Entradas populares

jueves, 29 de marzo de 2018

El secreto histórico de la vida de Jesús

por Albert Schweitzer

La traición de Judas. La última revelación del secreto de la mesianidad*

¿Cuál fue, en realidad, la traición de Judas? De acuerdo con los relatos de nuestros Evangelios parece que él habría comunicado al Sanedrín el lugar y la hora exacta en que Jesús podría ser arrestado. Aunque la indicación del lugar desempeñó un papel en la traición de Judas, ese hecho fue secundario. Siempre era posible saber dónde estaba Jesús, porque él no se preocupaba de ocultar sus idas y venidas. Los miembros del Sanedrín, que proyectaban apoderarse de su persona, sólo tenían que hacerlo seguir por un espía, la noche de su salida de Jerusalén, para informarse del lugar adónde iba. No era necesario, pues, llamar a uno de sus discípulos para saberlo.

Ahora bien, la dificultad principal, se hallaba en otro plano. Lo difícil no era detener a Jesús, sino condenarlo, porque para eso carecían de argumentos valederos. Frente a él y sus adeptos se encontraban en la penosa situación en la cual toda instancia eclesiástica respetable necesariamente se halla alguna vez: a sus ojos, esa gente estaba demasiado convencida de que el Reino estaba próximo, su fe era exuberante, y expresaban con enorme entusiasmo esa creencia, que por lo demás compartían sus antagonistas, pero con ponderación y mesura. No podían fundar su condenación sobre el papel de Precursor que el pueblo atribuía a Jesús, pues las señales que éste había dado confirmaban esa dignidad. Por otra parte, no la había reivindicado nunca públicamente para sí. Pero su conducta pública les parecía peligrosa en extremo. Los aterrorizaba, situado a la cabeza del pueblo creyente. Por eso anhelaban desembarazarse de él, pero no lo conseguían.

Sólo se puede comprender la actitud del Sanedrín si se considera que, durante todo el ministerio de Jesús, nadie sospechó jamás que él se consideraba el Mesías. Por lo tanto, no encontraron nada que reprocharle y se vieron reducidos a hacerle preguntas insidiosas para desacreditarlo a los ojos del pueblo, pero no lo consiguieron.

Entonces se les presentó Judas y les procuró el arma mortal. Cuando oyeron lo que él tenía que decirles "se regocijaron", porque ahora tenían la suerte de Jesús en sus manos. Y entonces Judas buscó una ocasión favorable para entregarlo (Marcos, XVV, 11)

La traición se deduce de los debates del proceso. Los testigos de los Fariseos no pueden decir nada que permita inculparlo. Una vez descartados esos testigos, el Sumo Sacerdote se dirige nuevamente a Jesús y le pregunta: "¿Eres tú el Mesías?" Porque, para apoyar tal pretensión de parte de Jesús, sus antagonistas no habían encontrado testigos por la sencilla razón de que no los había. Ahora bien, el Sumo Sacerdote se encuentra aquí en posesión del secreto de Jesús. ¡Ésa era la traición de Judas! Por él supo el Sanedrín que Jesús pretendía ser distinto de aquél por quien le tenía el pueblo, y sin que él se defendiese.

La traición del secreto revelado a los discípulos en Cesárea de Filipos les procuró el motivo determinante de la acusación. Considerarse el profeta de los tiempos finales, Elías [el Precursor], no era una blasfemia contra Dios. ¡Pero pretenderse el Mesías era el ultraje supremo! La perfidia de la acusación consistió en que el Sumo Sacerdote atribuyó a Jesús la pretensión de considerarse el Mesías en su estado actual. Jesús lo recusó con la altiva frase de su llegada como Hijo del hombre. Bastó eso, sin embargo, para condenarlo por blasfemia contra Dios.

