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miércoles, 31 de agosto de 2016

EL RENACIMIENTO DEL HOMBRE EPIMETEICO


Por Iván Illich*

Nuestra sociedad se asemeja a la máquina definitiva que vi una vez en una tienda de juguetes en Nueva York. Era un cofre metálico que se abría de golpe, al tocar un interruptor, solo para mostrar un puño mecánico. Seguidamente unos dedos cromados alcanzaban la tapa, la jalaban hacia abajo y la cerraban por dentro. Era una caja, uno esperaba poder sacar algo de ella, pero todo lo que contenía era un mecanismo para cerrar la tapa. Este dispositivo es lo opuesto de la “caja” de Pandora.

La Pandora original, la Dispensadora de Todo, era una diosa de la Tierra en la Grecia matriarcal prehistórica. Ella dejó escapar todos los males de su ánfora (pythos). Pero cerró la tapa antes que pudiera escapar la Esperanza. La historia del hombre moderno empieza con la degradación del mito de Pandora y llega a un final en la imagen del cofre que se cierra a sí mismo. Es la historia del afán prometeico por crear instituciones a objeto de encerrar cada uno de los males sueltos. Es la historia de la esperanza que se desvanece y de expectativas que crecen.

Para comprender lo que esto significa debemos redescubrir la distinción entre esperanza y expectativa. En su acepción fuerte, la esperanza significa confiar profundamente en la bondad de la naturaleza, mientras que la expectativa, en el sentido que le daré aquí, significa depender de los resultados que el hombre planifica y controla. La esperanza sitúa el deseo en una persona de quien esperamos un don. La expectativa ansía la satisfacción a partir de un proceso previsible que producirá aquello que tenemos derecho a demandar.  Hoy la atmósfera prometeica ha eclipsado a la esperanza. La sobrevivencia de la humanidad depende de su redescubrimiento como fuerza social.

La Pandora original fue enviada a la Tierra con una vasija que contenía todos los males; de lo bueno solo tenía a la esperanza. El hombre primitivo vivía en este mundo de esperanza. Confiaba en la munificencia de la naturaleza, en lo otorgado por los dioses y en los instintos de su tribu para poder subsistir. Fueron los miembros del período clásico de Grecia quienes empezaron a reemplazar la esperanza con las expectativas.  En su versión, Pandora había dejado escapar tanto males como bienes. Ellos la recordaban principalmente por los males que había soltado. Pero, lo más importante, olvidaron que la Dispensadora de Todo era también la guardiana de la esperanza.

Los griegos contaron la historia de dos hermanos, Prometeo y Epimeteo. El primero advirtió al segundo que deje a Pandora sola. En vez de ello, éste se casó con ella. En la Grecia clásica el nombre de “Epimeteo”, que quiere decir “retrospección”,  era interpretado como “lerdo” o “tonto”. Para cuando Hesíodo relató la historia en su forma clásica, los griegos se habían vuelto unos patriarcas moralistas y misóginos que entraban en pánico ante la mera idea de una mujer. Ellos edificaron una sociedad racional y autoritaria. Los hombres crearon instituciones a través de las cuales planeaban lidiar con los males esparcidos. Se dieron cuenta de su poder para diseñar el mundo y hacerle producir servicios que también aprendieron a necesitar. Querían que sus propias necesidades y las futuras demandas de sus hijos fueran moldeadas  por sus artefactos. Se volvieron legisladores, arquitectos y autores, los diseñadores de constituciones, ciudades y obras de arte que habrían de servir como ejemplos para sus descendientes. El hombre primitivo había dependido de su participación en los mitos y ritos sagrados que iniciaban a los individuos en la tradición oral de su sociedad, pero los miembros de la Grecia clásica reconocían como hombres plenos únicamente a los ciudadanos que se dejaban preparar mediante la paideia (educación) para encajar adecuadamente en las instituciones que sus mayores habían planeado.

El mito cambiante refleja la transición desde un mundo en que se interpretaban los sueños a otro en que se realizaban oráculos. Desde tiempos inmemoriales, la Diosa Tierra había sido adorada en la pendiente del Monte Parnaso, que era el centro y ombligo de la Tierra. Allí mismo, en Delfos (de delphys, el útero), dormía Gaia, la hermana de Caos y Eros. Su hijo, Pitón el dragón, vigilaba sus sueños inocentes iluminados por la luna hasta que el dios sol Apolo, el arquitecto de Troya, despuntó del Este, mató al dragón y se adueñó de la cueva de Gaia. Sus sacerdotes se apropiaron del templo de ésta. Utilizaron a una muchacha del lugar, la sentaron sobre un trípode encima del ombligo humeante de la Tierra y la adormilaron con vapores. Entonces, ellos rimaban sus expresiones eufóricas como hexámetros de profecías autocumplidas. De todo el Peloponeso los hombres llevaban sus problemas hasta el santuario de Apolo. El oráculo era consultado sobre las diferentes opciones sociales, como ser las medidas a tomarse para detener una plaga o una hambruna, elegir la constitución apropiada para Esparta o los lugares propicios para las ciudades que posteriormente llegaron a ser Bizancio o Calcedonia. La flecha que nunca yerra se convirtió en el símbolo de Apolo. Todo lo que lo rodeaba tenía un propósito y una utilidad.

En La República, describiendo el Estado ideal, Platón ya excluye la música popular. En las ciudades sólo se permitirían el arpa y la lira de Apolo porque es únicamente su armonía que crea “la tensión de la necesidad y la tensión de la libertad, la tensión de lo desafortunado y la tensión de lo afortunado, la tensión del coraje y la tensión de la moderación que convienen al ciudadano”. Los habitantes de las ciudades entraban en pánico al oír la flauta de Pan y su poder para despertar los instintos. Sólo “los pastores pueden tocar la flauta (de Pan) y únicamente lo pueden hacer en el campo”.

El hombre asumió la responsabilidad por las leyes bajo las cuales quería vivir y se hizo responsable de moldear el medio ambiente a su propia imagen. La iniciación del hombre primitivo en los mitos de la Madre Tierra se transformó en la educación (paideia) del ciudadano que se sentía en casa dentro del foro.

Para el hombre primitivo el mundo estaba gobernado por el destino, los hechos y la necesidad. Al robar el fuego a los dioses, Prometeo transformó los hechos en problemas, puso en duda la necesidad y desafió al destino. El hombre de la Grecia clásica construyó un contexto civilizado para la perspectiva humana. Tuvo consciencia de que podía desafiar al medio ambiente, la naturaleza y el destino, pero únicamente bajo su propio riesgo. El hombre contemporáneo va más allá, él intenta crear el mundo a su imagen, construir un medio ambiente totalmente hecho por el hombre, y luego descubre que puede hacerlo sólo a condición de tener que rehacerse constantemente para encajar en él. Ahora debemos encarar el hecho de que es el hombre mismo el que está en riesgo.

Actualmente la vida en Nueva York genera una visión muy peculiar de lo que es y lo que podría ser, y sin esta visión la vida en Nueva York es imposible. Un niño en las calles de Nueva York nunca toca nada que no haya sido científicamente desarrollado, diseñado, planeado y vendido a alguien. Incluso los árboles están donde están porque el Departamento de Parques decidió ponerlos allí. Las bromas que el niño escucha en televisión han sido programadas a un costo enorme. Los desechos con los que juega en las calles de Harlem provienen de envases tirados destinados a otros. Aun los deseos y los miedos están moldeados por las instituciones. El poder y la violencia se organizan y administran: las pandillas versus la policía. El propio aprendizaje se define como consumo de materias, las que son resultado de programas previamente investigados, planificados y promocionados. Cualquiera sea el producto, él es resultado de alguna institución especializada. Sería ingenuo demandar algo que determinada institución no pueda producir. El niño citadino no puede esperar nada que no esté dentro del plausible desarrollo de un proceso institucional. Su fantasía incluso está motivada para producir ciencia ficción. Sólo puede experimentar la sorpresa poética de lo improvisado al encontrarse con la “suciedad”, los errores o los desperfectos: la cáscara de naranja en la canaleta, el charco en la calle, la alteración del orden, la caída del sistema o el desperfecto de la máquina son las únicas escapatorias para la fantasía creativa. “Perder el tiempo” se vuelve la única poesía disponible.

Puesto que no hay nada deseable que no haya sido planificado, el niño citadino llega rápidamente a la conclusión de que siempre podremos diseñar una institución para cada una de nuestras necesidades. Da por sentado el poder de los procesos para crear valor. Sea que la meta sea encontrar una pareja, integrar un vecindario o adquirir capacidades de lectura, se definirá de tal modo que lograrla se pueda planificar. El hombre que sabe que nada que tenga demanda dejará de producirse pronto espera que todo lo producido tendrá una demanda. Si un vehículo lunar se puede diseñar, asimismo puede diseñarse la demanda para viajar a la luna. No ir a donde uno puede ir sería subversivo. Delataría  como una estupidez el supuesto de que cada demanda satisfecha implica descubrir muchas otras aún insatisfechas. Una intuición de esa naturaleza detendría el progreso. No producir lo que es factible expondría la ley de las “expectativas crecientes” como eufemismo de una creciente frustración, como motor de una sociedad basada en la coproducción de servicios y demanda creciente.

