Por Hernando Calla Ortega*
Aparecido originalmente hace 30 años, Entre el Pasado y
el Futuro de Hannah Arendt ha sido traducido y publicado en castellano recién
en 1996 por Editorial Península, y le damos la bienvenida por su relevancia
actual para comprender el mundo contemporáneo, tarea para la cual la tradición
del pensamiento político occidental se muestra crecientemente inapropiado.
Contiene ocho ensayos de pensamiento político que abordan
conceptos tradicionales de la política como ser autoridad o libertad, desde la
perspectiva de la ruptura de la tradición planteada por la época moderna. La
indagación de Arendt se extiende, en estos textos, al concepto de la historia
antiguo y moderno, la crisis de la educación y la cultura, la relación entre
verdad y política, e incluso una reflexión sobre la significación de la
conquista del espacio para la humanidad del hombre.
El título, elaborado en un ensayo específico en forma de
prólogo, alude no al presente de la vida cotidiana en el flujo continuo y
eterno del tiempo sino a la brecha entre el pasado y el futuro donde se ubica
el pensamiento para intentar captar el significado del acontecimiento y la
acción en un mundo –el mundo moderno – cuya vocación para interpretar a estos
últimos en términos del concepto de proceso (o desarrollo) ha terminado por
eclipsarlos, si acaso no destruye inclusive las condiciones de su emergencia.
El planteamiento de Arendt es que la tradición del
pensamiento político en Occidente demostró su impotencia para iluminar la
novedad radical de los regímenes totalitarios que se impusieron en varios
países a partir de la década de 1930 y cuyo desmoronamiento global -aunque no
sabemos si definitivo-, en la década pasada, tampoco fue anticipado por las
tendencias dominantes de la ciencia política occidental.
De manera análoga, las categorías del pensamiento
político tradicional impiden captar la realidad de otros hechos de signo
opuesto, así como el significado de otro tipo de acciones y acontecimientos singulares en su
potencialidad para anunciar un porvenir que trascienda los estrechos marcos de
la época moderna e, incluso, vaya más allá de la mera proyección de las tendencias
actuales hacia un futuro pos moderno.
La tradición y la ideología revolucionaria
La lectura de los textos de Arendt nos incita a
reflexionar sobre el sentido que pudieron haber tenido los gestos y actos de
nuestra generación posterior a la revolución de 1952, cuando volvimos a
descubrir la piedra filosofal al
encontrarnos con la conocida tesis de Marx sobre Feuerbach que decía:
“Los filósofos han interpretado el mundo de diferentes maneras, el asunto sin embargo
es cambiarlo”. El entusiasmo del reencuentro con la acción revolucionaria – al
menos en la teoría – nos impidió tomar el recaudo de revisar el contexto de
dichas tesis para tomar conciencia de que la “abolición de la filosofía”
propugnada por Marx tenía un corte hegeliano, es decir, se la abolía, al mismo
tiempo que se la concretizaba y conservaba (aufheben) en la actividad
revolucionaria de la clase trabajadora. De este modo, dicha actividad no era
sino una acción predeterminada por la filosofía clásica alemana que, desde
entonces, se debía imponer a todas las sociedades independientemente de
consideraciones de tiempo y lugar.
¿Cómo podíamos habernos imaginado, en aquellos agitados
años de fines de 1960, que esta profesión de fe revolucionaria y la inversión de la dialéctica hegeliana (no
empezar por el pensamiento puro como lo hizo Hegel, sino por las condiciones
materiales de la existencia de los hombres en sociedad) propugnada por Marx
anunciaba no una nueva época sin la explotación del hombre por el hombre o una
nueva sociedad sin clases sociales sino, a lo sumo, el final de la tradición
del pensamiento político Occidental iniciado por la “alegoría de la caverna” de
Platón? La lectura que realiza Arendt plantea justamente esta posibilidad
aduciendo que si el comienzo de la tradición de la filosofía política se
produjo cuando el filósofo se apartó de la política para elevarse hacia el
“firmamento límpido de las ideas eternas” y luego regresar a imponer sus normas
a los asuntos humanos, el fin llegó cuando otro filósofo se apartó de la filosofía
como para “llevarla adelante” en el campo político.