Tenemos, pues, tres revelaciones del secreto de la mesianidad, estrechamente ligadas entre sí, de modo que cada una presupone la precedente. En la montaña cercana a Bethsaida, Jesús confió a sus tres íntimos el misterio que le había sido revelado en ocasión de su bautismo. Fue después del tiempo de la cosecha. Algunas semanas más tarde, los doce se enteraron de ello en Cesárea de Filipos por la respuesta de Pedro a Jesús, inspirada en su conocimiento de lo que había sucedido en la montaña de la transfiguración. Uno de los Doce entrega el secreto al Sumo Sacerdote. Esta última revelación del secreto fue fatal, porque provocó la muerte de Jesús. Fue condenado como Mesías, aunque nunca se manifestó como tal.

* Sección 5. del Capítulo VIII (p. 143-45) del libro de Albert Schweitzer, “El secreto histórico de la vida de Jesús”, Ed. Siglo XX, Bs. As, 1967













sábado, 17 de marzo de 2018

Sobre los lemas de mi vida



por Karen Blixen*



Hace poco, un entrevistador me preguntó si –después de haber pasado muchos años, sintiéndome como en mi casa en más de un país y entre distintas razas, y pasando por rachas de buena y mala suerte– sería capaz de resumir los sucesos y las experiencias de mi vida en lo que suele llamarse un lema.

Hizo bien, a mi modo de ver, en hacer esta pregunta a una persona de mi generación. Pienso que la idea de lo que puede llamarse un “moto” está muy lejos de las mentes de los jóvenes de hoy. Oteando el panorama, y pasando de una época a la siguiente, llego a la conclusión de que esta idea específicamente –el lema, el motto, la palabra, le mot– es uno de esos fenómenos de la vida que han perdido valor. Para mis contemporáneos, el valor del hombre estaba en su nombre; e incluso era la mejor parte del hombre, y se elogiaba a una persona afirmando que he was as good as his word, esto es, que su palabra, su lema, eran la mejor garantía.

Posiblemente será muy difícil para la generación joven darse cuenta de hasta qué punto nosotros vivíamos en un mundo de símbolos. En este momento podríamos extender ante nosotros un objeto cualquiera, una pieza de tela, por ejemplo, y tratar de llegar a un acuerdo por definirla y situarla. Un joven o una joven, me diría: “Tú puedes dar a este objeto el nombre que te plazca, pero en realidad será sin razón, porque, a efectos prácticos, no es más que una bandera, y vale tanto o cuanto la yarda”. Y, entonces, la persona que ha crecido en un mundo de símbolos protestaría escandalizada: “¿Pero qué quieres decir? Te equivocas de medio a medio. Esto que tenemos ante nosotros es, en realidad y a efectos prácticos, un objeto de un poder tremendo. Ponlo a prueba y verás cómo congrega en su torno a cien mil personas y las pone en marcha. Es the Stars and Stripes, es the Old Glory, es los mismísimos Estados Unidos de América del Norte.

Los niños de mi tiempo, hasta los de casa grande, tenían muy pocos juguetes. Las tiendas de juguetes eran casi desconocidas; los modernos juguetes mecánicos, que actúan sin ayuda de nadie, apenas habían hecho todavía su aparición. Claro que uno podía comprarse un caballito de juguete, pero, en términos generales, los niños de entonces teníamos más cariño, por poner un ejemplo, a una estaca nudosa seleccionada por nosotros mismos en un bosque. No éramos observadores natos, como parecen ser hoy en día los niños por su propia voluntad; ni tampoco éramos utilizadores, como hoy en día se enseña a ser a los niños; éramos creadores. Nuestro bastón nudoso, a efectos prácticos, se parecía más a Bucéfalo, a Seipner el de las ocho patas, o al mismísimo Pegaso, tanto por los caballos de fuerza que generaba como por su aspecto mismo, que cualquier magnífico caballo de juguete, por muy bien adornado que estuviese y por elegante que fuese la tienda donde había sido comprado.

De parecida manera, nos gustaba dar nombres a las hazañas, a las épocas, a los trabajos, izando sobre ellos nuestras banderas en forma de lema, proclamando al mundo entero lo que la tal empresa se esforzaba por ser: In hoc signo Vinces. La palabra, el mito, el lema, eran aquí el disparo de partida, el programa, el resumen. Existían antes de la actividad o el hecho que simbolizaba, y permanecían incluso cuando estos habían llegado a su fin; eran el versículo inicial: “En el principio era el verbo”. Y la afirmación final, el sagrado Amén, así sea.

