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sábado, 26 de diciembre de 2015

CONVERSANDO CON IVAN ILLICH - 26 AÑOS DESPUÉS

por Majid Rahnema

Majid Rahnema: Iván, cuando leí por primera vez tu charla sobre “El Desarrollo como Pobreza Planificada”, a la que luego siguió tu otro gran ensayo sobre “El Hombre Epimeteico”,1 estaba ya ‘contaminado’ por muchas de tus ideas sobre el desarrollo y la educación. Al igual que varios de tus escritos, aquellos ensayos manifestaban la agudeza de tu mente para penetrar a través de las confusiones de nuestra época. De cualquier modo, mi yo desarrollista se encontraba a la sazón en problemas, e interpretaba tus ataques al nuevo mito nada más que como una hábil provocación. Pero hoy su contenido profético me alienta a presentar al menos uno de ellos, ante una audiencia más joven, como una contribución importante a la historia del presente. Más aún, mientras venía hasta Bremen para encontrarte, pensaba que sería un regalo excepcional a los lectores si les podría ofrecer tu visión sobre el desarrollo, después de transcurridos unos 26 años, ya que esta compilación de ensayos ("Ensayos del Posdesarrollo")2 pretende ayudarlos a entender mejor la época del posdesarrollo. Y ahora que amablemente aceptaste romper tu largo silencio respecto al desarrollo y me has permitido iniciar una amigable pero franca conversación sobre el tema, me gustaría satisfacer mi curiosidad con un par de preguntas.

Si estoy en lo cierto, nunca te has interesado en la clase de acciones de las que misioneros, desarrollistas o marxistas y otros que intervienen en la dinámica social se sienten orgullosos; a saber, en la extensión de la atención o la asistencia a aquellos que supuestamente sufren o necesitan ayuda. A diferencia de ellos, tu pareces considerar esta actitud poco caritativa y realista, e incluso arrogante y contraproducente. Por el contrario, siempre has estado interesado en el arte de sufrir, particularmente en la historia de cómo las diferentes culturas han sobrellevado sus sufrimientos. Y deploraste el hecho que la modernidad hubiese afectado muy negativamente este arte, mientras creaba formas nuevas y tal vez más intolerables de sufrimiento. Esta posición ha permitido que algunos de tus críticos argumenten que te interesa más la historia del arte de sufrir que las acciones dirigidas a reducir o a la larga eliminar las diferentes formas de sufrimiento. De todo ello, se desprenden las siguientes preguntas: ¿en qué medida crees que la solidaridad humana implica que uno debe reaccionar de algún modo ante el sufrimiento, con la perspectiva de reducirlo o, en última instancia, transformarlo en una experiencia de elevación sobre el mismo que sea lo opuesto a sus formas deshumanizadas? Y si la respuesta es afirmativa, ¿podrían estos objetivos lograrse de una manera significativa y digna?

Iván Illich: Majid, hay algo perturbador en tu indagatoria. He aquí que nos encontramos sentados sobre mi alfombra, frente a una caldera samovar humeante, descansando en mi altillo de la casa de Barbara Duden en Bremen: tú has de partir pronto para celebrar los 75 años de Dadaji,3 yo para enseñar una clase más sobre la historia de la iconoclasia en la universidad. Acabamos de celebrar anoche tus 70 años, en compañía de mis estudiantes que son también tus lectores. Por todo ello, simplemente no puedo rechazar tu pedido. Es más, respondo con gusto, porque tus preguntas son un intenso recordatorio de una conversación que fue una búsqueda verdadera. Lo sé porque recuerdo su naturaleza controvertida y polémica. Cada uno debió avanzar por su propio camino hasta alcanzar un nivel donde, ahora que ambos somos más viejos, podemos estar de acuerdo.

Estas en lo cierto cuando dices que tenía reparos sobre la noción de desarrollo económico desde mucho antes. Desde mi primer encuentro con la idea, cuando me designaron Vice-rector a cargo del ‘desarrollo’ en la universidad de Ponce (Puerto Rico), tenía mis dudas. Aquello ocurría exactamente hace 40 años, 12 antes que te nombraran Ministro de Educación, 17 años antes de nuestro primer encuentro en Teherán, donde cada uno superó su timidez mientras disfrutamos de un ablambú, una enorme granada de la que ambos absorbíamos. Mi rechazo inicial al desarrollo estuvo guiado por la intuición, sólo gradualmente aprendí a formular argumentos verdaderos, prácticamente en el mismo período de tiempo que coincide con nuestra creciente amistad.

Durante una década o más, mi crítica se concentró sobre los procedimientos utilizados en el intento de alcanzar aquellos objetivos sociales que para entonces no cuestionaba. Me opuse a la escolarización obligatoria como un medio inadecuado para alcanzar la educación universal – que me parecía válida (“La sociedad desescolarizada”4). Rechazaba el transporte rápido como un método para incrementar el acceso igualitario (“Energía y equidad”5). En el siguiente paso, me volví más radical y realista: empecé a cuestionar las metas del desarrollo más que las instituciones, la educación más que las escuelas, la salud más que los hospitales. Mi mirada se desplazó desde el proceso hacia su orientación, desde la inversión hacia la dirección del vector, hacia el propósito establecido. En “Némesis de la medicina”6, mi principal preocupación consistía en la destrucción de la matriz cultural que sostenía al arte de vivir característico de un determinado lugar y época. Más tarde, cuestioné todavía más la búsqueda de la salud como un ideal abstracto y cada vez más remoto.

Majid, es sólo después de aquellos libros a los que te referiste – es decir, desde la década de 1970 – que mi principal objeción al desarrollo se concentra en sus ritos. Estos últimos generan no sólo aquellas metas específicas como ser la ‘educación’ o el ‘transporte’, sino sobre todo una mentalidad exenta de ética. Inevitablemente, esta persecución de la gallina escurridiza transforma el bien en un valor institucionalizado; frustra la satisfacción presente (en Latín, la cualidad de lo suficiente) de modo que uno siempre está añorando algo mejor que se encuentra en el ‘aún no’.

M.R. Esta mañana, te transmití el mensaje de un amigo más joven que me pidió agradecerte por haber dejado una marca profunda en su vida, ya que desde el primer momento aprendió de ti la necesidad de cuestionar constantemente sus propias certidumbres. Aunque la lección haya enriquecido de varios modos la vida interior de este amigo, creo que también ha influido en él como un factor desestabilizador, desalentándolo en los hechos de continuar tomando parte activa en la vida social, como lo hacía antes. Pensando en él, me pregunto si a veces la alegría y claridad interior que ciertamente se gana con este tipo de cuestionamiento no disminuyen la capacidad que uno tiene para relacionarse con el mundo exterior y participar en una vida social significativa.

