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jueves, 26 de octubre de 2017

Cornelius Castoriadis, filósofo y revolucionario posmarxista*

por David Ames Curtis.[1]

El filosofo de la imaginación social, cofundador del legendario grupo revolucionario y de la revista del mismo nombre, Socialisme ou Barbarie, cuyo pensamiento germinal de lo político y social inspiró de manera importante los acontecimientos de Mayo del 68 en Francia, fue economista y ejerció como funcionario de la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo, luego psicoanalista en ejercicio, reconocido sovietólogo y personificación de la conciencia crítica de la izquierda internacional, Cornelius Castoriadis falleció el 26 de diciembre de 1997, en París a la edad de 75 años. Le sobreviven su esposa Zoé, su hija Cybèle y una hija mayor Sparta.
Las ideas de Castoriadis son más conocidas que su nombre. Para evitar la deportación de Francia, él tuvo que escribir bajo seudónimo. Creada en los años 1960s la revista hermana de Socialisme ou Barbarie, London Solidarity -y posteriormente también Philadelphia Solidarity- dieron a conocer traducciones de "Chalieu" y "Cardan" con relativo éxito. No fue hasta los años 1970s, cuando Castoriadis obtuvo la ciudadanía francesa y empezó a publicar con su nombre cuando los estudiantes radicales, motivados por sus ideas, descubrieron quien los había inspirado. Una primera traducción al inglés apareció en 1984. 1997 marca una fecha crucial para la difusión de su obra en el mundo anglosajón[2] con la aparición en inglés de su nueva colección de escritos, World in Fragments[3], una retrospectiva Castoriadis Reader, la edición en inglés de su obra más acabada The Imaginary Institution of Society[4], un número especial dedicado a su pensamiento por la revista australiana Thesis Eleven y la salida a la luz de la primera versión del portal electrónico Cornelius Castoriadis/Agora International.
Castoriadis se libró de las modas intelectuales de su tiempo. Aquellas francesas, como las representadas por los compañeros de viaje del existencialismo, estructuralismo, posestructuralismo, deconstrucción y posmodernismo (posteriormente vanagloriadas por el ex-miembro de S. ou B. Jean-François Lyotard), se encontraban entre las que fueron blanco de su crítica intensa y devastadora aunque no pocas veces llena de humor. Analisis que no se contuvo ante la Teoría Critica Alemana, de Max Horkheimer, Theodor Adorno y Herbert Marcuse hasta llegar a Jürgen Habermas todos ellos demasiado benévolos en sus críticas del Marxismo "Soviético". Castoriadis pensaba por sí mismo y lo hacía junto a un pequeño grupo de trabajadores e intelectuales que se negaron a disimular o a avalar la opresión, cualquiera que fuera su signo. Su revista fue activa durante la lucha en contra de la Guerra en la Argelia Francesa, no obstante lo cual Castoriadis nunca cedió ante la retorica "Tercermundista" ni ofreció "apoyo crítico" a los dictadores "de izquierda".
Esta solida e independiente clarividencia se tradujo en un reconocimiento para él y su grupo y fue pieza clave para la formación de una izquierda radical no-comunista en la Francia de la posguerra. Tan crítico de sí mismo como de los demás, Castoriadis nunca renuncio a sus convicciones en el sentido de que la gente común pueda gobernar su propia vida e instituir la autogestión sin jefes, managers, políticos profesionales, líderes de partido, curas, expertos, terapeutas o gurús. No había pues "Dios que fracasaba" en lugar de la ausencia de Dios, ni "Razón de la Historia", ni "procesos dialecticos inevitables" que garantizan el éxito o que salvan a la gente de la locura que ella ha creado o de la tragedia.
Castoriadis nació el 11 de marzo de 1922, en Constantinopla. Su familia emigró unos meses más tarde para escapar de la contienda entre Grecia y Turquía. Creció en una Atenas marcada por la dictadura, la guerra mundial, la ocupación y la liberación. Miembro de la Juventud Comunista griega a los 15 años, pronto formó un grupo de oposición. Era la atmósfera extremadamente polarizada de la Grecia del tiempo de la guerra, cuando la mayoría de los militantes regresarían a las filas comunistas. Castoriadis adhirió a la facción del trotskismo griego mas a la izquierda, decisión que lo colocó en una posición arriesgada respecto tanto a los ataques de los comunistas como a aquellos de los fascistas.
El momento político decisivo en la vida adulta de Castoriadis ocurrió en diciembre de 1944, cuando el PC griego intentó un golpe de Estado. Inclusive sus camaradas trotskistas quienes tenían esperanza de que los acontecimientos empujaran al PC hacia la izquierda, pensaban que el hecho anunciaba cambios revolucionarios. Castoriadis no compartía tal optimismo. Con un sentido premonitorio que se volvió característico en él, pronosticó que el golpe, de haber tenido éxito, no habría resultado en la creación revolucionaria de una sociedad sin clases sino en la instalación de un régimen similar al de Rusia.
Castoriadis se libró de la sangrienta guerra civil en Grecia gracias a que obtuvo una beca en Francia que decidió aceptar. Partió de El Pireo en diciembre de 1945, a bordo del Mataroa, un barco que transportaba tropas con bandera neozelandesa y desde entonces famoso por haber llevado a Francia una generación de intelectuales griegos, entre los que se encontraban también Kostas Axelos y Kostas Papaioannou. En Paris se unió a los trotskistas y empezó a desarrollar las consecuencias de su antiestalinismo libertario radical.
Años atrás el líder expulsado del Partido Comunista Yugoslavo Milovan Djilas se hizo famoso por caracterizar a los jefes comunistas como una "nueva clase", Castoriadis analizó el "capitalismo burocrático" tanto en el Este como en el Oeste. Él hizo la distinción de una forma de capitalismo burocrático "fragmentada" en el Occidente -en donde a la hora de la Gran Depresión, el New Deal, la guerra mundial y la emergencia del Estado de Bienestar, un estrato de administradores del Estado y privados, secundados por los jefes de negocio sindicales, empezaron a substituir a los propietarios privados del capital en tanto que principales directores de la producción y de la economía y mayores oponentes de los trabajadores- y la otra forma demencial de capitalismo burocrático "total y totalitaria" cuya expresión más álgida tuvo lugar bajo el terror del régimen de Stalin y de sus apparatchiks. Siendo el primero que tradujo Max Weber al griego, Castoriadis se sirvió de la original, por no decir a-ortodoxa, extensión de la teoría marxista que obra en los escritos sobre la burocracia del sociólogo.
El primer choque frontal que tuvo Castoriadis con la Cuarta Internacional fue sobre la cuestión de la "defensa incondicional de la URSS" que en determinado momento postulaban los trotskistas. En otro momento (1948) los trotskistas franceses propusieron una alianza con el Estado policiaco del general Tito, que a la sazón rompió con el régimen de Stalin. Socialisme ou Barbarie, el grupo que había conformado internamente con fuerzas de oposición afines, se transformó en una organización separada. En esa misma época los radicales de Detroit agrupados en torno a Raya Dunayevsya (secretaria en México de Leon Trotski), C.L.R. James (crítico literario Pan-Africano nacido en Trinidad, escritor experto en cricket, interlocutor de Trotski en "La cuestión Negra" a la hora de su adopción Americana) y Grace Lee Boggs (mujer china-estadounidense, estudiante de filosofía en la Francia de preguerra) rompen con el trotskismo estadounidense y operan de modo coordinado con S. ou B. durante los años 1950.
Lo que diferenció a Socialisme ou Barbarie de muchos otros grupos revolucionarios fue su idea de que el socialismo implicaba no el gobierno de un "partido dirigente" versado en teoría marxista, sino la autogestión obrera de la producción y la sociedad. En el primer número de la revista Socialisme ou Barbarie de 1949, Castoriadis predijo que la respuesta de la clase obrera a la toma del poder en Europa del Este por parte de Stalin sería una revuelta en contra de "su" nueva burocracia.
Los consejos obreros organizados durante la Revolución Húngara de 1956 confirmaron plenamente su predicción, aunque esta revuelta obrera en contra del "Comunismo" produjo una gran confusión en la mayor parte de la izquierda. Junto a otro cofundador de Socialisme ou Barbarie, Claude Lefort, Castoriadis y su revista desafiaron el apoyo-critico a las políticas de la URSS por parte de prominentes intelectuales franceses como Jean-Paul Sartre. (Lefort había estudiado con el filosofo francés Maurice Merleau-Ponty, quien eventualmente había renunciado como editor político de la revista de SartreLes Temps Modernes.) Con el paso del tiempo Sartre habría declarado que "Castoriadis tenía razón, pero en el momento equivocado". A lo que Castoriadis respondió bromeando que Sartre tuvo el honor de "estar equivocado en el momento oportuno".
Desarrollando su concepto de "capitalismo burocrático", Castoriadis estableció que el conflicto mayor que había salido a la luz era aquel entre "ejecutantes" y "dirigentes", o "directores". Aquello que distingue al capitalismo -en particular en su estado burocrático de mega fabricas, gigantes corporaciones geográficamente dispersas y maquinas técnicamente complejas- de las tempranas sociedades basadas en la esclavitud o el feudalismo, consiste en que los trabajadores ahora mantienen el sistema operando no gracias a que obedecen ordenes (las revueltas de los esclavos o las Jacqueries ofrecen un contra ejemplo proveniente de las sociedades previas) sino gracias a que resisten y contravienen las irracionales y a menudo absurdas órdenes dadas por el estrato administrativo que está al margen de la realidad cotidiana de la producción (la prueba más elocuente es la que proporciona el "trabajo regulado"). Él argumentó que esta resistencia, que se expresa inicialmente a través de la cooperación entre "grupos informales" comprometidos, también motiva una tendencia hacia acciones autónomas que pueden servir como base para la transformación de la sociedad.
Con una burocracia managerialista en empresas públicas, negocios privados de arriba a abajo, los sindicatos integrados remplazan a los dueños del capital en tanto que rostro visible del capitalismo, aquellos que ejecutan las tareas de producción tienen que ser alentados para que participen y muestren iniciativa. Al mismo tiempo y de cualquier manera, la administración impulsa este estado de cosas como forma que impide la toma de decisiones independiente de parte de esos ejecutantes.
A partir de la experiencia de la Revolución Húngara, Castoriadis redactó su texto clásico sobre cómo una sociedad auto gestionada debería de funcionar. Hasta nuestros días "El contenido del socialismo"[5] sigue siendo el punto de referencia del socialismo libertario. Pero la inminente ascensión al poder de De Gaulle en 1958 hizo que otro fenómeno atrajera su atención. Para S.ou B. el Gaullismo representaba la modernización de Francia y no un incipiente fascismo. Con el colapso del movimiento revolucionario y el advenimiento del "capitalismo moderno", la burocracia alentó y alimentó las privatizaciones masivas y la despolitización. La apatía se convierte en la norma cuando los intentos de participación de la gente son sistemáticamente frustrados.
