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domingo, 7 de diciembre de 2025

Hombres en tiempos de oscuridad (Hannah Arendt)

por Samantha Rose Hill* 

Antes que viajara a Jerusalem en 1961, [Hannah] Arendt había empezado a preparar un curso sobre el poeta y dramaturgo Bertolt Brecht. Con los años, el material del curso fue publicado en el New Yorker en 1966, como "Hombres en tiempos de oscuridad" con algunas revisiones en 1968, y en alemán para la revista Merkur en 1969.

Cuando su ensayo sobre Brecht "Lo que le es permitido a Júpiter" apareció por primera vez en el New Yorker, le siguieron controversias. Sidney Hook escribió: "Una sola palabra describe el esfuerzo de Hannah Arendt por borrar la declaración de Brecht y utilizarla como un indicador de los sentimientos antistalinistas de Brecht: Unverschamtheit, desvergüenza". John Willett, coeditor de las obras reunidas de Brecht en inglés, respondió exigiendo que Arendt entregara sus fuentes probando que Brecht había alabado a Stalin. Arendt no respondió de inmediato, y cuando lo hizo Willett no quedó satisfecho con la evidencia presentada por ella. Escribió una carta abierta al Times Literary Supplement, de la que dio cuenta el New York Times. Arendt respondió a la solicitud de entrevista y aseguró a sus lectores que estaba "suficientemente satisfecha" con su propio trabajo, y creía que éste era correcto.

Arendt le dijo a su editor en el New Yorker que había escrito "el texto originalmente por enojo con un amigo", Eric Heller, quien quería "echar a Brecht por la ventana" debido a sus simpatías por Stalin. Heller tampoco había entendido el recuento de Arendt sobre Brecht. Él la atacó personalmente, arguyendo que su ensayo sobre Brecht "bien pudiera ser una de esas ocasiones  en la que Hannah Arendt puso su gran inteligencia misma al servicio de un juicio erróneo; y cuando esto ocurrió, no era que estaba simplemente equivocada, sino que ella estalló en gran equivocación, con chispas iracundas volando por los aires".

Heller, Willet y Hook estaban respondiendo a una nota de pie en el ensayo de Arendt en que ella dice:

La alabanza de Brecht a Stalin ha sido cuidadosamente eliminada de sus Obras Reunidas. Los únicos rastros han de encontrarse en Prosa, vol. v, las notas publicadas póstumamente para su libro inconcluso Me-ti. Allí se alaba a Stalin como "el [hombre] útil", y se justifican sus crímenes. De inmediato después de su muerte, Brecht escribió que había sido "la encarnación de la esperanza" para "los oprimidos de cinco continentes".

Arendt no condenó el pecado de Brecht. Ella no creía que Brecht debiera ser desechado por sus decisiones políticas equivocadas. Se trataba de un gran poeta, y ese era el terreno sobre el que debía ser juzgado. Arendt les asignaba a los poetas y la poesía un lugar diferenciado en su comprensión del mundo, entre la vida del espíritu y la vida de la acción, y les otorgaba una condonación de sus obligaciones mundanas. "Los poetas no siempre han sido ciudadanos buenos, confiables", escribió. Brecht fue castigado con una "pérdida de talento" por los dioses de la poesía.

Ahora la realidad lo abrumó al punto en que él ya no pudo ser su voz; había tenido éxito en estar en lo más espeso de ella --y había comprobado que este no es un buen lugar para un poeta--. Esto es lo que posiblemente el caso de Bertolt Brecht pueda enseñarnos, y lo que tendríamos que considerar cuando lo juzgamos hoy, como tenemos que hacerlo, y ofrecerle nuestro respeto por todo lo que le debemos. La relación del poeta con la realidad es ciertamente la que Goethe dijo que era: ellos no pueden sostener la misma carga de responsabilidad que los hombres corrientes; ellos necesitan cierta dosis de lejanía, y sin embargo no mantendrían su sal particular si no estuvieran todo el tiempo tentados de ceder esta lejanía a cambio de ser unos más dentro de la corriente. En este intento Brecht apostó su vida y su arte como pocos poetas lo habían hecho antes; eso lo condujo al triunfo, y al desastre.

El argumento de Arendt era que los poetas merecen "cierta latitud" en la consideración pública, debido a que se encuentran hasta cierto punto alejados del mundo de los asuntos humanos. Arendt admite que el mismo Brecht rechazaría esta clase de excepción, pero ella también sostuvo que no se debe perder la capacidad de discernir entre los juicios políticos y morales: "Cada juicio está abierto al perdón, cada acto de juzgar puede convertirse en un acto de perdonar; juzgar y perdonar no son sino dos lados de la misma moneda. Pero los dos lados siguen reglas diferentes". El juicio de Arendt sobre Brecht es el juicio de un narrador, no el de un árbitro moral. Es lo que algunos han llamado "juicio poético". El costo del fallo [moral] de Brecht fue su talento, y esta pérdida, para Arendt, demostró "cuán difícil es ser un poeta en esta... o cualquier otra época".

[.....]

*Samanta Rose Hill, "Hannah Arendt". Men in Dark Times, 17, p.176. Reaktion Books Ltd. 2021 [Traducido por Hernando Calla, 8 diciembre 2025]



sábado, 8 de noviembre de 2025

Lo que quiero es comprender (Hannah Arendt 1972)

 Pensamiento y acción

Hannah Arendt: La propia razón, esa capacidad de pensar que nos ha sido otorgada, tiene necesidad de ejercitarse. Filósofos y metafísicos han hecho de esta capacidad su monopolio. Esto ha permitido alcanzar cosas muy grandes. Pero también ha traído consigo consecuencias realmente ingratas. Hemos olvidado que toda criatura humana tiene una necesidad de pensar, no de pensar de manera abstracta, no de responder a las cuestiones últimas sobre Dios y la inmortalidad, sino de, mientras viva, no hacer otra cosa que pensar. Y lo hace constantemente.

            Todo aquel que cuenta una historia sobre algo que le acaba de suceder hace media hora en la calle, tiene que dar una forma a esa historia. Y este “dar forma a la historia”, es una especie de pensamiento.

            En ese sentido, puede incluso resultar alentador que haya desaparecido el monopolio de aquellos a los que Kant denominó una vez, con suma ironía, los “pensadores de oficio”. Podemos, en concreto, comenzar rompiéndonos la cabeza sobre qué significa el pensamiento para la acción. Bueno, quiero conceder una cosa. Quiero conceder que yo, por supuesto, estoy interesada, fundamentalmente, en comprender. Esto es absolutamente cierto. Y quiero también conceder que hay otras personas que están interesadas, principalmente, en hacer algo. Pero no es mi caso. Yo puedo vivir perfectamente sin hacer nada. Pero, en cambio, no puedo vivir sin, cuando menos, intentar comprender lo que ha sucedido, sea lo que sea.

            Y esto se concreta, de algún modo, en el sentido de Hegel que usted conoce, donde, como digo, el papel central corresponde a la reconciliación –reconciliación del hombre como ser pensante y racional–. Esto es lo que realmente sucede en el mundo.

            No conozco más reconciliación que el pensamiento. Esta necesidad es, en mi caso, mucho más fuerte de lo habitual entre los teóricos políticos, con su necesidad de unificar acción y pensamiento. Porque pretenden actuar, ¿no es cierto? Pero yo creo que si he aprendido algo de la acción ha sido, precisamente, porque la observo más o menos desde fuera.

            En toda mi vida, he actuado un par de veces, porque no había más remedio. Pero mi verdadero impulso no es ése. Y aceptaría casi sin rechistar todas las insuficiencias que a su modo de ver se sigan de esta puntualización, pues yo misma considero igual de probable que se trate efectivamente de insuficiencias.

C.B. Macpherson: ¿De verdad afirma usted, señora Arendt, que un teórico de la política no puede comprometerse a la vez con una causa? ¡No puede ser!

H.A.: No, pero se está en lo cierto cuando se afirma que pensamiento y acción no son lo mismo. Por mi parte, en la medida en que deseaba pensar, me he retirado del mundo.

C.B.M.: Pero para un teórico político, para un profesor y autor en el ámbito de la teoría política, enseñar y teorizar significa lo mismo que actuar.

H.A.: Enseñar es otra cosa, lo mismo que escribir. Por el contrario, el pensamiento en su pureza, es algo distinto – y en ese sentido Aristóteles tenía razón… –. Como usted sabe, todos los filósofos modernos tienen un pasaje en su obra más bien apologético que viene a decir: pensar es también actuar. ¡Pues no, no lo es! Afirmar tal cosa es bastante deshonesto. Lo que quiero decir es que habría que afrontar la realidad. ¡No es lo mismo! Muy al contrario. Yo debo renunciar en buena medida a participar, a asumir compromisos.

            Hay una vieja historia, atribuida a Pitágoras, de unos hombres que van a los juegos olímpicos. Y Pitágoras dice: unos van allí a competir, otros a hacer negocios, pero los mejores so los que se sientan en el anfiteatro de Olimpia, a mirar. Quiere decir que sólo los que contemplan se enteran de lo esencial. Y es preciso conservar esta distinción –por honradez, aunque no sea por otra cosa.

            Sí, creo que el pensamiento influye sobre la acción –sobre el hombre que actúa, pues el yo que piensa es el mismo que actúa–. Pero no la teoría. La teoría sólo puede influir sobre la acción modificando la conciencia. ¿Se ha preguntado usted alguna vez por el número de hombres cuya conciencia tendría que modificar?

