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martes, 26 de abril de 2016

Günther Anders, el filósofo de la era atómica

por Jean-Pierre Dupuy*
Traducción de Javier Sicilia

Jean-Pierre Dupuy acaba de terminar una antología sobre algunas obras medulares de Günther Anders. Este es el prólogo que hizo para ella. En él, Dupuy, uno de los filósofos franceses que mejor ha comprendido y asimilado el pensamiento de Anders, y de quien Conspiratio acaba de publicar un número dedicado a él y al problema del mal, nos introduce en la médula del pensamiento de este filósofo poco conocido en México y profundamente actual en su crítica apocalíptica al mundo que emergió después de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

El 6 de agosto de 1945, una bomba atómica redujo a cenizas radiactivas la ciudad japonesa de Hiroshima. Tres días después sucedió lo mismo con Nagasaki. Durante el intervalo, el 8 de agosto, el tribunal internacional de Nuremberg acordó juzgar tres tipos de crímenes: los crímenes contra la paz, los crímenes de guerra y los crímenes contra la humanidad. En el intervalo de tres días, los vencedores de la segunda guerra mundial habían abierto una era en la que el poder técnico de las armas de destrucción masiva hacía inevitable que las guerras se volvieran criminales a la mirada de las propias normas que los vencedores estaban a punto de dictar. Esta “monstruosa ironía” marcaría para siempre el pensamiento del filósofo alemán más desconocido del siglo XX, Günther Anders.



La intransigencia del moralista
Günther Stern Anders, su verdadero nombre, nació en una familia judía alemana el 12 de julio de 1902 en Breslau (hoy la ciudad polaca de Wroclaw). Su padre era el célebre psicólogo infantil Wilhem Stern, a quien le debemos la noción de IQ (Coeficiente de Inteligencia). En los años treinta uno de sus editores aconsejó a Günther que en lugar de firmar con  el patronímico de su nacimiento lo hiciera de otra manera (“Anders”, en alemán). Desde entonces no sólo se presentó al mundo así, sino también y sobre todo por su forma de hacer filosofía –esa filosofía que había estudiado en Friburgo junto a maestros que se llamaban Edmund Husserl y Martín Heidegger—. En alguna parte Anders escribió que hacer filosofía de la moral en un estilo y una jerga que sólo es accesible a otros filósofos es tan absurdo y despreciable como el que un panadero hiciera solamente pan para otros panaderos. Anders se pretendía un filósofo de intervenciones, un “filósofo de circunstancias”, como se describía a sí mismo. Sin embargo, ciertas circunstancias: la conjunción de Auschwitz y de Hiroshima, es decir, la entrada en el ámbito de la posibilidad de destrucción tecnológica e industrial de la humanidad por sí misma, lo llevó a concebir que el filósofo debe consagrar todo su trabajo y cada uno de los minutos de su vida despierta a pensar contra todos, a luchar sin esperanza. Y ciertamente no en el espacio cerrado del mundo universitario: cuando el apocalipsis se anuncia no se hace filosofía académica.
            Me parece que Anders no fue muy querido. Apenas si lo fue por su primera mujer, Hannah Arendt, que le había presentado su condiscípulo de Friburgo Han Jonas[1] --esos otros dos “hijos de Heidegger”, también judíos, que se volverían filósofos célebres e influyentes como nunca lo fue Anders--. Aunque tuvieron muchos intereses filosóficos y políticos comunes (uno y otro escribieron sobre el nazismo, el totalitarismo, la tecnología y la alienación del hombre en la sociedad moderna), o quizá por ello, Arendt, que en 1933 acompañó a su marido en su exilio en París, tuvo palabras muy duras para con él. Lo presentará como un “poseído”, como una especie de “Don Quijote” obsesionado con la gloria y separado de cualquier vínculo con la realidad. Para alguien que diagnosticaba la enfermedad del mundo moderno como una ceguera voluntaria en relación con la realidad, esas palabras debieron causarle mucho daño. El exilio parisino terminó con la separación y el divorcio. En 1936, Anders emigró a los Estados Unidos, primero a Nueva York, luego a Los Ángeles. Allí vivió de “pequeñas tareas”. Trabajó en las montañas, mezclándose con la vida intelectual que otros emigrados alemanes habían trasplantado a las riberas del Pacífico y escribiendo, siempre en alemán, esencialmente sobre el nazismo y  la guerra. Pero los miembros de la Escuela de Francfort (Marcuse, Adorno, Horkheimer) y el grupo que se constituyó alrededor de Bertold Brecht apenas si lo apreciaron. Lo trataron siempre como un outsider, sospechoso de “heideggarismo”, lo que era el colmo, ya que Anders rechazaba despectivamente lo que juzgaba la religión averiada –esa “farsa”—de su antiguo profesor.
            Anders volvió a Europa en 1950. Se estableció en Viena y rechazó vivir en Alemania ocupándose de una cátedra universitaria que le habían ofrecido. Desde entonces, su vida de militante obsesionado por la necesidad de conservar el mundo, es decir, de salvarlo de la destrucción moral y física, alimentó una pletórica producción filosófica y literaria que reviste todas las formas con excepción de aquellas que el mundo universitario considera serias. Ningún gran tratado sistemático, pero sí una teoría de ensayos, aforismos, cartas abiertas, fábulas, sátiras, diarios, manifiestos o artículos en los periódicos. Por mucho tiempo el establishment intelectual vienés lo tuvo por una suerte de periodista cultural “metomentodo” que lo ponía furioso, consciente de que nunca escribió sobre la cultura, sino sobre la no cultura, la barbarie técnica y la destrucción del hombre por el hombre.
            Lo que podemos llamar su opus magnum aparece en 1956 bajo el título de Die Antiquiertheit des Menschen  (La obsolesencia del hombre).[2] En 1958 se dirige a Hiroshima y Nagasaki para participar en el cuarto congreso internacional contra las bombas A y H. Regresa con un diario que publicó en 1959 bajo el título de Der Mann auf der Brücke: Tagebuch aus Hiroshima und Nagaski (El hombre sobre el puente. Diario de Hiroshima y Nagasaki), que constituye la primera parte del libro El piloto de Hiroshima. En 1959, Anders establece una correspondencia con el piloto que trasmitió la luz verde del presidente Trumann al Enola Gay para lanzar la bomba sobre Hiroshima, Claude Eatherly, Esta correspondencia se publicó por vez primera en alemán en 1966 bajo el título de Off Limits für das Gewissen (Off Limits para la conciencia moral). Forma parte del segundo de los textos reunidos en ese libro. En 1964, Anders escribió una carta abierta al hijo de Adolph Eichmann, Klaus, que quedó sin respuesta.
            Comprometido con [la resistencia a] la guerra de Viet-Nam, Anders participará también en el  Tribunal Russell. De esa manera permanecerá activo y prolífico hasta su muerte en 1992, a la edad de noventa años, no sin antes, en un último gesto de valentía, haber rechazado el doctorado honoris causa de la universidad de Viena.
            Anders tenía un carácter difícil que reconocía y en cierta forma reivindicaba. En la entrevista que concedió en 1977 (tenía 75 años) a Mathias Greffrath[3], describe de esta manera su estado psicológico cuando Hitler llegó al poder: “Me volví un tipo extraño, sombrío y difícil de soportar para quienes vivían a mi lado, en particular para la que entonces era mi esposa [Arendt]; me volví alguien que no solamente se aplicaba todos los días  --había, en primer lugar, que aprender a hacerlo-- en odiar continuamente y con todas mis fuerzas, pero también alguien (como si un día eso pudiera, de una manera o de otra, aportar algo a alguien) que hacía de aquello un deber”.[4]
            Anders reconocía cuatro grandes “cesuras” en su vida. La primera, el horror de la primera guerra mundial; la segunda, el ascenso al poder de Hitler; la tercera, el descubrimiento del exterminio industrial de los judíos. Pero es la cuarta, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, la que abatió en él  al escritor y al pensador durante muchos meses, antes de que encontrara el estilo, el tono y las palabras para hablar de esas cosas. La monstruosidad del acontecimiento sobrepasaba todas las capacidades de la imaginación y de la conceptualización. Es evidente en esta lista la ausencia de lo atroz  del “archipiélago del Gulag”. Anders lo explica –algunos dirán que evade la cuestión—al decir que sólo más tarde supo de su existencia.[5]
            Sea lo que sea, Anders no fue ya el mismo después de 1945.[6] Una “nueva era” se abría, cuyo fin sólo podía ser la autoaniquilación de la humanidad.

