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martes, 1 de diciembre de 2015

DICCIONARIO DEL DESARROLLO: UNA GUÍA DEL CONOCIMIENTO COMO PODER

Prefacio a la nueva edición[1]
Por Wolfgang Sachs
Cada vez que la llama olímpica se enciende frente al presidente del país anfitrión, el pulso de la nación se acelera. Pero los Juegos Olímpicos rara vez fueron organizados con mayor celo por el autobombo que en Pekín 2008, cuando China celebró su consagración como potencia mundial. Además, el mensaje que se difundió al mundo a través del lenguaje olímpico aquel verano de 2008 se reiteraría en el lenguaje de la Exposición Internacional en Shanghai 2010, donde China se presentó a la opinión pública global como una plataforma de los logros científicos del siglo XXI.

Las Olimpiadas y la Exposición Internacional son símbolos del giro histórico ocurrido a poco del cambio de milenio: el ingreso de China —y otros países del hemisferio Sur— al selecto club de las potencias mundiales. Resulta difícil sobrestimar la importancia de este giro en la historia mundial, y en particular en la de los pueblos del Sur. Luego de siglos de humillación, éstos ven por fin a un país del Sur al mismo nivel que las potencias mundiales. Países que fueron tratados como súbditos coloniales se equiparan ahora con sus antiguos amos, y los pueblos de tez morena toman el lugar de los blancos. Sin embargo, lo que pareciera ser un triunfo de la justicia amenaza convertirse en una derrota para el planeta. El anhelo de equidad se plantea en gran medida en términos del “desarrollo como crecimiento”, y es precisamente el desarrollo como crecimiento el que deteriora las relaciones humanas y amenaza profundamente la biósfera. El éxito de China permite enfocar claramente el dilema del siglo XXI: la política pareciera estar obligada a impulsar ya sea la equidad sin ecología, o bien la ecología sin equidad. Es difícil ver cómo resolver este dilema si no se desmantela la fe en el “desarrollo”.

UNA GEOGRAFÍA ECONÓMICA CAMBIANTE

Cuando discutíamos sobre el fin de la época del desarrollo en octubre de 1989, los autores de este libro no sabíamos que en ese mismo momento el desarrollo estaba cobrando una nueva vida. Resulta que mientras el grupo de amigos que terminaron aportando al “Diccionario del Desarrollo” se reunía en lo que llamábamos una “consulta en familia” en la Universidad Estatal de Pensilvania, con el objeto de revisar los conceptos clave del discurso del desarrollo, al otro lado del Atlántico los acontecimientos que provocaron la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 estaban llegando a un punto crítico. Como a la mayoría de nuestros contemporáneos, el acontecimiento nos asombró aunque ignorábamos la forma en que la caída del Muro resultaría siendo un parteaguas histórico. En una mirada retrospectiva, se ha vuelto evidente que los acontecimientos de 1989 terminaron abriendo las exclusas para que las fuerzas transnacionales del mercado lleguen a los rincones más remotos del planeta. Cuando la época de la globalización despuntó en el horizonte, las esperanzas de una mayor riqueza para todos se desencadenaron en todas partes proporcionando así oxígeno al desfalleciente credo del desarrollo.


Por un lado, la globalización ha llevado al desarrollo económico a su realización más completa. Las divisiones vigentes durante la Guerra Fría se desvanecieron, las corporaciones se reubicaron libremente más allá de las fronteras nacionales y tanto los políticos como las poblaciones de muchos países fijaron sus esperanzas en el modelo occidental de economía de consumo. En un avance rápido —incluso meteórico—, unos cuantos países recientemente industrializados adquirieron una mayor proporción de la actividad económica. Lograron tasas de crecimiento mucho mayores que las registradas por los tradicionales países industrializados, jugando sus cartas como proveedores de energía (Emiratos Árabes Unidos, Venezuela, Rusia), como plataformas de exportación (Corea del Sur, Tailandia, China) o como grandes mercados (Brasil, China, India). En cualquier caso, no pocos países del Sur se separaron del gran contingente de economías pobres y se transformaron en una nueva generación de países industriales, achicando la distancia que los separaba de las economías ricas. Para éstos, es como si la promesa del Presidente Truman al inicio de la época del desarrollo en 1949 —de que los países pobres alcanzarían a los ricos— se hubiera cumplido al fin.

