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miércoles, 26 de diciembre de 2018

Cornelius Castoriadis



CASTORIADIS

Conrado Tostado

Hace unos días [26 dic. 1997] murió Cornelius Castoriadis, uno de los pensadores más influyentes de nuestros días. En su obra, Castoriadis no se limitó a reseñar las contradicciones del socialismo real y llevó sus interrogantes a [cuestionar] los valores de la sociedad occidental. Conrado Tostado, quien fue su alumno en el Seminario, hace una semblanza del autor de La institución imaginaria de la sociedad. Publicamos también un texto de Castoriadis sobre los retos del futuro. 

En 1983, Castoriadis traducía y comentaba el “Discurso fúnebre'” de Pericles, en particular el pasaje donde se pregunta por qué murieron aquellos ciudadanos atenienses en combate y responde, según Pericles: “Vivimos en y para la belleza con sencillez, en y para el razonamiento –o la interrogación razonada– sin desmayo.” Aquellos ciudadanos, añadía Castoriadis, entraron en batalla por amor a su manera de vivir, a la democracia, algunos de cuyos objetivos –y razones– definía Pericles con aquellas palabras, que para Castoriadis eran la respuesta y a la vez el enunciado de una de las preguntas que frecuentaba y que más me conmovieron a lo largo de los cinco años que asistí a su seminario (el cual, en uno de sus aspectos más urgentes, se podría ver como una Defensa de la política –título que sugerí para una antología inédita de sus ensayos–, entendida como duda y recreación del sentido de la institución social y no como esa actividad, a la vez burocrática y falsamente técnica, de administración y lucha por el poder, a la que se ha reducido); Castoriadis se preguntaba, repito, si los valores políticos bastarían por sí mismos para que los individuos desearan la democracia; si no serían necesarias metas más allá de ellos, como las que refería Pericles. En otras palabras, si la democracia era deseable o necesaria porque resultaba la única manera de hacer ¿qué? –y aquí, cada sociedad tendría que volver explícitos sus propios fines–. Pues se puede crear riqueza o bienestar, por ejemplo, bajo un régimen despótico. Por lo demás, en otros momentos de sus “elucidaciones”, como optó por llamarlas, Castoriadis se preguntaba si el “bienestar”, si los placeres de la vida privada, eran un objetivo digno para la vida. Vivir “en y para la belleza sin amaneramiento”, “en y para la búsqueda razonada y sin desmayo de la verdad” fueron, sin duda, algunos de los sentidos de la vida de Cornelius Castoriadis.

Por fatiga o cinismo, irresponsabilidad o falta de imaginación, las palabras “belleza” y “verdad” han caído en descrédito; además, debo decir que raras veces se encuentran en sus escritos –prefería expresiones como “presentación del abismo” –, y que ahora las asocio con dos momentos enigmáticos de su seminario: a lo largo de meses reflexionó sobre el sentido de la tragedia griega; el silencio que seguía a sus exposiciones siempre resultaba embarazoso (“¿Por qué no comentan ni preguntan? ¿Todo está demasiado claro? ¿O demasiado oscuro?”), al grado que, cuando comenzó a llevar su grabadora, no eludí la humillante impresión de que ese aparato nos sustituía y en cierta ocasión le pregunté, de un modo rudimentario: “Nos podemos equivocar sobre el sentido de una tragedia, ¿no es cierto? Se han escrito bibliotecas enteras acerca de ellas”, ante lo cual arrugó su frente y gruñó: “Sí, claro. Pero nunca nos equivocamos sobre su belleza”; me miró un instante con seriedad, sonrió y me devolvió la pregunta: “¿De verdad? ¿Podemos percibir su belleza sin entender su sentido?” En otro momento, a propósito de lo que ahora provisionalmente llamo “verdad”, evocó la incomparable experiencia del filósofo a quien, tras arduas meditaciones, “la cosa le sonríe”.
Siempre reflexionó y actuó* en contra de algo, para abrir el camino, en las ideas y en la práctica, a la autonomía individual y colectiva; para afirmar y esclarecer el concepto de “creación” –y, sobre todo, de “autocreación”–: de hecho, su último libro, donde recogería lo esencial de su mirada sobre la psiquis y lo social-histórico y que tal vez dejó inconcluso, se habría llamado La creación humana. Y ese “algo”, en la mayoría de los casos, fue el ubicuo determinismo –cuya última versión en Occidente la proporcionó el racionalismo, marxista o freudiano, estructuralista o lacaniano, para mencionar algunas corrientes que le tocó enfrentar en lo inmediato y antes que muchos otros pensadores–; es decir, una de las maneras –otra es la religión– de ocultar la autocreación del ser y justificar lo que él llamó “heteronomía”: la sujeción del hombre, en lo social-histórico, a una ley que siendo producto suyo, cree invariable y ajena a una comprensión, en el campo del pensamiento, exterior a las cosas y por lo tanto limitada y banal.

En sus últimos años, también fustigó la incapacidad complaciente que dio lugar al “posmodernismo”, la “deconstrucción” y otras corrientes que hasta hace poco se veían con glamour en las universidades. Más allá de estas polémicas, su obra resulta un antídoto contra la increíble inercia que transformó a la filosofía occidental en un conjunto de “notas a pie de página”, como acostumbraba decir, del pensamiento antiguo –la mayoría de las veces de Platón–, y una defensa de la posibilidad de crear, en filosofía y en política; un remedio contra el pasmo de los filósofos ante sus herramientas, semejante al de los mecánicos que conocen y admiran las piezas sueltas del automóvil, pero renuncian a preguntarse adónde podrían o deberían ir.

Ejerció el psicoanálisis –abrió su consultorio a principios de los años setenta– y la filosofía en sentido estricto; la economía –durante más de una década de desempeñó como economista en la OCDE– y las ciencias “duras”; el pensamiento político –su crítica al socialismo real o “sociedad burocrática”, como lo llamó (que data de fines de los años cuarenta y cuyos argumentos fueron retomados abundante y tardíamente, incluso por sus detractores), constituye, quizás, el aspecto mejor conocido de su obra– y la antropología; la sociología y la historia; sin embargo, siempre se llamó a sí mismo, con una mezcla de sencillez y altanería, “escritor”. No fue un scholar ni, a pesar de todo, un erudito sino un creador riguroso y vigoroso. En medio de una increíble fragmentación del conocimiento, debió defender la coherencia interna de su obra.
En lugar de la manida mesa, en su curso solía dar como ejemplo de “ser” una fuga de Bach o alguna otra composición musical –creo que para burlar los prejuicios objetivistas–; además, los estantes de cierto estudio de su departamento, donde me recibió algunas veces, no estaban repletos de libros sino de discos, de allí que en alguna ocasión le preguntara si había escrito algo sobre música. “¿Música o sobre música?”, inquirió; “Sobre música” aclaré, y para mi asombro respondió: “Hace treinta años que escribo música.” Nunca, hasta entonces –y creo que hasta ahora–, se habían tocado esas partituras. No he vuelto a oír ni a leer nada sobre ellas y esa noche, más por parálisis ante su personalidad inabarcable que por respeto, guardé silencio.

