Entradas populares

martes, 28 de julio de 2015

Panorama de la literatura nacional de 1935

Preámbulo melancólico



Por Carlos Medinaceli
I
“NADIE TIENE EL CORAJE de René-Moreno de ir acumulando, día por día, todo cuanto se produce en el país en materia de papel impreso, desde las simples hojas volantes y folletos de cuatro páginas, hasta el libro costoso, elegantemente impreso, o el raro incunable, como hacía aquel benedictino de la bibliografía. Moreno ha muerto sin dejar sucesores. ¿Quién sería el guapo, en los días catastróficos que corren, de repetir su bizarro gesto? Perseguir, como si se tratase de una joya, un folleto insignificante o, algo peor, repugnante, sobre cualquier doméstica controversia jurídica, sólo por completar la colección y luego gastar tiempo y paciencia en leerlo, estudiarlo, clasificarlo, y, a trueque de todo eso, no obtener otra cosa que la indignación furibunda del autor, si el juicio no ha sido favorable, como no podía menos de serlo. Moreno fue no solamente un maniático coleccionista de documentos, sino un mártir de la bibliografía. Pero, al fin y al cabo, el célebre Director de la Biblioteca del Instituto de Santiago disfrutaba de una relativamente desahogada situación, era de vida sobria y austera y su absorbente consagración a la bibliografía, explican su obra, aunque siempre resulta asombrosa su capacidad de trabajo y su rigorismo científico. Lo que sí es de admirar es que Moreno no se hubiese embrutecido después de haber leído tantos folletos bolivianos. Porque la verdad es esa: en Bolivia se produce tan poco digno de leerse, que yo he llegado a cobrar repugnancia al libro nacional. No tanto al antiguo, sino al actual. Antes, por lo menos, se escribía por dar desahogo a las malas pasiones, por rebelarse como un enemigo jurado de algún prójimo, como cuando don José Quintín Mendoza, desde Ayopaya, le decía aquellas sus tan pintorescas barbaridades a Arce, o Taborga lo enjuiciaba a Camacho responsabilizándolo por la derrota del Alto de la Alianza, gesto que hoy nadie se atreve a repetir. Aquellos hombres sabían odiar, por lo menos. Tenían esa virtud, la sinceridad de su odio. Pero hoy sucede algo peor: hoy se publica por vanidad. Y las peores, naturalmente, son esas mujeres que escriben, a quienes les ha picado el morbo literario y se sienten plumíferas. Este sí que es un peligro social sobre el cual habrá que llamar la atención de la Policía Urbana, —porque seguramente se trata de algún grave caso de locura delirante, quiero decir, escribiente, — o de la Sanidad Pública, porque se trata de alguna anormalidad orgánica. En fin… Aún vivimos. Júzguese, pues, mi disgusto cuando el Director de LA REPÚBLICA me mandó a invitar a que escribiera sobre la producción bibliográfica durante el año. —¿Por qué imbécil me habrá tomado? —pensé para mi capote y estuve a punto de responder: —Dígale al señor Director que yo no he leído un solo libro nacional hasta ahora: soy persona honrada—. Pero, como por mal de mis pecados parece que me he ganado la fama de badulaque, o sea de un hombre que por carecer de un oficio lucrativo como cualquier artesano de esos, que no obstante de que gana mejor que yo, aspira al honroso título de “proletario” y se hace digno de ingresar al Socialismo de Estado exigiendo que éste, el Estado, lo proteja, cosa que para mí está vedada, porque, precisamente, por no tener ningún oficio, resulto un burgués de la peor especie y que, como decía, por puro “desocupado” se dedica a leer cuanta paparrucha se publica en el país, hube de responderle con la más santa resignación cristiana:
— “Sí, señor Redactor, lo haré con todo gusto, por corresponder a la honrosa invitación que se me hace”, —aunque, para mis adentros, seguía pensando:
— “Ahora tengo que sepultarme por lo menos estos quince días que quedan dentro de las catacumbas de la bibliografía nacional y hasta gastar algo de mis haberes en adquirir libros nacionales en los puestos de San Francisco, que es en la única parte donde, indefectiblemente, se los encuentra.”
¿Por qué le contesté en forma afirmativa, cuando me era tan fácil negarme? ¿Tengo yo el alma de mártir? — me pregunté luego. —Después, mi demonio interior, que, como el de Sócrates, suele decirme algunas verdades, me sopló al oído:
“Puras filfas: tú no tienes nada de mártir: lo que tienes es, lo que todos tienen, vanidad. Nada más: la peor de las vanidades, la vanidad de las vanidades: escribir; eres tan grafómano como los otros, aunque, alguna vez, por cansancio cerebral, te dé un ataque de grafofobia. Y, así es. Porque, ¿qué mayor orgullo para un pobre diablo como yo que ver su nombre en letras de molde en un gran rotativo nacional? ¡Oh, a cambio de eso, uno es capaz de sacrificar todo! Hasta de gastarse cinco pesos comprándose un libro sobre “Fitografía Kalahuaya” y tener la franciscana bondad de leerlo. Y, aún, de opinar bien del autor, porque, como ordena nuestro Seráfico Padre, hay que ser bondadoso con los animales…
Solía decir don Luis Paz que los que se dedican a escribir en Bolivia deben de ser o ricos o locos. Porque eso de escribir gratis, gastando tiempo, esfuerzo y dinero para un público que no lee, o es chifladura de rico o de loco. Como yo no soy lo primero, debo ser lo segundo. Lo que me consuela es que no estoy solo en el campo. Son algunos más los de mi banda. Pero, como el campo de la literatura es como inquilinato de una casa de corredor donde no se puede vivir sin disputarse hasta el aire que se respira, se me excusará no venga aquí con aquella filfa de que para opinar sobre mis colegas me voy a revestir con la toga del “sagrado magisterio de la crítica”, sino de que la crítica es la manera más cómoda que tenemos los literatos fracasados, o sin talento creador, de desahogar nuestras malas pasiones.