Una ética negativa
“Cuando veo el horror sin fondo de lo que los hombres pueden hacer a otros hombres, tengo vergüenza de ser un hombre. Valdría mejor ser una piedra”. Anders encuentra en Hiroshima los acentos de lo que algunas conciencias morales dicen de los campos de la muerte. Bajo la fuerza de esa vergüenza, que obliga a bajar los ojos frente a las víctimas, no porque nos sintamos culpables, sino porque no se soporta pertenecer a la misma especie de los verdugos, Anders cree que es posible reconstruir una comunidad negativa: “La comunidad de la desolidarización”. Anders forma parte de esos moralistas para los que la moral equivale a un rechazo, el de lo inaceptable. La moral es pura negatividad. Es necesario partir siempre del mal como operador de negación. El bien no puede aprehenderse, mucho menos fundarse directamente. El bien es la negación de una negación. Porque desde ese momento ya no podemos dudar que el destino de la humanidad es la autodestrucción, que está como inscrita en su porvenir, el único imperativo válido es el que nos ordena no a cambiar el destino --tarea imposible--, sino a retrasar su plazo. La continuación de la aventura humana será siempre y en lo sucesivo ese combate en el que cualquier victoria sólo será la prolongación del aplazamiento o del “plazo” (die Frist), y en el que la primera derrota será  la definitiva.
            Anders juzgaba fútil el enfoque de su amigo Jonas que trataba de fundar el “imperativo de responsabilidad” bajo una demostración metafísica, como si con el solo concepto de responsabilidad pudiera deducirse la obligación moral de preservar la posibilidad de que en el porvenir habrá seres responsables; como si del concepto de vida, en tanto afirmación del ser, pudiera inferirse el deber absoluto de oponerse al no-ser. Fue todavía más cruel con Ernest Bloch y su principio de “esperanza” al que calificó un día de “cobardía”. Esperar es juzgar que el porvenir está hecho de “futuros posibles” –en francés, desde Gaston Berger y Bertrand de Jouvenel, se habla de futuribles—y que depende de nuestro libre albedrío escoger apartar los porvenires catastróficos. Para Anders, las categorías de “posible” y de “libre albedrío” se volvieron definitivamente obsoletas el 6 de agosto de 1945. Escribió: “Aunque no sucediera nunca, la posibilidad de nuestra destrucción definitiva constituye la destrucción definitiva de nuestras posibilidades”.[7]
            Por todas estas razones, algunos comentaristas se han creído con el deber de afirmar que Anders no fue un moralista: “¿Cómo podría hablarse en nombre de la moral sin creer en el libre albedrío? ¿Cómo podría edificarse una ética si uno se considera un “nihilista moral”[8] y se resuelve a practicar un “ascetismo metafísico”?[9] Me parece que esas preguntas se basan en un contrasentido y proceden de un desconocimiento del estado de la filosofía moral. No hay espíritu más moralista que el de Anders. Basta con leerlo para constatar inmediatamente que se escandaliza por el hecho de que lo que él considera escandaloso no escandalice a sus conciudadanos. Siempre y en todas partes llama al deber de resistencia. ¿Contradicción? Sería ignorar que la más influyente, sino es que  la más profunda, de las filosofías morales y políticas de la segunda mitad del siglo XX se caracteriza, no menos que el enfoque moralizante de Anders, por un rechazo al fundamentalismo y un distanciamiento de la metafísica: ya he nombrado la obra del filósofo norteamericano John Rawls.[10]. Éstas son aproximadamente las únicas convicciones que Rawls y Anders comparten, pero raros son hoy en día los filósofos de la moral que creen aún que puede fundarse una ética sobre axiomas lógicos a la manera de los utilitaristas angloamericanos o sobre principios metafísicos a la manera de de los filósofos esencialistas alemanes. No es ahí donde se sitúa la originalidad de Anders. La preocupación ética en él está tan desarrollada que en nombre de la ética puede condenar un mundo que la ha hecho imposible. De ahí, en El hombre sobre el puente, su imperativo: “Impide el nacimiento de esas situaciones en las que no sea posible ser moral, y que por esa razón se sustraerían de cualquier juicio moral”.[11] En nombre de una concepción absoluta de la libertad puede deplorar que renunciemos en nuestra indiferencia a nuestra propia libertad.[12] Anders trata por todos los medios de avivar en nosotros la experiencia de la representación de esa doble privación: la de la posibilidad de la ética y la de la posibilidad de la libertad. Pero la experiencia de la privación sería ininteligible si no presuponemos en nosotros --como lo único que puede hacerlo posible-- la presencia de la libertad y de la ética. Aunque probablemente Anders habría rechazado esta filiación, este enfoque cuasi-trascendentalista no sería posible sin evocar a Kant y a Rousseau. Conjeturo, incluso, que la condición que hace posible la mirada desesperada de Anders sobre la humanidad en su fase actual (la última para él) es la existencia en él y, en consecuencia, en toda la humanidad, de una extraordinaria bondad. Después de haber leído el Diario de Hiroshima tenía la garganta tan anudada como cada vez que veo la Shoah de Claude Lanzmann. Esta experiencia sería incomprensible sin la presencia de la humanidad que hay en cualquier hombre, aunque sea del más depravado.
            Las resonancias con el pensamiento de Iván Illich son aquí manifiestas sin que pueda decir en qué sentido se llevaron a cabo y si es verdad que hubo tales influencias. Al igual que Anders, pero con otras palabras, el autor de Némesis médica ponía en el centro de su análisis de la alienación del hombre en la sociedad industrial la “invisibilidad del mal”. A ese mal le dio el nombre de “contraproductividad” y, pienso que no habría dudado en hacer suyo el siguiente señalamiento de Anders: “No es absolutamente lo mismo ser impotentes o mortales como criaturas de un dios o de la naturaleza o serlo por nuestros propios actos”[13]. Para Illich la humanidad desde siempre ha tenido que enfrentar tres tipos de amenazas que respectivamente tienen su origen en las fuerzas de la naturaleza, en la violencia de los otros hombres y, por último –allí radica la contraproductividad--, en la violencia de las “herramientas” que una vez que se sobrepasan ciertos umbrales críticos de desarrollo se vuelven contra los hombres que las fabricaron. Esta última amenaza es la que explica la impotencia de los hombres en la sociedad industrial, y no el insuficiente “desarrollo de las fuerzas productivas”, como ingenuamente lo creía el marxismo y como lo creen los funcionarios del “desarrollo”, aunque haya sido rebautizado como “sustentable”. La moral de Illich, como la de Anders, es puramente negativa: no se trata de decir el bien, sino de designar el umbral y las condiciones que, cuando se franquean o sobrepasan,  hacen de la pregunta sobre el bien o el mal una pregunta anticuada, como si los productos que fabricamos adquirieran una vida autónoma y decidieran en lugar nuestro.[14] Eliminar esas condiciones, volver más acá de los umbrales, con el fin de que la moral vuelva a ser posible y el porvenir pueda abrirse de nuevo es el imperativo categórico de esta ética negativa.
            Esta invisibilidad del mal, Anders la llama “ceguera ante el apocalipsis”.[15] Una de sus principales dimensiones es el “desfasamiento” (Diskrepanz) entre nuestra capacidad de producir, de fabricar, de realizar, de crear (herstellen) y nuestra capacidad o, mejor, nuestra incapacidad de representarnos, concebir, imaginar (vorstellen) los productos y los efectos de nuestras fabricaciones: “Los objetos que estamos habituados a producir con ayuda de una técnica imposible de refrenar y los efectos que somos capaces de desencadenar son tan gigantescos y aplastantes  --escribe en su carta abierta al hijo de Adolf Eichmann--, que, sin hablar de identificarlos como nuestros, ya no podemos concebirlos”, Y agrega: “Entre nuestra capacidad de fabricación y nuestra capacidad de representación se ha abierto una fosa que día con día se hace más grande”[16]. “Lo ‘demasiado grande’ nos deja fríos”, precisa e ilustra esta aseveración de esta manera: “No existe ser humano capaz de representarse una cosa de tan espantoso tamaño: la eliminación de millones de personas”.[17]
            Al escribir esto, Anders pensaba en Auschwitz e Hiroshima-Nagasaki, esas dos enormes catástrofes morales de mediados del siglo XX. Pienso en Primo Levi que -para tratar de explicar el hecho de que numerosos judíos de Europa se hayan rehusado hasta el final extremo, incluso sobre el andén de Auschwitz-Brikenau, a creer en la realidad del exterminio industrial-- utiliza el antiguo adagio alemán: “Las cosas cuya existencia parece moralmente imposible no pueden existir”. Pero en este punto hay que decir que los análisis de numerosos autores convergen, comenzando por los que eran más cercanos intelectualmente a Anders, y que, por otra parte, dichos análisis se extienden inmediatamente hacia todas las formas en que la humanidad se las ingenia para poner en peligro su propia sobrevivencia. Hoy en día, sesenta años después de que la historia cayó por tercera vez en la “tercera revolución industrial”, a saber, según Anders, la industria mundial de la muerte, las amenazas se llaman calentamiento climático, agotamiento de los recursos fósiles, crisis de la energía, loca carrera de las tecnologías de punta, terrorismo internacional, etc. En todas partes se impone la misma constante: el conocimiento sobre el tema de esas amenazas no incita a nadie a actuar, y eso por el hecho de que no creemos en lo que sabemos, porque no logramos representarnos las implicaciones de lo que sabemos.
            En 1958, el mismo año en que Anders fue a Japón, Hannah Arendt expresa la misma constante que él en su Condición humana: “Es posible, criaturas terrestres que comenzamos a actuar como habitantes del universo, que nunca seamos capaces de comprender, es decir, de pensar y expresar las cosas que, sin embargo, somos capaces de hacer […] Aunque se revelara que en verdad el conocimiento (en el sentido del tener tacto) y el pensamiento se separaron, seríamos entonces los juguetes y los esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros conocimientos prácticos, criaturas atolondradas a merced de los artefactos técnicamente posibles, por más mortíferos que sean”.[18] Hans Jonas no se queda atrás. En 1992 en su Ética del futuro escribirá: “La extensión del poder es también la extensión de sus efectos en el futuro. De lo que resulta que sólo podemos ejercer, de buena o mala gana, la responsabilidad acrecentada que tenemos en cada caso, a condición de acrecentar también en la misma proporción nuestra previsión de las consecuencias. Idealmente la amplitud de la previsión debería equivaler a la amplitud de la cadena de las consecuencias. Pero semejante conocimiento del futuro es imposible […]”.[19] Y en  1979, en el Principio de responsabilidad: “En estas circunstancias, el conocimiento se vuelve una obligación prioritaria más allá de todo lo que en el pasado se reivindicó como su papel; el conocimiento debe ser del mismo orden de magnitud que la amplitud causal de nuestra acción. El hecho de que no pueda realmente ser del mismo orden de magnitud quiere decir que el conocimiento provisorio, que se encuentra más acá del conocimiento técnico que da su poder a nuestro actuar, asume una significación ética. El abismo entre la fuerza del conocimiento provisorio y el poder de hacer engendran un nuevo problema ético. Reconocer la ignorancia se vuelve así la otra vertiente de la obligación de conocer y este reconocimiento se vuelve también parte de la ética que debe enseñar el control de sí mismo siempre más necesario que nuestro poder excesivo”.[20]
            El vocabulario varía, pero la idea es siempre la misma: diferencia o “discrepancia” (entre el hacer y el representar); separación (entre el tener tacto y el pensamiento); abismo (entre el hacer y el conocer provisorio), siempre se trata de la impotencia fatal del sujeto humano que se busca describir en términos de discrepancia o de separación.
            Mientras se dirige a Japón, a muchos kilómetros por encima de la Tierra, Anders ve a través de las ventanillas del avión formas que sabe son ríos, montañas, que percibe como tales, pero que es incapaz de representarse como tales. Es la Tierra sin los hombres, la Tierra de la que los hombres se han ausentado voluntariamente la que se deja. Vemos, pero carecemos de la suficiente fantasía para representarnos lo que vemos. “A esa altitud –concluye Anders—perdemos cualquier escrúpulo, a esa altitud procedemos al aniquilamiento como si el aniquilamiento fuera nada”. Y agrega de una manera que hiela la sangre: “Y yo tampoco, sin ninguna duda, tendría estados de ánimo”.[21] En una parábola asombrosamente premonitoria de 1932, Der Blick vom Turf  (La vista de la torre), anticipó el sentimiento de abstracción que permite a un piloto bombardear una ciudad que va a destruir de un golpe a cientos de miles de personas: “Cuando desde la más alta de las atalayas la señora Glüp llevó su mirada hacia abajo, su hijo apareció en la calle como un minúsculo juguete. Lo reconoció por el color de su abrigo. Poco después, un camión de modelo reducido chocó contra el juguete.
            “Este acontecimiento que acababa de suceder sólo era un pequeño accidente, privado de realidad, que implicaba un juguete roto. “¡No quiero bajar!”, gritaba, debatiéndose ferozmente cuando la forzaban a descender la escalera. “¡No quiero bajar! ¡Abajo voy a volverme loca!”[22]
            En su Eichmann en Jerusalén, Arendt diagnosticó la enfermedad de Eichmann como “ausencia de imaginación”. Anders muestra que esa no es la enfermedad de un hombre, sino de todos los hombres cuando sus capacidades de hacer y de destruir se vuelven desproporcionadas en relación con su condición humana. En el momento en que Claude Eatherly, uno de los pilotos de la flota de bombarderos que destruyó Hiroshima --roído por la culpa e incapaz de soportar que su país lo tratará como héroe-- se entregó a cometer pequeños hurtos para reivindicar su “derecho a ser castigado”, las autoridades norteamericanas lo hicieron pasar como un loco irresponsable. En su correspondencia con ese antiEichmann, Anders trata de probarle que al reaccionar según las normas de la moral ordinaria en una situación que sobrepasa todos nuestros recursos morales, se muestra sano de mente y responsable de sus actos. Según Arendt, la analogía estructural con Auschwitz es evidente. Un gran crimen es un ataque mortal al orden de las cosas. Sin embargo, al analizar lo que ha conducido a ello se pone al descubierto un encadenamiento de actos por los que cada uno puede ser acusado al menos de “falta de previsión” (thoughtlessness).
            La tarea que, según Anders, se nos impone en esas condiciones es “ensanchar la facultad con la que nos relacionamos con el tiempo. Lo que se nos exige no es prever esto o aquello a la manera de los profetas, sino sólo tratar de hacer nuestro el horizonte temporal ensanchado --“como lo hacemos con el horizonte espacial desde la punta de una montaña o desde un avión--. Y comenta: “Es incontestable que el modo de relación con el tiempo que aquí postulamos es por completo inhabitual, porque el futuro no debe en lo sucesivo estar ‘frente a nosotros’, debemos capturarlo, estar en ‘nuestra casa’, debe volverse nuestro presente”.
            Hacer del futuro, en particular del futuro catastrófico, “nuestro presente”, para poder darle una realidad ontológica indiscutible, es una tarea ética y política indispensable que exige, en primer lugar y quizá sea lo que Anders haya pensado, una reconstrucción metafísica. Es al menos lo que yo personalmente he argumentado, esforzándome en resolver la aporía señalada, incluso por Jonas y Arendt, y que reformulé así: sabemos que la catástrofe se producirá, pero no creemos lo que sabemos. En mi libro, Por un catastrofismo ilustrado[23], mostré que la “ética del futuro” de Jonas implicaba una metafísica temporal donde el futuro catastrófico se presenta como un destino, pero un destino que podemos elegir apartar al menos temporalmente. Esta temporalidad de la catástrofe destruye cualquier otra posible y hace del porvenir el contemporáneo del presente, tal y como lo entiende Anders. Cuando se ha concluido ese trabajo se comprende que lo que separaba en apariencia a Jonas y a Anders se reduce finalmente a poca cosa.[24] Se comprende también que lo que podía pasar por incoherencias en las posiciones de uno y otro se revela como intuiciones geniales. De esa manera, no es contradictorio plantear que la técnica es un destino y que nosotros tenemos la libertad de rechazarlo.
            El caso Eichmann en el que concuerdan Arendt y Anders nos proporciona un segundo factor explicativo de la “ausencia de imaginación” y de la “falta de previsión” propias de la ceguera delante del apocalipsis: los efectos perversos de la división del trabajo.”El empleado del campo de exterminio no ‘actuó’. Por más espantoso que parezca, sólo hizo su trabajo –escribe Anders en su ensayo Sobre la bomba y las causas de nuestra ceguera frente al apocalipsis--. Porque el fin y el resultado de su trabajo no le interesan, porque considera su trabajo en tanto tal como ‘moralmente neutro’, lo único que hizo fue cumplir con algo ‘moralmente neutro’”.[25] Y también: “El trabajo mismo carece de olor. Es psicológicamente inadmisible que el producto de la fabricación en la que se trabaja, por más repugnante que sea, pueda contaminar al trabajo mismo. El producto y su fabricación están, moralmente hablando, cortados el uno del otro”.[26] Las producciones más superfluas o las más despreciables encuentran su legitimidad en el trabajo que dan a la población. Nadie se atreve  a poner un alto a la reducción de la duración de vida de los objetos ni a los derroches destructores de los recursos naturales no renovables --altamente consumidores de energía y muy contaminantes del medioambiente—porque garantizan el empleo. Ni hablar de tocar las industrias armamentistas: veríamos a los obreros tomar las calles para reclamar el derecho a continuar fabricando artefactos para la muerte. Este nuevo enfoque entre el actuar y sus efectos  condena a cada uno a concentrarse en su micro mundo y a todos a no poder representarse el aparato en su conjunto. A causa de ello, éste parece independiente, como si se gobernara por sí mismo. “El mundo se vuelve máquina”.[27] Aquí, Anders alcanza a los pensadores de la autonomía de la técnica, como Jaques Ellul y, sobre todo, Iván Illich; en este punto  no es ni el más original ni el más profundo.
            En cambio, dos temas centrales en el pensamiento de Anders se incorporan a este análisis, dos temas que merecerían subrayarse por su pertinencia: la obsolescencia del hombre y la vergüenza prometeica.
            Anders no se contenta con afirmar la alienación (Entfremdung) del hombre con respecto a sus producciones, en el sentido de que éstas se autoexteriorizan (Entäusserung) en relación a su hacer y a su acción. Anders anticipa que ese movimiento irá inexorablemente hasta su final que es el de la Antiquiertheit  (la obsolescencia o desuso, outdatedness, en inglés) del hombre: “Nuestro constante objetivo es producir algo que pueda funcionar sin nosotros, que pueda arreglárselas sin nuestra asistencia, producir herramientas para las que nos volvamos superfluos y por las que nos eliminemos y ‘liquidemos’. Eso hasta aquí y en la medida en que nos encontramos lejos de alcanzar el objetivo final no cambia nada. Lo que cuenta es la tendencia. Y su divisa es: ‘sin nosotros’”.[28]
            Esta desaparición programada del hombre en provecho de sus producciones se acompaña de una emoción: la vergüenza de no ser uno mismo el producto de una fabricación, la vergüenza de haber nacido y de no haber sido hecho. Esta “vergüenza prometeica”,[29] evoca irresistiblemente entre los lectores franceses el recuerdo de otra emoción filosófica: la nausea sartreana, es decir, el sentimiento de abandono que se apodera del hombre cuando experimenta que no es el fundamento de su ser. El hombre es esencialmente libertad (el “para sí”), pero esta libertad absoluta desemboca en el obstáculo de su propia contingencia o “facticidad”: nuestra libertad nos permite elegir todo, excepto no ser libres. Descubrimos que hemos sido arrojados (la Geworfenheit heideggeriana) en el mundo y nos sentimos abandonados. Sartre utilizaba una fórmula que se volvió célebre: el hombre está “condenado a ser libre”. El propio Sartre reconoció que la fórmula se la debía a Anders.[30]
            La libertad no da tregua hasta “nidificar” lo que le resiste. En consecuencia el hombre hará todo lo posible para convertirse en su propio fabricante y sólo deberse a sí mismo su propia libertad. Pero este self-made man metafísico, si es que es posible, habría paradójicamente perdido su libertad y ya no sería un hombre, porque la libertad implica necesariamente no coincidir con ella misma (la “necesidad de la contingencia”). La vergüenza prometeica conduce inexorablemente a la obsolescencia del hombre.
            Si Anders y Sartre hubieran podido vivir hasta los últimos años del siglo XX habrían encontrado una deslumbrante confirmación de sus análisis en el proyecto prometeico si éste no hubiera recibido el intimidante nombre de “Convergencia NBIC”: se trata del programa norteamericano que hace converger las nanotecnologías, las biotecnologías, las tecnologías de la información y de las ciencias cognitivas. El objetivo propiamente metafísico de ese programa, cuyas ambiciones han desencadenado ya un proceso tecnológico, industrial y militar mayor a escala del planeta, es hacer del hombre un demiurgo o, más modestamente, el “ingeniero de procesos evolutivos”. La evolución, que procede mediante “bricolaje”, frecuentemente se ha atrancado y no debería sentirse orgullosa de su última fabricación particular, el hombre. Pero éste debe tomar el relevo, lo que lo coloca en la posición de demiurgo y lo condena a considerarse a sí mismo como rebasado (outdated). EL movimiento “transhumanista” internacional, que trabaja para acelerar el paso al “posthumanismo”, es una derivación del programa NBIC.[31]
           
