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miércoles, 18 de noviembre de 2020

Reciprocidad negativa, ausencia del bien e institucionalización del pecado

por Jean Robert *


I. Antropología de la violencia


Mientras se acumulan las amenazas ecológicas y se vuelve a agudizar la pretendida “crisis económica”, se vislumbran señales y oyen rumores de que el país se está hundiendo en una violencia que se hace progresivamente guerra.               

    Por otro lado, los programas de televisión y las revistas presentan héroes que viven una violencia peor que la real, sólo que ellos dominan los peligros con sus poderes tan excepcionales como irreales. Mientras tanto, en nuestras casas urbanas, la mayoría del tiempo, todo es normal, terriblemente normal.     

     Hay una disonancia cognitiva, vivida como un miedo difuso, entre la normalidad de la mayoría de los días y el horror que realmente sufre todo el tiempo una minoría; un horror que amenaza a los días de todos. Este miedo tiene como tela de fondo amenazas de guerra y crisis que se conjugan con la violencia de los sueños prefabricados por la industria del show. Privilegiados los que logran mantener una distancia entre su normalidad y la realidad: es como si vivieran a salvo de la Historia.

     O quizás los verdaderos privilegiados sean los que pueden soñar sus sueños en medio de la tormenta.  Esos sueños no son de poder, no son de heroicas victorias sobre enemigos que encarnarían el mal absoluto. Son de construcción de un mundo en el que quepan muchos mundos. Quizás estén haciendo historia. En cambio, el privilegio de los privilegiados normales es mantener la historia a raya.

      Los tiempos incitan a una reflexión sobre la presencia del mal en la historia. Durante el primer milenio cristiano, esta presencia del mal en la creación ha sido el gran misterio de los teólogos, el mysterium iniquitatis. Luego, durante el segundo milenio, este misterio dejó progresivamente de interpelar a los cristianos. Con el auge del domino tecnológico del mundo, dejo de ser misterio y se volvió problema. Fueron tiempos de lo que Ivan Illich – que, cuando quería practicar lo que llamaba “criminalidad lingüística”, hablaba en alemán - ha llamado Entbösung[1], extirpación del sentido del mal o “dediabolización”. Hoy en cambio, asistimos a un retorno del misterio del mal. Pero, mientras el primer milenio preguntó “¿por qué el mal, en la creación de Dios?”, la pregunta del tercero será más bien: “si el mal no es un problema del que aun no se encontró la solución, entonces, ¿qué es?”

     Las sociedades anteriores a la moderna tenían mitos. Los mitos limitaban y encauzaban los sueños. La sociedad moderna no tiene mitos en este sentido. Sólo pretende oponer la razón al sueño. Pero nada en la imaginación limita el sueño de la razón cuando, según la frase de Goya, “produce monstruos”.       

     Tradicionalmente, el mal podía ser un desastre natural o la violencia humana: una catástrofe como un terremoto, o la guerra. Hoy, se ubica cada vez más en el sueño de la razón y sus monstruos. Quizás las catástrofes “naturales” y la violencia específica de nuestro tiempo sean engendros de esos monstruos. 

       Buscando esbozos de respuestas a la pregunta “¿qué es el mal?”, me dirigí a la obra frecuentemente inspiradora de Jean-Pierre Dupuy, un filósofo que, de joven, fue uno de los más destacados economistas matemáticos de Francia. Interpretaré libremente un pequeño libro que publicó exactamente un año después del 11 de septiembre 2001,  Avions-nous oublié le mal? Penser la politique après le 11 septembre (¿Habíamos olvidado el mal? Pensar la política después del 11 de septiembre)[2]. El objetivo de este libro, nos dice su autor, es modesto:

Quisiera recordar lo que antiguamente se sabía: que el mal no es solamente una categoría moral, propia del juicio normativo. Es también un principio explicativo. Hay un poder causal del mal, irreductible a la lógica del interés. Bajo la forma del resentimiento, de la envidia, de los celos y del odio destructor, el mal puede adquirir un poder considerable, aplastando a su paso todo lo que, manteniendo a los hombres a distancia los unos de los otros, les permite vivir juntos[3].