La profesión literaria, si es profesión, es una mezquina profesión, porque se parece a un hogar donde hay mucha prole, pero muy poco que comer. Y todos se disputan el grano de garbanzo que les corresponde. Ese garbanzo se llama prestigio, fama o notoriedad. Ya que entre nosotros no es posible hablar de gloria. Tiene razón Arguedas. Si el oficio de literato es miserable en todas partes, en Bolivia es trágico: es la tragedia del hombre que escribe en un país que no lee. Hablo de los literatos de verdad, que han hecho profesión de ello, como Arguedas o Mendoza,  no de los que publican una Oda porque no los voten de su puesto o de los que la escriben por conseguirlo. Estos tales no son escritores, sino vividores. Y como éstos son los que abundan, mientras los primeros escasean, que lo primero es un sacrificio y lo segundo una gollería, de ahí que el panorama de la literatura nacional ofrece la visión de la parda uniformidad de una llanura donde no hay más que dos o tres cumbres de modesta altura y, el resto, montones de piedra y de tierra que, por algún error de perspectiva, parecen también, algunas veces, otras cumbres, pero que, vistos de cerca, no son más que eso.
Repito, pues, que no he seguido con atención metódica, como un paciente bibliógrafo, toda la producción literaria en el año y mal podría dar un año bibliográfico científicamente ordenado como hacía Moreno y lo hacen en otras partes los profesionales de la materia. He leído al azar, lo que me ha parecido bueno, y sobre lo que he leído opinaré con la relativa honradez que es posible esperar de un tipo de mi calaña, ya que no tengo el talento de Sainte-Beuve de ocultar mis odios tras los más felinos halagos, ni de escudarme tras la máscara de la “imparcialidad”, porque para eso no tengo las mañas metódicas de Taine.
Aunque para no pecar de arbitrario y poner algo de orden en esta reseña casi melancólica, voy a abandonar el “Yo” odioso, para revestirme con el “Nos”, más o menos catedrático. Y menendezpelayizar un poco”.
Extractado de: Carlos Medinaceli, “Páginas de vida”, Prólogo de Armando Alba, Potosí (Bolivia): Editorial “Potosí”, 1955, p. 165 – 169.

La condición humana

Por Hannah Arendt
Prólogo
En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: sol, luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad en eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.
Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la fisión del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurrían en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o asombro ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer “paso de liberación de los hombres de su prisión terrena”. Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, era el eco inconsciente de una extraordinaria frase que, hace más de 20 años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: “La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra”.
Desde hace un tiempo esta creencia ha sido un lugar común. Nos muestra que, en todas partes, los hombres no han sido para nada lentos en captar y ajustarse a los descubrimientos científicos y al desarrollo técnico, sino que, por el contrario, los han sobrepasado en décadas. En éste, como en otros aspectos, la ciencia ha afirmado y hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños que no eran descabellados ni vanos. La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera plana lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción (a la que, por desgracia, nadie ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de las masas). La trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario; ya que aunque los cristianos se han referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos han considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad ha concebido la Tierra como cárcel del cuerpo humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente desde aquí a la Luna. La emancipación y secularización de la Época Moderna, que comenzó con darle la espalda, no necesariamente a Dios, sino a un Dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿debería terminar con un repudio todavía más ominoso a una Tierra que era la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?
La Tierra es la quintaesencia misma de la condición humana, y la naturaleza terrena, según lo que sabemos, quizás sea única en el universo con respecto a proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que pueden moverse y respirar sin mayor esfuerzo ni artificio. El artificio humano del mundo separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con el resto de los organismos vivos. Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también “artificial”, a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza.  El mismo deseo de “escapar de la prisión de la Tierra” se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar “bajo el microscopio plasma de germen congelado perteneciente a personas de demostradas capacidades a fin de producir seres humanos superiores”, y de “alterar [su] tamaño, aspecto y función”, y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subyace también a la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.
Este hombre futuro —que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman— parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana, tal como se nos la dio, como don gratuito que no procede de parte alguna (hablando en términos no religiosos), y que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco la hay para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido, y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o los políticos profesionales.
Mientras tales posibilidades quizás sean aún de un futuro lejano, los primeros efectos de los triunfos singulares de la ciencia se han dejado sentir en una crisis dentro de las propias ciencias naturales. La dificultad reside en el hecho de que las “verdades” del mundo moderno científico, si bien pueden demostrarse en fórmulas matemáticas y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan a la normal expresión del habla y del pensamiento. En cuanto estas “verdades” se hablen conceptual y  coherentemente, las expresiones resultantes serán “quizá no tan sin sentido como ‘círculo triangular’, pero mucho más disparatadas que un ‘león alado’” (Erwin Schrödinger). Todavía no sabemos si ésta es una situación final. Pero pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, es decir, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que hacemos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales que realicen nuestro pensamiento y habla. Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en esclavos dependientes no tanto de nuestras máquinas como de nuestro know-how, criaturas irreflexivas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible, por muy mortífero que fuera.
