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miércoles, 4 de noviembre de 2015

EL IMPACTO ALIENANTE DE LAS INSTITUCIONES DE SERVICIO MODERNAS


por Hernando Calla *

Hubiera querido dar cuenta de mis experiencias y formación en economía para abogar por el reflorecimiento de la subsistencia como alternativa al monopolio radical de la economía. Sin embargo, por el momento me remitiré a escuchar atentamente sobre estos temas el segundo día de este Encuentro en Homenaje a Iván Illich al que los amigos de Cuernavaca generosamente nos invitan.  Presentaré, en cambio, algunas reflexiones retrospectivas sobre cómo me impresionaron las ideas de Illich en la década de 1970 para orientar la atención, como él mismo lo hizo posteriormente, no tanto ya a los efectos inhabilitantes no deseados de las instituciones de servicio sino más bien a su impacto alienante sobre la imaginación social y la psique individual de las generaciones que han vivido en plena época del progreso y el desarrollo. Con este objetivo, enmarcaré el relato sobre mi relación con el servicio de transporte, la educación y la medicina haciendo referencia a las principales obras de Illich en esos años: “Energía y equidad”, “La sociedad desescolarizada”, “La convivencialidad” y “Némesis médica”.

Pienso que este ejercicio de la memoria puede aún decirles algo a los que se interesan por el pensamiento del autor en cuya memoria hoy nos convocan. Confío en que pueda ser considerado como una suerte de testimonio personal sobre la posibilidad de que incluso los sujetos más alienados por los servicios de la modernidad industrial pueden llegar a romper el hechizo que los ata a dichos sistemas, y no solamente como un “estudio de caso” sobre las condiciones más bien privilegiadas y el temperamento algo errático que tuvieron que coincidir en mi caso para que pudiera rebelarme en algún momento contra mi condición de usuario adicto a los servicios modernos.

El estupor inducido por la velocidad

Mi experiencia me dice que uno se convierte en usuario del transporte de pasajeros casi desprevenidamente y sin que medie un previo acondicionamiento por haber vivido siempre en una ciudad o algo parecido. Mi familia es de las minas del sur de Potosí (Bolivia) y yo pasé allí mi niñez a unos metros de la escuela pero sin haber visto un automóvil  de 4 puertas más que en las películas. Los motorizados existentes eran casi todos de propiedad de la empresa minera estatal y la gente no recurría a ellos más que para trasladarse a otros centros mineros o la estación de ferrocarril cuando tenía que viajar. Pensándolo bien, es posible que la sola presencia de camiones y camionetas en estos lugares haya tenido ya un sutil mensaje para las nuevas generaciones; mientras nuestros abuelos y papás caminaban todo el tiempo entre una población y otra, muchas veces haciendo el trayecto de noche y agradeciendo a su suerte cuando tenían luna llena, las generaciones post-1952 (año de la revolución nacionalista en mi país) ya no estábamos tan prestos a caminar más allá del horizonte de nuestra pequeña comunidad.

A mediados de los sesenta, me tocó salir de las minas para estudiar la secundaria en la capital (La Paz) que para entonces tenía una población cercana al medio millón de habitantes que dependían de un sistema de transporte público/privado compuesto de buses y taxis que recorrían distancias no mayores a 10 km. No tardé mucho en acostumbrarme a mis nuevas circunstancias en la ciudad donde vivo hasta el día de hoy; me volví usuario del transporte público con la misma falta de prevención con que las nuevas generaciones adoptan las nuevas tecnologías de comunicación. Salvo por alguna circunstancia que me obligó a caminar cotidianamente durante un par de años, luego me acostumbré a depender de los buses para llegar mañana y tarde al colegio, cuando bien podía haber caminado los 3 km. de distancia para evitar la frustrante espera de algún bus pues todos pasaban llenos. Cuando años más tarde leí “Energía y equidad”, no pude sino estar de acuerdo con su autor cuando dice:
El usuario no puede captar la demencia inherente al sistema de circulación que se basa principalmente en el transporte. Su percepción de la relación entre el espacio y el tiempo ha sido objeto de una distorsión industrial. Ha perdido el poder de concebirse como otra cosa que no sea usuario. Intoxicado por el transporte, ha perdido conciencia de los poderes físicos, sociales y psíquicos de que dispone el hombre, gracias a sus pies.[1]
Cuando pienso en esos días, en mi situación concreta de vivir a poca distancia del centro de la ciudad, no puedo explicar cómo asumí tan fácilmente mi dependencia del transporte motorizado sino es por el impacto alienante que tienen los transportes en la psique del individuo moderno, en vista de que no existía un impedimento de tipo físico o cualquier otro.