Para ayudarte a captar el sentido de mi pregunta, me vuelve a la mente la respuesta atinada que le diste a David Cayley cuando te preguntó, ‘Una vez que se han puesto al desnudo estas certidumbres y tomado conciencia del carácter de las “necesidades”, “asistencia”, “desarrollo” – sea lo que fueren estos conceptos tan apreciados – una vez que se los ha investigado y se ha visto cuan destructivos pueden ser, ¿qué viene después? ¿Aconseja Ud. vivir en la oscuridad?’ Tú le respondiste enfáticamente que ‘No’, y luego añadiste: ‘Porte un candil en la oscuridad, sea una lumbre en la oscuridad, sepa que Ud. es una llama en la oscuridad’. Para mí que esta es una respuesta budista, un tipo de comentario que me hace creer a veces que, a pesar de tu resistencia a la idea, a menudo te acercas a los budistas en algunas áreas importantes del pensamiento y la acción. Aunque, cerrando este paréntesis, recuerdo haberte escuchado decir ayer que los budistas que utilizan la meditación u otros ejercicios ‘espirituales’ tienden a concentrarse más en sus ombligos que en las posibles consecuencias de su creencia en su unidad con el mundo. De este modo, a nombre de eliminar las causas del dolor, decías tú, ellos en realidad se desligan de los sufrimientos de la gente y evitan experimentarlos.

Ahora bien, volviendo al consejo que le diste a David, ¿cómo piensas tú que uno pueda ser un candil en la oscuridad y aún desarrollar, a un nivel social, el tipo de compasión y amor por el mundo que impregna tu pensamiento? Yo sé que para ti la amistad se experimenta como una forma de reconciliación entre dos sujetos, ¿pero será posible extender el don de la amistad a todo el mundo?

I.I. Majid, tus sondeos son como desafíos, estímulos más que preguntas. Ahora inquieres sobre algo que justamente encaja en el sentido con el que concluimos nuestra primera sesión. Cuéntale a tu amigo la historia de Golestan de Saadi, la historia que relataste durante la fiesta de anoche: ‘En las memorias de Ardashir Babakan, se cuenta que éste le preguntó a un médico árabe cuánto debe comer una persona diariamente. Él contestó: “Una cantidad equivalente a unos 100 dirham sería suficiente.” El Rey lo presionó aún más preguntándole: “¿Cuánta fuerza nos otorgará esta cantidad?”. Y el médico contestó: “Esta cantidad cargará a su Excelencia; y aquella que excede a la necesaria, su Excelencia debe cargar.”’

‘Suficiente’ es como una alfombra mágica; yo siento que ‘más’ es una carga, una carga que durante el siglo XX se ha vuelto tan pesada que ya no podemos llevarla sobre nuestros hombros. Debemos cargarla sobre coches que tenemos que comprar y mantener.

La historia es cierta para las cosas, sean estas comida, ideas, o libros. Pero no es aplicable a los amigos. La amistad no puede ser verdadera a menos que sea abierta, inclusiva, convivencial – a menos que un tercero sea plenamente bienvenido. La vela que se derrite frente a nosotros también enciende nuestra pipa; un encendedor podría servir igualmente bien. Pero un encendedor no nos permitiría ver el reflejo continuo de un tercero en las pupilas de ambos, no nos recordaría esta presencia persistente.

Ahora bien, volviendo a tus preguntas, me preocupa que las mentes, los corazones y ritos sociales sean infectados por el desarrollo; no sólo porque elimina la belleza y bendición única del ahora, sino porque debilita el sentido del ‘nosotros’. Como sabes mejor que yo, la mayor parte de los idiomas tienen varios términos para la primera persona del plural – para el nosotros, el nos – que suenan de modo distinto. Uds. utilizan una expresión diferente para decir: ‘Tú y yo, nosotros dos,’ el dualis griego o serbio, y otra para designar a ‘aquellos de nosotros que se sientan en torno a esta mesa’ – con exclusión de otros; y todavía otra más para referirse a aquellos con quienes tu y yo convivimos diariamente.

Esta riqueza lingüística en la experiencia de la primera persona del plural se ha diluido en gran medida donde quiera que el desarrollo apareció. La multiplicidad del ‘nosotros’ fue tradicionalmente característica de la condición humana; la ‘primera persona del plural’ es una flor que surge del compartir las bendiciones de la vida convivencial. Es lo opuesto del ‘nosotros’ estadístico, la sensación de estar conjuntamente enumerado y representado en la columna de un gráfico. El nuevo nosotros voluntarista y vacío es el resultado de que tu y yo, junto con innumerables otros, somos sometidos al mismo proceso de manipulación técnica – ‘nosotros conductores’, ‘nosotros fumadores’, ‘nosotros medioambientalistas’. El ‘yo’ que vive la experiencia es reemplazado por un punto abstracto donde muchos diagramas estadísticos diferentes se intersectan.

Asegura a tu amigo que la respuesta apropiada no es ni mirarse el ombligo ni huir de la ciudad; antes bien, sólo una presencia arriesgada ante el Otro, juntamente con la apertura hacia un tercero ausente a quien amar, sin importar cuán fugaz sea la experiencia. Y que recuerde que no hay posibilidad de lograrlo mientras pretendamos que la vela próxima a nuestro samovar es para ‘todo el mundo’. El efecto más destructivo del desarrollo es su tendencia a distraer mi mirada de tu rostro con ese fantasma, la humanidad, al que supuestamente debería amar.

M.R. Tú fuiste el primero en rechazar al desarrollo como una forma de intervención irrelevante, poco ética y peligrosa en las vidas de otra gente. Yo creía entonces, como la mayor parte de los intelectuales del llamado Tercer Mundo, que el desarrollo representaba un reclamo justificado por parte de las víctimas del orden colonial. En la medida que nos parecía un requisito para el logro pleno de la independencia de los países, tu actitud se nos antojaba como una provocación intencionada. Muchos de nosotros pensamos ahora que estabas en lo cierto, porque el desarrollo sirvió en última instancia a propósitos que no tenían nada que ver con los anhelos de la gente. En los hechos, fue utilizado como un instrumento de ‘defoliación cultural’ y como un medio bastante poderoso de destrucción de los sistemas de defensa inmunológica de la víctima. Peor aun, lo que a mí me impresiona como una especie de nuevo SIDA se extendió pronto con una amplitud tal que inclusive las organizaciones de base han sido ahora cooptadas en el proceso. Bajo estas circunstancias, a) ¿ves tú alguna posibilidad de que las víctimas cambien de actitud, o encuentren una alternativa sensata a su situación actual? Y si tu respuesta fuera afirmativa, ¿cuáles podrían ser las condiciones? b) Tu rechazo frontal al desarrollo, ¿se basa todavía en su falta de ética, su irrelevancia para el sufrimiento de la gente, sus falsas pretensiones de ser un acto de solidaridad?, ¿o forma parte de tu posición filosófica más amplia respecto a que cualquier institucionalización del gesto propio del Buen Samaritano está destinado a convertirse en un fracaso desastroso?