Sin embargo, incluso dejando de lado estas últimas y aún inciertas consecuencias, la situación creada por las ciencias es de gran significación política. Dondequiera que esté en juego la relevancia del habla, la cuestión adquiere una significación política, ya que es precisamente el habla lo que hace del hombre un ser único. Si siguiéramos el consejo, con el que nos apremian tan a menudo, de ajustar nuestras actitudes culturales al presente estado del desarrollo científico, adoptaríamos con toda seriedad una forma de vida en la que el habla dejaría de tener significado, ya que las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un “lenguaje” de símbolos matemáticos que, si en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resultan imposibles de traducir de nuevo al habla. La razón por la que puede ser prudente desconfiar del juicio político de los científicos qua científicos no es fundamentalmente su falta de “carácter” —que no se negaran a desarrollar armas atómicas— o su ingenuidad —que no entendieran que una vez desarrolladas dichas armas serían los últimos en ser consultados sobre su empleo—, sino concretamente el hecho de que se mueven en un mundo donde el habla ha perdido su poder. Y cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en la medida en que pueda expresarlo. Tal vez haya verdades más allá de lo que puede decirse, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, encuentran sentido a las cosas sólo debido a que se hablan y se entienden entre sí y a sí mismos.
Más próximo y quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y servidumbre a la necesidad. También aquí está en peligro un aspecto fundamental de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la “fatiga y molestia” del trabajo, no es moderna sino tan antigua como la historia conocida. La liberación del trabajo en sí misma no es nueva; en otro tiempo se contaba entre los privilegios más firmemente aceptados de unos pocos. En este caso, pareciera que el progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad.
Sin embargo, eso es únicamente en apariencia. La Época Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad trabajadora. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente. Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las cadenas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuya causa merecería ganarse esa libertad. Dentro de esta sociedad, que es igualitaria porque esa es la manera que tiene el trabajo de hacer que los hombres vivan juntos, ya no quedan las clases, ninguna aristocracia de naturaleza política o espiritual a partir de la que pudiera iniciarse de nuevo una restauración de las otras capacidades del hombre. Incluso los presidentes, reyes y primeros ministros consideran sus cargos como un trabajo necesario para la vida de la sociedad y, entre los intelectuales, únicamente algunos individuos solitarios consideran lo que hacen como una obra y no un medio de ganarse la vida. Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.
Este libro no ofrece respuesta a estas preocupaciones y perplejidades. Dichas respuestas se dan a diario, y son materia de política práctica, sujeta al acuerdo de muchos; nunca consisten en consideraciones teóricas o en la opinión de una persona, como si se tratara de problemas que sólo admiten una única solución posible. Lo que propongo en los capítulos siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias. Evidentemente, este es un asunto del pensamiento, y la ausencia de pensamiento —la insensata temeridad o desesperada confusión o complaciente repetición de “verdades” que se han convertido en triviales y vacías—me parece una de las características salientes de nuestro tiempo. Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: no otra cosa que pensar en lo que hacemos.
En efecto, “lo que hacemos” es el tema central del presente libro. Se refiere sólo a las más elementales articulaciones de la condición humana con esas actividades que tradicionalmente, así como según la opinión corriente, se encuentran al alcance de todo ser humano. Por esta y otras razones, la más elevada y quizá más pura actividad de la que es capaz el hombre, la de pensar, se omite en las presentes consideraciones. Así, pues, y de manera sistemática, el libro se limita a una discusión sobre el trabajo, la obra y la acción, que constituyen sus tres capítulos centrales. En términos históricos, trato en el último capítulo de la Época Moderna y, a lo largo del libro, de las varias constelaciones dentro de la jerarquía de actividades tal como las conocemos desde la historia occidental.
No obstante, la Época Moderna no es lo mismo que el mundo moderno. En relación a lo científico, la Época Moderna que comenzó en el siglo XVII terminó al comienzo del siglo XX; políticamente, el mundo moderno en que hoy vivimos nació con las primeras explosiones atómicas. No discuto este mundo moderno, contra cuyo trasfondo he escrito el presente libro. Me limito, por un lado, al análisis de esas capacidades humanas básicas que surgen de la condición del hombre y que son permanentes, es decir, que no pueden perderse irrecuperablemente mientras la condición humana no haya sido cambiada. Por otro lado, el propósito del análisis histórico es rastrear en el tiempo la alienación del mundo moderno, su doble huida de la Tierra al universo y del mundo al yo interior, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad, tal como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva época aún desconocida.
Extractado de Hannah Arendt, “La condición humana”, Buenos Aires: Paidos, 2003 [1958], p. 13-19. Traducción de Ramón Gil Novales, revisada y corregida por Hernando Calla.

La intensidad inhabilitante del mercado

por Iván Illich
Actualmente se llama crisis a aquel momento en el cual, médicos, diplomáticos, banqueros y toda clase de ingenieros sociales asumen los controles y se suspenden las libertades. Lo mismo que los pacientes, las naciones se catalogan en estado crítico. Y esto debido a que la crisis, de haber sido una posibilidad de enmendar rumbos, ahora sólo significa el ir y venir de un lado a otro. En la actualidad, remite a una amenaza ominosa pero controlable contra la cual pueden unirse el dinero, la fuerza laboral y la administración. Un ejemplo típico de este tipo de respuesta podría ser el de una ciudad de 13 millones de habitantes, a 2500 metros sobre el nivel del mar, en la cual ante las cifras alarmantes de escasez y las dificultades en el suministro de agua a la mayoría de sus habitantes que solamente tienen acceso a menos de 5 litros, se declara una crisis que habrá de dar más trabajo a los ingenieros en vez de racionar el consumo del 5% de la gente que utiliza la mitad del agua en sus tinas y albercas. La crisis entendida de esta manera resulta siempre conveniente para los ejecutivos y comisarios, especialmente para los buitres que viven de los efectos secundarios, no deseados, del crecimiento anterior: para los educadores que viven de la alienación de la sociedad, para los doctores que prosperan a base del trabajo y ocio que han destruido la salud, para los políticos que triunfan gracias a la distribución del un bienestar que, en primera instancia, se les quitó a los mismos que reciben la asistencia.