            Y si no se ha hecho esa pregunta concreta, piense usted en la humanidad –es decir, en un sustantivo que en realidad no existe, que es un concepto–. Y este sustantivo –ya se trate de la esencia genérica marxista, de la humanidad, del espíritu universal o de cualquier otra cosa– siempre recibe una interpretación que se corresponde con la imagen de un único ser humano [en singular].

            Si realmente creemos –y yo pienso que todos tenemos esa creencia– que la pluralidad reina sobre la Tierra, es preciso modificar esa idea de la unidad entre teoría y praxis, modificarla hasta tal punto que no la reconocerán quienes la han manejado con anterioridad. Estoy realmente convencida de que sólo se puede actuar “en concierto” [de manera concertada], en comunidad con otros; y estoy realmente convencida de que uno sólo puede pensar consigo mismo. He aquí dos situaciones “existenciales”, si quiere usted decirlo así, completamente distintas. Y en cuanto a pensar que hay algún tipo de influjo directo de la teoría en la práctica (en la medida en que por teoría se entiende sólo una cosa pensada, es decir, algo ideado) …, mi opinión es que de hecho no es así y nunca lo será.

El principal defecto y error de La condición humana consiste en que en dicha obra sigo examinando lo que la tradición denomina vita activa desde el punto de vista de la vita contemplativa, sin decir nada real[mente] sobre la vita contemplativa.

Digamos, pues, que el primer error reside ya [en] este enfoque desde la vita contemplativa, porque la experiencia fundamental del yo pensante está contenida en las líneas de Catón el Viejo que cito al final del libro: ‘cuando no hago nada es cuando más activo estoy; y cuando estoy enteramente a solas conmigo mismo es cuando menos solo estoy’ (¡resulta muy interesante que Catón haya dicho tal cosa!). Se trata de una experiencia de actividad pura, no lastrada por ningún tipo de trabas físicas o corporales. Pero en el momento mismo en que comienza uno a actuar, pasa a ocuparse del mundo y, por así decir, tropieza todo el tiempo con sus propios pies; y, además, porta uno su propio cuerpo… Como dice Platón: el cuerpo exige siempre que lo cuidemos… ¡y al infierno con él!

            Todo esto se dice desde la experiencia del pensamiento. Actualmente estoy intentando escribir sobre ello. Y el punto de partida será la idea de Catón. Pero todavía no puedo contarles nada, no he avanzado lo suficiente. Y, en cualquier caso, no estoy segura de tener éxito. Porque resulta muy fácil hablar de sofismas metafísicos, pero cada uno de esos sofismas metafísicos –pues se trata efectivamente de sofismas metafísicos– tiene su raíz auténtica en una experiencia concreta. Es decir que, si los tiramos por la ventana en tanto que dogmas, debemos al menos saber de dónde procedían. O sea, que hay que preguntar: ¿Cuáles son las experiencias de ese yo que piensa, que quiere, que juzga o, dicho de otra manera, que se ocupa de actividades puramente intelectuales? Bueno, creo que de todo esto pueden sacarse cosas interesantes, si uno se mete en ello a fondo. Pero no puedo contarles mucho, al respecto.

            Tengo la vaga sospecha de que la pregunta tiene un resabio pragmático: ¿De qué vale pensar? O, según formulo yo lo que todos ustedes preguntan: ¿Por qué demonios hace usted todo eso? ¿Para qué sirve el pensamiento, además de para escribir y dar clases? Es muy difícil ponerlo por escrito, y seguro que para mí más difícil que para otros.

            Miren ustedes, cuando la cosa iba de política, yo tenía una cierta ventaja. Por naturaleza, no soy una persona de acción. Si les digo que no he sido nunca ni socialista ni comunista (cosa que entre la gente de mi generación era casi obligada, de modo y manera que prácticamente no conozco a nadie que no haya militado nunca), comprobarán que nunca sentí la necesidad de tener adscripción política. Hasta que finalmente, “finalmente alguien me golpeó con un martillo en la cabeza y volví en mí”, y esto, puede decirse, me devolvió a la realidad. No obstante, yo tenía la ventaja de poder ver las cosas desde fuera. Incluso de verme a mí misma desde fuera.

            En cambio, en este asunto del pensar es distinto. Aquí estoy inmediatamente dentro. Y por eso me siento muy insegura, sobre si lo controlo o no. Pero sea como sea, siento que La condición humana necesita un segundo tomo, y voy a intentar escribirlo.

*Lo que quiero es comprender. Sobre mi vida y mi obra (Hannah Arendt, Editorial Trotta, 2010) [Entre paréntesis: sugerencias de posible mejor traducción, sin tener acceso al original. N.d.E.]



sábado, 26 de abril de 2025

El legado de Francisco

por Massimo Recalcati 

 25 de abril de 2025*

 La muerte del Papa Francisco no decreta el fin de su pontificado porque trae consigo una pregunta destinada a permanecer abierta: ¿puede la Gracia subvertir la Ley?

Su última elección, la de no ser enterrado en el templo de San Pedro, sino en el de Santa María la Mayor, ¿podría ser la última jugada para evitar una canonización falsamente celebratoria de su pontificado? Su legado abre claramente un conflicto que pone en juego no una simple sucesión, sino la identidad cristiana como tal.

Por un lado, una Iglesia que querría enterrar a Francisco en el mármol austero y grandioso del templo, domesticando su mensaje escandaloso, considerando su pontificado una especie de paréntesis populista-pauperista que hay que volver a cerrar cuanto antes. Por otro, los que insisten en ver en su testimonio el renacimiento de un cristianismo radical donde la anarquía de la Gracia parece más fuerte que los dogmas establecidos de la doctrina. Francisco no es, en efecto, un pontífice entre otros, sino un verdadero trauma en la historia de la Iglesia. Su legado no es, por tanto, una herencia ya definida que hay que preservar, sino una apertura que sigue siendo incierta, un terremoto cuyos efectos aún no se han revelado plenamente.

Una de las dimensiones más desconcertantes de su predicación fue la convergencia del teólogo y el pescador. No el pescador contra el teólogo -como afirman algunos de sus críticos dogmático-clericales, condenando un populismo suyo subyacente-, sino el pescador como corazón profundo, como punto singular de enunciación del teólogo. Es un hecho: en su magisterio, la teología nunca ha sido un sistema, sino una herida: una apertura al grito de los pobres, al lamento de la tierra, al vértigo de la duda, a la dimensión humana y, por tanto, falible de la fe. De ahí la centralidad asumida por su cuerpo, que se convirtió -como también sucedió con el de Francisco de Asís identificado con sus estigmas- en sí mismo en una oración capaz de denunciar una verdad escandalosa: la santidad no está en la enmienda de la carne, en su purificación ascética, sino en la plena adhesión al cuerpo. La verdad del Verbo coincide, en efecto, con su encarnación. Es la kénosis paulina. De ahí la centralidad de la pobreza, que incluso antes de ser un tema justamente social, encuentra su raíz más profunda en esta misma encarnación. El templo glorioso de la Iglesia católica se puebla entonces de cuerpos heridos: los pies cansados de los inmigrantes, las cicatrices de los presos, la desesperación de los sin techo y de los drogadictos, el sufrimiento de los enfermos, los rostros y los cuerpos de los niños mutilados por las guerras. No ocultar el propio cuerpo expuesto en su frágil humanidad subvierte la teología del poder: no es el templo el que hace santo al cuerpo, sino el cuerpo el que hace santo al templo. Su misma muerte, por tanto, no puede leerse como el cierre de un paréntesis porque mantiene abierta la herida original de la kénosis cristiana, el escándalo de Dios que al hacerse hombre se borra a sí mismo como Dios.

Por eso, coherente con el espíritu de los Evangelios, Francisco ha subordinado siempre el rostro de Dios al del prójimo. Aquí el pescador se confunde con el teólogo y viceversa. Esta es su apuesta más alta: no el ejercicio pastoral contra la teología, sino la teología como ejercicio pastoral. El pescador encarna un saber que proviene no sólo de los libros, sino del viento que rasga las velas y las redes, de la espera, de la fe, del misterio de la noche anterior a la pesca. Del teólogo al pescador, de la Ley a la Gracia son dos movimientos en plena sintonía: Dios no es un contador, sino un padre que, como en la parábola lucana del hijo pródigo, corre alegremente al encuentro de su hijo perdido sin la preocupación de tener que castigar o escarmentarlo. Por ello, su legado no será una mera sucesión, sino un campo de batalla. Por un lado, el empuje hacia una Iglesia que reconoce en el Espíritu un viento capaz de soplar más allá de los muros del clericalismo y, por otro, la resistencia de quienes ven en la anarquía de la Gracia una amenaza para el orden establecido. Francisco nos recuerda incesantemente que Dios prefiere un ateo sincero a la hipocresía ordinaria de un creyente y que Jesús no vino a salvar a los justos sino a los pecadores porque, como nos recuerdan con fuerza las palabras de Qoelet, "no hay justo en la tierra que sólo haga el bien y nunca haga el mal" (Qo,7,20 ). Ningún hombre, de hecho, como bien sabe incluso el judío Freud, está hecho para la Ley. En esto la teología de Francisco relee el Evangelio a través de la centralidad absoluta del amor. La Ley no es un código al que someterse, sino lo que hace posible que la vida se abra a la plenitud de la vida. Dios no está en el cielo, sino en el leproso al que nadie toca, en el enemigo como figura extrema de una alteridad que nunca está a nuestra disposición. Cumplir la Ley significa reconocer la existencia de una Ley sin medida, una Ley más allá de la Ley.