Ya desde los primeros años sesenta Castoriadis también tuvo conocimiento de tendencias compensatorias al panorama descrito. Antes que muchos otros, él reconoció que el movimiento de los delegados sindicales de piso, en los talleres en Inglaterra, los nacientes movimientos de jóvenes, mujeres y de opositores a la guerra, así como las luchas de minorías radicales y culturales ofrecían perspectivas para la revuelta contra la sociedad moderna que podrían impulsar maneras alternativas de vivir, como expresiones de autonomía impredecibles y sin precedentes.
La conclusión lógica de la bancarrota del comunismo ruso y el surgimiento del capitalismo moderno -con su simultaneo apoyo y freno de la participación de la gente, y las nuevas formas de oposición resultantes- consistió en que el marxismo mismo se había convertido en una ideología de opresión que aletargaba las conciencias, sin contacto con los nuevos movimientos y aspiraciones de cambio. En los números finales de Socialisme ou Barbarie, Castoriadis planteo la nueva alternativa en términos tajantes: uno tenía que decidir entre seguir siendo marxista o…seguir siendo revolucionario. Para él era obvio cual sería su opción.
Castoriadis pasó los últimos 30 años de su vida revisando la publicación de sus textos aparecidos en Socialisme ou Barbarie y desarrollando incesantemente, a partir de su último ensayo en la revista, una concepción altamente original de la historia como creación por parte del imaginario radical -irreductible a cualquier plan predeterminado, ya sea natural, racional o divino. En la Institución imaginaria de la sociedad y en la colección progresiva de escritos (Encrucijadas del laberinto), Castoriadis elaboró sus planteamientos sin renunciar nunca a su concepción inicial de la "autogestión obrera"; más bien, expandió aquella idea germinal apuntando a la existencia de un "proyecto de autonomía" que, según él, surgió en la Grecia antigua y continua hasta el presente.
Castoriadis se retiro en 1970 de su puesto de Director de Estadísticas, Cuentas Nacionales y Estudios de Desarrollo de la OCDE, un trabajo que le permitió estudiar en profundidad las economías capitalistas más desarrolladas. Se convirtió en psicoanalista en ejercicio en 1974, y fue elegido como Director de Estudios en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de Paris en 1979. Como psicoanalista, y a través de ponencias y libros, desarrolló una renovación marcada de la teoría freudiana planteando una original "monada psíquica" que debe ser socializada por la fuerza y que nunca acepta plenamente identificarse con el individuo social en la que se la moldea. Los sueños (abiertamente sexuales o no), deslices, fingimientos, transgresiones, e incluso la subversión dan testimonio de la persistencia de este indestructible sustrato asocial de la psique -la cual, en caso de encontrarse parcialmente socializada, puede servir como una fuente inagotable del cambio social imaginativo.
Las ideas de Jacques Lacan, Michel Foucault y otros en relación a la denominada "muerte del sujeto" y la "muerte del hombre", como para el caso de la muerte de Mark Twain, fueron consideradas "levemente exageradas". Con su esposa de la época, Piera Aulagnier, Castoriadis desafió el imperio del lacanismo en círculos psicoanalistas franceses, llamando a una ruptura con el "Tercer Grupo" de Lacan en 1968. Se opuso a esa retorica gracias a la idea de que el psicoanálisis -como la pedagogía y la política, aunque de modos diferentes- buscan la autonomía de los seres humanos. El propósito del psicoanálisis es el de establecer una "relación nueva" con el propio inconsciente, caracterizada por la lucidez auto-reflexiva y deliberante, un claro reconocimiento y aceptación del propio imaginario creador inconsciente. La versión freudiana de la formulación griega antigua "Conócete a ti mismo", recibió pues una nueva y poderosa articulación alejada de los estados caprichosos de la terapéutica contemporánea, la fármaco-dependencia y las tendencias antipsicoanalíticas.
Sin embargo, la contribución más original y permanente de Castoriadis fue en calidad de filósofo del imaginario social. Según él, la verdadera oposición no es "el individuo contra la sociedad", mediados por la "intersubjetividad", sino la psique versus la sociedad como polos mutuamente irreductibles; esto debido a que la monada psíquica original no puede producir, por si misma, significaciones sociales. Al crear "significaciones del imaginario social", que no se pueden deducir de elementos o fuerzas racionales o reales, cada sociedad se instituye a sí misma -aunque normalmente sin saber que lo está haciendo y , en la mayoría de los casos, impidiéndose a sí misma, por medios heterónomos, el reconocimiento de su propia auto institución. Su concepto de "imaginario radical social instituyente" -basado en una distinción decisiva entre "sociedad instituyente" y "sociedad instituida" que se infieren mutuamente- rompe simultáneamente con el funcionalismo y el estructuralismo, al mismo tiempo que proporciona la clave para entender una original forma de ser: "lo histórico-social" -una unidad que se autoinstituye y se autotransforma y que no se deja reducir a lo físico, biológico o psíquico.
Dos temas clave emergen de sus últimos escritos. El primero tiene que ver con el descubrimiento por Castoriadis del imaginario. Castoriadis encontró que el imaginario trastoca el entero edificio de la "filosofía heredada". En Acerca del alma, Aristóteles prevé aquello que se convertirá en la visión corriente del imaginario marcado por la irrealidad, la simulación y la impotencia negativa. Además aparentemente colado por ahí, Aristóteles retoma la phantasia al final de su tratamiento de forma tal que viola su propia canónica separación entre sensación e intelecto. Inversamente, como hace notar el filósofo alemán del siglo XX, Martin Heidegger, Emanuel Kant había concedido a la "imaginación trascendente" un lugar central en su Crítica de la Razón Pura (1781) pero unos años después, en la segunda edición, ese lugar había sido suprimido. Heidegger describe este viraje como un "retroceso" de Kant respecto al poderoso e inaprensible imaginario. Curiosamente el propio Heidegger desistió de hacer cualquier mención a este respecto. Castoriadis observó también que, a pesar de que Freud habla de "fantasías" todo el tiempo, el fundador del psicoanálisis moderno se abstiene de nombrar, no hablemos de examinar, este poder extraño que hace posible llevar lo imaginario, lo no existente, a la existencia.
Un segundo tema central es el "nacimiento conjunto", en la Grecia clásica, de la filosofía y la política. Caracterizada por un cuestionamiento consciente de las representaciones instituidas por la sociedad, la filosofía se desenvuelve codo a codo con la política, a la que Castoriadis definió como el intento lúcido de la sociedad por alterar sus propias instituciones. Ambas estarían asociadas con el proyecto de autonomía cuyas principales manifestaciones él identificó en los tempranos desafíos de los burgos a la Iglesia y al Rey, las revoluciones americana y francesa, el movimiento obrero, los movimientos de las mujeres y los jóvenes de las sociedades occidentales, así como en los intentos modernos de llevar la filosofía mas allá de las fronteras teológicas. Castoriadis dedicó particular atención al advenimiento de la democracia ciudadana en la Atenas del S. V a.C. Examinó sus instituciones de democracia directa a fin de contrastarlas con aquellas vigentes en las "democracias representativas", las cuales establecen actualmente un tipo de detentores permanentes del poder divorciados de los ciudadanos corrientes. Castoriadis prefería el término "oligarquía liberal" para describir a las actuales jerarquías políticas occidentales.
Castoriadis nunca dejó de producir. Estuvo como profesor invitado en los Estados Unidos oponiéndose a los caprichos recientes del psicoanálisis. ""Tenemos que seguir tratando" me escribió en una nota, "para diseminar del otro lado del Atlantico" esa "peste" del conocimiento de sí mismo[6] que Freud decía estar llevando consigo cuando visitó los Estados Unidos.
Poco antes de la reciente caída global del mercado financiero Castoriadis había terminado un artículo sobre "La 'racionalidad' del capitalismo". Se preguntaba cuán lejos podía llegar este último-siguiendo su propia lógica pero también yendo en contra de ella- en su tendencia a convertir al mundo en un "casino planetario" caracterizado por la especulación monetaria y financiera. Observaba que, en unos pocos días, sumas superiores a todo el PIB de EUA se jugaban electrónicamente a nivel mundial a través de apuestas apalancadas sin ninguna utilidad productiva.
La obra de Castoriadis será recordada por su asombrosa continuidad y coherencia, así como por su extraordinaria amplitud. Fue "enciclopédica" en el sentido originalmente griego del término, puesto que nos ofreció una paideia, o educación, que llegó a completar el circulo de nuestros conocimientos generalmente compartimentalizados en las artes y las ciencias. Castoriadis escribió ensayos profundos e innovadores sobre física, biología, antropología, psicoanálisis, lingüística, sociedad, economía, política, filosofía, y arte sin pretender jamás el dominio espurio de los "expertos" ni perder la visión del cuadro global. Lo evidente es que la autonomía aparece como el tema vinculante de todos sus escritos desde la posguerra. Hasta el día de su muerte no dejó de elaborar sobre el significado, aplicaciones, ramificaciones y limites de este concepto.
La llegada de la propia muerte era para él un tema recurrente. Necesitamos una "ética de la mortalidad" para contrarrestar las promesas heterónomas de eternidad. Esta ética era una parte integral de la visión de los griegos en el sentido de que una vida después de la muerte, si eso pudiera existir, sería mucho peor que la vida sobre tierra. En tanto que institución democrática, la tragedia -la representación pública de una pieza que se termina con la muerte- rememora a los atenienses la ausencia de sentido, de pensamientos y actos así como la necesidad de la autolimitación para mantener bajo control a la hubris.
La única limitación genuina que la democracia puede concebir es la auto-limitación, la cual en último análisis solo puede ser la tarea y el trabajo de individuos (de ciudadanos) educados a través y por la democracia. Esa educación es imposible sin la aceptación del hecho de que las instituciones que nos damos no son ni absolutamente necesarias ni totalmente contingentes. Esto quiere decir que ningún sentido nos es dado como un regalo, mucho menos que hay un garante o una garantía del sentido; esto significa que no hay otro sentido que el que nosotros creamos en y a través de la historia. Y esto significa finalmente que la democracia, como la filosofía, se ubica necesariamente al margen de lo sagrado. En otros términos, la democracia requiere que los seres humanos acepten en su comportamiento corriente aquello que hasta ahora ellos casi nunca han querido aceptar (y que en lo más profundo, prácticamente nunca aceptamos), es decir que ellos son mortales. Es solamente a partir de esta insuperable -y casi imposible- convicción de la mortalidad de cada uno de nosotros y de todos nosotros, que la gente puede vivir como seres autónomos, ver en los otros a seres autónomos y hacer posible una sociedad autónoma.
En su trabajo y en su vida, Cornelius Castoriadis vivió esta ética democrática de la mortalidad hasta el final.
*Traducción de Hernando Calla (Primera versión resumida, ver nota 1), La Razón, La Paz, 27 diciembre 1998: 4-5.