Don Jean-Pierre es un distinguido profesor que, durante años enseño una parte del año en Paris y la otra en Stanford y que ahora investiga, escribe, piensa desde su casa parisina. Elaborada en una calma difícil de imaginar en el México actual, su reflexión sobre una violencia no experimentada en persona puede permitirse el lujo de asentarse en los fundamentos antropológicos del mal. En la primera de las tres partes de este ensayo, presentaré, o más bien interpretaré la reflexión de Dupuy sobre la percepción de mal y sus causas por los pueblos mal llamados primitivos. Para ellos, el mal es una reciprocidad negativa cuya característica es la inmediatez. En cambio, la buena reciprocidad siempre es diferida.   


Cuando el objeto que motivó el conflicto desaparece                                                                                            


      Dos hermanos se pelean por una manzana. No está bien, pero tampoco está muy mal. Un ladrón pasa y se come la manzana, pero los hermanos siguen peleando: ahí empieza la espiral del mal. En toda rivalidad, puede haber un punto de no retorno a partir del cual el objeto de la contienda se esfuma pero la contienda sigue. De ahora en adelante, cada adversario estará tan fascinado por el otro que olvidará su interés propio. Observará los gestos y los movimientos del otro, tratará de adivinar sus intenciones, se adelantará a sus subterfugios, en breve, lo imitará de tal manera que cada uno se volverá espejo del otro. El motivo ya no es obtener el objeto inicialmente deseado por ambos, sino impedir que el otro lo obtenga y, más allá de su desaparición, infligirle daños. Esa lógica de agresión y represalias, de represalias por las represalias es la lógica que analiza Dupuy. En esta forma del mal, la más perversa e insidiosa parece decir Dupuy, los rivales se vuelven dobles miméticos en la misma medida en que crece la violencia. El corolario es que cuando una contienda dura mucho tiempo sin resolución, cada adversario se vuelve parecido al otro y el objeto inicial de la pelea se hace secundario. Ya no se trata de obtener la manzana, sino de destruir al otro. Eso tiene como consecuencia que ya no se puede definir la lucha como un conflicto de intereses. Si el interés fuera verdaderamente el motivo de la pelea, hubiera inevitablemente un momento en que los contendientes se darían cuenta de que la persecución de la pelea causaría a ambos un daño mayor que su abandono. La lógica del interés recomendaría dejar de pelear y compartir la manzana o, si un ladrón se la comió, hacer borrón y cuenta nueva. Conclusión: entre más dura un conflicto y crece su violencia, tanto más difícil es definirlo como un conflicto de intereses, ya que el objeto inicial probablemente se esfumó y que sólo queda la voluntad de dañar.

     Esta frase es correcta aún tomando la palabra interés en su sentido moderno de fin egoísta. Pero lo es a fortiori si se toma en su sentido original. La palabra interés deriva del verbo latino inter-est (está entre - los hombres). Usado en primera persona, inter-sum, tiene el sentido de yo concilio (puntos de vista), participo, me importa. En términos platónicos, se podría traducir como “soy el tercer elemento que permite la unión armoniosa de dos otros”. Históricamente, la palabra interés tiene un sentido prácticamente opuesto a su acepción egoísta y bancaria moderna. Pelear más allá del punto de posible conciliación es destruir el mundo, el “entre nosotros” que es la trama del tejido social que nos permite cohabitar en un mundo común. Desarticularlo es autodestructivo, pero es también cometer crímenes contra terceros inocentes, es decir personas que “no teniendo cartas en el asunto”, sufren las consecuencias de la pelea. Por ejemplo: los “daños colaterales” de la guerra de Calderón[4].

     Las reflexiones de Dupuy sobre el sentido de la palabra interés se inspiran en la obra de Hannah Arendt, particularmente en La condición humana[5] donde ella define el interés literalmente, como lo que, interponiéndose entre los hombres, impide que caigan los unos sobre los otros. Escribe:

Vivir juntos en el mundo implica esencialmente que un mundo de objetos se encuentra entre los que tienen este mundo en común, como una mesa se encuentra entre todos los que se sientan alrededor de ella; el mundo, como todo “entre-dos”, relaciona y separa al mismo tiempo a los hombres.