Al escucharlo, se tenía la impresión casi física de estar ante una fuerza torrencial –un toro, a lo cual contribuía, quizá, su aspecto– que se ejercía con una asombrosa eficacia y ductibilidad. Los antiguos griegos, de hecho, apreciaban la potencia y agilidad de la argumentación de un modo semejante a las luchas de atletas.

Se vestía con simpleza y casi desaliño –alguna vez se rio de eso–. En invierno, llegaba al salón tocado por un gorro de astracán, depositaba en la mesa un legajo de papeles con anotaciones impacientes, hechas con diferentes tintas (por lo general roja) en el reverso de las pruebas mecanográficas de sus ensayos; nos miraba un instante con curiosidad –la mayoría de los treinta o cuarenta participantes tenía cabellos canos y provenía de diferentes disciplinas y ciudades europeas– y rugía un seco “Bon jour!” No daba lectura: aquel legajo, formado por todo tipo de papeles, sólo era una guía. Soportaba mal nuestra timidez y vacilación: “¡Hablen como el apóstol San Pablo!”, nos pidió un día, desesperado. Él hablaba con todo su cuerpo, a veces se acodaba con fuerza sobre la mesa y se despegaba un instante de la silla; otras, se detenía para contemplar lo dicho y, con un gesto insólito, se frotaba el lado izquierdo de su fantástica cabeza, escrupulosamente calva, con la palma de su mano derecha y viceversa, los codos al aire.

Tuvo amigos en México. Zoé, su esposa –“en griego significa vida”, me susurró alguna vez Castoriadis, con dulzura–, me dijo que ambos admiraban la “rapidez y precisión” del juicio de Octavio Paz. “¿Conoce al señor Mezza?”, me preguntó a propósito de Julián Meza: “está en París y creo que le gustaría tratarlo”. Si debiera contar con los dedos de una mano mis días de excepción, uno de ellos sería, sin duda, cuando citó un escrito mío en su curso –raro honor, pues lo hacía poco y, por lo general, para denostar–; al salir me tomó del brazo y con su voz más cálida me dijo: “Leí su tesis, no quiero hablarle como maestro ni como camarada, aunque lo sea, sino como amigo.” La última vez que lo vi en París le confesé que me dedicaba, cada día más, a la literatura; su rápida y generosa respuesta me avergonzó: “Los poetas siempre han visto las cosas antes.” Y al despedirnos, dijo: “¡Trabaje fuerte!”

A mediados del año pasado recibí su libro Fait et a faire, con esta dedicatoria: “De todo corazón.” Murió la noche del 26 de diciembre de 1997 de un infarto, precisamente al corazón.

* No detallaré su militancia política a lo largo de más de treinta años, durante los cuales se vio, ocasional pero significativamente, perseguido a la vez por comunistas y fascistas (“Fue más fácil escapar de ellos que entender la naturaleza social de la URSS”, dijo); ni el papel que durante quince años jugó “Socialismo o barbarie”, el grupo de revolucionarios que fundó y orientó hasta mediados de los sesenta, cuando lo disolvió al reconocer la “complicidad” de las sociedades occidentales con su opresión; ni la energía con la que en varias ocasiones lo vi actuar en asambleas políticas poco favorables: baste con evocar el breve y desconcertante epitafio de Sófocles: “Peleó como león.”

La Encrucijada Actual**
Cornelius Castoriadis

[...] Un movimiento que intente establecer una sociedad autónoma no podría surgir sin una discusión y confrontación de propuestas provenientes de varios ciudadanos. Yo soy un ciudadano; por tanto, estoy formulando mis propuestas.

Por un lado, confrontado con los horrores del "socialismo real", el descrédito en el que la idea (del socialismo) iba cayendo, con las críticas de los adversarios y el silencio de los "clásicos" (del marxismo), me pareció entonces, y aún me parece ahora, de importancia capital mostrar que el proyecto de autonomía no es cualquier cosa, que puede darse los medios necesarios para alcanzar sus fines, y que no presenta, hasta donde puede uno llegar a ver, ninguna antinomia, incoherencia o imposibilidad internas.

Por otro lado, sería igualmente absurdo y ridículo describir una utopía seudoconcreta, si se toma en cuenta que los datos cambian diariamente y, especialmente, si consideramos que el alfa y omega de toda la cuestión consiste en el despliegue de la creatividad social –la cual, en caso de desencadenarse, dejaría otra vez completamente atrás todo lo que somos capaces de pensar en este momento–.

Sin embargo, no debemos perder de vista que, no obstante las formulaciones específicas que salieron de mi pluma, este proyecto no es "mío". Mía es solamente la tarea de elucidación y condensación de una experiencia histórica que empezó hace veinticinco siglos y que adquirió particular densidad y riqueza en los dos siglos inmediatamente precedentes. Aquellos que creen que me inspiro exclusiva o esencialmente en la historia antigua de Occidente, simplemente desconocen mis escritos. Mis reflexiones empezaron no con la democracia ateniense (sólo desde 1978 empecé a hincarle el diente a este tema) sino con el movimiento obrero contemporáneo.

Para citar los textos que, inclusive desde 1946, registran mis reflexiones al respecto tendría que señalar los índices de los 8 volúmenes de mis escritos en (la revista) Socialismo o Barbarie, en cuyas tres mil páginas, apenas se encontrará una alusión a Tucidides y otra a Platón. Aquello sobre lo que allí se discute, describe, analiza y reflexiona constantemente son las experiencias modernas: la experiencia Rusa, de hecho, pero también las luchas, grandes y pequeñas, de los obreros en los países occidentales desde 1945, las revoluciones húngara y polaca de 1956, las luchas de la década de 1960, etc. [...].

Si uno conoce la historia de los últimos dos siglos, y particularmente la del siglo XX, es imposible leer lo que digo sin ver un hilo de orientación a lo largo de mis escritos: la preocupación, la obsesión respecto al riesgo de que un movimiento colectivo pueda "degenerar", de que pueda dar lugar al nacimiento de una nueva burocracia (sea totalitaria o no) –en suma, respecto a la posibilidad de superar la división del trabajo político, para utilizar la elegante expresión de Khilnani–. [...]

Khilnani se pregunta en qué medida he permanecido fiel a mis formulaciones anteriores. Creo que ya le he respondido. No veo cómo podría instituirse una sociedad autónoma, una sociedad libre, sin una genuina transición hacia una esfera pública efectivamente pública, una reapropiación del poder por parte de la colectividad, la abolición de la división del trabajo político, la libre circulación de la información políticamente pertinente, la abolición de la burocracia, la más amplia descentralización de la toma de decisiones, el principio de la "No ejecución de decisiones sin participación en la toma de decisiones", la soberanía del consumidor, el autogobierno de los productores –acompañado de la participación universal en las decisiones que comprometen al conjunto y de la autolimitación (individual y social) –.