I.I. Majid, en Puerto Rico yo preferí renunciar antes que expandir la universidad a costa de un menor soporte para las escuelas públicas del ciclo básico. Más tarde, soporté serias heridas por mis intentos de impedir que los misioneros del desarrollo invadan América Latina. Me pediste que reflexionemos sobre nuestros particulares recorridos. Vayamos ahora un paso más allá. En una primera etapa, mi modelo fueron los ensayistas del Siglo de las Luces. En la década de 1950, invoqué a la gente a que reconozca las injusticias que subrepticiamente se introdujeron en las organizaciones profesionales de profesores, trabajadores sociales y médicos que habían sido financiadas por el sector público. En mis batallas en contra de la invasión de los voluntarios, apelé a la razón, como se puede ver en “Celebration of Awareness”.7 En una segunda etapa, mis escritos se inspiraron en las historias mitológicas. Quise llamar la atención sobre la ingeniería de nuevas mentalidades en las que la sed se traduce como “tomaré una Coca-cola”, el bien se entiende como ‘más’ y el deseo se vuelve imitativo. Me hubiera gustado ser un dramaturgo como Sartre o Becket. De ese modo, hubiera podido colocarle una corbata a Sísifo, y sentar a Prometeo frente a una computadora – del mismo modo en que había pintado de mandil blanco al médico negador de la muerte.8En mis luchas contra aquellas metas ilusorias y por ende destructivas, intenté contar historias como “Energía y Equidad” o “Trabajo en la sombra”.9 En una tercera etapa, me arriesgué a perder mis audiencias antes que seguir escribiendo repeticiones de los dramas que ya había ofrecido al público en la década de los ’60. Los procesos de la escolarización, medicación, alojamiento humano y su traslado por el transporte motorizado se producían ahora en varias etapas.

Tu estuviste entonces entre aquellos que me urgían hacer para el sistema legal o trabajo social lo que había hecho respecto a las instituciones de educación, transporte y asistencia médica. Me rehusé. Rechacé restringir mi análisis a las consecuencias sociales y técnicas indeseables provocadas por la educación, salud o la productividad. Pensé que debería mirar estas fantasías como a un terrible ogro mitológico, un destino ineluctable en el que todos, salvo algunos ricos u otros con credenciales protectores, han de quedar muy probablemente suspendidos en el vacío por los ritos creados para alcanzarlo.

Ahora me preguntas cómo podemos evitar culpabilizar a las víctimas del desarrollo. No creo que podamos, o que debamos. La empresa de transformación de la condition humaine ha resultado exitosa. Y esta condición ‘humana’ estuvo ligada, y lo sigue estando, al desarrollo, no obstante el hecho de que éste último es un fracaso desastroso. Tu tarea y la mía sólo puede consistir en explorar cómo hacer para confiar, amar y sufrir en un medio que ahoga nuestras voces y vuelve invisibles nuestras llamas. En vista de quienes somos, dos personas muy privilegiadas que han sido demasiado lentas en reconocer la verdad, debemos ahora dar testimonio de lo que hemos llegado a saber.

Volvamos a la cuestión de las víctimas del desarrollo. Ellos no son todos de una sola clase. De manera que debo preguntar: ¿estás pensando en el padre de Charlie que vive en Ghana? A pesar de tener una enorme granja de pollos, igual cayó en bancarrota tras enviar a su hijo a las escuelas de los misioneros para aprender técnicas que, entre tanto, se han vuelto obsoletas. ¿O estás pensando en mi antiguo colega en la Universidad de Bremen? Demasiado tarde, el trató de desengancharse a sí mismo de las torturas de la quimioterapia con la esperanza de tener una muerte tranquila, aliviado por unos pocos granos de opio. Estos y otros similares obtuvieron lo que pidieron; su destino no les fue impuesto. Ellos eran ‘víctimas’ ya que, de algún modo, eran privilegiados: el padre de Charlie porque era cercano a los misioneros; mi colega debido a que estaba bien asegurado.

O tal vez no estás pensando en los privilegiados, sino en la ‘masa’, en aquellos que fueron procesados para encajar en la modernidad, en aquellos transportados hacia la dependencia del consumo de antibióticos o hacia el reemplazo de sus cepas de semillas tradicionales por variedades ‘mejoradas’. O podrías estar pensando en los que están sujetos a las leyes de asistencia escolar obligatoria, pero sin ninguna posibilidad de cumplirlas; o en todas aquellas incontables personas que han sido desgajadas de sus culturas, únicamente para progresar hacia una mayoría mundial de subconsumidores.

Majid, en el transcurso de los años en que nos conocimos aprendimos ambos la lección de la impotencia. Una vez nos sentimos impotentes para ‘hacer’, ahora reconocemos que somos impotentes inclusive para recomendar. Ambos descubrimos que la ‘responsabilidad social’ que alguna vez nos motivó era resultado de la fe en aquel mismo progreso que engendró la idea del desarrollo. Ahora lo sabemos, la responsabilidad social no es sino el bajo vientre de esa extraña sensación de poder que nos hace creer que somos capaces de mejorar el mundo. Ella nos distrae de estar plenamente presentes ante aquellos que están bastante cerca como para tocarlos. Tuvimos que romper la ilusión de la responsabilidad – que en un sentido distinto al legal no tiene más de un siglo – a fin de aceptar la lección de la impotencia.

Tuvimos que aprender la lección de nuestra impotencia a fin de renunciar de veras al desarrollo. Esto implica reconocer que no tenemos más poder que nuestros abuelos: el tuyo, un hombre santo e históricamente influyente del Islamismo iraní, y el mío, un judío que financiaba una serie de escuelas luteranas alemanas con dinero obtenido de la destrucción de bosques bosnios.

M.R. Hace unos cuatro años, en una declaración preparada por ti y un grupo de amigos preocupados por el medio ambiente, definiste la virtud como ‘aquella forma, orden y dirección de la acción que se encuentra informada por la tradición, delimitada por el lugar, y matizada por las elecciones hechas dentro del alcance habitual del actor’. Hacías notar, además, que ‘tal virtud se encuentra tradicionalmente en aquella labor, artesanía, morada y sufrimiento que se sostienen no sobre una tierra, ambiente o sistema abstractos, sino en el suelo particular que estas mismas acciones han enriquecido con sus huellas.’

