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jueves, 17 de octubre de 2024

CARTA ABIERTA DE IVÁN ILLICH AL PAPA PABLO VI (1970) *

Santo Padre:

Debo censurar su silencio. Respetuosa, firme y públicamente debo hacerlo. Por dos años ha sido su deber alzar la voz contra la tortura sistemática de sus prisioneros políticos por parte del gobierno militar de Brasil, con la misma indignación vehemente con la que ha denunciado el asesinato de un técnico policial estadounidense a manos de insurgentes uruguayos. No ha cumplido este deber, así como una y otra vez se ha negado a denunciar personalmente los actos de inhumanidad específicos por parte de los hombres que detentan el gobierno y el poder en América Latina. Lo recrimino por este silencio y le digo que Dios se lo recrimina.

Junto a cientos de otros católicos le he rogado durante estos últimos años que denuncie la tortura policial gratuita convertida en sistema de gobierno en Brasil. Le hemos presentado pruebas apabullantes, pruebas que hubiesen sido suficientes en los estrados judiciales de cualquier país civilizado, pruebas de cientos de casos de tortura, y ni siquiera tortura utilizada con el propósito de sacar información (ya repulsiva por sí misma) sino con el único propósito de aterrorizar a toda la población del Brasil. Le hemos pedido añadir a la nuestra su propia voz humana en la condena de esta inhumanidad extrema. La única respuesta, después de meses intentando sigilosamente evadir nuestras súplicas, fue simplemente otra forma de evasión: las declaraciones tibias y genéricas de algún burócrata de su curia. La desaprobación genérica de la maldad por el Santo Oficio no es cumplir con su deber profético. En nombre del Señor, le digo que a su conciencia le pesará su silencio, como le pesó a Pio XII quien respondió “prudentemente”–con el silencio– las atrocidades de Hitler.

En lo personal, condeno sin reservas toda matanza premeditada y toda tortura física. Rezo, y le suplico rezar por mí, para que esté siempre dispuesto a morir antes que tomar parte en cualquiera de ellas –sin importar las circunstancias, denuncio como un crimen el asesinato de un experto policial estadounidense a manos de insurgentes uruguayos–. Denuncio asimismo como un crimen la tortura a manos de la policía brasileña de la joven esposa de un insurgente, María do Carmo Brito, que fue canjeada en mayo junto con otros 40 presos políticos y ahora vive en Argelia, una inválida a causa de esa tortura. Y denuncio como un crimen el asesinato, con armas antipersona utilizadas por soldados norteamericanos, de una mujer vietnamita no identificada que fue perpetrado anoche.

No pretendo que mi vocación personal al pacifismo me dé el derecho de condenar a otros que no la comparten, al haber optado por la vía de la violencia: el policía, el soldado, el rebelde. Pero sí sostengo el derecho –reconozco mi deber– a señalar acciones específicas que oigo decir claman al cielo, acciones que cometen violencia contra la decencia que incluso sus autores pretenden honrar, y condenarlas en nombre del hombre y de Dios. Se trata de un derecho dado por Dios, un deber encargado por Dios, otorgado por igual a esos que han optado por la mansedumbre y a los que han optado por la política y la violencia. Es cosa más difícil denunciar a los poderosos que denunciar a los débiles. Pero es precisamente la cosa difícil que constituye la carga del profeta. Tiene usted en sus manos evidencias amplias e incuestionables de que el gobierno brasileño utiliza constantemente la tortura como medio de castigo y de terror, y no ha denunciado esto. Lo censuro hoy porque ha renunciado a su responsabilidad profética.

Santo Padre, agradezco a Dios por pertenecer a la Iglesia Romana –la Iglesia que lo tiene a usted, el Papa– que es la única Iglesia Mundial en cuyo nombre un único Obispo consagrado puede profetizar, a pesar de que muchos de sus integrantes puedan no estar de acuerdo con lo que dice. Es la única Iglesia en la que un solo hombre –es decir, usted– está autorizado en nombre de la Iglesia a condenar los crímenes perpetrados o tolerados hipócritamente por el gobierno brasileño –crímenes que claman al cielo–.