Notes:

N.B.: Una bibliografía completa de textos de y sobre Castoriadis, así como información y novedades acerca del autor, pueden encontrarse también en el portal electrónico Cornelius Castoriadis/Agora International.
[1] La presente es la primera traducción integral al castellano del texto en inglés de David Ames Curtis, por Rafael Miranda. A quien corresponde igualmente las citas a pie de página para adaptar el texto a los lectores hispanohablantes Se tomó como base, con el acuerdo del autor, para completarlo, la primera traducción parcial del texto publicada por Hernando Calla en La razón. La Paz. Bolivia. 27/12/1998.
[2] En los años 70 Ruedo Ibérico, editorial española en el exilio y más adelante en los primeros años 80s Tusquets empezaron a hacer traducciones de la obra de Castoriadis. Posteriormente, para América, cabe destacar en ese sentido el trabajo del grupo de exiliados uruguayos en Suecia, organizados en torno a la revista Comunidad y las primeras traducciones efectuadas por la revista mexicana Vuelta.
[3] Aparecido en castellano en 1993, bajo el título El mundo Fragmentado. Encrucijadas del laberinto III. Editorial Altamira-Nordan (Hasta donde sabemos continuación del trabajo de Comunidad). Buenos Aires.
[4] Aparecido en Castellano en 1983, bajo el titulo La institución imaginaria de la sociedad. Vol. 1. Marxismo y teoría revolucionaria. Editorial Tusquets. Barcelona. El segundo volumen apareció bajo el titulo La institución imaginaria de la sociedad. Vol. 2. El imaginario social y la sociedad. Editorial Tusquets. Barcelona. 1989.
[5] Incluido parcialmente (parte III, no así las partes I y II de las que no existe traducción al castellano) en La experiencia del movimiento obrero. Vol. II. Proletariado y organización. Barcelona: Tusquets Editores, 1979.
[6] "Llevar la peste" es una expresión que utilizó Freud cuando viajó a los Estado Unidos para dar a conocer el psicoanálisis. N. de RM

jueves, 19 de octubre de 2017

La democracia: ¿gobierno de la mayoría o de la ley?




por Hernando Calla*
Una versión que está circulando con fuerza es concebir la democracia como “sometimiento de las minorías a la mayoría”, a partir de la interpretación del impasse en la Asamblea Constituyente en noviembre de 2007 respecto a que “la mayoría no podía quedar de rehén de las minorías” (lo que supuestamente justificó que una mayoría absoluta hubiese tenido que imponerse por la fuerza) y que en octubre de 2008 ofreció una posibilidad de racionalizar la marcha de los movimientos sociales como una justa presión al Congreso para que apruebe la ley de convocatoria al referéndum por la nueva Constitución.

Por contraposición, algunos opositores y analistas suscribirían sin mayores reparos que “[l]a clave de la democracia está en las instituciones y los procedimientos, es decir, en el cumplimiento de la ley”. (Editorial Pulso 5/10/08). De modo que si el proyecto de Constitución consensuado “democráticamente” el 20 de octubre en el Congreso – es decir, respetando los procedimientos establecidos – es refrendado mayoritariamente en enero de 2009 no podría haber ningún reparo respecto a la validez “democrática” de dicha Constitución (a menos que se insista en que no se respetaron dichos procedimientos).

Lo cual nos lleva a cuestionar la pertinencia de las concepciones sustantivas de la democracia (el “gobierno del pueblo” o el “gobierno de la ley”) que impiden comprender el verdadero carácter formal de la democracia representativa. Pero aquí habría que evitar, otra vez, quedarnos en el formalismo de la ley – los procedimientos legales – sin entender que estamos ante todo frente a una determinada forma de gobierno basada en ciertos principios básicos que muchos autores se han ocupado de dilucidar ampliamente pero que se pueden resumir en los siguientes: a) la limitación de los poderes del Estado de modo que no puedan infringir el ámbito de libertades elementales de los ciudadanos; b) la separación de estos órganos del poder estatal evitando la tentación de los gobiernos de unificar las funciones de legislador, magistrado (ejecutivo) y juez en una sola instancia presuntamente soberana; y c) la división entre Estado y sociedad, siendo el primero la instancia formal que representa, ejecuta y sanciona la igualdad de los sujetos ante la ley, y la segunda el lugar simbólico de recreación permanente de la distinción social entre individuos y de las diferencias sociales entre grupos o clases que conforman la nación.

Más que la división tradicional entre gobernantes y gobernados, lo importante es la línea divisoria entre sociedad y Estado, entre la sociedad fragmentada en múltiples divisiones regionales, distinciones sociales, diferencias culturales o intereses particulares y aquella instancia –el Estado– que idealmente las trasciende al representar la unidad política de la sociedad en su conjunto; cuando el Estado niega esta línea divisoria pretendiendo incorporar en la sociedad los supuestos intereses “estratégicos” del Estado creando ya sea organizaciones sociales paraestatales o bien empresas estatales paraprivadas, la democracia deja de ser el rasgo distintivo de dicho Estado corporativo o populista; lo mismo, cuando la sociedad civil niega legitimidad a esta división o a su distancia simbólica respecto del Estado, pretendiendo la repartija de la administración pública en función del poder de los movimientos sociales o del peso de ciertas instituciones estatales (como las FFAA), entonces, la democracia se corrompe en un Estado clientelista que pierde la noción del bien común.

Todo este conjunto de limitaciones que la democracia se auto-impone en cuanto al alcance del poder estatal, a la separación de poderes y a la división Estado–sociedad, se traduce en un reconocimiento de la autonomía de los ámbitos del saber (y la información), del poder y del derecho, ninguno de los cuales puede pretender subordinar a los otros sin que la democracia degenere en alguna variante del autoritarismo o los fundamentalismos. Y el resguardo para evitar esta involución de la democracia en sus opuestos antipolíticos es el predominio de una cultura democrática de respeto a los fallos de los tribunales de justicia y, sobre todo, de un Tribunal Constitucional que asegure la vigencia de un nivel meta-social, por encima incluso de los órganos del poder del Estado y del poder de las organizaciones de la sociedad civil, al cual se recurre extraordinariamente en caso de conflictos de interpretación de las leyes o demandas de inconstitucionalidad de las mismas.

Convendría escuchar las voces autorizadas de quienes han pensado esta temática con suficiente profundidad o radicalidad para comprender que la democracia es el régimen de la autolimitación (Cornelius Castoriadis); inaugura una historia en la que los hombres realizan la prueba de una indeterminación última, en cuanto al fundamento del poder, de la ley y del saber (Claude Lefort); es ese margen impolítico que no sueña utópicas conclusiones: la unidad, la inmanencia, la transparencia (Roberto Esposito); y se resiste al cumplimiento totalitario de sus propios mitos: la comunidad, la igualdad, la ley.

