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sábado, 22 de junio de 2019

III. ¿QUÉ ES LA AUTORIDAD?


por Hannah Arendt (1961, 1996)*


[...la conocida pensadora de la política escribió este ensayo aprox. hace 60 años, y es sintomático cómo hemos seguido llamando "regímenes autoritarios" tanto a los gobiernos de dictaduras militares de los 1970 como a los regímenes con ideologías totalitarias del siglo XXI que tienen aspectos claramente distintos a las concepciones, según Hannah Arendt, "autoritarias" de la tradición del pensamiento político occidental de raigambre greco-romana y que la autora se tomó el trabajo de dilucidar en este su imperdible ensayo de 1961 sobre la autoridad y de cuya versión castellana, previa corrección y ajustes, he extraído algunos acápites y fragmentos que me parecieron más relevantes para nuestras actuales circunstancias. Hernando Calla]

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Para evitar equívocos, tal vez habría sido más sensato preguntarse qué era y no qué es la autoridad, pues considero que tenemos el estímulo y la ocasión suficientes para formular así la pregunta, porque la autoridad se ha esfumado del mundo moderno. En vista de que no podemos ya apoyarnos en experiencias auténticas e indiscutiblemente comunes a todos, la propia palabra está ensombrecida por la controversia y la confusión. Muy poco de su índole resulta evidente o aún comprensible para todos, excepto que el politólogo puede recordar todavía que este concepto fue, alguna vez, fundamental para la teoría política, o que la mayoría estará de acuerdo en que una crisis de autoridad, persistente y cada vez más amplia y honda, ha acompañado el desarrollo de nuestro mundo moderno en el presente siglo.

Tal crisis, visible desde el comienzo de siglo, tiene una procedencia y una naturaleza políticas. La aparición de movimientos políticos destinados a reemplazar el sistema de partidos y el desarrollo de una nueva forma totalitaria de gobierno se produjo con el trasfondo de un desmoronamiento más o menos general y más o menos dinámico de toda autoridad tradicional. En ningún caso este desmoronamiento fue un resultado directo de los regímenes o movimientos mismos; más bien parecía que el totalitarismo, bajo la forma tanto de movimientos como de regímenes, estaba mejor posicionado para sacar provecho de una atmósfera general, social y política, en que el sistema de partidos había perdido su prestigio y ya no se reconocía la autoridad del gobierno.

El síntoma más significativo de la crisis, el que indica su hondura y gravedad, es su expansión hacia áreas previas a lo político, como la crianza y educación de los niños, donde la autoridad en el sentido más amplio siempre se aceptó como un imperativo natural, obviamente exigido tanto por las necesidades naturales (la indefensión del niño) como por la necesidad política (la continuidad de una civilización establecida que sólo puede perpetuarse si sus retoños transitan por un mundo preestablecido, en el que han nacido como forasteros). Por su carácter simple y elemental, a través de la historia del pensamiento político, esta forma de autoridad sirvió de modelo para una gran variedad de formas autoritarias de gobierno, de modo que el hecho de que incluso esta autoridad prepolítica, la cual regía las relaciones entre adultos y niños o profesores y alumnos, ya no sea firme significa que todas las metáforas y modelos antiguamente aceptados de las relaciones autoritarias perdieron su credibilidad. Tanto en la práctica como en la teoría, ya no estamos en condiciones de saber qué es verdaderamente la autoridad.

En las siguientes reflexiones parto de la idea de que la respuesta a esta pregunta tal vez no pueda estar en una definición de la naturaleza o esencia de la “autoridad en general”. La autoridad que hemos perdido en el mundo moderno no es la “autoridad en general”, sino, más bien, una forma muy específica que ha sido válida en Occidente durante largo tiempo. Por tanto, propongo reconsiderar lo que fue la autoridad históricamente y las fuentes de su fuerza y significado. Con todo, en vista de la actual confusión, parece que incluso este enfoque limitado y experimental debe ir precedido de algunas observaciones acerca de lo que la autoridad jamás fue, para evitar los equívocos más corrientes y asegurarnos de que visualizamos y consideramos el mismo fenómeno y no cierta cantidad de puntos conectados o inconexos.

La autoridad siempre demanda obediencia y por este motivo es corriente que se la confunda con cierta forma de poder o de violencia. No obstante, excluye el uso de medios extremos de coacción: se usa la fuerza cuando la autoridad fracasa. Por otra parte, autoridad y persuasión son incompatibles, porque la segunda presupone la igualdad y opera a través de un proceso de argumentación. Cuando se utilizan argumentos, la autoridad queda en suspenso. Ante el orden igualitario de la persuasión se alza el orden autoritario, que siempre es jerárquico. Si hay que definirla, la autoridad se diferencia tanto de la coacción por la fuerza como de la persuasión por argumentos. (La relación autoritaria entre el que manda y el que obedece no se apoya en una razón común ni en el poder del primero; lo que tienen en común es la jerarquía misma, cuya pertinencia y legitimidad reconocen ambos y en la que ambos ocupan un puesto predefinido y estable.) Este asunto es de importancia histórica; un aspecto de nuestro concepto de autoridad es de origen platónico, y cuando Platón empezó a considerar la introducción de la autoridad en el manejo de los asuntos públicos de la pólis sabía que buscaba una alternativa a la habitual forma griega de tratar los asuntos internos, que era la persuasión (πείθειν), así como la forma habitual de tratar los asuntos exteriores eran la fuerza y la violencia (βία).

En términos históricos, podemos decir que la pérdida de autoridad es tan solo la fase final, aunque decisiva, de un desarrollo que durante siglos socavó sobre todo la religión y la tradición. De estas tres piezas, religión, tradición y autoridad —sobre cuya interrelación hablaremos luego—, la última ha resultado ser el elemento más estable. Sin embargo, con la pérdida de la autoridad, la duda general de la época moderna también invadió el campo político, donde las cosas no sólo asumen una expresión más radical sino que también adquieren una realidad específica, exclusiva de ese campo. Lo que hasta entonces quizá tuviera un significado espiritual sólo para unos pocos ahora se convirtió en una preocupación de todos y cada uno. Únicamente en el presente, como si dijéramos después del hecho, la pérdida de la tradición y la de la religión se han convertido en hechos políticos de primer orden.

Cuando dije que no discutiría la “autoridad en general”, sino sólo el concepto específico de autoridad que fue dominante en nuestra historia, deseaba señalar cierta distinción que solemos ignorar cuando hablamos con demasiada amplitud de la crisis de nuestro tiempo y que, tal vez, podré explicar con mayor facilidad en los términos de los conceptos relacionados de tradición y religión. La innegable pérdida de la tradición en el mundo moderno no implica una pérdida del pasado, porque tradición y pasado no son lo mismo, como nos querrían hacer ver, por un lado, los que creen en la tradición y, por otro, los que creen en el progreso, por lo que poco importa que los primeros lamenten este estado de cosas en tanto que los segundos no dejan de felicitarse. Al perder la tradición, también perdimos el hilo que nos guiaba con paso firme por el vasto reino del pasado, pero ese hilo también era la cadena que sujetaba a cada generación a un aspecto predeterminado del pasado. Podría ser que sólo ahora el pasado se abra ante nosotros con inesperada frescura y nos diga cosas que nadie había logrado oír antes. Pero no se puede negar que, sin una tradición bien anclada —y la pérdida de esta seguridad se produjo hace varios cientos de años—, toda la dimensión del pasado también está en peligro. Corremos el riesgo de olvidar y tal olvido —aparte de los propios contenidos que puedan perderse— significaría que, hablando en términos humanos, nos privaríamos de una dimensión: la de la profundidad en la existencia humana, porque la memoria y la profundidad son lo mismo, o mejor dicho, el hombre no puede lograr la profundidad si no es a través del recuerdo.

