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domingo, 22 de mayo de 2016

VERDAD Y POLÍTICA (5)


Por Hannah Arendt

V

En conclusión, vuelvo a los temas planteados al principio de estas reflexiones. La verdad, aunque impotente y siempre derrotada en un choque frontal con los poderes establecidos, tiene una fuerza propia: hagan lo que hagan, los que ejercen el poder son incapaces de descubrir o inventar un sustituto adecuado para ella. La persuasión y la violencia pueden destruir la verdad, pero no pueden reemplazarla. Y esto es válido para la verdad de razón o religiosa, tanto como para la verdad de hecho, y mucho más obviamente en este último caso. Una observación de la política desde la perspectiva de la verdad, como la aquí presentada, significa situarse fuera del campo político; es el punto de vista del hombre veraz, que pierde su posición —y con ella la validez de lo que tiene que decir— si trata de interferir directamente en los asuntos humanos y hablar el lenguaje de la persuasión o de la violencia. A esta posición y a su significado en el campo político debemos volver ahora nuestra atención.

El punto de vista exterior al campo político —fuera de la comunidad a la que pertenecemos y de la compañía de nuestros iguales— se caracteriza con toda claridad como uno de los diversos modos de estar solo. Entre los modos existenciales de la veracidad sobresalen la soledad del filósofo, el aislamiento del científico y del artista, la imparcialidad del historiador y del juez y la independencia del investigador de hechos, del testigo y del periodista (Esta imparcialidad difiere de la de la opinión cualificada, representativa, antes aludida, porque no se adquiere dentro del campo político sino que es inherente a la posición externa que requieren esas ocupaciones). Estos modos de estar solo se diferencian en muchos aspectos, pero lo que comparten es que mientras  cualquiera de ellos se mantiene, ni el compromiso político ni la adhesión a una causa son posibles. Por supuesto, ellos son comunes a todos los hombres; como tales son modos de la existencia humana. Solo cuando uno de ellos se adopta como una forma de vida —e incluso entonces jamás se vive la vida en soledad, independencia o aislamiento completos— es posible que entre en conflicto con las demandas de lo político.

Es bastante natural que tengamos conciencia de la naturaleza no política de la verdad y, de manera potencial, aun de su naturaleza antipolítica —Fiat veritas, et pereat mundus— sólo en caso de conflicto, y hasta aquí he venido subrayando este aspecto del asunto. Pero con esto posiblemente no está todo dicho, pues quedan fuera ciertas instituciones públicas, instauradas y sostenidas por los poderes establecidos, donde, contrariamente a todas las reglas políticas, la verdad y la veracidad siempre han constituido el criterio más alto del discurso y la actividad. Entre ellas encontramos ante todo las instituciones judiciales, que como rama del gobierno o como administración de justicia independiente están bien protegidas ante el poder social y político, así como todas las instituciones de enseñanza superior, a las que el Estado confía la educación de sus futuros ciudadanos. Por cuanto la Academia recuerda sus antiguos orígenes, debe saber que se fundó como la oposición más influyente y declarada a la polis. A no dudar, el sueño de Platón no se hizo realidad: la Academia jamás se convirtió en una contra sociedad y no tenemos noticias de que las universidades hayan intentado en algún lugar hacerse con el poder. Pero lo que Platón jamás llegó a soñar se hizo verdad: el campo político reconoció que necesitaba una institución exterior a la lucha por el poder, además de la imparcialidad que requería en la administración de justicia; porque no tiene gran importancia que esas sedes de enseñanza superior estén manos privadas o públicas: en cualquier caso, no solo su integridad sino también su existencia misma dependen de la buena voluntad del gobierno. Muchas verdades incómodas salieron de las universidades y muchos juicios inoportunos salen una y otra vez de los tribunales; y estas instituciones, como otros refugios de la verdad, quedaron expuestas a todos los peligros derivados del poder social y político. No obstante, las posibilidades que la verdad tiene de prevalecer  en público mejoraron, desde luego, por la mera existencia de entidades como ésas y por la organización de los estudiosos independientes, supuestamente desinteresados,  relacionados con ellas. Casi no se puede negar que, al menos en los países que tienen gobiernos constitucionales, el campo político reconoció, aún en caso de que se presentaran conflictos, que está muy interesado en la existencia de hombres e instituciones sobre los cuales no ejerza su poder.

Hoy se pasa por alto con facilidad esta significación auténticamente política de la Academia, a causa de la situación de privilegio de sus escuelas profesionales y de la evolución de sus departamentos de ciencias naturales, donde, inesperadamente la investigación pura ha dado tantos resultados decisivos que, a largo plazo, resultaron ser vitales para el país en su conjunto.  Es posible que nadie pueda negar la utilidad social y técnica de las universidades, pero esta importancia no es política. Las ciencias históricas y las humanidades que se supone investigan, vigilan e interpretan la verdad de los hechos y los documentos humanos, tienen una relevancia política mayor. La transmisión de los hechos verídicos abarca mucho más que la información diaria que brindan los periodistas, aunque sin ellos jamás podríamos orientarnos en un mundo siempre cambiante, y en el sentido más literal, nunca sabríamos dónde estamos. Claro que esto tiene una importancia política inmediata; pero si la prensa llegara a ser de verdad el “cuarto poder”, tendría que ser protegida del poder gubernamental y de la presión social incluso con más cuidado que el poder judicial, porque esta función política tan importante de abastecer información se ejercita, estrictamente hablando, desde fuera del campo político; no implica, o no debería hacerlo, ninguna acción o decisión [propias].

La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y acontecimientos, y es más que ellos, aunque esta totalidad es de cualquier modo imprevisible. El que dice lo que existe — [en griego] — siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren cierto significado humanamente comprensible. Es bien cierto que “todas las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento sobre ellas”, como dijo Isak Dinesen, que no solo fue una de las grandes narradoras de nuestros días sino que también —y era casi única en este sentido— sabía lo que estaba haciendo. Podría haber añadido que incluso la alegría y la dicha se vuelven soportables y significativas para los hombres sólo cuando pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un cuento. En la medida en que también es un narrador, quien cuenta la verdad de los hechos ocasiona esa “reconciliación con la realidad” que Hegel, el filósofo de la historia par excellence, comprendió como el fin último de todo pensamiento filosófico, y que sin duda, fue el motor secreto de toda historiografía que trasciende la mera erudición. La metamorfosis de una materia prima de puros acontecimientos que el historiador, como el novelista (una buena novela no es una simple mezcolanza  o una pura fantasía), tiene que llevar a cabo está muy cerca de la transfiguración que logra el poeta en la disposición o los movimientos del corazón, la transfiguración de la pena en lamento o del júbilo en alabanza.  Con Aristóteles podemos ver que la función política del poeta es la concreción de una catarsis, una limpieza o purga de todas las emociones que podrían apartar al hombre de la acción. La función política del narrador —historiador o novelista— es enseñar la aceptación de las cosas tal como son.  De esta aceptación, que también puede llamarse veracidad, nace la facultad de juzgar por la cual, también en palabras de Isak Dinesen, “al final tendremos el privilegio de verlas, y reverlas, tal como son, y eso es lo que se llama el día del juicio”.

No hay duda que todas estas funciones políticas relevantes se realizan desde fuera del campo político;  exigen imparcialidad y no compromiso, libertad respecto de los intereses propios en el pensamiento y el juicio. La búsqueda desinteresada de la verdad tiene una larga historia;  su origen —algo muy característico— es previo a todas nuestras tradiciones teóricas y científicas, incluida la del pensamiento filosófico y político. Creo que se puede remontar al momento en que Homero decidió cantar las hazañas de los troyanos tanto como la de los aqueos, y exaltar la gloria de Héctor, el enemigo derrotado, tanto como la gloria de Aquiles, el héroe del pueblo al que el poeta pertenecía. Eso no había ocurrido antes; ninguna otra civilización, por muy espléndida que hubiera sido, fue capaz de mirar con los mismos ojos a amigos y enemigos, a la victoria y a la derrota, que desde Homero no fueron reconocidas ya como normas últimas del juicio de los hombres, aunque sean definitivas para los destinos de las vidas humanas. La imparcialidad homérica tiene ecos a lo largo de la historia griega e inspiró al primer gran narrador de los hechos verídicos, quien se convirtió en el padre de la historia: Herodoto nos dice en las primeras frases de su relato que lo escribe “para evitar que, con el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros… queden sin realce”. Aquí está la raíz de la denominada objetividad, esta curiosa pasión, desconocida fuera de la civilización occidental, por la integridad intelectual a cualquier precio. Sin ella jamás habría nacido ninguna ciencia.