Por otro lado, sin embargo, la época de la globalización ha reemplazado ahora a la época del desarrollo. Esto se debe principalmente a que los Estados nación ya no pueden contener a las fuerzas económicas y culturales. Los bienes, el dinero, la información, las imágenes y las personas ahora fluyen atravesando las fronteras y dando lugar a un espacio transnacional donde las interacciones se dan libremente, como si las fronteras nacionales no existieran. El pensamiento ligado al desarrollo solía enfocarse en la transición que experimentaban los países desde sociedades agrarias a industriales. Se consideraba generalmente al Estado como actor principal de la planificación del desarrollo y a la sociedad nacional como la principal población objetivo. Por esta razón, el ideario del desarrollo se vio cada vez más perdido, a medida que el actor y la población objetivo se desvanecían con la transnacionalización. Con el Estado fuera de foco, el concepto del desarrollo aparece curiosamente fuera de lugar en la época de la globalización. En pocas palabras, el desarrollo se desnacionalizó; de hecho, la globalización puede entenderse acertadamente como el desarrollo sin Estados nación.

Como resultado de este cambio, el desarrollo llegó a significar la formación de una clase media global paralela a la expansión del complejo económico transnacional, en vez de una clase media nacional ligada a la integración de la economía nacional. Desde esta perspectiva, no sorprende que la época de la globalización haya producido una clase transnacional de ganadores.

No obstante encontrarse más o menos concentrada en algunos lugares del mundo, esta clase puede hallarse en cualquier país. En las grandes ciudades del Sur, la presencia de un elevado poder de compra es notoria por los relucientes edificios de oficinas, centros comerciales llenos de marcas de lujo, condominios cerrados con casas de campo y jardines exclusivos, para no hablar del flujo de limousines o la interminable sucesión de anuncios publicitarios en las autopistas. En términos gruesos, la mitad de la clase consumidora transnacional reside en el Sur, y la otra mitad en el Norte. Abarca a grupos sociales que, a pesar de las diferencias en el color de la piel, son cada vez menos reconocibles por su país de origen y tienden a parecerse cada vez más entre ellos por sus comportamientos y estilos de vida. Hacen sus compras en centros comerciales similares, compran el mismo equipo de tecnología de punta, ven las mismas películas y series de televisión, pasean por el mundo como turistas y disponen del instrumento clave de pertenencia: el dinero. Forman parte de un complejo económico transnacional que ahora desarrolla sus mercados a escala global. En todas partes Nokia le provee de teléfonos móviles, Toyota de coches, Sony de televisores, Siemens de refrigeradores, Burger King de locales de comida rápida, y Time-Warner de DVDs. Es cierto, el desarrollo de estilo occidental se siguió extendiendo durante el período de la globalización, pero impulsó la expansión del complejo económico transnacional en vez de la formación de sociedades nacionales prósperas.

LA ASPIRACIÓN A LA EQUIDAD

Sería engañoso limitarse a reconocer sólo el apetito de riquezas en la pelea de países y clases por el ingreso. Si bien no está por demás decir que los vicios de la codicia y la arrogancia son móviles consagrados siempre presentes en esta pelea despiadada, también es cierto que, desde la perspectiva del Sur, hay algo más de por medio. Detrás de las ansias por los rascacielos y centros comerciales, los giga-vatios y las tasas de crecimiento, también está de por medio la aspiración al reconocimiento y a la equidad. Una mirada rápida a China podría ilustrar el punto. El ascenso de China al rango de potencia mundial es un bálsamo sobre las heridas infligidas durante dos siglos de humillación colonial. Y el éxito de la clase media es una fuente de orgullo y autoestima que coloca a la elite china a la par de otras elites sociales en el mundo. El ejemplo chino pone sobre el tapete aquello que ha sido parte integral del desarrollo desde un inicio: la aspiración a la equidad está íntimamente vinculada a la búsqueda del desarrollo.