Estoy profundamente entristecido por su silencio. Usted denuncia los crímenes de un pequeño grupo de rebeldes. Pero frente a los crímenes de un gobierno de generales usurpadores, que tratan a su embajador nuncio con grandes honores, responde sólo con la prudencia mundana –y con el silencio–. En nombre de la humanidad le imploro denunciar y condenar esta tortura utilizada como castigo, como terror y sobre todo como medio de gobierno. Sabe usted tanto como yo que ella constituye la política y la práctica del gobierno brasileño. Y sabe tanto como yo que es una degradación absoluta y extrema de la dignidad humana.

Su hijo humilde y obediente,

IVÁN ILLICH

*Iván Illich, “Carta al Papa Pablo VI”, Commonweal, 4 de septiembre de 1970, 428-29. En: Ivan Illich, THE POWERLESS CHURCH and Other Selected Writings, 1955 - 1985 (Comp. Valentina Borremans and Sajay Samuel), Penn State University Press, 2018, pp. 128-30. Traducción no autorizada de Hernando Calla.



lunes, 14 de octubre de 2024

EPÍLOGO A "LA PROMESA DE LA POLÍTICA" (Hannah Arendt 1955)

por Hannah Arendt**



"El crecimiento moderno de la desmundanización, el desvanecimiento de todo lo que hay entre nosotros, también puede ser descrito como la expansión del desierto. Nietzsche fue el primero en reconocer que vivimos y nos movemos en un mundo-desierto, y también fue Nietzsche quien cometió el primer error decisivo en su diagnóstico. Como casi todos los que le sucedieron , creyó que el desierto está en nosotros mismos, revelándose con ello no sólo como uno de los primeros habitantes conscientes del desierto sino también como la víctima de su espejismo más terrible. La psicología moderna es psicología del desierto: cuando perdemos la facultad de juzgar --de sufrir y condenar-- empezamos a pensar que algo falla en nosotros si no somos capaces de vivir bajo las condiciones de la vida en el desierto. En tanto que la psicología trata de "ayudarnos", nos ayuda a "ajustarnos" a esas condiciones, sustrayendo nuestra única esperanza, esto es, que nosotros, que no pertenecemos al desierto aunque vivamos en él, somos capaces de transformarlo en un mundo humano. La psicología pone todo del revés: precisamente porque sufrimos  bajo las condiciones del desierto todavía somos humanos y aún seguimos intactos; el peligro está en llegar a ser verdaderos habitantes del desierto y en sentirse en él como en nuestra casa.

"El peligro mayor es que hay tormentas de arena en el desierto, que el desierto no está siempre tan tranquilo como un cementerio donde, después de todo, cualquier cosa es aún posible, sino que puede espolear un avance por sí mismo. Dichas tormentas son los movimientos totalitarios, cuya característica principal es que están extremadamente bien adaptados a las condiciones del desierto. De hecho, no toman nada más en consideración y, por tanto, parecen ser la forma política más adecuada para la vida en el desierto. Tanto la psicología, la disciplina de ajustar la vida humana al desierto, como los movimientos totalitarios, las tormentas de arena en las cuales la acción falsa o la pseudoacción estalla de pronto en medio de una calma total, representan un peligro inminente para las dos facultades humanas que, pacientemente, nos capacitan para transformar el desierto antes que a nosotros mismos: las facultades conjugadas de la pasión y la acción. Es cierto que sufrimos menos cuando quedamos atrapados en los movimientos totalitarios o en los ajustes de la psicología moderna; perdemos la facultad de sufrir y, con ella, la virtud de la resistencia. Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión de vivir bajo las condiciones del desierto pueden armarse con el valor que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres activos.