El sujeto del verbo interest es el mundo común con sus objetos. Ninguna sociedad primitiva ha pretendido eliminar toda violencia. Pero ésta no debe rebasar el punto en que los contrincantes pierden su interés inicial y sólo persiguen la derrota del adversario. Hay que encontrar un término para definir el tipo de mal que se manifiesta cuando este punto de involución ha sido rebasado. Propongo llamarlo el mal diabólico, porque define una situación en que cada contrincante parece obedecer a una voluntad contraria a sus intereses propios y, más aun, a esta condición del estar juntos a la cual alude el verbo latino interest. Es el momento en que “el sueño de la razón produce monstruos”. Es el punto a partir del cual los contrincantes parecen obedecer – no, obedecen - a una voluntad “diabólica”, con o sin comillas. Si el mal diabólico carece de motivaciones, es que se ha perdido el sentido inicial de la contienda, su objeto. Carente de objeto bien definido, la contienda se ha vuelto una locura destructora de la que todos los no-contrincantes podemos ser los “daños colaterales”. 

      Para tratar de explicar este mal fuera de todo límite, Dupuy empieza por referirse a un texto clásico de la antropología, el Ensayo sobre el don de Marcel Mauss[6]. Publicado en 1924, este ensayo ha dado lugar a interminables controversias que se persiguen hasta nuestros días y de las que, en los años 1950, surgió en gran parte el estructuralismo antropológico. Marcel Mauss retoma una conversación que el etnólogo americano Elsdon Best sostuvo, a principio del siglo XX, con el sabio maori Tamati Ranapiri. “Le hablaré del hau (dice Tamati, aludiendo a una palabra que significa viento), pero no es el viento del bosque, el que mueve las hojas de los árboles”. El hau es una corriente que circula en sentido contrario al de los dones, que se acumula temporalmente en quien da, pero que se agota si deja de dar. Si yo le hago un don, usted no debe, ni devolverlo rápidamente, ni devolvérmelo a mí, porque el hecho de haberle regalado algo me carga de un hau que atraerá otros dones. Según Tamati Ranapiri, el hau es una propiedad inherente a las cosas dadas que hace que tienen que ponerse en circulación en un circuito jamás acabado de dones y contra-dones. En otras palabras, el hau es la “fuerza” que impulsa las cosas dadas a cambiar de manos, a ser intercambiadas.  

      Claude Levi-Strauss reprocha a Mauss el haberse dejado mistificar por el indígena.

El hau no es la razón última del intercambio. Sólo es la forma consciente bajo la cual los hombres de determinada sociedad, donde el problema tenía una importancia particular, han aprehendido una necesidad inconsciente cuya razón está en otra parte[7].

 

       Según Levi-Strauss, esta realidad subyacente tiene que buscarse en estructuras mentales inconscientes a las que el lenguaje y las relaciones de parentesco pueden dar acceso. El intercambio de dones es producto de estas estructuras mentales, entre las cuales Levi-Strauss da gran importancia al principio de reciprocidad.

El intercambio no es un edificio complejo, construido a partir de las obligaciones de dar y de devolver mediante un cemento afectivo y místico. Es una síntesis inmediatamente dada a y por el pensamiento simbólico[8].

 

     Entra en escena Pierre Bourdieu[9]. Denuncia el “error objetivista de Lévi-Strauss”. Sin embargo, empieza por admitir el principio de reciprocidad que, según Levi-Strauss, es “una ley fundamental y objetiva del espíritu humano”.