Sin embargo, el término crisis no debe significar necesariamente esto. No debiera implicar una temeraria escalada de los controles sociales. Puede significar el instante de la elección, ese momento maravilloso en que la gente se hace consciente de su propia prisión autoimpuesta y de la posibilidad de una vida diferente. Esta es la crisis que enfrentan hoy simultáneamente los Estados Unidos y el mundo.
a) Una elección mundial
En unas cuantas décadas, el mundo se ha uniformado. Las respuestas humanas a los sucesos de todos los días se han hecho estándar. Aunque todavía los idiomas y los dioses parecen diferentes, la gente se une todos los días a la estupenda mayoría que marcha al compás del mismo tambor. El interruptor de la luz, junto a la puerta, ha reemplazado a las múltiples formas en que los fuegos, las velas y los faroles se encendían antiguamente. El número de quienes encienden interruptores de luz se ha triplicado en el mundo en diez años; la palanca del agua y el papel se han convertido en condiciones esenciales para evacuar los intestinos. La luz que no proviene de las redes de alto voltaje y la higiene que excluye el papel higiénico han funcionado como medidores de la pobreza de miles de personas. La intrusión, soporífera a veces, estruendosa otras, de los medios masivos de comunicación, penetra muy adentro en el barrio, el pueblo, la sociedad, la escuela. Los sonidos leídos por el locutor y los anunciadores de textos programados, pervierten diariamente las palabras de un lenguaje hablado al que convierten en bloques de construcción para mensajes en paquete. Para tener actualmente la posibilidad de que nuestros hijos jueguen en un ambiente en el que una de cada diez palabras que oyen les sean dirigidas personalmente, deben estar ellos aislados o apartados temporalmente, o bien, deben ser opulentos marginales a los que se protege cuidadosamente. En cualquier parte del mundo se puede notar un rápido enquistamiento de la aceptación disciplinada que caracteriza al oyente, al cliente, al comprador. La estandarización de la acción humana se va extendiendo.
Se hace evidente ahora que el problema crítico que enfrenta la mayor parte de las naciones del mundo: o la gente se convertirá en cifras de una multitud condicionada que avanza hacia una dependencia cada vez mayor —y necesitará, por lo tanto, de batallas salvajes para obtener un mínimo de las drogas que alimenten su hábito— o bien encontrará el valor que es lo único que puede salvar en el pánico: mantener la calma y buscar alrededor otro escape que no sea el ya marcado como salida. Sin embargo, muchas de las personas a quienes se les dice que los bolivianos, los canadienses, los húngaros enfrentan todos la misma elección fundamental, no sólo se sienten molestos, sino que se ofenden profundamente. La idea les parece no solamente loca sino chocante. No logran detectar la similitud en esta nueva degradación amarga que va permeando el hambre del indio del Altiplano, la neurosis del trabajador de Amsterdam y la cínica corrupción del burócrata de Varsovia.
b) Hacia una cultura de productos estandarizados
El desarrollo ha tenido los mismos efectos en todas las sociedades: se han visto atrapadas en una nueva trama de dependencia respecto de las mercancías que fluyen del mismo tipo de máquinas, fábricas, clínicas, estudios de TV, think tanks. Para satisfacer esta dependencia se tiene que seguir produciendo siempre más de lo mismo: bienes y servicios estandarizados por ingenieros y destinados a los consumidores, quienes, a su vez, son estandarizados por los educadores y promotores para que crean necesitar lo que se les ofrece.
Ya sean tangibles o intangibles, son éstos los productos estandarizados del mundo industrial; asumen valor monetario como mercancías y se determinan tanto por la acción del Estado como por el mercado, aunque el nivel de participación de uno y otro varíe en los diferentes regímenes. Las distintas culturas llegan a ser así residuos insípidos de un estilo de acción tradicional, perdidas en un páramo mundial; un terreno árido, desbastado por la maquinaria necesaria para producir y consumir. En las riberas del Sena y las del Niger, la gente olvidó cómo ordeñar, porque el líquido blanco les llega envasado. Gracias a una mayor protección al consumidor, en Francia la leche es menos tóxica que en Mali. Es verdad que ahora hay una mayor cantidad de criaturas que beben leche de vaca, pero los senos de las mujeres, ricas y pobres, se secan por igual. El adicto nace con el primer grito del niño que tiene hambre, cuando su organismo aprehende la leche artificial, abandonando el seno materno que, de este modo, se atrofia. Todas aquellas acciones humanas, autónomas y creativas, necesarias para el florecimiento del universo humano, terminan atrofiándose. Los techos de barro o de paja, de caña o de teja, se han ido reemplazando por techos de concreto para unos pocos y de plástico ondulado para la mayor parte. Ni los obstáculos de la selva ni los matices ideológicos han librado a los pobres y a los socialistas de apresurarse en construir carreteras para los ricos, esas vías que les conducen al mundo donde los economistas han tomado el lugar de los sacerdotes. Las casas de moneda acaban con todos los tesoros locales y los ídolos. El dinero devalúa lo que no puede medir. La crisis, pues, es la misma para todos: la opción entre una mayor  o menor dependencia de bienes de consumo industrial. Una dependencia mayor significa la destrucción rápida y total de las culturas como programas de actividades de subsistencia que produzcan satisfacción; una dependencia menor significa el variado florecimiento de valores de uso en culturas de intensa actividad. La elección es esencialmente la misma para ricos y pobres, aunque imaginarlo siquiera sería extremadamente difícil para quienes ya están acostumbrados a vivir en un supermercado, diferente, pero sólo en nombre, de las instituciones para idiotas.