¿Es que nada ha cambiado, entonces, desde 1957? Pero por supuesto que sí - y ello ha constituido el centro de mis preocupaciones desde 1959. A partir de un conjunto de factores que no tengo que volver a analizar aquí, las actitudes de la clase trabajadora, así como las de la población en general han cambiado profundamente –al menos lo que es manifiesto en ellas–. De las dos significaciones troncales del imaginario social cuya confrontación ha definido el Occidente moderno –la expansión ilimitada del ilusorio dominio pseudoracional (de la tecnociencia), el proyecto de autonomía (individual y social) – la primera parece estar triunfando por completo, la segunda sufriendo un prolongado eclipse. La población se hunde en la privatización, abandonando el dominio público en manos de oligarquías burocráticas, gerenciales y financieras. Surge un nuevo tipo antropológico de individuo definido por la codicia, frustración, un conformismo generalizado [que en el campo de la cultura ha sido etiquetado con el pomposo nombre de posmodernismo].

Todo esto se ha materializado en estructuras de impacto masivo: la carrera enajenada y potencialmente letal de una tecnociencia autonomizada de la sociedad, el onanismo consumista, televisivo y de la propaganda comercial, la atomización de la sociedad, la rápida obsolescencia técnica y "moral" de todos los "productos", "riqueza" que, literalmente, se derrite al contacto con los dedos. El capitalismo parece finalmente haber tenido éxito en fabricar el tipo de individuo que "encaja" perfectamente con su lógica: un individuo perpetuamente distraído, que salta con un clic de un placer a otro, sin memoria ni proyecto, listo para responder a cualquier incitación de la máquina económica, la misma que está destruyendo aceleradamente la biósfera del planeta con el pretexto de producir aquellas ilusiones llamadas mercancías.

Por cierto, esta situación se encuentra profundamente amenazada por dos factores. El primero tiene que ver con las consecuencias de la forma contemporánea del capitalismo para la continua autoreproducción del sistema. Los individuos que la sociedad actual fabrica no pueden reproducirla en el largo plazo; o para ponerlo de otro modo, si todo está disponible para la venta el capitalismo no puede seguir funcionando. El segundo es la barrera ecológica que el sistema encontrará tarde o temprano. La "riqueza" capitalista ha sido comprada, de hecho, a costa de la destrucción irreversible (y que continúa a un ritmo acelerado) de los recursos de la biosfera acumulados durante tres mil millones de años.

Sin embargo, esta antinomia interna y esta barrera externa de ningún modo "garantizan" una solución "positiva". Tal como están actualmente las poblaciones de Occidente, una gran catástrofe ecológica probablemente llevaría a un nuevo tipo de fascismo antes que otra cosa.

"Llegamos así al nudo gordiano de la cuestión política actual. Una sociedad autónoma no puede ser instaurada si no es a través de la actividad autónoma de la colectividad. Una tal actividad presupone que la gente invista de valor algo distinto a la posibilidad de comprar un nuevo televisor a colores. A un nivel más profundo, presupone que la pasión por la democracia y por la libertad, por los asuntos públicos, remplacen el predominio actual de la distracción, el cinismo, conformismo, y el afán consumista. En breve, presupone, entre otras cosas, que lo 'económico' deje de ser el valor dominante o exclusivo...dicho aún más claramente: el precio a pagar por la libertad es la abolición de lo económico como valor central y, de hecho, 'único'... Una cosa es cierta: no es corriendo para alcanzar el nivel de consumo de los más 'desarrollados', ni amputando nuestro pensamiento o nuestras aspiraciones, que aumentaremos las posibilidades de sobrevivir en libertad. No es la realidad actualmente existente la que necesita de nosotros, sino la que podría ser o debería ser".

**Traducción de fragmento del inglés por Hernando Calla. En The Castoriadis Reader, Blackwell Publishers, Oxford, 1997. (Palabras finales de “Fait et à faire”, 1989)

miércoles, 3 de octubre de 2018

LA HUELGA DE HAMBRE DE 1977 – 1978



por Hernando Calla *

El 28 de diciembre de 1977, un grupo de mujeres y esposas de mineros que habían sido despedidos o detenidos por causas político-sindicales iniciaron una huelga de hambre que en pocos días se convirtió en una onda expansiva que involucró a más de mil huelguistas y, luego de 21 días de ayuno voluntario, consiguió ampliar la mezquina amnistía navideña (con la que el Gobierno militar de Banzer pretendía legitimar su convocatoria a elecciones para el siguiente año) hasta convertirla en una “amnistía general e irrestricta”  -- reconquistando de este modo las libertades políticas y sindicales en el país -- en beneficio de una apertura democrática más genuina después de los 7 años de dictadura.

En aquellos tiempos, los partidos políticos jugaban un rol secundario debido a que la política se disputaba principalmente entre los dos principales factores de poder entonces vigentes: el movimiento obrero y las Fuerzas Armadas. Por ello mismo, cualquier acción de las bases, aún las de tipo meramente reivindicativo, tenía connotaciones políticas en parte debido a la proscripción oficial de los sindicatos y partidos.

Ya entonces se podía hablar de un movimiento popular con una base más amplia que el solo movimiento obrero organizado en torno a la Central Obrera Boliviana y uno de cuyos componentes centrales era la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia. En efecto, los campesinos habían roto formalmente su relación clientelista con el Estado desde el momento en que una nueva generación de líderes kataristas desconoció a la confederación nacional oficialista a fines de 1977 para terminar incorporados, unitaria pero diferenciadamente, a la COB como Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia.

A fines de 1976, se organizó la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Bolivia con una composición más ecuménica y secular que la Comisión Justicia y Paz, la que había realizado una importante labor de denuncia en la primera época del gobierno banzerista. Esta organización de defensa de los derechos humanos fue muy importante para la actuación de aquellos hombres y mujeres solidarias de las Iglesias, entre los que destacaban el P. Julio Tumiri, P. Gregorio Iriarte, la Hna. Amparo Carvajal y tantos otros activistas eclesiásticos como Germán Crespo de la Iglesia Metodista o laicos como José Antezana y su compañera Edith Rodríguez o Leonardo Ríos, o troskystas como Rina Pérez o el Germán Gutiérrez , que se identificaban  con las demandas de vigencia de las libertades políticas y sindicales suspendidas durante varios años, y estaban dispuestos a luchar por objetivos políticos concretos, aunque durante el período la sola mención de la palabra "política" había sido estigmatizada por el régimen militar.

Fue en el seno de esta organización que la iniciativa de la huelga de hambre de las mujeres mineras y sus hijos encontró eco, gracias a la persuasión de Domitila Chungara como dirigente de las Amas de Casa Mineras para que se les brindase apoyo no sólo moral sino material, a pesar de las objeciones muy atendibles de varios sectores respecto a que el momento no era oportuno. Por un lado, militantes de algunos partidos políticos pensaban que, aunque la amnistía era efectivamente muy restringida, de todos modos era mejor que nada y el tiempo que distaba hasta las próximas elecciones ya anunciadas por el régimen (para junio de 1978) permitirían  la reorganización del movimiento popular. Por otro lado, existían objeciones de tipo más puntual como el hecho de que las universidades estaban cerradas desde la Navidad y que, además, los feriados de Año Nuevo eran días muertos para las posibilidades de repercusión de la huelga, y aún de negociación con el gobierno sobre las demandas de las mujeres huelguistas.