Significa reconocer que esta nueva Ley es la desconcertante Ley del amor que traumatiza la simetría del mérito porque, como recuerda Jesús, "hay más dicha en dar que en recibir" (Hch 20,35). En este sentido, la insistencia de Francisco en la centralidad del amor no es la expresión de una retórica populista, sino un verdadero trauma: lo que salva no es la obediencia a la Ley, sino el encuentro con la propia vocación, con lo que llama, con la causa que orienta nuestro deseo más propio. Francisco mostró que Dios no es un árido legislador, sino un amante que llama imprevisiblemente a nuestra puerta. La Iglesia, tras su muerte, debe elegir entre convertirse en un cementerio de preceptos morales o en una obra abierta, donde la única Ley que cuenta es la del amor que no calcula. Del teólogo al pescador: el salto mortal se produce en la carne. Es un despertar, pero también un verdadero apocalipsis. La resistencia que su mensaje encontró en los círculos más conservadores del catolicismo revela la verdad del trauma que representaba: la apertura de la Gracia asusta mucho más que la cerrazón del pecado.


*Fuente: Massimo Recalcati, "Francesco, il pescatore-teologo". La Repubblica, 24 aprile 2025 [Ver original en: https://www.alzogliocchiversoilcielo.com/2025/04/massimo-recalcati-francesco-il.html]

viernes, 21 de marzo de 2025

Deberíamos desenvolvernos con el mínimo de educación posible (I. Illich)

Entrevista con Iván Illich (1984) *

La riquísima cultura de Iván Illich, realmente universal tanto por el conocimiento de pueblos y lenguas, como por su formación en las más diversas disciplinas, se manifiesta en la calidad de sus tesis, tan rebeldes como seductoras. Las relaciones, intereses, contradicciones y costes de lo que hemos dado en llamar progreso, quedan explícitos al contacto de sus interpelaciones, aislados tras su erudición y prestos para ser relevados con el persuasivo porte de sus investigaciones.

Nacido en Viena, 1926, de madre con ascendencia sefardí y de padre [católico] dálmata, vivió su juventud en varios lugares de Europa, unas veces residiendo apaciblemente con unos u otros miembros de su familia, y otras, durante el nazismo, recorriendo un camino de fugitivo. "Todo este periplo me salvó", dice, "de tener que asistir a las escuelas y pude pasar una buena parte de esos años jóvenes en las bibliotecas de mis dos abuelos y escuchando conversaciones interesantes. Desde la cristalografía a la teología, desde su doctorado en Historia hasta su sacerdocio activo en Puerto Rico, desde su experiencia directa en las sociedades tercermundistas hasta su permanente contacto con las personalidades y centros más relevantes de la ciencia moderna, Illich es un personaje nodal y apasionante. Imposible seguir su obra y su minucioso magisterio, sin una participación emocionada. Los libros de Iván Illich** están configurando, paso a paso, una nueva opción para el conocimiento del mundo y constituyen una parte imprescindible de los objetos teóricos para corregirlo.

Pregunta. Ha mostrado usted en su último libro, "El género vernáculo", todavía no traducido al castellano, que el concepto de sexualidad es un concepto nuevo, generado por una determinada circunstancia social hace menos de 100 años.

Respuesta. Sexualidad, así como fuerza de trabajo, como energía, como información, son conceptos por los cuales la gente hace un siglo no hubiera sabido qué hacer. No habrían sabido qué hacer en el sentido de que no formaba parte de un marco conceptual coherente con su realidad. La sexualidad, tal como hoy hablamos de ella, es un concepto análogo al de energía, concepto que se construyó socialmente por 12 personas independientemente en los años cuarenta y cincuenta del último siglo. Sigmund Freud, cuando describe la libido, tomó precisamente las frases exactas de uno de los grandes inventores de la energía, de Helmholtz. El concepto de esta energía o fuerza del ser humano, que podría ser imputada al hombre o la mujer, era totalmente inconcebible hace 100 años. Y aun hace dos generaciones era un concepto elitista. 

P. Y este descubrimiento, ¿a qué le conduce respecto a la comprensión de la sociedad?

R. Yo estoy describiendo ese momento histórico que otros llaman el establecimiento de un modo de producción capitalista desde un punto de vista antropológico. Quiero saber en qué forma este modo de producción cambió la concepción del hombre. Y he descubierto que la transformación más fundamental en la concepción del hombre que conlleva el proceso de instalación del capitalismo industrial es una pérdida de lo que llamo el género. Veamos: cualquier sociedad preindustrial está dividida en dos mitades. Una mitad de hombres y una mitad de mujeres. La línea de separación pasa por cada sociedad en forma distinta, pero no existe una sociedad en la cual hombres y mujeres puedan manejar la misma herramienta: si ella utiliza la hoz, él utiliza la guadaña, y si ella utiliza la guadaña, sólo puede utilizarla en agosto, con la finalidad muy precisa de cortar la hierba. Igualmente, si ambos utilizan la hoz, inevitablemente la hoz de él y la hoz de ella son objetos de diseños distintos.

Tiempo 'vernáculo' y tiempo 'unisex'

P. Y esto, ¿qué supone en cuanto al modo de producción?

R. Supone que el proceso productivo ciertamente no era el de una fuerza de trabajo unisex, sino el resultado de una complementariedad de un género de hombres y un género de mujeres que se extiende a todos los ámbitos. Los hombres y las mujeres ocupan espacios diferentes, y también el tiempo vernáculo es diferente del tiempo unisex actual. Igualmente sucede con el idioma, donde la apreciación es muy clara. El habla vernácula está constituida por dos formas de hablar, masculina y femenina. Estos aspectos del género, que son fundamentales para toda sociedad poco introducida en la economía monetaria y basada en la subsistencia, desaparecen con la llegada de la industrialización.

He encontrado decenas de casos que dan testimonio de que en el proceso de industrialización, uno de los sufrimientos menos analizados pero más duramente soportados fue la pérdida de dominios separados y complementarios de los dos géneros. Me interesa este tema del paso del género vernáculo al sexo común con distintos papeles, porque me permite, mejor que cualquier otro, hablar de la constitución de este ser humano abstracto teorético que hoy existe. El concepto de papel (rol) aparece por primera vez en las ciencias sociales en el año 1932, cuando publicaron tres libros simultáneamente Margaret Mead, Ralph Linton y Murdoch.

Hoy, cualquier niño habla de papeles y se puede representar papeles de hombre o de mujer en la relación social. El hombre y la mujer son, así, seres humanos manipulables, seres humanos que poseen fuerza de trabajo para vender. No se podría hablar de la fuerza de trabajo si no pensáramos en fuerza de trabajo común. Es decir, si no se hubiera destruido el género (vernáculo).

P... Y se hubiera incorporado a sí a los géneros humanos como una misma mercancía homologada para la producción industrial en serie.

R. Efectivamente, en la industrialización se presenta la necesidad de homogeneizar a los seres humanos, de homogeneizar el espacio para la circulación de la mercancía y del dinero. Y hay que homogeneizar el tiempo destruyendo los antiguos ritmos discontinuos. Exactamente cuando en el Occidente, en los siglos XIX y XX se homogeneiza a la mujer con el hombre como seres humanos, cada mujer tiene que competir con cada hombre y, mirando en el conjunto, la mujer, individualmente, es siempre discriminada. Para el mismo trabajo, en el centro de la escala salarial, en Estados Unidos, a principios de siglo la mujer recibía el 62% de lo que recibía el hombre. Después de varias décadas de feminismo hemos llegado ahora a un punto en el que, en Estados Unidos, la mujer recibe solamente el 52 % de lo que recibe el hombre.

P. ¿Cómo dice?, ¿que existe más diferencia ahora?

R. Efectivamente. Hay un descenso neto y claro durante los últimos 15 años, en los que la retribución para el mismo trabajo de la mujer, cuando se encuentra en el grupo central de la pirámide de ingresos. Ciertamente, el sexismo constituye un indignidad específicamente moderna, incomparable cualitativamente con aquello que se podría llamar en el patriarcado un dominio del grupo masculino sobre el grupo femenino. Entonces no hubo la posibilidad de competencia para el mismo trabajo, para la misma tarea, y por esta razón no hubo la posibilidad de una severa discriminación individual.

P. Una afirmación que usted repite con énfasis es que el desarrollo económico crea escasez. ¿Qué quiere decir con ello?

R. Expandir el desarrollo económico es ensanchar un proceso por el cual siempre más aspectos de la vida cotidiana se introducen dentro de la esfera formalmente económica, quiero decir, dentro de aquella esfera en la cual rigen las leyes estrictas de la escasez. El proceso que se llama desarrollo se podría, igualmente bien, llamar el proceso de progresiva destrucción de la capacidad de subsistir fuera de la economía normal.

P. Y en este sentido, ¿qué es lo que la humanidad pierde con ello?

R. Cuando se habla, por ejemplo, de justicia tenemos la costumbre, en las tres o cuatro últimas generaciones, de preocuparnos principalmente por la igualdad en la distribución de productos. Tendríamos también que preocuparnos por la igualdad del acceso a un ambiente que permita evitar la necesidad de consumir productos. Una calle típica en México, hace 20 años, era un lugar común donde se vendía, donde se jugaba a las cartas, donde se charlaba, se hacía política, también se caminaba y se estacionaban los burros. Pero la calle se transformó después en medio exclusivo para la circulación de productos industriales, que se llamaban automóviles.