Como aquí he tratado de la política desde la perspectiva de la verdad, es decir, desde un punto de vista exterior a la esfera de lo político, no he mencionado ni siquiera al pasar la grandeza y la dignidad de lo que hay en ella. Hablé como si el de la política no fuera sino un campo de batalla de intereses parciales y conflictivos, donde sólo cuenta el placer y el provecho, el partidismo y el ansia de dominio. En pocas palabras, traté la política como si yo también creyera que todos los asuntos públicos están gobernados por el interés y el poder, que no existiría un campo político si no estuviéramos obligados a atender las necesidades de la vida. La causa de esta deformación es que la verdad de hecho choca con la política sólo en ese nivel inferior de los asuntos humanos, tal como la verdad filosófica de Platón chocaba con la política en el nivel mucho más alto de la opinión y el acuerdo. Desde esta perspectiva, seguimos sin tomar conciencia del verdadero contenido de la vida política, de la alegría y gratificación que nacen de estar en compañía de nuestros iguales, de actuar en conjunto y aparecer en público, de insertarnos en el mundo de palabra y obra, para adquirir y sustentar nuestra identidad personal y para empezar algo completamente nuevo. Sin embargo, lo que aquí quise demostrar es que, a pesar de su grandeza, toda esta esfera está limitada, que no abarca la totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por aquellas cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo donde somos libres de actuar y de cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, se puede llamar verdad a lo que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo en que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas.

Quinta y última sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 272-277. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla.

sábado, 21 de mayo de 2016

Verdad y política (3)

por Hannah Arendt

III

Cuando se dice que la verdad de hecho o factual, como antítesis de la racional, no es antagonista de la opinión, se formula una verdad a medias. Todas las verdades —no sólo las distintas clases de verdad de razón sino también la de hecho— se contraponen a la opinión en su modo de afirmar la validez. La verdad implica un elemento de coacción, y las tendencias a menudo tiránicas, tan lamentablemente visibles entre los profesionales veraces se pueden generar en la tensión de vivir  habitualmente bajo alguna clase de compulsión, más que en un fallo de carácter. Juicios  como “la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos”, “la tierra se mueve alrededor del sol”, “es mejor sufrir un daño que hacerlo”, “en agosto de 1914 Alemania invadió Bélgica” son muy distintos por la forma en que se llegó a ellos, pero una vez considerados verdaderos y reconocidos como tales, comparten el hecho de estar más allá del acuerdo, la discusión, la opinión o el consenso. Para quienes los acepten, esos juicios no varían según el gran o escaso número de los que sustentan la misma tesis; la persuasión o la disuasión son inútiles, porque el contenido del juicio no es de naturaleza persuasiva sino coactiva (Así es como Platón, en Timeo, traza una línea entre los hombres capaces de percibir la verdad y los que mantienen opiniones rígidas. Entre los primeros, el órgano que percibe la verdad [en griego] se activa a través de la instrucción, cosa que, por supuesto, implica desigualdad y de la que se puede decir que es una forma suave de coacción; los segundos deben ser sólo persuadidos. Los puntos de vista de los primeros, dice Platón son inamovibles, en tanto que siempre se puede persuadir a los segundos de que cambien sus criterios)[11] Lo que cierta vez señaló Mercier de la Rivière acerca de la verdad matemática se aplica a todo tipo de verdad: “Euclide est un véritable despote; et les vérités géometriques qu’il nous a transmises, sont des lois veritablement despotiques” (“Euclides es un verdadero déspota, y las verdades geométricas que nos transmitió son leyes verdaderamente despóticas”) Dentro de la misma actitud, unos cien años antes, Van Groot —para limitar el poder del príncipe absoluto— había insistido en que “ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro”. Con esa frase no quería subrayar la limitación implícita de la omnipotencia divina, sino que invocaba la fuerza coactiva de la verdad frente al poder político. Estas dos observaciones ilustran el aspecto que ofrece la verdad en la perspectiva política pura, desde el punto de vista del poder, y la pregunta es si el poder podría y debería controlarse no sólo mediante una constitución, una carta de derechos y diversos poderes, como en el sistema de controles y balances, en el que, según decía Montesquieu, “le pouvoir arrête le pouvoir” (“el poder detiene al poder”) —es decir, mediante factores que surgen del campo político estricto y pertenecen a él— sino también mediante algo que viene de fuera, que tiene su fuente en un lugar que no es el campo político y que es tan independiente de los deseos y anhelos de la gente como lo es la voluntad del peor de los tiranos.

Vista con la perspectiva de la política, la verdad tiene un carácter despótico. Por consiguiente, los tiranos la odian, porque con razón temen la competencia de una fuerza coactiva que no pueden monopolizar, y no le otorgan demasiada estima los gobiernos que se basan en el consenso y rechazan la coacción. Los hechos están  más allá de acuerdos y consensos, y todo lo que se diga sobre ellos —todos los intercambios de opinión fundados en informaciones correctas— no servirá para establecerlos. Se puede discutir, rechazar o adoptar una opinión inoportuna, pero los hechos inoportunos son de una tozudez irritante que nada puede conmover, exceptuadas las mentiras lisas y llanas. El problema es que la verdad de hecho, como cualquier otra verdad, exige un reconocimiento perentorio y evita el debate, y el debate es la esencia misma de la vida política. Los modos de pensamiento y de comunicación que tratan de la verdad, si se miran desde la perspectiva política, son necesariamente avasalladores: no toman en cuenta las opiniones de otras personas, cuando el tomarlas en cuenta es la característica de todo pensamiento estrictamente político.

El pensamiento político es representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes;  es decir, los represento. Este proceso de representación no implica adoptar ciegamente los verdaderos puntos de vista de los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran al mundo desde una perspectiva diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad pero [imaginándome estar] donde en realidad no estoy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuando mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otro, tanto más fuerte sería mi capacidad de pensamiento representativo, y más válidas mis conclusiones, mi opinión (Esta capacidad de una “mentalidad amplia” es la que permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la primera parte de su Crítica del juicio, aunque él no reconoció las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento). El proceso mismo de formación de la formación de la opinión está determinado por aquellos en cuyo lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única condición para aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho de estar libre de los propios intereses privados. Por consiguiente, si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a obrar así y hacerme una opinión que sólo considere mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad.

Ninguna opinión es evidente por sí misma. En cuestiones de opinión, pero no en cuestiones de verdad, nuestro pensamiento es genuinamente discursivo, va de un lado a otro, de un lugar del mundo a otro, por así decirlo, a través de toda clase de puntos de vista antagónicos, hasta que por fin se eleva desde esas particularidades hacia alguna generalidad imparcial. Comparado con este proceso, en el que un asunto particular se lleva a campo abierto para que se pueda verlo en todos sus aspectos, en todas las perspectivas posibles, hasta que la luz plena de la comprensión humana lo inunda y lo hace transparente, un juicio de verdad tiene una opacidad particular. La verdad de razón inunda el entendimiento humano y la verdad de hecho debe configurar opiniones, pero estas verdades nunca son oscuras aunque tampoco son transparentes, y está en su naturaleza misma la capacidad de resistir una mayor dilucidación, así como está en la naturaleza de la luz resistir la iluminación.