Existieron otros grupos o instituciones como ser los estudiantes de las universidades públicas, la Unión de Mujeres de Bolivia o el Taller de Teatro Popular que, al igual que la Asamblea de Derechos Humanos de Bolivia que tenía representaciones locales en varios Departamentos y centros mineros, se plegaron a la huelga oportunamente e identificaron con la lucha popular y sus demandas de una recuperación plena de las libertades políticas y sindicales.

Esta convergencia de distintos actores e iniciativas al interior del movimiento popular fue muy importante para el logro de los objetivos de la huelga de hambre que básicamente se resumían en la petición de una "amnistía general e irrestricta" y en la demanda de reincorporación de los obreros despedidos a sus fuentes de trabajo. Estos objetivos fueron ampliamente alcanzados con el fin de la huelga el 17 de enero de 1978 y el triunfo del movimiento huelguístico; como consecuencia de los acuerdos logrados por los huelguistas, las dirigencias sindicales recuperaron su posición legítima de representación de los intereses de sus afiliados, connotados dirigentes políticos como Marcelo Quiroga Santa Cruz o Hernán Siles Suazo retornaron al país o salieron de la clandestinidad y, poco tiempo después, se evidenció la desmilitarización de los distritos mineros.

Si bien es cierto que durante todo este proceso el movimiento popular se encontraba enfrentado con el Estado en su expresión más represiva, las Fuerzas Armadas, tal enfrentamiento no implicaba la negación radical de dicho Estado sino su democratización, es decir, el repliegue de las Fuerzas Armadas a sus funciones específicas y la restitución de la democracia representativa como estructura de mediación política entre los sujetos sociales y el Estado.

A diferencia de lo ocurrido en otros momentos de la historia del país, la democracia representativa pasa a formar parte, en esta coyuntura, del acervo cultural del movimiento popular. Como lo planteara elocuentemente René Zavaleta, esto se manifestó con fuerza en noviembre de 1979 en ocasión del sangriento golpe militar encabezado por el general Natusch Busch junto a prominentes figuras del MNR, cuando las masas salen a las calles y caminos a enfrentarse desarmados con los tanques y aviones de los militares, los cuales llegaron a provocar cerca de 200 muertos según un documento testimonial publicado por la Asamblea de Derechos Humanos.

La asonada sangrienta terminó siendo derrotada luego de 16 días de enfrentamientos y negociaciones, en las cuales la cúpula de la COB descartó el ofrecimiento de Natusch para cogobernar con los golpistas y exigió la restitución del proceso democrático, lo que finalmente desemboca en la elección de Lidia Gueiler como Mandataria (la restitución del Walter Guevara como Presidente fue vetada por los militares), en cuyo corto período su gobierno tuvo el dudoso privilegio de sufrir uno de los primeros bloqueos campesinos en el Altiplano que son ahora característicos del conflicto social en el país. En este período también ocurrieron los horrendos atentados y asesinatos políticos de dirigentes de la Unidad Democrática y Popular, el director del semanario Aquí, Luis Espinal y, posteriormente, el líder del Partido Socialista Uno, Marcelo Quiroga Santa Cruz, junto a otros dirigentes políticos y sindicales.

Aunque derrotada la asonada militar de 1979, el país tuvo que enfrentar un nuevo golpe militar encabezado por el general Luis García Meza en julio de 1980, el cual esta vez tuvo éxito en descabezar rápidamente la resistencia organizada de la COB y los otros actores de la sociedad civil que habían conformado el Comité para la Defensa de la Democracia (CONADE), llegando a controlar rápidamente -- mediante una violencia selectiva, monitoreada por asesores argentinos y militares golpistas -- la situación política interna, a pesar del repudio y aislamiento internacional.

De esta manera, el movimiento democrático por los derechos civiles y humanos que había logrado la apertura democrática del período 1978 – 1980  llegó a su fin, siendo liquidado por los miembros más extremistas de las Fuerzas Armadas; sin embargo, a pesar de haber anunciado los golpistas que se quedarían en el poder por 20 años, los militares tuvieron que replegarse a sus cuarteles y, por la presión final de una huelga general decretada por la COB, entregar el poder a los políticos apenas 2 años después.

* Hernando Calla estuvo en el 1er congreso de la Asamblea Permanente de Derechos Humanos y el 2do piquete instalado en el periódico Presencia en solidaridad  con la huelga de hambre de las mujeres mineras en 1977-78 (Texto inédito escrito en 2003)





viernes, 28 de septiembre de 2018

La historia del "socialismo real" como uno de los horizontes para el debate político en América Latina*


Por Josep M. Barnadas (1983)

Homenaje a lo mejor de K. Marx (1818 – 1883), en su centenario

I

La idea germinal de este capítulo requiere de un proemio autobiográfico. Cuando mirando hacia atrás en la vida, hago un recuento de las estaciones que eslabonan mis contactos/relaciones con el universo marxista, debo referirme necesariamente a ingredientes de diferente carácter y peso.

Aunque puede sorprender a más de uno, la subida en 1959 de Castro y su guerrilla al poder en Cuba, no quedó asociada en mi caso a lo que luego representaría para el conjunto de América Latina; en cambio, ya desde 1961 conocí voces juveniles cubanas exiliadas y hostiles al "giro" soviético de la revolución.

El impacto tan directo de la onda cubana para Bolivia (la guerrilla del Ché) la viví lejos del país, en España concretamente, cuando ya se había venido a entrecruzar en mi camino otros dos tipos de influencias: por una parte, la profunda ruptura epistemológica que supuso para mi generación cristiana el Concilio Vaticano II, dentro de la que hay que situar las expectativas abiertas por el llamado "diálogo cristiano - marxista" en Europa y cuya culminación se produjo en Checoslovaquia, durante la primavera de 1968 (año tan aciago, desde otro punto de vista, no sólo para aquel país, sino para todo lo que estaba en juego en aquel diálogo y en muchas otras cosas); por otra, la introducción vital en el contradictorio ambiente franquista/antifranquista hispánico de la segunda mitad de los años sesenta: entre sus plurales subfenómenos hay que enumerar el aura de protagonismo que los comunistas catalanes y españoles gozaban como columna vertebral de la oposición a la dictadura y de la creación cultural "democrática". Ya puede suponerse la brutal sacudida que para mi encandilamiento representó la invasión de Checoslovaquia el 21 de agosto de 1968. Y volviendo al episodio guerrillero de Ñancahuazú, tampoco iba a resultar glorioso para el establishment comunista: ni para el boliviano (PCB) ni para el moscovita. ¿Acertaron ambos en deshauciar la "aventura" del Ché? Aunque así fuera, no por ello habrían dejado de caer en flagrante contradicción con las consignas panfletarias.