Para mi que esa declaración expresaba la esencia de tus objeciones al desarrollo, no sólo porque éste implica una guerra contra los lazos regeneradores que tiene la gente con el suelo sino también como un intento desatinado por destruir aquella virtud y reemplazarla por métodos científicos de manipulación y control sobre los recursos. Desde tus primeros ensayos que advertían sobre los peligros del proyecto de desarrollo, inclusive las ONGs y organizaciones de base “virtuosas” han acabado devaluando la virtud con la esperanza de encontrar más “recursos” y lograr que los beneficios del desarrollo se deslicen hasta llegar a los excluidos. Mientras tanto en el Norte, la virtud parece haber sufrido un tipo de mutación procesada al interior del sistema democrático. Ha sido reemplazada por un tipo de atención o asistencia universalmente definida y recetada por los políticos, quienes son a su vez asesorados por equipos seleccionados de expertos y profesionales.

En estas circunstancias (que tu ya habías anticipado en la década de 1960), ¿crees que todavía queden algunos espacios que no hayan sido ocupados, tanto en las sociedades vernáculas como en las industrializadas, donde la antigua especie de virtud tenga una oportunidad de surgir con posibilidades? ¿Espacios que apunten hacia lo que una vez señalaste como ‘un gran cambio de dirección en busca de un futuro esperanzador’? Y si acaso tu respuesta fuera afirmativa, ¿podrías elaborar más sobre ello? Por favor, ten en cuenta que no te hago la pregunta en el contexto de alguna manipulación posible de otro futuro planificado, sino pensando en ti como un ‘historiador del presente’ (para utilizar una expresión Foucauldiana).

I.I. Majid, la respuesta es simple. Sí, tales espacios existen. La mayoría de nosotros, no importa cuán pobres nuestras circunstancias, todavía podemos pretender un umbral o marcar una diferencia. Y podemos hacerlo teniendo en mente a alguien ausente. Podemos ser, para cada uno, una fuente de claridad e inspiración al bien; es todo lo que podemos compartir, aparte de servirnos juntos un plato de espaguetis.

Majid, puedo adivinar en tu mirada que anticipas la decepción, e inclusive el desdén, retratados en los rostros de los lectores potenciales. Ellos son gente decente que quiere hacer el bien, y podrían conceder que la amistad sea un germen del que surge la acción política. Reconozco que esa interpretación política de la amistad se sustenta en una tradición venerable. Esta noción distingue a Aristóteles de Platón, su maestro. Durante dos mil años, esta comprensión política de la amistad ha sido suficientemente fuerte como para iluminar la práctica occidental de la política. Pero ese tiempo se encuentra ya en el pasado. Se ha perdido la posibilidad de una urbe establecida como medio social que aliente una común búsqueda del bien. Muchas veces me has hablado de los tiempos en que el Islam todavía podía dar forma a una ciudad ética. Sin embargo, tanto en el Oriente como en Occidente, vivimos ahora un ‘después de la moral’, o como lo sugiere Alasdair MacIntyre, ‘después de la virtud’.

La dedicación al progreso ha extinguido la posibilidad de acordar entre todos un contexto donde pueda surgir una búsqueda del bien común. Las técnicas de la información, comunicación y gerencia son las que ahora definen el proceso político; la vida política se ha convertido en un eufemismo vacío. La amistad de tipo político, que para Aristóteles era resultado de las virtudes cívicas que se practicaban en la casa o el foro, se encuentra así inevitablemente corrompida, a pesar de lo loables que puedan ser las intenciones de aquellos que la promueven. En un mundo centrado en el desarrollo, independientemente del nivel económico alcanzado, el bien sólo puede provenir del tipo de complementariedad personal que tenía en mente más bien Platón que Aristóteles. La dedicación mutua es lo que genera el único ámbito que posibilita lo que pides: un mini-espacio donde podamos ponernos de acuerdo en la búsqueda del bien.

Traducido por Hernando Calla
La Paz, agosto de 2000

* El texto original de esta conversación entre Iván Illich y Majid Rahnema apareció por primera vez en la colección de ensayos sobre el ‘posdesarrollo’ publicado en Londres por Zed Books, 1997 (Ver nota 2, para la referencia completa. En tiempo real, presumimos que tuvo lugar en la ciudad alemana de Brema, entre el 10 y 19 diciembre de 1994, es decir, entre la celebración de los 70 años de Majid que menciona Illich en el texto y la primera celebración de los 75 años del fundador del movimiento indio Swadhyaya, Pandurang Shastri Athevale, más conocido como Dada-ji, a la que también alude)
1 Una nueva edición del primero se encuentra en “The Postdevelopment Reader”, pp.94-102 (ver la siguiente nota), y el segundo como capítulo 7 en: Iván Illich, La sociedad desescolarizada, trad. cast., Barcelona: Barral, 1974. [N. del T.: las notas con las referencias bibliográficas pertinentes, preferentemente en su versión castellana, corresponden al traductor]

2 Majid Rahnema y Victoria Bawtree (eds.), “The Postdevelopment Reader” (Ensayos del Posdesarrollo), London: Zed Books, Fernwood Publishing, 1997
3 Ibidem, Capítulo 11, n. 21, p. 129
4 I. Illich, Op. Cit., 1974
5 Trad. castellana en: Iván Illich, La Guerra contra la Subsistencia. Cochabamba: Ediciones Runa, 1991 (capítulo 3, pp. 75-107)
6 Ivan Illich, Limits to Medicine. Medical Nemesis: The Expropriation of Health: Boyars, 1976
7 Trad. castellana en: Iván Illich, Alternativas.México: Joaquín Mortiz/Planeta, 1984
8 Cf. I.Illich, Op. Cit., 1976.
9 Ivan Illich, Shadow Work, London : Boyars, 1981

martes, 1 de diciembre de 2015

DICCIONARIO DEL DESARROLLO: UNA GUÍA DEL CONOCIMIENTO COMO PODER

Prefacio a la nueva edición[1]
Por Wolfgang Sachs
Cada vez que la llama olímpica se enciende frente al presidente del país anfitrión, el pulso de la nación se acelera. Pero los Juegos Olímpicos rara vez fueron organizados con mayor celo por el autobombo que en Pekín 2008, cuando China celebró su consagración como potencia mundial. Además, el mensaje que se difundió al mundo a través del lenguaje olímpico aquel verano de 2008 se reiteraría en el lenguaje de la Exposición Internacional en Shanghai 2010, donde China se presentó a la opinión pública global como una plataforma de los logros científicos del siglo XXI.