Además, en ningún otro punto esa opacidad es más evidente ni más irritante que cuando nos enfrentamos con los hechos y con la verdad de hecho, porque no hay ninguna razón concluyente para que los hechos sean lo que son; siempre podrían haber sido distintos y esta abrumadora contingencia es literalmente ilimitada. Es debido a lo aleatorio de los hechos que la filosofía premoderna se negó a tomar en serio el campo de los asuntos humanos, impregnado de hechos, o a creer que alguna verdad significativa se podría descubrir alguna vez en la “melancólica casualidad” (Kant) de la secuencia de hechos que constituyen el curso del mundo. Ninguna filosofía de la historia moderna consiguió hacer las paces con la tozudez intratable e irracional de la pura factualidad; los filósofos modernos idearon toda clase de necesidad, desde la dialéctica de un espíritu del mundo o de las condiciones materiales, hasta las necesidades de una naturaleza humana presuntamente invariable y conocida, para que los últimos vestigios del aparentemente arbitrario “podría haber sido de otro modo” (que es el precio de la libertad) desaparezcan del único campo en que los hombres son libres de verdad. Es cierto que mirando hacia atrás —o sea, con perspectiva histórica— cada secuencia de acontecimientos se ve como si las cosas no pudieran haber sido de otro modo, pero eso es una ilusión óptica, o más bien existencial: nada podría ocurrir si la realidad no destruyera, por definición, todas las demás potencialidades originalmente inherentes a toda situación dada.

En otras palabras, la verdad de hecho no es más evidente que la opinión, y esto ha de estar entre las razones por las que quienes sustentan opiniones encuentran relativamente fácil desacreditar esta verdad como si se tratara de una opinión más. Por otra parte, la evidencia factual se establece mediante el testimonio de testigos presenciales —sin duda poco fiables— y por registros, documentos y monumentos, todos los cuales pueden ser el resultado de alguna falsificación. En el caso de una disputa, sólo se puede invocar a otros testigos pero no a una tercera y más alta instancia, y al acuerdo se llega normalmente por vía mayoritaria, es decir, tal como en la conciliación de disputas de opinión, un procedimiento por entero insatisfactorio, ya que no hay nada que evite que una mayoría de testigos lo sea de testigos falsos. Por el contrario, bajo ciertas circunstancias, el sentimiento de pertenencia a una mayoría puede incluso propiciar el falso testimonio. En otras palabras, en la medida en que la verdad de hecho está expuesta a la hostilidad de los que sustentan opiniones, es al menos tan vulnerable como la verdad filosófica racional.

Antes observé que el que dice la verdad de hecho está, en algunos aspectos, en peores condiciones que el filósofo de Platón: que su verdad no tiene un origen trascendente y ni siquiera posee las cualidades relativamente trascendentes de principios políticos como la libertad, la justicia, el honor y el valor, todos los cuales pueden inspirar la acción humana y manifestarse en ella. Ahora veremos que esta desventaja tiene consecuencias más serias que las pensadas anteriormente, consecuencias que se refieren no solo a la persona del hombre veraz sino también —y esto es más importante— a las posibilidades de que su verdad sobreviva. La inspiración y la manifestación de las acciones humanas pueden no ser adecuadas para competir con la evidencia apremiante de la verdad, pero en cambio sí lo son, como veremos, para competir con la persuasividad inherente a la opinión. Cité antes la frase socrática “es mejor sufrir un daño que hacerlo” como ejemplo de un juicio filosófico que concierne a la conducta humana y, por consiguiente, que tiene implicaciones políticas. Lo hice en parte porque esta sentencia se ha convertido en el principio del pensamiento ético occidental, y en parte porque, hasta donde tengo noticias, siguió siendo la única proposición ética que se puede derivar directamente de la experiencia filosófica específica (El imperativo categórico de Kant, el único competidor en este campo, se puede despojar de sus ingredientes judeocristianos, que fundamentan su formulación como un imperativo en lugar de una mera proposición. Su principio básico es el axioma de la no contradicción —el ladrón se contradice porque quiere guardar como propiedad suya los bienes que roba— y este axioma debe su validez a las condiciones de pensamiento que Sócrates fue el primero en descubrir).

Los diálogos platónicos nos dicen una y otra vez que la aseveración de Sócrates (una proposición, no un imperativo) sonaba a paradoja, que con facilidad era refutada en la calle, donde una opinión se opone a otra opinión, y que Sócrates fue incapaz de probar y demostrar su validez no solo ante sus adversarios, sino también ante sus amigos y discípulos. (El más dramático de estos pasajes se encuentra en el principio de La república.[12] Después de un vano intento de convencer a su antagonista Trasímaco de que la justicia es mejor que la injusticia, Glaucón y Adimanto, discípulos de Sócrates, dicen a su maestro que su argumento no había sido convincente. El maestro admira la argumentación de los jóvenes: “Sin duda debe haber algo divino en vuestra naturaleza, para que no os hayáis podido persuadir de que la injusticia es mejor que la justicia, cuando sois capaces de hablar de tal modo en favor de la primera”. En otras palabras estaban convencidos antes de que empezara la discusión, y todo lo que se había dicho para apoyar la verdad de la proposición no solo no había conseguido persuadir a los no convencidos sino que ni siquiera había tenido la fuerza necesaria para reforzar sus convicciones). Encontramos en los diálogos platónicos todo lo que pueda decir  en su defensa. El argumento principal es el de que para el hombre, que es uno, es mejor estar en conflicto con todo el mundo que estar en conflicto y en contradicción consigo mismo,[13] un argumento que tiene mucha fuerza para el filósofo, cuyo pensamiento caracteriza Platón como un silencioso diálogo consigo mismo y cuya existencia, por consiguiente, depende de un intercambio constantemente articulado consigo mismo, de una partición en dos de la unidad que, sin embargo, él es; puesto que una contradicción básica entre los dos interlocutores que sostienen el diálogo reflexivo destruiría las condiciones mismas de la actividad filosófica.[14] En otras palabras, como el hombre lleva dentro un interlocutor del que nunca podrá liberarse, lo mejor que puede ocurrirle es no vivir en compañía de un asesino o de un falsario. Además, ya que el pensamiento es el diálogo callado que se produce entre el sujeto y su yo, hay que tener cuidado de mantener intacta la integridad de ese compañero, porque en caso contrario se pierde por completo la capacidad de pensar.

Para el filósofo —o más bien para el hombre en la medida en que un ser pensante, esta proposición ética sobre hacer y sufrir el mal no es menos cierta que la verdad matemática. Pero para el hombre como ciudadano, como ser que obra comprometido con el mundo y la prosperidad pública más que con su propio bienestar —incluida, por ejemplo, su “alma inmortal” cuya “salud” debería estar por encima de las necesidades de un cuerpo mortal—, la afirmación  socrática no es verdadera. Muchas veces se señalaron las desastrosas consecuencias que para cualquier grupo tendría el hecho de empezar a seguir con toda seriedad, los preceptos éticos derivados del hombre en singular, ya sean socráticos, platónicos o cristianos. Mucho antes de que Maquiavelo recomendara proteger el campo político de los principios puros de la fe cristiana (los que se niegan a resistir al mal permiten a los malvados “hacer todo el mal que quieran”). Aristóteles advertía en contra de permitir que los filósofos tuvieran cualquier intervención en asuntos políticos (A los hombres que por motivos profesionales han de preocuparse tan poco por “lo que es bueno para ellos mismos”, no se les puede confiar lo que es bueno para los demás, y menos que nada el “bien común”, los intereses muy concretos de la comunidad).[15]

La verdad filosófica se refiere al hombre en su singularidad y, por tanto, es apolítica por naturaleza. Si acaso el filósofo insiste, no obstante, en que su verdad prevalezca ante las opiniones de la mayoría, sufrirá una derrota y tal vez de ella deduzca que la verdad es impotente, una perogrullada equivalente a que un matemático, incapaz de cuadrar el círculo, se quejase de que el círculo no sea un cuadrado. A continuación podría sentirse tentado, como Platón, de hacerse oír por algún tirano con inclinaciones filosóficas, y en el afortunado y muy poco probable caso de que tuviera éxito, podría fundar una de esas tiranías de “la verdad” que conocemos especialmente a través de las diversas utopías políticas y que, por supuesto, son tan tiránicas como las otras formas de despotismo. En el apenas menos improbable caso de que su verdad se impusiera sin el auxilio de la violencia, simplemente porque los hombres concuerdan con ella, él habría obtenido una victoria pírrica. En tal caso, la verdad le debería su predominio no a su cualidad coactiva sino al acuerdo de la mayoría, la misma que podría cambiar de parecer al día siguiente y sostener alguna otra cosa: lo que fuera verdad filosófica se convertiría en mera opinión.