Pero duda de que esta constituya toda la verdad sobre el intercambio primitivo. Los indígenas no ignoran absolutamente esta verdad, pero se la ocultan porque, según Bourdieu, el saber sobre ella es letal, ya que equipara el intercambio a la violencia. Razona según las líneas siguientes: Veamos la obligación de recibir y la obligación de devolver. Consideradas juntas en el esquema de la reciprocidad, llevan a una contradicción, ya que el que devolvería sin plazo el objeto recibido rechazaría de hecho el don. El intercambio sólo puede fungir como intercambio de dones a la condición de disimular la reciprocidad que sería su verdad objetiva. En otras palabras, hay que introducir el tiempo y el espacio. Es lo que hace Tamati Ranapiri al insistir en que el objeto recibido no se tiene que devolver rápidamente, ni al que lo dio. El don y el contra-don deben diferir tanto en el tiempo como en el espacio. Solo la reciprocidad diferida puede permitir que un acto aparezca como un don sin cálculo. La diferencia – en el sentido doble de lo que es distinto y lo que difiere o dilata – sería lo que permite disimular la obligación de reciprocidad y hacer aparecer cada don como un acto de generosidad desinteresada. Pero, para Bourdieu, la reciprocidad diferida tampoco es el fondo del asunto, sino una finta. Sugiere que se simula la generosidad desinteresada porque se quiere recibir más dones y honores, esos atrayendo a su vez más dones. Para Bourdieu, lo que gobierna al mundo es la ley del interés (en el sentido vulgar, no etimológico e histórico) y esa ley no es bella y menos digna de darse en espectáculo. La reciprocidad diferida no sería más que una manera de disimular la ley egoísta del interés. En todo su razonamiento, Bourdieu parece ignorar el sentido histórico de la palabra interés.  

      El mismo año en que Bourdieu publicó su Esquisse, Marshall Sahlins publicaba Stone Age Economics[10]. Según Sahlins, no hay ninguna razón de ocultar el principio de reciprocidad, cuyo aplazamiento en la reciprocidad diferida no es en absoluto una tergiversación de su naturaleza. El hecho de diferir el contra-don no es una negación de la verdad sino un “corte epistémico” que permite distinguir el don de la violencia. La realidad con la que el intercambio de dones tiene que diferir es warre. Warre es la forma en que los contemporáneos de Thomas Hobbes escribían la palabra war, la guerra. Sahlins la conserva para recordar el sentido que se le daba entonces. “Warre” no es una guerra particular, sino una disposición a la violencia comparable a la tendencia del mal tiempo a la lluvia. En tiempo de “warre”, yo tiendo a pensar que el desconocido encontrado en el camino me matará si no lo mato antes, una situación que recuerda el famoso “estado de naturaleza” de Hobbes de la que sólo el contrato social permite salir. La práctica del don es en cierta forma “el contrato social de los primitivos”; para ellos, todo trato es un tratado de paz. Intercambiando dones en vez de golpes, declaran la guerra a la guerra y logran cambiar el clima social. René Girard apoya la interpretación de Sahlins equiparando la reciprocidad no diferida a la violencia:

…la reciprocidad … se vuelve visible “acortándose”, para decirlo así . Deja de ser la reciprocidad de los buenos modales, sino que se vuelve la de los malos, la de los insultos y golpes, de la venganza y de los síntomas neuróticos.  Es por eso que las culturas tradicionales no quieren esta reciprocidad demasiado inmediata[11].

 

Para los “primitivos”, la reciprocidad diferida es la buena reciprocidad. La reciprocidad directa es el mal, la violencia. Sin diferencia ni hecho de diferir, el tejido social se derrumbaría en resentimientos y luego en violencias.

     Dejemos a Dupuy la palabra final de esta sección:

El resentimiento, esta forma última del mal como lo vio Kant, es precisamente lo que queda cuando nada, ningún interés por el mundo se interpone más entre los seres, impidiéndoles “caer los unos sobre los otros”[12].

 

  

 

 

 

 

II. El bien y el mal en la polis griega

 

      Para los filósofos antiguos, como Sócrates, Platón y Aristóteles, el mal es simplemente la ausencia del bien, la absentia boni, por lo que el mal sólo se puede definir a partir del bien que no es.  Es el nivel cero de la ética.

     La polis – la ciudad griega - era por excelencia el lugar en que podía florecer el bien bajo la forma de la philía, la amistad. Otro concepto, más filosófico, del bien era la eudaimonía. La palabra se entiende como felicidad, pero sería más correcto entenderla como “plenitud de ser”. Eu significa bueno y daimon espíritu protector, inspiración espiritual, pensamiento creador. Ser feliz es tener un buen daimon. Para los antiguos griegos, la eudaimonía era el bien supremo y el fin perseguido por la filosofía práctica, que incluía la ética y la filosofía política. A su vez, la eudaimonía requería como condición la aretè. La palabra suele traducirse por “virtud”, pero aretè no es una virtud cristiana. Quizás se debería entender como “virtud-de-carácter”. Cada actividad tiene su propio conjunto de “virtudes”, su propia aretè. Se podría decir que aretè es la excelencia, o mejor la calidad deseable en cierto contexto. Philía, la disposición a la amistad, era una virtud de los ciudadanos de Atenas o la celeridad es una aretè del caballo. Se podría decir también que la capacidad de amistad era una condición del ser “buen Ateniense” y que la celeridad lo es del ser “buen caballo”.

