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lunes, 31 de julio de 2023

La elocuencia del silencio

 

LA ELOCUENCIA DEL SILENCIO (Iván Illich)*

La ciencia de la lingüística ha permitido vislumbrar nuevos horizontes en el entendimiento de las comunicaciones humanas. Un estudio objetivo de las formas en que los significados se transmiten ha revelado que se transmite mucho más de un hombre a otro en silencio, y mediante el silencio, que en palabras. Las palabras y las oraciones se componen de silencios más significativos que los sonidos. Las pausas fecundas entre sonidos y expresiones aparecen como puntos luminosos en un vacío increíble. El lenguaje es como un cordel de silencio con los sonidos como nudos –como los nodos en un quipu peruano, en el que los espacios vacíos hablan–. Con Confucio podemos hablar del lenguaje como una rueda. Los rayos centralizan, pero los espacios vacíos conforman la rueda.

Así que para poder entender al otro tenemos que aprender no tanto sus palabras como sus silencios. No es tanto nuestros sonidos los que dan significado, sino que es a través de las pausas que nos haremos entender. El aprendizaje de un idioma es más el aprendizaje de sus silencios que de sus sonidos. Sólo el cristiano cree en la Palabra como Silencio coeterno. Entre los hombres en el tiempo, el ritmo es una ley a través de la cual nuestra conversación se manifiesta como un yan-yin de silencio y sonido.

Aprender un idioma de una manera humana y madura, entonces, es aceptar la responsabilidad por sus silencios y sus sonidos. El don que un pueblo nos hace enseñándonos su idioma es más un don del ritmo, modo y sutilezas de su sistema de silencios que de su sistema de sonidos. Es un regalo íntimo del cual hemos de dar cuenta más tarde a aquellos que nos han confiado su lengua. Un idioma del cual yo sólo sé las palabras y no las pausas es una ofensa continua. Es como la caricatura de un negativo de fotografía.

Toma más tiempo, esfuerzo y delicadeza aprender el silencio de las personas que aprender sus sonidos. Algunos tienen un don especial para esto. Tal vez esto explica por qué algunos misioneros, a pesar de sus esfuerzos, nunca consiguen hablar bien, comunicarse con delicadeza por medio de silencio. Si bien “hablan con el acento de los nativos” permanecen siempre a miles de kilómetros de distancia. El aprendizaje de la gramática del silencio es un arte mucho más difícil de aprender que la gramática de los sonidos.

Así como las palabras deben aprenderse escuchando y mediante esforzados intentos por imitar a un hablante nativo, los silencios también deben adquirirse a través de una delicada apertura hacia ellos. El silencio tiene sus pausas y vacilaciones, sus ritmos e inflexiones, sus duraciones y tonalidades, y sus ratos de ser y no ser. Lo mismo que con las palabras, hay una analogía entre nuestro silencio con los hombres y con Dios. Para aprender el significado más completo del primero, debemos practicar y profundizar el segundo.

Primero en la clasificación de los silencios está el silencio del oyente atento, de la pasividad femenina, el silencio a través del cual el mensaje del otro se torna “él en nosotros”, el silencio del interés profundo. Está amenazado por otro silencio, el silencio de la indiferencia, el silencio del desinterés que asume que no hay nada que quiera ni pueda recibir de la comunicación con el otro. Este es el silencio ominoso de la esposa que escucha indiferente las pequeñas cosas que su esposo le cuenta con tanto afán. Es el silencio del cristiano que lee la biblia con la actitud de quien la conoce de arriba abajo. Es el silencio de la piedra muda porque no es afín a la vida. Es el silencio del misionero que nunca entendió el milagro de un extranjero cuya atención es un testimonio de amor más valioso que el de otro que habla. El hombre que nos muestra conocer el ritmo de nuestro silencio está mucho más cerca de nosotros que el que piensa que sabe cómo hablar.

Cuanto mayor es la distancia entre los dos mundos, más es este silencio de interés una señal de amor. Es fácil para muchos norteamericanos escuchar la plática del futbol, pero es una muestra de amor que un yanqui escuche pacientemente a un puertorriqueño que le cuenta de otro juego de pelota menos conocido como el jai alai. El silencio de un sacerdote de ciudad escuchando en el colectivo acerca de la enfermedad de un chivo es un don, verdaderamente el fruto de un largo entrenamiento en paciencia.