Algo semejante sucede con la pérdida de la religión. Desde la crítica radical de las creencias religiosas, formulada en los siglos XVII y XVIII, fue característico de la época moderna dudar sobre la verdad religiosa, y esto es así tanto entre los creyentes como entre los no creyentes. Desde Pascal y, con mayor agudeza, desde Kierkegaard, la duda se ha dirigido hacia las creencias y el creyente moderno ha de proteger constantemente sus creencias ante la duda; en la época moderna no es la fe cristiana como tal, sino la Cristiandad (y el Judaísmo, por supuesto) la que está agobiada de paradojas y absurdas. Aunque otras cosas pueden sobrevivir al absurdo —la filosofía quizá pueda—, la religión no es capaz de hacerlo. Con todo, esta pérdida de la creencia en los dogmas de la religión institucional no implica necesariamente una pérdida o una crisis de fe, porque la religión y la fe, o la creencia y la fe, de ningún modo son lo mismo. Sólo la creencia, pero no la fe, tiene con la duda, a la que está siempre expuesta, una afinidad inherente. ¿Pero quién puede negar que también la fe, protegida con firmeza por la religión, sus creencias y sus dogmas durante tantos siglos, se vio en peligro a causa de lo que en realidad no es sino una crisis de la religión institucional?

Algunas explicaciones semejantes me parecen precisas en cuanto a la moderna pérdida de la autoridad. Asentada en la piedra angular de los cimientos del pasado, la autoridad brindó al mundo la permanencia y la estabilidad que los humanos necesitan justamente porque son seres mortales, los seres más inestables y triviales que conocemos. Si se pierde la autoridad, se pierde el fundamento del mundo, que sin duda desde entonces empezó a variar, a cambiar y a pasar con una rapidez cada día mayor de una forma a otra, como si estuviéramos viviendo en un universo proteico y lucháramos con él, un universo en el que todo, en todo momento, se puede convertir en cualquier otra cosa. Pero la pérdida de la permanencia y de la seguridad mundanas —que en términos políticos es idéntica a la pérdida de autoridad— no implica, al menos no necesariamente, la pérdida de la capacidad humana para construir, preservar y cuidar un mundo que pueda sobrevivirnos y continuar siendo un lugar adecuado para que en él vivan los que vengan detrás de nosotros.

Es evidente que estas reflexiones y descripciones se basan en la convicción de la importancia de establecer distinciones. Subrayar esta convicción pareciera ser una verdad de perogrullo ya que, al menos por lo que yo sé, no hay quien haya afirmado aún abiertamente que las distinciones no tienen sentido. Sin embargo, en la mayoría de las discusiones entre expertos políticos y sociales existe un acuerdo tácito en que podemos ignorar las distinciones y seguir adelante sobre la premisa de que, al final, todo puede llamarse de cualquier otra forma y de que las distinciones significan algo sólo en la medida en que cada uno tenga el derecho de “definir sus términos”. Con todo, nos preguntamos si este curioso derecho, garantizado en cuanto se tratan temas importantes —como si fuera equivalente al derecho a sustentar la opinión propia—, no indica ya que términos como “tiranía”, “autoridad” o “totalitarismo” simplemente han perdido su significado común, o bien que ya no vivimos en un mundo común en el que las palabras de todos poseen una significación incuestionable de modo que, además de estar condenados a vivir verbalmente en un universo por completo carente de sentido, nos garantizamos unos a otros el derecho a retirarnos a nuestros propios mundos de significación y sólo pedimos que cada uno sea coherente dentro de su terminología personal. En estas circunstancias, si nos aseguramos a nosotros mismos que aún nos entendemos, no queremos decir con ello que juntos entendemos un mundo común a todos, sino que entendemos la coherencia de la argumentación y el razonamiento, la coherencia del proceso de argumentación en su mero formalismo.

Aunque así sea, seguir adelante con el supuesto implícito de que las distinciones no son importantes o, mejor dicho, de que en el campo socio-político-histórico, es decir, en la esfera de los asuntos humanos, las cosas no poseen esa nitidez que la metafísica tradicional solía llamar su “otredad” (su alteritas), se ha convertido en el sello de una buena cantidad de teorías nacidas en las ciencias sociales, políticas e históricas. Entre ellas me parece que dos son las que merecen una mención especial, porque tocan de una manera muy significativa el tema aquí analizado.

La primera se refiere a las formas en que, desde el siglo XIX, los escritores liberales y conservadores se ocuparon del problema de la autoridad y, por implicación, del problema conexo de la libertad en el campo de la política. En términos generales, ha sido típico de las teorías liberales partir del supuesto que “la constancia del progreso… en la dirección de una libertad organizada y asegurada es el hecho característico de la historia moderna”,  y considerar que toda desviación de este derrotero es un proceso reaccionario de dirección opuesta. Esto les hace pasar por alto las diferencias de principio entre la restricción de la libertad en los regímenes autoritarios, la abolición de la libertad política en las tiranías y dictaduras, y la total eliminación de la espontaneidad misma, esto es, de la manifestación más general y elemental de la libertad humana, a que apuntan únicamente los regímenes totalitarios con sus diversos métodos de condicionamiento. El escritor liberal, preocupado por la historia y el progreso de la libertad más que por las formas de gobierno, sólo ve aquí diferencias de grado, e ignora que un gobierno autoritario comprometido con la restricción de la libertad permanece condicionado por esa misma libertad que restringe, hasta el punto de que perdería su propio carácter si la aboliera por completo, porque se volvería una tiranía. Esto mismo es cierto respecto de la distinción entre poder legítimo e ilegítimo, de la que dependen todos los gobiernos autoritarios. El escritor liberal suele prestar poca atención a este asunto, porque está convencido de que todo poder corrompe y de que la constancia del progreso requiere una constante pérdida de poder, sea cual sea su origen.

Detrás de la identificación liberal del totalitarismo con el autoritarismo, y de la inclinación concomitante a ver tendencias “totalitarias” en cualquier limitación autoritaria de la libertad, existe una antigua confusión entre autoridad y tiranía, y de poder legítimo con violencia. La diferencia entre tiranía y gobierno autoritario siempre ha sido que el tirano manda según su voluntad y su interés propios, en tanto que aún el más draconianamente autoritario de los gobiernos está limitado por unas leyes. Sus actos se rigen por un código que o no proviene de un hombre, como es el caso de las leyes de la naturaleza, de los mandamientos de Dios o de las ideas platónicas, o al menos no de los que ejercen el poder en el presente. En un gobierno autoritario, la fuente de autoridad siempre es una fuerza externa y superior a su propio poder; es siempre de esta fuente, de esta fuerza externa que trasciende el campo político, que derivan las autoridades su “autoridad”, es decir, su legitimidad, y es respecto a ella que su poder puede ser limitado.