*Publicado originalmente en la revista Pulso, La Paz, 15 de enero de 2009

miércoles, 4 de octubre de 2017

¿En qué idioma nos hablaremos?


Simposio “Iván Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años” (Sept. 2016)



¿En qué idioma nos hablaremos?

El lenguaje modela nuestra manera de estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo es por la publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en mercancía, dice Mahité Breton. Algunos términos han pasado a ser particulares de ciertas profesiones, no pueden entenderse sino a partir de su uso en campos específicos.

por Mahité Breton

Permítanme explicarles primero por qué decidí presentar este texto en español, que no es mi lengua materna. La explicación tiene mucho que ver con las ideas de Iván Illich sobre el lenguaje. En un texto intitulado “La elocuencia del silencio”, Illich critica al misionero que habla un idioma extranjero como si consultara un diccionario interiorizado. Illich escribe:

Es el hombre de habla inglesa que, al tratar de decir algo en español, busca dentro de sí mismo la palabra en inglés en lugar de procurar la sintonía o de encontrar la palabra o el gesto o el silencio que sea entendido aunque carezca de equivalente en su propio lenguaje o en su propia cultura.[1]

Según Illich, vale más balbucear y buscar sus palabras, lo que sintoniza –es el verbo que él usa–, y refiere a una forma de armonización de sí mismo con el medio ambiente, como para vibrar al unísono. Poco antes, en el mismo texto, Illich habla del silencio de la sintonía, uno en el cual se espera el momento adecuado para que nazca el Verbo (con mayúscula).[2] El Verbo refiere al logos de las Escrituras, que encarnó. De todos los sentidos asociados a la palabra logos, Illich selecciona el de “relación”, así que la encarnación del Verbo es verdaderamente encarnación de una relación. Según Illich, desde la encarnación, lo divino existe entre unos y otros, aquí, en este momento, como relación en la carne. Y el esfuerzo de sintonizar, de ponerse al unísono con los otros, es esfuerzo, o mejor dicho, apertura o disponibilidad, a que se prolongue la encarnación de lo divino entre unos y otros como relación. Obviamente, el lenguaje, para Illich, no es un “medio de comunicación” o un instrumento para comunicar; más bien, siempre es un diálogo, una relación. Buscando mis palabras, esforzándome en armonizar mi discurso con ustedes, aquí, en este momento, espero saludar al pensamiento de Iván Illich, y permitir que se establezca una relación entre nosotros. (Bueno, la idea no funciona perfectamente porque tuve que escribir este texto con el fin de prepararme para mi ponencia, pero ni modo. ¡Queda la intención!).

***

El tema de esta mesa es “El lenguaje y la proporción en lo político”. Lo político es un sintagma muy usado hoy para diferenciarse de “la política”, que muchas veces designa o connota los trámites de dirigentes de integridad variable. En lo que sigue, me refiero a la reflexión del filósofo francés Jean-Luc Nancy. En su reciente libro Que faire?, él nota que “lo político” señala dos tipos de exigencias: una de estabilidad entre las fuerzas de la sociedad, para evitar que reine la ley del más fuerte, y otra de existencia común, la de todos, existencia compartida, en relación y con diferencias, que es nuestra condición humana: ser, existir; es necesariamente estar-con, estar-unos-con-otros. En la actualidad, constatamos que las instituciones políticas –gobiernos, policía, etcétera– no logran cumplir con los dos tipos de exigencias.

En el pensamiento de Illich la petición de existencia común que señala el término “lo político” se presenta, entre otros, como exigencia de lenguaje, de un idioma o una manera de hablar unos con otros, que a la vez manifieste y cree la existencia común, el ser-unos-con-otros. Pero ¿cuál lenguaje? ¿Cuál idioma? ¿Cómo hablar para realmente estar unos con otros?
La relación de Illich con el lenguaje se formula como una contradicción: afirma y explica que el lenguaje que hablamos es corrupto, pero se sigue hablando y escribiendo. Elogia el silencio y la poesía, sin embargo no se calla y tampoco intenta escribir poesía (hasta donde se sabe). Entonces, en los próximos minutos propongo explorar esta contradicción y, de esta manera, intentar contestar la pregunta: ¿en qué idioma podremos hablarnos para satisfacer la exigencia de coexistir?

El lenguaje y su corrupción, según Iván Illich

En sus conversaciones con David Cayley, tal como podemos leer en el libro The Rivers North of the Future, Illich explica que una palabra refleja la percepción que tenemos de lo que designamos. Da como ejemplo la palabra “valor”, y expresa su remordimiento por haberla utilizado en textos pasados.

La transformación del bien en valores, del compromiso en decisión, de la pregunta en problema, refleja una percepción de que nuestros pensamientos, nuestras ideas y nuestro tiempo se han transformado en recursos, o medios escasos que se pueden usar para uno de dos o varios fines alternativos. La palabra valor refleja esta transición y la persona que la usa se incorpora en una esfera de escasez. Es la razón por la cual renuncio a hablar de valores vernáculos, aunque no dispongo de palabras mejores.[3]

Una palabra refleja una percepción. Si la utilizo para hablar contigo, la movilizo entre nosotros, y movilizo también esa percepción (de escasez en este caso). Asimismo, la percepción inscribe una red de asociaciones entre nosotros y nos integra en una visión del mundo, aun si no nos damos cuenta. La palabra valor nos integra de facto a la esfera de un discurso económico que funciona según el paradigma de necesidades ilimitadas en una escasez de recursos, e impone una lógica de cálculo; nos fuerza a vivir calculando y midiendo. Según Illich, ciertas dimensiones de la experiencia humana simplemente no pueden expresarse en tal lenguaje. Por ejemplo, ninguna palabra es capaz de manifestar la experiencia de los que ya no pueden usar sus pies para ir a donde quieren porque el transporte –privado o público– ocupa el espacio y lo estructura de tal manera que ahora es casi imposible vivir sin carro o sin autobuses, logrando que casi no pueda contar con sus pies para desplazarse; es lo que Illich llama el monopolio radical de la industria del transporte sobre la locomoción. Lo que hemos perdido no tiene nada que ver con el paradigma de necesidades y recursos. Los pies y los caminos no son recursos. Pertenecen a una forma de abundancia que no es lo contrario de la escasez, sino una expresión de lo justo, de lo que es en medida justa: ni mucho ni poco. Los pies no tienen relación con lo que llamamos transporte. Pertenecen a otra dimensión de la experiencia humana que no puede expresarse con un discurso económico.

Eso ya nos da una idea de por qué resulta tan importante preocuparse por el lenguaje que usamos. El lenguaje modela nuestra manera de estar unos con otros, pero ese mismo lenguaje es corrupto. Lo es por la publicidad y el discurso mediático, que transforman las palabras en mercancía: las utilizan para construir mensajes empaquetados.

El lenguaje se ha corrompido también por las profesiones que han acaparado varias palabras para su uso propio, construyendo una jerga profesional y terminologías burocráticas. Según Illich, buenas palabras ordinarias (good old words) se convierten en términos técnicos de una profesión, y cuando esto ocurre, uno ya no las puede usar sin ponerse bajo el dominio de los expertos de esta profesión. La consecuencia es que la gente ordinaria se ve despojada de su lenguaje, de sus palabras y de la capacidad de decir lo que quiere sin que implique al mismo tiempo asociaciones y connotaciones de aquel dominio. En un libro co-escrito con Barry Sanders, ABC: The Alphabetization of the Popular Mind,[4] Illich da el ejemplo de la palabra “sexo”, que ya no puede usarse sin que implique “sexualidad”, una construcción científica que no tiene mucho que ver con lo que se intentaba decir.

Poco a poco, entre mercancía y jerga, ciertas palabras se transforman en lo que Illich llama “palabras-amebas”, anticipándose al concepto que Uwe Pörksen nombró “plastic words”.[5] Palabras-amebas son vocablos comunes, aparentemente banales, con varias connotaciones vagas y que, al final, no quieren decir nada preciso. Illich da como ejemplo: “vida”, “sexualidad”, “crisis”, “energía”, “información”. Destruyen el sentido (en todos los sentidos de esa palabra: sentido como significación, razón, sensibilidad, y los sentidos como el oído) porque están disociadas de toda experiencia común y encarnada del mundo, de los otros y de sí mismo. En ABC: The Alphabetization of the Popular Mind, Illich y Sanders explican que la mayoría de las palabras-amebas son ordinarias, hasta que una ciencia se apropia de una de ellas para darle un sentido técnico o científico específico. Luego, las palabras regresan al habla popular, donde se usan con un sentido vago, impreciso, derivado de la significación científica, pero sin corresponderle denotativamente porque el hablante no tiene por qué conocer la denotación precisa, en una ciencia particular, de las palabras que usa. Lo podemos ilustrar con la palabra “energía”, cuya denotación exacta en física es “integral de una fuerza por el camino recorrido” o, menos preciso, capacidad de un cuerpo de producir cierto trabajo. Dentro de la física, “energía” designa algo conciso y concreto, pero que, en general, sólo los físicos entienden. Sin embargo, cuando el término cae sobre el idioma común y aparece en una conversación, de acuerdo con Illich, se vuelve una palabra-ameba. Trae consigo una nube de connotaciones suspendidas encima de un vacío. Un discurso reconstruido con palabras-amebas se presenta como si esas palabras quisieran decir algo, pero no significan nada preciso realmente. Pörksen dice que son ricas en connotaciones, pero que carecen de denotación clara. Estas palabras obligan a los que hablan o escuchan a desunirse de sus propios sentidos y de su entendimiento. Se entrenan, así, a conformarse con una ilusión y a actuar como si se hablara de algo, volviéndose sordas al sinsentido de las palabras sabias eructadas.