Las Olimpiadas y la Exposición Internacional son símbolos del giro histórico ocurrido a poco del cambio de milenio: el ingreso de China —y otros países del hemisferio Sur— al selecto club de las potencias mundiales. Resulta difícil sobrestimar la importancia de este giro en la historia mundial, y en particular en la de los pueblos del Sur. Luego de siglos de humillación, éstos ven por fin a un país del Sur al mismo nivel que las potencias mundiales. Países que fueron tratados como súbditos coloniales se equiparan ahora con sus antiguos amos, y los pueblos de tez morena toman el lugar de los blancos. Sin embargo, lo que pareciera ser un triunfo de la justicia amenaza convertirse en una derrota para el planeta. El anhelo de equidad se plantea en gran medida en términos del “desarrollo como crecimiento”, y es precisamente el desarrollo como crecimiento el que deteriora las relaciones humanas y amenaza profundamente la biósfera. El éxito de China permite enfocar claramente el dilema del siglo XXI: la política pareciera estar obligada a impulsar ya sea la equidad sin ecología, o bien la ecología sin equidad. Es difícil ver cómo resolver este dilema si no se desmantela la fe en el “desarrollo”.

UNA GEOGRAFÍA ECONÓMICA CAMBIANTE

Cuando discutíamos sobre el fin de la época del desarrollo en octubre de 1989, los autores de este libro no sabíamos que en ese mismo momento el desarrollo estaba cobrando una nueva vida. Resulta que mientras el grupo de amigos que terminaron aportando al “Diccionario del Desarrollo” se reunía en lo que llamábamos una “consulta en familia” en la Universidad Estatal de Pensilvania, con el objeto de revisar los conceptos clave del discurso del desarrollo, al otro lado del Atlántico los acontecimientos que provocaron la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 estaban llegando a un punto crítico. Como a la mayoría de nuestros contemporáneos, el acontecimiento nos asombró aunque ignorábamos la forma en que la caída del Muro resultaría siendo un parteaguas histórico. En una mirada retrospectiva, se ha vuelto evidente que los acontecimientos de 1989 terminaron abriendo las exclusas para que las fuerzas transnacionales del mercado lleguen a los rincones más remotos del planeta. Cuando la época de la globalización despuntó en el horizonte, las esperanzas de una mayor riqueza para todos se desencadenaron en todas partes proporcionando así oxígeno al desfalleciente credo del desarrollo.


Por un lado, la globalización ha llevado al desarrollo económico a su realización más completa. Las divisiones vigentes durante la Guerra Fría se desvanecieron, las corporaciones se reubicaron libremente más allá de las fronteras nacionales y tanto los políticos como las poblaciones de muchos países fijaron sus esperanzas en el modelo occidental de economía de consumo. En un avance rápido —incluso meteórico—, unos cuantos países recientemente industrializados adquirieron una mayor proporción de la actividad económica. Lograron tasas de crecimiento mucho mayores que las registradas por los tradicionales países industrializados, jugando sus cartas como proveedores de energía (Emiratos Árabes Unidos, Venezuela, Rusia), como plataformas de exportación (Corea del Sur, Tailandia, China) o como grandes mercados (Brasil, China, India). En cualquier caso, no pocos países del Sur se separaron del gran contingente de economías pobres y se transformaron en una nueva generación de países industriales, achicando la distancia que los separaba de las economías ricas. Para éstos, es como si la promesa del Presidente Truman al inicio de la época del desarrollo en 1949 —de que los países pobres alcanzarían a los ricos— se hubiera cumplido al fin.

Por otro lado, sin embargo, la época de la globalización ha reemplazado ahora a la época del desarrollo. Esto se debe principalmente a que los Estados nación ya no pueden contener a las fuerzas económicas y culturales. Los bienes, el dinero, la información, las imágenes y las personas ahora fluyen atravesando las fronteras y dando lugar a un espacio transnacional donde las interacciones se dan libremente, como si las fronteras nacionales no existieran. El pensamiento ligado al desarrollo solía enfocarse en la transición que experimentaban los países desde sociedades agrarias a industriales. Se consideraba generalmente al Estado como actor principal de la planificación del desarrollo y a la sociedad nacional como la principal población objetivo. Por esta razón, el ideario del desarrollo se vio cada vez más perdido, a medida que el actor y la población objetivo se desvanecían con la transnacionalización. Con el Estado fuera de foco, el concepto del desarrollo aparece curiosamente fuera de lugar en la época de la globalización. En pocas palabras, el desarrollo se desnacionalizó; de hecho, la globalización puede entenderse acertadamente como el desarrollo sin Estados nación.

Como resultado de este cambio, el desarrollo llegó a significar la formación de una clase media global paralela a la expansión del complejo económico transnacional, en vez de una clase media nacional ligada a la integración de la economía nacional. Desde esta perspectiva, no sorprende que la época de la globalización haya producido una clase transnacional de ganadores.

No obstante encontrarse más o menos concentrada en algunos lugares del mundo, esta clase puede hallarse en cualquier país. En las grandes ciudades del Sur, la presencia de un elevado poder de compra es notoria por los relucientes edificios de oficinas, centros comerciales llenos de marcas de lujo, condominios cerrados con casas de campo y jardines exclusivos, para no hablar del flujo de limousines o la interminable sucesión de anuncios publicitarios en las autopistas. En términos gruesos, la mitad de la clase consumidora transnacional reside en el Sur, y la otra mitad en el Norte. Abarca a grupos sociales que, a pesar de las diferencias en el color de la piel, son cada vez menos reconocibles por su país de origen y tienden a parecerse cada vez más entre ellos por sus comportamientos y estilos de vida. Hacen sus compras en centros comerciales similares, compran el mismo equipo de tecnología de punta, ven las mismas películas y series de televisión, pasean por el mundo como turistas y disponen del instrumento clave de pertenencia: el dinero. Forman parte de un complejo económico transnacional que ahora desarrolla sus mercados a escala global. En todas partes Nokia le provee de teléfonos móviles, Toyota de coches, Sony de televisores, Siemens de refrigeradores, Burger King de locales de comida rápida, y Time-Warner de DVDs. Es cierto, el desarrollo de estilo occidental se siguió extendiendo durante el período de la globalización, pero impulsó la expansión del complejo económico transnacional en vez de la formación de sociedades nacionales prósperas.