No sé si hubiera llegado a cuestionar en mi vida esta perspectiva del usuario de transporte de no mediar circunstancias personales algo particulares. En 1972 salí del país para cursar la universidad en Filadelfia; una ciudad fantástica de lo poco que me acuerdo pero que no llegué en verdad a conocer, adivinen por qué: pues si en La Paz dependía de los buses para recorrer 3 km, era para mi inimaginable caminar los 10 km que separaban a La Salle del centro de la ciudad, donde iba ocasionalmente solo tomando el subway, y de esta manera no caminé lo suficiente por los alrededores como para ubicarme, de modo que cuando salía del barrio cerca o lejos, en bus o en coche, nunca sabía bien dónde estaba. Aún no había leído este texto de Illich:
[El usuario] olvida que el territorio lo crea el hombre con su cuerpo y toma por territorio lo que no es más que un paisaje visto a través de una ventanilla por un hombre amarrado a su butaca. Ya no sabe marcar el ámbito de sus dominios con la huella de sus pasos, ni encontrarse con los vecinos, caminando en la plaza. Ya no encuentra al otro sin chocar, ni llega sin que un motor lo arrastre. Su órbita puntual y diaria lo enajena de todo territorio libre.[2]
En algún momento, conseguí una chamba de verano en las afueras de la ciudad, adonde llegaba con 2 combinaciones de metro y bus, lo que me tomaba hora y media solo de ida. Sin embargo, los fines de semana no había el servicio de bus regular por lo que tomaba un Greyhound que hacía servicio interestatal a Nueva York, y me tenía que bajar en medio trayecto pero a unos 10 minutos caminando de mi lugar de trabajo. Creo que Estados Unidos ya entonces era un país diseñado enteramente para los vehículos motorizados, y por tanto no había ninguna acera donde caminar en este recorrido, lo que me obligaba a pegarme a la orilla de la autopista mientras decenas de coches pasaban por mi lado a una velocidad de cien por hora. Años más tarde, Illich escribió que el sistema de trasporte moderno significaba una afrenta a los pies, una “humillación por la tecnología”[3]; creo que fue precisamente esa humillación la que sentí en lo más íntimo cuando hacía ese recorrido de locura durante el verano de 1973.

Justamente por esos años Illich publicó “Energía y equidad”, un libro delgadito que ponía al descubierto “la ilusión de que se puede sustituir indefinidamente la energía metabólica del hombre por la potencia de la máquina”. Cuando retorné a La Paz en 1975, dejé atrás la ilusión del homo transportandus y me volví radicalmente “anti-auto”. Quería recuperar todo lo que no había caminado antes, evitando conscientemente subirme a los coches, incluidos los buses de transporte público, y caminé calle arriba, calle abajo durante varios años. Sin saberlo le daba la razón al autor que recién descubrí un tiempo después, cuando señala:
Atravesándolo a pie el hombre transforma el espacio geográfico en morada dominada por él. Dentro de ciertos límites, la energía que aplica al movimiento determina su movilidad y su poder de dominio. La relación hacia el espacio del usuario de transportes se determina por una potencia física ajena a su ser biológico. El motor mediatiza su relación al medio ambiente y pronto lo enajena de tal manera que depende del motor para definir su poder político. El usuario está condicionado a creer que el motor aumenta la capacidad de los miembros de una sociedad de participar en el proceso político. Él perdió la fe en el poder político de caminar.[4]
Creo que en esos años mi lema principal, aunque no explícito, fue justamente recuperar el poder político de caminar. Sin embargo, por alguna razón no llegué a plantear a mis amigos de izquierda la necesidad de una plataforma política de mayor equidad a través de una limitación de la invasión vehicular a los lugares donde transita la gente. La agenda política se limitaba, por entonces, a recuperar el poder político de manos de los militares, y las diferentes tendencias de izquierda se vieron obligadas a poner entre paréntesis sus propias reivindicaciones en función del objetivo que parecía ser la prioridad de todos: la recuperación de la democracia (no voy a relatarles mi participación en esas luchas pero creo que ella fue, entre otras cosas, una consecuencia de mi creciente empoderamiento en el caminar de esos años).