El estado mental del habitante moderno de las ciudades aparece en la tradición mitológica únicamente bajo la imagen del Infierno: Sísifo, quien había encadenado por un tiempo a Tánatos (la muerte), debe empujar por la pendiente una pesada piedra hasta la cima del Infierno, y la piedra  siempre se desliza de sus manos justo cuando está por alcanzar la cúspide. Tántalo, a quien los dioses invitaron a compartir su comida, y en esa ocasión robó su secreto de cómo preparar la ambrosía que todo lo cura y confiere la inmortalidad, sufre hambre y sed eternas al estar sobre un río de aguas que retroceden, y sobre el que proyectan su sombra árboles frutales con ramas que se alejan. Un mundo de demandas siempre crecientes no es sólo algo malo — puede hablarse de él únicamente como el Infierno—.

El hombre ha desarrollado el poder frustrante de demandar cualquier cosa porque no puede visualizar nada que una institución no pueda hacer por él. Rodeado de herramientas todopoderosas,  el hombre queda reducido a ser una herramienta de sus herramientas. Cada una de las instituciones destinadas a exorcizar uno de los males primigenios se ha convertido en un féretro para el hombre, a prueba de fallas y de cierre automático. El hombre está atrapado en los cajones que fabrica para contener los males que Pandora dejaba escapar. El apagón de la realidad a consecuencia del smog producido por nuestras herramientas nos envuelve completamente. Nos encontramos repentinamente en la oscuridad de nuestra propia trampa.

La propia realidad se ha vuelto dependiente de la decisión humana. El mismo Presidente que ordenó la inútil invasión de Camboya podría muy bien ordenar el uso efectivo de la bomba atómica. El “interruptor de Hiroshima” puede ahora cortar el ombligo del mundo. El hombre ha adquirido el poder de hacer que Caos aplaste tanto a Eros como Gaia. Este nuevo poder del hombre para cortar el ombligo de la Tierra es un recordatorio permanente de que nuestras instituciones no solo promueven sus propios fines, sino también tienen el poder de destruirse a sí mismas y a nosotros. Lo absurdo de las instituciones modernas es evidente en el caso de la institución militar. Las armas modernas pueden defender la libertad, la civilización y la vida sólo extinguiéndolas. En lenguaje militar, la seguridad significa la capacidad de destruir la Tierra.

Lo absurdo que subyace a las instituciones no militares no es menos evidente. No existe en éstas un interruptor que active su poder destructivo, pero tampoco necesitan ellas un interruptor. Su puño cromado ya sujeta la tapa del mundo. Ellas crean necesidades más rápido de lo que las satisfacen y, en el proceso de tratar de satisfacer las necesidades que generan, consumen la tierra. Esto es verdad para la agricultura y las manufacturas, y no lo es menos respecto a la medicina y la educación. La agricultura moderna envenena y agota los suelos. Mediante nuevas semillas, la “revolución verde” puede triplicar el rendimiento de una hectárea —aunque únicamente con un aumento proporcional e incluso mayor de fertilizantes, insecticidas, agua y energía—. La fabricación de estos, así como de todos los otros bienes, contamina los océanos y la atmósfera degradando recursos irremplazables. Si el consumo de combustibles sigue incrementándose a las tasas actuales, pronto consumiremos el oxígeno de la atmósfera más rápido de lo que puede reponerse. No tenemos razón para creer que la fisión o fusión pueda sustituir a los combustibles sin similares o aun mayores peligros. Los médicos sustituyen a las parteras y prometen convertir al hombre en otra cosa: planeado genéticamente, controlado con fármacos y capaz de soportar enfermedades prolongadas. El ideal contemporáneo es un mundo completamente higiénico: un mundo en el cual todos los contactos entre los hombres, y entre ellos y su mundo, son resultado de la previsión y manipulación. La escuela se ha convertido en el proceso planificado que instrumentaliza al hombre para un mundo planificado, la principal herramienta para atrapar al hombre en su propia trampa. Se espera que moldee a cada hombre hasta un nivel adecuado para jugar un rol en esta competencia mundial. De modo inexorable, cultivamos, procesamos, producimos y escolarizamos el mundo hasta extinguirlo.

La institución militar es evidentemente absurda. Lo absurdo de las instituciones no militares es más difícil de encarar. Es aun más aterradora, precisamente porque funciona de modo inexorable. Sabemos cuál interruptor debe permanecer abierto para evitar un holocausto atómico. Ningún interruptor impide un Armagedón ecológico.

En la antigüedad clásica, el hombre había descubierto que el mundo podía hacerse según los planes del hombre, y con esta intuición percibió asimismo que era intrínsecamente precario, dramático y cómico. Las instituciones democráticas evolucionaron y se consideró al hombre digno de confianza en el marco establecido por ellas. Las expectativas de un proceso esperado y la confianza en la naturaleza humana se equilibraban mutuamente. Se desarrollaron las profesiones tradicionales y con ellas las instituciones requeridas para su existencia.

De modo subrepticio, la fijación  en el proceso institucional ha sustituido a la confianza en la buena voluntad personal. El mundo ha perdido su dimensión humana y retomó su carácter de necesidad fáctica y sino fatídico que eran propios de los tiempos primitivos. Pero mientras que el caos del bárbaro se ordenaba constantemente en nombre de dioses misteriosos y antropomórficos, en el presente solo la planificación del hombre puede considerarse la razón para que el mundo esté así. El hombre se ha convertido en juguete de científicos, ingenieros y planificadores.

Vemos el funcionamiento de esta lógica en nosotros mismos y en otros. Conozco una aldea mexicana por la que no pasan más de una docena de coches por día. Un aldeano estaba jugando dominós sobre la nueva carretera pavimentada frente a su casa —donde posiblemente él se había sentado y jugado toda su vida—. Un coche pasó a toda velocidad y lo mató. El turista que me informó del hecho estaba muy enojado, y sin embargo dijo: “El hombre lo vio venir sobre él”.

A primera vista, el comentario del turista no es diferente de la afirmación de algún primitivo bosquimano dando cuenta de la muerte de un compañero que habría colisionado con un tabú y por tanto había muerto. Pero las dos declaraciones conllevan significados opuestos. El primitivo puede culpar a una trascendencia inaccesible y tremenda, mientras que el turista está intimidado por la lógica inexorable de la máquina. El primitivo no siente ninguna responsabilidad; el turista la siente pero la niega. En ambos casos, el modo clásico de lo dramático, el estilo de la tragedia, la lógica del esfuerzo personal y la rebelión están ausentes. El hombre primitivo aún no ha tomado conciencia de ella, y el turista la ha perdido. El mito del bosquimano y el mito del norteamericano están hechos de fuerzas inertes e inhumanas. Ninguno de ellos experimenta la rebelión trágica. Para el bosquimano, el incidente responde a las leyes de la magia; para el norteamericano, responde a las leyes de la ciencia. El incidente lo coloca bajo la fascinación de las leyes de la mecánica, que para él gobiernan los hechos físicos, sociales y psicológicos.

El estado anímico de 1971 es propicio para un gran cambio de dirección en la búsqueda de un futuro de esperanza. Los productos institucionales contradicen continuamente las metas institucionales. El programa contra la pobreza produce más pobres, la guerra en Asia más guerreros del Vietcong, la cooperación técnica más subdesarrollo. Las clínicas de control de la natalidad incrementan las tasas de supervivencia humana y aumentan aceleradamente la población, las escuelas producen más desertores escolares, y el freno a un tipo de contaminación normalmente provoca el incremento de otro tipo.

Los consumidores se dan cuenta de que cuanto más pueden comprar, más frustraciones  se tienen que tragar. Hasta hace poco parecía lógico que la culpa de esta inflación de disfunciones en todas partes debía cargarse al avance dificultoso de los descubrimientos científicos por detrás de las demandas tecnológicas, o a la perversidad de los enemigos étnicos, ideológicos o de clase. Pero las expectativas tanto de un milenio científico como de una guerra que ponga fin a todas las guerras han disminuido.

Para el consumidor experimentado, no hay vuelta atrás a una ingenua confianza en tecnologías mágicas. Demasiadas personas han tenido malas experiencias con computadoras neuróticas, infecciones engendradas en hospitales, y embotellamientos en lugares de tráfico en carretera, aire o teléfono. Hace apenas 10 años la sabiduría convencional anticipaba una vida mejor en base a un incremento de los descubrimientos científicos. Ahora los científicos asustan a los niños. Los lanzamientos a la luna ofrecen una demostración fascinante de que el error humano puede ser eliminado casi completamente entre los operadores de sistemas complejos —pero ello no calma nuestros temores de que el fracaso humano en consumir según las instrucciones pueda escaparse de control—.

Para el reformador social tampoco hay vuelta atrás a los supuestos de los 1940. Se ha desvanecido la esperanza de que el problema del reparto justo de los bienes pueda obviarse mediante la creación de una abundancia de ellos. El costo de los paquetes mínimos con capacidad de satisfacer los gustos modernos se ha disparado a los cielos, y lo que vuelve modernos a los gustos es su caducidad incluso antes de haber sido satisfechos.

Los límites de los recursos de la Tierra se han vuelto evidentes. Ningún avance científico o tecnológico podría proveer a cada hombre en el mundo con las comodidades y servicios que son ahora accesibles a los pobres de los países ricos. Por ejemplo, se requeriría la extracción de 100 veces más que las cantidades actuales de hierro, estaño, cobre y plomo para alcanzar tal meta, incluso con la tecnología alternativa “más liviana”.