Y es que la palabra, tomada tan en serio, es una cosa muy poderosa. Uno escoge su lema y lo manda grabar en su sello, pero, en un decir amén, el lema le sella y le marca a uno. En mi país hay familias del campo que han vivido durante siglos bajo la influencia de un lema. He conocido a miembros de ellas pertenecientes a diversas generaciones y he comprobado que eran distintos entre sí de muchas maneras, pero el sello, la marca, influía por igual en cada uno de ellos. La gente que ha vivido bajo el signo de NObilis est Ira leonis tendrá otro aspecto e incluso otros instintos que los que vivieron bajo Amore non Vi. Yo estoy emparentada, y soy amiga, de gente vieja y joven de una familia cuyos miembros han nacido y crecido bajo el lema “And Yet” [Y de todas formas], o sea: “Quand Meme”, y todos ellos eran gente recia, con la que resultaba difícil discutir.

Ahora bien, pasando revista a estos lemas de mi propia vida, que he seleccionado en distintas épocas para mí misma, y a los que siempre he considerado como propiedad mía, aunque lo más probable es que yo misma acabase siendo propiedad suya, me siento como si estuviera paseando a la zaga de Jacques:

                El mundo entero es un escenario,
                y todos los hombres y todas las mujeres
                son meros actores.
                Tienen sus apariciones y sus mutis;
                y cada uno, en su tiempo, hace muchos papeles,
                sus acciones abarcan siete edades.

O, como en mi propio caso, cinco edades solamente.

Denys Finch-Hatton, mi amigo inglés en África, solía reírse de mí, llamándome “Gran emperador Otto”. Y es que

                El gran emperador Otto
                No acababa de decidirse por un lema.
                Vacilaba entre
                “L’état c’est moi” e “Ich dien”. [Yo sirvo]

En mi caso concreto, Denys daba por supuesto que el primer lema expresaba mi actitud para con la gente y el segundo mi estado mental en mis tratos con los indígenas, y es probable que tuviese razón.

Para la niñita que era yo cuando vivía en la casa de mi madre, el dilema del gran emperador Otto era realmente la riqueza, la abundancia de posibilidades. En los viejos cuadernos de ejercicios que acumulan ahora polvo en los desvanes se ven muchos lemas escritos con lápiz azul y rojo. Y el que yo encuentro con más frecuencia es esta meritoria máxima. Essayez! [Inténtalo] Hay otros lemas, en latín, idioma que, por desgracia, ya he olvidado, como el que proclama: “Con frecuencia en apuros, pero nunca asustada”; y pienso que esos lemas los escribiría yo estando poseída por algún tipo de amargura o rebelión contra los poderes supremos que dominan al niño: serían, sin duda, nuestras niñeras, porque yo, por mi parte, nunca he ido al colegio, pero en casa tenía institutrices, razón por la cual pienso que soy completamente ignorante en muchas cosas que todo el mundo sabe. Así y todo, esas mujeres, jóvenes o viejas, eran ambiciosas; a la edad de doce años se nos ordenaba escribir un ensayo sobre Racine, tarea, por cierto, que aún hoy en día me intimidaría, y traducir La Dama del Lago, de Walter Scott, en versos daneses, y durante muchos años después de tal trance, yo y mis hermanas recordábamos todavía pasajes enteros de ese poema. Otros lemas, más adecuados a mis circunstancias actuales que para la niña de once o doce años que los escribió, me imagino que se me ocurrirían, más que nada, por la belleza de las palabras que contienen, como éste: Sicut Aquila juvenescam. [Como águila joven]

Pienso que sería a la edad de diecisiete años, al salirme con la mía e ingresar en la Real Academia de Copenhague, cuando las ricas posibilidades se fundieron en una sola y escogí el siguiente lema, que fue el verdadero lema de mi juventud:

                Navicare necesse est, vivere non est necesse!