Con el tiempo, mi rechazo a los medios de transporte se atenuó y, poco a poco, fui aceptando que el “monopolio radical del transporte” era una realidad abrumadora que sería difícil cambiar en el tiempo de nuestras vidas. Se podría decir que fui nuevamente domesticado por el sistema de transporte y la historia de mi relación con estos medios parece ser finalmente una historia de reconciliación: el mismo coche al que de joven me negaba a subir me sirve ahora para sacar a mi familia a pasear algún domingo fuera de la ciudad (un detalle: se trata de una “peta” o VW clásico que mis progenitores compraron el mismo año en que se publicó Énergie et Équité en Le Monde)

La nueva alienación

Algo parecido ocurrió en mi relación con el sistema educativo. Después de haber rechazado radicalmente en algún momento la educación formal para mí mismo, cuando mis hijos crecieron no me atreví a no enviarlos a la escuela y a la universidad. Lo único que hice fue relativizar la importancia de estas instituciones en su estima personal. Al contrario de lo que ocurrió conmigo pues hasta donde me acuerdo, desde muy chico mi autoestima dependía de la escuela y tal vez lo hubiera seguido siendo después de no mediar las situaciones particulares que ya les relaté. En otras palabras, creo que hasta mis 25 años tenía una mentalidad “escolarizada” como el que más.

A diferencia de las movilidades, en el centro minero la escuela era parte de mi vida cotidiana. Por el lado de mi madre, tenía muchas tías profesoras y ellas me llevaban a la escuela incluso antes de tener la edad suficiente para el kinder. Por otra parte, mi casa era una de las pocas viviendas en la mina que tenía un living, un cuarto de baño, etc. Con estos antecedentes, ya de inicio aventajaba a mis compañeros de curso (la mayoría hijos de mineros) en dar las respuestas “correctas” a las preguntas de los profesores, como, por ejemplo, ¿qué habitaciones tiene una casa? Con el tiempo, me volví un “buen alumno” que sabía encontrar las respuestas que quieren los profesores, y asumí sin ninguna precaución una actitud escolarizada.

Esta actitud se caracteriza, entre otras cosas, por sobreestimar los procesos mentales y subvalorar las habilidades manuales. De paso, en un medio tan poco natural como el centro minero se olvida incluso la capacidad del homo faber para transformar su entorno natural y convertirlo en un mundo de cosas creadas por sus manos; hasta los medios de sustento básicos del minero tenían que ser importados masivamente por la empresa y distribuidos a través de un almacén centralizado que conocíamos como “pulpería”: el almacén de abarrotes donde las amas de casa podían sacar desde latas de leche evaporada hasta algunos kilos de carne por familia al mes, o cierto número de unidades de pan elaborado diariamente por la misma empresa.

En un medio así, la imaginación de los niños es presa fácil de la ilusión industrial: la idea de que todos los bienes son producidos por la industria, concebida esta última no como una cualidad de los seres humanos para producir cosas con sus manos y su trabajo, sino como una entidad ajena y completamente foránea desde donde se tiene que comprarlos para que puedan ser consumidos por la gente. Como parte de la tertulia familiar, se contaba la divertida historia de una maestra de escuela que preguntó a sus alumnos: ¿quién nos da la leche? A lo que los chicos respondieron no con el nombre de alguno de los mamíferos que se ordeñan, sino con el nombre del administrador de la pulpería. A pesar de que siempre reíamos con esta historia, no deja de ser ilustrativa del grado de alienación de la mentalidad minera presa de la ilusión industrial.

Como lo anticipan las estadísticas, de todos mis compañeros de escuela solo unos cuantos fuimos a la secundaria. En mi caso, hice la secundaria en La Paz y, contrariamente a lo que podía esperarse, viniendo de las minas estaba mejor preparado para tener un rendimiento académico satisfactorio que mis compañeros de la misma ciudad. Ello no hizo sino reforzar mi ego que se enorgullecía de mis progresos escolares; me vanagloriaba de dominar, por ejemplo, las valencias de los elementos de la química, mientras que, por otro lado, nunca pregunté cómo se hacía el jabón que utilizábamos para lavarnos la cara todas las mañanas.

