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sábado, 16 de enero de 2016

El hombre rebelde

I. El hombre en rebeldía


por Albert Camus

¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si niega, no renuncia: es también un hombre que dice sí, desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes toda su vida, de pronto juzga inaceptable un nuevo mandato. ¿Cuál es el contenido de este "no"?

Significa, por ejemplo, "las cosas han durado demasiado", "hasta aquí bueno, más allá no", "vais demasiado lejos", y también "hay un límite que no franquearéis". En resumen, este "no" afirma la existencia de una frontera. Se halla la misma idea de límite en ese sentimiento del hombre en rebeldía de que el otro "exagera", de que extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le planta la cara y lo limita. Así, el movimiento de rebeldía se apoya, al mismo tiempo, en la negación categórica de una intrusión juzgada intolerable y en la certeza confusa de un derecho justo, más exactamente en la impresión en el hombre en rebeldía [l'homme révolté] de que "tiene derecho a...". La rebeldía no renuncia a la sensación de que uno mismo, de cierta manera, tiene razón. En este sentido, el esclavo en rebeldía dice a un tiempo sí y no. Afirma, a la vez que la frontera, todo lo que sospecha y quiere preservar más acá de la frontera. Demuestra, con obstinación, que hay en él algo que "merece la pena de...", que exige que se tenga cuidado con ello. En cierta manera, opone al orden que lo oprime una especie de derecho a no ser oprimido más allá de lo que puede admitir.

Al mismo tiempo que la repulsión respecto del intruso, hay en toda rebeldía una adhesión entera e instantánea del hombre a cierta parte de sí mismo. Hace intervenir, pues, implícitamente un juicio de valor, y tan poco gratuito, que lo mantiene en medio de los peligros. Hasta entonces, callaba al menos, abandonado a esa desesperación en la que una condición, aunque se juzgue injusta, es aceptada. Callar es dejar creer que no se juzga nada, y, en ciertos casos, no desear efectivamente nada. La desesperación, lo mismo que al absurdo, lo juzga y lo desea todo, en general, y nada, en particular. El silencio lo traduce bien. Pero a partir del momento en que habla, aun diciendo no, desea y juzga. El hombre en rebeldía, en el sentido etimológico, se vuelve. Caminaba bajo el azote del amo. Ahora planta cara. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no conduce a la rebeldía, pero todo movimiento de rebeldía invoca tácitamente un valor. ¿Se trata al menos de un valor?

Por confusamente que sea, nace una toma de conciencia del movimiento de rebeldía: la percepción, súbitamente patente, de que hay en el hombre algo con lo que puede identificarse, aunque sea sólo por un tiempo. Esta identificación no era realmente sentida hasta ahora. El esclavo sufría todas las exacciones anteriores al movimiento de insurrección. Incluso, había recibido con frecuencia sin reaccionar órdenes más indignantes que la que provoca su rechazo. Se mostraba paciente, rechazándolas quizás en sí mismo, pero, dado que callaba, más cuidadoso de su interés inmediato que consciente aún de su derecho. Con la pérdida de la paciencia, con la impaciencia, empieza por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que antes se aceptaba. Este impulso es casi siempre retroactivo. El esclavo, en el momento en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebeldía lo lleva más lejos de lo que estaba en el simple rechazo. Supera hasta el límite que fijaba a su adversario, exigiendo ser tratado ahora como su igual. Lo que al principio era una resistencia irreductible del hombre se convierte en el hombre entero, que se identifica con ella y en ella se resume. Esta parte de sí mismo que quería hacer respetar la sitúa entonces por encima del resto y la proclama preferible a todo, incluso a la vida. Se convierte para él en el bien supremo. Instalado antes en un compromiso, el esclavo se lanza de golpe ("ya que es así...") al Todo o Nada. La conciencia nace a la luz con la rebeldía.