"Por añadidura, las tormentas de arena amenazan incluso aquellos oasis en el desierto sin los cuales ninguno de nosotros podría resistir, al tiempo que la psicología trata tan sólo de acostumbrarnos hasta tal punto a la vida del desierto que ya no sintamos necesidad de dichos oasis. Los oasis son aquellas parcelas de la vida que existen independientemente, o casi, de las condiciones políticas. Lo que ha fallado ha sido la política, nuestra existencia plural, y no lo que podemos hacer y crear en tanto que existimos en lo singular: en el aislamiento del artista, en la soledad del filósofo, en la relación inherentemente no mundana entre los seres humanos como se da en el amor y, en ocasiones, en la amistad (cuando un corazón alcanza directamente al otro, o cuando el en-medio, el mundo, se deshace en llamas, como en el amor). Sin estos oasis no sabríamos cómo respirar y los politólogos deberían saberlo. Si aquellos que están obligados a pasar sus vidas en el desierto, intentando hacer esto o aquello, preocupándose constantemente por sus condiciones, no saben cómo usar los oasis, se convertirán en habitantes del desierto incluso sin la ayuda de la psicología. En otras palabras, los oasis, que no son  lugares de "relajación", sino fuentes de vida que nos permiten vivir  en el desierto sin reconciliarnos con él, se secarán.

"El peligro opuesto es mucho más común. Su nombre usual es escapismo: escapar del mundo del desierto, de la política, hacia lo que quiera que sea; es una forma menos peligrosa y más sutil de arruinar los oasis de lo que lo son las tormentas de arena que amenazan su existencia, por así decirlo, desde fuera. Al tratar de escapar, llevamos la arena del desierto a los oasis, del mismo modo que Kierkegaard, tratando de escapar de la duda, llevó su misma duda a la religión cuando se apoyó en la fe. La falta de resistencia, el fracaso en reconocer y soportar la duda, como una de las condiciones fundamentales de la vida moderna, introduce la duda en la única esfera donde nunca debería entrar: la religiosa, o, hablando con propiedad, la esfera de la fe. Éste es sólo un ejemplo para mostrar lo que hacemos cuando intentamos escapar del desierto. Dado que arruinamos los oasis vivificantes cuando nos dirigimos a ellos con el propósito de escapar, a veces parece como si todo conspirase mutuamente para generalizar las condiciones del desierto.

"Esto también es un espejismo. En último término, el mundo humano es siempre el producto del amor mundi del hombre, un artificio humano cuya inmortalidad potencial está siempre sujeta a la mortalidad de aquellos que lo construyen y a la natalidad de aquellos que vienen para vivir en él. Siempre será verdad lo que dijo Hamlet: "El mundo está fuera de quicio; ¡Suerte maldita! / ¡Que haya tenido que nacer yo para enderezarlo!"* En este sentido, en su dependencia respecto de los que comienzan para poder comenzar de nuevo él mismo, el mundo es siempre un desierto. Sin embargo, a partir de las condiciones de desmundanización que aparecieron por primera vez en la Edad Moderna --que no deberían confundirse con el otro mundo cristiano-- surgió la pregunta de Leibniz, Schelling y Heidegger: ¿Por qué existe algo y no más bien la nada? Y, a partir de las condiciones específicas de nuestro mundo contemporáneo, que nos amenazan no sólo con la situación de la nada, sino también con la situación del nadie, puede surgir la pregunta: ¿Por qué hay alguien y no más bien nadie? Estas preguntas pueden sonar nihilistas, pero no lo son. Por el contrario, son las preguntas antinihilistas que se formulan en la situación objetiva del nihilismo, en el cual la nada y el nadie amenazan con destruir el mundo".

* Hamlet (Act. I, escena V). El texto original dice así: "Time es out of joint. O, cursed spite, / that ever I was born to set it right!" (N. del t.)

**NOTA: Este texto es la conclusión de un programa de conferencias titulado "La historia de la teoría política", que Arendt impartió en la Universidad de California - Berkeley en la primavera de 1955. [Extraído de "La promesa de la política". Buenos Aires: Paidós 2015, Trad. Eduardo Cañas y Fina Birulés (The Promise of Politics, Schocken Books: NY 2005)]