La desgracia del profeta de la desgracia
En la introducción a ese libro, un texto que data de 1982, Günther Anders escribe: “La paciencia no debe contar para nosotros como una virtud […] Por el contrario, porque el desastre, cuya llegada es tan monstruosamente grande que a toda costa debemos tratar de impedirlo, y porque el ritmo al que se precipita dicho desastre nos acelera día con día de manera muy clara, debemos promover la impaciencia como virtud; incluso como una de las virtudes más indispensables”.
            Anders anunció más de una vez la inmensidad del apocalipsis nuclear que nunca se produjo cuando estaba vivo. Escribo estas líneas el 10 de febrero de 2007 y, a pesar del anuncio de esta mañana de que Corea del Norte se ha dotado de la bomba atómica y que Irán parece más que nunca en vías de adoptar ese mismo camino, el fin del mundo no parece inminente. La realidad parece infligir un mentís tanto más humillante al profeta en la medida en que sus palabras eran perentorias. El profeta de la desgracia se encuentra en un double blind inextricable. O bien, sus previsiones son cabales, y no le hacemos ningún favor si no lo acusamos de ser la causa de las desgracias. O no se realizan, es decir, la catástrofe no se produce, e inmediatamente nos burlamos de su actitud de Casandra. Sin embargo, Casandra había sido condenada por los dioses a que sus palabras no se escucharan. Nunca, en consecuencia, consideramos que si la catástrofe no ha sucedido es precisamente porque su proclamación se ha escuchado. Como lo escribe Jonas: “La profecía de la desgracia se hace para evitar que se realice; y burlarse ulteriormente de personas que eventualmente hacen sonar la alarma recordándoles que lo peor no ha sucedido, sería el colmo de la injusticia; quizá su torpeza sea su mérito”.[32]
            ¿Podemos decir con seriedad que si la guerra fría no desembocó en una ardiente guerra de bombas termonucleares que quizás habrían puesto fin a la aventura humana, es gracias a que activistas como Anders se levantaron para hacer sonar la alarma? Sugerirlo haría reventar de risa a más de un estratega. Aunque tenga un giro paradójico, la teoría es muy conocida: la existencia de la bomba ha impedido que estalle encima de nuestras cabezas. Una vez más Satán expulsa a Satán. La he llamado la doctrina de la disuasión nuclear. Hasta donde sé, Anders nunca la analizó y no deja de asombrar. Después de trabajar durante muchos años en esta cuestión creo poder decir que cuando se elucidan los fundamentos filosóficos y metafísicos de la disuasión nuclear, no es difícil concluir que Günter Anders, a pesar de las apariencias, tenía razón en no analizarla.[33]
            Durante más de cuatro decenios de guerra fría, la situación llamada de “vulnerabilidad mutua” o “destrucción mutua asegurada” (MAD, en inglés) dio a la noción de intención disuasiva un papel relevante tanto en el plano de la estrategia como en el de la ética. La esencia de esa intención se encuentra por entero en la siguiente reflexión, hecha casi sin vacilar por un estratega francés: “Nuestros submarinos son capaces de matar a cincuenta millones de personas en media hora. Pensamos que eso basta para disuadir a cualquiera”.[34] Que esta infamia haya podido pasar como el colmo de la sabiduría y hayamos podido darle el crédito de haber asegurado la paz del mundo durante todo ese periodo, está incluso más allá de la pareja infernal formada por los nombres de Auschwitz e Hiroshima. Sin embargo muy pocos se han conmovido.[35] ¿Por qué?
            La respuesta que por lo general se admite es que aquí sólo se trata de una intención y no de un paso al acto; de una intención de un género tan particular que se formula cuando las condiciones que llevarían a ejecutarla no están reunidas: al estar hipotéticamente disuadido, el adversario nunca ataca primero; y nadie quiere ser el primero, lo que permite que nadie se mueva. Se hace una intención disuasiva con el fin de no ejecutarla. Los especialistas hablan de intención autoinvalidante (self-stultifying intention),[36] lo que, a falta de una solución, le da un nombre al enigma.
            Los que han estudiado, tanto estratégica como moralmente, el estatuto de la intención disuasiva lo encuentran de hecho extremadamente paradójico. Lo que puede hacerlo escapar de la condena ética lo hace nulo en el plano estratégico, ya que su eficacia está directamente vinculada con la intención que se tiene de verdaderamente ejecutarlo. En cuanto al punto de vista moral dicha intención, al igual que las divinidades primitivas, parece reunir la bondad absoluta –ya que gracias a ella la guerra nuclear no ha sucedido—y el mal absoluto –ya que el acto que guarda la intención es una abominación sin nombre--.
            De manera tardía algunos comprendieron que no hay necesidad alguna de la intención disuasiva para hacer eficaz la disuasión nuclear.[37] La divinidad era un falso dios. La simple existencia de arsenales enfrentados, sin que la menor amenaza de utilizarlos se profiera o sugiera, bastaba para que los partidarios de la violencia se mantuvieran en su sitio. El apocalipsis nuclear no desaparecía por ello de la escena. En lo sucesivo, bajo el nombre de disuasión “existencial” se llevó a cabo un juego extremadamente peligroso que consistía en hacer de la aniquilación mutua un destino. Decir que funcionaba significaba simplemente decir: “Siempre y cuando no se lo intente de manera desconsiderada es posible que el destino nos olvide –quizá por un tiempo largo, incluso muy largo, pero no infinito”.
            Si, en definitiva, la disuasión nuclear mantuvo en paz al mundo durante cierto tiempo, fue porque proyectó el mal fuera de la esfera de los hombres e hizo de él una exterioridad maléfica pero sin malas intenciones, siempre pronta a hundir a la humanidad pero sin mayor maldad que la de un terremoto o un tsunami, y con un poder de destrucción capaz de hacer palidecer de envidia a la misma Naturaleza. Esta amenaza suspendida encima de nuestras cabezas dio a los príncipes de este mundo la prudencia necesaria para evitar la abominación de la desolación.
            La “paz nuclear” es el objeto por excelencia en el que convergen todos los temas favoritos de Anders. El mal que lo habita no es el producto de ninguna intención maligna. En sus libros se leen frases terribles sobre el tema que dan escalofrío. Por ejemplo: “El carácter inverosímil de la situación corta el aliento. En el preciso instante en que el mundo se vuelve apocalíptico por nuestra causa, ofrece la imagen  […] de un paraíso habitado por asesinos sin maldad y por víctimas sin odio. Por ningún lado hay huellas de maldad, sólo hay escombros”.[38] “La guerra telehomicida que llega será la guerra más despojada de odio que haya existido nunca en la historia […] esta ausencia de odio será la ausencia de odio más inhumana que jamás haya existido: ausencia de odio y ausencia de escrúpulo serán una sola y misma cosa”.[39]
            Pero sobre todo muestra que la disuasión nuclear sólo puede funcionar de manera eficaz y ética –quiero decir de manera que apacigüe nuestros escrúpulos volviéndonos ciegos frente al apocalipsis—inscribiéndola en una trascendencia fuera del tiempo,[40] a la manera del Dios de Santo Tomás. En este sentido, el apocalipsis ya sucedió, porque el pasado y el futuro se confunden en un presente eterno. De la misma forma en que está presente, Hiroshima está en todas partes.
            Para quien entra en estos pensamientos es claro que la célebre controversia entre Karl Jaspers y Günther Anders sobre el arma atómica no tiene sentido. Para evitar otros Auschwitz, para impedir que cualquier forma del totalitarismo se apodere del planeta, alega Jaspers, quizá sea necesario usar la bomba y consentir un “sacrificio total” –es mejor morir que perder la libertad--.[41] Pero la conciencia judía rechaza designar la cosa como “holocausto”, y todos podemos comprender por qué ese vocabulario es obsceno. El holocausto es un sacrificio consentido por la divinidad: ¿a qué divinidad el exterminio de millones de judíos se ofreció? Jaspers razona en cuánto a sí como si la bomba fuera un instrumento al servicio de un fin y que sus víctimas fueran el precio necesario que habría que pagar para preservar la libertad. Pero, pregunta Anders, si la única divinidad o trascendencia que nos queda es la bomba ¿cómo, es posible que su uso pueda ser un acto sacrificial? El ateo radical reconocía una forma de trascendencia: “Lo que reconozco cómo ‘del orden de lo religioso’ no es algo positivo, sino el horror de la acción humana que trasciende cualquier medida humana y que ningún Dios puede impedir”.[42] De esta violencia reificada en trascendencia, los hombres no sabrían hacer un uso instrumental, porque no se gobierna lo que nos gobierna[43]. Frente a eso, qué queda sino este “principio” que cierra los “mandamientos de la era atómica”: “Y si estoy desesperado, ¿qué quieren que haga?”.
*Aparecido originalmente como Pierre, D. J. Günther Anders, el filósofo de la era atómica. Conspiratio (13), (Año II, septiembre-octubre de 2011), Editorial Jus, México D. F., p. 26 a 47.







