tanto, sin advertirlo plenamente, habían participado en la creación de un nuevo espacio público - aquel que mediaba entre todos aquellos que se constituyeron como pueblo - donde “la libertad estuviera siempre invitada”.

Aquello no duró mucho, después de restituirse el proceso democrático en 1982, las ideologías volvieron a influir de modo determinante en las acciones de los grupos y clases sociales que se vieron afectados por la hiperinflación o marginados del proceso de globalización de la economía; y -lo que actualmente es más decisivo-, a partir de 1985, los partidos políticos empezaron a monopolizar la actividad política que en las décadas precedentes había estado principalmente en manos de los llamados “factores de poder” (el movimiento obrero organizado o los militares). Pero ésta  es ya otra historia.


La sustitución de la acción por la conducta

Por lo visto, los momentos de la acción política no ideologizada son fugaces; rápidamente, el contexto de la modernidad asimila este tipo de acontecimientos singulares al proceso histórico más amplio. “Para nuestro modo de pensar moderno”, dice Arendt, “nada es significativo en y por sí mismo, ni siquiera la historia (...) tomada como un todo, (...) ni los hechos históricos específicos. (...) Los procesos invisibles han invadido todas las cosas concretas, toda entidad individual que sea visible para nosotros, reduciéndolas a funciones de un proceso general”[4].

Se diría que para nosotros, ni la huelga de hambre de 1977, ni la “marcha por la vida” de 1986, ni aquella “por la dignidad y territorio” de 1990 tienen una significación por sí solas; lo único que parece otorgarles un sentido es el hecho de que todos esos acontecimientos forman parte, en el mejor de los casos, de un amplio proceso de democratización de nuestra sociedad; aunque también se los puede considerar como acontecimientos de signo opuesto en función de su capacidad (o incapacidad) de bloqueo del proceso de desestatización de la economía.

En el contexto actual, la acción política ha vuelto a manos no ya del “revolucionario profesional” (aunque éste todavía aparece en la escena política como un caso aislado), sino a las del “político de oficio” quien ha empezado a monopolizar la actividad política gracias, en parte, a la representatividad excluyente otorgada por la Constitución a los partidos políticos; pero también debido a la solidaridad de tipo corporativo que se ha desarrollado al interior de la llamada “clase política”, una solidaridad que tiende a abarcar a todos los militantes de los partidos políticos independientemente de su signo ideológico.

En este caso, no es ya la tradición de la filosofía política sino la actual evolución de las ciencias sociales la que influye en los procesos sociales actuales, incluido el proceso político. En la medida en que aquellas han evolucionado mayoritariamente en dirección a un tipo de ciencias de la conducta humana, basadas en la estadística de los grandes números, “la sociedad espera de cada uno de sus miembros un tipo de conducta, imponiendo innumerables y variadas reglas, las cuales tienden a “normalizar” a sus miembros, obligándoles a conducirse (de un modo tal) que la acción espontánea o el logro sobresaliente quedan excluidos”[5]. Es posible que esta sustitución de la acción por la conducta, que está en la base de los procesos sociales actuales, haya sido reforzada por las ciencias de la conducta cuyos paradigmas también han alcanzado a las ciencias políticas.

En la medida en que los partidos se han convertido en los sujetos centrales del sistema político y los únicos titulares legítimos de la actividad política, el político de oficio tiende a monopolizar la iniciativa dejando al resto de los ciudadanos el “derecho” a votar por él cada 5 años. El buen ciudadano resulta ser aquel que se comporta adecuadamente, conformándose con obedecer las leyes aprobadas por los políticos en su función legislativa y   participar de las políticas implementadas por ellos desde el Ejecutivo. Quien quiera reivindicar para sí, o para su grupo social, la posibilidad de actuar libremente, al margen del sistema político, no solamente se arriesga a entrar al campo de la ilegalidad sino también a ser incomprendido por sus conciudadanos.


La importancia de los escritos de Hannah Arendt para iluminar nuestro proceso político particular se hace evidente cuando reflexionamos sobre la amenaza que implica esta progresiva sustitución de la acción política por la conducta ciudadana y el peligro siempre presente de la distorsión de la realidad por parte de los que detentan el poder, o de aquellos que aspiran a detentarlo.

*Publicado originalmente por "El Malpensante" de La Razón, La Paz, 7 de marzo de 1999







[1] Hannah Arendt, La Tradición y la Epoca Moderna. En: Entre el Pasado y el Futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Editorial Península, Barcelona 1996, p.36
[2] Ibidem, p. 10
[3] Luis Espinal, El Testimonio de una Experiencia. En: La Huelga de Hambre, Asamblea Permanente de los Derechos Humanos de Bolivia, 1978, p.153
[4] Arendt, El Concepto de Historia Antiguo y Moderno. En: Op.cit.,  p. 72
[5] Arendt, The Human Condition. The University of Chicago Press, 1958, p. 40

No hay comentarios:

Publicar un comentario