P. Pero entonces su alternativa suena a nostalgia del pasado.

R. Quisiera a toda costa evitar las dos cosas, la nostalgia del pasado o permitir que la utopía del futuro, que no existe, eche su sombra sobre los conceptos, a pesar de los cuales pienso y discuto.

P. Entonces, ¿en qué diferencia se diferencia lo que usted propugna de un planteamiento de regreso?

R. Quedémonos en el caso de la calle. Una calle tradicional estaba hecha para gente que pertenecía a la especie del homo automobilis, del hombre que puede moverse con sus propios pies y normalmente se mueve con sus pies. Hoy, en cambio, la calle está hecha para un homo transportandus, un ser humano que, por transformaciones en el ambiente, ya no puede moverse, no tiene valor de uso en los pies, tiene que ser puesto sobre unas ruedas motorizadas y ha de ser llevado. Yo no veo por qué razón el adelanto técnico debe ponerse al servicio del ideal del homo transportandus.

P. Pero eso pone en cuestión, digamos, todo el fundamento del funcionamiento capitalista, la lógica de su desarrollo.

R. Pone en cuestión el fundamento del capitalismo, pero también de la normal interpretación que se da al progreso de las fuerzas productivas.

P. Claro, pero el progreso de las fuerzas productivas parece equivalente a un progreso capitalista, más o menos enmascarado, en todos los lugares del mundo.

R. Por cuanto yo sé, sí. La observación me lo dice.

P. ¿Y usted cree que nos encontramos en una situación en la que es posible que ese modelo sea sustituido?

R. Me parece que estamos en una situación en la cual la imagen del homo laborans, del ser humano hecho para el trabajo productor, independientemente de ser hombre o mujer, está en grave crisis, pero está también en igual crisis la idea de la fuerza productiva, que se ha atribuido desde el principio del último siglo a estos seres humanos. Por esta razón, más que nunca se impone la necesidad de estudiar la construcción social de la antropología humana a principios del último siglo. Así es importante saber cómo se constituyó el homo transportandus, quién destruyó el ambiente del homo automobilis, cómo se constituyó el homo educandus, que no puede vivir si no consume en cantidades, decenio a decenio mayores, un producto institucional que se llama educación, cómo se construyó el homo medicandus, el ser humano que necesita de ciertas formas de cura institucional, que son resultado de instituciones productoras. Cómo se constituye el hombre que necesita un espacio y/o garaje, dónde se le puede depositar durante la noche, en los días de huelga o de fiesta y de donde puede salir para ser utilizado en el trabajo durante el día.

"Construyamos nuestras casas"

P. A propósito de la vivienda, me parece que usted propondría hoy la autoconstrucción de las propias casas. ¿Es así?

R. Absolutamente, para la mayor parte del mundo. Autoconstruir la casa es un privilegio del cual posiblemente no podrían beneficiarse los habitantes de ciertas zonas altamente industrializadas.

P. Pero las razones de seguridad en la construcción de comodidades, de salubridad... Esto ¿cómo lo valora?

R. La comodidad es tan subjetiva que sería difícil discutir de ella, pero, por esa razón, yo me he interesado tanto, también en colaboración con el doctor Enrique Costas, de las ilusiones y fantasías sobre la salubridad. En un estudio sobre la historia cultural moderna del agua se demostró que en todos los lugares, desde 1860 hasta 1960 y desde el momento en que empieza a introducir el agua corriente dentro de la habitación individual, aumenta su uso en 40 a 100 veces más. Inevitablemente, esta agua no puede ser absorbida por la tierra existente debajo de la casa, que absorbió hasta entonces la que allí se utilizaba y, como consecuencia, se crean con frecuencia centros de infección en la superficie y bajo el suelo, que aumentan las enfermedades.

Medidas médicas que generan la enfermedad

P. Entonces, ¿quiere decir usted que, en general, el progreso de las medidas higiénicas, o incluso algunas médicas comunes, han propiciado más enfermedad?

R. Yo no haría ese salto tan sencillo. Sí hablaría mas concretamente de la medicalización de las medidas higiénicas.

P. ¿Y qué es la medicalización de las medidas higiénicas?

 R. Debería empezar por los conceptos de salud. Si tengo que hablar a un biólogo de salud, inevitablemente hablaré de salud como competencia de un organismo para realizarse en forma autónoma dentro de su ambiente. Cuanto más aumenten las prestaciones de salud, es decir, los consumos que le sean necesarios a una entidad biológica para sobrevivir, ya sean en forma de servicios de agua, de canalización, de revisión médica, de consumo de fármacos, más disminuye de hecho la autonomía de este organismo. En este sentido muy general, inevitablemente la medicalización, más allá de cierto punto, induce mala salud.

 P. Pero la réplica que se le puede hacer es que, en todo caso, y gracias a la medicina, la esperanza de vida ha aumentado en el mundo.

R. ¿Qué quiere decir esperanza de vida?

P. ¿Por qué me pregunta eso?

R. Pues porque nosotros dos, como miembros de una sociedad desarrollada, tenemos una esperanza de vivir menos años que la gente en una sociedad menos desarrollada.

P. ¿Que tenemos menos esperanza?

R. La esperanza de vida que nos queda después de los 35 años en las sociedades ricas es igual o inferior a la esperanza que les queda a la gentes que llegan a nuestra edad en sociedades más primitivas, menos desarrolladas, y es, probablemente, inferior al período que le quedaba a un hombre que había llegado a la nuestra, la suya o la mía, hace 100 o 200 años. Lo que ha cambiado es la supervivencia de niños en el período perinatal y durante los primeros 10 o 15 años de vida. Pero no ha cambiado de una forma importante la vida que le queda cuando ha llegado a los 35 o 40 años.

P. Bueno, pero la probabilidad de llegar a los 35 sí que ha aumentado.

R. Esta probabilidad sí que ha aumentado.

P. Entonces, algo se ha ganado.

R. Sí, pero le quiero insistir en que la gente habla de aumento de la esperanza de vida como equivalente a que ellos tienen más probabilidades de continuar viviendo que sus abuelos, cosa que no es verdad.

P. ¿Y entonces? ¿Habría que preservar lo que es bueno, es decir, lo que permite llegar a los 35 años y poner en cuestión lo otro?

R. Podríamos, ciertamente, y esto es necesario en todos los países, disminuir los recursos públicos que utilizamos con la ilusión de que aumentamos la esperanza de vida de los adultos, en la gente que tiene 35 o más años. Para este fin no sirve la inversión médica en gran parte.

Extender la resistencia al consumo obligatorio

P. Pero, una vez que una persona ha tenido ya un ambiente medicalizado, ¿es posible abandonarlo?

R. Bueno, hay dos maneras de pensar sobre la constitución del actual homo economicus. Mis colegas universitarios normalmente consideran esto casi como una mutación biológica de la constitución del homo transportandus, educandus, curandus, economicus. "Como prueba, me dicen, toma un ser humano crecido en este tipo de ambiente industrial, con estas ideologías socialistas o capitalistas, y toma también a alguien de un país africano o en cualquier otro lugar subdesarrollado. En todos se encuentra la la misma fantasía biológica, Todos sus hijos esperan poder vivir en Nueva York, en Berlín o en París". Pero yo, personalmente, no creo en este determinismo histórico. La mayor evidencia me da la reacción popular en los países de Sudamérica, frente al desarrollo de los últimos 5 o 10 años. En 1962, la Unesco hizo su primera reunión internacional, en Santiago de Chile, y llegó a la conclusión de que el obstáculo mayor para el desarrollo de América Latina era la falta de de convicción de los padres respecto al deber de llevar a sus hijos a la escuela. Diez años después, la misma organización informó que había en Latinoamérica una demanda de escolaridad muy superior a los recursos disponibles. Pero nadie en ese momento ha informado sobre un fenómeno común en la India, que yo ya conocía, y en América Latina. Y es que los padres pagan al maestro par que de un certificado al niño mientras se afanan en que el niño no pierda el tiempo en la escuela y viva una vida con ellos, en la que pueda aprender algo que le sea realmente útil. El humor negro en las poblaciones llamadas subdesarrolladas es un indicador bastante claro sobre la capacidad de la gente para juzgar sobre su propio interés.

En todas las sociedades que conocemos, como historiadores o antropólogos, la gente aprende la mayor parte de lo que tiene sentido y es inmediatamente útil. Olvidamos que la educación, en el sentido estricto de la palabra (aprendizaje bajo la hipótesis de la rareza o escasez del saber), es un fenómeno nuevo. Y yo quisiera que, como educadores, nos preguntemos cómo diseñar una sociedad moderna en la cual nos podamos desenvolver en la vida cotidiana con el mínimo de educación posible.

P. ¿Propugna usted esto? ¿El mínimo saber necesario?

R. Yo propugno eso porque solamente entonces habrá condiciones para que la gente curiosee, lea, aprenda mucho más de lo que considere necesario. Yo propugno un mundo en el cual , como ingenieros o planificadores de la ciudad, nos preguntemos cómo podremos crear un ambiente físico en el que el transporte se haga mínimo, cómo podemos crear un ambiente en el cual un mínimo de habitación creada por los agentes heterogéneos se haga necesario y la gente pueda, en la mayor medida posible, con medios modernos, crearse su propia habitación. Yo me estoy preguntando cómo se puede conseguir un mundo en el cual la salud dependa del mínimo grado posible de toda forma de medicalización.

La vida económica y barata con poco trabajo se ha hecho un privilegio de los ricos, y mi lucha es por extender estas condiciones, que ya se reconocen como los verdaderos privilegios de los ricos en los años ochenta, a todos. Por ejemplo, extender la posibilidad de resistir al consumo obligatorio.