[1] En sus Recuerdos (Erinnerungen, Insel Verlag, Francfort 2003), Hans Jonas da preciosas indicaciones sobre la evolución de las relaciones entre Anders y Arendt (en particular en la p. 212): en un primer momento, Arendt aceptó ser de alguna forma la asistente de su esposo, pero pronto, sobre todo cuando llegaron a París, Arendt despegó, reduciéndolo al papel de “príncipe consorte”, lo que Anders tomó muy mal. Supongo, sin embargo, que Jonas fue aquí un poco injusto con Anders, quizás a causa de la amistad, de la estima y también por el gran afecto que tenía por Hannah (sentimientos que, con la publicación de Eichmann en Jerusalén, sufrieron una dura prueba y desembocaron en una ruptura). Jonas anota, sin embargo, que a la muerte de Hannah, en 1975, Anders se mostró inconsolable. Había sido muy duro con ella y descubría que era la mujer que más había amado. Siempre he considerado a Arendt una gran filósofa, pero hoy en día me parece difícil juzgar que Anders valiera menos. Pero esta opinión personal carece de importancia para los fines de este ensayo.
[2] Beck, Munich.
[3] La entrevista se publicó con el título de Wenn ich verzweifelt bin, was geht’s mich an? (La destrucción de un porvenir) recolección de entrevistas que Mathias Greffrath hizo a grandes personalidades que salieron de Alemania en 1933. El libro se publicó en 1977 en Rowohlt. Una traducción parcial al francés apareció en 1992, en el número 35 de la revista Austriaca.  La entrevista completa en francés se publicó bajo el título de “Et si je suis désespéré que voulez-vous que j’y fasse?” (“Y si estoy desesperado, ¿qué quieren que haga?”), en las ediciones Allia en 2001 y luego en 2004. Es un texto sabroso, indispensable para los que quieren comprender la personalidad de Anders, quien tenía un desarrollado sentido del humor.
[4] “Et si je suis désésperé”, op. cit., p. 63.
[5] Ibid.
[6] En sus Recuerdos, Jonas nota un cambio en la personalidad de Anders cuando vuelve a verlo en 1949. Le asombra el amargo resentimiento de su amigo –“amigo” que trata, sin embargo, de “intelectual difícil y obstinado”--. Atribuye ese cambio al “resentimiento” que Anders tenía por EU en donde  conoció sobre todo las condiciones de trabajo en la fábrica a la manera de los Tiempos modernos de Chaplin. No sé si es una prueba de amistad no tomar en serio lo que el mismo Anders decía de su estado y de sus causas: el deber de odiar un mundo que había producido tales monstruosidades. El propio Jonas nunca se escandalizó por la bomba que sin más veía como un nuevo instrumento de guerra, más poderoso que todos los otros.
[7] Die Atomare Drohung (La amenaza atómica), Beck, Munich. 1981.
[8] Cf. Paul van Dijk, Antropology…, op. cit., p. 80.
[9] Günther Anders, Philosophische Stenogramme (La amenaza atómica), Beck, Munich, 1965, 1993, p. 5.
[10] Véase, por ejemplo, “La théorie de la justice como équité: une théorie politique et non a métaphisique” (“La teoría de la justicia como equidad: una teoría política y no metafísica”), capítulo 4 de John Rawls, Justice et démocratia), Seuil, París, 1993.
[11] L’homme sur le pont (El hombre en el puente).
[12] Les morts. Discours sur les trois guerres mundiales (Los muertos. Discurso sobre las tres guerras mundiales).
[13] Günther Anders, Die Antiquiertheis des Menschen  (Desuso de la humanidad), cap. XXVIII del, t, II.
[14] La mayor parte de las obras reunidas de Iván Illich han sido publicadas en español por el Fondo de Cultura Económica.
[15] Esta expresión aparece en el título del cuarto de los ensayos reunidos por Anders en su Antiquiertheit des Menschen, t, I, op. cit.: “Sobre la bomba y las causas de nuestra ceguera frente al apocalipsis”.
[16] Las dos citas se encuentran en Wir Eichmannsöhne (Nosotros, los hijos de Eichmann), Beck, Munich, 1964.
[17] Ibid.