La palabra “salud” produce un efecto similar. En un discurso incisivo titulado “Health as One’s Own Responsibility: No, Thank You!”,[6] Illich califica la palabra “salud” como patógeno destructor de sentido (“sense-destroying pathogen”). En este texto, Illich se expresa contra la idea de asumir la responsabilidad de su propia salud en un mundo donde “responsabilidad” y “salud” ya no quieren decir nada porque no son más que palabras-amebas, comparables con las piezas del juego Lego. Como tales, pueden ensamblarse en varias combinaciones, como servicios de salud, ministerio de la salud, organización mundial de la salud, ciencia de la salud... o su salud bajo su propia responsabilidad.

Illich dice:

Considero que es una perversión usar los nombres de ilusiones altisonantes que no caben en el mundo de la computadora y de los medios para designar la internalización en nuestros cuerpos de representaciones de la teoría de los sistemas y de la información.[7]

En esa frase, la palabra “perversión” evoca un motivo fundamental del pensamiento de Iván Illich. Lo designa con el adagio latín corruptio optimi quae pessima est, la perversión de lo mejor es lo peor. Para Illich, las instituciones de la sociedad occidental, como los servicios de salud o la escolarización universal obligatoria, son una perversión de la encarnación de lo divino como logos, como relación entre unos y otros. Según Illich, cada relación libre, gratuita y encarnada es una prolongación de la encarnación en Jesucristo. El modelo de tal relación es la que se establece entre el judío y el samaritano en la parábola del buen samaritano. Según la interpretación muy personal de Illich, con esa parábola, Jesús reveló que ninguna regla puede dictar quién es mi prójimo, sino que éste puede llevarme a la llamada del otro en un gesto libre, gratuito y sensible. La relación de caridad, amistad o amor al otro es una vocación personal y libre. La Iglesia –primera de todas las instituciones en esto– pervirtió esa vocación porque intentó garantizarla y extenderla con estructuras y servicios. Eso es un punto fundamental del pensamiento de Illich, y la corrupción del idioma presenta la misma estructura.

Lo que me interesa es lo que podríamos llamar el revés inmaterial de la relación libre, encarnada y gratuita entre unos y otros: el diálogo. Éste pertenece a una relación encarnada, libre y gratuita en tanto que queda en contacto con la carne. El diálogo sería, entonces, una palabra dirigida a otro, que emerge de las vísceras y de los sentidos en contacto con el medio ambiente; palabra impregnada por mi experiencia, rica tanto de su propia densidad histórica como de mi historia personal –lo opuesto, entonces, de un idioma que fue aprendido únicamente de manera pedagógica, como es el caso de la lengua aprendida por esos misioneros que hablan como si estuvieran consultando un diccionario interiorizado–.

Aquí aparece el problema: hoy, hasta la lengua materna es objeto de pedagogía, no solamente en la escuela, sino también en la casa, donde los padres se vuelven los pedagogos de sus niños, como lo critica Illich en sus ensayos en torno a la lengua. De hecho, la perspectiva histórica de Illich sobre el lenguaje permite ver que la corrupción empezó mucho antes de la publicidad y de las jergas profesionales, y las raíces de esa corrupción retroceden hasta la época de Cristóbal Colón, y aun antes.

Las raíces históricas de la corrupción del lenguaje

Illich traza la evolución histórica de la lengua cotidiana de la gente en sus ensayos “Los valores vernáculos” y “La guerra contra la subsistencia”, publicados en El trabajo fantasma,[8] y también en “La lengua materna enseñada”, texto de una conferencia publicada en En el espejo del pasado. Conferencias y discursos 1978-1990.[9] Distingue tres etapas en un proceso de institucionalización. Primero, en el siglo XI, los monjes de la abadía de Gorze, en territorio germánico, empezaron a usar el idioma vernáculo de la gente en su predicación en lugar del latín. Pusieron énfasis en el valor de este idioma, particularmente al llamarlo “lengua materna”. Es la primera aparición de este término tan familiar hoy. Antes, no existía una lengua materna. Cada quien hablaba diversos idiomas o dialectos, según las circunstancias y las personas. Los monjes empezaron a valorizar el idioma vernáculo franco para defender su territorio de las influencias de monjes de la abadía de Cluny, situada más al Oeste, donde se hablaba románico, porque éstos empezaban a cruzar la línea de separación entre los dos territorios lingüísticos. La aparición del término “lengua materna” ocurrió entonces, desde el principio en el contexto de luchas de poder. Los monjes desviaron la lengua cotidiana para asegurar su poder sobre su feligresía. Ésa fue la primera etapa que empezó a transformar algo que era completamente libre y autónomo, lo que Illich llama vernáculo. Esta palabra designa, para él, lo que la gente hace cuando no está motivada por las fuerzas del mercado, todo tipo de acción autónoma. Entonces, la lengua vernácula era una lengua aprendida sin haber sido formalmente enseñada, sin pedagogía, cultivada a través del curso de la vida; un poco como aprendemos a caminar. Illich insiste en que no hay otro idioma que pueda compararse al vernáculo. Es un fenómeno social completamente diferente de la lengua materna aprendida.

El segundo momento importante en el proceso de institucionalización del idioma sobreviene en el siglo XV, cuando Elio Antonio de Nebrija presentó a la reina Isabela de Castilla su tratado de gramática de la lengua castellana. Era la primera gramática de un idioma vernáculo. Illich analiza el prólogo del tratado para evidenciar la novedad radical del gesto de Nebrija, quien propone crear un idioma a partir del habla popular de la gente. El término que usa es “reducir en artificio”, es decir, domesticar, civilizar. Nebrija expone a la reina su deseo de que la lengua castellana atraviese los siglos como el latín y el griego –lenguas regladas por su propia gramática– y que se aplique de manera uniforme en todo el reino. Argumenta que la lengua, domesticada, regulada y con la seguridad de su duración, contribuirá a la potencia y a la estabilidad del imperio. El paralelo con la institucionalización de la caridad es evidente: en su origen, la institucionalización del idioma proviene de un deseo de garantizar la duración y la uniformidad de lo que era libre y autónomo, también encarnado en el sentido de que era aprendido a través de experiencias en el mundo. En sus ensayos sobre la lengua, Illich habla de lo vernáculo de una manera similar a lo que dice de la relación entre el samaritano y el judío. Ya que el habla vernácula nace de la interacción intensa entre personas afanadamente involucradas en conversaciones, “yo” sólo lo puedo adquirir de un entorno cultural hecho de encuentros con gente que “yo” pueda oler y tocar, amar u odiar. Aprender a hablar es un proceso autónomo y encarnado a la vez. Es lo que intuitivamente entendió la reina Isabel cuando Nebrija le presentó por primera vez su proyecto de gramática del español hablado. “No pensaba que lo vernáculo pudiera enseñarse. Según su real visión de la lingüística, cada súbdito de sus numerosos reinos estaba hecho por la naturaleza para que llegara por sí solo a dominar perfectamente su lengua”.[10]

Nebrija todavía no propone enseñar el idioma domesticado, pero su gramática de facto lo vuelve posible.

La tercera etapa llegó con la expansión de la esfera de educación para englobar todos los aspectos de la vida, lo que nota Illich cuando deplora que los padres hablan a sus niños como profesores y los privan de su última oportunidad de escuchar a gente que realmente conversa. Ya desde Nebrija el idioma existe como instrumento que puede manipularse, y poco a poco la lengua materna enseñada impuso su monopolio radical sobre el hablar. Destruyó las condiciones de existencia del idioma vernáculo, así que hoy, la “lengua enseñada” es el único idioma posible para la mayoría de la gente en los países industrializados.

Conclusión

Entonces, ¿cómo hablaremos unos con otros si el único idioma del cual disponemos es corrupto en su propia estructura? A pesar de su crítica de la perversión de la lengua, de su comprensión de las raíces de esa perversión y de su carácter irremediable, Illich no deja de hablar con sus amigos o en conferencias, ni de escribir ensayos y libros. Cuando David Cayley le preguntó si el lenguaje de lo bueno, the language of the good, era todavía posible, Iván contestó: “Entre nosotros dos, en este momento, ¡sí!”. Añadió que “en ese momento, después de haber conversado bastante tiempo contigo, me pongo en mis palabras por amor a ti”.[11]

Este pensamiento de Illich es el que quiero traer aquí entre nosotros para concluir. Illich dice que a pesar de la corrupción de lo vernáculo –que se trate de la gramática o de la pedagogía que modeló nuestra manera de hablar–, y a pesar de la publicidad y de las jergas profesionales, el diálogo todavía es posible. No hay que inventar otro idioma que imite al vernáculo. Más bien tenemos que entrar a este idioma corrupto y habitarlo enteramente con sus límites, y buscar el camino hacia el otro. En su respuesta, Illich repite “en este momento”, insistiendo en el hic et nunc, el momento puntual del estar-uno-con-el-otro, Illich-con-Cayley. No se trata de una lengua –la lengua siempre tiene que ver con la duración–. Se trata más bien de un habla, una palabra única, que no se puede fijar y que existe entre ellos dos. Cuando Illich dice: “Yo me pongo en mis palabras”, el pronombre “yo” no designa a Illich en tanto persona con una historia y una personalidad que se extienden en la duración. Es el “yo” único de su relación con Cayley en “este momento”, su “ego”, tal como Illich lo define cuando dice “yo”. “Ego” apunta hacia una experiencia que es enteramente sensual, encarnada y de este mundo. Cuando escribe que aquél que dice “yo” se dirige “a este hombre que ha sido golpeado”, sabemos que se refiere al judío de la parábola del buen samaritano. Su modo de referirse a lo bueno en el habla tiene mucho que ver con el gesto del samaritano hacia el judío. Fue un gesto de caridad, amor o amistad con un extraño. Y así como la caridad fue institucionalizada y pervertida por el deseo de garantizarla, pero sigue siendo posible más allá de su perversión de una manera sutil que no se puede definir ni sistematizar y menos hacer durar porque existe cada vez de forma única entre uno y otro, el diálogo sigue siendo posible, aun si no puede capturarse en una definición.