Por último, los profesores, los doctores y las trabajadoras sociales se dan cuenta que sus distintos cuidados profesionales tienen al menos un aspecto en común. Ellos crean más demandas para los servicios institucionales que proveen, y más rápidamente que la provisión factible de instituciones de servicio.

No únicamente una parte, sino la lógica misma de la sabiduría convencional se ha vuelto sospechosa. Incluso las leyes de la economía parecen poco convincentes fuera de los estrechos parámetros aplicables a la región geográfica social donde se concentra la mayor parte del dinero. El dinero es, efectivamente, la moneda más barata, pero solo en una economía orientada a la eficiencia medida en términos monetarios. Los países capitalistas y comunistas en sus diferentes variantes están comprometidos por igual con medir la eficiencia en términos de razón costo-beneficio expresados en dólares. El capitalismo presume de un mayor estándar de vida como pretensión de su superioridad. El comunismo alardea de una mayor tasa de crecimiento como un indicador de su éxito final. Pero al amparo de ambas ideologías el costo total de incrementar la eficiencia se incrementa geométricamente. Las instituciones más grandes compiten encarnizadamente por recursos que no están consignados en ningún inventario: el aire, el océano, el silencio, la luz solar y la salud. Ellas sacan a la luz pública la escasez de estos recursos sólo cuando ellos han sido degradados casi sin remedio. Por todas partes la naturaleza se vuelve venenosa, la sociedad inhumana, y la vida interior queda invadida y la vocación personal asfixiada.

Una sociedad dedicada a la institucionalización de los valores identifica la producción de bienes y servicios con la demanda de estos. La educación que te hace necesitar el producto está incluida en el precio del mismo. La escuela es la agencia de publicidad que te hace creer que necesitas la sociedad tal cual es. En una sociedad de este tipo, el valor marginal se ha vuelto algo que se trasciende constantemente. Obliga a los pocos grandes consumidores a competir por el poder de agotar la tierra, llenar sus propias barrigas abultadas, disciplinar a los consumidores más pequeños y desactivar a aquellos que todavía encuentran satisfacción en arreglárselas con lo que tienen. La atmósfera de insatisfacción se encuentra así en la raíz de la depredación ambiental, la polarización social y la pasividad psicológica.

Cuando los valores se han institucionalizado en procesos planificados y prediseñados, los integrantes de la sociedad moderna creen que la buena vida consiste en tener instituciones que definan los valores que tanto ellos como su sociedad creen necesitar. El valor institucional puede definirse como el nivel de rendimiento de una institución. El valor correspondiente del hombre se mide por su capacidad de consumir y degradar estos resultados institucionales creando así una nueva y mayor demanda. El valor del hombre institucionalizado depende de su capacidad como incinerador. Para utilizar una imagen: él se ha convertido en el ídolo de sus manufacturas. Ahora el hombre se define  a sí mismo como el horno que quema los valores producidos por sus herramientas. Y no hay un límite a su capacidad como tal. El suyo es el acto de Prometeo llevado al extremo.

El agotamiento y la contaminación de los recursos de la tierra son resultado, sobre todo, de una corrupción en la autoimagen del hombre, de una regresión en su conciencia. Para algunos habría que hablar de una mutación en  la conciencia colectiva que conduce a una concepción del hombre como un organismo dependiente no de la naturaleza ni de los individuos, sino más bien de las instituciones. Esta institucionalización de valores sustantivos, esta creencia en que un proceso planificado de los servicios termina dando los resultados deseados por el receptor, esta atmósfera consumista, está en el centro de la falacia prometeica.

Los esfuerzos por encontrar un nuevo equilibrio a nivel global dependen de la desinstitucionalización de los valores.

La sospecha de que hay algo estructuralmente equivocado en la visión de homo faber es común a una creciente minoría en países capitalistas, comunistas y “subdesarrollados” por igual. Esta sospecha es la característica compartida de una nueva elite. A ella pertenecen personas de todas las clases, ingresos económicos, credos y civilizaciones. Ellas se han vuelto desconfiadas de los mitos de la mayoría: de utopías científicas, de conspiraciones ideológicas y de la expectativa de una distribución de bienes y servicios con algún grado de igualdad. Ellas comparten con la mayoría la sensación de estar atrapados. Ellas comparten con los demás la conciencia de que la mayoría de nuevas políticas adoptadas por amplio consenso llevan consistentemente a resultados que son flagrantemente opuestos a los objetivos planteados. Pero mientras que la mayoría prometeica de aspirantes a astronautas todavía evade el tema estructural, la minoría que surge es crítica del deus ex machina científico, de la panacea ideológica, y de la cacería de demonios y brujas. Esta minoría empieza a formular su sospecha de que nuestros constantes autoengaños nos sujetan a las instituciones contemporáneas como las cadenas de Prometeo lo sujetaban a su roca. La confianza esperanzada y la ironía clásica (eironeia) deben conspirar ambas a fin de exponer la falacia prometeica.

Se piensa a menudo que Prometeo significa “previsión”, o incluso a veces “aquél que hace avanzar a la Estrella del Norte”. Él engañó a los dioses quitándoles su monopolio del fuego, enseñó a los hombres a usarlo en la forja del hierro, se volvió el dios de los tecnólogos y terminó encadenado.

La Pitonisa de Delfos ha sido reemplazada ahora por una computadora rodeada de paneles y tarjetas perforadas. Los hexámetros del oráculo han dado lugar a códigos de 16 dígitos con instrucciones. El hombre como timonel ha cedido su puesto a la máquina cibernética. Surge la máquina definitiva para dirigir nuestros destinos. Los niños fantasean con pilotear sus naves espaciales alejándose del crepúsculo de la tierra.

Desde las perspectivas del Hombre en la Luna, Prometeo podría reconocer a la Gaia azul brillante como el planeta de la Esperanza y como el Arca de la Humanidad. Un nuevo sentimiento de la finitud de la Tierra y una nueva nostalgia pueden ahora abrir los ojos del hombre a la elección de su hermano Epimeteo en casar a la Tierra con Pandora.

En este punto, el mito griego se torna en profecía esperanzadora porque nos cuenta que el hijo de Prometeo fue Deucalión, el Timonel del Arca quien, al igual que Noé, remontó el Diluvio para convertirse en el padre de una nueva humanidad que él hizo de la tierra con Pirra, la hija de Epimeteo y Pandora. Estamos llegando a comprender el significado del Pythos que Pandora trajo de los dioses como algo opuesto a la Caja: nuestra Ánfora y Arca.

Necesitamos ahora un nombre para aquellos que valoran la esperanza por encima de las expectativas. Necesitamos un nombre para aquellos que aman a las personas más que a los productos, aquellos que creen que

No existen personas que no sean interesantes.
Su destino es como la crónica de los planetas.

Nada en ellas no es particular,
y un planeta no se parece a otro planeta.

Necesitamos un nombre para aquellos que aman la tierra en la que cada uno pueda encontrarse con el otro,

Y si un hombre viviera en la oscuridad
encontrando a sus amigos en esa oscuridad,
la oscuridad no dejaría de ser interesante.

Necesitamos un nombre para aquellos que colaboran con su hermano prometeico en el encendido del fuego y el moldeado del hierro, pero que lo hacen para ampliar su capacidad de atender, cuidar y servir al otro, sabiendo que

para cada quien su mundo es privado,
y en ese mundo un minuto excelente.
Y en ese mundo un minuto trágico.
Estos son privados.**

Sugiero llamar epimeteicos a estas hermanas y hermanos esperanzados.

** Los tres párrafos con versos de Yevgeny Yevtushenko han sido extractados de “Gente” del libro Poemas Seleccionados del mismo autor.


*Traducción de Hernando Calla del original: Ivan Illich, Rebirth of Epimethean Man, Ch. 7 of “Deschooling Society”, Harper & Row, New York, 1972, p. 151-167 (julio 2013). Para los que entienden el francés, o leen en inglés, adjunto un fantástico video -- https://vimeo.com/66948476 -- en el que se puede ver y escuchar al propio Illich contar la versión del mito de Pandora en clave esperanzadora, aunque anticipando los males apocalípticos que amenazan la vida en la Tierra y el encierro del hombre en su "féretro institucional"... cosas que dijo y escribió hace más de 40 años que hoy nos suenan, más que a una profecía, a una descripción aproximada de la desolación contemporánea. 




lunes, 22 de agosto de 2016

Némesis médica. La expropiación de la salud (Parte IV)

Por Iván Illich

CONTRAPRODUCTIVIDAD ESPECÍFICA (Cap. 6)

La iatrogénesis [epidemia provocada por la medicina] sólo podrá controlarse si se la entiende como apenas uno de los aspectos de la dominación destructiva de la industria sobre la sociedad, como una instancia entre otras de esa paradójica contraproductividad que actualmente aflora en todos los sectores industriales de importancia. Al igual que la aceleración consumidora de tiempo, la educación alelante, la defensa militar autodestructiva, la información desorientadora o los proyectos habitacionales desestabilizadores, la medicina patógena es el resultado de una sobreproducción industrial que paraliza la acción autónoma. A fin de enfocar esta contraproductividad específica de la industria contemporánea, hay que distinguir claramente la sobreproducción frustrante de otras dos categorías de cargas económicas con las que suele confundírsele, a saber: la utilidad marginal decreciente y la externalidad negativa. Sin esta distinción entre la frustración específica que constituye la contraproductividad y los precios crecientes o los opresivos costos sociales, la evaluación social de cualquier empresa técnica, ya sea la medicina, el transporte, los medios de comunicación o la educación, seguirá limitada a una mera contabilidad del costo-eficiencia sin aproximarse siquiera a una crítica radical de la eficacia instrumental de estos sectores diversos.