Pero se ve que, al mismo tiempo, es conciencia de un "todo", aún bastante oscuro, y de un "nada" que anuncia la posibilidad de sacrificio del hombre a este todo. El hombre en rebeldía quiere serlo todo, identificarse totalmente con este bien del que ha cobrado de pronto conciencia y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado —o nada, es decir hallarse definitivamente degradado por la fuerza que lo domina—. En último término, acepta la degradación última que es la muerte, si ha de ser privado de esa consagración exclusiva que llamará, por ejemplo, su libertad. Antes morir de pie que vivir arrodillado.

El valor, según los buenos autores, "representa la mayor parte de las veces un paso del hecho al derecho, de lo deseado a lo deseable (en general por mediación de lo comúnmente deseado)". (1. Lalande, Vocabulaire philosophique.) El paso al derecho, ya lo hemos visto, se patentiza en la rebeldía. Igualmente que el paso del "habría de ser" al "quiero que sea". Pero más aún, quizá, esa noción de la superación del individuo en un bien en adelante común. El surgimiento del Todo o Nada muestra que la rebeldía, prueba con ello que se sacrifica en beneficio de un bien del que juzga que rebasa su propio destino. Si prefiere la oportunidad de la muerte a la negación de ese derecho que defiende, es que sitúa este último por encima de sí mismo. Actúa, pues, en nombre de un valor, aún confuso, pero del que, al menos, tiene la sensación de que le es común con todos los hombres. Vemos que la afirmación implicada en todo acto de rebeldía se extiende a algo que rebasa al individuo en la medida en que lo saca de su presunta soledad y le proporciona una razón de obrar. Pero conviene observar ya que este valor que preexiste a toda acción contradice las filosofías puramente históricas, en las que el valor resulta conquistado (si es que se conquista) al término de la acción. El análisis de la rebeldía conduce al menos a la sospecha de que hay una naturaleza humana, como pensaban los griegos, y contrariamente a los postulados del pensamiento contemporáneo. ¿Por qué rebelarse si no hay, en uno, nada permanente que preservar? El esclavo se subleva por todas las existencias a un tiempo cuando juzga que, bajo este orden, se le niega algo que no le pertenece únicamente a él, sino que es un ámbito común en el que todos los hombres, incluso el que lo insulta y lo oprime, tienen dispuesta una comunidad. (1. La comunidad de las víctimas es la misma que la que une a la víctima con el verdugo, pero el verdugo no lo sabe.)

Dos observaciones apoyarán este razonamiento. Se advertirá en primer lugar que el movimiento de rebeldía no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede tener sin duda determinaciones egoístas. Pero el hombre se rebelará tanto contra la mentira como contra la opresión. Además, a partir de estas determinaciones, y en su impulso más profundo, el hombre en rebeldía no preserva nada puesto que lo pone todo en juego. Exige, sin duda, el respeto a sí mismo, pero en la medida en que se identifica con una comunidad natural.

Observemos después que la rebeldía no nace sólo, y forzosamente, en el oprimido, sino que puede nacer asimismo ante el espectáculo de la opresión de que otro es víctima. Se da, pues, en este caso, identificación con el otro individuo. Y hay que precisar que no se trata de una identificación psicológica, subterfugio por el que el individuo sentiría en imaginación que es a él a quien se dirige la ofensa. Puede ocurrir, por el contrario, que no soportemos ver infligir a otros ofensas que hemos sufrido nosotros mismos sin rebelarnos. Los suicidios de protesta, en los penales, entre los terroristas rusos a cuyos compañeros se azotaba, ilustran ese gran movimiento. Tampoco se trata del sentimiento de la comunidad de intereses. Puede parecernos indignante, en efecto, la injusticia impuesta a hombres que consideramos adversarios. Hay sólo identificación de destinos y toma de partido. El individuo no es, pues, por sí solo, este valor que quiere defender. Al menos, hacen falta todos los hombres para componerlo. En la rebeldía, el hombre se supera en otro y, desde este punto de vista, la solidaridad humana es metafísica. Simplemente, de momento sólo se trata de esta especie de solidaridad que nace entre cadenas.