[1] Iván Illich, “La elocuencia del silencio”, Alternativas, en Obras reunidas, p. 182.
[2] Ibid. “Es el silencio de la sintonía, un silencio en el que aguardamos el instante propicio para que la Palabra nazca en el mundo”.
[3] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 159. David Cayley, Conversaciones con Iván Illich, Madrid: Enclave de Libros Ediciones, 2012 [1992].
[4] San Francisco: North Point Press, 1988.
[5] Uwe Pörksen, Plastic Words. The Tyranny of a Modular Language, University Park, The Pennsylvania State University, 1995 [1988]. Traducido al inglés por Jutta Mason y David Cayley.
[6] Conferencia dictada en alemán en Hanover el 14 de septiembre de 1990, traducida al inglés por Jutta Mason, inédita en inglés; puede consultarse en Internet.
[7] Illich, op. cit., p. 6.
[8] Iván Illich, Obras reunidas II, México, Fondo de Cultura Económica, 2008, pp. 67-91.
[9] Illich, op. cit., pp. 421-621.
[10] Iván Illich, El trabajo fantasma, Obras reunidas II, México, Fondo de Cultura Económica, p. 88.
[11] Cayley, op. cit., Ivan Illich in Conversation, p. 161.

Signos de nuestro tiempo: ¿el tiempo del fin?

Simposio “Iván Illich: lo político en tiempos apocalípticos. 90 años” (Sept. 2016)

Signos de nuestro tiempo: ¿el tiempo del fin?

Nuestra época podría coincidir con el final que relatan las Escrituras; sin embargo, el análisis de la modernidad ofrece otra interpretación. Iván Illich vislumbró que la crisis civilizatoria no podía comprenderse si no era a partir de la separación del tiempo bíblico y del tiempo histórico. En el primero, la catástrofe es definitiva; en el segundo, cabe una esperanza verdadera.
  
por Etienne Verne

Esta mesa tiene por tema el tiempo del fin. La pregunta que se nos propone es: ¿el tiempo del fin es un signo de nuestro tiempo? Este cuestionamiento implica la afirmación previa de que estamos en el tiempo del fin. Podríamos cuestionarnos cuáles son otros signos de nuestro tiempo. Pero nos limitaremos a la pregunta asignada que reformulamos así: ¿el tiempo del fin es uno de los signos de nuestro tiempo?

En otros círculos esta interrogante podría parecer una broma, una necedad o, peor, una pregunta que nos remite a temas que tienen curso en otras áreas con las que queremos tomar distancia: lo oculto, el esoterismo, el hermetismo o el discurso milenarista que ha marcado la historia de las religiones. Además –si no estamos aquí para divertirnos–, se nos podría reprochar llegar tarde a este debate, planteándonos cuestiones sobre el tiempo del fin, mientras algunos intelectuales ya están pensando el “después del final”, lo que al parecer deja por lo menos una segunda oportunidad a la humanidad, ya que, según ellos, después del fin habrá un futuro.

Antes de contestar la pregunta planteada, hay que precisar el significado del sintagma tiempo del fin y, en consecuencia, intentar una calificación o determinación de los tiempos en que vivimos. Esta mañana hemos escuchado y discutido varios comentarios sobre el tema: ¿en qué tiempo vivimos? Obviamente, éste es primero el tiempo de la historia, el cronológico o, en otro registro, el profano. La crítica radical de las instituciones de la modernidad que Iván Illich propuso en los años sesenta y setenta tenía por contexto esta historicidad. En este tiempo de la historia Illich estuvo en busca de una “comprensión histórica” de lo que ha pasado desde Belén, es decir, en los dos primeros milenios cristianos, lo que buscó entender a través de la inteligencia.

Al rechazar la calificación de nuestro tiempo como postcristiano y al insistir sobre su esencia apocalíptica, me declaro en cierto modo discípulo de Tomás de Aquino. Así entiendo su expresión per fidem quaerens intellectum et per intellectum quaerens fidem: estar mediante la fe en busca de una comprensión histórica del tiempo desde Belén y, por otro lado, intentar entender los dos primeros milenios cristianos mediante la inteligencia. [1]

Sabemos el resultado: la Iglesia, la institución histórica, dio lugar al mundo de la modernidad. “Se convirtió en la semilla de las organizaciones de servicios modernos”[2], y sabemos que corruptio optimi pessima: que la corrupción de lo mejor es lo peor. A este momento de la historia Illich se refiere cuando se distancia de un tiempo entendido como posmoderno o poscristiano. En este tiempo histórico no hay lugar para “un tiempo del fin”, salvo si se dice que hay un fin de la historia; de ser así, siempre estamos en el tiempo del fin. Pero eso no nos dice nada. Para entender la expresión “tiempo del fin” quizá necesitamos dar un paso fuera de la historia. El tema general de este simposio es “Lo político en tiempos apocalípticos”. Y el asunto del debate del próximo viernes es “Vivir bajo el signo del apocalipsis”. Parece que “el tiempo del fin” no se piensa fuera del tópico del apocalipsis. Y eso es: el apocalipsis viene a nuestro debate. Pero, para quedarnos con Illich historiador, debemos saber que este tiempo en que vivimos es también uno diferente del tiempo histórico. Es “el tiempo de ahora” –en palabras de Pablo: ho nun kairos–, y éste es un tiempo apocalíptico, que comenzó con la aparición de una “comunidad”. Illich dice al respecto: “La palabra ‘comunidad’ siempre define un ‘aquí’ y un ‘ahora’, pero recuerda que esta comunidad es una ‘comunidad fuera del tiempo’, una comunidad que cultiva el tiempo del Espíritu, una comunidad que vive en un tiempo en el que ¡nuestra esperanza ha perdido sus calendarios seglares y sus andamios relojeros!”[3]. Estamos (con ella) en el tiempo de “la esperanza sin andamios”. Así que pasamos de un tiempo histórico, secular, a uno religioso, sagrado. ¿Cómo articular esas dos temporalidades, la de la historia y la del apocalipsis? Voy a tratar de cumplir esa tarea difícil en los pocos minutos que me quedan en esta mesa.

Se puede decir que dos “racionalidades” compiten para la interpretación de este “tiempo del fin”. Una se queda en el tiempo de la historia, la otra lo trasciende. Sobre la calificación de estas dos “racionalidades”, por el momento no me pronuncio. El uso de la palabra “racionalidad” presenta una dificultad más, tanto por la razón histórica como por la apocalíptica.

Los organizadores de este simposio nos han dejado en la ambigüedad: si estamos en el “tiempo del fin”, y si esta afirmación es “un signo de nuestro tiempo”. ¿Este “tiempo del fin” es parte de la historia o del apocalipsis? Los vocablos “signo de los tiempos”, “tiempo del fin”, “apocalipsis”, convocan un vocabulario de múltiples resonancias que, a su vez, no es de uso fácil. Si nos quedamos con las connotaciones catastróficas de este vocabulario, que aluden a un mundo de horrores y de amenazas (nucleares, ecológicas, demográficas, climáticas, económicas), no entenderemos mucho.

Lo que propongo es un intento de clarificación a partir del itinerario de Illich. En su crítica radical de los “instrumenta”, es decir, de las herramientas de la modernidad y de sus instituciones, en particular las de los servicios, afloran los temas de la pérdida de los sentidos, la pérdida del significado del cuerpo, con los cuales nos quedamos en el tiempo histórico. Éstos son los “peligros” que enfrentamos en nuestro tiempo. Observo que estamos muy cerca de la definición vulgar de la palabra “apocalipsis”. Estas amenazas no tienen nada que ver con el juicio final. Todos estos signos son del tiempo en que vivimos, uno dentro la historia. A partir de ahí me atrevo a pensar que la calificación de nuestro tiempo como el “tiempo del fin” puede aparecer como una simple extensión de la crítica radical de la época en que vivimos. Después de la crítica de las amenazas y catástrofes que enfrentamos en este mundo contraproducente, deshumanizado, corrupto, el camino normal que se presentaba para Illich era la visión de un tiempo sin futuro. Él se negó siempre a vivir en la “sombra del futuro”. Habla más bien del “comienzo del fin”, y con este otro sintagma estamos entrando de nuevo a otro tiempo. Dice que vivimos en el tiempo de la esperanza porque nuestro tiempo es apocalíptico, y por tanto “apocalipsis” no significa más un desastre final, sino una revelación, un desvelamiento.

Si nos quedamos dentro del tiempo histórico, se ven inmediatamente los peligros que se corren cuando uno se desliza sobre esta cuesta. En primer lugar, el riesgo recurrente de lanzarse con un discurso de tono “profético”, en su alternativa “pájaros de mal agüero”: el mundo va mal (es el catastrofismo ordinario), las instituciones son corruptas; entramos al “tiempo del final” o al “principio del final”; el fin de los tiempos está cercano... ¿Cómo escapar del delirio del pensamiento apocalíptico y encontrar una razón a esta clase de discurso, hasta calificar este tipo de pensamiento de presciencia?[4] ¿Habrá una “razón apocalíptica”?