Los modernos portavoces de la autoridad —que, incluso en los breves intervalos en que la opinión pública proporciona un clima favorable para los neoconservadurismos, saben muy bien que la suya es una causa casi perdida— están, por supuesto, deseosos de señalar esta distinción entre tiranía y autoridad. Donde el escritor liberal ve un progreso esencialmente asegurado en dirección a la libertad, y que sólo se ve interrumpido temporalmente por alguna fuerza oscura del pasado, el conservador ve un proceso ruinoso iniciado con la disminución de la autoridad, de modo que la libertad, perdidas las restricciones que protegían sus fronteras, se vio inerme, indefensa y condenada a la destrucción. (No es muy justo decir que el pensamiento político liberal es el único que se interesa por la libertad; casi no existe escuela de pensamiento político en nuestra historia que no se centre en la idea de la libertad, por mucho que pueda variar el concepto básico en los distintos escritores y en las distintas circunstancias políticas La única excepción de cierta importancia en cuanto a esta afirmación me parece que es la filosofía política de Thomas Hobbes, quien, por supuesto, era cualquier cosa menos conservador.) A la tiranía y el totalitarismo se los identifica de nuevo, excepto que ahora al gobierno totalitario, si no se lo identifica directamente con la democracia, al menos se lo ve como un resultado casi inevitable de ella, es decir, como consecuencia de la desaparición de todas las autoridades tradicionalmente reconocidas. No obstante, las diferencias entre tiranía y dictadura, por un lado, y dominación totalitaria, por el otro, no son menos claras que las que hay entre autoritarismo y totalitarismo.

Estas diferencias estructurales se hacen visibles en el momento en que dejamos atrás las teorías globales y concentramos nuestra atención en el aparato estatal, las formas técnicas de gobierno y la organización del sistema político. En pocas palabras, se podrían resumir las diferencias técnico-estructurales entre gobierno autoritario, tiránico y totalitario en la imagen de tres modelos representativos distintos. Para la imagen de un gobierno autoritario propongo la forma de una pirámide, bien conocida en el pensamiento político tradicional. La pirámide es, sin duda, una figura muy adecuada para una estructura gubernamental cuya fuente de autoridad está fuera de sí misma, pero cuya sede de poder se encuentra en la cúspide, desde la cual la autoridad y el poder descienden hacia la base, de un modo tal que cada una de las capas sucesivas tiene cierta autoridad, pero siempre menos que la superior, y donde, precisamente por este cuidadoso proceso de filtro, todas las capas desde el vértice hasta la base están no sólo integradas en el conjunto con firmeza, sino que además se correlacionan como rayos convergentes, cuyo punto focal común es la cima de la pirámide así como la fuente trascendente de la autoridad sobre ella. Es verdad que esta imagen puede aplicarse sólo al tipo cristiano de gobierno autoritario, tal como éste se desarrolló a través de la influencia constante de la Iglesia durante la Edad Media —y bajo ese influjo—, cuando el punto focal que estaba por encima y más allá de la pirámide terrena brindaba el punto de referencia necesario para el tipo cristiano de igualdad, a pesar de la estructura estrictamente jerárquica de la vida sobre la tierra. La idea romana de la autoridad política, en la que la fuente de autoridad está exclusivamente en el pasado, en la fundación de Roma y en la grandeza de los antepasados, lleva a estructuras institucionales cuya forma nos deja otra imagen, de la que hablaremos después (p. 135). En todo caso, una forma de gobierno autoritaria con su estructura jerárquica es la menos igualitaria de todas las formas: incorpora la desigualdad y la distinción como sus principios omnipresentes.

Todas la teorías políticas referidas a la tiranía admiten su estricta pertenencia a las formas igualitarias de gobierno; el tirano es el señor que gobierna como uno contra todos, y los “todos” a los que oprime son todos iguales, es decir, todos carecen de poder. Si nos ceñimos a la imagen de la pirámide, es como si se destruyeran todas las capas que están entre la base y el vértice, de modo que este último queda en el aire, apoyado sólo por las conocidas bayonetas, por encima de una masa de individuos a los que se mantiene en cuidadoso aislamiento, total desintegración y absoluta igualdad. La teoría política clásica siempre situó al tirano fuera de la humanidad, lo llamó “lobo con forma humana” (Platón) por su posición de uno contra todos, en la que se colocaba a sí mismo y la que diferenciaba de modo tajante su gobierno, el gobierno de uno, al que Platón aún llamaba indiscriminadamente μον αρχία [mon arkhía] o tiranía, de varias otras formas de reino o βασιλεία [basileía].

En contraposición a los regímenes tanto tiránicos como autoritarios, me parece que la imagen adecuada del régimen y la organización totalitarios es la estructura en capas concéntricas, o de cebolla, en cuyo centro, en algo así como un espacio vacío, está el jefe; haga lo que haga este último —ya integre los poderes políticos, como en una jerarquía autoritaria, o bien oprima a sus súbditos, como un tirano— lo hace desde dentro y no desde fuera ni desde arriba. Todas las muy diversas partes del movimiento —las organizaciones de primera línea, las distintas agrupaciones profesionales, los miembros y la burocracia del partido, las formaciones de élite y los grupos de policía— están relacionadas de tal modo que cada uno conforma la fachada en una dirección y el centro en otra, es decir, desempeña el papel del mundo exterior normal para una capa y el papel de extremismo radical para otra. La gran ventaja de este sistema es que, incluso en condiciones de dominación totalitaria, el movimiento da a cada una de sus capas la ficción de un mundo normal, a la vez que la conciencia de ser distinto de él y más radical. De este modo, los simpatizantes en las organizaciones de primera línea —cuyas convicciones difieren de las de los miembros del partido sólo en cuanto a intensidad— rodean todo el movimiento y forman una fachada engañosa de normalidad ante el mundo exterior por su carencia de fanatismo y extremismo, mientras que a la vez representan el mundo normal para el movimiento totalitario, cuyos miembros llegan a creer que sus convicciones sólo tienen diferencias de grado con las de los demás, de modo que no necesitan nunca tomar conciencia del abismo que separa su propio mundo del mundo real que los rodea. La estructura de capas concéntricas hace que organizativamente el sistema esté a prueba de golpes ante la factualidad del mundo real.

Sin embargo, aunque el liberalismo y el conservadurismo por igual son insuficientes cuando tratamos de aplicar sus teorías a las formas e instituciones políticas que existen en la realidad, no puede ponerse en duda fácilmente que sus afirmaciones generales tienen una gran dosis de verosimilitud. Como vimos, el liberalismo mide el proceso de repliegue de la libertad, y el conservadurismo el de repliegue de la autoridad; ambos llaman al previsible resultado final totalitarismo y ven tendencias totalitarias allí donde que cualquiera de ellos esté presente. Sin duda, ambos pueden aportar excelente documentación para sus hallazgos. ¿Quién puede negar las serias amenazas a la libertad originadas desde todos los frentes desde comienzos de siglo, y el surgimiento de todo tipo de tiranías al menos desde el fin de la Primera Guerra Mundial? Por otra parte, ¿quién pude negar que la desaparición de casi todas las autoridades tradicionalmente establecidas ha sido una de las características más espectaculares del mundo moderno? Parece como si sólo hubiera que fijar la mirada en cualquiera de esos dos fenómenos para justificar una teoría de progreso o una teoría de retroceso según la que a uno más le guste o, como se suele decir, según la propia “escala de valores”. Si observamos los juicios contradictorios de conservadores y liberales con ojos ecuánimes, no tendremos inconveniente en ver que la verdad se distribuye por igual entre ellos y que, en rigor, nos enfrentamos con un retroceso simultáneo de la libertad y de la autoridad en el mundo moderno. En la medida en que estos procesos están interrelacionados, hasta se podría decir que las muchas oscilaciones en la opinión pública, y que durante más de ciento cincuenta años varió con regularidad de un extremo a otro, de una actitud liberal a una conservadora y después a otra más liberal aún, a veces tratando de reafirmar la autoridad y en otros la libertad, sólo tuvieron como resultado debilitar a ambas, confundir los problemas, borrar las líneas diferenciadoras entre autoridad y libertad y, por último, destruir el significado político de ambas.