Fue a fines de 1975 cuando entendí el verdadero significado de mi “progreso escolar” durante esos años, al leer “En América Latina ¿para qué sirve la escuela?” donde Illich dice:
Lo primero que el niño aprende del currículum oculto de la escolaridad es un viejo adagio, la corrupción inquisitorial de la fe: “extra scholam nulla est salus” (afuera del rito no hay salvación). Por su mera presencia en la escuela, el niño suscribe al valor de aprender de un maestro y al valor de aprender acerca del mundo. O sea: desaprende a considerar a cada persona como un modelo en potencia; desaprende a aprenderlo todo de la cotidianidad. En la escuela, el niño aprende a distinguir dos mundos: el real, al que algún día ha de entrar, y el sagrado en el cual se le encierra para que aprenda. De la promoción o del progreso escolar, el niño aprende el valor del consumo interminable; la apetencia de grados que caducan anualmente. En la escuela aprende que su propio crecimiento vale la pena social sólo porque es el resultado de su consumo de una mercancía llamada educación.[5]
Mis progresos continuaron. Mis buenas calificaciones en química y otras materias exactas indicaban mayores posibilidades de éxito si seguía alguna carrera de ingeniería. ¿Yo ingeniero? ¡Si ni siquiera podía cambiar una lámpara! De todos modos, ingresé a la carrera de ingeniería eléctrica en la Universidad Mayor de San Andrés. No por mucho tiempo, pues las universidades fueron cerradas el año 1971 por el régimen surgido de un golpe militar. Cuando salí a Estados Unidos, me encontré en un college de artes liberales, así que no me fue difícil cambiarme a otra carrera y terminé siguiendo estudios en economía.

Tantos cambios delataban cierta inseguridad que hizo crisis el último año de mis estudios. En algún momento, me pregunté qué estaba haciendo allí tan lejos de casa y de los míos; la respuesta de siempre, de que me “preparaba para el futuro” ya no me satisfacía. Como cualquier estudiante, intentaba asimilar los textos asignados —en mi caso, reiteradas formulaciones de la ley de la oferta y la demanda— sin llegar a entender, la mayoría de las veces, cuál la utilidad de tanta teoría y análisis. Aunque no necesariamente me iba mal con las calificaciones, lo cierto es que no obstante las innumerables horas dedicadas al estudio en la biblioteca (en ocasiones, creo que fingía estudiar), no estaba haciendo sentido de todo aquello. Tampoco me conformaba con el “mito del progreso automático e indefinido”[6] —la idea de que uno está progresando gradualmente (casi inconscientemente) al interior de una estructura piramidal abierta (no terminando en una cúspide) que se ocupa de establecer “objetivamente” quiénes están calificados para pasar al siguiente nivel y quiénes no—.

No conforme con todo ello, lo único que se me ocurrió fue intentar averiguar por mi cuenta: dejé de lado todas las tareas asignadas y me dediqué a explorar la biblioteca de La Salle, tratando de leer todo lo que me parecía atractivo durante el resto de mi estadía en la ciudad del amor fraterno. Me importó un rábano dejar de dar algunos exámenes finales y de escribir algunos papers que podían haberme subido la nota (apenas me alcanzó para graduarme); lo cierto es que la excitación de estar aprendiendo por mi cuenta en unos meses, cosas que parecían más significativas que aquellas otras que no había aprendido en años, me hizo olvidar por un tiempo el movimiento inexorable de las agujas del reloj.

Cuando a principios de 1976 leí “La convivencialidad”, no pude sino identificarme con el “despertar de la conciencia” descrito por su autor:
El servicio educación y la institución escuela se justifican mutuamente. La colectividad sólo tiene una manera de salir de ese círculo vicioso, y es tomando conciencia de que la institución ha llegado a fijar ella misma los fines: la institución presenta valores abstractos, luego los materializa encadenando al hombre a mecanismos implacables. ¿Cómo romper el círculo? Es necesario hacerse la pregunta: ¿quién me encadena, quién me habitúa a sus drogas? Hacerse la pregunta es ya responderla. Es liberarse de la opresión del sin sentido y de la falta, reconociendo cada uno su propia capacidad de aprender, de moverse, de descuidarse, de hacerse entender y de comprender. Esta liberación es obligadamente instantánea, puesto que no hay término medio entre la inconsciencia y el despertar. La falta, que la sociedad industrial mantiene con esmero, no sobrevive al descubrimiento que muestra cómo las personas y las comunidades pueden, ellas mismas, satisfacer sus verdaderas necesidades.[7]
Cuando volví de Estados Unidos, continué apoyándome en mi instinto para determinar mis propias necesidades educativas: sobre todo identifiqué una lista de autores extranjeros y nacionales que tenía que leer, pero también decidí aprender, entre otras cosas, el antiguo oficio de radiotécnico de mi padre para ganarme la vida (nunca lo aprendí). Años después enseñé economía política en la universidad de manera temporal, pero me pareció que la mentalidad carrerista de muchos estudiantes era reacia al genuino aprendizaje de cualquier tema y no encontré suficientes razones para continuar. La última vez que enseñé en la universidad fue hace 20 años cuando me invitaron los estudiantes de la carrera de antropología en La Paz. No descartaría, sin embargo, volver a enseñar en un contexto de aprendizaje convivencial, pues aún recuerdo que soy bueno para explicar algunas cosas que parecen complicadas.