Sin embargo, como la verdad filosófica lleva en sí un elemento coactivo, puede tentar al hombre de Estado en ciertas condiciones, tanto como el poder de la opinión puede tentar al filósofo. Por ejemplo, en la Declaración de Independencia, Jefferson decía que ciertas “verdades son evidentes por sí mismas”, porque quería situar el acuerdo básico entre los hombres de la Revolución, más allá de toda disputa y discusión; como los axiomas matemáticos, debían expresar las “creencias de los hombres” que “dependen no de su propia voluntad, sino que siguen involuntariamente las evidencias propuestas a su entendimiento”.[16] Con todo, al decir “consideramos que estas verdades son evidentes por sí mismas”, aunque no fuera totalmente consciente de ello, concedía que la afirmación “todos los hombres fueron creados iguales” no es evidente por sí misma sino que necesita del acuerdo y el consenso, admitía que la igualdad, para tener importancia en el campo político, no es “la verdad” sino una cuestión de opinión. De otra parte, existen aseveraciones filosóficas o religiosas que concuerdan con esta opinión —como aquella que dice que todos los hombres son iguales ante Dios, ante la muerte, o por cuanto todos ellos pertenecen a la misma especie de animal rationale— pero ninguna de ellas tuvo jamás ninguna consecuencia política o práctica, porque el elemento nivelador, ya sea Dios, la muerte o la naturaleza, trasciende y está fuera del campo en que se produce la relación humana. Esas “verdades” no están entre los hombres sino por encima de ellos y ninguna suerte de esas está detrás de la moderna o antigua aceptación de la igualdad, sobre todo de la de los griegos. Que todos los hombres hayan sido creados iguales, no es evidente por sí mismo ni se puede probar. Lo creemos porque la libertad sólo es posible entre iguales, y creemos que las alegrías y gratificaciones de estar libremente acompañados han de preferirse a los placeres dudosos de ser obedecidos. Estas preferencias tienen la máxima importancia política, y aparte de ellas hay pocas cosas por las que los hombres se diferencien más profundamente entre sí. Su calidad humana, estaríamos tentados de decir, y sin duda la calidad de todo tipo de relación entre los hombres, depende de esas elecciones.  No obstante, se trata de una cuestión de opiniones y no de la verdad, como admitió Jefferson, muy a pesar suyo. Su validez depende del acuerdo y consentimiento libre;  se llega a ellas a través del pensamiento discursivo, representativo, y se comunican a través de la persuasión y la disuasión.

La proposición socrática “es mejor padecer el mal que hacerlo” no es una opinión sino que pretende ser una verdad, y aunque se pueda dudar de que alguna vez haya tenido una consecuencia política directa, es innegable su impacto en la conducta práctica como precepto ético; sólo disfrutan de un reconocimiento mayor las normas religiosas, que son absolutamente vinculantes para la comunidad de creyentes. ¿Este hecho no entra en clara contradicción con la generalmente aceptada impotencia de la verdad filosófica? Y, en vista de que sabemos por los diálogos platónicos qué poco persuasivo resultaba la proposición de Sócrates para amigos y enemigos por igual cuando el maestro trataba de probar su validez, debemos preguntarnos cómo pudo obtener su alto grado de aceptación. Es evidente que se habrá debido a un tipo de persuasión poco habitual; Sócrates decidió apostar su vida por esa verdad —dejar un ejemplo, no al presentarse al tribunal ateniense sino cuando se negó a evitar la sentencia de muerte. Y esta enseñanza mediante el ejemplo es, sin duda, la única forma de “persuasión” de la que es capaz la verdad filosófica sin caer en la perversión o la distorsión; [17]por la misma razón, la verdad filosófica puede convertirse en “práctica” e inspirar la acción sin violar las normas del ámbito político sólo cuando consigue hacerse manifiesta a la manera de un ejemplo: es la única oportunidad que un principio ético tiene de ser verificado y confirmado. Es así que, por ejemplo, para verificar la idea de coraje podemos recordar el comportamiento de Aquiles y para verificar la idea de bondad nos inclinamos a pensar en Jesús de Nazareth o en San Francisco; estos ejemplos enseñan o persuaden por inspiración, de modo que cada vez que tratamos de cumplir un acto de valor o de bondad, es como si imitáramos a alguien, imitatio Christi o de quien sea. A menudo se señala que, como decía Jefferson, “un sentido vívido y duradero del deber filial se imprime con mayor eficacia en la mente de un hijo o una hija tras la lectura  de El rey Lear que por la lectura de todos los secos libros que sobre la ética y la divinidad se hayan escrito”,[18] y que, como decía Kant, “los preceptos generales aprendidos de sacerdotes o de filósofos, o incluso tomados de los propios recursos, nunca son tan eficaces como un ejemplo de virtud o santidad”.[19] La razón, como lo explica Kant, es que siempre necesitamos “intuiciones… para verificar la realidad de nuestros conceptos”. “Si son puros conceptos del entendimiento”, como el concepto del triángulo, “las intuiciones reciben el nombre de esquemas”, como el triángulo ideal, percibido sólo por los ojos de la mente y no obstante indispensable para reconocer todos los triángulos; sin embargo, si los conceptos son prácticos, referidos a la conducta, “las intuiciones se llaman ejemplos”.[20]Y, a diferencia de los esquemas,  que nuestra mente produce por sí misma gracias a la imaginación, estos ejemplos se derivan de la historia y dela poesía, a través de las cuales —como señalara Jefferson— “se abre para nuestro uso un campo de imaginación” completamente distinto.

Esta transformación de un juicio teórico o especulativo en verdad ejemplar —una transformación de la que sólo es capaz la filosofía moral— es una experiencia límite para el filósofo: al establecer un ejemplo y “persuadir” a la gente de la única forma en que puede hacerlo, él ha empezado a actuar. Hoy, cuando casi ninguna sentencia filosófica, por atrevida que sea, se tomará lo bastante en serio como para que ponga en peligro la vida del filósofo, incluso esta rara oportunidad de confirmar en lo político una verdad filosófica ha desaparecido. Sin embargo, en nuestro contexto es importante tener en cuenta que tal posibilidad existe para el que dice la verdad de razón, pero no existe en ninguna circunstancia para el que dice la verdad factual que en éste, como en otros temas, está en peor situación que antes. No sólo que las afirmaciones objetivas no contienen principios por los cuales los hombres puedan actuar, y que así puedan resultar manifiestos en el mundo; su contenido mismo se resiste a este tipo de verificación. Alguien que dice la verdad de hecho, en el improbable caso de que quisiera apostar su vida por un hecho en particular, cometería una especie de contrasentido. Lo que se manifestaría en su acción sería su valentía o quizá su tozudez, pero no la verdad de lo que tenía que decir ni tampoco su propia veracidad. ¿Por qué un mentiroso no sostendría sus mentiras con gran coraje, sobre todo en política, donde podría estar motivado por el patriotismo o alguna otra clase de legítima lealtad de grupo?