No existe mayor distancia que entre un hombre en oración y Dios. Solamente cuando esta distancia golpea la conciencia el agradecido silencio de la paciente presteza puede crecer. Este debe haber sido el silencio de la Virgen antes del Ave que le permitió llegar a ser el modelo eterno de apertura hacia el mundo. A través de su profundo silencio, la palabra pudo hacerse carne.

En la oración de la escucha silenciosa, y no en otra parte, puede el cristiano adquirir el hábito de este primer silencio a partir del cual la Palabra puede nacer en una cultura extraña. Esta palabra concebida en silencio también crece en silencio.

 

Una segunda gran clase en la gramática del silencio es el silencio de la Virgen después que ella concibió a la Palabra: el silencio del cual nació no tanto el Fiat como el Magnificat. Es el silencio que alimenta la Palabra concebida más que el silencio que abre al hombre a la concepción. Es el silencio que encierra al hombre en sí mismo para permitirle preparar la Palabra para otros. Es el silencio de la sintonía; el silencio en el que esperamos el momento oportuno para que la palabra nazca al mundo.

Este silencio también está amenazado, no sólo por la prisa y por la multiplicidad de cosas intrascendentes que hace la gente, pero también por el hábito del verbalismo y la producción en masa que no tiene tiempo para el silencio. Está amenazado por el silencio de la ligereza que pretende que una palabra es lo mismo que otra y que las palabras no necesitan cultivarse.

El misionero, o extranjero, que utiliza las palabras tal como las encuentra en el diccionario no conoce este silencio. Es el hombre que busca en sí mismo los equivalentes en español de las palabras en inglés que quiere encontrar , en vez de buscar aquella palabra, gesto o silencio que podría entenderse, aún si carece de un equivalente en su propio idioma o cultura; es el hombre que no le da tiempo para crecer a la semilla de un nuevo idioma en el suelo foráneo de su alma. Este es el silencio previo a las palabras, o entre ellas, el silencio dentro del cual las palabras viven o mueren. Es el silencio de la oración lenta en la duda; de la oración en la cual las palabras tienen el coraje de nadar en el mar del silencio. Es diametralmente opuesto a otras formas de silencio que anteceden a palabras: el silencio de las flores artificiales que recuerdan a palabras que no enriquecen, o la pausa entre palabras que se repiten. Es el silencio del misionero que espera la repetición memorizada del texto catequético que él mismo escogió, porque no ha hecho el esfuerzo de penetrar en el lenguaje vivo de los otros.

El silencio que anticipa a las palabras es también opuesto al silencio en que se fermenta la agresión y al que difícilmente podemos llamar silencio, un intervalo donde se preparan las palabras, pero palabras que dividen más que palabras dirigidas a la unión. Este es el silencio que tienta al misionero que se aferra a la idea de que en español nada dice lo que él quiere decir. Es el silencio en el cual una agresión verbal –aunque velada – prepara la otra.

 

A la siguiente clasificación mayor en la gramática del silencio la llamaremos ‘el silencio más allá de las palabras’. Cuanto más lejos vayamos, tanto más se apartarán el buen y el mal silencio en cada clasificación. Hemos llegado ahora al silencio que ya no prepara más palabras. Es el silencio que lo ha dicho todo porque no hay nada más que decir. Este es el silencio más allá de un o un no final. Es el silencio del amor más allá de las palabras, como también el silencio del no, para siempre; el silencio del cielo o del infierno. Es la actitud definitiva del hombre que se enfrenta a la Palabra que es Silencio, o el silencio de quien obstinada y completamente le ha dado la espalda a Él.

El infierno es este silencio, silencio de muerte. La muerte en este silencio no es ni el mutismo de la piedra, indiferente a la vida, ni la opacidad de la flor artificial, recuerdo de la vida. Es la muerte después de la vida, un rechazo final a vivir. Puede haber ruido y agitación y muchas palabras en este silencio. Pero tiene un solo significado común a los ruidos que hace y los vacíos entre ellos. No.

Hay una forma en que este silencio del infierno amenaza la existencia misionera. De hecho, con las inigualables posibilidades de testimonio mediante el silencio, una capacidad poco frecuente para destruir por medio del silencio también se abre al hombre encargado con la Palabra en un mundo diferente al suyo. El silencio misionero arriesga más: arriesga convertirse en un infierno en la Tierra.