Revisando El Diccionario del Desarrollo en el presente, es sorprendente que los autores del libro no hubiésemos apreciado en su real dimensión el grado en que la idea del desarrollo estaba cargada con esperanzas de reparación y autoafirmación. Como mostramos ampliamente, el desarrollo fue una invención de Occidente pero no precisamente una imposición sobre el resto del mundo. Por el contrario, como quiera que la aspiración al reconocimiento y la equidad está formulada en términos del modelo civilizatorio de los países poderosos, el Sur ha surgido como el más acérrimo defensor del desarrollo. En general, los países no aspiran a volverse más “indios”, más “brasileños” o, si vamos al caso, más “islámicos”. No obstante las afirmaciones en sentido contrario, ellos ambicionan lograr la modernidad industrial. Por cierto, el elemento de imposición nunca ha estado ausente desde que el capitán Perry apareció con su navío frente a las costas de Japón en 1853, obligando con sus armas a permitir el acceso a mercancías de Estados Unidos. La autodefensa contra los poderes hegemónicos ha sido una motivación importante del impulso por el desarrollo hasta hoy. De cualquier modo, lo que alguna vez pudo haber sido una imposición se ha vuelto con frecuencia un sustento de la identidad. De esta manera, sin embargo, como efectivamente señala el libro, el derecho a la auto-identidad cultural se ha visto comprometido por la aceptación de la visión del mundo basada en el desarrollo. A pesar de la descolonización en el sentido político —que condujo a la independencia de los países— y no obstante la descolonización en el sentido económico —que hizo posible que algunos países se convirtieran en potencias económicas— no se ha dado una descolonización de la imaginación. Muy por el contrario: en todo el mundo, las esperanzas de un mejor futuro tienen una fijación en los patrones de producción y consumo de los ricos. La aspiración a una mayor justicia por parte de los países del Sur es una de las razones de la pervivencia de la creencia en el desarrollo —a pesar de que ni el planeta ni la población mundial pueden permitirse su predominio en este siglo.

Sin embargo, es crucial distinguir dos dimensiones de la equidad. La primera es la idea de justicia relativa, la que se preocupa por la distribución de diversos activos – como ser ingresos, años de escolaridad o conexiones de Internet – entre grupos de personas o países. Es de naturaleza comparativa, se enfoca en las posiciones relativas de quienes detentan estos activos y apunta hacia alguna forma de igualdad. La segunda es la idea de justicia absoluta, la que se preocupa de preservar las capacidades y libertades fundamentales sin las cuales una vida auténtica sería imposible. Es por naturaleza no comparativa, se enfoca en las condiciones de vida elementales y apunta a la norma de la dignidad humana. Por lo general, los conflictos que tienen que ver con la desigualdad están animados por la primera idea, mientras que los conflictos relacionados con los derechos humanos están animados por la segunda.

Resulta que la demanda de justicia relativa puede fácilmente colisionar con el derecho a la justicia absoluta. Para ponerlo en términos políticos, la lucha competitiva de las clases medias globales por una mayor proporción del ingreso y del poder a menudo se lleva a cabo a costa de los derechos fundamentales de los pobres y desprovistos de poder. A medida que gobiernos y empresas, ciudadanos de las urbes y elites rurales se empeñan en seguir adelante con el desarrollo, la tierra, los espacios de vida y las tradiciones culturales de pueblos indígenas, pequeños campesinos o pobres urbanos son sometidos a una fuerte presión. Las autopistas atraviesan los vecindarios, los edificios desplazan a las viviendas tradicionales, las represas expulsan a los pueblos indígenas de sus territorios, los barcos pesqueros desplazan a los pescadores locales, los supermercados venden más barato que los pequeños tenderos. El crecimiento económico es de naturaleza caníbal; se ceba tanto en la naturaleza como en las comunidades y transfiere los costos no pagados nuevamente a ellas. El lado luminoso del desarrollo viene a menudo acompañado del lado oscuro de la dislocación y el desposeimiento. Ésta es la razón por la que el crecimiento económico ha producido, una y otra vez, empobrecimiento al lado de enriquecimiento. Aunque presionan por el desarrollo a nombre de una mayor igualdad, las clases medias orientadas a la globalización, por lo general no toman en cuenta la tragedia de los pobres. No es de extrañar que, en casi en todos los países recientemente industrializados, la polarización social se haya incrementado a la par de las tasas de crecimiento económico en los últimos 30 años.