Tercera sección extractada de: Hannah Arendt, "Verdad y política". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 252-262. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla. Ver sección IV en: http://umbrales2.blogspot.com/2015/09/verdad-y-politica.html






[11]  Timeo, 51D52.
[12] Véase La república, 367. Compárese también Critón, 49D: “Sé que sólo unos pocos hombres sostienen, o sostendrían alguna vez esta opinión. Entre los que lo hacen y los que no, no puede haber una discusión común; necesariamente se mirarán unos a otros desdeñando sus distintos intereses”.
[13] Véase Georgias, 482, donde Sócrates dice a Calicles, su oponente, que “Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo consigo mismo, sino que se contradecirá durante toda su vida”. Después añade: “Es mejor que mi lira esté desafinada y que desentone de mí… y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que soy uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga”. (Trad. J. Calonge Ruiz, Gredos, Madrid, 1983, p.19)
[14] Para una definición del pensamiento como el diálogo silencioso entre el sujeto y su yo, en especial véase Teeteto  189-190, y El sofista, 263-264. Dentro de esta misma tradición, Aristóteles llama [en griego] —otro yo— al amigo con quien mantiene esa especie de diálogo.
[15] Ética nicomaquea, libro 6, en especial 1140b9 y 1141b4.
[16] Véase el “Draft preamble to the Virginia Bill Establishing Religious Freedom” (“Borrador del preámbulo de la ley de Virginia que establece la libertad religiosa”), de Jefferson.
[17] Ésta es la causa de la observación de Nietzsche en “Schopenhauer als Erzieher”: “Ich mache mir aus einem Philosophen gerade so viel, al ser imstande ist, ein Beispiel zu geben”.
[18] En una carta a W. Smith, del 13 de noviembre de 1787.
[19] Crítica del juicio, 32 (trad. M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid, 1984).
[20] Ibid., 59.

martes, 17 de mayo de 2016

Conciencia, ley y desobediencia civil

por Daniel Berrigan S.J.*

Demos por supuesto, ya desde el comienzo, la naturaleza grave de este asunto. La verdad es que resulta tan profundamente serio que, ante él, muchos hombres de buena voluntad se encuentran entre la espada y la pared: entre la muerte violenta y la cárcel por resistirse a la violencia. La sangre y las lágrimas de estas personas nos impiden la frivolidad de una discusión abstracta o fría.

Permítaseme comenzar con un postulado que puede resultar incomodo, pero que en cualquier caso es inevitable. El postulado tiene nombre de lugar: la facultad de derecho de la universidad de Cornell. La facultad es anglo-sajona, blanca, occidental.[1] Es rica, se mire por donde se mire: en bibliotecas, en sabiduría profesional, en tradición, en recursos de todo tipo. Soporta el peso de muros góticos, y un colorido peculiar durante las cuatro estaciones del año. Como tal, es miembro por derecho propio de la llamada Ivy league.[2] Y se ha asociado en estrecha colaboración con determinadas estructuras de facultades de derecho igualmente blancas, ricas, anglosajonas, occidentales, post-cristianas y post-góticas. Todas ellas albergan abogados, estudiantes, bibliotecas y, por extensión, gran parte de nuestro futuro —si es que alguno nos queda—. Les rindo este entusiasta tributo "de encargo", aunque el mío puede que sea, irónicamente sólo el tributo de un bribón.

Tal es, crasamente resumida, la geografía.

Y también tengo un decorado. Ni procedo de la frente de Júpiter, ni es que me haya traído la cigüeña: la verdad es simplemente —si es que alguien se lo puede creer— que procedo de una tradición férrea por lo que respecta a la ley, y en la que se insistía con fuerza en el vigor de la obediencia. Algunos hay que han oído algo de nosotros —la compañía de Jesús—. Se nos conoce acá y acullá.

Ahora bien, puede que le convenga a los fines ocultos de la ley civil, o incluso de la iglesia católica, considerarme un fenómeno, algo extraño: esa clase de rareza biológica que surge de vez en cuando, muy ocasionalmente, para desmentir y confundir los más rigurosos procesos de selectividad. Puede que tal sea el caso. O puede también que sea algo distinto a eso. Es posible que la tradición jurídica y la mía propia, estén llegando a converger hacia un punto de verdad. Que ambos estemos intentando poner de relieve lo mismo: perplejos por igual, quizá incluso en peligro, ante una verdad de la cual, ninguno de los dos, podamos por más tiempo erigirnos en custodios.

El problema es de la tradición: la mía propia y la de la profesión jurídica. Creo que la posibilidad de un hombre queda en gran parte afectada por la tradición de la que procede. Lo he dicho en reiteradas ocasiones en el recinto universitario de Cornell; lo he dicho también ante la SDS ("estudiantes por una sociedad democrática"), ante las comunidades religiosas, ante las fraternidades (o asociaciones estudiantiles), también lo he dicho y repetido ante mi propia alma: nos guste o no, somos lo que hemos sido. Cualquier persona puede pretender que va a algún sitio, pero para ello necesita venir de otro. La alienación absoluta, en cualquier sentido total que se la considere, tan sólo puede ser fuente de desarraigo e irresponsabilidad.

Para ir a cualquier sitio, el hombre debe venir de otro. Por lo que a mí se refiere, y si mi pretensión de estar arraigado en la tradición cristiana es válida, ello se debe solamente a mi esfuerzo consciente por abrazar una ciudadanía y una fe que va de Jesús a Pablo, a Galileo, a Newman, a Teilhard de Chardin, a Juan el papa, y que se apodera de mí de manera irresistible. Del mismo modo, quien pretenda quedar entroncado a la tradición jurídica del occidente, ello es debido a que pretende identificarse con un espíritu que va desde la Carta magna, a través de la Common law inglesa, hasta Holmes y Frankfurter, hasta uno mismo.

Tampoco hace falta decir, con toda seguridad, que cualquiera que pretenda ser heredero de su tradición deberá al mismo tiempo abominar de cuantas tentaciones y mentiras corrompen esa tradición. Pues también es cierto que esta proposición es convertible: cualquiera puede pretender venir de algún sitio concreto, si es que se dirige a otro determinado. Así, de este modo, por consiguiente, debo rechazar la furia y la incoherencia de la inquisición. Y los abogados, a no dudarlo, deben estar en estos momentos intentando liberarse de las actividades heredadas de la legislación esclavista. Yo, personalmente y con otros muchos que piensan como yo, estoy intentando superar un concepto sacerdotal inhumano: su menosprecio por los hombres vivos. Y los hombres de leyes, me figuro, estarán rechazando las tentaciones del dinero todopoderoso, de los hombres poderosos, de la ignorancia de los sucesos y de las pasiones sociales actuales, el menosprecio de cuantos intentan marchar codo con codo, al unísono con el hombre: los inconformes ante la guerra, los estudiantes del poder negro,[3] cuantos intentan abrirse paso entre la perplejidad y la crueldad, hacia una posible sociedad honesta, decente y justa.

Por supuesto, puede que todo esto no resulte ser sino retórica hueca, a la luz de nuestros verdaderos deseos y motivos. Porque hace falta mucho valor, mucha disciplina y mucha paciencia, para ser hombre de tradición arraigada, en el sentido que aquí se da a la expresión, en cualquier esfera vital. Una de las dificultades estriba en que cada disciplina, cada aspecto de la vida pública del hombre actual, tiende hoy día —en virtud de su propia irreprimible importancia— a reclamar al hombre totalmente para sí misma. A los abogados les complace creer —o creerse— que el hombre es la suma de sus leyes; a los sociólogos, que el hombre es el compendio de los fenómenos sociales; piensan los filósofos que el hombre queda definido exclusivamente por su sabiduría o su lógica; los creyentes, que el hombre es su religión; los nacionalistas que el hombre debe vida y bienestar al Estado; y los generales están convencidos de que el hombre debe marchar contra otros hombres, a los acordes marciales marcados por ellos. Pero me atrevo a sugerir, apelando a un hecho de vida, que para llegar a ser hombre, es imprescindible a veces eludir y repudiar estas definiciones y estas etiquetas. Hay que liberar al gueto, desobedecer la ley, repudiar la raza, trascender la religión. Para llegar a ser verdaderamente estudiante, es necesario primero aniquilar Columbia. Para conseguir ser ciudadano, es imprescindible manifestarse por las calles de Chicago. Para llegar a acatar profunda e inteligentemente la ley, es preciso enfrentarse a ella. Al menos, éstas son las vías abiertas que los hombres que piensen algo se sienten impulsados a explorar. Los hombres desobedecen, destruyen, quebrantan leyes. ¿Son ya por eso criminales de hecho? ¿O actúa en el corazón de esas actitudes algo mucho más profundo y misterioso? ¿Puede convertirse en cuestión de conciencia el quebrantar una ley determinada?

De aquí, pues, surge una tesis, basada en la época misma que nos ha tocado vivir: lo que no quiere decir, desde luego, que el argumento sea irrebatible o incontrovertible. Para justificarse a sí mismo, este argumento debe tener en cuenta tanto la existencia de una administración de justicia recalcitrante, como la de apasionados violadores de la ley: la inexorable presencia de estructuras fosilizadas de una parte, y de otra la creciente marea de esperanza humana, incontenible.