El resultado fue que “Marx, al saltar de la filosofía a
la política, llevó las teorías de la dialéctica a la acción, con lo que hizo
que, mucho más que antes, la acción política fuera más teórica, más dependiente
de lo que hoy llamaríamos ideología”[1]. No es extraño, entonces, que la opción
de nuestra generación por la ideología revolucionaria haya asumido los
contornos de un activismo que, a menudo, nos sumió en la perplejidad cuando nos
encontramos con explotados que no querían “liberarse de sus cadenas”, u
oprimidos que no querían “tomar conciencia de su situación de opresión”. Hablar
de este particular desencuentro entre nuestros afanes de cambio y la “falsa
conciencia” de los explotados, tomando en cuenta la larga tradición de luchas
sociales que registra la historia de nuestro país parece un despropósito, hasta
que caemos en cuenta que el mismo Che Guevara ya lo había anunciado al hablar
en su diario de la mirada desconfiada de los campesinos que encontró en su
camino hacia La Higuera.
El “tesoro perdido” de las gestas libertarias
¿Quiere decir aquello que toda acción política tiene
siempre esa impronta de la filosofía, o ese carácter ideológico? Sería absurdo
afirmar esto; en la sociedad, existen conflictos, emprendimientos o acciones
que se dan no en base a una postura ideológica o una concepción preconcebida de
la historia sino a partir de situaciones concretas. Además, existen coyunturas
históricas en las que los ideólogos (los hombres abocados a un tipo de acción
predeterminada por algún esquema filosófico) se encuentran ya sea en una
posición de minoría, o bien en una situación que les obliga a actuar no en
función de su ideología sino de las exigencias de la situación particular. En casos
como estos, se diría que la acción política se ha liberado de los atavismos del
pasado y está libre para desencadenar nuevos procesos en la particular
circunstancia histórica en que se inscribe.
Una mirada a nuestra historia contemporánea nos hace pensar
que han debido haber momentos en que el vacío político fue llenado por este
tipo de acción política libre de ideologías (aunque sea sólo parcialmente
libre). Creo que uno de esos momentos fue la huelga de hambre de 1977-78
iniciada por un grupo de mujeres mineras en circunstancias poco favorables y en
un momento poco oportuno; empero, el “viento de la acción sopla por donde
quiere”, y aquel fin de año del ‘77 sopló por donde menos lo esperaban los
ideólogos y partidos de izquierda - por un espacio abierto por mujeres y
niños-, obligándolos a dejar de lado (poner entre paréntesis) sus particulares
concepciones ideológicas y adherirse a un tipo de acción basada en principios
(el derecho a la política, la pluralidad del espacio público) y con objetivos
específicos y claros (amnistía irrestricta que no excluya a los supuestos
“delincuentes políticos” o “extremistas” impedidos de volver al país).
Se sabe que el mayor logro de aquel movimiento fue la
apertura de un proceso democratizador distinto de cualquier otro precedente y
el cual, aunque no llegó a consolidarse debido al golpe militar ocurrido en
1980, constituyó una anticipación del proceso de institucionalización
democrática que hasta ahora intentamos llevar adelante como país. Sea como
fuere, aquella experiencia parece haber contenido un “tesoro” que al poco
tiempo se perdió, quizá el mismo del que habla Arendt al referirse a la
experiencia de aquellos escritores y hombres de letras europeos que se unieron
a la Resistencia durante la II Guerra Mundial.
“¿Qué tesoro era ése?”[2], parafraseando a Arendt, se
podría decir que al parecer consistió en que los protagonistas habían
descubierto que quien se “unió a la
huelga, se sintió plenamente inmerso en una experiencia histórica, plenamente
popular y revolucionaria”[3], que ya no se veía sospechoso de su “condición de
intelectual pequeño burgués”, que “tal vez por primera vez, había sido útil
para su pueblo”. En esa experiencia del hambre compartida y ampliamente
publicitada, por vez primera en sus vidas los visitaba una experiencia de
libertad: no tanto porque actuaran contra la dictadura..., sino porque se
habían convertido en “la oleada delantera de avance de la historia”, habían
asumido la iniciativa y se “sintieron colocados en una posición justa y en un momento
justo” y, por tanto, sin advertirlo plenamente, habían participado en la
creación de un nuevo espacio público - aquel que mediaba entre todos aquellos
que se constituyeron como pueblo - donde “la libertad estuviera siempre
invitada”.
Aquello no duró mucho, después de restituirse el proceso
democrático en 1982, las ideologías volvieron a influir de modo determinante en
las acciones de los grupos y clases sociales que se vieron afectados por la
hiperinflación o marginados del proceso de globalización de la economía; y -lo
que actualmente es más decisivo-, a partir de 1985, los partidos políticos
empezaron a monopolizar la actividad política que en las décadas precedentes
había estado principalmente en manos de los llamados “factores de poder” (el movimiento
obrero organizado o los militares). Pero ésta
es ya otra historia.