      A partir de ahí, los filósofos griegos se dividen en dos tendencias: los que, como Aristóteles, dicen que aretè es una condición necesaria, pero no suficiente de la eudaimonía porque existen otras condiciones como la belleza o la buena salud y, por otro lado, los que afirman que es una condición necesaria y suficiente. Si entendemos eudaimonía como felicidad, no podemos rechazar la opinión corriente según la cual la felicidad tiene que ver con la satisfacción de los deseos. Pero, argumentan ciertos filósofos, si la virtud requiere la supresión de algunos deseos, entonces, la virtud no sería para los hombres fuertes. Es para resolver esta inconsistencia que Aristóteles introdujo la noción de una “virtud de justicia”, estado del alma innato en los hombres justos. En épocas posteriores, la escuela de la Stoa - la de los Estoicos - es la que fue más radical en afirmar que la aretè es una condición suficiente de la eudaimonía: el hombre “virtuoso” no puede más que ser “feliz”. Los Estoicos eran ascéticos.

     Un concepto formulado claramente en música domina estas preocupaciones de la filosofía práctica: el de la justa proporción (logos) de la armonía, de la proporcionalidad (analogía). Sólo las cosas contenidas por un límite o fin (peras, fin en el doble sentido de la palabra) pueden ser proporcionadas y armoniosas, por lo que los griegos rechazaban toda idea de in-finitud o apeiron (ausencia de peras). Imaginar el apeiron hubiera sido un monstruoso sueño de la razón. La proporción requiere diferencias entre sus términos, pero en cierto margen de similitud. Por ejemplo, el tercer término proporcional, esa “más bella de las ligas entre dos elementos” debe tener algo en común con cada uno de ellos y, al mismo tiempo, ser diferente. La amistad sólo puede florecer dentro de este margen. Hombre libre ateniense, escogeré mis amigos entre los hombres libres de Atenas. Griegos de otras ciudades pueden convivir con nosotros mediante el respeto de ciertas prescripciones rituales y legales: deben por ejemplo tener una suerte de fiador ateniense, el prostates, el que “se para frente” a ellos. Si las respetan y pagan tributo, los podremos aceptar como “los que viven con (met) nosotros en nuestra casa (oikos)”, los metoikoi o “metecos” y, a condición de que hablen buen griego, entablar prudentes relaciones de amistad con ellos. Aristóteles, por ejemplo, que tuvo excelentes amigos, era “meteco” en Atenas pero había sabido sobrellevar esta condición respetando sus limitaciones.

     Se ha dicho que la Odisea, la historia del largo regreso de Odiseo o Ulises a su tierra, invitó a los griegos preclásicos a explorar la parte occidental del Mediterráneo para establecer nuevas rutas comerciales. El comerciante griego entablaba relaciones basadas en una reciprocidad directa, no diferida, calificada por la palabra xenos, que define el estado de quien ha recibido y dado, en otras palabras, ha cumplido puntualmente con sus obligaciones de reciprocidad. En latín, este concepto de “sólo digno de reciprocidad directa” se expresa por la palabra hostis. Con el tiempo, el término xenos designó a todos los extraños, de ahí la palabra xenofobia y de hostis derivó hostil y toda une serie de términos ambiguos que pueden designar tanto la hospitalidad como el hospedaje. Estas relaciones de reciprocidad directa se podían establecer hasta con gente que, no hablando griego, no hablaban realmente, sino sólo emitían los sonidos “bar-bar-bar” y eran por ello llamados bárbaros. Pero Odiseo, el viajero prototípico y, me imagino, políglota, aún limitaba sus relaciones fuera del horizonte griego a xenoi que, como los griegos, eran comedores de pan.