Fue Pompeyo quien lanzó esta audaz orden a sus tímidos marineros sicilianos, que se negaban a navegar contra la tormenta y el mar abierto para traer trigo a Roma.

La verdad que no es un lema muy original; son muchos los jóvenes que, sin duda, lo habrán elegido. En sus corazones el ansia y la voluntad de osar estarán al acecho de la palabra que les impulsará. A mí se me ocurrió como la cosa más natural del mundo considerar mi avatar vital en términos de navegación, porque mi casa está situada a apenas cien yardas de distancia del mar, y todos los veranos de mi juventud mis hermanos iban en bote por los canales entre Copenhague y Elsinore.

A los jóvenes, que tienden a pensar en paradojas, la paradoja de Pompeyo –pues ciertamente lo es, ya que el objeto de aquella importantísima travesía a Roma era conservar la vida y, de todas formas, el que no está vivo no puede navegar– se les presenta como la auténtica, clara lógica de la vida misma. Para mí no hay brújula más infalible que el brazo extendido de Pompeyo, y por él regí yo mi vida con irresistible confianza, y si cualquier persona, por prudente que fuese, hubiera insistido en decirme que mi lema no tenía ningún sentido común, seguramente le habría contestado: “¡No, pero tiene sentido divino!”, añadiendo también, quizá: “¡Y marítimo!”.

En alas de esta tormenta volé, en la víspera de la primera guerra mundial, hasta África. Por entonces yo estaba prometida con mi primo, Bror Blixen; un tío de ambos había llegado de un safari de caza mayor que le llevó a lo que entonces era el Protectorado del África Oriental Británica, y desplegó ante nuestros admirados ojos un espejismo de tremendas posibilidades agrícolas en esas tierras. Y, en el auténtico espíritu de Pompeyo: “labrar la tierra es necesario, vivir no”, nos pusimos en marcha.

La verdadera sencillez de corazón hace surgir a veces inesperada tolerancia en las fuerzas que dirigen el universo. La diosa Némesis misma se siente inducida por esa sencillez a mostrarse más suave. La diosa podría muy bien haberme respondido: “Muy bien, de acuerdo, haz lo que quieras: ¡Adelante, date a la vela y renuncia a vivir”. Pienso que ésta fue la respuesta que dio al Holandés Errante. Pero para mí su respuesta fue distinta: “¡Dios te ayude, tontísima!, yo misma dirigiré tu vela, yo misma dirigiré tu timón, y te enviaré a plena vela, hacia la vida!”. Y así, bajo la bandera de mi primer lema, me di a la vela hacia el corazón de África y hacia una Vita Nuova y lo que acabó siendo para mí mi verdadera vida. África me recibió y me hizo suya, y tan a fondo lo hizo que, inconscientemente infiel al lema que nos había unido, lo cambié por otro.

La familia inglesa Finch-Hatton tiene por lema en su escudo: Je responderay, o sea: “Responderé”. Y lo tienen desde hace mucho tiempo, tengo entendido, ya que está escrito en un francés muy antiguo; y también hace ya mucho tiempo que Hatton Garden, en Londres, ya no es un jardín; y se sabe desde hace mucho tiempo de uno de los miembros de la familia, favorito que fue de la Reina Isabel, que

Sir Christopher Hatton bailaba muy graciosamente, eran bellas sus formas y muy dulce su rostro.

Pero, a pesar de todo, acabó muy mal, porque se apoderó de él el demonio.

Tanto me gustaba ese lema que un día le pregunté a Denys, que era anterior a mí como pionero en África –aunque nosotros, los colonos llegados a África antes de la primera guerra mundial, nos considerábamos como una familia, una especie de nuevos tripulantes del Mayflower–, si le importaría que lo usase también yo, y él, generosamente, me lo regaló y hasta mandó hacer un sello con él. Ese lema era para mí muy significativo, y por muchas razones, dos sobre todo:

La primera de las cuales era la gran importancia que daba a la idea misma de responder. Y es que la respuesta esa algo más raro de lo que habitualmente se piensa. Y hay mucha gente muy inteligente que no tienen respuestas en su ánimo, de modo que cualquier conversación o correspondencia con ellos no es más que un doble monólogo: ya podéis pegarles, o pagarles, da igual, porque el eco que les arrancaréis será el mismo que arrancaríais a un tarugo de madera. O sea, que no vale la pena seguir hablando con ellos.