P. ¿A qué se llama consumo obligatorio?

R. El consumo obligatorio es, por ejemplo, el viaje diario de la persona de la casa a la fábrica. Y la posibilidad de resistirse al consumo obligatorio es, por ejemplo, la posibilidad de no hacerse operar en caso de diagnosis de cáncer, posibilidad limitada, hasta hace poco, a los ricos. Yo recuerdo, a estos efectos, la experiencia de una mujer en Suecia, trabajadora de un laboratorio histológico. Ella misma se hizo una biopsia y supo que el nivel histológico era de cáncer. Decidió, así, que los dos o tres años que tenía con probabilidad, en el mejor de los casos, de sobrevivir, quería pasarlos con sus dos hijos en un pueblo del Norte, donde tenía familia que pudiera acoger a los niños tras su muerte. Para ello, sin embargo, era necesario sacrificar primero sus dos senos a la profesión médica. Porque solamente de esta forma obtendría el seguro que le permitiera cumplir este proyecto. Acaso sea éste un caso extremo de consumo obligatorio, pero vale para ilustra los absurdos en que ha derivado la forma de organizar nuestra convivencia.

* Extraído de revista PERSPECTIVA. La Paz, Bolivia. Septiembre 1984 No. 6

**Bibliografía:

- "La sociedad desescolarizada". Barral editores. Barcelona.

- "La convivencialidad". Barral editores. Barcelona.

- "Energía y equidad". Barral editores. Barcelona.

- "Némesis médica". Barral editores. Barcelona.

- "Alternativas". Joaquín Moritz. México, D.F.

- Le travail fantôme. Seuil. Paris.

- Le chômage créateur. Seuil. Paris.

- Le genre vernaculaire. Seuil. Paris.





jueves, 19 de diciembre de 2024

RESPONSABILIDAD PERSONAL BAJO UNA DICTADURA

por Hannah Arendt (1964)*

[.....]

A fin de aclarar la diferencia entre el horror inexpresable, en el que uno no aprende nada, y las experiencias nada horribles, pero a menudo desagradables, en las que el comportamiento de la gente puede ser sometido a los juicios normales, permítanme que en primer lugar haga referencia a un hecho obvio pero que rara vez se menciona. Lo importante, en nuestra temprana educación no teórica en materia de moral, no era nunca la conducta del verdadero culpable, de quien, incluso entonces, nadie en su sano juicio podía esperar sino lo peor. Por lo tanto, el salvaje comportamiento de las milicias de asalto en los campos de concentración y lo que ocurría en las celdas de tortura de la policía secreta nos indignaban, pero no nos perturbaban moralmente; de hecho, habría resultado extraña la indignación moral ante los discursos de los mandamases nazis, pues sus opiniones eran de conocimiento común desde hacía años. El nuevo régimen no nos planteaba entonces más que un problema político muy complejo, y uno de los aspectos de tal problema era la intrusión de la criminalidad en la esfera pública. Creo que también estábamos preparados para las consecuencias del terror implacable, y que habríamos admitido alegremente que esta clase de miedo tiende a convertir a la mayoría de los hombres en cobardes. Todo ello era terrible y peligroso, pero no nos planteaba problemas morales. La cuestión moral solo surgió con el fenómeno de la "coordinación",(4) es decir, no con la hipocresía inspirada por el miedo, sino con ese temprano afán de no perder el tren de la Historia, con ese, por así decirlo, sincero y repentino cambio de opinión que afectó a la gran mayoría de las figuras públicas en todos los ámbitos de la vida y en todas las ramas de la cultura, a lo cual hay que sumarle la increíble facilidad con la que se rompían amistades de toda la vida. En suma, lo que nos perturbó fue el comportamiento no de nuestros enemigos, sino de nuestros amigos, quienes no habían hecho nada para que se llegara a esa situación. Ellos no eran responsables del ascenso de los nazis, simplemente estaban impresionados por el éxito del nazismo y eran incapaces de oponer su propio juicio a aquello que interpretaban como el veredicto de la Historia. Si no tenemos en cuenta el colapso casi universal, no de la responsabilidad personal, sino del juicio personal, en las primeras fases del régimen nazi, nos resultará imposible entender lo que pasó. Es cierto de muchas de aquellas personas se desencantaron rápidamente, y es bien sabido que la mayoría de los hombres involucrados en lo ocurrido el 20 de julio de 1944,(5) quienes pagaron con su vida por haber conspirado contra Hitler, habían estado en algún momento ligados al régimen. Pero, aún así, creo que la temprana desintegración moral de sociedad alemana, una desintegración apenas perceptible para el extranjero, fue como una especie de ensayo general de su completo colapso, que tendría lugar durante los años de la guerra.

Si menciono estos asuntos personales, es para exponerme no a la acusación de arrogancia, que me parece fuera de lugar, sino a la justificable duda de si personas con tan escasa preparación mental o conceptual para las cuestiones morales, como era nuestro caso, están cualificadas para debatirlas. Tuvimos que aprenderlo todo a partir de cero, en crudo, por así decirlo –esto es, sin la ayuda de categorías ni reglas generales en las que subsumir nuestras experiencias–. No obstante, al otro lado de la valla se encuentran todos aquellos que estaban completamente cualificados en asuntos de moral, y que tenían dichos asuntos en la más alta estima. Pues bien, esas personas demostraron ser incapaces de aprender nada; peor aún, cediendo fácilmente a la tentación y recurriendo, durante los hechos y después de ellos, a la aplicación de conceptos y criterios tradicionales, demostraron de la manera más convincente cuán inadecuados se habían vuelto tales conceptos y criterios, cuán poco concebidos estaban, como veremos, para ser aplicados a condiciones como las que se dieron. En mi opinión, cuanto más se discuten estas cosas, más claro resulta que nos hallamos aquí entre la espada y la pared.

Por ofrecer, llegados a este punto, un ejemplo particular de nuestro desconcierto ante todos estos asuntos, pensemos en la cuestión del castigo penal, un castigo cuya justificación suele basarse en lo siguiente: la necesidad que tiene la sociedad de verse protegida contra el delito, la reforma del delincuente, la fuerza disuasoria del ejemplo para delincuentes potenciales, y, por último, la justicia redistributiva. Un momento de reflexión les bastará a ustedes para convencerse de que ninguno de esos fundamentos es válido para justificar el castigo de los llamados “criminales de guerra”: esas personas no eran criminales ordinarios, y apenas cabe esperar razonablemente que alguna de ellas cometa nuevos crímenes; la sociedad no tiene ninguna necesidad de verse protegida de ellas. Que puedan reformarse mediante condenas de prisión es aún menos probable que en el caso de los delincuentes ordinarios. Y, en vista de las extraordinarias circunstancias en que esos crímenes se cometieron o podrían volver a cometerse, las probabilidades de disuadir a tales criminales en el futuro son, una vez más, terriblemente reducidas. Incluso la noción de represalia, que es la única razón no utilitarista esgrimida en favor del castigo penal y, por tanto, algo que, en cierto modo, no sintoniza con el actual pensamiento jurídico, resulta difícilmente aplicable en vista de la magnitud de los crímenes. Ahora bien, aunque ninguna de las razones que solemos invocar a favor del castigo es válida aquí, lo cierto es que a nuestro sentido de la justicia le resultaría intolerable al castigo y dejar que quienes asesinaron a miles, centenares de miles y millones quedaran impunes. Si ello no fuera más que un deseo de venganza, resultaría ridículo, dejando aparte el hecho de que la ley y el castigo por ella administrado aparecieron en la tierra para romper el interminable círculo vicioso de la venganza. Por lo tanto, aquí estamos, exigiendo y administrando castigos de acuerdo con nuestro sentido de la justicia, mientras que, por otro lado, ese mismo sentido de la justicia nos indica que todas nuestras nociones previas del castigo y de su justificación nos han fallado.

Pero volvamos a mis reflexiones personales sobre quién debería estar cualificado para discutir estas cuestiones: ¿aquellos que tienen criterios y normas que no se ajustan a la experiencia? ¿O más bien aquellos que solo pueden apoyarse en su propia experiencia, la cual, además, no se ve modelada por conceptos preconcebidos? ¿Cómo puede uno pensar, y más importante aún en este contexto, cómo puede juzgar, sin basarse en criterios, normas y reglas generales preconcebidas en las que encajar los casos y ejemplos particulares? Dicho de otro modo, ¿qué le ocurre a la facultad humana de juicio cuando se ve confrontada con sucesos que representan la quiebra de todas las normas habituales y que, por lo tanto, carecen de precedentes en el sentido de que no están previstos en las reglas generales, ni siquiera como excepciones a tales reglas? Para ofrecer una respuesta válida a estas preguntas habría que comenzar con un análisis de la aún muy misteriosa naturaleza del juicio humano, de lo que puede y lo que no puede lograr. Y es que solo si aceptamos que existe una facultad humana que nos permite juzgar racionalmente sin vernos llevados o bien por la emoción, o bien por el interés propio, y que al mismo tiempo funciona de forma espontánea –es decir, que no está sujeta a criterios y normas bajo los cuales los casos particulares son simplemente subsumidos, sino que, por el contrario, produce sus propios principios en virtud de la propia actividad de juicio–, solo si damos esto por sentado podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna esperanza de pisar suelo firme.