LA ASPIRACIÓN A LA EQUIDAD

Sería engañoso limitarse a reconocer sólo el apetito de riquezas en la pelea de países y clases por el ingreso. Si bien no está por demás decir que los vicios de la codicia y la arrogancia son móviles consagrados siempre presentes en esta pelea despiadada, también es cierto que, desde la perspectiva del Sur, hay algo más de por medio. Detrás de las ansias por los rascacielos y centros comerciales, los giga-vatios y las tasas de crecimiento, también está de por medio la aspiración al reconocimiento y a la equidad. Una mirada rápida a China podría ilustrar el punto. El ascenso de China al rango de potencia mundial es un bálsamo sobre las heridas infligidas durante dos siglos de humillación colonial. Y el éxito de la clase media es una fuente de orgullo y autoestima que coloca a la elite china a la par de otras elites sociales en el mundo. El ejemplo chino pone sobre el tapete aquello que ha sido parte integral del desarrollo desde un inicio: la aspiración a la equidad está íntimamente vinculada a la búsqueda del desarrollo.

Revisando El Diccionario del Desarrollo en el presente, es sorprendente que los autores del libro no hubiésemos apreciado en su real dimensión el grado en que la idea del desarrollo estaba cargada con esperanzas de reparación y autoafirmación. Como mostramos ampliamente, el desarrollo fue una invención de Occidente pero no precisamente una imposición sobre el resto del mundo. Por el contrario, como quiera que la aspiración al reconocimiento y la equidad está formulada en términos del modelo civilizatorio de los países poderosos, el Sur ha surgido como el más acérrimo defensor del desarrollo. En general, los países no aspiran a volverse más “indios”, más “brasileños” o, si vamos al caso, más “islámicos”. No obstante las afirmaciones en sentido contrario, ellos ambicionan lograr la modernidad industrial. Por cierto, el elemento de imposición nunca ha estado ausente desde que el capitán Perry apareció con su navío frente a las costas de Japón en 1853, obligando con sus armas a permitir el acceso a mercancías de Estados Unidos. La autodefensa contra los poderes hegemónicos ha sido una motivación importante del impulso por el desarrollo hasta hoy. De cualquier modo, lo que alguna vez pudo haber sido una imposición se ha vuelto con frecuencia un sustento de la identidad. De esta manera, sin embargo, como efectivamente señala el libro, el derecho a la auto-identidad cultural se ha visto comprometido por la aceptación de la visión del mundo basada en el desarrollo. A pesar de la descolonización en el sentido político —que condujo a la independencia de los países— y no obstante la descolonización en el sentido económico —que hizo posible que algunos países se convirtieran en potencias económicas— no se ha dado una descolonización de la imaginación. Muy por el contrario: en todo el mundo, las esperanzas de un mejor futuro tienen una fijación en los patrones de producción y consumo de los ricos. La aspiración a una mayor justicia por parte de los países del Sur es una de las razones de la pervivencia de la creencia en el desarrollo —a pesar de que ni el planeta ni la población mundial pueden permitirse su predominio en este siglo.

Sin embargo, es crucial distinguir dos dimensiones de la equidad. La primera es la idea de justicia relativa, la que se preocupa por la distribución de diversos activos – como ser ingresos, años de escolaridad o conexiones de Internet – entre grupos de personas o países. Es de naturaleza comparativa, se enfoca en las posiciones relativas de quienes detentan estos activos y apunta hacia alguna forma de igualdad. La segunda es la idea de justicia absoluta, la que se preocupa de preservar las capacidades y libertades fundamentales sin las cuales una vida auténtica sería imposible. Es por naturaleza no comparativa, se enfoca en las condiciones de vida elementales y apunta a la norma de la dignidad humana. Por lo general, los conflictos que tienen que ver con la desigualdad están animados por la primera idea, mientras que los conflictos relacionados con los derechos humanos están animados por la segunda.

Resulta que la demanda de justicia relativa puede fácilmente colisionar con el derecho a la justicia absoluta. Para ponerlo en términos políticos, la lucha competitiva de las clases medias globales por una mayor proporción del ingreso y del poder a menudo se lleva a cabo a costa de los derechos fundamentales de los pobres y desprovistos de poder. A medida que gobiernos y empresas, ciudadanos de las urbes y elites rurales se empeñan en seguir adelante con el desarrollo, la tierra, los espacios de vida y las tradiciones culturales de pueblos indígenas, pequeños campesinos o pobres urbanos son sometidos a una fuerte presión. Las autopistas atraviesan los vecindarios, los edificios desplazan a las viviendas tradicionales, las represas expulsan a los pueblos indígenas de sus territorios, los barcos pesqueros desplazan a los pescadores locales, los supermercados venden más barato que los pequeños tenderos. El crecimiento económico es de naturaleza caníbal; se ceba tanto en la naturaleza como en las comunidades y transfiere los costos no pagados nuevamente a ellas. El lado luminoso del desarrollo viene a menudo acompañado del lado oscuro de la dislocación y el desposeimiento. Ésta es la razón por la que el crecimiento económico ha producido, una y otra vez, empobrecimiento al lado de enriquecimiento. Aunque presionan por el desarrollo a nombre de una mayor igualdad, las clases medias orientadas a la globalización, por lo general no toman en cuenta la tragedia de los pobres. No es de extrañar que, en casi en todos los países recientemente industrializados, la polarización social se haya incrementado a la par de las tasas de crecimiento económico en los últimos 30 años.

Invocar el derecho al desarrollo en aras de una mayor equidad es, por tanto, una empresa dudosa. Esto es particularmente cierto en el caso del llamado de los representantes gubernamentales y no gubernamentales a un crecimiento acelerado en nombre de la ayuda a los pobres. Con gran frecuencia, ellos toman a los pobres como rehenes para conseguir ventajas relativas de los países más ricos, sin interesarse mayormente en garantizar los derechos fundamentales de las comunidades económicamente desfavorecidas. En el núcleo de este encubrimiento –como lo sostiene este libro– se encuentra la confusión semántica provocada por el concepto de desarrollo. A fin de cuentas, el desarrollo puede significar prácticamente cualquier cosa, desde la edificación de rascacielos hasta la colocación de letrinas, desde la perforación en busca de petróleo hasta la perforación de pozos de agua, desde la instalación de industrias de software hasta la instalación de viveros de árboles. Es un concepto monumentalmente vacío, que conlleva una connotación vagamente positiva. Por esta razón, puede ser fácilmente usado desde perspectivas en conflicto. Por un lado están aquellos que implícitamente identifican al desarrollo con el crecimiento económico, demandando una mayor equidad relativa en términos del PIB. Su utilización de la palabra “desarrollo” refuerza la hegemonía de la visión económica del mundo. Por otro lado están aquellos que identifican al desarrollo con más derechos y recursos para los pobres y desprovistos de poder. Su utilización del término demanda un menor énfasis en el crecimiento a favor de una mayor autonomía de las comunidades. En su caso, el discurso del desarrollo es contraproducente, distorsiona su preocupación verdadera y los hace vulnerables a ser secuestrados por falsos amigos. Colocar ambas perspectivas dentro de una misma cáscara conceptual es una receta segura para la confusión, si es que no se trata más bien de un encubrimiento político.