El liberalismo y el conservadurismo nacieron ambos en este clima en que la opinión pública oscilaba con violencia y están unidos el uno al otro, no sólo porque cada uno podría perder su sustancia misma sin la presencia de su oponente en el campo de la teoría y la ideología, sino también porque ambos enfoques se preocupan principalmente de la restauración, de restituir su posición tradicional ya sea a la libertad, a la autoridad o a la relación entre ambas. En este sentido, los dos son las caras de una misma moneda, así como sus ideologías de progreso o retroceso corresponden a las dos posibles direcciones del proceso histórico como tal; si se considera, como ambas corrientes lo hacen, que existe lo que se llama un proceso histórico dotado de una dirección definible y de un fin predecible, es evidente que éste nos puede hacer aterrizar sólo en el paraíso o en el infierno.

Además, está en la naturaleza de la imagen misma con que por lo común se concibe la historia —proceso, flujo o desarrollo—que todo lo que en ella se integra puede desembocar en cualquier otra cosa, que las diferencias pierden su significado, porque quedan obsoletas, cubiertas, por decirlo así, por la corriente histórica en el momento mismo en que nacen. Desde este punto de vista, el liberalismo y el conservadurismo se presentan como filosofías políticas correspondientes a la mucho más general y amplia filosofía de la historia del siglo XIX. En su forma y contenido son la expresión política de la conciencia histórica de la última etapa de la era moderna. Su incapacidad para distinguir entre proceso o retroceso —teóricamente justificada por los conceptos de historia y de proceso— da testimonio de una época en que ciertas nociones, muy nítidas parca los siglos pasados, empezaron a perder su claridad y verosimilitud, porque perdieron su sentido en la realidad política pública, aunque sin perder del todo su importancia.

La segunda y más reciente teoría que contiene un desafío implícito a la importancia de hacer distinciones, en especial en las ciencias sociales, es la funcionalización casi universal de todos los conceptos e ideas. Aquí, como en el ejemplo antes citado, el liberalismo y el conservadurismo no se diferencian ni por su método ni por su punto de vista ni por su enfoque, sino sólo por el énfasis y la evaluación. Un ejemplo adecuado es la convicción, muy difundida en el mundo libre de hoy, de que el comunismo es una nueva “religión”, a pesar de su ateísmo confeso, porque social, psicológica y “emocionalmente” cumple la misma función tradicional que cumplía, y aún cumple en el mundo libre, la religión tradicional. La preocupación de las ciencias sociales no está en lo que sea el bolchevismo como ideología o como forma de gobierno, ni en lo que sus portavoces tengan que decir por sí mismos; no es ése el interés de las ciencias sociales y muchos de sus representantes creen que pueden pasar sin el estudio de lo que las ciencias históricas llaman las fuentes mismas. Sólo se preocupan por las funciones, y todo lo que cumple la misma función, según este criterio, puede llevar el mismo nombre. Es como si yo tuviera el derecho de llamar martillo al tacón de mi zapato porque, como la mayoría de las mujeres, lo uso para clavar los clavos en la pared.

Es evidente que se pueden extraer conclusiones diversas de esas ecuaciones. Por ejemplo, sería una característica del conservadurismo insistir en que, después de todo, un tacón no es un martillo y en que, no obstante, el uso del tacón como sustituto del martillo prueba que los martillos son indispensables. En otras palabras, en el hecho de que el ateísmo pueda cumplir las mismas funciones que la religión encontrará la mejor prueba de que la religión es necesaria y recomendará la vuelta a la verdadera religión como la única manera de contener una “herejía”. Es un argumento débil, por supuesto; si no fuera más que asunto de función y de cómo se comporta una cosa, los adherentes a la “religión falsa” podrían defender su uso del tacón como martillo como yo lo hago con el mío, que tampoco funciona tan mal. Por el contrario, los liberales consideran el mismo fenómeno como un mal caso de traición a la causa del secularismo y creen que sólo el “verdadero secularismo” puede curarnos de la influencia perniciosa tanto de la religión falsa como de la verdadera en la política. Pero estas recomendaciones opuestas que se dirigen a la sociedad libre para que vuelva a la verdadera religión y se haga más religiosa, o se quite de encima la religión institucional (sobre todo la católica romana, con su desafío constante al secularismo), apenas sí logra ocultar el acuerdo de los contrincantes en un único punto: todo lo que cumple la función de una religión es una religión.

El mismo argumento se usa con frecuencia con respecto a la autoridad: si la violencia cumple la misma función que la autoridad —es decir, hacer que la gente obedezca—, la violencia es autoridad. Una vez más, nos encontramos con los que aconsejan una vuelta a la autoridad porque piensan que sólo si se vuelve a introducir la relación orden-obediencia se pueden solucionar los problemas de una sociedad de masas, y los que creen que una sociedad de masas se puede gobernar por sí misma, como cualquier otro cuerpo social. También están de acuerdo las dos posiciones en el único punto esencial: la autoridad es lo que logra la obediencia de la gente. Todos los que llaman “autoritarios” a los modernos dictadores o confunden al totalitarismo con una estructura autoritaria, implícitamente igualan violencia y autoridad, y esto incluye a los conservadores, que explican el nacimiento de las dictaduras en nuestro siglo por la necesidad de encontrar un sustituto a la autoridad.  El punto medular del argumento es siempre el mismo: todo está relacionado con un contexto funcional y se toma el uso de la violencia para demostrar que ninguna sociedad puede existir si no es dentro de un marco autoritario.

Los peligros de estas ecuaciones, tal como yo las veo, no sólo residen en la confusión de temas políticos y en el desvanecimiento de las líneas diferenciadoras que separan el totalitarismo de todas las otras formas de gobierno. No creo que el ateísmo sea un sustituto de la religión ni que pueda cumplir el mismo papel que ella, así como tampoco creo que la violencia pueda convertirse en un sustituto de la autoridad. Pero si seguimos las recomendaciones de los conservadores, que en este momento particular tienen una chance bastante buena de que les escuchen, casi estoy convencida de que no encontraremos difícil producir esos sustitutos, de que recurriremos a la violencia y pretenderemos que se ha restaurado la autoridad, o que nuestro descubrimiento de la utilidad funcional de la religión producirá un sustituto de la religión, como si nuestra civilización no estuviera ya repleta de sucedáneos y tonterías de toda clase.

Comparadas con estas teorías, las distinciones entre los sistemas tiránico, autoritario y totalitario que he propuesto son ahistóricas, si se entiende por historia no el espacio histórico en que aparecieron ciertas formas de gobierno como entidades reconocibles, sino el proceso histórico en que todo se convierte siempre en alguna otra cosa; y son antifuncionales en la medida en que se considera al contenido del fenómeno determinante tanto de la naturaleza del cuerpo político como de su función en la sociedad, y no a la inversa. Para decirlo en términos políticos, tienen la tendencia a asumir que en el mundo moderno la autoridad casi se ha desvanecido por completo, tanto en los llamados sistemas autoritarios como en el mundo libre, y que la libertad —es decir, la libertad de movimiento de los seres humanos— está amenazada en todas partes, incluso en las sociedades libres, pero abolida de raíz sólo en los sistemas totalitarios y no en las tiranías ni dictaduras.