Puede precisarse aún el aspecto positivo del valor supuesto por toda rebeldía comparándolo con una negación totalmente negativa como es la del resentimiento, tal como la ha definido Scheler (1. El hombre del resentimiento, N.R.F.) En efecto, el movimiento de rebeldía es más que un acto de reivindicación, en el sentido fuerte del término. El resentimiento resulta muy bien definido por Scheler como una autointoxicación, la secreción nefasta, estancada, de una impotencia prolongada. La rebeldía, en cambio, fractura al ser y lo ayuda a desbordarse. Libera chorros que, estancados, se vuelven furiosos. El propio Scheler carga el acento sobre el aspecto pasivo del resentimiento, observando la gran importancia que tiene en la psicología de las mujeres, condenadas al deseo de y a la posesión. En la base de la rebeldía hay, por el contrario, un principio de actividad superabundante y de energía. Scheler tiene también razón cuando dice que la envidia colorea intensamente el resentimiento. Pero se envidia lo que no se tiene, mientras que el hombre en rebeldía defiende lo que es. No reclama sólo un bien que no posee o del que lo han frustrado. Apunta a hacer reconocer algo que tiene, y que ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como más importante que lo que podría envidiar. La rebeldía no es realista. También, según Scheler, el resentimiento, según crezca en un alma fuerte o débil, se convierte en arribismo o en acritud. Pero en ambos casos se quiere ser distinto de como se es. El resentimiento es siempre resentimiento contra sí. El hombre en rebeldía, por el contrario, en su primer movimiento, se opone a que toquen lo que es. Lucha por la integridad de una parte de su ser. No pretende antes que nada conquistar, sino imponer.

Parece, por último, que el resentimiento se deleita de antemano con un dolor que querría ver sufrir al objeto de su rencor. Niestzsche y Scheler tiene razón en ver una bella ilustración de esta sensibilidad en el fragmento en que Tertuliano informa a sus lectores de que en el cielo la mayor fuente de felicidad, entre los bienaventurados, será el espectáculo de los emperadores romanos consumidos en el infierno. Esta felicidad era también la de los honrados ciudadanos que iban a presenciar las ejecuciones capitales. La rebeldía, por el contrario, en su principio, se limita a rechazar la humillación, sin pedirla para los otros. Acepta hasta el dolor para sí mismo, con tal que sea respetada su integridad.

No se comprende, pues, por qué Scheler identifica absolutamente el espíritu de rebeldía con el resentimiento. Su crítica del resentimiento en el humanitarismo (del que trata como de la forma no cristiana del amor a los hombres) quizá pudiera aplicarse a ciertas formas vagas de idealismo humanitario, o a las técnicas del terror. Pero resulta infundada en lo relativo a la rebeldía del hombre contra su condición, el movimiento que levanta al individuo en defensa de una dignidad común a todos los hombres. Scheler quiere demostrar que el humanitarismo va acompañado del odio al mundo. Se ama a la humanidad en general para no tener que amar a los seres en particular. Esto es cierto, en algunos casos, y se entiende mejor a Scheler cuando se ve que el humanitarismo está representado según él por Bentham y Rousseau. Pero la pasión del hombre por el hombre puede nacer de otra cosa que del cálculo aritmético de los intereses, o de una confianza, además teórica, en la naturaleza humana. Frente a los utilitaristas y al preceptor de Emilio, hay, por ejemplo, esa lógica encarnada por Dostoyevski en Iván Karamazov, que va del movimiento de rebeldía a la insurrección metafísica. Scheler, que lo sabe, resume así esta concepción: "No hay en el mundo bastante amor para desperdiciarlo en otro que en el ser humano". Aunque esta proposición fuera cierta, la desesperación vertiginosa que supone merecería algo más que el desprecio. En realidad, desconoce el carácter desgarrado de la rebeldía de Karamázov. El drama de Iván nace, por el contrario, de que hay demasiado amor sin objeto. Convertido este amor en ocioso, al no existir Dios, se decide volcarlo en el ser humano en nombre de una generosa complicidad,