Invocar el derecho al desarrollo en aras de una mayor equidad es, por tanto, una empresa dudosa. Esto es particularmente cierto en el caso del llamado de los representantes gubernamentales y no gubernamentales a un crecimiento acelerado en nombre de la ayuda a los pobres. Con gran frecuencia, ellos toman a los pobres como rehenes para conseguir ventajas relativas de los países más ricos, sin interesarse mayormente en garantizar los derechos fundamentales de las comunidades económicamente desfavorecidas. En el núcleo de este encubrimiento –como lo sostiene este libro– se encuentra la confusión semántica provocada por el concepto de desarrollo. A fin de cuentas, el desarrollo puede significar prácticamente cualquier cosa, desde la edificación de rascacielos hasta la colocación de letrinas, desde la perforación en busca de petróleo hasta la perforación de pozos de agua, desde la instalación de industrias de software hasta la instalación de viveros de árboles. Es un concepto monumentalmente vacío, que conlleva una connotación vagamente positiva. Por esta razón, puede ser fácilmente usado desde perspectivas en conflicto. Por un lado están aquellos que implícitamente identifican al desarrollo con el crecimiento económico, demandando una mayor equidad relativa en términos del PIB. Su utilización de la palabra “desarrollo” refuerza la hegemonía de la visión económica del mundo. Por otro lado están aquellos que identifican al desarrollo con más derechos y recursos para los pobres y desprovistos de poder. Su utilización del término demanda un menor énfasis en el crecimiento a favor de una mayor autonomía de las comunidades. En su caso, el discurso del desarrollo es contraproducente, distorsiona su preocupación verdadera y los hace vulnerables a ser secuestrados por falsos amigos. Colocar ambas perspectivas dentro de una misma cáscara conceptual es una receta segura para la confusión, si es que no se trata más bien de un encubrimiento político.

UN PARÉNTESIS EN LA HISTORIA MUNDIAL

Es la herencia del siglo XX que las aspiraciones de las naciones por un mejor futuro se dirijan mayoritariamente hacia el “desarrollo como crecimiento”. Sin embargo, la crisis multifacética de la biósfera convierte a esta herencia en un pasivo trágico. Como señala el libro de varias maneras, la perspectiva del desarrollo  implica una cronopolítica y una geopolítica. En términos de dicha cronopolítica, todos los pueblos del mundo parecen moverse en una misma dirección, a la zaga de los pacificadores que se supone representan la vanguardia de la evolución social. Y en términos de cierta geopolítica, desde la mirada del desarrollo la confusa diversidad de naciones en el mundo se convierte en un claro ordenamiento jerárquico, con los países ricos en los primeros lugares del conjunto en términos de su PIB. Esta forma de construir el orden mundial ha revelado ser no sólo obsoleta, sino además mortalmente peligrosa. Asignarle una posición de vanguardia al modelo de civilización euro-atlántico, ya sea en el curso de la historia o en el ordenamiento jerárquico de los países, ha perdido a estas alturas cualquier viso de legitimidad: ha demostrado ser incompatible con la pervivencia del planeta.

En una mirada retrospectiva se vuelve evidente que las propias condiciones que fueron responsables del surgimiento de la civilización euro-atlántica son también responsables de su caída. ¿Por qué Europa fue capaz de dar un salto adelante del resto del mundo a comienzos del siglo XIX? Una parte importante de la respuesta (como lo ha mostrado el historiador estadounidense Kenneth Pomeranz) se encuentra revisando la base de recursos disponibles. A fines del siglo XVIII, las dos principales civilizaciones del mundo —Europa y China— estaban constreñidas en su desarrollo económico por la escasez de tierra disponible para cultivar alimentos, proveer combustibles y proporcionar materias primas. Pero fue solo Europa —en primer lugar, Inglaterra— la que tuvo éxito en superar esta limitación mediante la captación de nuevos recursos. Empezó a importar masivamente mercancías agrícolas, como ser azúcar, tabaco, cereales y madera de América y, sobre todo, a utilizar sistemáticamente el carbón para los procesos industriales. A medida que las tierras del extranjero reemplazaban el suelo doméstico y el carbón sustituía a la leña, la economía industrial inglesa pudo despegar. En términos más generales, el acceso a los recursos bióticos de las colonias y a los recursos fósiles de la superficie de la tierra fue esencial para el surgimiento de la civilización euro-atlántica. La sociedad industrial no habría existido sin la movilización de recursos provenientes de toda la extensión del espacio geográfico y de las profundidades del tiempo geológico.