Desutilidades marginales

Los costos directos reflejan cargos de alquileres, pagos por mano de obra, materiales, y otras consideraciones. El costo de producción de un kilómetro-pasajero incluye los pagos realizados para fabricar el vehículo y operar el camino, así como la ganancia redituada a quienes han obtenido el control sobre el trasporte: el interés cobrado por los capitalistas dueños de los instrumentos de producción, y los emolumentos reclamados por los burócratas que monopolizan el stock de conocimiento aplicado en el proceso. El precio es la suma de estas rentas diversas, sea éste pagado por el consumidor de su propio bolsillo o por una agencia social sostenida por sus impuestos. 

La externalidad negativa es el nombre de los costos sociales no incluidos en el precio monetario; es la designación común para aquellas cargas, privaciones, molestias y perjuicios que impongo a los demás por cada kilómetro-pasajero que viajo. La suciedad, el ruido y la fealdad que mi auto añade a la ciudad; los daños causados por los choques y la contaminación; la degradación del ambiente total a causa del oxígeno que quemo y los venenos que esparzo; el costo creciente del departamento de policía; y también la discriminación contra los pobres relacionada con el tráfico: todas son externalidades negativas que se asocian a cada kilómetro-pasajero. Algunas pueden internalizarse con facilidad en el precio de compra, como por ejemplo los daños que causan los choques y que paga el seguro. Otras externalidades que no se muestran en el precio de mercado podrían ser internalizadas en la misma forma: el costo de tratamiento del cáncer, causado por los gases del escape, podría añadirse a cada litro de combustible, para gastarse en la detección y cirugía del cáncer o en su prevención a través de aparatos anticontaminantes y máscaras antigases. Pero la mayor parte de las externalidades no pueden cuantificarse ni internalizarse: si se aumenta el precio de la gasolina para reducir el agotamiento de las reservas petrolíferas y del oxígeno atmosférico, cada kilómetro-pasajero se hace más costoso y es más un privilegio; se disminuye el daño ambiental pero se aumenta la inequidad social. Más allá de un cierto nivel de intensidad en la producción industrial, las externalidades no pueden reducirse sino sólo desplazarse.

La contraproductividad es algo distinto de un costo individual o un costo social; es distinta de la utilidad decreciente que se obtiene de una unidad monetaria y de todas las formas de perjuicio externo. Aparece toda vez que el uso de una institución paradójicamente aleja a la sociedad de aquellas cosas para cuya producción la institución fue creada. Es una forma de frustración social incorporada. El precio de un bien o de un servicio mide lo que el comprador está dispuesto a pagar por lo que obtenga; las externalidades indican lo que la sociedad tolerará para permitir este consumo; la contraproductividad registra el grado de disonancia cognoscitiva predominante que resulta de la transacción: es un indicador social del funcionamiento contraproducente incorporado a un sector económico. La intensidad iatrogénica de nuestra empresa médica es sólo un ejemplo particularmente doloroso de la sobreproducción frustrante  que aparece en igual medida que la aceleración consumidora de tiempo en el tráfico, la estática en las comunicaciones, el adiestramiento para la incompetencia integral en la educación, el desarraigo como resultado del desarrollo habitacional, y la sobrealimentación destructiva. Esta contraproductividad específica constituye un efecto secundario no deseable de la producción industrial, que no puede ser externalizado del sector económico particular que lo produce. En lo fundamental, no se debe a errores técnicos ni a una explotación de clase sino a la destrucción industrialmente generada de aquellas condiciones ambientales, sociales y psicológicas necesarias para el desarrollo de valores de uso no industriales o no profesionales. La contraproductividad es el resultado de una parálisis, industrialmente inducida, de la práctica de la actividad autónoma. 

Mercancías contra valores de uso

La distorsión industrial de nuestra percepción compartida de la realidad nos ha vuelto ciegos al nivel contraproducente de nuestra empresa. Vivimos en una época en que la enseñanza está planificada, la residencia estandarizada, el tráfico motorizado y las comunicaciones programadas, y donde por primera vez, una gran parte de todos los víveres consumidos por la humanidad pasan a través de mercados interregionales. En una sociedad tan intensamente industrializada, la gente está condicionada para obtener las cosas más que para hacerlas; se le entrena para valorar lo que puede comprarse más que lo que ella misma puede crear. Quiere ser enseñada, transportada, tratada o guiada en lugar de aprender, moverse, curar y hallar su propio camino. Se asignan funciones personales a las instituciones impersonales. Curar deja de considerarse la tarea del enfermo. Se convierte, primero, en el deber de reparadores de los cuerpos individuales y después cambia de un servicio personal a ser el producto de una agencia anónima. En el proceso, la sociedad se reacomoda en función del sistema de asistencia a la salud, y se hace cada vez más difícil cuidar de la salud propia. Los bienes y los servicios contaminan los dominios de la libertad.

Las escuelas producen educación, los vehículos motorizados producen transporte y la medicina produce asistencia médica. Estos productos de consumo general tienen todas las características de mercancías. Sus costos de producción pueden añadirse al producto nacional bruto (PNB) o sustraerse de éste, su escasez puede medirse en términos de valor marginal y su costo establecerse en equivalentes monetarios. Por su naturaleza misma estos artículos crean un mercado. Como la educación escolar y el transporte motorizado, la asistencia clínica es el resultado de una producción de mercancías intensiva en utilización de capital; los servicios producidos están planeados para otros, no con los otros ni para el productor.

Debido a la industrialización de nuestra visión del mundo, a menudo se pasa por alto que cada una de estas mercancías todavía compite con un valor de uso, no mercantilizable, que la gente produce libremente por su propia cuenta. La gente aprende viendo y haciendo, se mueve con sus pies, se cura, cuida su salud, y atiende la salud de los demás. Estas actividades poseen valores de uso que resisten a la mercantilización. La parte más valiosa del aprendizaje, del movimiento corporal y de la curación no aparece en el PNB. La gente aprende su lengua materna, se desplaza, tiene sus hijos y los cría, se recupera de un hueso roto y prepara los alimentos locales, haciendo todas estas cosas con mayor o menor competencia y gozo. Todas estas actividades son valiosas aunque casi nunca se emprenden ni pueden emprenderse por dinero, aunque pueden devaluarse si hay demasiado dinero cerca.

El logro de una meta social concreta no puede medirse en términos de producción industrial, ni en su cantidad ni en la curva que representa su distribución y sus costos sociales. La eficacia de cada sector industrial se determina por la correlación entre las mercancías producidas por la sociedad y la producción autónoma de los valores de uso correspondientes. La eficacia de una sociedad para producir niveles altos de movilidad, vivienda o nutrición depende de cómo engranan los artículos mercantiles con la acción espontánea inalienable.

Cuando la mayor parte de las necesidades de la mayoría de la gente se satisface en un modo de producción doméstico o comunitario, la brecha entre las expectativas y la satisfacción tiende a ser estrecha y estable. El aprendizaje, la locomoción o el cuidado a los enfermos son resultado de iniciativas altamente descentralizadas, de insumos autónomos y de una producción total autolimitada. En las condiciones de una economía de subsistencia, las herramientas utilizadas en la producción determinan las necesidades que la aplicación de estas mismas herramientas puede cubrir. Por ejemplo, la gente sabe lo que puede esperar cuando se enferma. Alguien en la aldea o en el pueblo cercano conocerá todos los remedios que han servido en el pasado, y más allá de ello está el ámbito imprevisible del milagro. Hasta fines del siglo XIX, la mayoría de las familias, incluso en los países occidentales, proporcionaban casi toda la terapéutica que se conocía. Cada hombre encaraba por sí mismo casi todo el aprendizaje, la locomoción o la curación, y las herramientas que necesitaba se producían dentro de su familia o la aldea.

La producción autónoma puede, claro está, complementarse con productos industriales que habrán sido diseñados y, con frecuencia, manufacturados fuera del control comunitario directo. La actividad autónoma puede hacerse más eficaz y más descentralizada utilizando herramientas fabricadas industrialmente como ser: bicicletas, impresoras, grabadoras o equipos de rayos X. Pero también puede ser obstaculizada, devaluada y bloqueada por un reordenamiento total de la sociedad en favor de la industria. La sinergia entre los modos autónomo y heterónomo de producción adquiere entonces un aspecto negativo. El reordenamiento de la sociedad en favor de la producción planificada de mercancías tiene dos aspectos que resultan finalmente destructivos: a la gente se le entrena para consumir y no para actuar, y al mismo tiempo se restringe su radio de acción. El instrumento enajena al trabajador de su labor. Quienes solían desplazarse en bicicleta se ven echados del camino por los intolerables niveles de tráfico, y lo pacientes acostumbrados a hacerse cargo de sus propias dolencias, descubren que los remedios de ayer sólo pueden obtenerse por prescripción médica y son en consecuencia difícilmente conseguibles. El trabajo asalariado y las relaciones  mercantilizadas se expanden al mismo tiempo que la producción autónoma y las relaciones de libre mutualidad se debilitan.