Por lo demás, en el movimiento de rebeldía tal como lo hemos considerado hasta aquí, no se elige un ideal abstracto, por pobreza de corazón, y con un objetivo de reivindicación estéril. Se exige que sea considerado lo que, en el hombre, no puede reducirse a la idea, esa parte calurosa que no puede servir para nada más que  para ser. ¿Quiere ello decir que ninguna rebeldía está cargada de resentimiento? No, y lo sabemos suficientemente en el siglo de los rencores. Pero debemos tomar esta noción en su comprensión más amplia so pena de traicionarla y, en este aspecto, la rebeldía rebasa por todos lados al resentimiento. Cuando, en Cumbres Borrascosas, Heathcliff prefiere su amor a Dios y reclama el infierno para reunirse con la que ama, no es sólo su juventud humillada la que habla, sino la experiencia ardiente de toda una vida. El mismo movimiento hace decir al Maestro Eckhart, en un acceso sorprendente de herejía, que prefiere el infierno con Jesucristo al cielo sin él. Es el movimiento mismo del amor. Contra Scheler, no cabría, pues, insistir suficientemente en la afirmación apasionada que corre en el movimiento de rebeldía y que lo distingue del resentimiento. Aparentemente negativa, ya que no crea nada, la rebeldía es profundamente positiva, ya que revela lo que, en el hombre, hay siempre que defender.


Pero, para concluir, ¿no serán relativas esa rebeldía y el valor que transmite? Con las épocas y las civilizaciones, parecen cambiar, en efecto, las razones por las que se entra en rebeldía. Es evidente que un paria hindú, un guerrero del Imperio inca, un primitivo de África Central o un miembro de las primeras comunidades cristianas no tenían la misma idea de la rebeldía. Incluso, se podría dar por sentado, con una probabilidad extremadamente grande, que la noción de rebeldía carece de sentido en estos casos precisos. Sin embargo, un esclavo griego, un siervo, un condottiere del Renacimiento, un burgués parisino de la Regencia, un intelectual ruso de los años 1900 y un obrero contemporáneo, si bien podían diferir en las razones de la rebeldía, estaban de acuerdo sin duda alguna en su legitimidad. Dicho de otro modo, el problema de la rebeldía parece no cobrar sentido preciso sino dentro del pensamiento occidental. Se podría ser más explícito aún observando, con Scheler, que el espíritu de rebeldía sólo es posible en los grupos en que una igualdad teórica esconde grandes desigualdades de hecho. El problema de la rebeldía no tiene, pues, sentido más que dentro de nuestra sociedad occidental. Cabría caer entonces en la tentación de afirmar que es relativo al desarrollo del individualismo si las observaciones precedentes no nos hubieran puesto en guardia contra esta conclusión.