En el centro del debate está la determinación o la calificación del tiempo en el que vivimos. Me habría gustado –si el tiempo lo hubiera permitido– tomar como referencia a dos autores: Günther Anders y Giorgio Agamben. Recordemos que Iván Illich usó los sintagmas “tiempo de ahora” y “comienzo del fin”. Günther Anders (1902-1992), uno de los primeros pensadores de la catástrofe, habló del “tiempo del fin”[5]. Giorgio Agamben, en su gran saga, Homo Sacer, hace de la locución “il tempo che resta” la base de su ontología política. Empezaré por exponer la definición del “tiempo del fin” propuesta por Günther Anders. El tiempo del fin es el título de un texto escrito en 1969. Escribe que no es cierto que ya hayamos alcanzado el fin de los tiempos. Es cierto, en cambio, que vivimos definitivamente en el tiempo del fin y que el mundo en el cual vivimos es, por lo tanto, un mundo amenazado. “En el tiempo del fin” significa: en esta época en que cada día podemos causar el fin del mundo. “Definitivamente” significa que el tiempo que nos queda es para siempre el “tiempo del fin”: no puede ya ser sucedido por otro tiempo, sino solamente por el fin. No es posible porque nos hemos vuelto incapaces de no poder hacer de un golpe, mañana y para siempre, lo que somos capaces de hacer hoy, es decir, de “preparar el fin de los unos y de los otros”[6]. Y precisa que el apocalipsis, que era una “ficción” en el imaginario religioso, accedió, en 1945, con Hiroshima y Nagasaki, al estatuto de “amenaza real, indudable”. Con la amenaza nuclear, el apocalipsis vuelve a la historia y nos obliga “a pensar lo más cerca posible del Apocalipsis”[7], para retomar la fórmula de Jean-Pierre Dupuy. Éste también toma en cuenta que “la crisis presente es apocalíptica en el sentido etimológico de la palabra: nos revela algo fundamental con respecto al mundo humano”[8]. La lengua para decir esta “revelación” solía ser religiosa. Con Anders, el “tiempo del fin” se introduce en el campo racional. Y este tiempo es apocalíptico porque es el tiempo del fin.

Con Agamben dejamos el tiempo histórico y volvemos a uno religioso. Su libro Il tempo che resta[9] es un seminario en forma de comentario de la epístola de Pablo a los Romanos. Tiene en cuenta que, para Pablo, el tiempo del fin es uno mesiánico, un tiempo que Agamben se dedica a distinguir del tiempo escatológico. Entonces, el tiempo del fin no es el fin de los tiempos. Lo cito:

Lo mesiánico no es el fin del tiempo, sino el tiempo del fin. Lo que interesa al apóstol (Pablo), no es el último día, el momento en el cual el tiempo termina, sino el tiempo que se contrae y que comienza a terminar (Ho kairos sunestalmenos esti)[10]. Si prefieren, es el tiempo que permanece entre el tiempo y su fin. Por eso es importante corregir sobre todo la idea que consiste en bajar el tiempo mesiánico sobre el tiempo escatológico y en volver con esto incluso impensable lo que es la especificidad del tiempo mesiánico.[11]

La confusión entre el tiempo del fin y el fin del tiempo, entre el mesianismo y la escatología, es un error común en varios autores. Podemos definir el tiempo mesiánico como el lapso que el tiempo toma para terminar –o más exactamente: el tiempo que empleamos para hacer terminar, para acabar nuestra representación del tiempo–. No es ni la línea del tiempo cronológico –representable pero impensable–, ni el momento de su fin –igualmente impensable–, pero tampoco es un simple segmento del tiempo cronológico que iría de la resurrección al fin del tiempo. Es más bien el tiempo operativo que empuja dentro del cronológico, que lo trabaja y lo transforma desde el interior; es el tiempo que necesitamos para hacer terminar el tiempo –en este sentido: el tiempo que nos queda–. Agamben define el tiempo mesiánico como

tiempo operativo en que entendemos y acabamos nuestra propia representación del tiempo, es el tiempo que nosotros mismos somos; por esta razón, es el único tiempo real, el único tiempo que tenemos. Y es precisamente porque se sitúa dentro de este tiempo operativo que la klèsis (la vocación, la llamada) mesiánica puede tomar la forma del como si no, [es decir] de la incesante revocación de toda vocación.[12]

Se nota la proximidad con lo que dice Illich: el fin empezó con una “comunidad”. Agamben comenta que la ekklèsia es la comunidad de los “convocados” mesiánicos, “es decir, de los que tomaron conciencia de esta casualidad y viven bajo la forma del como si no y del uso”.[13]

Aquí podríamos abrir otra pregunta: ¿cómo se vive en el tiempo del fin? No olvido que se convocó a este simposio, aquí en Cuernavaca, para celebrar el aniversario del nacimiento de Iván Illich hace noventa años. Cuando, a principio de los setenta, llegábamos a Cuernavaca para frecuentar el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC) con procedencia del Norte y del Sur, del Oeste y del Este, el horizonte más compartido entre nosotros era el de la “revolución”, un futuro cuya “deseabilidad” aún no se ponía en cuestión. Dudo que alguno de esos jóvenes de entonces haya visto y menos asumido –a la manera de los neomarxistas de hoy– la filiación entre “mesianismo” y “revolución”, o haya adoptado “la tesis de Benjamin que quiere que el concepto marxista de sociedad sin clases sea una secularización de la idea del tiempo mesiánico”[14]. De lo que estoy seguro es de que no teníamos la impresión de llegar aquí después de haber cruzado un parteaguas y menos ¡de haber accedido “a los ríos al norte del futuro”! Por el contrario, estábamos seguros de que el futuro se pensaba aquí, en Cuernavaca –el documentalista Gordian Troeller llamará Cuernavaca “las cocinas del futuro”–, y que la crítica radical del presente que veníamos a buscar serviría para liberar el porvenir, un porvenir anclado en la prolongación del tiempo de la historia y que se afianzaba en nuestro presente, un futuro de cambio radical guiado por la crítica que Iván Illich hacía de las herramientas industriales.

Se entiende el giro de Illich a partir de los años ochenta al meditar sobre su paso de la crítica de las herramientas a la de los sistemas: al entrar a la era de los sistemas accedemos a un tiempo apocalíptico, quizás el de “la instrumentalidad total” del que hablaba Anders. En la era de los sistemas, las herramientas no están más en la mano del hombre, por lo que ya no son propiamente dicho herramientas.

El vínculo entre el tiempo del fin y la crítica de la modernidad puede entenderse así. Vivimos en el tiempo de la catástrofe posible, dice Anders, lo cual no refleja bien la posición más compleja de Illich. Según él, para comprender su transición de la crítica de la contraproductividad de las instituciones en los años setenta hacía una crítica de las instituciones con las cuales vivimos; hoy –aquéllas que se caracterizan, por ejemplo, por “la secularización del samaritano” o por la transformación de la caridad en una conducta regulada por la Iglesia–, no es necesario albergar una visión habitada por el imaginario apocalíptico, el del día de la cólera, del “último momento”, del último día o del fin de los tiempos. La modalidad de la visión apocalíptica de Illich no es la de la catástrofe o del desastre. Para él, el tiempo apocalíptico es el tiempo-de-ahora, el de la esperanza, un tiempo donde se vive el kairos, el tiempo de la revelación, de la gracia y de la “crisis”, entendida como la decisión que debe tomarse en la encrucijada de los caminos.


Etienne Verne, ponente en el Simposio Illich "Lo político en tiempos apocalípticos" (Sept. 2016)

Después de mantenerse mucho tiempo en el tiempo de la historia, Illich vislumbró –signo de los tiempos– que el mundo había cruzado un parteaguas.[15] Tomó como ejemplo de esto el uso de la palabra “responsabilidad”. Hace una veintena de años, dice Illich (lo que nos remite al final de los años setenta), era “imposible poner en cuestión [nuestra] responsabilidad hacia los niños muertos de hambre”. “Hoy”, en cambio (es decir, a mediados de los años noventa), en su círculo era posible reconocer “la falla de este modo de pensar”. Muchos de sus interlocutores de entonces reconocían que el mundo en frente de ellos –no el mundo futuro, sino el presente– se construye sobre suposiciones o axiomas para los cuales no encontraron nombres convenientes. Estos signos del paso de la línea de división de las aguas, Illich los ve también en los que renuncian al poder porque éste reveló su propio vacío, “su carácter ilusorio”. Y, más ampliamente –otro signo del “tiempo que nos queda”, del tiempo del fin–, los conceptos de ciudadanía, de responsabilidad, de poder, de igualdad, de necesidad, de derechos están perdiendo su fuerza. “La credibilidad de muchas cosas que se pensaban tan importantes que merecían que uno le dedicara su vida, está en declive y, a mi modo de ver, en uno muy rápido. La mayoría de la gente ve eso (...). Me gustaría sugerir la posibilidad de verlo como el final de una época”[16].