La sustitución de la acción por la conducta
Por lo visto, los momentos de la acción política no
ideologizada son fugaces; rápidamente, el contexto de la modernidad asimila
este tipo de acontecimientos singulares al proceso histórico más amplio. “Para
nuestro modo de pensar moderno”, dice Arendt, “nada es significativo en y por
sí mismo, ni siquiera la historia (...) tomada como un todo, (...) ni los
hechos históricos específicos. (...) Los procesos invisibles han invadido todas
las cosas concretas, toda entidad individual que sea visible para nosotros,
reduciéndolas a funciones de un proceso general”[4].
Se diría que para nosotros, ni la huelga de hambre de
1977, ni la “marcha por la vida” de 1986, ni aquella “por la dignidad y
territorio” de 1990 tienen una significación por sí solas; lo único que parece
otorgarles un sentido es el hecho de que todos esos acontecimientos forman
parte, en el mejor de los casos, de un amplio proceso de democratización de
nuestra sociedad; aunque también se los puede considerar como acontecimientos
de signo opuesto en función de su capacidad (o incapacidad) de bloqueo del
proceso de desestatización de la economía.
En el contexto actual, la acción política ha vuelto a
manos no ya del “revolucionario profesional” (aunque éste todavía aparece en la
escena política como un caso aislado), sino a las del “político de oficio”
quien ha empezado a monopolizar la actividad política gracias, en parte, a la
representatividad excluyente otorgada por la Constitución a los partidos
políticos; pero también debido a la solidaridad de tipo corporativo que se ha
desarrollado al interior de la llamada “clase política”, una solidaridad que
tiende a abarcar a todos los militantes de los partidos políticos
independientemente de su signo ideológico.
En este caso, no es ya la tradición de la filosofía
política sino la actual evolución de las ciencias sociales la que influye en
los procesos sociales actuales, incluido el proceso político. En la medida en
que aquellas han evolucionado mayoritariamente en dirección a un tipo de
ciencias de la conducta humana, basadas en la estadística de los grandes
números, “la sociedad espera de cada uno de sus miembros un tipo de conducta,
imponiendo innumerables y variadas reglas, las cuales tienden a “normalizar” a
sus miembros, obligándoles a conducirse (de un modo tal) que la acción
espontánea o el logro sobresaliente quedan excluidos”[5]. Es posible que esta
sustitución de la acción por la conducta, que está en la base de los procesos
sociales actuales, haya sido reforzada por las ciencias de la conducta cuyos
paradigmas también han alcanzado a las ciencias políticas.
En la medida en que los partidos se han convertido en los
sujetos centrales del sistema político y los únicos titulares legítimos de la
actividad política, el político de oficio tiende a monopolizar la iniciativa
dejando al resto de los ciudadanos el “derecho” a votar por él cada 5 años. El
buen ciudadano resulta ser aquel que se comporta adecuadamente, conformándose
con obedecer las leyes aprobadas por los políticos en su función legislativa y participar de las políticas implementadas
por ellos desde el Ejecutivo. Quien quiera reivindicar para sí, o para su grupo
social, la posibilidad de actuar libremente, al margen del sistema político, no
solamente se arriesga a entrar al campo de la ilegalidad sino también a ser
incomprendido por sus conciudadanos.
La importancia de los escritos de Hannah Arendt para
iluminar nuestro proceso político particular se hace evidente cuando
reflexionamos sobre la amenaza que implica esta progresiva sustitución de la
acción política por la conducta ciudadana y el peligro siempre presente de la
distorsión de la realidad por parte de los que detentan el poder, o de aquellos
que aspiran a detentarlo.
*Publicado originalmente por "El Malpensante" de La Razón, La Paz, 7 de marzo de 1999
[1] Hannah Arendt, La Tradición y la
Epoca Moderna. En: Entre el Pasado y
el Futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Editorial
Península, Barcelona 1996, p.36
[2] Ibidem, p. 10
[3] Luis Espinal, El Testimonio de
una Experiencia. En: La Huelga de
Hambre, Asamblea Permanente de los Derechos Humanos de Bolivia, 1978, p.153
[4] Arendt, El Concepto de Historia
Antiguo y Moderno. En:
Op.cit., p. 72
[5] Arendt, The Human Condition. The University of Chicago Press, 1958, p. 40
No hay comentarios:
Publicar un comentario