[18] Hannah Arendt, Condition de l’homme moderne (La condición humana), Calmann-Lévy, 1961, pp. 9-10.
[19] Pour una éthique du future (Por una ética del futuro), Rivales, 1998, p. 82.
[20] Le Principe de Responsabilité. Une éthique pour la civilisation technologique (El Principio de Responsabilidad. Una ética del futuro), Flammarion, Col Champú, París, 1995, p. 33.
[21] El hombre en el puente.
[22] Citado por Paul van Dijk, Anthropology in the Age of Technology. The Philosophical Contribution of Günther Anders, Rodopi, 2000, p. 8.
[23] Seuil, 2002; Cf. También Conspiratio No.
[24] Al escribir esto soy conciente de ir a contra corriente de dos exegetas cuya tendencia es forzar las coincidencias entre los conceptos y dirigir las oposiciones, Christophe David y Dirik Röpcke, en un artículo, por otra parte, muy rico, afirman que “el futuro está abierto para Jonas y cerrado para Anders” [“Günther Anders, Hans Jonas y las antinomias de la ecología política”, Ecologie & Politique, 29/2004, p. 201]. El carácter de los textos autoriza sin duda a formular semejante “antinomia”. Me parece, sin embargo, que el trabajo filosófico no puede permanecer allí. Christope David, a quien debemos una notable traducción de La obsolescencia del hombre, y Dirick Röpcke concluyen su artículo escribiendo: “Allí en donde los amigos sólo veían proximidad, el lector sólo ve divergencias. Cualquier empresa sincrética sólo puede fracasar” [ibid., p. 213]. No se trata en realidad de buscar la síntesis entre A y no-A, sino de razonar así: nuestros autores hablan en el fondo de la misma cosa y sus divergencias manifiestas sólo traducen que ni uno ni otro resolvieron por cuenta propia las paradojas o las aporías en las que se apoya inevitablemente un pensamiento riguroso de la catástrofe. La tarea filosófica, que no es la de la exégesis, insiste en retomar el trabajo ahí en donde quedó inacabado, y no fijarlo en el estado en el que el cansancio o la muerte del autor lo dejaron. Lo que digo de la similitud Anders-Jonas me parece igualmente verdadero para otras similitudes, particularmente entre Anders y Arendt.
[25] La obsolescencia del hombre.
[26] Ibid.
[27] Nosotros, los hijos de Eichmann.
[28] Ibid.
[29] Prometheïsche Scham es el título del primer ensayo de La obsolescencia del hombre.
[30] Cf. K. P. Liessmann (ed.), Günther Anders Kontrovers, Beck, Munich, 1992, p. 26.
[31] Para saber más. El lector puede referirse a Jean-Pierre Dupuy, “Le problème théologico-scientiphique et la responsabilité de la science” (“El problema tecnológico y la responsabilidad de la ciencia), Le Débat, marzo-abril, 2004, pp. 175-192; y “Nanotechnologies”, en Canto-Sperber (ed.), Dictionnaire d’éthique et de philosophie morale, P.U.F., 2004.
[32] El principio de responsabilidad.
[33] Jean-Pierre Dupuy, Penser l’arme nucléaire (Pensar el arma nuclear), P.U.F. 2006.
[34] Dominique David, entonces director del Instituto de Estrategia Militar, citado por el Christian Science Monitor, 4 junio de 1986.
[35] Citamos a los obispos norteamericanos y… al presidente Reagan.
[36] Gregory Kavka, Moral Paradoxes of Nuclear Deterrence, Cambridge University Press, 1987.
[37] Brodie, Bernard, War and Politics, Macmillan, Nueva York, 1973.
[38] El hombre en el puente.
[39] Ibid.
[40] Richard Figuier habla de una “ontonegateología” para designar esta “trascendencia negativa”. Richard Figuier, Hiroshima, sine nomine. Günther Anders y Kenzaburo Oe (Hiroshima, sin nómina. Günther Anders y Kenzaburo Oe), de próxima aparición.
[41] Karl Jaspers, Die Atombombe und die Zukunft des Menschen (La bomba atómica y el povenir del hombre), Artemis V, Zurich, 1958.1
[42] Désuétude de la méchanceté (Desuso de la maldad).
[43] Me permito enviar al lector a mi Petite métaphisique des tsunamis (Pequeña metafísica de los tsunamis), Seuil, París, 2005.