Cuando el verano de 1970 visité (todavía infringiendo la legalidad franquista) Checoslovaquia, visita que repetiría en 1978 y a la que se añadiría la de Hungría y Yugoslavia, más la de Berlín oriental en 1981, lo he hecho con unas grietas cada vez más profundas en mis simpatías por el proyecto socialista histórico.

Estas grietas no son simple reflejo inducido por la "prensa occidental" a propósito de la invasión de Afganistán o del golpe de estado militar en Polonia, proceden de mis personales deducciones de abundantes lecturas sobre las sociedades del bloque soviético y de mi observación y de mi observación y contactos –atónitas al comienzo, nunca incrédulas– con ciudadanos checoslovacos, húngaros y yugoslavos. La idea de que "libertad" y "socialismo" no han resultado compatibles, ha ido arraigando progresivamente a mi [mente]; a ello contribuyó, por supuesto, el desvanecimiento de la "inocencia virginal" de la Revolución Cubana: la lectura, incluso, de un testimonio tan orientado como el de Ernesto Cardenal (1972); espectáculos tan bochornosos como la delirante caza de brujas "a sueldo del imperialismo" entre los intelectuales latinoamericanos no sometidos a los caprichos de La Habana, pero sobre todo el de la masiva fuga de cubanos hacia Miami en 1981 y, al año siguiente, síntomas como la vesania practicada contra el poeta Valladares (como antes ya lo había sido la clásica "autocrítica" del poeta Padilla), han bastado para homologar la isla de Fidel con el resto del "socialismo real".

La observación de lo que ha sido la izquierda de observancia marxista tanto en Bolivia (1971 - 1978) como en el estado español (1978 - 1983), habría de darme nuevos y poderosos argumentos para enajenarme de sus posiciones: el descubrimiento de lo "religioso" en lo "científico" del marxismo (cf. No. 33); la incapacidad congénita para pensar lo nacional y practicar una política acorde  (cf. No. 32); la degeneración escolástica y eclesiástica de muchos partidos comunistas del mundo y su cínica manipulación maniquea  de la realidad, al servicio de consignas recibidas y sin la menor coherencia doctrinal (cf. No. 2); el mismo espectáculo de la crisis rayana en desbandada, con divisiones y subdivisiones, en el movimiento comunista europeo; la bancarrota de la credibilidad en los regímenes del "socialismo real" en Europa, incapaces de vehicular los movimientos sociales y manteniéndose en el poder por la sola fuerza represiva  y la fatídica sombra del "aliado mayor". ¿Hace falta todavía más para desinflar los fervores del más adicto creyente (que nunca había yo llegado a tanto)? Cada uno es cada uno y cada uno obedece a mil y una circunstancias personales; pero para mi consumo y gobierno, carece ya de interés –más allá de las "curiosidades históricas"– lo que pueda hacer o no hacer el bloque de gobiernos títeres de la URSS. Simplemente ha dejado de interesarme vitalmente, por cuanto no creo que por este lado haya motivos fundados para esperar novedades (Y si me equivocara, tanto mejor para la causa de los oprimidos).

II

Celebrándose en 1983 el centenario de la muerte de Marx, el rito obliga al despliegue rutinario de panegíricos, balances, críticas y recuerdos. Que el escenario europeo da para todos los gustos y que éstos son variados, lo podemos comprobar citando tres comentaristas procedentes de Suiza, Francia y España.

Mientras que en Alemania Federal cierran los ojos al Marx marxista y se contentan con fijarse en el Marx alemán (exactamente como en la Alemania Democrática rehabilitan al Lutero alemán), no por ello sale indemne el Marx economista (cuyo Capital consideran superado); en compensación, repican campanas al Marx filósofo, recurso para no ensuciarse las manos con ningún tipo de connivencia con los regímenes comunistas (a los que reprochan haber deformado sus objetivos, pues los han reducido a su alcance político y sólo se han interesado por su consignas).[1]

No es más indulgente un comunista disidente, eurocomunista avant la lettre, el español Claudín. El "socialismo real" para él no es otra cosa que una "dominación del estado sobre el individuo sin precedentes, basada en la liquidación de los medios de propiedad privada de producción"; también él ve una contradicción entre la metodología de Marx y la de los comunistas: si el primero, al enfrentarse con el problema de la revolución, "se dedicó a analizar el capitalismo", los segundos no le imitan: "Llega un momento en que el marxismo es una ciencia de la cual ellos son depositarios, y es la clave para entender lo que pasó".[2]

En cambio, y como historiador, el francés Braudel traza las etapas por las que el marxismo ha ido pasando sucesivamente en torno suyo: desde la tardía lectura de los clásicos hasta la "edad de oro" posterior a 1945, cuando "el vocabulario de Marx ha invadido literalmente la vida política y, en igual medida, el lenguaje corriente de las diferentes ciencias sociales... Es evidente que el P. C. ha gozado entonces de un favor en el mundo de los intelectuales –jóvenes y menos jóvenes– que no siempre ha sabido aprovechar como habría podido hacerlo".

Braudel deja entender tácitamente que hoy ya pasó aquella "luna de miel"; pero ha quedado aquella impregnación del vocabulario: lucha de clases, modos de producción, plusvalía, empobrecimiento relativo, praxis, alienación, infraestructura, valor de uso, valor de intercambio, acumulación primitiva, dialéctica, dictadura del proletariado... Y afirma Braudel que "si nos quisiéramos despojar del marxismo, hoy tendríamos que dedicarnos a la expulsión sistemática de aquellos términos, que son cualquier cosa menos inocentes: ¡una verdadera caza de brujas! En cuanto conozco, ningún historiador serio lo ha propuesto".

Luego, ¿en qué quedamos? ¿Ha quedado atrás o sigue vigente? ¿Basta la persistencia del léxico para mantener viva una “teoría”? Curioso argumento, que nos llevaría a afirmar que hoy lo son sistemas tan variados como el platonismo, el aristotelismo, el tomismo, el idealismo…en fin, toda la Historia intelectual de Occidente. Por otro lado, el propio Braudel se cuida de marcar sus distancias de cualquier ortodoxia: “¿No he traicionado a Marx, por ejemplo, utilizando de tal forma los términos de infra/superestructura, sosteniendo que unas y otras son de la misma importancia y de la misma fuerza coactiva; que incluso las superestructuras de la política, de la sociedad, de la economía y de la civilización tienen una vida resistente?”.[3]

En definitiva, palabras de conmemoración que, ni con la suavización de aristas propias de tales efemérides, alcanzan a esconder el general desapego a las organizaciones políticas que se han venido erigiendo en sus albaceas oficiales.

III

Crisis y bancarrota caracterizan la actual situación de la “teoría” marxista. Y vale la pena subrayar que a uno y a otra ha llegado por la vía en que se autoproclamaba fuerte y peculiar: la de la práctica. El Capital podrá haber quedado o no superado como análisis de un sistema económico; las elucubraciones sobre la alienación social podrán ser más o menos certeras; la periodización de la evolución humana gustará más o menos a los historiadores; el ideal de la sociedad sin clases ni estado podrá parecer más o menos utópicamente asequible; el concepto de clase social y el economicismo que la dirige atraerá poco o mucho; lo que ha acabado vacunando a millones de personas contra el proyecto socialista es la experiencia histórica de todos aquellos elementos de la “teoría” marxista a partir de la Revolución de 1917. Y los ha vacunado tanto entre los que la han sufrido directamente en carne propia, como entre los que la han contemplado a mayor o menor distancia.