El alcanzar objetivos sociales eficazmente depende del grado en que los dos modos fundamentales de producción se complementan o se obstaculizan uno al otro. Llegar a conocer  y controlar verdaderamente un ambiente físico y social determinado depende de la educación formal de las personas y de la oportunidad y motivación que tengan para aprender en una forma no programada. El tráfico eficaz depende de la habilidad de la gente para llegar de manera rápida y conveniente a donde tiene que ir. La asistencia eficaz al enfermo depende del grado en que el dolor y la disfunción se le hacen tolerables y se estimula su restablecimiento. La satisfacción eficiente de estas necesidades debe distinguirse claramente de la eficacia con que se fabrican y se comercializan los productos industriales, y del número de certificados, de kilómetros-pasajero, de unidades habitacionales o de operaciones médicas realizadas. Pasado cierto umbral, todos estos productos se necesitarán sólo como remedios; sustituirán a las actividades personales que fueron paralizadas por los anteriores productos industriales. Los criterios sociales que permiten evaluar la satisfacción eficaz de necesidades no coinciden con las medidas utilizadas para evaluar la producción y la comercialización de bienes industriales.

Al no tomar en cuenta las contribuciones realizadas por el modo autónomo a la eficacia total con la que puede lograrse cualquier meta social principal, estas medidas no pueden indicar si la eficacia total está aumentando o decreciendo. El número de graduados, por ejemplo, podría estar inversamente relacionado con la competencia general. Con mucho menos razón estas mediciones técnicas podrán indicar quiénes son los beneficiarios y quiénes los perdedores del crecimiento industrial, quiénes son los pocos que pueden conseguir más y hacer más, y quiénes caen en la mayoría cuyo acceso marginal a los productos industriales se complica con la pérdida de su capacidad autónoma. Sólo el juicio de carácter político puede hacer este balance.

Modernización de la pobreza

Los más dañados por la institucionalización contraproducente no son los más pobres en términos monetarios. Las víctimas típicas de la despersonalización de los valores son aquellos desprovistos de poder en un medio creado para los enriquecidos industrialmente. Entre los carentes de poder puede haber gente relativamente acomodada dentro de su sociedad o confinados en instituciones de benevolencia social. La dependencia inhabilitante los reduce a la pobreza modernizada. Las políticas que pretenden remediar el nuevo sentimiento de privación no sólo serán fútiles sino que agravarán el daño. Al prometer más artículos de consumo en vez de proteger la autonomía, intensificarán la dependencia inhabilitante.

Los pobres de Bengala o de Perú aún sobreviven con empleos ocasionales y alguna incursión esporádica en la economía de mercado: viven del arte inmemorial de arreglárselas. Todavía son capaces de estirar las provisiones, de alternar periodos de vacas gordas y flacas, de entretejer relaciones gratuitas por medio de las cuales truecan o intercambian bienes y servicios que no están hechos para el mercado ni son tomados en cuenta por éste. En el campo, en ausencia de la televisión, disfrutan viviendo en casas construidas sobre modelos tradicionales. Atraídos o empujados a la ciudad, se agazapan en los márgenes del sector del acero y el petróleo, donde edifican una economía provisional con los desperdicios que usan para construir chozas. Su exposición al hambre extrema crece junto con su dependencia de los alimentos mercantiles.

A lo largo de toda su evolución en el transcurso de suficientes generaciones, el Homo sapiens ha mostrado una alta competencia para desarrollar una gran variedad de formas culturales, cada una destinada a mantener a la población total de una región dentro de los límites de recursos que podían compartirse o intercambiarse formalmente en ese medio limitado. La atrofia mundial y homogénea de la capacidad de sobrevivencia comunitaria de las poblaciones locales se desarrolló con el imperialismo y con sus variantes contemporáneas del desarrollo industrial y la ayuda internacional de moda.

La invasión de los países subdesarrollados por nuevos instrumentos de producción organizados con miras a la eficacia financiera más que a la eficiencia local, y al control profesional antes que social, descalifica inevitablemente la tradición y el aprendizaje autónomo y crea la necesidad de terapias provenientes de maestros, médicos y trabajadores sociales. A medida que la radio y la carretera moldean las vidas de quienes son alcanzados por los estándares industriales, degradan la artesanía, la morada o el cuidado de la salud locales. Esta degradación ocurre más rápidamente que la desaparición de las destrezas para esas actividades. El masaje azteca alivia a muchos que ya no lo admiten porque lo creen anticuado. El lecho familiar dejó de ser respetable mucho antes de que sus ocupantes lo sintieran incómodo. Cuando los planes de desarrollo han resultado, su éxito a menudo se ha debido a la imprevista vitalidad del sector de adobes, botes y cartón. La habilidad continua para producir alimentos en tierra marginal y en traspatios citadinos ha salvado las campañas de productividad desde Ucrania hasta Venezuela. La habilidad para asistir a los enfermos, los viejos y los locos sin ayuda de enfermeras ni guardianes ha protegido a la mayoría de las crecientes desutilidades específicas que ha traído el enriquecimiento a nivel simbólico. La pobreza en el sector de subsistencia no aplasta la autonomía, ni siquiera cuando dicha subsistencia se ve disminuida por una considerable dependencia del mercado. La gente sigue motivada para meterse en las vías públicas, burlar los monopolios profesionales o evadir a los burócratas.

Cuando la percepción de las necesidades personales es el resultado del diagnóstico profesional, la dependencia se convierte en una dolorosa sensación de impotencia. Los ancianos en los Estados Unidos pueden nuevamente servir de paradigma. Se les ha entrenado para experimentar necesidades urgentes que ningún nivel de relativo privilegio puede satisfacer. Mientras más dinero de impuestos se gasta en auxiliar su fragilidad, más sutil es su conciencia de decadencia. Al mismo tiempo, su habilidad para cuidarse solos se ha marchitado, junto con la desaparición de los arreglos sociales que les permitían ejercer cierta autonomía. Los ancianos son un ejemplo de la especialización de la pobreza que puede provocar la sobreespecialización de los servicios. Los viejos en los Estados Unidos son sólo un ejemplo extremo del sufrimiento promovido por la privación de alto costo. Al haber aprendido a identificar vejez con enfermedad, han desarrollado necesidades económicas ilimitadas a fin de pagar interminables tratamientos, por lo común ineficaces, a menudo degradantes y dolorosos, y que en la mayoría de los casos requieren la reclusión en un ambiente especializado.

Cinco rostros de la pobreza industrialmente modernizada aparecen caricaturizados en los acomodados guetos que sirven de retiro a los ricos: a medida que menos gente muere en la juventud aumenta la incidencia de la enfermedad crónica; más gente sufre lesiones clínicas por las medidas de salud; los servicios médicos crecen más lentamente que la difusión y la urgencia de la demanda; la gente encuentra cada vez menos recursos en su ambiente y en su cultura que puedan ayudarla a avenirse con su sufrimiento, y así está forzada a depender de los servicios médicos para atender una gama creciente de problemas triviales; la gente pierde la habilidad de vivir con la invalidez o el dolor y llega a depender, para el manejo de cada incomodidad, de personal de servicio especializado. El resultado acumulativo de la sobreexpansión en la industria de la asistencia clínica ha desbaratado el poder personal para responder a los desafíos a la salud  y la capacidad de la gente para enfrentarse a los cambios en sus cuerpos o las modificaciones en su ambiente.

El poder destructivo de la sobreexpansión médica no significa, desde luego, que el saneamiento, la inoculación y el control de los portadores de enfermedades, la educación sanitaria bien distribuida, la arquitectura saludable y la maquinaria segura, la competencia general en los primeros auxilios, el acceso igualitario a la atención médica dental y primaria, así como servicios complejos juiciosamente seleccionados, no pudieran encajar en una cultura verdaderamente moderna que fomentara la autoasistencia y la autonomía. Mientras la intervención ingenieril en la relación entre los individuos y el ambiente se mantiene por debajo de cierta intensidad, en relación con el grado de libertad de acción del individuo, tal intervención puede reforzar la competencia del organismo para enfrentar sus circunstancias y crear su propio futuro. Pero más allá de cierto nivel, la gestión heterónoma de la vida inevitablemente inhibirá las respuestas no triviales del organismo, para luego baldarlas y finalmente paralizarlas, y lo que se pretendió conformar como cuidado de la salud se convertirá en una forma específica de negación de la salud.

[....]

LA RECUPERACIÓN DE LA SALUD (Cap. 8)

Gran parte del sufrimiento humano ha sido siempre obra del hombre mismo. La historia es un largo catálogo de esclavitud y explotación, contada habitualmente en las epopeyas de los conquistadores o las elegías de sus víctimas. La guerra estuvo en las entrañas de esta historia; la guerra y el pillaje, el hambre y la peste que provocaba como consecuencia. Pero no fue sino hasta los tiempos modernos que los efectos secundarios no deseados —materiales, sociales y psicológicos— de las llamadas empresas pacíficas empezaron a competir con la guerra, en cuanto a poder destructivo.