     El mundo griego: un mundo armonioso y voluntariamente limitado en el que era prácticamente imposible establecer una amistad con un forastero. En este mundo, el mal es la ausencia de felicidad, de virtud, de proporción y armonía, ó es hybris, insolencia, orgullo desmedido, violencia, descuido de los límites de la condición humana y desprecio por el “inter-est” que florece dentro de esos límites. La reciprocidad directa – correspondiendo al estado de xenos – sólo se practica con gente, en una forma u otra, distante. Cada mal es la ausencia de un bien y sólo puede definirse como tal.            

 

 

 

III. Lo peor: la corrupción de lo mejor.

 

     Al abordar esta tercera parte del ensayo, recomiendo al lector guardar en la mente la ambigüedad de los mal llamados primitivos respecto a la reciprocidad que, para ser buena y aparecer gratuita, debe ser diferida. También se aconseja recordar que, para la mentalidad clásica, particularmente en Grecia, los males son plurales –no existe el concepto del mal – y sólo se pueden entender como la ausencia de diversas formas de bienes y virtudes.

     Ésta última sección trata a la vez de la posibilidad de un don más allá de toda obligación de reciprocidad y, por otro lado, de la aparición de un mal que no es la simple ausencia del bien, sino un abismo tan profundo como es noble y elevada la nueva posibilidad de una gratuidad radical[13], más allá de toda obligación y de toda ley. Sin embargo, no pretendo interpretar esta nueva posibilidad con categorías antropológicas o históricas, porque las trasciende tanto en el bien como en el mal.

     Ivan Illich, cuyo pensamiento intentaré seguir lo más fielmente posible, retoma, para expresar la corrupción de esta innovación,  un viejo adagio del primer milenio cristiano: corruptio optimi quae est pessima: una corrupción de lo mejor que es lo peor. Una nueva posibilidad de libertad cuya traición es peor que cualquier forma anterior del mal. Tengo en mi mesa un libro titulado The Rivers North of the Future. The Testament of Ivan Illich as told to David Cayley[14]. Cayley es un periodista canadiense que realiza entrevistas de pensadores que son difundidas por la Canadian Broadcasting Corporation y eventualmente publicadas ulteriormente en forma de libros. Cayley había sido amigo de Ivan Illich y oyente de sus seminarios durante más de veinte años antes de realizar la serie de entrevistas publicadas bajo un título que retoma un verso de Paul Celan[15]. Illich se refiere frecuentemente a otras entrevistas con Cayley, realizadas durante los diez años anteriores. Para la traducción de las nuevas entrevistas que Gabriela Blanco realizó para la editorial Jus, se ha escogido el título de La corrupción de lo mejor es lo peor[16].  

 En el curso de una de nuestras últimas conversaciones, evocamos al Samaritano – un Palestino que no adoraba a Dios en el Templo de Jerusalén – que ve a un judío tendido, herido, al lado del camino y se vuelve hacia él. Como el Samaritano, somos criaturas que sólo pueden encontrar su perfección al establecer una relación. Esta relación parece arbitraria en ojos de cualquiera, salvo del Samaritano mismo, porqué él responde al llamado del judío golpeado. Pero esta relación, tan pronto se ha establecido, puede ser rota y denegada. Una forma de infidelidad, de desprecio, de frialdad que no existía antes de que Jesús lo revelara se ha vuelto posible. Antes de esta revelación, el pecado, en este sentido, no existía: sin el vislumbre de la mutualidad, la posibilidad de su denegación y destrucción era impensable. Una nueva forma de lo que debe o debería ser fue establecida. Este “debe ser” no está ligado a ninguna norma; tiene un telos. Está orientado hacia alguien, alguien carnal, pero no según una regla. Hoy en día, las personas que se ocupan de ética o de moralidad se han vuelto incapaces de dejar de charlar sobre normas. Para ellas, el “debe ser” tiene que estar encadenado en “normas”[17].