En el plano de la evidencia, todo lo que se puede sacar de la observación de Scheler es, en efecto, que, por la teoría de la libertad política, hay, en el seno de nuestras sociedades, un incremento en el hombre de la noción de hombre y, por la práctica de esta misma libertad, la insatisfacción correspondiente. La libertad de hecho no se ha incrementado proporcionadamente a la conciencia que de ella ha adquirido el hombre. De esta observación sólo se puede deducir esto: la rebeldía es propia del hombre informado, que posee la conciencia de sus derechos. Pero nada nos permite decir que se trata únicamente de los derechos del individuo. Por el contrario, da la impresión, por la solidaridad ya mencionada, de que se trata de una conciencia cada vez más amplia que de sí misma adquiere la especie humana a lo largo de su aventura. De hecho, el súbdito inca o el paria no se plantean nunca el problema de la rebeldía, porque ya ha sido resuelto para ellos en una tradición, y antes de que hayan podido planteárselo, siendo lo sagrado la respuesta. Si, en el mundo sagrado, no se halla el problema de la rebeldía, es porque no hay en él ninguna problemática real, habiendo sido dadas todas las respuestas de una vez. La metafísica es sustituida por el mito. No hay ya preguntas, sólo hay respuestas y comentarios eternos, que entonces pueden ser metafísicos. Pero antes de que el hombre entre en lo sagrado, y asimismo para que entre en él, o en cuanto sale de él, y también para que salga, hay interrogación y rebeldía. El hombre en rebeldía es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir razonablemente formuladas. A partir de este momento, toda interrogación, toda palabra, es rebeldía, mientras que, en el mundo de lo sagrado, toda palabra es acción de gracia. Sería posible mostrar así que, para un espíritu humano, solo caben dos universos posibles, el de lo sagrado (o, para hablar en lenguaje cristiano, el de la gracia) (1. Por supuesto, hay una rebelión metafísica al comienzo del cristianismo, pero la resurrección de Cristo, el anuncio de la parusía y el reino de Dios, interpretado como una promesa de vida eterna, son las respuestas que la hacen inútil) y el de la rebeldía. La desaparición de uno equivale a la aparición del otro, aunque esta aparición puede hacerse bajo formas desconcertantes. En ello, aún, volvemos a encontrar el Todo o Nada. La actualidad del problema de la rebeldía depende únicamente del hecho de que sociedades enteras han querido distanciarse hoy día de lo sagrado. Vivimos en una historia desacralizada. El hombre no se resume ciertamente en la insurrección, pero la historia de hoy día, con sus críticas, nos obliga a decir que la rebeldía es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos que huyamos de la realidad, nos hace encontrar nuestros valores en ella. ¿Cabe, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, hallar la regla de una conducta? Tal es la pregunta planteada por la rebeldía.


Hemos podido registrar ya el valor confuso que nace en este límite en que se mantiene la rebeldía. Nos corresponde preguntarnos ahora si se descubre este valor en las formas contemporáneas del pensamiento y de la acción en rebeldía, y, de ser así, precisar su contenido. Pero, observémoslo antes de continuar; el fundamento de este valor es la rebeldía misma. La solidaridad de los hombres se funda en el movimiento de rebeldía, y éste, a su vez, sólo halla justificación, en esta complicidad. Tendremos, pues, derecho a decir que toda rebeldía que se autoriza a negar o a destruir esta solidaridad pierde al mismo tiempo el nombre de rebeldía y coincide en realidad con un consentimiento criminal. Asimismo, esta solidaridad, fuera de lo sagrado, no cobra vida sino al nivel de la rebeldía. Queda, así, anunciado el verdadero drama del pensamiento en rebeldía. Para ser, el hombre debe rebelarse, pero su rebeldía ha de respetar el límite que descubre en sí misma y en que los hombres, al unirse, empiezan a ser. El pensamiento en rebeldía no puede pues, prescindir de la memoria: es una tensión perpetua. Siguiéndola en sus obras y en sus actos tendremos que decir, cada vez, si permanece fiel a su nobleza primera o si, por lasitud o locura, la olvida por el contrario en una embriaguez de tiranía o de servidumbre.

Por de pronto, he aquí el primer progreso que el espíritu de rebeldía hace efectuar a una reflexión primero penetrada de lo absurdo y de la aparente esterilidad del mundo. En la experiencia del absurdo, el sufrimiento es individual. A partir del movimiento de la rebeldía cobra conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos. El primer progreso de un espíritu imbuido de rareza consiste, pues, en reconocer que comparte esta rareza con todos los hombres y que la realidad humana, en su totalidad, sufre de este distanciamiento con respecto a sí y al mundo. El mal que sufría un solo hombre se hace peste colectiva. En la prueba cotidiana que es la nuestra, la rebeldía representa el mismo papel que el cogito en el orden del pensamiento: es la primera evidencia. Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lugar común que funda en todos los hombres el primer valor. Me rebelo, luego existimos.

Del capítulo I. (El hombre en rebeldía) de "El hombre rebelde" (L'Homme révolté). Alianza Editorial: Madrid, 2013. (Traducción de Josep Escué)