La muerte escamoteada

En cuanto a la atención médica, ¿terminaré como todos recurriendo a ella en el momento en que la muerte toque la puerta? No lo sé. En cambio, a diferencia de las nuevas generaciones, no fue indispensable en mi nacimiento pues mi madre fue asistida por un partero local en la propia casa. Por lo visto, en algunos lugares a mediados del siglo pasado los hogares aún no eran considerados poco apropiados para el parto. Como dice Illich en “Némesis médica”, esto cambia rápidamente “cuando todo sufrimiento se ‘hospitaliza’ y los hogares se vuelven inhóspitos para el nacimiento, la enfermedad y la muerte”.
En muchos pueblos de México he visto lo que ocurre cuando llega el Seguro Social. Durante una generación la gente continúa con sus creencias tradicionales; saben cómo afrontar la muerte, el morir y el duelo.[8] La nueva enfermera y el médico, creyendo que saben más, les hablan acerca de todo un panteón de malignas muertes clínicas, cada una de las cuales puede suprimirse por un precio. En lugar de modernizar las prácticas populares de autoasistencia, predican el ideal de la muerte en el hospital. Con sus servicios inducen a los campesinos a la búsqueda sin fin de la buena muerte de estándares internacionales, búsqueda que los hará consumidores para siempre.[9]
No les relataré mi experiencia con la medicina que, a diferencia de la educación y el transporte, no tuvo mayor impacto en mi visión de la realidad. Si en algún momento acudimos a ella, fue cuando mis hijos estaban pequeños y teníamos miedo, como muchos padres o madres jóvenes, de que se nos mueran en las manos. No ocurrió. Nuestro hijo menor era algo propenso a las dolencias respiratorias cuando chiquito y, en alguna ocasión, vino la enfermera hasta la casa para inyectarle un antibiótico cuando se le quería cerrar la garganta. Luego un médico amigo nos aconsejó no abrigarlo demasiado y, al cabo de unos años, ya ni nos acordábamos que alguna vez parecía tener una salud más vulnerable.

No obstante, él mismo sufrió una muerte violenta a los 21 años. No voy a contarles en qué circunstancias pero es otra víctima de la violencia indiscriminada que se expande espantosamente por las calles y ciudades de nuestros países. Ahora bien, mi mayor interés para venir hasta aquí es poder escuchar las discusiones del tercer día del Encuentro sobre aquellos commons más sutiles (como la mirada en el rostro del otro) cuya historia Iván empezó a encarar, y alentó a otros a profundizar, y de cuyo agostamiento parece desprenderse esta ausencia de ética que caracteriza al mundo moderno y, sospechamos, el incremento exponencial de la violencia que estamos padeciendo.

* Originalmente escrito para leerse en el Encuentro Intercultural en Homenaje a Iván Illich realizado en Cuernavaca, México (diciembre 2012) y publicado por Tamoanchan, Revista crítica de ciencias y humanidades (CIDHEM, Morelos). Año 1, No. 2, julio - diciembre, 2012. Ver sitio: http://www.critica.org.mx/revistas/tamoanchan2/index.html




[1] Ivan Illich, “Energía y equidad”. En La guerra contra la subsistencia, Runa, La Paz, Bolivia, 1991, p. 89.
[2] Ibid., p. 89.
[3] Ivan Illich, “To Honor Jaques Ellul”. Basado en una ponencia leída en Bordeaux, 13 de noviembre 1993. Visitar sitio www.pudel.uni-bremen.de
[4] I. Illich, Op. Cit. p. 89.
[5] Ivan Illich, Una nueva religión, “En América Latina ¿Para qué sirve la Escuela?”; Ed. Búsqueda, Buenos Aires, 1973, p. 38
[6] Ivan Illich, Deschooling Society, Harper & Row, New York, 1972. “The Myth of Self-Perpetuating Progress”, p. 60.
[7] I. Illich, “La convivencialidad”; Barral Editores, S.A., Barcelona, 1974, p. 39-40
[8] [Nota 58 del capítulo La muerte escamoteada de “Némesis Médica”, ver Op. Cit, nota 9] Dora Ocampo Villaseñor, "Cuando la tristeza se mezcla con la alegría", manuscrito, México, noviembre de 1974.
[9] Iván Illich, “Némesis Médica”; en OBRAS REUNIDAS I, Fondo de Cultura Económica, México, 2006, p. 564¸ 701-702