Por último, el silencio misionero es un don, un don de la oración, aprendido en oración frente a Dios  infinitamente distante, infinitamente extraño, y aplicado en el amor a hombres mucho más distantes y extraños que los hombres de la propia tierra. El misionero podría olvidar que su silencio es un don, un don en el sentido más profundo, que ellos nos conceden gratuitamente, un don que nos transmiten generosamente los que están dispuestos a enseñarnos su lengua. Si el misionero olvida esto y trata de conquistar por su propio poder aquello que sólo otros pueden conceder, entonces empieza a sentir su existencia amenazada.  El hombre que trata de comprar un idioma como si se tratara de un traje o un sombrero, el hombre que trata de conquistar una lengua a través de la gramática, como para hablarlo “mejor que los nativos de por aquí”; el hombre que olvida la analogía del silencio de Dios y el silencio de los otros y no busca su crecimiento en oración, es un hombre que, en lo fundamental, está tratando de violar la cultura a la que ha sido enviado, y debe esperar las reacciones correspondientes. Si aún mantiene algo de su humanidad, él reconocerá que se encuentra en una prisión espiritual, pero no admitirá fácilmente que es él mismo quien se la ha construido en torno a sí; más bien acusará a los otros de ser sus carceleros. El muro entre él y aquellos a los cuales fue enviado se hará cada vez más impenetrable. Mientras se vea como “misionero”, él se sentirá frustrado, que fue enviado pero no llegó a ninguna parte; que está lejos de casa pero que nunca arribó a puerto alguno; que dejó su hogar y nunca encontró otro.

Continúa predicando y está cada vez más consciente de que no está siendo entendido, porque él piensa y habla en una caricatura foránea de su propio idioma. Continúa “haciendo cosas para la gente” y los considera ingratos porque se dan cuenta que él hace estas cosas para halagar a su ego. Sus palabras se convierten en una burla del idioma, una expresión del silencio de la muerte.

En este punto se requiere mucho coraje para retornar al paciente silencio del interés, o a la delicadeza del silencio en el que las palabras crecen. Del adormecimiento, ha nacido el mutismo. En el ocaso de la vida, nace a menudo un hábito de desesperanza del miedo a enfrentar la dificultad de aprender otra vez un idioma.  Ha nacido en su corazón el silencio del infierno, una versión típicamente misionera del mismo.

En el polo opuesto al silencio de la desesperación está el silencio del amor, el tomarse las manos de los enamorados. La oración en la cual la vaguedad antes de las palabras ha dado lugar al vacío puro después de ellas. La forma de comunicación que abre la simple profundidad del alma. Viene en destellos y puede volverse toda una vida en oración tanto como una dedicada a las personas. Tal vez sea el único aspecto verdaderamente universal del lenguaje, el único medio de comunicación que no ha sido tocado por la maldición de Babel. Tal vez sea la única manera de estar junto a otros y con la Palabra sin tener ya acento foráneo.

Hay otro silencio más allá de las palabras, el silencio de la Piedad. No es el silencio de la muerte sino el silencio del misterio de la muerte. No es el silencio de una aceptación activa de la voluntad de Dios del que nace el Fiat ni el silencio de la aceptación asertiva de Getsemaní en el que la obediencia tiene sus raíces. El silencio que ustedes como misioneros tratan de aprender en este curso de español es el silencio más allá de la perplejidad y las preguntas; es un silencio más allá de la posibilidad de una respuesta, o inclusive de la referencia a una palabra anterior. Es el silencio misterioso a través del cual el Señor pudo descender en el silencio del infierno, la aceptación sin frustración de una vida, inútil y desperdiciada en Judas, un silencio de impotencia libremente elegido mediante el cual fue salvado el mundo. Nacido para redimir al mundo, el Hijo de María había muerto a manos de Su pueblo, abandonado por Sus amigos, y traicionado por Judas a quién amó pero no pudo salvar: contemplación silenciosa de la culminante paradoja de la Encarnación que fue inútil al menos para la salvación de un amigo personal. La apertura del alma a este último silencio de la Piedad es la culminación de una lenta maduración de las tres formas anteriores de silencio misionero.

*La transcripción original de 1960 llevaba como título “El silencio misionero”; posteriormente incluido como The Eloquence of Silence en “Celebration of Awareness” (Celebración de la conciencia), colección de ensayos tempranos de Iván Illich publicado primeramente en inglés en 1970 del que tradujimos esta versión originalmente en 1976, actualizada con ajustes a julio 2023 (También publicado recientemente en español por editorial Trotta).