En los largos valles de las llanuras africanas me seguían y me rodeaban dulces ecos, como emitidos por una tabla de armonía. Mi vida cotidiana estaba allí llena de voces que respondían inaudiblemente; jamás hablé sin recibir respuesta; y hablaba libremente y sin ataduras de ningún tipo, incluso estando en silencio. Una explicación de cosa tan extraña podría ser que yo vivía entonces a tremenda altitud: seis mil pies por encima del nivel del mar, o sea, como si dijéramos, en el mismísimo tejado de la tierra, donde el aire pasa por ser el elemento dominante y a veces le convierte a uno en arpa eólica. 

Otra posible explicación podría ser que yo allí estaba en contacto con los indígenas africanos y con la caza mayor africana. Siempre he querido muchísimo a los animales, y encontrarme de pronto con ellos en su propio territorio, no introducidos desde fuera en la existencia humana, toparme inesperadamente con un rebaño de cebras o de grandes antílopes y oír desde mi cama el lejano, potente rugido del león cazador, me hacía sentirme como vuelta a esos días felices en que Adán daba nombres a los animales del paraíso. A los indígenas de África les veía ahora por primera vez, pero, a pesar de todo, entraban en mi vida a modo de respuesta a alguna llamada de mi propia naturaleza, a sueños de mi infancia quizá, o a poesía leída y amada hacía mucho tiempo, o a emociones e instintos muy hondamente arraigados en mi mente, porque siempre he tenido la sensación de parecerme a los indígenas mucho más que los otros blancos del Protectorado. Desde el primer día de nuestro encuentro surgió entre ellos y yo una comprensión tan honda que bien puedo decir que mi amor por ellos, sea cual fuere su sexo, su edad, su tribu –pero en particular, con los masai, la tribu guerrera, que eran mis vecinos, con el río de por medio–, era una pasión tan fuerte como cualquier otra que yo haya sentido en mi vida. Las figuras oscuras que me rodeaban me respondían, incluso sin necesidad de hablar, con sus movimientos suaves, silenciosos, y con sus miradas serenas y agudas. Y cuando estábamos juntos a solas, el eco se hacía más fuerte. He estado a veces en safari, muy lejos, a cien millas de cualquier otro blanco, a solas con mis compañeros indígenas fundiéndome con mi entorno, con el paisaje, con los animales, y con seres humanos, y con las horas del día y de la noche. 

Sensación, por cierto, que se intensificaba cuando los indígenas nos daban a nosotros, los blancos, nombres indígenas, caracterizándonos con palabras de su propio idioma. La mayor parte de esos nombres eran nombres de animales, aunque ésa era una regla llena de excepciones; por ejemplo, a uno de mis vecinos, persona muy poco sociable, le pusieron de nombre sahani modya, lo que quiere decir un plato o tapadera, y a mi amigo sueco Eric von Otter le pusieron el bonito nombre de resarci modya, o sea, un cartucho, porque nunca necesitaba más para tumbar a cualquier res de caza. Mi marido y yo eramos wauhauga, o sea, los gansos salvajes. Más tarde, cuando vivía yo sola en la finca, mi viejo escopetero somalí, después de regresar a su país, me escribió una carta dirigida a “la Leona Blixen”, y comenzaba así: “Honorable Leona”, razón por la cual todos mis amigos de la colonia comenzaron a llamarme la leona. Yo estoy muy segura de que, al menos para las mujeres, la existencia de ecos en su vida es una fuente de felicidad, o bien es conciencia de pingües recursos. Aconsejo a todos los maridos: responded a vuestras mujeres, inducidlas a responderos.

En segundo lugar, el lema de Finch-Hatton me gustaba por su contenido ético. Responderé de lo que digo o hago; responderé a la impresión que cause. Seré responsable.