El hombre es el único animal cuya evolución ha sido condicionada por la adaptación en más de un frente. Si no sucumbía a las bestias depredadoras y las fuerzas de la naturaleza, tenía que luchar contra los usos y abusos de otros de su especie. En esa lucha contra los elementos y sus vecinos, se formaron su carácter y cultura, se debilitaron sus instintos y su territorio se convirtió en hogar.

Los animales se adaptan a través de la evolución respondiendo a cambios en su ambiente natural. Únicamente en el hombre la respuesta a los desafíos y las situaciones difíciles y amenazantes adopta la forma de la acción racional y el hábito consciente. El hombre puede moldear sus relaciones con la naturaleza y el prójimo, y es capaz de sobrevivir incluso cuando su empresa ha fracasado parcialmente. Es el animal que puede soportar las pruebas con paciencia y aprender de ellas entendiéndolas. Es el único ser que puede y debe resignarse a los límites cuando llega a percatarse de ellos. La reacción consciente a las sensaciones de dolor, a la discapacidad física y la inevitabilidad de la muerte es parte de la capacidad del hombre para sobrellevar su existencia. La capacidad para rebelarse y perseverar, para la terca resistencia y la resignación, son parte integral de la vida y la salud humanas.

Pero la naturaleza y el prójimo son sólo dos de las tres fronteras con las que debe habérselas el hombre. Siempre se ha reconocido un tercer frente en que el destino puede amenazarle. Para preservar sus posibilidades de vivir, el hombre debe también sobrevivir a esos sueños que el mito ha moldeado y controlado. En el presente, la sociedad debe desarrollar programas para hacer frente a los deseos irracionales de sus miembros más dotados. Hasta la fecha, el mito había cumplido la función de ponerle límites a la materialización de sus sueños codiciosos, envidiosos y asesinos. El mito había otorgado seguridad al hombre común de que estará a salvo en esta tercera frontera si se mantiene dentro de sus límites. El mito les aseguró el desastre a esos pocos que trataron de ser más listos que los dioses. El hombre común perecía por alguna dolencia o por la violencia. Únicamente el rebelde contra la condición humana caía presa de Némesis, la envidia de los dioses.

Némesis industrializada

Prometeo no era el hombre común sino el héroe. Motivado por la codicia radical (pleonexia), él rebasó los límites del hombre (aitia y mesotes) y con una arrogancia ilimitada (hybris) robó el fuego del cielo. De ese modo inevitablemente atrajo sobre sí a Némesis. Fue encadenado y sujetado a una roca del Cáucaso. Un buitre le devoraba las entrañas todo el día y los dioses sanadores lo curaban cruelmente manteniéndolo vivo y reponiéndole el hígado todas las noches. Némesis le impuso un tipo de dolor destinado a semidioses, no a hombres. Su sufrimiento interminable y sin esperanzas convirtió al héroe en un recordatorio inmortal de la inexorable represalia cósmica.

La naturaleza social de némesis ha cambiado actualmente. Con la industrialización del deseo y el moldeamiento de las respuestas rituales correspondientes, la hybris se ha extendido por doquier. El progreso material ilimitado ha llegado a ser la meta del hombre común. La hybris industrial ha destruido la estructura mítica que limitaba las fantasías irracionales, ha logrado que las respuestas técnicas a los sueños insensatos parezcan racionales y ha convertido la búsqueda de valores destructivos en una conspiración entre proveedores y clientes. Némesis para las masas es lo que ahora nos llega como contragolpe inexorable del progreso industrial. La némesis moderna es la materialización del monstruo nacido del sueño industrial dominante. Se ha extendido a lo largo y ancho del mundo a la par de la escolarización universal, el transporte masivo, el trabajo industrial asalariado y la medicalización de la salud.

Los mitos heredados han dejado de proporcionar límites para la acción. La especie sólo podrá sobrevivir a la pérdida de sus mitos tradicionales si aprende a afrontar racional y políticamente sus sueños envidiosos, codiciosos y perezosos. El mito solo ya no puede hacer este trabajo. Los límites al crecimiento industrial, establecidos políticamente, habrán de ocupar el lugar de los tabúes mitológicos. La investigación y el reconocimiento político de las condiciones materiales necesarias para la sobrevivencia, equidad y eficacia tendrán que fijar los límites al modo industrial de producción.

La némesis contemporánea ha llegado a ser estructural y endémica. Cada vez más, las calamidades provocadas por el hombre son subproductos de empresas que se suponía habrían de proteger al común de la gente en su lucha contra la inclemencia del medio y las arbitrariedades injustas impuestas por la élite. Pero la principal causa del dolor, la invalidez y la muerte ha llegado a ser el hostigamiento, aunque no fuese intencional, de las instituciones. Nuestras dolencias, desamparos e injusticias más comunes son principalmente efectos secundarios de estrategias para tener más y mejor educación, vivienda, alimentación y salud.

Una sociedad que valora la enseñanza planificada por encima del aprendizaje autónomo no puede sino enseñar al hombre a adaptarse a su burbuja planificada. Una sociedad cuya locomoción depende en gran medida del transporte capitalizado no puede sino hacer lo mismo. Más allá de cierto nivel, la energía empleada en el transporte inmoviliza y esclaviza a la mayoría de desconocidos pasajeros anónimos y proporciona ventajas únicamente a la élite. No hay combustible nuevo, ni tecnología o controles públicos que puedan impedir que la creciente movilización y aceleración de la sociedad produzca cada vez más una vida ajetreada, la parálisis programada y mayor desigualdad. Lo mismo ocurre en la agricultura. Una vez traspasado cierto nivel de inversión de capital en los cultivos y el procesamiento de alimentos, la desnutrición [local] se volverá generalizada. Los resultados de la Revolución Verde destrozarán entonces el hígado de los consumidores más eficazmente que el buitre de Zeus. Pasado ese punto, ninguna ingeniería biológica puede impedir la desnutrición ni el envenenamiento [global] de los alimentos. Lo que está ocurriendo en el Sahel subsahariano es sólo un ensayo general de la hambruna [u obsesidad] mundial que nos invade. No es sino la aplicación de una ley general. Cuando el modo industrial produce más allá de cierta proporción de valor, se paralizan las actividades de subsistencia, disminuye la equidad y se reduce la satisfacción total. No será la hambruna esporádica que antiguamente llegaba con sequías y guerras, ni la escasez ocasional de alimentos que podía remediarse mediante la buena voluntad y los envíos de emergencia. El hambre que viene es un subproducto de la inevitable concentración de la agricultura industrializada en los países ricos y en las regiones fértiles de los países pobres. Lo paradójico es que el intento de prevenir la hambruna mediante nuevos incrementos en la agricultura industrializada sólo amplía el alcance de la catástrofe al disminuir [las posibilidades de] el uso de tierras marginales. La hambruna se incrementará hasta que la tendencia hacia la producción de uso intensivo de capital por los pobres para los ricos haya sido sustituida por un nuevo tipo de autonomía rural, regional y de uso intensivo de mano de obra. Más allá de un cierto nivel de hybris industrial, la némesis [agroalimentaria] ha de instalarse porque el progreso, como la escoba del aprendiz de brujo, ya no puede ser detenido.

Los defensores del progreso industrial o están ciegos o son corruptos si pretenden que pueden calcular el precio del progreso. Los daños ocasionados por la némesis industrializada no pueden compensarse, calcularse ni liquidarse. La cuota inicial del desarrollo industrial podría parecer razonable, pero los pagos periódicos a interés compuesto de una expansión de la producción se acumulan ahora en un sufrimiento que excede cualquier medida o precio. Cuando a los integrantes de una sociedad se les pide de tiempo en tiempo que paguen un precio cada vez más alto para las necesidades definidas industrialmente —a pesar de la evidencia de que con cada unidad están comprando más sufrimiento — el homo economicus, impulsado por el afán de obtener beneficios marginales, se convierte en homo religiosus, ese sujeto que está dispuesto a sacrificarse en aras de la ideología industrial. En este momento, la conducta social comienza a parecerse a la del toxicómano. Las expectativas se vuelven irracionales y alucinantes. La proporción de sufrimiento autoinfligido supera los daños producidos por la naturaleza, y todos los perjuicios ocasionados por el prójimo. La hybris induce a un comportamiento masivo autodestructivo. La némesis clásica era el castigo por el abuso temerario de los privilegiados. La némesis industrial es el castigo por la participación obediente en la implementación técnica de sueños irracionales que ya no tienen el freno de la mitología tradicional ni de una autolimitación racional.

La guerra y el hambre, la peste y las catástrofes naturales, la tortura y la locura continúan siendo compañeros del hombre, pero ahora están moldeados en una nueva Gestalt por la némesis contemporánea que los sobrepasa. Cuanto mayor es el progreso económico de cualquier colectividad, tanto mayor es la parte que tiene la némesis industrializada en el dolor, la discapacidad, la discriminación y la muerte. Cuanto más intensa es la seguridad depositada en técnicas que promueven la dependencia, tanto mayor es la tasa de despilfarro, degradación y de ingredientes patógenos que debe contrarrestarse recurriendo a más técnicas todavía, y mayor también la fuerza laboral ocupada en la eliminación de la basura, en la gestión de los desechos y en el tratamiento terapéutico de personas a quienes el progreso ha vuelto superfluas.