Ahora, actualmente, en este preciso instante, poderosas fuerzas de amor y odio están realmente experimentando con el futuro mismo de nuestra sociedad. Nadie puede —al menos racionalmente— sugerir que el inmovilismo o el compromiso puedan llegar a significar en modo alguno una salida viable a los problemas planteados. De ninguna manera. Todo parece indicar, de acuerdo con la historia, que una solución tan simple no llevaría, por sí misma, sino a su propia autodestrucción. No es actitud sincera con respecto a los hechos como éstos se presentan, con el curso verdadero de los acontecimientos, con la evidencia real a la que nos enfrentamos. Desde luego, la revolución es la entraña de esa evidencia: un cambio social radical está a la orden del día... y constituye el sueño o la pesadilla nocturna.

También éste fue el "orden" de mi generación, e igualmente nuestra pesadilla. Procedemos de una zona de pobreza, de un género de indigencia de la zona norte de los Apalaches. En los años treinta nuestra familia, de tradición rural, formó parte de la epidemia de pobreza de aquella época de la gran depresión.[4] Y muy a duras penas pudimos salir adelante. Tuvimos experiencia de primera mano, no porque nadie nos lo contara, de la cercana catástrofe del crash, los duros y lentos tiempos de recuperación con Roosevelt y el new deal, los primeros pasos hacia la reforma social. Fuimos nosotros los destinatarios para los que el new deal estuvo planeado.[5] "Programas de ayuda pública", el llamado "Cuerpo de recuperación civil", el "Acta de reconstrucción industrial": comimos nuestra sopa de letras y nos podíamos dar por contentos, por muy solpicado insustancial que aquello fuera.

Durante aquellos mismos años, mientras que las instituciones federales quedaban conmovidas hasta sus cimientos, otro hecho de vida rodeaba y afectaba a mi familia. Pertenecíamos a una iglesia cuya más importante palabra, nos gustara o no, les gusta o no les gustara a otros, era auténticamente revolucionaria. La revolución sólo algo más tarde se puso en marcha. No importaba: la bomba ya estaba ya colocada. Sólo era cuestión de poner en marcha el detonador. Mientras tanto, no tuvimos más remedio que ir quemando las etapas imprescindibles, antes de llegar a cualquier revolución: es decir, la iniciativa al entero servicio, en manos por completo, de los reaccionarios. La actual revolución de la iglesia está en deuda con sus más encarnizados opositores —por muy paradójico o irónico que esto pueda resultar—. El cardenal Spellman y el senador Joseph McCarthy fueron los precursores; florecieron, sin control de nada ni de nadie, durante los años cincuenta. (Durante los mismos años, y para estímulo de cuantos pudieron el tener el privilegio de echar un vistazo alrededor, ya había en escena hombres como Maritain, Murray, y el papa Juan: todos ellos apuntando a algo radical y nuevo). Y así llegamos a la década de los sesenta, y la guerra se autoabasteció a sí misma, fue engrosándose poco a poco, hasta convertirse en una auténtica furia. Los católicos se unieron a comunidades de protesta a lo largo del país: un muro de fuego contra aquel otro fuego monstruoso. Los "Dos de Boston", los "Cuatro de Baltimore", los "Nueve de Catonsville", los "Catorce de Milwaukee", los "Nueve de Washington", los "Ocho de Nueva York", las protestas de parte de católicos, sobre todo sacerdotes, en Chicago, en Newark, en Brooklyn, en Cleveland. ¿Revolución? El resultado de todo —permítaseme por un momento ser presuntuoso— no es enteramente desfavorable.

¿Pero qué hay de la revolución legal? Las perspectivas no son buenas. Más bien me atrevo a decir que los hechos son, sencillamente, lamentables. Hoy día la ley cambia con excesiva lentitud: la ley misma, y la mentalidad de cuantos la fabrican, de los que obligan a cumplirla, de los que la enseñan y estudian. Los rápidos acontecimientos de cambio social los están dejando, a todos ellos, en auténtico fuera de juego.

Pero hay todavía noticias peores que comunicar: la ley, tal y como actualmente se reverencia y se enseña y se impone, se convierte precisamente en estímulo para la ilegalidad, más exactamente dicho, para la a-legalidad. Los abogados, y las leyes y los tribunales, y los sistemas  penitenciarios, permanecen casi totalmente inmóviles ante una sociedad convulsionada que hace de la desobediencia civil un auténtico deber civil (y aún me atrevo a decirlo: un deber religioso y moral). La ley se alía más y más con formas de poder cuya existencia es, cada vez más, puesta en cuarentena. Abogados, estudiantes de derecho, profesores de derecho, no han elevado su voz —ni con fuerza ni sin ella— contra una guerra monstruosa y exactamente ilegal.

Por tanto, si los hombres hubieran de obedecer la ley quedarían forzados, en las presentes circunstancias sociales, bien a desobedecer a Dios, o bien desobedecer las exigencias mismas de humanidad. En verdad, obedecer hoy día las leyes americanas, tal y como son interpretadas y juzgadas por muchos abogados, como son impuestas por muchos tribunales, como se castiga su quebrantamiento en muchas cárceles, acarrea inevitablemente, en muchos momentos cruciales, la violación de las exigencias impuestas por el más rudimentario sentido común de cualquier conciencia civilizada.

La ley permite, por otra parte, un método fantástico, y posiblemente ruinoso, de selectividad en la acción de imponer su cumplimiento: dicho crasamente, de discriminación. La actuación criminal de muchas personas en el poder ni siquiera se investiga; mientras que aquellos a quienes la alienación o la desesperación les lanza a la calle, son perseguidos con todo el rigor imaginable. ¿Diversos criterios? ¿Dobles standards? Por supuesto que sí. Con respecto al rigor o a la rapidez con que se aplica la ley, los criterios son muy distintos según se trate, digamos, de un policía, un afro-americano, un ejecutivo de una empresa, un clérigo, un estudiante contestario.

A algunos se les señala por principio. Algunos otros, también por principio, quedan protegidos. Y el resultado casi siempre es predecible. A la persona humana se le fuerza a quebrantar la ley... como exigencia estricta precisamente de ser persona. La ley ajusta sus tornillos, acogota literalmente los miembros de hombres decentes. Algunos se deciden por el heroísmo, la mayoría se acomoda simplemente a la complicidad, sencillamente porque no son héroes: no se puede esperar un héroe en el trasfondo de todo hombre. Este sistema legal suprime la honestidad humana como fuente de integridad social, porque los hombres buenos no son capaces con frecuencia de convertirse en héroes. Se les empuja a un mal objetivo, a una obediencia perniciosa, porque la ley que se les impone está orientada y dirigida... ¿a qué? ¿A la supervivencia? ¿Al prestigio? ¿A la ambición de poder?

Me gustaría ahora sacarle a este tema todo el partido posible. La profesión legal —me atrevo a afirmarlo— es una de las diversas profesiones que, en el más amplio espectro de la convivencia humana, están simplemente actuando contra el hombre mismo. Las más influyentes facultades de derecho de América producen anualmente un número ingente de abogados cuya vida profesional se convierte en refugio, casi en coartada, para eludir el cambio social y esconder legalmente, limpiamente, la cabeza bajo el ala para no enterarse, ni quererse enterar, de los acuciantes problemas humanos de la realidad tal como se presenta. Tales facultades son las que "forman" jueces que procesan a personas como mi hermano Philip, y como yo mismo, simplemente pacifistas, mientras que de otra parte no procesan a hombres que llevan a cabo una guerra genocida. Tales facultades "forman" abogados que intercambian los intereses americanos en Naciones Unidas, en las embajadas americanas en todo el mundo, en programas del gobierno que enmascaran, o abiertamente fomentan, objetivos reaccionarios y retrógrados de carácter nacionalista: objetivos compuestos de militarismo, nacionalismo estúpido, guerras limitadas, pero no devastadoras. Y si el presente puede dar medida de lo que ha de ser el futuro, tales facultades de derecho no están sino fortaleciendo un sistema económico de grandes empresas capitalistas que habrán de agudizar incesantemente la hegemonía económica americana en el extranjero y arraigar cada vez más firmemente la pobreza y el racismo en los propios Estados Unidos.