A la luz de esta situación presente, planteo las siguientes preguntas: ¿cuáles fueron las experiencias políticas que correspondían al concepto de autoridad y de cuál de ellas nació este último? ¿Es verdad que la afirmación platónico-aristotélica de que toda comunidad bien ordenada se compone de los que gobiernan y los que son gobernados fue siempre válida antes de la era moderna? O, para formularlo de otra manera, ¿qué tipo de mundo llegó a su fin después que la época moderna no sólo desafiara una u otra forma de autoridad en distintas esferas de la vida, sino provocara que todo el concepto de autoridad pierda por completo su validez?

2

La autoridad como factor único, si no el decisivo, de las comunidades humanas no siempre existió, aunque tiene tras de sí una larga historia y las experiencias en las que se basa este concepto no están necesariamente presentes en todas las entidades políticas. El vocablo y el concepto son de origen romano. Ni la lengua griega ni las variadas experiencias políticas de la historia griega muestran un conocimiento de la autoridad y del tipo de gobierno que ella implica.  Esto se expresa con toda claridad en la filosofía de Platón y Aristóteles que, de maneras muy diferentes pero desde las mismas experiencias políticas, trataron de introducir algo semejante a la autoridad en la vida pública de la pólis griega.

Existían dos tipos de gobierno en los que se podían inspirar y de los que extrajeron su filosofía política; uno les era conocido del campo político público y el otro gracias a la esfera privada de la casa y la vida familiar griegas. En la pólis, el gobierno absolutista era conocido como tiranía y las características principales del tirano eran que gobernaba por la violencia pura, que debía ser protegido del pueblo por un cuerpo de guardia, y que se empeñaba en que sus súbditos se dedicaran a sus propios asuntos y le dejaran a él la atención del Estado. Para la opinión pública griega, esta última característica significaba que el tirano destruía todo el ámbito público de la pólis —“una pólis que pertenece a un único hombre no es una pólis”—  y, por tanto, privaba a los ciudadanos de esa facultad política que, intuían ellos, era la esencia misma de la libertad. Otra experiencia política de la necesidad de mando y obediencia podría haberse originado en la guerra donde el peligro y la necesidad de adoptar y llevar adelante las decisiones con rapidez parece ser un motivo inherente para establecer la autoridad. Sin embargo, ninguno de esos modelos políticos podía servir para ese objetivo. El tirano, para Platón como para Aristóteles, seguía siendo un “lobo con forma humana”, y el comandante militar estaba demasiado evidentemente conectado con una emergencia temporal como para servir de modelo de una institución permanente.

Por esta falta de una experiencia política válida en que pudiera basarse una reivindicación del gobierno autoritario, tanto Platón como Aristóteles, si bien de maneras muy diferentes, tuvieron que basarse en ejemplos de relaciones humanas tomados del gobierno doméstico y de la vida familiar de Grecia, donde el jefe de familia hacía las veces de “déspota”, con un dominio indiscutido sobre los miembros de su familia y los esclavos de la casa. El déspota, a diferencia del rey, el βασιλενς [basilens], que había sido el principal de los jefes de familia y, como tal, primus inter pares, por definición tenía el poder de reprimir. Pero esta característica misma era la que hacía al déspota poco adecuado para objetivos políticos; su poder de reprimir era incompatible no sólo con la libertad de los demás sino también con su propia libertad. Donde él gobernaba sólo había una relación: la de amo y esclavos. Y el amo, según la opinión griega generalizada (que aún tenía la dicha de ignorar la dialéctica hegeliana), no era libre cuando se movía entre sus esclavos; su libertad consistía en su capacidad de abandonar el ámbito de la casa y desempeñarse entre sus pares, los hombres libres. Por tanto, ni el déspota ni el tirano —el uno porque se movía entre esclavos y el otro entre súbditos— podían ser llamados hombres libres.

La autoridad implica una obediencia en la que los hombres conservan su libertad, y Platón esperaba haber hallado tal obediencia cuando, en su vejez, confirió a las leyes la cualidad que las convierte en gobernantes indiscutibles de todo el campo público. Los hombres podían tener al menos la ilusión de ser libres, si no dependían de otros hombres. Sin embargo, el gobierno de esas leyes se interpretaba en una forma de evidente despotismo, más que autoritarismo, cuyo signo más claro es el hecho de que Platón se viera obligado a hablar de ellas en términos de asuntos domésticos y no en términos políticos, para decir —quizá como una paráfrasis del verso en que Píndaro afirma  “la ley es reina de todas las cosas”— que “la ley es el déspota de los gobernantes, y los gobernantes son los esclavos de la ley”.   En Platón, el despotismo que se originaba en la casa, y su destrucción concomitante del ámbito político tal como lo entendía la Antigüedad, se mantuvo como una utopía. Pero es interesante señalar que cuando la destrucción se hizo una realidad en los últimos siglos del Imperio Romano, el cambio se introdujo aplicando al gobierno público el vocablo “dominus”, que en Roma (donde la familia también estaba “organizada como una monarquía”)   tenía el mismo significado que la palabra griega “déspota”. Calígula fuel el primer emperador romano que consintió en que lo llamaran dominus, es decir, que se le aplicara un nombre “que Augusto y Tiberio habían rechazado como si fuera una maldición y una injuria”,  precisamente porque implicaba un despotismo desconocido en el campo político, aunque demasiado familiar en el ámbito privado de la casa.

Las filosofías políticas de Platón y Aristóteles dominaron todo el pensamiento político siguiente, incluso cuando sus conceptos se superpusieron a experiencias políticas tan distintas como las de los romanos. Si queremos comprender no sólo las experiencias políticas concretas que subyacen tras el concepto de autoridad —que, al menos en su aspecto positivo, es exclusivamente romano—, sino también la autoridad tal como los propios romanos ya la entendieron en términos teóricos y la convirtieron en parte de la tradición política de Occidente, tendremos que ocuparnos con brevedad de esos rasgos de la filosofía política griega que influyeron tan decisivamente para darle forma.

El pensamiento griego se acercó al concepto de autoridad, más que en ningún otro texto en La república de Platón, (…)

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Los grandiosos esfuerzos de la filosofía griega para encontrar un concepto de autoridad que evitara el deterioro de la pólis y salvaguardara la vida del filósofo zozobraron en un escollo: el hecho de que en el campo de la vida política griega no había conciencia de una autoridad basada en la experiencia política inmediata. Por tanto, todos los prototipos que dieron a las generaciones siguientes la pauta para comprender el contenido de la autoridad salieron de experiencias específicamente no políticas, surgieron de la esfera del “hacer” y de las artes, donde tiene que haber expertos y donde el carácter de idoneidad es el criterio supremo, o de la comunidad de los hogares privados. Justamente es en este aspecto determinado en términos políticos donde la filosofía de la escuela socrática produjo su mayor impacto sobre nuestra tradición. Aún hasta hoy creemos que Aristóteles definió al hombre en primer lugar como un ser político dotado de habla o razón, cosa que él sólo afirmó en un contexto político, o que Platón expuso el significado original de su doctrina de las ideas en La república, aunque por el contrario allí lo cambió por razones políticas. A pesar de la grandeza de la filosofía política griega, se puede poner en duda que hubiese logrado perder su inherente carácter utópico si los romanos, en su infatigable búsqueda de la tradición y la autoridad, no se hubieran decidido a hacerse cargo de esa filosofía y a reconocerla como la autoridad máxima en todos los asuntos de teoría y pensamiento. Pero fueron capaces de llevar a cabo esta integración sólo porque tanto la autoridad como la tradición ya habían desempeñado un papel decisivo en la vida política de la República romana.