Por suerte para mí, el asunto que abordamos aquí no requiere que les ofrezca a ustedes una filosofía del juicio. Pero incluso un enfoque limitado del problema de la moral y sus fundamentos exige la aclaración de una cuestión general, así como unas cuantas distinciones que, me temo, no suelen ser aceptadas. La cuestión general tiene que ver con la primera parte del título de esta conferencia: “Responsabilidad personal”. Esta expresión debe ser entendida en contraste con la responsabilidad política que todo gobierno asume por los actos y las fechorías del pasado. Así, cuando Napoleón, al tomar el poder en Francia tras la Revolución, dijo que asumiría la responsabilidad por todo lo que Francia había hechos desde San Luis(6) hasta el Comité de Salvación Pública, no hizo sino enunciar con cierto énfasis uno de los hechos básicos de toda vida política. En cuanto a la nación, es obvio que cada generación, al haber nacido en un continuum histórico, se ve obligada a cargar con los pecados de sus padres del mismo modo que se ve bendecida por los actos de sus ancestros. Quienquiera que asuma responsabilidad política llegará siempre a un punto en el que, con Hamlet, dirá:

The time is out of joint: O cursed spite

That ever I was born to set it right!

[El tiempo está fuera de quicio. ¡Maldita suerte

que haya nacido yo para ajustarlo!]

Ajustar el tiempo significa renovar el mundo, y si podemos hacerlo es porque todos, en algún momento, hemos sido unos recién llegados a un mundo que estaba ahí antes de nosotros y que seguirá ahí cuando hayamos desaparecido, cuando hayamos depositado su carga sobre nuestros sucesores. Pero no es ese el tipo de responsabilidad al que me refiero; estrictamente hablando, no se trata de una responsabilidad personal, y solo en sentido metafórico podemos decir que nos sentimos culpables de los pecados de nuestros padres, o de nuestro pueblo, o de la humanidad; en suma, de actos que no hemos llevado a cabo. En términos morales, es tan erróneo sentirse culpable sin haber hecho nada específico como sentirse libre de toda culpa cuando uno es realmente culpable de algo. Siempre he considerado como la quintaesencia de la confusión moral el que en Alemania, durante la posguerra, aquellos que personalmente eran por completo inocentes confesaran unos a otros y al mundo en general cuán culpables se sentían, mientras que, entre los criminales, muy pocos estaban dispuestos a admitir siquiera el más ligero remordimiento. El resultado de esta espontánea admisión de una culpabilidad colectiva fue, por supuesto, una exculpación muy eficaz, aunque involuntaria, de quienes habían hecho algo: como ya hemos visto, donde todos son culpables nadie lo es. Entenderemos enseguida cuán peligrosa puede resultar esta confusión moral si recordamos que, en los reciente debates habidos en Alemania sobre la ampliación de los plazos de prescripción de los crímenes de los asesinos nazis, el ministro de Justicia rechazó  tal extensión con el argumento de que mostrar un mayor celo en la búsqueda de “los asesinos que hay entre nosotros” –tal como se refieren a ellos los alemanes– no tendría otro resultado que la complacencia moral de aquellos que no son asesinos,(7) es decir, los inocentes. El argumento no es nuevo. Hace unos años, la ejecución de la sentencia de muerte dictada contra Eichmann suscitó amplia oposición;(8) se dijo entonces que aquello podría aliviar la conciencia del alemán medio y “servir para eliminar el sentimiento de culpa de muchos jóvenes alemanes” –tal como lo expresó Martin Buber–. Pues bien, si los jóvenes alemanes, quienes, dada su edad, no pueden haber hecho nada, se sienten culpables, entonces o bien están equivocados, confundidos, o bien se dedican a los juegos intelectuales. No existe tal cosa como la culpabilidad colectiva, o la inocencia colectiva; la culpabilidad y la inocencia solo tienen sentido a título individual.

En las recientes discusiones sobre el juicio de Eichmann, estas cuestiones relativamente sencillas se han vuelto confusas debido a lo que yo llamo la teoría del engranaje. Cuando describimos un sistema político –su funcionamiento, las relaciones entre las distintas ramas del gobierno, las gigantescas maquinarias burocráticas de las que forman parte las líneas de mando, la interconexión de los civiles y las fuerzas militares y policiales, por mencionar solo los aspectos más destacados–, es inevitable que, para referirnos a las personas empleadas por el sistema, hablemos de piezas de engranaje que mantienen en funcionamiento la Administración. Cada pieza, es decir, cada persona, debe ser prescindible sin cambiar el sistema, un presupuesto que subyace a todas las burocracias, todas las formas de funcionariado y todas las funciones propiamente dichas. Esta perspectiva es la propia de la ciencia política, y cuando realizamos nuestras acusaciones o, mejor dicho, nuestras evaluaciones dentro de su marco de referencia, hablamos de sistemas buenos y sistemas malos, y nuestros criterios de evaluación son la libertad, o la felicidad, o el grado de participación de los ciudadanos, pero la cuestión de la responsabilidad personal de quienes conducen todo el asunto es un tema marginal. Aquí, es sin duda cierto eso que todos acusados en los juicios de posguerra dijeron para excusarse: “Si yo no lo hubiese hecho, lo habría hecho cualquier otro”.

Y es que en cualquier dictadura, no digamos ya en una dictadura totalitaria, incluso el número relativamente pequeño de quienes tomas decisiones, esas personas que podemos hallar en un gobierno normal, se reduce a Uno, mientras que todas las instituciones que controlan o ratifican las decisiones ejecutivas quedan abolidas. En cualquier caso, en el Tercer Reich solo un hombre podía tomar y tomaba las decisiones y, por lo tanto, era plenamente responsable en términos políticos. Ese hombre era el propio Hitler, quien, por consiguiente, cuando se describía a sí mismo como el único hombre insustituible en toda Alemania, no sufría un arrebato de megalomanía, sino que estaba en lo cierto. Cualquier otro individuo que, desde el escalón más alto al más bajo, tuviera algo que ver con los asuntos públicos era de hecho una pieza del engranaje, fuese o no consciente de ello. ¿Quiere esto decir que nadie más podía ser considerado personalmente responsable?

Cuando viajé a Jerusalén para asistir al juicio de Eichmann, pensaba que la gran ventaja del procedimiento judicial radicaba en que, en su marco, todo este asunto de los engranajes carecía de sentido y, por lo tanto, nos veíamos obligados a contemplar estas cuestiones desde una perspectiva distinta. Por supuesto, era de esperar que la defensa intentase alegar que Eichmann o era más que una pequeña pieza del engranaje, y era probable que el propio acusado pensase en esto términos, como sí hizo hasta cierto punto; en cambio, resultó una curiosidad inesperada el que la acusación intentase convertirlo en la principal pieza del engranaje –una pieza peor y más importante que Hitler–. Los jueces hicieron lo correcto y apropiado, y descartaron toda esa idea –al igual que lo hice yo– con independencia de cualquier disposición en sentido contrario. Y es que, tal como dichos jueces aclararon haciendo un enorme esfuerzo, en un tribunal no se juzga ningún sistema, ninguna Historia o tendencia histórica, ningún ismo –por ejemplo, el antisemitismo–, sino a una persona, y si el acusado resulta ser un funcionario, se lo acusa precisamente porque incluso un funcionario es un ser humano, y como tal se halla sujeto a juicio. Obviamente, en la mayoría de las organizaciones criminales, las pequeñas piezas del engranaje son las que en realidad cometen lo grandes crímenes, y podríamos incluso argumentar que una de las características de la criminalidad organizada del Tercer Reich consistía en que este exigía pruebas tangibles de la implicación criminal de todos sus servidores, y no solo de aquellos situados en los escalones inferiores. Por eso la pregunta formulada por el tribunal al acusado es: “¿Usted, señor X, un individuo con nombre, con fecha y lugar de nacimiento, alguien reconocible y, por lo tanto, no prescindible, cometió el delito del que se le acusa? Y, si es así, ¿por qué lo hizo?”. Y por eso será descartada como irrelevante ante una respuesta del acusado en esta línea: “No fui yo como persona quien lo hizo, yo no tenía ni la voluntad ni el poder de hacer nada por mi propia iniciativa; era una simple pieza del engranaje, prescindible; cualquiera en mi lugar lo habría hecho; que me halle ante este tribunal es un accidente”. Si al acusado se le permitiera declararse culpable o inocente en representación de un sistema, se convertiría sin duda en un chivo expiatorio. (El propio Eichmann deseaba convertirse en tal cosa: propuso colgarse él mismo públicamente y cargar con todos los “pecados”, pero el tribunal le denegó esa última oportunidad de magnificar sus sentimientos.) En todo sistema burocrático, la delegación de responsabilidades es algo rutinario, y si deseamos definir la burocracia en los términos de la ciencia política, es decir, como una forma de gobierno –el gobierno de los cargos, en contraposición al gobierno de los hombres, ya se trate de un solo hombre, de unos pocos o de la mayoría–, entonces, por desgracia, tendremos que decir que la burocracia consiste en el gobierno de nadie en particular y que, precisamente por ello, es quizá la forma de gobierno menos humana y más cruel. Ahora bien, en la sala del tribunal, esas definiciones son inútiles. El acusado podría responder: “No lo hice yo, sino el sistema del que yo era una simple pieza del engranaje”. Pero entonces el tribunal planteará de inmediato la siguiente pregunta: “Y ¿podría usted decirnos por qué se convirtió en una pieza del engranaje o siguió siéndolo en esas circunstancias?”. Si el acusado pretende eludir su responsabilidad, tendrá que implicar a otras personas, ofrecer nombres, y esas personas asomarán entonces como posibles compañeros de acusación, no como la encarnación de la necesidad burocrática o de cualquier otra necesidad. El juicio de Eichman, como todos los juicios semejantes, habría carecido de interés si no hubiese transformado en un hombre a la pieza de engranaje o “punto de referencia” de la Sección IV B4 de la Jefatura de Seguridad del Reich. Solo gracias a que esta operación se llevó a cabo incluso antes del comienzo del juicio fue posible plantear la cuestión de la responsabilidad personal y, por lo tanto, de la culpabilidad jurídica. Pero esa transformación de una pieza de engranaje en un hombre no significa que se estuviera juzgando el sistema de engranajes, el hecho de que los sistemas –y los totalitarios más que ningún otro– transformen a los hombres en piezas de engranaje. Semejante interpretación no sería más que otra huida de los estrictos límites del procedimiento judicial.