martes, 12 de abril de 2016

La 'fractalización' del mundo global: Estado delictivo, fraude estructural y depredación social

  

Para Jean Robert el actual derrumbamiento del discurso del orden tanto de las democracias liberales como de los regímenes populares, así como la intensificación de las múltiples formas de violencia, evidencian la disfuncionalidad y decadencia de Estados fraudulentos sostenidos por el pretendido monopolio de la violencia.
El autor expone las falacias que apuntalan a los poderes políticos divorciados de la ética –cuya estructura imposibilita la distinción entre la economía legal y la economía delictiva–. Y señala al mundo globalizado como el escenario propicio para la proliferación de organismos sociales “fractalizados”, que vienen a ser el modelo tanto de las organizaciones criminales como de los partidos políticos, las organizaciones económicas y las instituciones estatales.

Jean Robert

El sábado 30 de abril de 2011, el filósofo y psicólogo político Ashis Nandy, de la Universida de Delhi, habló con jóvenas y jóvenes reunidos en la Casona de Cuernavaca. Su tema: la mutación de la violencia en la época moderna. Nandy apunta que, según expertos militares, en la Primera Guerra Mundial, 60 por ciento de los disparos de los combatientes de ambos lados se hicieron al aire. El hombre sano se resiste a matar a su semejante.

Actualmente, en las escuelas militares, los combatientes reciben un entrenamiento especial para aprender, no sólo a disparar el blanco, sino a matar, es decir a vencer su renuencia natural a la violencia homicida. Pero otra mutación, más importante afectó a la violencia. Nancy recuerda a un piloto que en una conversación con Tagore le quería convencer de "la belleza de los bombardeos aéreos", consistente, según él, en que quien mata no ve a sus víctimas y no conoce su rostro ni su nombre. La modernidad ha introducido una distancia sin precedente entre el que asesina y el asesinado. Esta distancia ha permitido burocratizar el homicidio, volverlo anónimo y masivo. Adolfo Eichmann, quien mandó burocráticamente a millones de personas a la muerte, nunca atentó personalmente contra la vida de una sola de sus víctimas, de tal suerte que sus jueces, en Jerusalén, tuvieron dificultades en inculparlo de homicidio en los términos del código penal hebreo: Eichmann no había hecho otra cosa que llenar y firmar papeles. Hannah Arendt, quien reportó para el New Yorker el juicio de Eichmann en Jerusalén, en 1961, habló de la banalidad del mal. [1] Burocratizada, la violencia se hace "normal, casi invisible, mero entramado de la ejecución administrativa de sentencias de muerte, de hechos estadísticos y de pretendidos daños colaterales.