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En el corazón de la política romana, desde el principio de la República hasta casi el fin de la época imperial, se alza la convicción del carácter sacro de la fundación, en el sentido de que una vez que algo se ha fundado conserva su validez para todas las generaciones futuras. El compromiso político significa ante todo la custodia de la fundación de la ciudad de Roma. Por esta razón, los romanos no tenían la capacidad de repetir la fundación de su primera pólis al asentar una nueva colonia, pero podían añadirla a la fundación original hasta que toda Italia y, por último, todo el mundo occidental quedaron unidos y administrados por Roma, como si todo el mundo no fuera más que una provincia de Roma. Desde el principio hasta al fin, los romanos están ligados al emplazamiento específico de esta única ciudad y, a diferencia de los griegos, no podían decir en épocas difíciles o de superpoblación: “Ve y funda una nueva ciudad, porque estés donde estés siempre tendrás una pólis”. No fueron los griegos sino los romanos los que de veras echaron raíces en la tierra, y la palabra “patria” deriva todo su significado de la historia romana. La fundación de una nueva institución política —para los griegos una experiencia casi trivial— se convirtió para los romanos en el hecho angular, decisivo e irrepetible de toda su historia, en un acontecimiento único. Y las divinidades más hondamente romanas era Jano, el dios del comienzo con el que, por así decirlo, aún empezamos nuestro año, y Minerva, la diosa de la memoria.

La fundación de Roma —“tanta molis erat Romanam condere gentem” (“tan ardua empresa era fundar el linaje romano”), tal como Virgilio resume en la Eneida el tema siempre presente de su obra, que todos esos vagabundeos y sufrimientos pasados llegan al fin y alcanzan su objetivo “dum conderet urbem” (“en que pueda fundar la ciudad”)—, esa fundación y la experiencia tan poco griega de la santidad de la casa y el hogar, como si el espíritu de Héctor, hablando en términos homéricos, hubiera sobrevivido a la caída de Troya y hubiera resucitado en suelo itálico, forman el contenido hondamente político de la religión romana. En contraste con Grecia, donde la piedad dependía de la inmediata presencia revelada de los dioses, en Roma la religión significaba, de manera literal, re-ligare,  es decir, volver a estar atado, obligado por el enorme y casi sobrehumano, y por consiguiente siempre legendario, esfuerzo de poner los cimientos, de colocar la piedra fundamental, de fundar para la eternidad.  Ser religioso implica estar unido al pasado, y Livio, el gran cronista de los hechos pasados, podía decir: “Mihi vetustas res scribenti nescio quo pacto antiquus fit animus et quaedam religió tenet” (“Al referir estos hechos antiguos, no sé a través de qué conexión mi mente envejece ni por qué [me] posee cierta religio”).  Era así como la  actividad religiosa y la política podían considerarse casi idénticas y Cicerón estaba en condiciones de decir: “En ningún otro campo la excelencia humana se acerca tanto a la virtud de los dioses (numen) como lo hace en la fundación de comunidades nuevas y en la conservación de las ya fundadas”.  El poder vinculante de la fundación misma era religioso, porque la ciudad también ofrecía a los dioses del pueblo un hogar estable, cosa en la que también se diferenciaban los romanos de Grecia, cuyos dioses protegían las ciudades de los mortales y a veces habitaban en ellas, aunque tenían su propia morada muy por encima de los hombres, en la cumbre del monte Olimpo.

En este contexto aparecieron, en su origen, la palabra y el concepto de autoridad. El sustantivo auctoritas deriva del verbo augere, “aumentar”, y lo que la autoridad o los que tienen autoridad aumentan constantemente es la fundación. Los investidos de autoridad eran los ancianos, el Senado o los patres, que la habían obtenido por su ascendencia y por transmisión (tradición) de quienes habían puesto los cimientos de todas las cosas posteriores, de los antepasados, a quienes por eso los romanos llamaban maiores. La autoridad de los vivos era siempre derivada, dependía de los “auctores imperii Romani conditoresque”, como lo dijo Plinio, es decir, de la autoridad de los fundadores que ya no estaban entre los vivos. La autoridad, a diferencia del poder (potestas), tenía sus raíces en el pasado, pero en la vida real de la ciudad ese pasado no estaba menos presente que el poder y la fuerza de los vivos. Ennio lo expresó diciendo: “Moribus antiquis res stat Romana virisque” (“lo romano se asienta en las costumbres y el vigor antiguos”).

Para comprender de un modo más concreto lo que significaba estar revestido de autoridad, quizá sea útil advertir que la palabra auctores se podía usar como el opuesto exacto de artifices, los que en realidad construyen y fabrican, y esto es precisamente por qué la palabra “auctor” significa lo mismo que nuestra voz “autor”. Plinio pregunta con respecto a un nuevo teatro: “¿A quién habrá que admirar más, al constructor o al autor, al inventor o a la invención?” En ambos casos, la respuesta es al segundo. En este caso el autor no es el constructor sino el que inspiró toda la empresa y cuyo espíritu, mucho más que el espíritu del constructor concreto, está representado en el edificio mismo. A diferencia del artifex, que sólo lo ha hecho, el auctor es el verdadero “autor” del edificio, o sea su fundador; con esa construcción se convierte en un “aumentador” de la ciudad.

Sin embargo, la relación existente entre auctor y artifex de ningún modo es la relación (platónica) existente entre el amo que da órdenes y el sirviente que las ejecuta. La característica más destacada de los que están investidos de autoridad es que no tienen poder. “Cum potestas in populo auctoritas in senatu sit”, “aunque el poder está en el pueblo, la autoridad corresponde al Senado”.  Puesto que la “autoridad”, el aumento que el Senado debe añadir a las decisiones políticas, no es poder, nos parece que se trata de algo curiosamente evasivo e intangible, que en este aspecto tiene cierta similitud con la rama judicial del gobierno de la que habla Montesquieu, un poder al que llamó “en quelque facon nulle” (“en cierto sentido nulo”) y que sin embargo, constituye la autoridad suprema en los gobiernos constitucionales.  Mommsen lo definía como “más que una opinión y menos que una orden, una opinión que no se puede ignorar sin correr un peligro”, por lo que se asume que “la voluntad y las acciones del pueblo, como las de los niños, están expuestas al error y a las equivocaciones y por tanto necesitan el ‘aumento’ y la confirmación que les dan los consejos de los ancianos”.  El carácter autoritario del “aumento” de los ancianos reside en que se trata de una simple recomendación, que no necesita ni la forma de una orden ni de una coacción externa para hacerse oír.

La fuerza vinculante de esta autoridad está conectada muy estrechamente con la fuerza religiosamente vinculante de los auspices, que, a diferencia del oráculo griego, no se refieren al curso objetivo de los acontecimientos futuros sino que revelan sólo la aprobación o desaprobación divina de las decisiones adoptadas por los hombres.  También los dioses tienen autoridad entre los hombres, más que poder sobre ellos; las divinidades “aumentan” y confirman las acciones humanas, pero no las guían. Y así como “todos los auspices se remontaban a la gran señal por la que los dioses confirieron a Rómulo la autoridad para fundar la ciudad”,  de igual modo toda autoridad se deriva de esa fundación pues relaciona cada acto con ese comienzo sagrado de la historia romana, y añade, por decirlo así, a cada momento todo el peso del pasado. La gravitas, capacidad para sobrellevar esa carga, se convirtió en el rasgo sobresaliente del carácter romano, así como el Senado, representación de la autoridad en la República, pudo funcionar —según palabras de Plutarco en la Vida de Licurgo— como un “peso central, como el lastre en un barco, que siempre mantiene las cosas en un justo equilibrio”.