No consigo explicarme del todo la coincidencia que existe entre respuesta y responsabilidad. Los que me escuchan, muchos de quienes, sin la menor duda, están más versados que yo en etimología, podrán quizá explicarme esto. La misma relación existe en todos los idiomas que conozco, y en danés respuesta y responsabilidad son la misma palabra. Es triste observar, en una colonia, hasta qué punto gente que, en su patria, se atenía estrictamente a una norma ortodoxa de conducta, cambia de actitud en cuanto se ve en un ambiente en el que nadie puede pedirle responsabilidades: se siente inmediatamente libre de toda atadura ética. Es muy buena cosa en tales casos, yo diría que lo es en cualesquiera casos, llevar ese lema: Je responderay, en la sangre.

Si yo ahora, después de abandonar esas felices llanuras de caza, tuviese que aconsejar a alguien que anda buscando lema, le diría que Je responderay es un signo muy favorable bajo el que vivir. Cuando rememoro mis casi veinte años en África, siento que el hecho mismo de que todo cooperase para el bienestar de un ser humano demuestra claramente que ese ser humano amaba de verdad a Dios.

Los que hayan leído mi libro Lejos de África recordarán, de todas formas, que este estado de cosas no duró en mi caso. Cuando, en los años treinta, bajaron los precios del café, no tuve más remedio que renunciar a mi finca. Volví entonces a mi país, que estaba a la misma altura que el nivel del mar y demasiado lejos de los ecos de la llanura africana para poder oírlos desde allí, lejos de los grandes, salvajes, bonachones habitantes de esas llanuras, y de las oscuras, afables figuras de los manyattas, que se hundían en el horizonte todo en torno a mí. Durante esa época mi existencia carecía por completo de sentido. A lo largo de mi vida me había ocurrido con frecuencia imaginarme cosas y encontrar, en cierto modo, difícil hacerlas realidad. Pero aquí era justamente al revés, porque, por todas partes, las cosas se hacían reales por sí solas, y con gran insistencia, por cierto, y sin que me fuese posible en absoluto imaginarlas.

En tales circunstancias fui encerrándome en el silencio. Y es que, desde cualquier punto de vista que se mirase, yo no tenía nada que decir.

Y, sin embargo, me era necesario hablar. Porque tenía que escribir mis libros.

Durante mis últimos meses en África, a medida que se me iba haciendo más evidente que no iba a poder conservar mi finca, comencé a escribir por la noche, aunque sólo fuese para olvidarme de tantas cosas como tenía que pensar y repensar cien veces durante el día, y abrirme otros horizontes mentales. Los refugiados que tenía yo en mi finca habían cogido para entonces la costumbre de acercarse a mi casa y sentarse sobre la hierba en torno a ella y estarse así en silencio horas y horas, como en espera de ver cómo iban desarrollándose las cosas. Y yo sentía su cercanía más como un gesto de amistad que como un reproche, pero, en todo caso, con suficiente peso para impedirme dedicarme a cualquier actividad exclusivamente mía. Ellos, por su parte, no se iban de allí, para volver a sus chozas, hasta el anochecer. Y yo entonces me quedaba sola en mi casa, o quizá en compañía de Farah, mi servidor infaliblemente leal, siempre quieto y envuelto en su largo y blanco ropón árabe, siempre apoyado contra la pared, y entonces comenzaban a aparecer figuras y voces y colores llegados de muy lejos, o de ningún sitio, como enjambres en torno a mi lámpara de parafina. Fue allí, y entonces, cuando escribí dos de mis Siete cuentos góticos.

Bueno, ahora me encontraba de nuevo en mi vieja casa, con mi madre, que recibió a la hija pródiga con todo el calor de que su corazón era capaz, pero sin darse cuenta de que para entonces yo ya tenía más de quince años y durante dieciocho me había acostumbrado a una vida de excepcional libertad. Mi vieja casa era un sitio encantador y habría podido vivir en ella tomando las cosas como viniesen, en una especie de dulce idilio, pero lo malo era que no acababa de ver ningún futuro ante mis ojos. Y además estaba sin dinero. Mi dote, por llamarla de alguna manera, se había ido en la compra de la finca, y era mi deber para con la gente de la que dependía el hacerme una vida tolerable en mi país. Esos cuentos góticos estaban exigiendo ser escritos, y lo primero que exigían era un lema para el libro que iban a llenar. “¡Danos”, me gritaban, “un signo con el que…” –bueno, no con el que conquistar nada, porque no estaba yo entonces para conquistas, pero si– “con el que correr, con el que movernos!”.