Ante el desastre inminente, las reacciones adoptan todavía la forma de mejores planes de estudios, más servicios de mantenimiento de la salud o  transformadores de energía más eficientes y menos contaminantes. Todavía se buscan soluciones en una mejor ingeniería de los sistemas industriales. Se reconoce al síndrome correspondiente a némesis industrializada, pero todavía se busca su etiología en una ingeniería defectuosa combinada con una administración en beneficio propio, ya sea bajo el control de Wall Street o El Partido. Aún no se reconoce que némesis es la materialización de una respuesta social a una ideología profundamente equivocada. Tampoco se la entiende como una ilusión descontrolada alimentada por la estructura no tanto técnica sino ritual de nuestras principales instituciones industriales. Así como los contemporáneos de Galileo se negaban a mirar a través del telescopio las lunas de Júpiter porque temían que su visión geocéntrica del mundo se sacudiría, asimismo nuestros contemporáneos se niegan a afrontar la némesis industrializada porque se sienten incapaces de colocar al modo autónomo de producción, en lugar del modo industrial, en el centro de sus imaginarios sociopolíticos.

Extractado de Ivan Illich, Medical Nemesis. The Expropriation of Health. New York: Pantheon Books, 1976 (p. 211-220, 261-266). Traducción de Verónica Petrowitsch, revisada y corregida por Hernando Calla.




miércoles, 17 de agosto de 2016

SOBRE EL “RADICALISMO HUMANISTA” DE IVÁN ILLICH


por Hernando Calla

Con carácter previo al abordaje de las ideas, conceptos e historias que nos legó Iván Illich en el encuentro en su homenaje al que nos convocan los amigos de Cuernavaca este diciembre de 2012, quisiera comentar brevemente sobre los términos de la convocatoria, más específicamente, sobre el “radicalismo humanista” de nuestro autor (o “humanismo radical” al decir de Jean Robert) que según Erich Fromm podría ser el término “menos inadecuado” para caracterizar su actitud fundamental hacia la vida.

Antes que nada es importante recordar qué entendía Fromm por radicalismo y por qué veía en Illich a un radical humanista. “Por radicalismo no me refiero principalmente a un cierto conjunto de ideas sino más bien a una actitud, a una “manera de ver”, por así decir. Para comenzar, esta manera de ver puede caracterizarse con el lema: de omnibus dubitandum; todo debe ser objeto de duda, particularmente los conceptos ideológicos que son virtualmente compartidos por todos y que como consecuencia han asumido el papel de axiomas indudables del sentido común... Dudar radicalmente quiere decir cuestionar; no quiere decir necesariamente negar... La duda radical es un proceso; un proceso que nos libera del pensamiento idolatrante; un ensanchamiento de la percepción, de la visión creativa e imaginativa de nuestras posibilidades y opciones. La actitud radical no existe en el vacío. No empieza de la nada, sino que comienza en las raíces, y la raíz, como dijo una vez Marx, es el hombre...”.[1]

Además, “[e]l radicalismo humanista es un cuestionamiento radical guiado por el entendimiento de la dinámica de la naturaleza del hombre y por una preocupación por el crecimiento y pleno desarrollo del hombre...el radicalismo humanista cuestiona cualquier idea y cualquier institución con el objeto de saber si ayudan u obstaculizan la capacidad del hombre para vivir en plenitud y alegría... El autor [Illich] es un hombre de particular coraje, gran vitalidad, erudición y brillo extraordinarios, y fértil imaginación, y todo su pensamiento está basado en su preocupación por el desarrollo físico, espiritual e intelectual del hombre...”.[2]

Antes de pasar a la discusión sobre los importantes temas a los que nos lleva el pensamiento de Illich, quisiera compartir con ustedes (apelando a su paciencia para este tipo de digresiones personales) algunas reflexiones sobre mis propios intentos (generalmente fallidos) por encarnar esta actitud “radical” en mis ideas y actividades en los 1970.

Quisiera contarles que, antes de encontrarme con Illich, me impresionaron las ideas de Paulo Freire, el educador brasileño conocido por impulsar la “conscientización” y la educación liberadora (y en los 1960s incluso huésped de Iván en Cuernavaca”), quién también reivindica una actitud radical ante el cambio social acentuando, en este caso, su materialización en la acción o, como decíamos entonces, en la “praxis” (reflexión y acción).

Permítanme leerles algunas frases que me impresionaron de Freire extraídas de uno de sus textos cuando contrapone “el hombre radical” al “sectario” en los siguientes términos: “La sectarización es siempre castradora por el fanatismo que la nutre. La radicalización, por el contrario, es siempre creadora dada la criticidad que la alimenta. En tanto la sectarización es mítica, y por ende alienante, la radicalización es crítica y, por ende, liberadora. Liberadora ya que, al implicar el enraizamiento de los hombres en la opción realizada, los compromete cada vez más en el esfuerzo de transformación de la realidad concreta, objetiva... Precisamente por estar inserto, como un hombre radical, en un proceso de liberación, no puede enfrentarse pasivamente a la violencia del dominador... El hombre radical, comprometido con la liberación de los hombres, no se deja prender en ‘círculos de seguridad’ en los cuales aprisiona también la realidad. Por el contrario, es tanto más radical, cuanto más se inserta en esta realidad para, a fin de conocerla mejor, transformarla mejor”.[3] (cursivas mías) Es cierto, la fraseología es ilustrativa de las visiones que atraían a las generaciones de los 1960 y los 1970, y es poco probable que hoy fuésemos tan “radicales” en la expresión de nuestro compromiso, aun si pensáramos lo mismo. Pero el ejemplo me permite distinguir algunas connotaciones importantes del término radical, tal como era utilizado en esos años.

Me parece que, en el caso de Freire (y otros activistas), el acento está puesto en la radicalización como un esfuerzo por enraizarse o insertarse de raíz en la realidad que sufren los oprimidos. Si bien comparte con la actitud descrita por Fromm de cuestionar radicalmente la realidad existente, yo percibo cierto énfasis en la acción, el compromiso, la inserción en la realidad para transformarla, etc. Aparte de los acentos ¿Estamos frente a una misma actitud en los hechos? Podría ser; sin embargo, creo que da cuenta más bien de lo que entendemos, cuando nos toca compartir con otros actores en diversas iniciativas de acción cívica u objetivos sociales comunes, por “compañeros de ruta” (fellow travelers, dicen en inglés)

Puedo recordar situaciones en las que he compartido con otros una misma actitud radical de compromiso con determinados objetivos (como declararnos en huelga de hambre para recuperar las libertades democráticas), lo cual no implicaba que pusiéramos radicalmente en cuestión las certidumbres sociales que se dan por sentado de manera universal (como las “necesidades de educación y salud” que se consideran “derechos básicos” de los “seres humanos”). También puedo pensar en muchos compañeros “radicalmente” comprometidos con los movimientos sociales o, más recientemente, los movimientos indígenas, pero que escucharían con suspicacia la afirmación de que la educación es nociva para nuestros hijos. Deberíamos preguntarnos, sin embargo, ¿será que la crítica radical de Illich tiene mayores posibilidades de ser escuchada por aquellos hombres radicalmente comprometidos con los más pobres?

Al cabo de algunos intentos (fallidos) por “concientizar a los oprimidos respecto a la realidad de opresión que les impedía ser más” (imitando a Freire), me encontré con las ideas de Illich en sus primeros escritos de los 1970 que, como dice Jean Robert en su convocatoria al encuentro internacional que hoy nos reúne, “no eran ideas dominantes ni generalmente compartidas por el gran público, pero no eran calladas; al contrario, generaban animadas controversias y hasta los partidarios de las posturas convencionales pedían oírlas”.[4] Creo que la vinculación Illich-Freire era frecuente, pues en esos años se los asociaba rápidamente por presentarse ambos como “peregrinos de lo obvio”,[5] aunque ello suponía críticas teóricas o prácticas muy radicales a la educación convencional: a la escuela universal para los niños o la educación formal de adultos.

Lo que seguramente me ocurrió es que la crítica radical de Illich me llegó en un momento decisivo en que todas mis certidumbres se tambaleaban, después de haberme encontrado con otros pensadores radicales a su modo — Marcuse, Freire, Marx— quienes instaban a cuestionar cada una de las certidumbres de nuestra época —la sociedad de consumo, la educación “bancaria”, el mercado capitalista, etc. —. Como explica Jean Robert, la crítica radical  de Illich profundizaba aún más todas estas críticas: “¿Qué llamo crítica radical?  Llamo así una crítica que no se queda en las apariencias sino que va a las raíces. Como él, me ‘aventaré palabrotas’ que luego explicaré. En sus términos, se puede decir, para empezar, que la crítica radical no rectifica teoremas sino que se ataca a los axiomas subyacentes. Él insistía en efecto en que quería examinar críticamente los axiomas que sirven de base a los teoremas sociales de la época moderna. Parece complicado, pero se enmendaba inmediatamente en palabras de todo el mundo. En vez de ‘axiomas’ decía también, más pedestremente, certezas o certidumbres, y hablaba de las certidumbres no examinadas que sirven de fundamento a todas las teorías sociales y económicas de la sociedad industrial moderna”.[6]