Fue así que los precedentes, las acciones de los antepasados y la costumbre que generaron, siempre fueron vinculantes.  Todo lo que ocurría se transformaba en ejemplo, y la auctoritas maiorum pasó a ser lo mismo que los modelos aceptados para el comportamiento cotidiano, que el propio parámetro de moral política. También por esto la vejez, distinta de la simple edad madura, constituía para los romanos la verdadera culminación de la vida humana, no tanto por la sabiduría y experiencia acumuladas sino más bien porque el hombre anciano se acercaba más a los antepasados y a tiempos pretéritos. Al contrario de nuestro concepto de crecimiento que coloca el proceso en el futuro, los romanos consideran que el crecimiento se dirigía hacia el pasado. Si se quiere relacionar esta actitud con el orden jerárquico establecido por la autoridad y visualizar esta jerarquía en la imagen familiar de la pirámide, es como si el vértice de la pirámide no se proyectara hasta la altura de un cielo en la tierra (o, como dicen los cristianos, más allá de la de ella), sino hasta las honduras de un pasado terrenal.

En este contexto sobre todo político, la tradición santificaba el pasado. La tradición conservaba el pasado al transmitir de una generación a otra el testimonio de los antepasados, de los que habían sido testigos y protagonistas de la fundación sacra y después la habían aumentado con su autoridad a lo largo de los siglos. En la medida en que esa tradición no se interrumpiera, la autoridad se mantenía inviolada; y era inconcebible actuar sin autoridad ni tradición, sin normas y modelos aceptados y consagrados por el tiempo, sin la ayuda de la sabiduría de los padres fundadores. El concepto de una tradición espiritual y de una autoridad en temas de pensamiento y de ideas se deriva aquí del campo político y es por consiguiente derivada en esencia, tal como la concepción platónica del papel de la razón y de las ideas en política se derivó del campo filosófico y resultó derivada en el ámbito de los asuntos humanos. Pero el hecho de mayor importancia histórica es que los romanos creían que necesitaban padres fundadores y ejemplos revestidos de autoridad también en el campo del pensamiento y de las ideas y aceptaron a los grandes “antepasados” griegos como sus autoridades en la teoría, la filosofía y la poesía. Los grandes autores griegos se convirtieron en autoridades entre los romanos, no entre los griegos. Platón y otros antes y después de él llamaron a Homero “educador de toda la Hélade”, algo inconcebible en Roma, donde ningún filósofo habría osado “levantar la mano contra su padre [espiritual]”, como dijo Platón de sí mismo (en El sofista) cuando rompió con las enseñanzas de Parménides.

Del mismo modo en que el carácter derivado de la aplicabilidad de las ideas a la política no impidió que el pensamiento político platónico se convirtiera en el origen de la teoría política occidental, así tampoco el carácter derivado de la autoridad y de la tradición en asuntos espirituales impidió que ambas, durante la mayor parte de nuestra historia, se convirtieran en los rasgos dominantes del pensamiento filosófico occidental. En los dos casos, el origen político y las experiencias políticas que están en la base de las teorías se olvidaron, se olvidó el conflicto original entre la política y la filosofía, entre el ciudadano y el filósofo, y también se olvidó la experiencia de la fundación en la que tuvo su fuente legítima la trinidad romana de religión, autoridad y tradición. El vigor de esa trinidad está en la fuerza vinculante de un principio investido de autoridad, al que los hombres están atados por lazos “religiosos” a través de la tradición. La trinidad romana no sólo sobrevivió a la transformación de la República en Imperio, sino que se impuso en todos los puntos en que la pax romana estableció la civilización occidental sobre cimientos propios.

La extraordinaria fortaleza y la perdurabilidad de ese espíritu romano —o la extraordinaria vigencia del principio de fundación para la creación de entidades políticas— pasaron por una prueba decisiva y salieron airosas de manera notable después de la caída del Imperio Romano, cuando la herencia política y espiritual de Roma pasó a la Iglesia cristiana.  Al enfrentarse con esa tarea tan mundana, la Iglesia se convirtió en “romana” y se adaptó de una manera tan completa al pensamiento romano en asuntos de política que hizo de la muerte y resurrección de Cristo la piedra fundamental de una nueva fundación, y sobre ella construyó una nueva institución humana de tremenda perdurabilidad. Por eso, después de que Constantino el Grande recurriera a la Iglesia con el objeto de obtener para su declinante Imperio la protección del “Dios más poderoso”, la Iglesia pudo por fin dejar de lado las tendencias antipolíticas y antiinstitucionales de la fe cristiana, que tantos problemas habían causado en los primeros siglos, que son tan evidentes en el Nuevo Testamento y en los primeros textos cristianos y que, al parecer, eran insuperables. La victoria del espíritu romano es, en realidad, casi un milagro; en cualquier caso, sólo ello permitió que la Iglesia “ofreciera a sus miembros el sentido de ciudadanía que ya no podían ofrecerles ni Roma ni los municipios”.  No obstante, tal como la politización platónica de las ideas cambió la filosofía occidental y determinó el concepto filosófico de razón, de igual manera la politización de la Iglesia cambió la religión cristiana. La base de la Iglesia como comunidad de creyentes y como institución pública dejó de ser la fe cristiana en la resurrección (aunque esta fe siguió siendo su contenido) ni la obediencia de los hebreos a la ley de Dios, sino el testimonio de la vida, del nacimiento, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, como un evento registrado por la historia.  Por haber sido testigos de ese acontecimiento, los apóstoles se convirtieron en los “padres fundadores” de la Iglesia, de quienes derivaría su propia autoridad transmitiendo ese testimonio a modo de tradición de una generación a otra. Sólo cuando esto ocurrió, estamos tentados de decir, la fe cristiana se convirtió en una “religión” no únicamente en el sentido poscristiano sino también en el antiguo; en todo caso, sólo entonces el mundo entero —a diferencia de unos simples grupos de creyentes, por muy grandes que fueran— pudo volverse cristiano. El espíritu romano pudo sobrevivir a la catástrofe del Imperio porque sus enemigos más poderosos —los que, por así decirlo, tras arrojar una maldición sobre todo el campo de los asuntos públicos mundanales habían jurado que vivirían apartados— descubrieron en su propia fe algo que también podía entenderse como un acontecimiento terrenal y transformarse en un nuevo comienzo mundano con el que el mundo podía reconectarse nuevamente (religare), en una curiosa mezcla de nuevo y antiguo respeto religioso. Esta transformación fue, en gran medida, la que cumplió Agustín, el único gran filósofo que tuvieron los romanos. El fundamento de su filosofía —“Sedis animi est in memoria” (“la sede de la mente está en la memoria”)— es precisamente esa articulación conceptual de la específica experiencia romana, que los propios romanos jamás llevaron adelante, abrumados como estaban por la filosofía y los conceptos griegos.