En las sociedades de industrialismo tardío, toda la vida se organiza en función de las mercancías. Nuestras sociedades de mercado intensivo miden su progreso material de acuerdo con el aumento en el volumen y en la variedad de las mercancías producidas; y, siguiendo esta misma línea, medimos el progreso social de acuerdo con la distribución del acceso a estos bienes y servicios. La economía política se ha convertido en la gran propagandista al servicio de la dominación de los que producen en gran escala. El socialismo se ha degradado al convertirse en una lucha contra la distribución no igualitaria y la economía del bienestar ha identificado el bien público con la distribución de la opulencia y, en su sentido más estricto, con la humillante opulencia del pobre: un día de degradación organizada en un hospital público, cárcel o laboratorio educacional en los Estados Unidos, alimentaría a una familia de la India durante un mes.
Al despreciar todos aquellos costos a los cuales la economía clásica no fijó precios, la sociedad industrial creó un ambiente dentro del cual la gente no puede vivir sin devorar cada día el equivalente de su propio peso en metales, carburantes y materiales de construcción. Creó un mundo en el cual la constante necesidad de protegerse contra los resultados negativos del crecimiento ha cavado nuevos abismos de discriminación, de impotencia y de frustración. Nunca olvidaré la afirmación del yanqui frente a un chileno: “Seremos siempre nosotros los que, en un mundo envenenado, tendremos los filtros de aire de mayor potencia”. Hasta ahora, los movimientos ecológicos al servicio del poder sólo han servido para dar más consistencia a esta orientación, al concentrar la atención pública sobre la irresponsabilidad técnica de quienes vierten en zonas residenciales con subproductos venenosos o mutágenos y, en el mejor de los casos, han desenmascarado los intereses privados que aumentan la dependencia del individuo a las necesidades creadas. Pero aún ahora, después que se han fijado precios y costos para reflejar el impacto sobre el medio ambiente (lo negativo de las molestias o el costo de la polarización), no hemos sido capaces de percibir con claridad que este proceso sustituyó, por artículos empacados y producidos en serie, todo lo que la gente hacía o creaba por sí misma.
Desde hace algunos años, cada semana muere una u otra forma de expresión. Las que permanecen se uniforman cada vez más. Sin embargo, aún quienes se preocupan por la pérdida de variedades genéticas o por la multiplicación de isótopos radioactivos, no advierten el agotamiento irreversible de las habilidades artesanales, de los cuentos y de los sentidos de la forma. Esta sustitución gradual de valores útiles pero no mercantilizables por bienes industriales y por servicios, ha sido la meta compartida de facciones políticas y de regímenes que, de otro modo, se opondrían violentamente.
Por este camino, cada vez trozos más grandes de nuestras vidas se transforman de tal manera que la vida pasa a depender casi exclusivamente del consumo de mercancías. Esto es lo que deberíamos llamar un aumento de la intensidad de mercado en las culturas modernas. Desde luego, los diferentes regímenes asignan sus recursos de manera distinta: aquí decide la “sabiduría de la mano escondida” del mercado, allá, la del ideólogo y el planificador. Pero la oposición política entre estos proponentes de métodos alternativos para la asignación de recursos, solamente disfraza el mismo desprecio burdo que muestran todas las facciones y partidos por la libertad y la dignidad personal.
La política sobre energéticos en los distintos países nos da un buen ejemplo para estudiar la profunda identidad existente entre los diferentes promotores del sistema industrial, sea que se llamen socialistas o liberales. Si excluimos lugares como Nueva Camboya, sobre la cual me falta información, no existe élite de gobierno ni oposición organizada que conciba un futuro deseable fundado en un instrumental social cuyo consumo de energía per capita fuera inferior en varios órdenes de magnitud a los niveles que prevalecen hoy en Europa. Todas las corrientes políticas insisten en un presunto imperativo técnico que hace inevitable que el modo de producción moderno sea intensivo también en el uso de energía. Hasta ahora no existe ningún partido que reconozca que un modo de producción de esta especie castra inevitablemente la capacidad creadora de los individuos y grupos primarios. Todos los partidos insisten en mantener niveles de empleo altos en la fuerza de producción y parecen ser incapaces de reconocer que los empleos tienden a destruir el valor de uso del tiempo libre. Insisten en que las necesidades de los individuos se definan, en la forma más objetiva y total, por especialistas certificados públicamente para tal competencia, y parecen insensibles a la consecuente expropiación de la vida misma.
A fines de la Edad Media se usó la asombrosa simplicidad del modelo heliocéntrico como un argumento para desacreditar a la nueva astronomía. Su elegancia se interpretó como ingenuidad. En nuestros días, no son escasas las teorías centradas en el valor de uso, capaces de analizar el costo social generado por la economía dominante. Estas teorías han sido propuestas por muchos outsiders de la economía que ubican sus perspectivas en una nueva escala de valores: la belleza, la sencillez, la ecología, la vida en comunidad. Como una forma recurrente de soslayar estas teorías, la economía moderna y sus practicantes se han dedicado a falsear y maginificar los fracasos que, con frecuencia, han sufrido estos outsiders al experimentar en nuevos estilos de vida personal, y rehusan mirar siquiera estas teorías —del mismo modo que el inquisidor legendario rehusó mirar a través del telescopio de Galileo— siendo que sus análisis podrían conducir al desplazamiento del centro convencional del sistema económico vigente. Estos instrumentos analíticos distintos podrían conducirlos a poner los valores de uso no mercantilizables en el centro de una cultura deseable donde solamente se asigne un valor a aquellos bienes mercantiles que fomenten una extensión más amplia de esos mismos valores de uso. Pero lo que sigue contando no es lo que la gente haga o crea, sino el producto de las corporaciones públicas o privadas. Todos colaboran por igual en el esfuerzo por transformar nuestras futuras sociedades en un enorme juego de suma cero, en el cual cada ganancia y cada gozo de una persona se transforman inevitablemente en pérdida para las otras.