 

En el Samaritano, no hay ninguna expectativa de reciprocidad. Hizo un don sin ninguna obligación de contra-don. Siendo tan pequeño el “país entre el río y el mar” - que es cómo los palestinos y los judíos llaman a su tierra cuando reconocen que la tienen en común – no es imposible que un Palestino y un judío que hubieran vivido tal encuentro se hubieran vuelto a ver. Pertenecían a dos etnias emparentadas separadas por una larga historia de fingida ignorancia mutua y de resentimientos recíprocos. Cada uno estaba ligado por un deber de lealtad a su pueblo. Imaginemos que se crucen en el mercado de Jerusalén. El judío no le debe absolutamente nada al Palestino que le hizo la gracia de mirarlo a los ojos y de levantarlo. Al cruzarse, pueden fingir no reconocerse, el primero por no romper con su deber de lealtad étnica, el segundo para no causar perturbación. Pero pueden también intercambiar un guiño de connivencia. O quizás algunas palabras valientes: “¿donde nos podemos ver secretamente?”, por ejemplo. Todo cambiaría entonces, al afirmar ambos que escogieron ser amigos a pesar de todas las normas contrarias: al afirmar que son libres. Al realizarse, esta posibilidad cambiaría lo que inter-est, lo que “se encuentra entre” hombres separados por lealtades étnicas opuestas; los uniría en una amistad inventiva y peligrosa. Lo que Illich llama específicamente el pecado es la traición de esta posibilidad de libertad. No es siquiera su fingida ignorancia en un encuentro casual, sino el cierre voluntario de la posibilidad abierta por el Samaritano.         

Hemos hablado sobre el pecado como un nuevo tipo de mal que proyectó su sombra sobre la posibilidad cristiana de hallar a Dios en el rostro del Otro. Esta nueva clase de amor hizo posible una nueva clase de traición, muy personal, y demandó una práctica inédita de perdón mutuo y comprensión entre aquellos que aceptaron este evangelio. Durante los siglos VI, VII y VIII, el pecado se asoció con hacer penitencia. Luego, en el siglo XII, la Iglesia, por razones que exploraré más adelante, encontró deseable definir la traición íntima hacia Dios o hacia el amigo como un crimen. Quiero observar tres temas que tocan este movimiento de criminalización, o legalización del pecado en el siglo XII: la historia del juramento, la historia del matrimonio, y la forma en que la institución de la confesión devino mecanismo sobre el cual sostener los cimientos del Estado moderno[18].

 

No dispongo del espacio necesario para abordar estos tres temas de la constitución de occidente sobre la traición íntima de la libertad abierta por el Samaritano: 1. la legalización del pecado como un crimen; 2. la historia del juramento y su sustitución por el contrato, la historia del matrimonio como la del intento de formalizar un contrato de amistad perpetua; 3. la forma en la que la institución de la confesión llevó a interiorizar en la “consciencia” la confusión entre el bien y lo legal, contribuyendo así a establecer los cimientos sobre los que se construirá el Estado moderno. Sólo puedo remitir al lector a la traducción del libro de Illich y Cayley en preparación en la colección Conspiratio, de la editorial Jus, colección dirigida por Javier Sicilia.     

     Para terminar, quiero ilustrar la corrupción de lo mejor en un aspecto de está traición llamada oficialmente ayuda y normalizada en programas de desarrollo. El autor es una amiga alemana de Ivan Illich – y mía -, Marianne Groenemeyer[19]. Si el medioevo normalizó la traición íntima a la libertad de la amistad en criminalización del pecado, la época moderna se deshizo del concepto de pecado e institucionalizó la traición que representa. La ayuda que los países ricos “prestan” a los pobres es radicalmente opuesta al acto de libertad del Samaritano. La instancia auxiliadora moderna no mira a los que pretende ayudar sino que les imputa necesidades[20] conformes a lo que ella necesita. Según Groenemeyer,

…uncir ayuda y amenaza va en contra del sentido común sólo porqué, a pesar de múltiples instancias históricas en contra, el grato sonido de la idea de ayuda ha sobrevivido en la consciencia de la gente común. Así la ayuda le parece tan inocente como siempre, aunque hace mucho que ha cambiado de color y se ha convertido en un instrumento del perfecto – es decir, elegante – ejercicio del poder. La característica del poder elegante es que es irreconocible, oculto, sumamente inconspicuo. El poder es verdaderamente elegante cuando, cautivados por la ilusión de [su] libertad, aquellos sometidos a él niegan tercamente su existencia. Como se mostrará, la “ayuda” es muy similar. Es una manera de mantener un mendrugo en las bocas de los subordinados sin dejar que sientan el poder que los guía. En breve, el poder elegante no fuerza, no recurre ni a las porras ni a las cadenas; ayuda. Imperceptiblemente el monopolio del estado sobre la violencia se transforma, a lo largo del camino de una inconspicuidad creciente, en un monopolio del estado sobre el cuidado, por lo cual se vuelve no meno poderoso, sino en vez de ello, más globalmente poderoso.