No hay escapatorias: han sido los propios responsables y protagonistas del “socialismo real” quienes se han encargado de hacer poco atrayente su mercancía. Y han pagado los platos rotos los partidos marxistas del mundo todavía ajeno al bloque soviético: han perdido militantes; han perdido votos?; han perdido credibilidad. Por más esfuerzos que hayan hecho por eurocomunistizarse. Lo que han querido presentar como “reconciliación” y “recompatibilización” con las libertades tradicionalmente denigradas como “burguesas”,[4] en realidad puede interpretarse objetivamente como el reconocimiento de la incapacidad de los partidos comunistas de Europa occidental para llegar al poder por la vía democrática (y mucho menos por el golpe de estado!). Como la zorra de la fábula, hacen virtud de la necesidad: sometiéndose a las reglas del juego electoral, siempre podrán quedar a cubierto de las críticas de quienes les echan en cara no haber sabido hacer la revolución.

Pero reconozcamos que el “socialismo real” les ha hecho demasiado cuesta arriba su existencia real y su capacidad de arrastre: Hungría (1956), Checoslovaquia (1968), Afganistán (1980), Polonia (1981), el Gulag, las “normalizaciones”, la disidencia, el samizdat, etc., son demasiadas “anomalías” para un programa que se quería un salto adelante en la Historia humana.

En nuestros días aquella penetración difusa del marxismo en la cultura de la intelectualidad europea a que aludía Braudel ha hecho posible ya la práctica de lo que postulaba Goldmann: la aplicación al propio “socialismo real” del análisis marxista.[5] Cuando Szilas, pionero de la disidencia, categorizaba hace poco la crisis de los países del Pacto de Varsovia como una literal revolución,

porque –para decirlo con Marx– las fuerzas productivas han entrado en conflicto con las condiciones de producción

o cuando, concretando sobre Polonia, especifica:

En Polonia se trata de una crisis clásica del sistema. Es una revolución, con todas las peculiaridades de una revolución. ¿Qué es una revolución? Una transformación de las relaciones de poder y de las relaciones de propiedad… En Polonia tenemos este fenómeno. Allí todavía no se han producido choques armados de alcance mayor, pero si el gobierno se aferra a su rumbo intransigente, se puede llegar incluso a ello.[6]

hay que reconocer que no sale bien parado, como ya podíamos prever quienes propendemos al pesimismo metafísico (cf. No. 1) sobre lo que da de sí la humana naturaleza. A la luz de este pesimismo adquieren toda su “miserable” ridiculez ciertos hábitos del progremarxismo: por ejemplo, mirar por encima del hombro la denostada “democracia burguesa”, siendo así que la del “socialismo real” todavía no ha sabido montar unos mecanismos de control democrático del poder que, por lo menos, igualen en eficacia y credibilidad a los burgueses; o cuando se refiere al “movimiento popular”, entendiendo por tal lo todavía no proletario, como si sólo éste tuviera garantizada la escatología histórica.[7]

La “tragedia objetiva” (que elimina toda razón de ser a la autocomplacencia anticomunista) es que, si la hybris postclasista naufraga, parecería carecer de base cualquier filosofía de la Historia que no quiera predicar el eterno retorno de lo mismo. En efecto, no es tan descabellado pensar que, si la humanidad no puede alimentar fundadas esperanzas de llegar a saber cómo superar sus defectos actuales, la vida se vuelve una banalidad biológica: sin una meta, no hay dirección. A estas profundidades metafísicas, caben dos tipos de matices.

a) no acabo de ver la legitimidad de la esperanza a toda costa, considero menos malo no tener esperanzas, a tenerlas falsas;

b) está por ver (y en todo caso no se deduce necesariamente de la premisa) si hemos de elegir entre una utopía postclasista y el vacío nihilista estático y circular. Acaso quepa alimentar otro tipo de esperanzas, ciertamente no tan absolutas pero más creíbles. ¿Cuáles? Las que permite aquel pesimismo metafísico, basado en una comprobación del ritmo geológico con que, si acaso, “progresa” la humanidad.

Pero fuera de este tipo de elucubraciones, lo que debe ponerse en cuarentena es la necesidad del carácter estructural y universal de los cambios en que haya que creer para que la vida humana tenga un sentido válido; sean cuales fueren las posibilidades de cambiar las estructuras y porque, en el mejor de los casos, siempre quedará flotando la duda de la capacidad que puedan tener las estructuras mejoradas para mejorar al hombre-individuo, éste no ha de aguardar a que aquellas mejoren para lanzarse a mejorarse él y a mejorar su entorno inmediato (familia, amigos, trabajo, vecindario, gremio laboral, etc.). Sin duda también allí se topará con las resistencias que opone la materia prima; pero a quienes han venido considerando patente de progresista la descalificación de los cambios no estructurales como insignificantes, cabe devolverles la pelota descalificando los cambios puramente estructurales como engañosos, desde el momento en que representan un avance sumamente ambiguo y precario mientras no cuenten con el libre asentimiento de los individuos implicados.

IV

El que considere más concluyente el veredicto que su propia práctica emite contra el “socialismo real”, no quiere decir que no existan “refutaciones” teóricas (por lo general, de alcance sectorial, lo que –por lo demás– nada quita a su eficacia); su número es más bien elevado y de nada serviría querer traer acá ni siquiera una muestra lejanamente representativa. Me contentaré con dos ejemplos.

J. Aranzadi ha arremetido con brío contra la que considera ambigüedad marxista que lo hace fluctuar entre la “ciencia” y la “utopía”, quedándose en una tierra epistemológica de nadie. Y es nada menos la teoría marxiana del valor lo que queda malparado: Marx habría tenido que escoger entre la descripción del funcionamiento real de la fijación de los precios en la economía capitalista (ciencia) y la creación de una base a la reivindicación proletaria, dando a su teoría del valor un carácter metafísico (utopía revolucionaria), también se habría visto forzado a escoger entre hacer sociología crítica o ciencia económica; o entre el imperativo moral revolucionario y la capacidad explicativa de la teoría. Partiendo del trabajo alienado individual (individualismo posesivo), Marx ha de llenar el vacío holista con la mesianización proletaria (corpus mysticum), pero jamás llega a pensar satisfactoriamente lo decisivo: si el proletariado, habiendo desposeído ya a la burguesía de sus medios de producción, cuenta con elementos para conformar una comunidad positiva permanente.