Pero es necesario asimismo recordar el contexto de la época en que Illich formuló su crítica radical. Como nos lo recuerda Jean: “La crítica que comentaremos fue formulada en un mundo bipolar, quiere decir dividido entre dos polos antagónicos, socialista el uno, capitalista el otro. En ésta época, la crítica radical no se dedicaba a oponer los ‘teoremas’ del uno a los del otro. No, sino que se empeñaba en cuestionar las certidumbres, o los ‘axiomas’, comunes en las teorías económicas socialistas realmente existentes y las capitalistas. Los dos polos de la economía compartían entonces el ‘axioma’ de la escasez. Los dos privilegiaban los valores de cambio y reprimían a los productores de valores de uso. (…) De ambos lados, el postulado o ‘axioma’ no-cuestionado de la economía era la ‘ley de escasez’, para la cual los bienes escasos son los que cuentan. En el primer capítulo del Capital, Marx calificaba lapidariamente esa base de toda economía capitalista de fetichismo de la mercancía. La economía del socialismo existente no llegó a mucho más que a ser una especie de capitalismo de Estado, opuesta al capitalismo liberal. Se puede decir también que fue un fetichismo de la mercancía de Estado”.[7]

De modo parecido a Robert, yo no dejaba (o no quería dejar) de ver líneas de continuidad entre estos autores. De ahí que se me ocurrió que al leer a Illich estaba ante otro Marx de nuestra época y que, de manera similar a cuando este último profesaba su actitud filosófica radical, Illich por un lado profundizaba la crítica a la religión e iglesia modernas —la educación y escuela universales— y, por otro, ponía esta crítica a la educación en una perspectiva más amplia de crítica a la sociedad industrial moderna que la hacía necesaria (tal como hizo Marx con la crítica de Feurbach a la religión cristiana) Llegue incluso a borronear un plagio de la Introducción a la crítica de la filosofía del Derecho de Hegel sustituyendo “religión” por escuela y “más allá” por futuro, etc. Como muestra de mi despropósito les leo un párrafo plagiado de Marx:

“La abolición de la escuela, en tanto es la ‘esperanza  ilusoria’ del pueblo en el futuro, es necesaria para su felicidad presente. La demanda de renunciar a las ilusiones  acerca de su condición es la demanda de renunciar a una condición que necesita ilusiones. La crítica de la escuela es, por tanto, in embryo la crítica del ‘valle de la desigualdad’, del cual ‘el halo’ es la escuela”.

Pero nos estamos alejando del tema. Lo que quería sugerir con este previo es que posiblemente el radicalismo de Marx fue la fuente de varios tipos de radicalismos con los que nos hemos topado en el transcurso de nuestras vidas. Precisamente en esa Introducción Marx dice lo siguiente:

“Cierto, el arma de la crítica no puede sustituir la crítica por las armas; la violencia material no puede ser derrocada sino con violencia material. Pero también la teoría se convierte en violencia material una vez que prende en las masas. La teoría es capaz de prender en las masas, en cuanto demuestra ad hominem, y demuestra ad hominem en cuanto se radicaliza. Ser radical es tomar la cosa de raíz. Y para el hombre la raíz es el hombre mismo”.[8] (cursivas mías)

Me pregunto cómo lo habrá dicho Marx —tomar la cosa de raíz— en el original; desafortunadamente, no hablo ni leo el alemán. De todos modos encuentro el párrafo equivalente en algún sitio web y la última frase se escribe así:

Radikal sein ist die Sache an der Wurzel fassen. Die Wurzel für den Menschen ist aber der Mensch selbst”.[9]

Busco en mi Langenscheidts y descubro que Sache es “cosa” y Wurzel es “raíz”, pero sobre todo que Marx dijo fassen =  coger (de, por), asir, agarrar (Arg.). “Coger la cosa de raíz” me suena más gráfico que “tomar la cosa de raíz”; de cualquier modo, me parece algo diferente al “cuestionamiento radical” del humanista, según Fromm, o a la “crítica radical” de Illich, según Robert, pero también a la “inserción radical” del hombre comprometido del que nos habló Freire.

Recuerdo que yo mismo intenté, en un grupo de universitarios de mi época de activista, que nos identificáramos como una tendencia de “izquierda radical”. Por suerte no tuve éxito pues mis amigos, mucho más listos que yo para moverse en un contexto dictatorial represivo de las tendencias de izquierda en mi país, simplemente dejaron pasar la sugerencia como algo fuera de foco. En ese momento, los “radicales” eran aquellos que habían pasado a la clandestinidad pues sus conclusiones apuntaban a la necesidad de pasar de las “armas de la crítica a la crítica de las armas”, o bien los que sin creer necesario ocultarse demasiado pensaban que a la sociedad capitalista le había llegado su hora (de morir) y, por tanto, no había que apoyar ninguna postura de compromiso con el orden establecido sino promover la radicalidad de la acción de masas para provocar su derrumbe. Mis amigos no simpatizaban con estas actitudes radicales ni de los violentos (“fierreros”, les decíamos) ni de los trotzkystas o sus variantes; y tampoco yo necesariamente pero me costaba distinguir entre mi comprensión particular del “radicalismo” comprometido y la percepción generalizada sobre las implicancias del término en la coyuntura específica que vivíamos en mi país.

Pero hay todavía una utilización del término que no suscribía Iván, y seguramente tampoco Fromm o Freire. Hace poco escuché el audio de una presentación de nuestro autor, en ocasión de alguna de sus conferencias sobre alternativas a las escuelas (ha debido ser en los 1970 quizá en Canadá), donde el presentador citaba alguna expresión del propio Illich respecto a que “en el CIDOC eran bienvenidos aquellos que quisieran reírse del sistema social con un profundo sentido del humor (sarcasmo), (también) los que reivindican la violencia pero están dispuestos a aprender “el respeto para la vida”... ¿revolucionarios serios a morir? (deadly serious) No, gracias (Non, merci); pero el sarcasmo es esencial...” Pienso que a este tipo de revolucionarios “serios a morir” también se les llamó, en determinadas circunstancias históricas, “radicales” por su frecuente actitud de querer eliminar al enemigo de raíz (de cuajo). Aunque creo que sería más correcto llamarles erradicadores.

Un ejemplo clásico es la pugna entre “conservadores” versus “radicales” en la China comunista de Mao Tse-tung. En su manual sobre las corrientes del marxismo, Leszek Kolakowski también utiliza el término para describir al maoísmo: “El maoísmo es, en su forma final, una utopía rural radical en la que prolifera la freaseología marxista, pero cuyos valores dominantes parecen completamente ajenos al marxismo... En 1957, Teng Hsiao-ping, el secretario general del PC Chino afirmó que el Partido permitía crecer la cizaña como ejemplo de disuasión para las masas; a continuación sería cortada de raíz y utilizada para fertilizar el suelo chino... La lucha dentro del Partido Comunista Chino siguió en secreto a partir de 1958. La principal era la entablada entre quienes favorecían un tipo de comunismo soviético y quienes defendían la fórmula de Mao de una sociedad nueva y perfecta... En primer lugar, ‘conservadores’ y ‘radicales’ tenían ideas diferentes... los ‘conservadores’ creían en diferencias de salarios o incentivos más o menos al estilo soviético..., mientras que los radicales predicaban el igualitarismo y confiaban más en el entusiasmo de masas... En la primavera de 1966, Mao y su grupo ‘radical’ lanzaron un masivo ataque ideológico sobre los más vulnerables centros de la ‘ideología burguesa’, a saber las universidades. Se instó a los estudiantes a levantarse contra las ‘autoridades académicas reaccionarias’ que, expertas en conocimientos burgueses, desafiaban a la educación maoísta... El Comité Central exigió ahora la eliminación de todos aquellos que habían adoptado ‘la vida capitalista’... Las convulsiones de la revolución cultural siguieron hasta 1969, y en cierto momento la situación llegó a estar claramente fuera de control...Los ‘radicales’ fueron derrotados solo después de la muerte de Mao”[10] (cursivas mías)

Mi previo resultó algo largo. De cualquier manera, pienso que la distinción entre los distintos radicalismos —el comprometido de Freire, el antropocéntrico de Marx, el totalitario de Mao— permite entender mejor a Fromm cuando calificaba al de Iván Illich como un radicalismo humanista, a falta de un término más adecuado.




[1] Es sabido que Fromm también intentó rescatar el aspecto humanista de las críticas de Marx al modo de producción capitalista y de su adhesión al socialismo como meta de superación de la alienación humana. Ver Erich Fromm (Ed.) “Socialist Humanism. An International Symposium”, New York: Doubleday, 1965
[2] Iván Illich. “Obras Reunidas, Vol. I”, México: FCE, 2006; pp. 47-49 [1971]
[3] Paulo Freire, “Pedagogía del Oprimido”, Montevideo: Tierra Nueva, 1970, pp. 30-33.
[4] Jean Robert, “Un filósofo y pensador radical  en Cuernavaca”. Mimeo s/f, p. 18
[5] Paulo Freire – Iván Illich, “Diálogo”, Buenos Aires: Ediciones Búsqueda, 1975, p. 37
[6] Jean Robert, Op. Cit., Mimeo s/f, pp. 15-16
[7] Idem, pp. 16-17
[8] Leszek Kolakowski, “Las principales corrientes del marxismo. Los fundadores” (Vol. I), Madrid: Alianza, 1980, p. 134.
[10] Leszek Kolakowski, Op. cit. La crisis (Vol. III), pp. 475-90