Pero si el procedimiento judicial o la cuestión de la responsabilidad personal bajo una dictadura no permiten el traspaso de responsabilidades del hombre al sistema, lo cierto es que dicho sistema tampoco puede ser obviado por completo. Aparece bajo la forma de las circunstancias, tanto desde el punto vista legal como desde el moral, en un sentido muy parecido al que nos hace tener en cuenta la situación de las personas socialmente desfavorecidas y considerar tal situación como una circunstancia atenuante, pero no eximente, cuando juzgamos delitos cometidos por quienes viven en un mundo de pobreza. Y es por esa razón que, pasando ahora a la segunda parte del título de esta conferencia, es decir, a la “dictadura”, debo molestarles con unas cuantas distinciones que nos ayudarán a entender esas circunstancias. Las formas totalitarias de gobierno no son idénticas a las dictaduras en el sentido habitual del término, y la mayor parte de lo que tengo que decir se aplica al totalitarismo. La dictadura, en el antiguo sentido romano de la palabra, fue concebida, y ha permanecido, como una medida de emergencia del gobierno constitucional, legal, una medida estrictamente limitada en el tiempo y en las prerrogativas; todavía la conocemos bastante bien como ese estado de emergencia o de ley marcial proclamado en zonas asoladas por un desastre o en tiempo de guerra. Conocemos además las dictaduras, esas nuevas formas de gobierno en las que o bien los militares se hacen con el poder, suprimen el gobierno civil y privan a los ciudadanos de sus derechos políticos y sus libertades, o bien un partido se apodera del aparato del Estado a expensas de todos los demás partidos y, por ende, de toda oposición política organizada. En ambos casos se pone fin a la libertad política, pero ni la vida privada ni la actividad no política, pero ni la vida privada ni la actividad no política se ven necesariamente afectadas. Cierto es que tales regímenes suelen oprimir a los oponentes políticos con gran crueldad y distan mucho de ser formas constitucionales de gobierno en el sentido en que solemos entenderlas –si no se garantizan los derechos de la oposición, no es posible hablar de gobierno constitucional– pero es igualmente cierto que no son regímenes criminales en el sentido habitual del término. Si cometen crímenes, las víctimas son los enemigos declarados del régimen establecido. En cambio, los crímenes de los gobiernos totalitarios afectaron a personas que eran “inocentes” incluso desde el punto de vista del partido en el poder. Y esa criminalidad común fue la razón por la cual, después de la guerra, la mayoría de los países firmaron un acuerdo para no conceder el estatus de refugiados políticos a los culpables huidos de la Alemania nazi.

[…..]

Notas de pie de página

4) La autora se refiere a la Gleichschaltung, o coordinación política, término que designa la aceptación generalizada, desde los inicios del nazismo, del nuevo clima político, ya fuera para asegurar la posición social o para encontrar empleo. Adicionalmente, la expresión hace referencia a la política nazi de convertir las organizaciones tradicionales --grupos de jóvenes y todo tipo de clubes y asociaciones-- en organizaciones específicamente nazis. (N. del E.)

5) Fecha del atentado fallido contra Hitler, llevado a cabo por oficiales de la Wehrmacht bajo el liderazgo del coronel del Estado Mayor Claus von Stauffenberg. (N. del T.)

6) Luis IX de Francia (1214-1270). (N. del T.)

7) Der Spiegel, N°5, 1963, p. 23

8) La sentencia, que lo condenó a morir en la horca por crímenes contra la humanidad, fue dictada el 15 de diciembre de 1961 y ejecutada el 1 de junio del año siguiente. (N. del T.)

*Extraído de Hannah Arendt, "Responsabilidad personal y colectiva". Barcelona: Página Indómita 2020 (Traducción de Roberto Ramos Fontecoba), p. 24-42


jueves, 12 de diciembre de 2024

El régimen sirio colapsó gradualmente, y de pronto se hundió

La caída de Assad ofrece la posibilidad del cambio. (The Atlantic, 8 Dic. 2024) 

por Anne Applebaum* (Traducción no autorizada de Hernando Calla)

En una ocasión Hemingway escribió de la bancarrota de cierta manera que podría aplicarse al colapso de los regímenes autocráticos; suele ocurrir de manera gradual, y luego repentinamente –de manera lenta, y luego de golpe–. No se trata sólo de una metáfora literaria. Los seguidores del tirano se mantienen leales a él sólo en la medida en que puede ofrecerles protección de la rabia de sus compatriotas. En Siria, las dudas respecto al presidente Bashar al-Assad ciertamente crecieron de manera lenta, después de que sus padrinos rusos empezaran a trasferir efectivos y pertrechos a Ucrania, desde 2022. Por otra parte, el ataque más reciente de Israel a la cúpula de Hezbolá ha obstaculizado que Irán, otro aliado de Assad, pueda asimismo seguirle ayudando.

Entonces, después que un conjunto de rebeldes armados y altamente motivados tomara la ciudad de Alepo el 29 de noviembre, muchos de los defensores del régimen repentinamente dejaron de combatir y Assad desapareció. Las escenas que se vieron a continuación en Damasco –el derribamiento de estatuas, la gente sacándose selfies en el palacio del dictador– son las mismas que se mostrarán en Caracas, Teherán o Moscú el día en que los componentes armados de esos regímenes pierdan su fe en los comandantes en jefe, y también la ciudadanía les pierda el temor a esas fuerzas armadas.

Las similitudes entre estos lugares son verdaderas, puesto que los países de Rusia, Irán, Venezuela, Corea del Norte y, hasta ahora, Siria, pertenecen todos a una red informal de autocracias. En la década pasada, las tropas y los mercenarios rusos han estado combatiendo en Ucrania, el Medio Oriente y África. Los operativos políticos y de [des]información rusos buscan de manera activa socavar, dominar o derrocar a los gobiernos democráticos en Moldavia, Georgia y, últimamente, Rumanía. Empezando en 2015, las tropas rusas en sociedad con Irán y el agente de Irán [en el Líbano] Hezbolá, apuntalaron a Assad. En Ucrania, la guerra de Rusia se posibilita con drones de Irán, efectivos y municiones de Corea del Norte, y la ayuda encubierta de China. Rusia, Irán, Cuba y China colaboran para mantener en el poder a un régimen venezolano que, de igual manera, ha defraudado de manera catastrófica a su población.

Se trata de conflictos militares en muchos casos, pero el presidente ruso Vladimir Putin también cree que él está librando una guerra de ideas, y ha logrado que otros le sigan. En Siria y la parte ocupada de Ucrania, de manera deliberada Rusia ha respaldado o creado regímenes que no se han limitado a reprimir a sus opositores, sino que se han explayado en demostrar un abierto desprecio por los derechos humanos y el estado de derecho, nociones que Putin pretende pertenecen al pasado. Cuando él habla acerca de un nuevo orden mundial o un “mundo multipolar”, como lo hizo de nuevo el pasado mes, lo que quiere decir es lo siguiente: desea construir un mundo en el que su crueldad no tenga cortapisas, en el que él y sus dictadores socios gocen de impunidad y en el que no existan valores universales, ni siquiera como aspiración.

Las consecuencias han sido terribles. La Red Siria de Derechos Humanos tiene documentadas, desde 2011, más de 112 mil personas desaparecidas –hombres, mujeres y niños arbitrariamente arrestados y encarcelados sin ninguna justificación formal o legal–. El régimen ha torturado a decenas de miles de personas en cárceles inhumanas, confinándolas en celdas oscuras, prohibiéndoles cualquier contacto con el mundo exterior. De manera infame, Assad utilizó gas tóxico en contra de su propia población y luego mintió sobre ello. Los bombardeos conjuntos del gobierno sirio y ruso apuntaban deliberadamente a hospitales y practicaban ataques aéreos “por doble partida”, bombardeando primero un blanco civil y luego poco después volviendo a atacar el mismo sitio para matar a los rescatistas.

La guerra rusa contra Ucrania ha sido igualmente despiadada y sin respeto a ninguna ley, en muchos casos copiando las tácticas usadas en Siria. En la parte ocupada de Ucrania, miles de alcaldes, dirigentes locales, profesores y figuras de la cultura también han desaparecido en el cautiverio invisible [del régimen invasor]. Al exalcalde de Jersón, plagiado en junio de 2022, se lo ha reportado como detenido en una prisión ilegal en Crimea; el alcalde de Dniprorudne murió hace poco en cautiverio. En el resto de Ucrania, Rusia apunta de manera deliberada contra hospitales y otras infraestructuras civiles, exactamente como lo hicieron en Siria los aviones del gobierno sirio y ruso. Los ataques por doble partida son también comunes en Ucrania.