Gracias a que la fundación de la ciudad de Roma se repitió en la fundación de la Iglesia católica —aunque, por supuesto, con un contenido radicalmente distinto—, la era cristiana se apoderó de aquella trinidad romana de religión, autoridad y tradición. El signo más notorio de esta continuidad quizá sea el hecho de que la Iglesia, al embarcarse en su gran trayecto político del siglo V, adoptó de inmediato la distinción establecida por los romanos entre autoridad y poder, al tiempo que reclamaba para sí la antigua autoridad del Senado y dejaba el poder —que en el Imperio Romano ya no estaba en manos del pueblo sino monopolizado por la familia imperial— a los príncipes terrenales. A fines del siglo V, el papa Gelasio I escribía al emperador Anastasio I: “Dos son las cosas por las que se gobierna sobre todo este mundo:  la sagrada autoridad de los papas y el poder real”.  El resultado de la continuidad del espíritu romano en la historia de Occidente fue doble. De una parte, el milagro de permanencia se repitió una vez más; en el marco de nuestra historia, la durabilidad y continuidad de la Iglesia como institución pública sólo es comparable con los mil años de historia romana antigua. Por otra parte, la separación entre Iglesia y Estado, lejos de significar de modo inequívoco una secularización del campo político y, por tanto, su ascenso a la dignidad del período clásico, en realidad implicó que, por primera vez desde la época de los romanos, la política había perdido su autoridad y con ella el elemento que, al menos en la historia occidental, había dado a las estructuras políticas su durabilidad, continuidad y permanencia.

Es verdad que el pensamiento político romano ya desde fecha muy temprana usó los conceptos platónicos para comprender e interpretar las específicas experiencias políticas romanas. Con todo parece como si sólo en la era cristiana hubieran desarrollado toda su eficacia política los invisibles patrones de medida espirituales de Platón, con los cuales se medían y juzgaban los asuntos humanos concretos. Precisamente esas partes de la doctrina cristiana que podrían haber encontrado grandes dificultades para asimilarse o adecuarse a la estructura política romana —es decir, las verdades y los mandamientos revelados por una autoridad de verdadero carácter trascendente que, a diferencia de la de Platón, no se extendía por encima sino más allá del ámbito terrenal— pudieron integrarse en la leyenda de la fundación romana a través de Platón. La revelación divina podía interpretarse ahora políticamente como si las normas de la conducta humana y el principio de la comunidad política, anticipados por Platón de manera intuitiva, se hubieran revelado por fin en forma directa, de modo que, en palabras de un platónico moderno, pareciera como si la temprana orientación de Platón “hacia la medida invisible se confirmara a través de la revelación de la medida misma”.  En tanto que incorporó la filosofía griega en la estructura de sus doctrinas y dogmas de fe, la Iglesia católica  hizo una amalgama del concepto político que los romanos tenían de la autoridad, cuya base inevitable era un comienzo, una fundación en el pasado, y la noción griega de medidas y reglas trascendentes. Las normas generales y trascendentes, a partir de las cuales podía normarse lo particular y lo inmanente, se requerían ahora para cualquier orden político; eran necesarias unas reglas morales que rigieran el comportamiento de relacionamiento entre los humanos y unas medidas racionales que sirvieran de guía para todo juicio individual. Pocas cosas pudo haber que terminaran afirmándose con mayor autoridad y consecuencias de mayor alcance que esa amalgama misma.

Desde entonces se ha visto —y el hecho habla de la estabilidad de la amalgama— que cada vez que se dudaba de uno de los elementos de la trinidad romana, religión, autoridad o tradición, o se lo eliminaba, los dos restantes ya no estaban firmes. Fue, pues, un error por parte de Lutero pensar que ese desafío a la autoridad temporal de la Iglesia y su apelación al juicio individual y no guiado podía dejar intactas la tradición y la religión. También se equivocaron Hobbes y los teóricos políticos del siglo XVII al suponer que la autoridad y la religión se podían salvar sin la tradición. Por último, también fue un desacierto el de los humanistas que pensaron que sería posible mantenerse dentro de una tradición intacta de la civilización occidental sin religión y sin autoridad.

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La consecuencia política más importante de la amalgama de instituciones políticas romanas e ideas filosóficas griegas fue la de permitir a la Iglesia que interpretara las bastante vagas y conflictivas nociones del primer cristianismo acerca de la vida en el más allá a la luz de los mitos políticos platónicos, con lo que elevaba a la categoría de dogma de fe un elaborado sistema de premios y castigos para las buenas y las malas obras que no encontraban la retribución justa en la tierra. Esto no se produjo antes del siglo V, cuando se declararon heréticas las primeras enseñanzas acerca de la redención de todos los pecadores, incluido el propio Satanás (como enseñaba Orígenes y aún sostenía Gregorio de Nicea), y la interpretación espiritualista de las torturas del infierno como tormentos de la conciencia (cosa que también enseñaba Orígenes), pero coincidió con la caída de Roma, la desaparición de un orden secular firme, la gestión de los asuntos seculares por parte de la Iglesia y el surgimiento del papado como poder temporal. Las nociones populares y literarias sobre un más allá con premios y castigos estuvieron, por supuesto, tan diseminadas como lo habían estado en toda la Antigüedad , pero la versión cristiana original de esas creencias, coherente con las “buenas nuevas” y la redención del pecado, no era una amenaza de castigo eterno y sufrimiento perpetuo sino, por el contrario, el descensus ad inferos, la misión de Cristo en el mundo subterráneo donde pasó los tres días que mediaron entre su muerte y su resurrección para terminar con el infierno, derrotar a Satanás y liberar a las almas de los pecadores muertos, como lo había hecho con las almas de los vivos, de la muerte y el castigo.

Nos resulta algo difícil medir con exactitud el origen político, no religioso, de la doctrina del infierno, porque, en su versión platónica, la Iglesia la introdujo muy temprano en el cuerpo de sus dogmas de fe. (…)

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Sin embargo, hay algo que llama muchísimo la atención en este contexto: mientras todos los modelos, prototipos y ejemplos de relaciones autoritarias —el del hombre de Estado como sanador y médico, como experto, como piloto, como el amo que sabe, como educador, como sabio—, todos ellos de origen griego, se conservaron fielmente y se articularon después hasta convertirse en trivialidades vacías, la única experiencia política que aportó la autoridad como palabra, concepto y realidad a nuestra historia —la experiencia romana de la fundación— parece haberse perdido y olvidado por completo. Esto ocurrió hasta tal punto que, en el momento en que empezamos a hablar y pensar sobre autoridad, que después de todo es uno de los conceptos centrales del pensamiento político, es como si quedáramos atrapados en un embrollo de abstracciones, metáforas y figuras retóricas en las que todo se puede tomar por otra cosa o confundir con ella, porque ni en la historia ni en la vida cotidiana tenemos una realidad a la que todos podamos apelar unánimemente. Entre otras cosas, esto indica lo que también se podría probar de otra manera, a saber, que los conceptos griegos, una vez santificados por los romanos a través de la tradición y la autoridad, simplemente eliminaron de la conciencia histórica todas las experiencias políticas que no podían entrar en su marco.

Sin embargo, este juicio no es del todo verdadero. En nuestra historia política existe un tipo de acontecimiento para el que la idea de fundación es decisiva y en nuestra historia del pensamiento hay un pensador político en cuyo trabajo el concepto de fundación es central, si no supremo. Los acontecimientos a los que aludimos son las revoluciones de la época moderna y el pensador es Maquiavelo, quien se situaba en el umbral de esta época y, aunque jamás utilizó la palabra, fue el primero en concebir una revolución.

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* Hannah Arendt, "¿Qué es la autoridad?". En: Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios de reflexión política. [1968] Ediciones Península: Barcelona, 1996, pag. 101-153. Traducción de Ana Luisa Poljak Zorzut, revisada y corregida por Hernando Calla (junio 2019)