UN PARÉNTESIS EN LA HISTORIA MUNDIAL

Es la herencia del siglo XX que las aspiraciones de las naciones por un mejor futuro se dirijan mayoritariamente hacia el “desarrollo como crecimiento”. Sin embargo, la crisis multifacética de la biósfera convierte a esta herencia en un pasivo trágico. Como señala el libro de varias maneras, la perspectiva del desarrollo  implica una cronopolítica y una geopolítica. En términos de dicha cronopolítica, todos los pueblos del mundo parecen moverse en una misma dirección, a la zaga de los pacificadores que se supone representan la vanguardia de la evolución social. Y en términos de cierta geopolítica, desde la mirada del desarrollo la confusa diversidad de naciones en el mundo se convierte en un claro ordenamiento jerárquico, con los países ricos en los primeros lugares del conjunto en términos de su PIB. Esta forma de construir el orden mundial ha revelado ser no sólo obsoleta, sino además mortalmente peligrosa. Asignarle una posición de vanguardia al modelo de civilización euro-atlántico, ya sea en el curso de la historia o en el ordenamiento jerárquico de los países, ha perdido a estas alturas cualquier viso de legitimidad: ha demostrado ser incompatible con la pervivencia del planeta.

En una mirada retrospectiva se vuelve evidente que las propias condiciones que fueron responsables del surgimiento de la civilización euro-atlántica son también responsables de su caída. ¿Por qué Europa fue capaz de dar un salto adelante del resto del mundo a comienzos del siglo XIX? Una parte importante de la respuesta (como lo ha mostrado el historiador estadounidense Kenneth Pomeranz) se encuentra revisando la base de recursos disponibles. A fines del siglo XVIII, las dos principales civilizaciones del mundo —Europa y China— estaban constreñidas en su desarrollo económico por la escasez de tierra disponible para cultivar alimentos, proveer combustibles y proporcionar materias primas. Pero fue solo Europa —en primer lugar, Inglaterra— la que tuvo éxito en superar esta limitación mediante la captación de nuevos recursos. Empezó a importar masivamente mercancías agrícolas, como ser azúcar, tabaco, cereales y madera de América y, sobre todo, a utilizar sistemáticamente el carbón para los procesos industriales. A medida que las tierras del extranjero reemplazaban el suelo doméstico y el carbón sustituía a la leña, la economía industrial inglesa pudo despegar. En términos más generales, el acceso a los recursos bióticos de las colonias y a los recursos fósiles de la superficie de la tierra fue esencial para el surgimiento de la civilización euro-atlántica. La sociedad industrial no habría existido sin la movilización de recursos provenientes de toda la extensión del espacio geográfico y de las profundidades del tiempo geológico.

A medida que la biodiversidad del planeta desaparece, la disponibilidad de combustibles fósiles se reduce y el clima global se desestabiliza, las condiciones que permitieron el éxito de Europa ya no están disponibles. Los recursos ya no serán accesibles y menos aún baratos. Particularmente, la oferta declinante de hidrocarburos y la amenaza del caos climático sugieren que los historiadores del futuro considerarán los pasados dos siglos de desarrollo euro-atlántico como un paréntesis en la historia mundial. En efecto, es difícil ver cómo la sociedad del automóvil, las torres de apartamentos, la agricultura con químicos o el sistema alimentario basado en la carne pudieran extenderse a todo el planeta. Los recursos necesarios serían demasiado vastos, demasiado caros y demasiado dañinos para los ecosistemas locales y la biósfera.

Puesto que el modelo euro-atlántico de riqueza surgió con base en condiciones excepcionales, no puede generalizarse a todo el mundo. En otras palabras, por su propia estructura el modelo requiere la exclusión social; es inadecuado para apuntalar la equidad a escala global. Por tanto, el “desarrollo como crecimiento” no puede seguir siendo el concepto orientador de la política internacional a menos que se dé por sentado un apartheid global. Si ha de haber algún tipo de prosperidad para todos los ciudadanos del mundo, se tiene que superar el modelo euro-atlántico de producción y consumo, dando cabida a modos de bienestar que dejen sólo una leve huella ecológica sobre la Tierra. Los patrones de producción y consumo serán apropiados para promover la justicia, siempre que sean poco intensivos en recursos y compatibles con los ecosistemas. Por lo tanto, no podrá haber equidad sin ecología en el siglo XXI.

LA RESILIENCIA EN LA DIVERSIDAD

Es con este telón de fondo que El Diccionario del Desarrollo sigue siendo relevante. La ruptura con el “desarrollo” como hábito del pensamiento forma parte integral de una descolonización de las mentes largamente postergada. Nosotros, los autores del libro, partimos de la premisa de que la hegemonía occidental deja su huella no únicamente sobre la política y la economía, sino también sobre las mentes. Así como los muebles de casa llevan la huella de su época, el mobiliario mental también queda marcado por la fecha de su conformación. En este sentido, el discurso del desarrollo es resultado de la época de triunfalismo asentado en los combustibles fósiles que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y que estuvo apoyado en percepciones coloniales y la herencia del racionalismo occidental. Sin embargo, limpiar la mente de las certidumbres del desarrollo requiere un esfuerzo deliberado; por tanto, los autores de este libro se han atrevido a exponer aquellos conceptos clave que constituyen buena parte del mobiliario mental del “desarrollo”. Tal parece que, solo para nombrar algunos ejemplos del libro, la “pobreza” incorpora un prejuicio materialista, la “igualdad” se transforma en “mismidad”, el “estándar de vida” reduce la diversidad de nociones de felicidad, las “necesidades” activan la trampa de la dependencia, la “producción” crea el desvalor al lado del valor y la “población” no es otra cosa que un constructo estadístico. Al exponer la historicidad específica de los conceptos clave del desarrollo se libera la mente y se la alienta a encontrar un lenguaje que permita abordar los desafíos del mañana. El Diccionario del Desarrollo tiene el propósito de ayudar en esta tarea.