Hoy sabemos que no, por el veredicto de la historia del “socialismo real”: la comunidad de intereses del proletariado sólo es provisional y sólo logra perdurar “sometiendo a la comunidad fracasada al totalitarismo terrorista de su representación hipostática”.[8]

Y Aranzadi añade que el desenlace histórico ya era predecible: no pudiendo construir un “concepto sociológico de proletariado como comunidad positiva” (por el punto de partida individualista de la alienación), se ha de contentar con un concepto filosófico, cuyo “destino estatal totalitario” le viene de la raíz hegeliana que lo concibe como “instancia universal promovida a último rostro de Dios”:

La imposibilidad marxista de pensar el problema individuo comunidad, cierra este periplo donde empezó: en la ausencia natural de problema para el mesianismo y el milenarismo, revelando de paso la raíz religiosa de tal imposibilidad: en el proletario Reino de Dios, una vez redimido el pecado original de la propiedad privada, sería sacrílego que pueda haber algo más que problemas provisionales. Si la provisionalidad se prolonga, concedamos como mucho que se trata de purgatorio! Pero con el tiempo![9]

Una obra inglesa sobre el modo de producción asiático (MPA) también plantea para su comentarista dudas sobre posiciones marxistas tan nucleares como el “motor histórico” (la lucha de clases). En efecto, si encontramos que todo un continente vegeta en un mismo modo de producción durante siglos y que, a la postre, su “salvación” le ha de venir de fuera (pues según Dunn –siguiendo al soviético Shtaerman– aquellos pueblos “son incapaces de desarrollo y de retroceso”), ¿dónde está la validez de la dialéctica de las relaciones de producción? Por otro lado, allí la burocracia es el estado; luego éste no defiende unos intereses preexistentes de clase, pues ¿cómo podría existir una burocracia antes del estado que ella constituye?

Lo que queda en juego es el dogma marxista de la inevitabilidad (= previsibilidad) de los cambios cualitativos que conducen de una a otra formación socioeconómica (comunismo primitivo –esclavismo– feudalismo – capitalismo – socialismo – comunismo). Por lo que hoy se sabe de aquellas “civilizaciones hidráulicas” (Wittfogel) parece que sólo con una cadena de milagros podría salir indemne la “teoría” marxista (“depende de razones misteriosas o extrañas o contingentes de unos encadenamientos únicos y complejos de circunstancias”). Lo que deduce el comentarista (británicamente irónico) escandalizará probablemente al típico creyente:

El marxismo es una soteriología colectiva; es una fe que, aunque no promete ninguna salvación a los individuos, la ofrece muy enfáticamente a la humanidad. Difiere del Cristianismo por lo menos en otros dos aspectos: la salvación no es selectiva ni está condicionada por el mérito a la selección, sino que bajará sobre todos nosotros sin distinción, si todavía seguimos aquí cuando llegué. Y llegará sin condiciones ni consultas. Quedaremos salvados tanto si lo queremos como no. No depende en manera alguna de la fe ni del respaldo que le den quienes han de gozar de sus beneficios, aunque se suele presumir que por entonces se hará evidente y la gente la adoptará. La fuerza de una salvación final y, por supuesto, ineludible, forma parte del presente.[10]

Acaso se pueda resumir el tosco esbozo de lo que puede considerarse como el trasfondo de la tesis que aquí se quiere plantear, con las palabras de un filósofo posmarxista:

No hay, probablemente, ningún punto del mundo civilizado donde el marxismo haya decaído tan completamente y las ideas socialistas se hayan desprestigiado tanto y hayan caído tan en ridículo, como en los países del socialismo triunfante. Se puede afirmar con escaso temor a la refutación que, si en el bloque soviético se permitiera la libertad de pensamiento, se vería cómo el marxismo era la forma de vida intelectual menos atrayente de toda la región.[11]

Bancarrota intelectual y desprestigio social: estos me parecen a mí también, dos de los rasgos que hoy definen con mayor exactitud la coyuntura marxista mundial. Y, por supuesto, no ha llegado a ellos casualmente; se los ha ganado a pulso.

V

Que las cosas se puedan ver así cuando se las mira desde un punto de observación suficientemente general, no equivale a decir que en América Latina se tenga consciencia de ello. Porque hasta donde llegan mis conocimientos (basados, en parte, en aquella observación directa de los hechos pertinentes que permite un cuarto de siglo de residencia en el continente), más bien se puede afirmar lo contrario, considero oportuna la tesis que afirma la necesidad de establecer una relación entre la lucha tercermundista de América Latina y el balance que hoy por hoy se puede hacer del llamado “socialismo real”, en cuanto correlato histórico de cualquier proyecto político alternativo.

Aunque ya hace algunos años que estoy persuadido de esta necesidad, así como la de la fatuidad de cualquier propuesta que se salte a la torera tal precaución, hasta hace unos pocos meses no he podido comprobar que otras personas andaban por las mismas sendas o cercanas a la mía. Por lo menos una: el uruguayo Jorge Barreiro ha publicado en 1981 desde su exilio de Barcelona el trabajo Nuestra izquierda y el “socialismo real”.[12] Y en el que encuentro varios elementos que me parecen hacer de él una valiosa excepción dentro del panorama de la izquierda latinoamericana institucionalizada. El paralelismo que hallé entre sus posiciones y las mías, facilita en buena parte mi exposición.

Para empezar, también él es consciente de la importancia del debate y de la anomalía que supone su ausencia (suele eludirse con los reproches de “preocupación teoricista” , “influencias europeizantes”, muestra de izquierdismo “más concentrado en polémicas estériles que en el movimiento real de la sociedad”, en el fondo, alegando que la “la discusión teórica mina la unidad de acción política”); pero nada de ello podrá impedir que “la respuesta a la pregunta sobre la naturaleza social de los países de Europa del este y otros, es capital”.

Que, a pesar de la verdad de ello, la realidad es que la izquierda lucha y muere trágicamente despreocupada de los “últimos problemas”, no puede dejar de escandalizar a todo ser humano que no se niegue a recurrir a su inteligencia. Y esto, sobre todo

cuando la crisis ha hecho acto de presencia en la propia izquierda, en las propias organizaciones, en relación a este tema, puesto que lo que no podrá negarse es que nuestras sociedades, en su mayoría, son no sólo anticomunistas, sino que además no dan mayor crédito a la visión superadora y hasta idílica del “socialismo real” en comparación con el “mundo occidental” que muchas veces pretendemos dar.[13]

No es menos interesante una doble hipótesis explicativa de esta anormalidad objetiva entre los militantes de la izquierda: de una parte, , la fetichización del estado (que explica por qué no les molesta –y, por tanto, no sientan necesidad alguna de distanciarse– la hipertrofia estatal del “socialismo real”, a contrapelo de todas las profecías marxianas); de otra, la práctica política interna de los partidos marxistas latinoamericanos (“discrepar en posiciones políticas importantes era una herejía, hablar de democracia, un formalismo inconducente”), que ensambla bien con los talones de Aquiles de las sociedades “realmente socialistas”.[14]

Esta alienación del bagaje teóricamente crítico del marxismo en la ciega y deshonesta obediencia a las consignas soviéticas, con la paralela negativa a juzgar sus realidades con la propia cabeza, conduce a una vergonzosa situación:

Personajes exiliados, ellos mismos perseguidos y reprimidos, hacen gala de la mayor esquizofrenia cuando ignoran olímpicamente que lo mismo sucede en la URSS, en Hungría, en Polonia, en China, etc. o, peor aún, cuando intentan justificar mediante malabarismos ideológicos esa misma represión… [15]

Cayendo en la falsa consciencia de la alienación, ya no tiene nada de extraño que se practique aquella típica “doble medida” propia del doctrinarismo dogmatizado, forma contemporánea del viejo fenómeno del fanatismo religioso:

Es trágico ver cómo se suceden las denuncias a las persecuciones por “delitos” políticos y de opinión en general, en los países latinoamericanos y el silencio vergonzoso frente a los sucesos de Polonia, un vulgar golpe de Estado, contra los obreros… o frente a la invasión de Afganistán o frente a los disidentes checos de la Carta 77. Sólo se puede recurrir al silencio, no hay argumento posible para defender la represión a los trabajadores.[16]

Sobran mis comentarios. Alienta ver que hay marxistas capaces de romper las espesas cadenas de la militancia a ultranza, aunque he de dejar en claro que no mantengo ninguna ilusoria esperanza sobre la posibilidad de que esta tendencia herética acabe predominando en el ya inmenso mundo del “socialismo real”:  Checoslovaquia primero y luego Polonia lo vienen a demostrar. Si hacían falta ejemplos históricos.

Barreiro propone liberarse del “chantaje” de la peor apologética socialista (cf. No. 2): el que identifica los objetivos marxistas con los regímenes del “socialismo real”, pues

flaco servicio le haríamos a la causa del socialismo si nosotros, socialistas, no nos diferenciáramos abiertamente de la Unión Soviética, si no dijéramos que, efectivamente, no es éste el tipo de sociedad que esencialmente queremos construir.[17]

Curiosamente (?) en esto coinciden los fanáticos apologetas con los anticomunistas: unos y otros se empeñan –por motivos opuestos– en que la gente siga pensando que el comunismo ya existe tras la “cortina de hierro”: unos para mantener viva la llama de la “revolución proletaria”; otros para poder desembarazarse con mayor comodidad de un enemigo político que presenta tantos puntos flacos.

Personalmente no espero nada de los “sistemas”; tampoco de las escolásticas. Los únicos que me permiten seguir respetando ciertos ideales marxistas son los marginados disidentes del “socialismo real”, por anteponer sus convicciones a las ventajas materiales. Creo que el futuro les pertenece por derecho, acá y allá, si por una vez tuviera que transigir con la confusión entre los deseos y las previsiones. También estoy convencido que los que juegan sucio juegan con ventaja, deparándonos el triste espectáculo que nos ofrecemos los humanos de hoy.

Me parece elemental que los políticos latinoamericanos se detengan un instante para aclarar sus mentes sobre qué nos pueden ofrecer como alternativa superadora de la explotación capitalista imperialista. Y que no den por supuesto la superioridad del socialismo, pues éste no es solamente una hermosa doctrina, sino que cuenta ya con una historia real, ambigua y sucia, en igualdad de condiciones que el capitalismo. Y por favor, que no nos obliguen a escoger el “mal menor”, pues la falta de libertades no conoce gradaciones comparativas. Su falta de imaginación y de valentía les impide romper el yugo de hierro que atenaza nuestro planeta. Lamentaría que los latinoamericanos eligieran hoy el “socialismo real”, pues no tengo ninguna duda de que dentro de veinticinco años contaríamos con nuestros disidentes, nuestros juicios fraguados, nuestra mentira institucionalizada, nuestra intoxicación informativa; pero también estoy seguro de que tendríamos así mismo nuestros Sakharov y Biermann; nuestros Kosik y Havel; nuestros Walesa y Kuron; nuestras Carta 77 y Solidarnosc… ¿o no hemos empezado ya a producir nuestros Valladares y Padillas? No me queda ninguna duda de que para entonces también se aplicaría a nuestro continente el duro juicio ya mencionado de Kolakowski.

¿O será necesario experimentar en cabeza propia los errores? ¿Será esta la gran moraleja de la despiadada Historia humana: la forma de vacunar a una generación contra el socialismo es imponérselo? Triste perspectiva, entonces… Si el hombre es el animal que cae dos y mil veces en la misma piedra, pocas esperanzas nos quedan de que la experiencia histórica ajena con el “socialismo real” pueda enseñarnos gran cosa a quienes todavía no lo hemos sufrido en carne propia. Dura lección… lamentablemente inútil! En este sentido, lo que aquí he querido insinuar está condenado de antemano al fracaso: prédica en el desierto; arada en el mar… Nada hay tan absurdo como empeñarse en desengañar a quien se empeña en creer en algo, sea lo que sea. A pesar de todo, cierto imperativo categórico te lleva a tales desvaríos, no porque cifres en ello eficacia alguna, sino porque un congénito instinto de conservación te hace rebelar contra una incontenible carrera hacia la tiniebla y la muerte.

Alella, 23 – VI – 1983

* Josep M. Barnadas, Autos/Actos de fe, Cochabamba, 1983. (Capítulo 35, pp. 367 - 382)






[1] P. Matthias, “Marx: le piédestal du philosophe”, Tribune de Genéve (Ginebra) (26/27 - III – 1983), p. 5.
[2] F. Arroyo, “Entrevista con Fernando Claudín”, El País (Madrid) (20 – III – 1983), LIBROS/7.
[3] F. Braudel, “Dérives a partir d’une oeuvre incontournable”. Le Monde (París) (16 – III – 1983), p. 13.
[4] “Democracia burguesa”, Presencia (La Paz) (27 – II – 1983), p. 3.
[5] L. Goldman, Ciencies humanes i filosofía (Barcelona, Edicions 62, 1966), p. 33; cf. También G. Therborn, Science, Class and Society (Londres, Verso, 1980), pp. 317 – 413.
[6] W. Libal, “Osteuropa wird nicht meht zur Ruhe Kommen”. Profil (Viena) (octubre 1982), pp. 56 – 57.
[7] Cf. E. Ucelay da Cal, La Catalunya populista (Barcelona, La Magrana, 1982), pp. 56 – 61.
[8] J. Aranzadi, El milenarismo vasco (Madrid, Taurus, 1981), pp. 78 – 79)
[9] Ibid., p. 79
[10] E. Gellner, “Stagnation without salvation”, Times Literary Supplement (Londres) (14 – I – 1983), p. 27 (comentario de S. P. Dunn, The Fall and Rise of the Asian Mode of Production, Londres, 1982).
[11] L. Kolakowski, Main Currents of Marxism (Oxford, Oxford University Press, 1981), III, pp. 473 – 474.
[12] J. Barreiro, “Nuestra izquierda y el ‘socialismo real’”, Cuadernos de Marcha (México) III/16 (1981) 43 – 62.
[13] Ibid., p. 58
[14] Ibid., pp. 53 y 61
[15] Ibid., p. 56
[16] Ibid., p. 61
[17] Ibid., p. 45