A medida que la biodiversidad del planeta desaparece, la disponibilidad de combustibles fósiles se reduce y el clima global se desestabiliza, las condiciones que permitieron el éxito de Europa ya no están disponibles. Los recursos ya no serán accesibles y menos aún baratos. Particularmente, la oferta declinante de hidrocarburos y la amenaza del caos climático sugieren que los historiadores del futuro considerarán los pasados dos siglos de desarrollo euro-atlántico como un paréntesis en la historia mundial. En efecto, es difícil ver cómo la sociedad del automóvil, las torres de apartamentos, la agricultura con químicos o el sistema alimentario basado en la carne pudieran extenderse a todo el planeta. Los recursos necesarios serían demasiado vastos, demasiado caros y demasiado dañinos para los ecosistemas locales y la biósfera.

Puesto que el modelo euro-atlántico de riqueza surgió con base en condiciones excepcionales, no puede generalizarse a todo el mundo. En otras palabras, por su propia estructura el modelo requiere la exclusión social; es inadecuado para apuntalar la equidad a escala global. Por tanto, el “desarrollo como crecimiento” no puede seguir siendo el concepto orientador de la política internacional a menos que se dé por sentado un apartheid global. Si ha de haber algún tipo de prosperidad para todos los ciudadanos del mundo, se tiene que superar el modelo euro-atlántico de producción y consumo, dando cabida a modos de bienestar que dejen sólo una leve huella ecológica sobre la Tierra. Los patrones de producción y consumo serán apropiados para promover la justicia, siempre que sean poco intensivos en recursos y compatibles con los ecosistemas. Por lo tanto, no podrá haber equidad sin ecología en el siglo XXI.

LA RESILIENCIA EN LA DIVERSIDAD

Es con este telón de fondo que El Diccionario del Desarrollo sigue siendo relevante. La ruptura con el “desarrollo” como hábito del pensamiento forma parte integral de una descolonización de las mentes largamente postergada. Nosotros, los autores del libro, partimos de la premisa de que la hegemonía occidental deja su huella no únicamente sobre la política y la economía, sino también sobre las mentes. Así como los muebles de casa llevan la huella de su época, el mobiliario mental también queda marcado por la fecha de su conformación. En este sentido, el discurso del desarrollo es resultado de la época de triunfalismo asentado en los combustibles fósiles que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y que estuvo apoyado en percepciones coloniales y la herencia del racionalismo occidental. Sin embargo, limpiar la mente de las certidumbres del desarrollo requiere un esfuerzo deliberado; por tanto, los autores de este libro se han atrevido a exponer aquellos conceptos clave que constituyen buena parte del mobiliario mental del “desarrollo”. Tal parece que, solo para nombrar algunos ejemplos del libro, la “pobreza” incorpora un prejuicio materialista, la “igualdad” se transforma en “mismidad”, el “estándar de vida” reduce la diversidad de nociones de felicidad, las “necesidades” activan la trampa de la dependencia, la “producción” crea el desvalor al lado del valor y la “población” no es otra cosa que un constructo estadístico. Al exponer la historicidad específica de los conceptos clave del desarrollo se libera la mente y se la alienta a encontrar un lenguaje que permita abordar los desafíos del mañana. El Diccionario del Desarrollo tiene el propósito de ayudar en esta tarea.

Sobre todo no será posible reconceptualizar la equidad sin recuperar las diversas formas de prosperidad. Vincular la aspiración a la equidad con el crecimiento económico ha sido el pilar conceptual de la época del desarrollo. Desvincular la aspiración de equidad del crecimiento económico y volver a vincularla con nociones de bienestar basadas en la comunidad y la cultura será la piedra angular de la época del post-desarrollo. De hecho, en la actualidad, con mucho mayor alcance que cuando este libro fue escrito, se lanzan iniciativas en todo el mundo que, en mayor o menor medida, apuntan a trascender la idea convencional del desarrollo. Hay un aumento significativo de iniciativas en el mundo industrial, tanto en el hemisferio Norte como en el Sur, que se van alejando de la economía “fosilizada” (basada en los combustibles fósiles) y apuntan hacia una economía solar, las cuales se conocen con el nombre de “economía verde” en Europa y Estados Unidos, y de “civilización ecológica” en China. Además, hay mucha creatividad en los márgenes de las tendencias predominantes, bien sea como la búsqueda de una “economía de suficiencia” en Tailandia, el llamado a una “democracia de la Tierra” en India, el redescubrimiento de la cosmovisión andina en Perú, o como los tanteos hacia el “decrecimiento” en Francia e Italia. Y por último, aunque no menos importante, hay miles de comunidades —profesionales, locales, digitales— afirmando en sus contextos específicos que sí puede encontrarse resiliencia, belleza y sentido fuera de la lógica del crecimiento y la expansión.