 

  A los casi veinte años de que fueron redactadas esas líneas, hubiera que corregirlas en el sentido de que, en casi todos los países, el poder del estado vuelve a retomar su cara de violencia brutal en los lugares donde lo considera necesario sin dejar su “elegancia” en otras partes.  .

* Jean Robert, artículo aparecido originalmente en Revista Conspiratio N° 13, 2011


 



[1] Ivan Illich y David Cayley, La corrupción de lo mejor es lo peor, México: Jus, colección Conspiratio, traducido del inglés por Gabriela Blanco, en preparación, capítulo 15: “Hoy, vivo en un mundo en el cual el mal ha sido remplazado por el desvalor. Nos enfrentamos a algo que, en alemán, lengua tan propensa a las combinaciones de palabras, he podido llamar Entbösung, “dediabolización”. Cuando la lancé en Alemania hace unos veinte años, esta palabra hizo reír”.

[2] Montrouge, 2002.

[3] Op. cit., p. 31.

[4] “Detour and Sacrifice. Ivan Illich and René Girard”, Lee Hoinacki and Carl Mitcham, ed., The Challenges of Ivan Illich, Albany: State University of New York Press, 2002, p.189-204,

[5] 1958 [« The Human Condition », Chicago : The University of Chicago Press, ]

[6] « Essai sur le don : Forme et Raison de l’échange dans les sociétés archaïques », Année Sociologique, 2e série, 1924, 24.

[7] Claude Levi-Strauss, “Introduction à l’oeuvre de Marcel Mauss”, M. Mauss, Sociologie et anthropologie, Paris : PUF, 1973 [1923, 24]

[8] Ibid. p. XLVI

[9] Esquisse d’une théorie de la pratique, Genève: Droz, 1972.


[10] Aldine Atherton, 1972., traducido como Economía de la Edad de Piedra

[11] René Girard, Le bouc émissaire, Paris: Grasset, 1982, p. 25.

[12]Jean-Pierre Dupuy, Aurions-nous oublié le mal ?, op. cit., p. 30.

[13] Ivan Illich y David Cayley, “Gratuidad”, La corrupción de lo mejor es lo peor, México, ¿,? Jus.

[14] Toronto: House of Anansi Press, 2005, traducción al español por publicarse en las ediciones Jus, colección Conspiratio.

[15] “En los ríos al norte del futuro / echo la red que tú, / con vacilaciones, cargas de sombras grabadas en piedra”, Paul Celan, traducido del alemán al inglés por Mushka Nagel , A Voice… Translations of Selected Poems by Paul Celan, Orono, ME: Puckerbrush Press, 1998, p. 83.       

[16] El Soneto 94 de Shakespeare retoma la misma idea: “For sweetest things turned sourest by their deeds;

Lilies that fester smell far worse than weeds”.

[17] Ivan Illich y David Cayley, La corrupción de lo mejor es lo peor, op. cit, en preparación en la editorial Jus. Colección Conspiratio, capítulo 15: “El principio del fin”. .

[18] Ivan Illich y David Cayley, La corrupción de lo mejor es lo peor, op. cit., por publicarse en Jus/Conspiratio, México, Capítulo 15. .

[19] Marianne Groenemeyer, “Ayuda”, en Wolfgang Sachs, comp., El diccionario del desarrollo. Una guía del conocimiento como poder, Lima, Perú, 1996 (original: The Development Dictionary, a Guide to Knowledge as Power, Londres: Zed Books, 1992), p. 8-31.  

[20] Ver Ivan Illich, “Necesidades”, en El diccionario del desarrollo, op. cit., p. 157-175.