En la semana que pasó en México, nos confía Ashis Nandy, no hubo una sola reunión que no fuera dominada por el tema de la violencia en México. Recalcó que, a pesar de los 40 mil muertos registrados desde el inicio de la llamada "guerra de Calderón", caen mucho menos ciudadanos diariamente en México que en países como Irak, Afganistán o Pakistán. Gran parte de la indignación que provoca la violencia en México está causada por la crueldad indecible de los asesinos. Contrariamente a la "belleza de los bombardeos" de la que un piloto hablaba a Tagore, la violencia que padecemos desde hace unos años no es "violencia a distancia", sino "violencia de proximidad", cometida por hombres especialmente entrenados para deshacerse de toda empatía y piedad humana. Se supone que esta violencia está ordenada por las cúpulas de oscuras organizaciones que, uno quisiera pensar, no tienen nexo alguno con las instituciones del Estado; pues, de lo contrario, habría que preguntarse si el brote de violencia espectacularmente cruel que padecemos no tiene la función disimulada de preparar a los ciudadanos para formas menos visibles pero más arraigadas de violencia: la violencia a distancia de la que el Estado tendría el monopolio, usada para limpiar territorios de sus habitantes legítimos, negar derechos adquiridos en luchas sociales y aniquilar protestas y resistencias locales. Más de 70 por ciento de los homicidios en el mundo, concluye Nandy, son perpetrados por Estados que matan a sus ciudadanos por el bien mayor de sus "Naciones".

I

En sus conferencias en el Colegio de Francia, Michel Foucault no dejaba de exhortar a sus auditorios a “pensar lo impensable”. Hay momentos, añadía, en los que si queremos seguir pensando, debemos pensar lo impensable. Pensar lo impensable implica romper las seguridades mentales engendradas por el discurso del orden. Estamos en tal momento. El orden del discurso, con las formas de verdad y de poder que solía fomentar, se está derrumbando: no solo pierde credibilidad y legitimidad, sino que dejará rápidamente de referirse a la realidad en la que la mayoría de los ciudadanos estamos inmersos. El “orden del discurso” propio de todas las democracias liberales y las repúblicas populares, justifica la violencia y la reivindica como monopolio del Estado. Idealmente, dentro de esta lógica, si el Estado, en aras de la eficiencia, emulara a las organizaciones criminales, perdería su legitimidad. ¿No es precisamente lo que está ocurriendo en este momento? Las autoproclamadas élites están perdiendo la seguridad intelectual y la buena conciencia que el discurso del orden proporcionaba a los que pretendían ejercer el poder y proclamar la verdad desde arriba. Mientras, abajo, se disuelven los reflejos mínimos de obediencia necesarios para asegurar la gobernabilidad. No es solo ineptitud arriba y mala voluntad abajo. Es que, viniendo de quien venga, la extrema violencia pone al desnudo la ilegitimidad fundamental de toda violencia. Fundada en la violencia de Estado, la oposición entre gobernantes y gobernados, entre administradores y administrados, entre los que saben y los que deben ser instruidos, entre los que tienen el monopolio de la fuerza y los que padecen está perdiendo todo el significado. La verdad ya no tiene dueño, ni el poder lugar legítimo. La ignorancia de lo que viene y, más, de lo que se debe hacer, se ha vuelto endémica. Si el Estado emula a las organizaciones criminales, ¿cómo puede seguir legitimando su violencia? No queda más que reconciliar la ética con la política, lo que de Hobbes a Marx y a Max Weber es la cuadratura del círculo del pensamiento occidental. Al respecto la exigencia zapatista de inventar una política ética es una luz en la neblina que, [2] como un faro, indica la dirección general de una ruta navegable.

Es también el momento en que las evidencias que todavía ayer permanecían ocultas pueden volver a resplandecer. La primera de ellas, la más elemental, es que el pueblo y sólo él es soberano. Esa evidencia debe ser la base de todos los pactos y consensos entre el "arriba" y el "abajo", ya que ningún constitucionalista la puede negar sin desacreditarse, y abre al pueblo, otrora "gobernado", espacios de libertad que le pertenecen legítimamente desde la redacción de la constitución. Si hay tareas que los recientes acontecimientos han transformado en emergencias, son estas: reafirmar, arriba, que la soberanía no es un monopolio de arriba, y recobrar esta soberanía abajo. Osar este gesto de necesaria y digna restitución es abrir un nuevo horizonte político. Es querer que se manifiesten formas de interlocución inéditas, aún impensables ayer.

Sin embargo, los cascarones vacíos de un orden difunto no se dispersarán como arena en el viento. Su inmensa inercia los hace sobrevivir a todo lo que les dio legitimidad. Hoy son solemnes monumentos a la irrealidad cuyas capas de certezas muertas nos aplastan muy realmente. Sus ruinas siguen siendo el escenario en el que los ciudadanos, soberanos sin siempre saberlo, desempeñan sus quehaceres políticos, económicos e intelectuales. Tanto en la esfera privada como en el dominio público, el actuar ciudadano queda confinado entre simulacros. La vida cívica se reduce a un show en que los ciudadanos juegan a hacer política eligiendo gobernantes desprovistos de todo proyecto político que no sea el desmantelamiento de aquello que aún pudiera ser genuinamente político. Si este show sólo fuese la celebración ritual de realidades muertas, diría, como un muy amigo mío, que tarde o temprano "enterraremos al muerto". Pero no comparto su optimismo. Los tiestos de poderes difuntos pueden agregarse a poderes hasta ahora heterogéneos y, recombinados, adquirir una virulencia nueva. Esto ocurrió por ejemplo en Rusia donde, después del derrumbe de la URSS, vestigios de los poderes estatales rotos se fusionaron con varias formas de delincuencia para crear nuevas redes simultáneamente políticas, económicas y criminales. En México, al fragmentarse aún más esos poderes, los vestigios de los que fueron nuestro Estado semi-benefactor y nuestra "democracia dirigida" podrían agregarse y recombinarse cada vez más indisociablemente con elementos de realidades otrora ajenas a la política: formas estructurales de fraude, los esquemas Ponzi de las nuevas finanzas, el crimen y la estafa. Como lo apunta un magistrado francés del que volveré a hablar, cuando el fraude se vuelve estructural es imposible distinguir el crimen y su represión y cada ciudadano inserto en la nueva realidad se comporta como un estafador de sí mismo. Ninguna de esas circunstancias es específicamente mexicana, pero tampoco escapa México a ninguna de ellas.