Sobre todo no será posible reconceptualizar la equidad sin recuperar las diversas formas de prosperidad. Vincular la aspiración a la equidad con el crecimiento económico ha sido el pilar conceptual de la época del desarrollo. Desvincular la aspiración de equidad del crecimiento económico y volver a vincularla con nociones de bienestar basadas en la comunidad y la cultura será la piedra angular de la época del post-desarrollo. De hecho, en la actualidad, con mucho mayor alcance que cuando este libro fue escrito, se lanzan iniciativas en todo el mundo que, en mayor o menor medida, apuntan a trascender la idea convencional del desarrollo. Hay un aumento significativo de iniciativas en el mundo industrial, tanto en el hemisferio Norte como en el Sur, que se van alejando de la economía “fosilizada” (basada en los combustibles fósiles) y apuntan hacia una economía solar, las cuales se conocen con el nombre de “economía verde” en Europa y Estados Unidos, y de “civilización ecológica” en China. Además, hay mucha creatividad en los márgenes de las tendencias predominantes, bien sea como la búsqueda de una “economía de suficiencia” en Tailandia, el llamado a una “democracia de la Tierra” en India, el redescubrimiento de la cosmovisión andina en Perú, o como los tanteos hacia el “decrecimiento” en Francia e Italia. Y por último, aunque no menos importante, hay miles de comunidades —profesionales, locales, digitales— afirmando en sus contextos específicos que sí puede encontrarse resiliencia, belleza y sentido fuera de la lógica del crecimiento y la expansión.

Al revisar la multitud de iniciativas de post-desarrollo surgen dos temas; en primer lugar, es primordial una transición desde las economías basadas en reservas de combustibles fósiles a economías basadas en la biodiversidad. En contraste con la naturaleza siempre expansiva del “desarrollo”, el reconocimiento de límites se encuentra en la raíz de los numerosos intentos por reinsertar la economía en la biósfera. Hay abundantes ejemplos en la arquitectura, agricultura, producción de energía, silvicultura e incluso en la industria. Más aún, la opción por la energía solar y los materiales biodegradables es congruente con cierta medida de des-globalización. Durante décadas, la ausencia de congruencia y adaptación local en esos campos tenía que compensarse mediante la importación de energías fósiles desde muy lejos; pero si no hemos de contar con ellas se vuelve esencial una nueva apreciación de la tierra, del hábitat y de las estaciones. Mientras el uso masivo de recursos basados en los combustibles fósiles permitía ignorar el carácter específico de cada lugar, los sistemas bio-económicos —sea en los cultivos o en la construcción— encuentran su fortaleza en conectarse con los ecosistemas y flujos de energía locales. Por esta razón, los principios orientadores de las economías solares serán la descentralización y la diversidad.

En segundo lugar, las iniciativas de post-desarrollo intentan contrarrestar el predominio de la visión económica del mundo. Ellas se oponen a la tendencia secular de volver funcionales el trabajo, la educación y la tierra con el objeto de estimular la eficiencia económica, insistiendo en el derecho a actuar según los valores de la cultura, la democracia y la justicia. Por ejemplo, en el Sur global las iniciativas enfatizan los derechos de la comunidad a los recursos naturales, el autogobierno y las maneras indígenas de saber y actuar. En el Norte global, el accionar del post-desarrollo  se centra más bien en empresas eco-solidarias en la industria, el comercio y la banca, el redescubrimiento de los “comunales” (commons)[2] en la naturaleza y la sociedad, la colaboración libre y de código abierto, la autolimitación del consumo y de la expectativa de utilidades y una renovada atención a los valores intangibles. De cualquier modo, lo que pareciera ser el común denominador de esas iniciativas es la búsqueda de nociones de prosperidad menos materiales que den cabida a las dimensiones de la autoconfianza, la comunidad, el arte o la espiritualidad. La convicción que subyace a todas ellas es que el bienestar humano tiene muchas otras fuentes más allá del dinero. Inspirarse en estas últimas no sólo proporciona una base a estilos de prosperidad diferentes sino vuelven a la gente y a las comunidades más resilientes a las crisis de recursos y al shock económico.

Sin embargo, en dicha perspectiva, la política convencional de justicia distributiva es puesta de cabeza. En la época del desarrollo el mundo rico podía esquivar los difíciles asuntos de la justicia, puesto que el crecimiento económico se veía como la herramienta principal para llevar una mayor equidad al mundo. El crecimiento era un sustituto de la justicia y la desigualdad no era un problema mientras los desposeídos pudieran mejorar su situación en el camino. De hecho, durante décadas los expertos en desarrollo definían la equidad principalmente como un problema de los pobres. Ellos subrayaban la falta de ingresos, falta de tecnologías y falta de acceso al mercado que afectan a los pobres, abogando por toda clase de remedios para elevar su nivel de vida. En pocas palabras, ellos trabajaban para elevar el piso, en vez de bajar el techo. Sin embargo, con el surgimiento de las restricciones biofísicas al crecimiento económico, este enfoque ha resultado ser claramente sesgado; no solo son los pobres sino también los ricos, al igual que su economía, los que deben ser cuestionados. En cualquier caso, la búsqueda de la equidad en un mundo finito significa, en primer lugar, cambiar a los ricos, no a los pobres. En otras palabras, la reducción de la pobreza no puede separarse de la reducción de la riqueza.

En octubre de 1926 Mohandas Gandhi ya había percibido el impasse del desarrollo. En una de sus columnas para el Young India, portavoz del movimiento por la independencia de la India, Gandhi escribió:

“No permita Dios que la India siga nunca el camino de la industrialización a la manera de Occidente. El imperialismo económico de un solo reino en una pequeña isla (Inglaterra) hoy está encadenando al mundo. Si toda una nación de 300 millones emprendiera una similar explotación económica, dejaría completamente pelado al mundo como una plaga de langostas”

Más de 80 años después esta afirmación no ha perdido un ápice de su relevancia. Por el contrario, su significación ha quedado magnificada puesto que actualmente existen, solo entre India y China, no únicamente 300 millones sino 2,000 millones que se predisponen a imitar a Inglaterra. ¿Qué diría  Gandhi si se encontrara con Hu Jintao en la inauguración de la Exposición Internacional de 2010?

Berlín, 2009
Traducido por Hernando Calla con aportes de Jorge Ishizawa
La Paz, Bolivia – Lima, Perú, diciembre 2014




[1] Esta edición de The Development Dictionary: A Guide to Knowledge as Power (El Diccionario del desarrollo: Una guía del conocimiento como poder) cuya edición original es de 1992 fue publicada en 2010 también por Zed Books Ltd (Sitio web: www.zedbooks.co.uk)
[2] La noción de commons, de origen inglés, remite a las tierras de uso comunal o los ámbitos “comunales” tradicionalmente destinados a la subsistencia campesina pero que, en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, fueron crecientemente cercados para la crianza comercial de ganado ovino u otros usos económicos. Estos “comunales” son – o eran – espacios ubicados más allá del umbral doméstico, pero no dedicados, como los espacios públicos modernos, a la circulación de mercancías. En la teoría económica moderna, el término se aplica a los recursos culturales y naturales accesibles a todos los miembros de una sociedad, tales como el aire, el agua y un hábitat (Nota del traductor).