¿En qué tiempo estaríamos entonces, puesto que estas últimas observaciones nos regresan al tiempo de la historia? Illich lo ve como un tiempo caracterizado por “una apertura, una libertad de acceso, una credibilidad enteramente nueva, una facilidad para moverse hacia el mundo de la conspiratio, sabiendo que nada de eso puede garantizarse contractualmente, que implica una renuncia a la seguridad”. Y dice:

Estamos en una situación donde la desencarnación de la relación Yo-Tú condujo a una matematización, una algoritmización que se disfraza de objeto de experiencia. Durante estos últimos años, vine a pensar que el primer servicio que puedo aún prestar es hacer admitir a la gente que vivimos en tal mundo. Enfréntate a él, no intentes humanizar el hospital o la escuela, sino pregunta: ¿qué puedo hacer en este momento preciso, en este único hic et nunc, aquí y ahora, en el cual estoy? ¿Qué puedo hacer para salir de este mundo de deseos por saciar (...) y sentirme libre de oír, percibir o adivinar lo que otro quiere de mí en este momento, lo que es capaz de imaginar, de esperar de mí, con apertura a la sorpresa de la esperanza?[17] Pienso que mucha gente dejó muy razonablemente de intentar mejorar las agencias y organizaciones sociales de las cuales, hace apenas veinte años, se sentía responsable. Sabe que todo lo que puede hacer es intentar, mediante criterios negativos, disminuir el impacto y la influencia de esta idea de responsabilidad en su medio, con el fin de ser cada vez más libres de conducirse anárquicamente como seres humanos que no actúan para el bien de la ciudad, sino porque recibieron del otro el don de poder responder a su llamado.[18]

La última frase de la cita me genera un problema: “ser cada vez más libres de conducirse anárquicamente como seres humanos que no actúan para el bien de la ciudad, sino porque recibieron del otro el regalo de poder responder a su llamado”. Yo también, en mis tiempos en Cuernavaca, quería actuar en primer lugar para el bien de la ciudad y permanecer en el tiempo de la historia. Pero, para Illich, para que el mundo perciba que ha cruzado la línea de división de las aguas, era necesario “haber desactivado la sombra del futuro”, es decir, haber dejado de vivir bajo la presión de un futuro que debemos construir. Extraje mis citas del libro que David Cayley publicó en 2005, tres años después de la muerte de Iván, sobre las conversaciones que tuvo con él a finales de los años noventa, The Rivers North of the Future, traducido pero aún inédito en español. El título en inglés –en español sería La corrupción de lo mejor es lo peor– es un verso de un poema de Paul Celan.[19] “El norte del futuro” evoca este “otro tiempo” en que Illich ubica su esperanza; un tiempo y un lugar inaccesibles mediante una simple proyección desde el presente (puesto que se encuentran “al norte del futuro”). Para darlo a entender mejor a sus lectores, Cayley cuenta la siguiente anécdota: cuando un amigo cuestiona a Illich en cuanto a un futuro posible, él le contesta lapidariamente: “¡Al diablo el futuro! Es un ídolo devorador de hombres. Las instituciones tienen un futuro (...) pero no los hombres: ellos tienen solamente esperanza”. Y Cayley comenta: “Interpreto este anatema contra el futuro de dos maneras: por una parte, como afirmación de que ningún ser juicioso puede imaginar el futuro de nuestra utopía económica de crecimiento sin fin de otra manera que como un cataclismo; pero, por otra parte –más importante pero menos evidente–, lo entiendo como la manifestación de que la idea misma de un futuro devora el único momento en que el reino pudiera ocurrir, es decir, el presente. Prever es querer forzar el futuro; la esperanza extiende el presente y suscita así un porvenir “al norte del futuro”[20].

El tiempo “al norte del futuro” no puede ser sino “el tiempo de ahora”, un tiempo que Iván se dedicó a elogiar. Para decir lo que es “el tiempo de ahora”, Illich comienza por preguntar: “¿Cuándo empezó a ser lo que es ahora?”.[21] Illich alude con ello a “una pregunta sobre la transformación de la dimensión temporal, de la temporalidad durante el tiempo pasado desde nuestro nacimiento [...]. El concepto de tiempo está en crisis [...]. El concepto moderno de tiempo nunca tuvo relación con la duración vivida, con el “para siempre” del voto matrimonial, por ejemplo, que no significa “sin final”, sino “ahora totalmente” [...]. Debemos comprometernos con una forma de ascetismo que nos permita gozar el aquí y el ahora como un lugar, el aquí que está entre nosotros ahora, como lo es el reino.[22] Y menciona a Tomás de Aquino: “Tomás dice muy claramente que, para pensar la temporalidad, hay que distinguir, por una parte, entre el tiempo y la eternidad sin comienzo ni fin y, por otra, un tercer tipo de duración que él llama aevum. El aevum designa un tipo de supervivencia y de estar juntos al que “tú” y “yo” estamos destinados. No tiene fin, pero sé que tiene un comienzo”. Prosigue recordando que Petrus Hispanus había dicho que “como personas que vivimos en el aevum, estamos sentados sobre el horizonte, es decir, en la línea que nos divide en dos, desde la nariz hasta el trasero. Una parte está sentada en el tiempo, la otra en el aevum. Entiendo esta metáfora como la expresión del tipo de criaturas que somos: vivimos el acto creador de Dios en un ‘ahora y para siempre’ contingente en cada instante”.[23]

Con este elogio del aquí y del ahora, no hay ya que desinteresarse de la idea que el final comenzó y que llegará próximamente. El “ahora” tiene vocación de ocupar todo el tiempo. En el tiempo del fin, no se puede vivir sino “ahora”. Y este “tiempo de ahora” es un tiempo apocalíptico. Inicié esta exposición recordando lo que Illich decía del tiempo de la historia: “Buscar mediante la fe una comprensión del tiempo desde Belén, y, por otra parte, tratar de entender con la inteligencia los dos primeros milenios cristianos”. Nos hace pasar, en el mismo movimiento, del tiempo histórico al tiempo apocalíptico:

El mundo cambió para siempre con la aparición de una comunidad –y la palabra “comunidad” siempre remite a un “aquí” y un “ahora”, fundada por completo sobre la contribución de cada uno, cualquiera que sea su rango, a la conspiratio[24] del beso litúrgico. Una comunidad, por lo tanto, creada por un intercambio físico y no por alguna referencia cósmica o natural. Cuando un “nosotros” puede advenir como resultado de una conspiratio –literalmente, un aliento compartido– estamos ya fuera del tiempo. Vivimos ya en el tiempo del Espíritu.[25]

Añado: “en este mundo y no de este mundo”, “como si no”. Es toda la dificultad del pensamiento illichiano sobre el apocalipsis que sería necesario confrontar con lo que nos amenaza ahora, y lo que nos amenaza es también una señal muy fuerte del tiempo que vivimos.

(Leer otra ponencia referida al tema análogo de la posibilidad del diálogo a pesar de la corrupción del lenguaje, a cargo de Mahité Bretón (canadiense) quien participó en la Mesa 6 sobre "El lenguaje y la proporción en lo político" junto a Humberto Beck y Carl Mitcham, en el siguiente posteo: http://umbrales2.blogspot.com/2017/10/simposio-ivanillich-lo-politico-en.html)



[1] Iván Illich y David Cayley, La corruption du meilleur engendre le pire, Arles, Actes Sud, 2007, p. 238, traducción al francés por Daniel de Bruycker y Jean Robert, de In the Rivers North of the Future, Toronto, 2002. Traducción al español por Jean Robert. Francófono, el autor prefirió citar este libro en su versión inglesa, pensando que era de acceso más fácil para los lectores mexicanos. (N. del T.)
[2] Iván Illich y David Cayley, The Rivers North of the Future. The Testament of Iván Illich as told to David Cayley, Toronto, House of Anansi Press, 2005, p. 179.
[3] Illich y Cayley, op. cit., p. 183.
[4] René Girard, Achever Clausewitz, París, Flammarion, Champs Essais, 2011 [2007], p. 10. Utiliza la palabra prescience. (N. del T.)
[5] Günther Anders, La menace nucléaire, La Madeleine-de-Nonancourt, Le Serpent à Plumes, 2006 [1972].
[6] GüntherAnders, Le temps de la fin, París, L’Herne, 2007 [1969].
[7] Jean-Pierre Dupuy, La marque du sacré, París, Carnets Nord, 2008, p. 31.
[8] Anders, op. cit., p. 43.
[9] Bollati Boringhieri Turin, 2000. Para la referencia de la traducción francesa, ver nota 11.
[10] Según 1 Cor 7, 29.
[11] Giorgio Agamben, Le temps qui reste. Un commentaire de l’Épître aux Romains, trad. del italiano por Judith Revel, París, Rivages poche, Petite Bibliothèque, 2004, p. 111.
[12] Agamben, op. cit., pp. 119-120.
[13] Agamben, op. cit., p. 57. “Como si no”: cf., 1 7, 29-32.
[14] Agamben, op. cit., p. 56.
[15] Iván Illich y David Cayley, “Across the Watershed”, capítulo 21 de The Rivers North of the Future, Toronto, House of Anansi Press, 2005, p. 220-225.
[16] Ibid., pp. 220-221.
[17] Ibid., p. 122.
[18] Idem.
[19] In den Flüssen nördlich der Zukunft: En los ríos al norte del futuro: aviento la red que tú, vacilando, cargas con sombras grabadas en piedra. Trad. de Jean Robert.
[20] Cayley, op. cit., “Preface”, p. 19. (Entrevista inédita con Douglas Lummis).
[21] Ver “The Beginning of the End”, capítulo 15, op. cit., pp. 175-185.
[22] Ibid
[23] Illich y Cayley, op. cit., p. 182.
[24] Ibid., ver el capítulo 20, “Conspiratio”, pp. 215-219.
[25] Illich y Cayley, op. cit., p. 178