En esta carrera quedaron destrozados innumerables conjuntos de infraestructuras en las cuales la gente enfrentaba la vida, en las cuales jugaba, comía, tejía lazos de amistad y hacía el amor. Unas cuántas de las llamadas “décadas del desarrollo” bastaron para desmantelar más de dos tercios de los moldes culturales del mundo. Antes de estas décadas, aquellos moldes permitían que la gente satisfaciera la mayor parte de sus necesidades dentro de la autosubsistencia. Después de ellas, el plástico reemplazó a la cerámica, la bebidas gaseosas reemplazaron a la limonada, el Valium tomó el lugar del té de manzanilla, y los discos, el de la guitarra. A lo largo de toda la historia, la mejor medida de los tiempos malos ha sido el porcentaje de alimentos que se debían comprar. En tiempos buenos, la mayor parte de las familias conseguían casi todos sus alimentos de lo que ellos cultivaban o adquirían en un marco de relaciones gratuitas.
Hasta fines del siglo XVIII, el alimento que se producía más allá del horizonte abarcable por la vista del consumidor, que miraba desde un campanario o minarete, era menos de un 1 por ciento en todo el mundo. Las leyes encaminadas a controlar el número de aves de corral y de puercos dentro de los muros de la ciudad sugieren que, a excepción de unas cuantas zonas urbanas más extensas, casi la mitad de los alimentos se cultivaban igualmente dentro de la villa. Antes de la Segunda Guerra Mundial, los alimentos traídos desde afuera a una región determinada constituían menos del 4 por ciento del total que se consumía, además, estas importaciones estaban destinadas, en gran medida, a las 11 ciudades que tenían más de dos millones de habitantes. Actualmente, el 40 por ciento de la gente sobrevive gracias a que tiene acceso a los mercados interregionales. Concebir hoy día un mundo en el cual se redujera radicalmente el mercado mundial de capitales y bienes, representa un tabú por lo menos tan absoluto como concebir un mundo en el cual gente autónoma utilizara herramientas convivenciales para liberarse de la necesidad de consumir y para crear valores de uso en abundancia. En este tabú se refleja la creencia de que las actividades útiles por medio de las cuales la gente se expresa y satisface sus necesidades pueden sustituirse indefinidamente por bienes y servicios.
c) La pobreza modernizada
Pasado cierto umbral, la multiplicación de mercancías induce a la impotencia, a la incapacidad de cultivar alimentos, de cantar o de construir. El afán y el placer, condiciones humanas, llegan a convertirse en privilegio de algunos ricos caprichosos. En Acatzingo, como en la mayoría de los pueblitos mexicanos de su tamaño, existían cuatro bandas de músicos que tocaban a cambio de un trago y servían a una población de 800 personas, en la época en que Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. Actualmente, los discos y las radios conectadas a altoparlantes desalientan el talento local. Solo ocasionalmente, en un acto de nostalgia, se reúne dinero para traer una banda de marginados  de la Universidad para cantar las viejas canciones en alguna fiesta especial. El día en que la legislación venezolana estatuyó para cada ciudadano un derecho “habitacional” concebido como mercancía,  tres cuartas partes de las familias hallaron que las casitas levantadas con sus propias manos, quedaban rebajadas al nivel de cobertizos. Además, y esto era lo más importante, existía ya un prejuicio contra la autoconstrucción. No se podía iniciar legalmente la construcción de una casa sin antes presentar el plano diseñado por un arquitecto diplomado. Los desechos y sobrantes de la ciudad de Caracas, útiles hasta entonces como excelentes materiales de construcción, creaban ahora el problema de deshacerse de desperdicios sólidos. El hombre que intentaba levantar su propia “morada” era mirado como un desviado que rehusaba cooperar con los grupos de presión locales para la entrega de unidades habitacionales fabricadas en serie. Además, se promulgaron innumerables reglamentos que tildaron su ingenuidad de ilegal y hasta de delictiva. Este ejemplo ilustra el hecho de que son los pobres los primeros en padecer cuando una nueva mercancía castra uno de los tradicionales oficios de subsistencia. El desempleo útil de los cesantes se sacrifica a la expansión del mercado de trabajo. La construcción de la casa como actividad elegida por uno mismo se convierte en el privilegio de algunos ricos, ociosos y extravagantes.
Una vez que se ha incrustado en una cultura, la adicción a la opulencia paralizante, genera “pobreza modernizada”. Esta es una forma de negatividad que se asocia necesariamente a la multiplicación de productos industriales; ha escapado a la atención de los economistas porque no puede aprehenderse con sus mediciones, y a la de los servicios sociales porque sus métodos no son operativos para estos casos. Los economistas no disponen de medios efectivos para incluir en sus cálculos lo que pierde la sociedad en cuanto a un cierto goce que no tiene su equivalente en el mercado. Así, se podría actualmente definir a los economistas como los miembros de una cofradía que solamente acepta a aquellas personas que, en el ejercicio de su labor profesional, practican una adiestrada ceguera hacia la consecuencia social más fundamental del crecimiento económico: más allá de cierto umbral, cada grado que se añade en cuanto a la opulencia en mercancías trae como consecuencia un descenso en la habilidad personal para hacer y crear.