La profesión jurídica, en efecto, termina pues por relacionarse, progresivamente, con menos necesidades reales de la vida, con menos problemas auténticos, y con menos hombres de carne y hueso. ¿Necesitaremos reflexionar sobre el hecho doloroso de que procede de la profesión jurídica, el presidente de los Estados Unidos, Mr. Richard Nixon? La caridad, o la más profunda decepción espiritual, nos eximen de todo comentario.

Ahora bien, el hecho realmente doloroso consiste en que Mr. Nixon constituye, verdaderamente, un caso en ningún modo anómalo: en la profesión jurídica, según los abogados van escalando el poder, Mr. Nixon es en efecto un caso tipo. El es, de hecho, americano puro, cosecha de 1970. Dentro de una organización que cada día defiende los intereses de menor número de personas, el sistema continúa operando en su beneficio, a su favor siempre. Indudablemente, nunca debe Nixon haber tenido motivo alguno para reflexionar seriamente sobre la frase irónica que Florence Nightingale escribía a Inglaterra el siglo pasado, desde Crimea: "No estoy segura de hasta qué punto sirve de algo un hospital" —escribía la dama—; "pero de lo que sí estoy suficientemente segura es que, desde luego, la finalidad de un hospital no es la de propagar enfermedades". —Y me refiero con esto a la inmensa mayoría de los pabellones públicos de los hospitales urbanos en la actualidad—. No, si Mr. Nixon o sus familiares precisan de asistencia médica, la consiguen rápidamente. Y a cargo de especialistas de entera confianza.  Para ampliar el tema: si algún miembro de su familia busca plaza escolar en alguna institución docente, la encuentra fácilmente: según su mentalidad sobre lo que la educación debiera ser, a no dudar que la escuela seleccionada sería buena. Si él o su familia necesita los servicios de un tribunal, o de la ley, la pericia consumada de estas instituciones se inclinará efectivamente a su favor.[6] Mr. Nixon y su familia son personas, como ponen de relieve las fotografías, pletóricas de salud y bienestar, con cobijo en una casa bien acondicionada, bien alimentadas, bien atendidas por la policía, bien atendidas por la iglesia, bien pertrechadas contra los imponderables aguijones y venablos del destino.

Muchos americanos, sin embargo, y desde luego la inmensa mayoría de los seres humanos en el mundo entero, ya no están tan bien armados, ni tan bien instalados en su propia casa —si es que la tienen—, ni tan bien alimentados, ni tan reconfortados por la palabra complaciente de la iglesia y del estado. Alrededor del mundo, en efecto, la asistencia médica propaga las enfermedades (bien por su impericia, bien por su lastimosa ausencia). . La mayoría de los hombres sobre la tierra habitan viviendas enteramente precarias, están mal alimentados, mal vestidos; y si para escapar a este yugo de desesperación quebrantan la ley, la ley les unce de nuevo con un espasmo de violencia. Y de este modo, cuantos viven muriendo lentamente, mueren en un instante.

La razón básica, para poner de relieve todos estos hechos, según yo lo entiendo, es la de intentar conseguir una percepción de nuestra relación personal con esta vasta escena mundial. Dado el hecho de que la máquina americana no funciona bien, ya sea a nivel doméstico —sus mismas piezas constitutivas—, ya a nivel internacional —o en su engranaje general con el mundo entero—, los hombres de buena voluntad deben, de una vez por todas, lanzarse a la acción. Algunos de ellos dentro del orden práctico de los acontecimientos tal y como están las cosas, deben estar dispuestos a ir a la cárcel, antes que seguir siendo "buenos" ciudadanos en libertad. Esto significa que ese tipo de persona debe tener la decidida voluntad de reaccionar ante lo que ve y contempla cuando dirige su atención a esa máquina, cuando la oyen fallar, cuando ven sangre humana impregnando sus piezas y su mecanismo entero. La máquina está programada para lanzar por una espita irreprimible un vasto arsenal letal de basura militar (ochenta billones y medio de dólares en el actual presupuesto de guerra y de preparación de guerra); por otra espita, siempre en disminución, un débil chorro, apenas un hilo delgadísimo, de servicios (unos once billones de dólares en total, que hay que repartir entre sanidad, educación y seguridad social). Son muchos los que, como estricta exigencia de salud mental y lógica, experimentan la imperiosa urgencia de decir algo muy sencillo: "La máquina funciona mal". Y si la jurisprudencia y la legalidad, al servicio de la máquina, una legalidad para provecho militar y económico, promulgada por generales y magnates feudales, debe ser destruida en defensa de las necesidades del hombre, ¡destruyamos la ley! Hagamos que la máquina fracase, que quede deshecha, destrozada, hecha añicos, y reconstruida con nueva mentalidad, con propósitos nuevos. Obliguemos a prestar atención y a entrar en razón a los poderes irracionales que la sustentan y que perpetúan su maligna producción.

Hace tan sólo algunos años, la mayoría de nosotros, los denominados "Nueve de Catonsville", no teníamos tan dura opinión sobre nuestra maquinaria social, Yo, al menos, jamás había violado una ley civil hasta mayo de 1968. Esta fue una de las experiencias comunes, compartidas por los nueve. Desde Guatemala hasta Norvietnam, hasta África, hasta el centro de las ciudades de Nueva York, Nueva Orleans, Washington, Newburgh y Baltimore, habíamos observado la ley, habíamos trabajado dentro de la más estricta legalidad, habíamos creído y esperado que el cambio fuera posible dentro y mediante la ley. Durante muchos años habíamos albergado la esperanzada ilusión de que ser buenos americanos era un cometido secular aceptable. Y que en ese marco, en el seno de esa comunidad secular, podríamos llegar a ser capaces de elaborar y poner en práctica nuestra específica vocación cristiana.

Pero súbitamente, para todos nosotros, la escena americana dejó de ser algo tan convincentemente bueno. Se convirtió, en efecto, en una escena inmoral, corrompida por una guerra inútil y cara en el extranjero, y por un racismo doméstico creciente y aterrador. Nuestra escena era ya distinta: ningún hombre honrado podía seguir aprobándola, si es que se quería merecer, al menos, el solo nombre de hombre. La escena americana, en sus relaciones cruciales —ley, estado, iglesia, otras comunidades nacionales, nuestras propias familias— fue sometida a una interrogante, a una interrogante mortal. ¡Nada menos que la inculpación... y la condena! En verdad, el cambio que experimentamos fue tan totalizante y devastador, que se equivoca de medio a medio quien interprete la acción de Catonsville como un mero acto de protesta contra éste o aquel aspecto concreto de la vida americana. Catonsville, correctamente entendido, significó un visceral y profundo "NO", dirigido no solamente contra una ley federal que protege y estimula la licencia de caza de hombres. Nuestra acción se dirigió, como intentaba patentizar inequívocamente nuestra declaración, contra todo presupuesto hoy día considerado importante dentro de la escala de valores de la vida americana. Nuestra acción fue, en el más estricto sentido de la palabra, una conspiración. Es decir, nos habíamos puesto de acuerdo para atacar los presupuestos básicos vigentes de la vida americana. Nuestra acción significaba nuestra negativa y nuestra resistencia a que las instituciones americanas estuviesen actualmente funcionando de tal modo que pudieran ser aprobadas, o incluso defendidas, por hombres de buena voluntad. Tratábamos de negar que la ley, la medicina, la educación, y el sistema de seguridad y asistencia social (y sobre todo, los estilos y objetivos militares y paramilitares que rigen, controlan y dominan todo lo demás), negábamos, pues, que todo ello prestara servicio alguno al pueblo, incluyera a los necesitados, o pudiera esperarse que cambiara de acuerdo con las necesidades cambiantes. Negábamos que todo esto abarcara o implicara las reservas de los hombres de buena voluntad: imaginación, flexibilidad moral, pragmatismo realista, o compasión. Estábamos negando que cualquier estructura importante de la vida americana respondiera seriamente a la defensa de las necesidades de juventud, de los negros, de los pobres, de los obreros, de la gente con sensibilidad religiosa, de la gente con capacidad de apasionamiento o idealismo. Este tipo de persona sometía sus propias instituciones a crítica, con la confiada esperanza de que fueran capaces de llegar a poder actuar de modo decente y correcto.