Inesperadamente, y como por sus propios pies, cayó sobre mí el tercer lema de mi vida. En aquel momento no comprendí su sentido, lo que él hizo fue apoderarse de mí, así, sin más.

En la avioneta en la que yo volaba con Denys sobre África sólo había sitio para dos personas, el pasajero que se sentaba delante del piloto, sin otra cosa que aire en torno a él. Allí no podía sentirse uno otra cosa que un personaje de Las Mil y una noches, cruzando los cielos sobre las palmas de un Djinn. Por la mañana, o por la tarde, cuando no había que tener miedo al sol, solía quitarme el casco de aviadora y el fuerte aire africano me cogía por el pelo y me echaba la cabeza hacia atrás de forma que me resultaba difícil no perderla. Bueno, pues, ahora, en Dinamarca, me estaba ocurriendo lo mismo, arrebatada por una corriente de vida que parecía saber lo que me estaba pasando, aunque yo misma no lo supiese.

Lo que pasó fue que yo había leído en los periódicos algo sobre una expedición científica francesa cuyo barco se hundió a la altura de Islandia con su bandera ondeando bien alta, y ese barco se llamaba Pourquoi pas?, ¿por qué no?

Ahora bien, ese lema me pareció tener todos los ingredientes de una buena paradoja, y no consigo explicar con palabras su verdadero significado. Pero funcionaba. Era animador e inspirador. ¿Por qué? es, en sí, una especie de lamento, un grito que sale del corazón; es como si sonase en el desierto y como si, en sí mismo, fuese negativo, como si fuese la voz de una causa perdida. Pero si se le añade otra negativa, el pas francés, el “no”, la patética pregunta se vuelve respuesta, orden, llamada de brutal esperanza.

Bajo este signo –sintiéndome en aquel momento muy dubitativa sobre el asunto, como en manos de un espíritu gozoso, pero exigente– terminé mi primer libro. Y bien puede afirmarse que mi tercer lema se cierne sobre todos mis libros. Y se cernerá, pienso yo, sobre cuantos libros escriba en lo que me quede de vida.

Mi amigo de África, Hugh Martín, cuando le mandé mi primer cuento para que me diese su opinión, me respondió con unos versos de Kipling:

                El Viejo Hornos le dijo a todo el Atlántico:
                ¿dónde aprendió Frankie su oficio?
                Porque a mí me persiguió
                con una vela mayor de tres rizos
                todo en torno al Cabo de Hornos.
                Y el Atlántico respondió: No se lo enseñé yo.
                Mejor será que preguntes al viejo Mar del Norte.
                A mí me persiguió con velamen de lo más corriente
                Alrededor de Hornos.

Hubiera podido hacer mía esta respuesta. Por aquel entonces yo no tenía maestro o consejero; no tenía, por aquel entonces, quien me enseñase o aconsejase. Se apoderó de mí, acuciándome, el barco francés hundido en el frío mar a la altura de Islandia: Pourquoi pas?

“Ellos tienen sus salidas y sus entradas…” Lo mismo les pasa a los programas y a los lemas. Pero en las buenas comedias una salida, un mutis, no es lo mismo que una desaparición, pues, incluso después de su última salida, el personaje sigue formando parte de la comedia. El siguiente lema de mi vida entró en ella muy silenciosamente, como el cambio de las estaciones que nadie quiere realmente cambiar.

Una vieja ciudad inglesa tenía tres murallas en torno a ella. En cada una de estas murallas había un portón, y sobre cada portón había una inscripción. Sobre el primer portón se leía “Sé audaz”, sobre el segundo “Sé audaz”, sobre el tercero “No seas demasiado audaz”.