Mientras la pobreza modernizada afectó solamente a los pobres, su existencia y su naturaleza permanecieron ocultas, aun en las conversaciones más corrientes. En la medida en que el desarrollo , o la modernización, llegó a los pobres que hasta entonces habían logrado sobrevivir, a pesar de su exclusión de muchos sectores de la economía de mercado, éstos se vieron implacablemente constreñidos a sobrevivir adquiriendo mercancías en un sistema de compras, lo que para ellos significa siempre y necesariamente obtener las escorias del mercado. Los indios de Oaxaca, que anteriormente no tenían acceso a las escuelas, son reclutados ahora por el sistema educacional para que “ganen” unos certificados que miden precisamente su inferioridad en relación la población urbana. Además, y he aquí el sarcasmo, sin ese pedazo de papel no pueden siquiera ingresar en los oficios de la construcción. Este proceso —la modernización de renovados aspectos de la pobreza de los pobres— sigue ocultándose, culpando a las víctimas por su actitud indiferente ante el acceso a los privilegios del progreso. Mientras tanto la alianza non sancta entre los productores de mercancías y sus asistentes profesionales sigue cohesionándose sin cuestionamiento.
Un resultado de lo que decimos de fuerte significación social es que ahora la pobreza modernizada se convierte en la experiencia común de todos, a excepción de aquellos que son tan ricos que pueden retirarse a su Arcadia. A medida que las facetas de la vida, unas después de otras, se hacen dependientes de los abastecimientos estandarizados, muy pocos nos libramos de esa experiencia recurrente de pobreza modernizada. En Estados Unidos, el consumidor promedio escucha casi cien avisos publicitarios diariamente, pero sólo una docena de ellos lo hacen reaccionar y, en la mayoría de los casos, en forma negativa. Aun los compradores adinerados adquieren, junto con la mercancía novedosa, una nueva experiencia de insatisfacción. Sienten que han adquirido algo de dudoso valor, tal vez inútil a corto plazo o incluso dañino, algo que exige también de complementos todavía más costosos. A veces,  las actividades de los organismos de protección del consumidor vuelven consciente este proceso porque, si bien empiezan por exigir controles de calidad, pueden conducir a una resistencia radical por parte del consumidor. Hay muchos que se hallan casi dispuestos a reconocer abiertamente la existencia de una nueva forma de riqueza: la riqueza frustrante, producida por la expansión cada vez mayor de una cultura de mercado intensivo. Además, los opulentos llegan a presentir el reflejo de su propia condición en el espejo de los pobres. Sin embargo, esta intuición generalmente no se desarrolla más allá de cierto romanticismo.
La ideología que identifica el progreso con la opulencia, no se restringe, desde luego, a los países ricos. Esa misma ideología degrada las actividades no mercantilizables aun en zonas donde, hasta hace poco, casi todas las necesidades se satisfacían a través de un modo de vida de subsistencia. Los chinos, por ejemplo, inspirándose en su propia tradición, parecían estar dispuestos y ser capaces de redefinir el progreso técnico. Se veían listos para optar por la bicicleta en lugar del jet. Parecía que daban importancia a su propio poder de decisión local como una meta de un pueblo inventivo más que como un medio para la defensa nacional. Pero, en 1977, su propaganda glorifica la capacidad industrial china para dar, a bajo costo, mayor asistencia médica, educación, habitación y bienestar general. Provisionalmente, se asignan funciones meramente tácticas a las hierbas que se encuentran en las bolsas de los médicos descalzos o a los métodos de labor intensiva en la producción. En este caso, como en otros, la producción heterónoma de bienes —es decir, dirigida a otros— estandarizada para distintas categorías de consumidores anónimos, fomenta expectativas irreales y, en último término, frustrantes. Y además, este proceso corrompe inevitablemente la confianza de la gente en esa competencia autónoma, siempre sorprendente, que encuentra en sí misma y en su vecino. China representa el último ejemplo de la particular versión occidental de la modernización que se apodera de una sociedad tradicional, a través de una intensa dependencia del mercado, en la misma forma en que algunas comunidades aisladas del Japón fueron presa de algunos cultos irracionales como resultado de la invasión de esos extraños seres que se mataban durante la Segunda Guerra Mundial.
d) La metamorfosis de las necesidades
Sin embargo, tanto en las sociedades tradicionales como en las modernas ha ocurrido un cambio importante en un período muy corto: se han modificado radicalmente los medios socialmente deseables para satisfacer las necesidades. El motor atrofió al músculo, la instrucción escolar apagó la curiosidad, el médico se hizo necesario para todo hombre en pleno vigor. Como consecuencia de esto las necesidades y los deseos han adquirido un carácter que no tiene precedentes históricos. Por vez primera, las necesidades se han hecho casi exclusivamente identificables con las mercancías. La libertad para moverse se degradó en el esfuerzo hecho para producir, distribuir y consumir. Mientras la gente llegaba a donde podía llegar por medio de sus propios pies, no requería para su movilidad sino de la libertad de movimiento; ahora que el hombre se percibe como un ente que debe transportarse, los hombres se distinguen uno de otros por la amplitud y claridad de sus derechos al uso de kilómetros-pasajero. El mundo no es ya ancho y ajeno sino una sucesión de lugares de estacionamiento. Para la mayoría de las personas, los deseos de adquirir siguen a las nuevas necesidades y no pueden imaginar siquiera que un hombre moderno pueda aspirar a liberarse de vivir en esta dependencia de ser transportado. Esta situación que se presenta hoy como una interdependencia rígida entre necesidades y mercado, se legitima por medio de un llamado al peritaje de una élite cuyo conocimiento, debido a su misma naturaleza, no puede compartirse. Los economistas de todo tipo informan al público que el número de empleos depende de los vatios en circulación. Los educadores convencen al público de que la productividad depende del nivel de instrucción. Los ginecólogos insisten en que la calidad de la vida infantil y materna depende de su intromisión en ella. Por lo tanto, no podremos cuestionar efectivamente la extensión casi universal de las culturas de mercado intensivo mientras no se haya destruido la impunidad de las élites que legitiman el vínculo entre mercancía y necesidad. Este punto queda muy bien ilustrado en el relato que me hizo una mujer acerca del nacimiento de su tercer hijo. Ya para entonces se sentía con experiencia acerca del parto. Se encontraba en el hospital y sintió que el niño iba a nacer. Llamó a la enfermera quien, en vez de ayudar, corrió en busca de una toalla esterilizada para empujar la cabeza del niño hacia atrás, de vuelta al útero. La enfermera ordenó a la madre que dejara de empujar porque “el doctor Levy aún no ha venido”.