Mucho fue lo que arriesgamos, como más tarde pudimos comprobar. Estábamos atacando nada menos que una presuposición subyacente, optimista, intangiblemente testaruda: la de que el paradigma americano es, en efecto, un buen ejemplo del modo en que se comportan los seres civilizados. La presuposición de que, en asuntos domésticos, las instituciones americanas pueden ser un buen modelo de comunidad humana: en la administración de justicia, en asistencia médica, en exigencias religiosas, en atención a las necesidades de los más pobres.

Y al atacar la presuposición americana, estábamos sin duda atacando implícita y explícitamente la ley y a los juristas. Estábamos atacando la presuposición de que los abogados son capaces de abrazar profundamente una tradición —en el sentido de que antes ya se ha hablado— y por tanto de que nos pudieran servir de algo. Estábamos atacando la presuposición de que la ley americana, en su forma actual, pueda representarnos, interpretar y asumir nuestro sentido de la justicia, juzgar nuestros actos, castigarnos por ello.

De modo que nuestra acción fue, en efecto, peligrosa hasta un extremo que la sociedad enseguida reconoció y comprendió. Era peligrosa, del mismo modo que la evidencia de la buena salud debe significar siempre un peligro para la ansiedad neurótica, la enfermedad, el miedo a la vida, la desesperanza, la abulia, el temor. Créaseme: la quema de ficheros de reclutamiento, por hombres y mujeres como nosotros, constituye un cierto género de juicio preliminar y particular. Y algo tiene que ver con el fin y el agotamiento de una paciencia ya demasiado larga, desesperadamente prolongada. Lo que quiere decir que cuando gentes como nosotros adquieren conciencia del hecho de que las cárceles y los tribunales significan el otro extremo imprescindible de nuestra insensatez de Vietnam, entonces los santuarios en los que tiene su asiento el poder, y todos aquellos que los ocupan, están verdaderamente en peligro. Las personas que comparten, desde su nacimiento,  los privilegios y beneficios de la vida americana, no se revuelven normalmente con demasiada rapidez contra sus iguales. Ni tan inequívocamente. Ni vagabundos, ni hippies, ni feroces negros: ¡imagínense! Simples clérigos, clase media, blancos, hombres y mujeres con profundas convicciones religiosas... ¿pero qué está pasando aquí?

Quizá haya expuesto ya lo suficiente, con respecto a las implicaciones de Catonsville, tanto para tranquilizar como para preocupar. Tranquilizar: nuestro punto de mira está enfocado a la ley. Preocupar: apuntamos en realidad más allá de la ley. Apuntábamos a un cambio social, en una época de parálisis y pánico. Nuestra esperanza era modesta y premeditada. No estábamos pidiendo de modo utópico un cambio apocalíptico súbito en el carácter de la ley de nuestra propia tierra. Pedíamos, se crea o no se crea, nada más que la mínima observancia a la ley que consta en los libros. Pedíamos a abogados y jueces una insistencia mínima sobre la obediencia a la ley. Insistíamos en que, si cuantos están encumbrados obedecieran la ley, no existiría razón alguna que nos empujara a quebrantar esa ley. Pedíamos un presidente que obedeciera, que fuera fiel, al mandato que le había llevado a su cargo. Pedíamos unas fuerzas policiales que evitaran la violencia como su primer objetivo. Pedíamos que los ciudadanos aceptaran la ley patria con respecto a la igualdad de oportunidades, al acceso igualitario a la educación, viviendas, puestos de trabajo: para todos, blancos o negros.

Nuestras esperanzas eran bien modestas. Pero en las frecuentes explosiones de furia pública desde el año 1954, nuestras esperanzas, una por una, fueron arrasadas. No nos quedó una sola. La ley y el orden eran violados casi de modo universal y sistemático. Fueron violados, sobre todo y frecuentísimamente, por todos aquellos que nos lo gritaban como slogan de salvación universal. ¡Ley yorden! La ciudadanía era racista sin rebozo; la policía, violenta; el congreso, delincuente; los tribunales de justicia, cómplices; el presidente seguía incrementando indefinidamente una guerra oficialmente no declarada, jurídicamente inexistente. Se prolongaba, seguía indefinidamente, una sincronizada danza de la muerte, la celebración del horror.

Fue entonces cuando decidimos actuar. Los hechos de tal acción ya han sido descritos en las páginas anteriores. Su resultado está ante los tribunales.

Termino con una palabra de esperanza. Nuestras vidas forman parte de una vasta paradoja social. Los bien instalados están roídos frecuentemente por una íntima y secreta desesperación. Pero aquellos que han arriesgado su vida y su buen nombre, están interiormente encendidos por un gozo y una esperanza inextinguibles. En verdad, abrigamos una tan fuerte esperanza en el poder de la vida misma, y en la vitalidad de nuestra sociedad, que llegamos a jugarnos la vida, rigurosamente hablando, a manos del poder. Deseamos descubrir con seguridad si nuestra sociedad está agonizando o no, en sus puntos neurálgicos, o si está naciendo algún misterioso hombre nuevo. Nuestra acción en Catonsville tuvo el prodigioso efecto de esa clase de prueba médica de la que habla el poeta T. S. Eliot: "Con el fin de encontrar la curación, nuestra enfermedad debe agudizarse y empeorar".

Desde un determinado punto de vista, hemos contribuido a empeorar la ya deteriorada salud pública de muchas realidades nacionales. Hemos desconcertado a buenas personas, entre ellas a nuestros propios amigos y colaboradores, en la universidad y en la iglesia. Hemos endurecido los corazones de muchos, que parecían estar suavizándose hacia ideas de paz e ideales de justicia doméstica. Pero una tal esperanza hubiera constituido tan sólo otra forma de ilusión, a menos que se estuviera intentando la exploración de las entrañas secretas e inconscientes de desesperación y enfermedad, que son la cruz de la moneda cuya cara queda simbolizada en el optimismo nacional.

Que así sea. Hemos intentado subrayar con nuestras lágrimas, y en caso de necesidad con nuestra sangre, la esperanza de que el cambio es todavía posible. De que los americanos todavía están a tiempo de humanizarse. De que la muerte puede ser alternativa no necesariamente inevitable. De que una sociedad unida y compasiva es todavía posible. En esa esperanza descansa nuestro alegato.

* Capítulo 4 de "Conciencia, ley y desobediencia civil"; Ediciones Sígueme: Salamanca (España) 1974. Traducción de Juan J. Coy (con ajustes de Hernando Calla, abril 2016)





[1] Según el orden establecido, las más puras esencias norteamericanas quedan encarnadas en la sociedad WASP, es decir, white, anglo-saxon, protestant, blanca, anglosajona, protestante. El resto vendrían a ser ciudadanos de segunda clase. Berrigan aquí sustituye “protestante” por “occidental”, con muy buen tino (N.d.T).
[2] La Ivy league la componen las universidades privadas más antiguas y de más tradición en Estados Unidos, todas ellas localizadas en el Este. Son: Cornell, Columbia, Princeton, Harvard, Yale, Brown, Colgate, Dartmouth y la University of Pennsylvania. Hoy tienen una connotación de clasismo, y hasta de pedantería (N.d.T.).
[3] El black power: su teoría básica, dicho en síntesis, podría ser ésta: el negro debe alcanzar el poder político para entonces, sólo entonces, entablar negociación con el blanco de igual a igual. Rechazan el “integracionismo” a una cultura blanca que no es la suya y que consideran alienante e imitación simiesca (N.d.T.).
[4] The great crash, el enorme desastre económico norteamericano del año 29, analizado en la obra del mismo título, entre muchas otras, por John Kenneth Galbraith (N.d.T).
[5] New deal, o nuevo pacto, programa electoral de Roosevelt basado fundamentalmente en una serie de medidas socializadoras (N.d.T.).
[6] El asunto Watergate aún estaba lejos (N.d.T.).