Este tipo de crueldad fría, deliberada, bien planificada también tiene su lógica: la inhumanidad tiene el propósito de inducir a la desesperanza. Las campañas con mentiras ridículas y propaganda cínica están dirigidas a crear apatía y actitudes nihilistas. Las detenciones arbitrarias han motivado a que millones de sirios, ucranianos y venezolanos se vayan al exterior, provocando grandes oleadas desestabilizadoras de refugiados y dejando a los que se quedaron sin ninguna esperanza. De nuevo, la falta de esperanza forma parte del plan. Estos regímenes quieren privarle a la gente de cualquier capacidad para vislumbrar un futuro diferente, convencer a la gente de que sus dictaduras son eternas. El emblema de la dinastía de Assad era “Nuestro líder por siempre”.

Pero todos esos regímenes “eternos” tienen un defecto funesto: los militares y policías son también parte de la sociedad civil. Ellos tienen parientes que sufren, primos y amigos que experimentan la represión política y los efectos del colapso económico. Ellos también alimentan dudas, y pueden sentir asimismo inseguridad. En Siria, acabamos de ver el resultado final.

No sé si los acontecimientos de hoy traerán la paz y la estabilidad a Siria, y mucho menos libertad y democracia. Un grupo que se hace llamar el Gobierno Nacional Transitorio supuestamente ha emitido una declaración llamando a los sirios a “unirse y mantenerse unidos”, para “reconstruir el estado y sus instituciones” y empezar una “amplia reconciliación nacional” que incluya el retorno de todos los refugiados. Los comandantes de los grupos rebeldes armados incluyen a extremistas islámicos; en una entrevista con CNN, Abu Mohammad al-Jolani, el líder del grupo más numeroso, Hayat Tahrir al-Sham, describió su anterior afiliación a al-Qaeda como una suerte de error de juventud. Esto podría ser lenguaje táctico, o mera propaganda o algo irrelevante. Mientras escribo estas líneas, en Damasco los sirios están saqueando el palacio presidencial.

De cualquier manera, el fin del régimen de Assad crea algo nuevo, y no solamente en Siria. No hay nada peor que la pérdida de toda esperanza, nada más desmoralizador que el pesimismo, la desolación y la desesperanza. La caída de un régimen apoyado por los rusos e iraníes ofrece, repentinamente, la posibilidad del cambio. El futuro podría ser diferente, y esa posibilidad será motivo de esperanza por todo el mundo.

*Anne Applebaum es columnista de planta de The Atlantic (Hernando Calla es traductor independiente)





domingo, 1 de diciembre de 2024

INTRODUCCIÓN A ESCRITOS DE IVÁN ILLICH (1970)


por Erich Fromm*

No hay necesidad de una introducción a los siguientes artículos o al autor de los mismos. Sin embargo, si el doctor Illich me ha honrado al invitarme a escribirla y si yo acepté gustoso, la razón en nuestras mentes para ambos dos parece ser que esta introducción ofrece una oportunidad que permite clarificar la naturaleza de una actitud y una fe comunes, a pesar del hecho de que algunos de nuestros puntos de vista difieren considerablemente. Incluso algunos puntos de vista del propio autor de los artículos no son hoy los mismos que él mantenía cuando los escribió, en diferentes ocasiones y en el curso de los años. Pero él se ha mantenido coherente en lo esencial de su actitud y es esa esencia la que ambos compartimos.

No es fácil encontrar una palabra justa que describa esa esencia. ¿Cómo se puede concretar en un concepto una actitud fundamental hacia la vida sin con ello distorsionarla y torcerla? Pero, dado que necesitamos comunicarnos con palabras, el término más adecuado –o, mejor dicho, el menos inadecuado– parece ser “radicalismo humanista”.

¿Qué se quiere decir con radicalismo? ¿Qué es lo que implica radicalismo humanista?

Por radicalismo, no me refiero principalmente a un cierto conjunto de ideas sino más bien a una actitud, a una “manera de ver”, por así decir. Para comenzar, esta manera de ver puede caracterizarse con el lema: de ómnibus dubitandum; todo debe ser objeto de duda, particularmente los conceptos ideológicos que son virtualmente compartidos por todos y que como consecuencia han asumido el papel de axiomas indudables del sentido común.

En ese sentido, “dudar” no implica un estado psicológico de incapacidad para llegar a decisiones o convicciones, como es el caso de la duda obsesiva, sino la disposición y capacidad para cuestionar críticamente todos los supuestos e instituciones que se han convertido en ídolos, en nombre del sentido común, la lógica y lo que se supone que es “natural”. Ese cuestionamiento radical sólo es posible si uno no da por sentados los conceptos de su propia sociedad o de todo un período histórico –como la cultura occidental desde el Renacimiento– y, más aún, si uno aumenta el alcance de su percepción y se interna en los aspectos de su pensar. Dudar radicalmente es un acto de develamiento y descubrimiento; es comenzar a darnos cuenta de que el emperador está desnudo y de que su espléndido atuendo no es más que el producto de nuestra fantasía.

Dudar radicalmente quiere decir cuestionar; no quiere decir negar necesariamente. Es fácil negar simplemente al aseverar lo opuesto de lo que existe; la duda radical es dialéctica en cuando abarca el proceso de despliegue de los opuestos y se dirige hacia una nueva síntesis que niega y afirma.

La duda radical es un proceso; un proceso que nos libera del pensamiento idolátrico; un ensanchamiento de la percepción, de la visión creativa e imaginativa de nuestras posibilidades y opciones. La actitud radical no existe en el vacío. No empieza de la nada, sino que comienza en las raíces, y la raíz, como dijo una vez Marx, es el hombre. Pero afirmar “la raíz es el hombre” no pretende decirlo en un sentido positivista, descriptivo. Cuando hablamos del hombre no hablamos de él como una cosa sino como un proceso; hablamos de su potencial para desarrollar todos sus poderes; los poderes de dar mayor intensidad a su ser, mayor armonía, más amor, mayor percepción. También hablamos del hombre con un potencial para corromperse, con su poder de acción transformándose en ambición de poder sobre los demás, con su amor por la vida degenerando en pasión destructora de la vida.

El radicalismo humanista es un cuestionamiento radical guiado por el entendimiento de la dinámica de la naturaleza del hombre y por una preocupación por el crecimiento y pleno desarrollo del hombre. En contraste con el positivismo contemporáneo, el radicalismo humanista no es “objetivo”, si por “objetividad” se entiende teorizar sin perseguir apasionadamente una meta que impulse y nutra el proceso de pensamiento. Pero el radicalismo humanista es extremadamente objetivo si por ello se entiende que cada paso en el proceso del pensamiento está basado en evidencias críticamente analizadas y si además asume una actitud crítica hacia los supuestos del sentido común. Todo esto significa que el radicalismo cuestiona cualquier idea y cualquier institución desde el punto de vista de saber si ayudan u obstaculizan la capacidad del hombre para vivir con mayor plenitud y gozo.

Este no es lugar para analizar ampliamente algunos ejemplos del tipo de supuestos de sentido común que son cuestionados por el radicalismo humanista. Tampoco es necesario hacerlo, porque los artículos del doctor Illich tratan precisamente de ejemplos tales como la utilidad de la escuela obligatoria o la función actual del clero. Se podrían agregar muchos ejemplos más, algunos de los cuales están implícitos en los artículos del autor. Quiero mencionar sólo unos cuántos: el concepto moderno del “progreso”, que implica el principio del permanente aumento de la producción, del consumo, del ahorro de tiempo, de la maximización de la eficiencia y las utilidades, del cálculo de todas las actividades económicas sin tomar en cuenta sus efectos sobre la calidad de vida y el desarrollo del hombre; el dogma de que el aumento del consumo conduce a la felicidad del hombre, de que el manejo de las empresas a gran escala debe ser necesariamente burocrático y alienado; el que el objeto de la vida es tener (y usar), en lugar de ser; el que la razón reside en el intelecto y está divorciada de la vida afectiva; el que lo más nuevo es siempre mejor que lo viejo; el que el radicalismo es la negación de la tradición; el que lo contrario de “ley y orden” es la falta de estructuras. En pocas palabras, el que las ideas y categorías que han surgido durante el desarrollo de la ciencia moderna y la industrialización son superiores a todas aquellas de culturas anteriores, e indispensables para el progreso de la raza humana.

El radicalismo humanista cuestiona todas estas premisas y no le teme a llegar a conclusiones e ideas que puedan sonar absurdas. Veo el gran valor de los escritos del doctor Illich precisamente en el hecho de que representan el radicalismo humanista en su aspecto más pleno e imaginativo. El autor es un hombre de particular coraje, gran vitalidad, extraordinaria erudición y brillantez, y fértil imaginación, y todo su pensamiento está basado en su preocupación por el desarrollo físico, espiritual e intelectual del hombre. La importancia de su pensamiento, tanto en éste como en sus otros escritos, reside en el hecho de que tienen un efecto liberador sobre la mente; porque muestran posibilidades totalmente nuevas; hacen que el lector pueda vivir más plenamente porque abren la puerta que conduce fuera de la cárcel de las ideas preconcebidas, rutinarias, estériles. A través del impacto creador que transmiten –salvo para aquellos que reaccionan con ira a tanto sinsentido– estos escritos pueden ayudar a estimular el empeño y la esperanza para un nuevo comienzo.

* Extraído de Ivan Illich, "Celebration of Awareness" [Celebración de la conciencia] (1970). En: Iván Illich OBRAS REUNIDAS - Volumen I, México: Fondo de Cultura Económica 2006 (p. 47)