¿Les parece esto una derrota a mis oyentes? Pues para mí no lo es. Una persona que, como Mussolini, ha declarado: “Non amo i sedentari”, “no me gusta la gente sedentaria”, se dará cuenta del mejor momento para escoger una silla y sentarse en ella, confiando en que “los árboles, dondequiera que te sientes, se concentrarán en sombra”. El deseo de imponer tu voluntad y tu ser al mundo y de convertir al mundo en tu propiedad se convierte en ansia de aceptar, de entregarte al universo: Hágase Tu Voluntad. ¿Quién de los dos es más auténticamente audaz? Yo he sido muy fuerte, insólitamente fuerte para ser mujer, he sido capaz de andar o cabalgar más que la mayor parte de los hombres. He curvado un arco masai, y en un momento de arrebato me he sentido de la sangre de Ulises. Y sigo sintiendo el placer de haber sido fuerte; mi debilidad actual es consecuencia de haber sido fuerte en otros tiempos. Nietzche ha escrito: “Yo digo que sí a todo, y he sido un luchador, de modo que algún día podré bendecir con mis brazos”, y esta última actitud no contradice a la anterior, sino que es consecuencia de ella.

¿Es capaz un ser humano, consciente de la eternidad que hay a sus espaldas y delante de él, de apreciar completamente el valor de la hora que pasa? ¿Una hora contemplando el bosque o el mar u oyendo música, una hora pasada en conversación con amigos? Como el pájaro del poema, posado en una frágil rama que él sabe que no le sostendrá, es también consciente de que tiene alas que podrán sostenerle cuando llegue el momento, podré decir yo, ciertamente: Pourquoi pas? El lema anterior sale, hace mutis, pero sigue sosteniendo al nuevo.

He venido a Norteamérica bajo este signo: “Sé audaz. Sé audaz. No seas demasiado audaz”. 

Posiblemente me hubiera gustado venir antes, en los años en que la necesidad de navegar estaba más clara que la necesidad de vivir. Y, sin embargo, pienso que esto no es una derrota, sino que quizá sea, a su manera, una broma. Posiblemente fuese buena cosa para mí, en este momento, y mientras os estoy hablando, que alguien me aconsejara no ser demasiado pomposa, ni, menos, demasiado audaz.

Terminaré esta charla sobre los lemas de mi vida con un breve cuento que me contó un amigo.

Un viejo mandarín chino gobernaba el país durante la infancia de un joven emperador. Cuando el emperador llegó a la mayoría de edad, el viejo le devolvió su anillo, que a él le había servido como emblema de su autoridad de regente, y le dijo lo siguiente a su joven soberano:

“A este anillo le he añadido una inscripción que Vuestra Majestad quizá encuentre útil. Es para leerla en momentos de peligro, duda y derrota. Es para leerla, también, en momentos de conquista, triunfo y gloria”.

La inscripción decía: “También esto pasará”.

Esta frase no se ha de entender en el sentido de que, al pasar, tanto las lágrimas como la risa, tanto las esperanzas como la desesperación desaparecerán en un vacío. Lo que significa es que todo acabará siendo absorbido en una unidad. Y no tardaremos en ver todo eso como parte integrante del conjunto del hombre o la mujer.

En los labios del gran poeta, el pasar adopta la forma de una grande y armoniosa belleza:

                No hay en él nada que se extinga,
                pero sufrirá un cambio marino,
                tornándose en algo rico y extraño.

Podemos servirnos de estas palabras –incluso cuando estamos hablando sobre nosotros mismos– sin vanagloria. Cada uno de nosotros siente en su corazón la inherente riqueza y extrañeza de una sola cosa: su propia vida.

* Autora danesa de Siete cuentos góticos (1934) y otros cuentos clásicos modernos publicados tempranamente bajo el seudónimo de Isak Dinesen. El presente ensayo integra una colección de textos en prosa publicados en castellano con el título de “Ensayos completos”, Madrid: Editorial Losada, 2003 (p. 363 - 378)