II

Mi tesis es que el impasse al que ha conducido la “guerra al crimen organizado” resulta ante todo de un intento desesperado por mantener el principio de legitimidad de la violencia de Estado. Hoy, tres falacias impiden pensar lo que aún no se ha pensado y con ello trascender el discurso del orden.
1. Existe un territorio de fronteras nítidamente trazadas llamado “La” Delincuencia (o “El” Crimen) cuyo antónimo, igual de bien definido, se llamaría “La” Ley. Cada ciudadano tiene la opción moral de pisar el territorio del Crimen o de quedarse en aquello de La Ley.
Falso: Hoy los límites entre los territorios del crimen y los territorios de la ley se mezclan tan íntimamente como el mundo acuático y el mundo terrestre en esas zonas de interpenetración mutua que son las orillas de ríos, lagos y mares con sus lagunas, humedales y manglares.
2. Tanto el territorio de La Delincuencia como el de La Ley están ordenados según principios de organización radicalmente diferentes: el primero según las reglas del orden criminal; el segundo según las leyes “morales” del Estado de Derecho.
Falso: Los respectivos principios de organización de ambos dominios son cada vez más difíciles de distinguir. En ambos, por ejemplo, el fraude y el engaño se han vuelto principios de gestión valorados por su eficiencia fuera de toda consideración moral.
3. Aún disminuido en sus atribuciones el Estado sigue garantizando el orden legal en sus territorios.
Falso: El Estado o lo que queda de él, ya no garantiza el respeto de la ley formal, concebida como escudo de los ciudadanos, sino que se ha vuelto objetivamente promotor de la fusión económicamente eficiente de lo criminal y lo legal.
Estas ideas, quizá excesivamente contrastadas, me fueron sugeridas por las obras de Jean de Maillard. Para este magistrado francés, querer distinguir claramente y en cada detalle del orden social "realmente existente" lo ilegal de lo legal es tan infantil como representar la silueta verde de un árbol sobre el cielo azul pretendiendo que la frontera entre el follaje y el cielo es un simple círculo. En realidad, esta frontera no se deja capturar por ninguna línea geométrica simple. Entre más se la considera, más se alarga, pareciéndose cada vez más a un complejísimo encaje con enclaves azules en el territorio verde y protuberancias verdes en el azul. Los matemáticos llaman  "patológicas" a aquellas curvas cuya longitud no se puede determinar porque crece con la precisión o la cercanía de cada observación. Con el tiempo, tocan tantos puntos de las superficies que las dividen uniéndolas que ya no se pueden considerar puras líneas, pero tampoco son verdaderas superficies, razón por la cual los matemáticos atribuyen a tales curvas patológicas un dimensión fractal —ni 1, ni 2, sino, por ejemplo, 1.6 dimensiones—, llamándolas simplemente fractales. La fascinación estética que los fractales ejercen sobre ciertas personas se debe a que cada uno de sus detalles reproduce la forma de su conjunto, una propiedad que los matemáticos llaman autosimilitud. Otra de sus características es que, en la medida en que se encarnan en objetos reales, no pueden subsistir por sí mismos, sino que necesitan parasitar un flujo constante, por ejemplo los flujos de dinero sobrevalorado por la prohibición en el caso del tráfico de droga o —lo que da lugar a las mismas actitudes depredadoras— los recursos públicos destinados a su persecución en el caso de las instituciones —centros terapéuticos, cárceles, policía y ejércitos— que prosperan de ellos. Los alumnos del profesor Ilya Prigogine dirían que los fractales "realmente existentes" son estructuras disipativas, es decir, organismos que construyen su orden interior a costa de la depredación de su entorno social.
En su libro “L’avenir du crime”, [3] Jean de Maillard quiere estudiar la evolución de las formas criminales como la expresión de un nuevo tipo de modelo social al que llama el modelo fractal en analogía con “esas figuras geométricas en las que cada detalle reproduce la forma del conjunto en varias escalas”. Según él, “el fractal se ha vuelto el modelo de organización hacia el cual, con la proliferación de las redes y el declive de los Estados, derivan nuestras sociedades contemporáneas”. En el mismo libro leemos: “entre los síntomas que señalan la emergencia de una nueva sociedad global, el crimen es uno de los que mejor pueden hacernos entender lo que será”. Traduzco: si interpolamos las tendencias actuales, la sociedad global estará cada vez más fraccionada en organismos sociales fractales, es decir, semejante a esas plantas llamadas saprófitas que se alimentan de la descomposición del huésped que matan lentamente o de su entorno. La organización criminal es el modelo de esos parásitos sociales, pero las organizaciones estatales destinadas a perseguirlas imitan cada vez más este modelo.
Habiendo leído esas breves citas, uno no se asombra de que Maillard asocie la proliferación de los fractales sociales crimino-legales o legalmente delictivos con el inicio de la globalización, la cual, al abolir progresivamente tanto los umbrales naturales como los límites artificiales, transformó el mundo en un vasto espacio indiferenciado en el que las nociones de escala, de justa medida y de proporción, están perdiendo su sentido. La globalización abrió en el tejido social brechas en las que redes y organizaciones “fractales”, en el sentido de Maillard, pudieron proliferar casi mecánicamente con toda impunidad. Esos fractales sociales colonizan las franjas que unen más que separan medios tradicionalmente heterogéneos, como la ciudad y el campo, o la economía clásica y las finanzas modernas, y, por supuesto, La Delincuencia y La Ley, demostrando frecuentemente una capacidad de invención que –como, desde su cárcel de Sao Paulo, ironiza Marcos Camacho “Marcola”, líder de la banda de las cárceles– ridiculiza todo intento legal de controlarlas. Estas organizaciones inventan nuevas realidades antes que existan conceptos para describirlas y, por supuesto, leyes para regularlas. Aprovechan  cada zona de desregulación y abundan en todos los intersticios con la flexibilidad que les proporciona su habilidad de hacerse, según las circunstancias, grandes o pequeñas. Sus formas de organización son tan eficientes que tanto agencias económicas como partidos e instituciones políticas se inspiran en ellas.
Este panorama es aterrador. En el mundo a la vez global y fractal descrito por Jean de Maillard, los organismos parasitarios que se reproducen similares a sí mismos, de las más pequeñas a las más grandes escalas, están acabando con todas las distinciones tradicionales, los límites y umbrales sin los cuales no hay ética. Hacen despenalizar técnicas fraudulentas y, con ello, hacen de la depredación y el pillaje simples técnicas de gestión y, de las nuevas herramientas financieras, instrumentos de despojo de cuello blanco. La verdadera diferencia entre la economía del crimen y la economía legal sólo es una diferencia de intensidad. En las zonas calientes de choque frontal con lo que queda de legalidad, el espectáculo del homicidio se vuelve cotidiano y, en las zonas tibias, donde no encuentra resistencia, el fraude de baja intensidad se vuelve instrumento de gestión como los otros.

III

Autocrítica: Si del título del libro de Jean de Maillard (El futuro del crimen) yo dedujera que éste nos revela una evolución histórica ineluctable, estaría profundamente abatido frente a la ausencia de opciones y alternativas. Lo confieso: estuve a punto de pensar que la fractalización del mundo global  bajo la forma de la criminalización estructural de la sociedad es irremediable y que lo que padecemos en México en 2011 es solo una prefiguración de lo peor por venir. Pero había olvidado algo. En la práctica, la proliferación de las redes criminales y legalmente delictuosas siempre tiene un momento ético de encuentro o confrontación cara a cara. Alguien convence o conmina a otro a entrar a la nueva realidad crimino-legal, lo que siempre es un momento de posible resistencia, por lo que aún bajo la amenaza de muerte siempre existe la libertad de decir “no” al crimen abiertamente legal o revestido de una espuria legalidad. De hecho, la concertación, es decir la palabra en su aspecto más existencial es el principal baluarte contra la crimino-legalidad. Los lugares de concertación, tanto los que existen como los que hay que abrir, son el antídoto a la depredación fractal de la sociedad. Llevada a colación en un foro de amigos elocuentes y valientes, la legitimidad de cualquier modelo de organización que combine el fraude y el crimen con la legalidad se esfuma y causa risas. Pero hoy, la puesta a la vista pública de cuerpos torturados fomenta un terror que amenaza con matar el sentido del humor. No olvidemos que, en el núcleo duro de las organizaciones criminales en proceso de legalización, la amenaza de muerte es el cemento de las lealtades elementales.

Contra ello no tenemos más que el Verbo, la palabra. Me parece que la tarea debe ser el invento de nuevos foros políticos a una escala compatible con el encuentro cara a cara, como lo recalca Roberto Ochoa en un magnífico libro; [4] una escala apropiada a la reinvención de la paz de la gente en sus múltiples formas locales, como lo explica Iván Illich en un texto publicado en este número.
[1] Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Lumen, Barcelona, 1999 [1963]. Contrariamente a los sobrevivientes de los campos que veían en Eichmann a un hombre diabólico, Arendt lo definió como "terroríficamente normal". Los nazis solían eliminar de los comandos de la muerte a los sádicos y a aquellos que gozaban del sufrimiento de otros. Querían operadores fríos y absolutamente leales, imbuidos por el sentido de una "misión histórica". Eichmann no sabía más que repetir a sus jueces frases de Himmler como: "Sabemos muy bien que de lo que de ustedes esperamos es algo sobrehumano; esperamos que sean sobrehumanamente inhumanos". El "sentido de esta misión histórica" implicaba eliminar toda piedad frente al sufrimiento humano.
[2] Ver en Rebeldía, año 8, núm. 77, los autores involucrados en el intercambio epistolar sobre ética y política iniciado por el subcomandante Marcos: Luis Villoro "Una lección y una esperanza, pp. 41-42; Carlos Aguirre Rojas, "La guerra, la política y la ética. Reflexiones sobre una carta", pp. 43-50; Raúl Zibechi, "La ética necesita un lugar otro para echar raíces y florecer", pp. 51-57; Gustavo Esteva, "Cuestión de entereza", pp. 58-65; Sergio Rodríguez Lascano, "La clase política y la guerra", pp. 66-72, México, 2011.
[3] Jean de Maillard, L'Avenir du crime, París, Flammarion, 1997.
[4] Roberto Ochoa, Muerte al Leviatán. Principios para una política desde la gente, Jus, México, 2009.
Jean Robert, “La fractalización del mundo global: Estado delictivo, fraude estructural y predación social”, en Conspiratio. Violencia de Estado: el fracaso de la transición “, Conspiratio, año II, nº12, México, 2011, p. 12.