Ha llegado el momento de tomar una decisión pública. Las sociedades modernas, sean ricas o pobres, pueden tomar dos direcciones opuestas. Pueden producir una nueva lista de bienes —más seguros, con menos desperdicios y más fáciles de compartir— y, por ende, intensificar aun más la dependencia de productos estandarizados. O pueden abordar el problema de la relación entre necesidades y satisfacción en una forma completamente nueva. En otras palabras, las sociedades pueden mantener sus economías de mercado intensivo cambiando solamente el diseño de lo producido, o pueden reducir su dependencia de la mercancía. Esta última solución encierra la aventura de imaginar y construir nuevas infraestructuras en las que individuos y grupos primarios puedan desarrollar un conjunto de herramientas convivenciales. Estarían organizadas de manera de permitir a la gente formar y satisfacer, directa y personalmente, una creciente proporción de sus necesidades.
La primera opción mencionada representa una continua identificación del progreso técnico con la multiplicación de mercancías. Los administradores burocráticos delethos igualitario y los tecnócratas del bienestar, coincidirían en un llamado a la austeridad: reemplazar los bienes que —como los jets— no pueden obviamente compartirse, por un equipamiento llamado “social” —como los autobuses—; distribuir más equitativamente las decrecientes horas de empleo de que se dispone y limitar la tradicional semana laboral a 20 horas; diseñar el nuevo tiempo de vida de ocio para ocuparlo en reentrenamientos o servicios voluntarios, a la manera de Mao, Castro o Kennedy. Este nuevo estadio de sociedad industrial —si bien socialista, efectiva y racional— nos introduciría simplemente en una nueva etapa de la cultura que degrada la satisfacción de los deseos al convertirlos en un alivio repetitivo de necesidades imputadas por medio de artículos estandarizados. En el mejor de los casos, esta alternativa produciría bienes y servicios de tal forma que su distribución fuera más equitativa. La participación simbólica de la gente en las decisiones sobre lo que se debería hacer podría transferirse, de hacer valer sus pesos en el mercado a hacer oír sus pasos en la asamblea política. Se podría suavizar el impacto ambiental de la producción. Entre las mercancías, crecerían ciertamente mucho más rápidamente los servicios que la manufactura de bienes. Enormes sumas de dinero se invierten ya en la industria oracular a fin de que los profetas de la administración puedan fabricar escenarios “alternativos” diseñados para apuntalar esta primera opción. Es interesante notar que estos oráculos convergen en un punto: en que sería insoportable el costo social necesario para producir desde arriba la austeridad indispensable en una sociedad ecológicamente factible, pero que aún continúa centrada en la industria.
La segunda opción haría caer el telón sobre la dominación absoluta del mercado y fomentaría un ethos de austeridad en beneficio de una variedad de accionessatisfactorias. Si bien en la primera alternativa austeridad quiere decir la aceptación de los ukases administrativos en beneficio de la creciente productividad industrial, en la segunda, austeridad querría significar esa virtud social por la cual la gente reconoce y decide los límites máximos de poder articulado que pueda exigir cualquier persona, a fin de conseguir su propia satisfacción y siempre en servicio de los demás. La “austeridad convivencial” inspira a una sociedad a proteger los valores de uso personales frente al enriquecimiento inhabilitante. Si en un lugar las bicicletas pertenecen a la comuna y en otro a los ciclistas, la naturaleza convivencial de la bicicleta como herramienta no cambia en nada. Tales mercancías seguirían produciéndose en gran medida con métodos industriales, pero se verían y se evaluarían en forma distinta. Actualmente las mercancías se consideran solamente como bienes de consumo que alimentan las necesidades creadas por sus inventores.
Dentro de esta segunda opción, las mercancías se valorizarían por ser materias primas o herramientas que permiten a la gente generar valores de uso para mantener la subsistencia de sus comunidades respectivas. Pero esta opción depende, por supuesto, de una revolución copernicana en nuestra percepción de los valores. Hoy los bienes de consumo y los servicios profesionales constituyen el centro de nuestro sistema económico y los especialistas relacionan nuestras necesidades exclusivamente con ese centro. La inversión social que contemplamos aquí colocaría en el centro de nuestro sistema económico a los valores de uso creados por la misma gente. Es cierto que la discriminación mundial contra los autodidactas ha viciado la confianza de muchas personas para determinar sus propias metas y necesidades. Pero esa misma discriminación ha dado origen a una minoría creciente que está enfurecida por este despojo insidioso.
(Extractado de “El desempleo creador”, en “La guerra contra la subsistencia”, Cochabamba, Ediciones Runa, 1991, p. 114-126. Traducción de Veronica Petrowitsch, revisada y corregida por Hernando Calla)