Al revisar la multitud de iniciativas de post-desarrollo surgen dos temas; en primer lugar, es primordial una transición desde las economías basadas en reservas de combustibles fósiles a economías basadas en la biodiversidad. En contraste con la naturaleza siempre expansiva del “desarrollo”, el reconocimiento de límites se encuentra en la raíz de los numerosos intentos por reinsertar la economía en la biósfera. Hay abundantes ejemplos en la arquitectura, agricultura, producción de energía, silvicultura e incluso en la industria. Más aún, la opción por la energía solar y los materiales biodegradables es congruente con cierta medida de des-globalización. Durante décadas, la ausencia de congruencia y adaptación local en esos campos tenía que compensarse mediante la importación de energías fósiles desde muy lejos; pero si no hemos de contar con ellas se vuelve esencial una nueva apreciación de la tierra, del hábitat y de las estaciones. Mientras el uso masivo de recursos basados en los combustibles fósiles permitía ignorar el carácter específico de cada lugar, los sistemas bio-económicos —sea en los cultivos o en la construcción— encuentran su fortaleza en conectarse con los ecosistemas y flujos de energía locales. Por esta razón, los principios orientadores de las economías solares serán la descentralización y la diversidad.

En segundo lugar, las iniciativas de post-desarrollo intentan contrarrestar el predominio de la visión económica del mundo. Ellas se oponen a la tendencia secular de volver funcionales el trabajo, la educación y la tierra con el objeto de estimular la eficiencia económica, insistiendo en el derecho a actuar según los valores de la cultura, la democracia y la justicia. Por ejemplo, en el Sur global las iniciativas enfatizan los derechos de la comunidad a los recursos naturales, el autogobierno y las maneras indígenas de saber y actuar. En el Norte global, el accionar del post-desarrollo  se centra más bien en empresas eco-solidarias en la industria, el comercio y la banca, el redescubrimiento de los “comunales” (commons)[2] en la naturaleza y la sociedad, la colaboración libre y de código abierto, la autolimitación del consumo y de la expectativa de utilidades y una renovada atención a los valores intangibles. De cualquier modo, lo que pareciera ser el común denominador de esas iniciativas es la búsqueda de nociones de prosperidad menos materiales que den cabida a las dimensiones de la autoconfianza, la comunidad, el arte o la espiritualidad. La convicción que subyace a todas ellas es que el bienestar humano tiene muchas otras fuentes más allá del dinero. Inspirarse en estas últimas no sólo proporciona una base a estilos de prosperidad diferentes sino vuelven a la gente y a las comunidades más resilientes a las crisis de recursos y al shock económico.

Sin embargo, en dicha perspectiva, la política convencional de justicia distributiva es puesta de cabeza. En la época del desarrollo el mundo rico podía esquivar los difíciles asuntos de la justicia, puesto que el crecimiento económico se veía como la herramienta principal para llevar una mayor equidad al mundo. El crecimiento era un sustituto de la justicia y la desigualdad no era un problema mientras los desposeídos pudieran mejorar su situación en el camino. De hecho, durante décadas los expertos en desarrollo definían la equidad principalmente como un problema de los pobres. Ellos subrayaban la falta de ingresos, falta de tecnologías y falta de acceso al mercado que afectan a los pobres, abogando por toda clase de remedios para elevar su nivel de vida. En pocas palabras, ellos trabajaban para elevar el piso, en vez de bajar el techo. Sin embargo, con el surgimiento de las restricciones biofísicas al crecimiento económico, este enfoque ha resultado ser claramente sesgado; no solo son los pobres sino también los ricos, al igual que su economía, los que deben ser cuestionados. En cualquier caso, la búsqueda de la equidad en un mundo finito significa, en primer lugar, cambiar a los ricos, no a los pobres. En otras palabras, la reducción de la pobreza no puede separarse de la reducción de la riqueza.

En octubre de 1926 Mohandas Gandhi ya había percibido el impasse del desarrollo. En una de sus columnas para el Young India, portavoz del movimiento por la independencia de la India, Gandhi escribió:

“No permita Dios que la India siga nunca el camino de la industrialización a la manera de Occidente. El imperialismo económico de un solo reino en una pequeña isla (Inglaterra) hoy está encadenando al mundo. Si toda una nación de 300 millones emprendiera una similar explotación económica, dejaría completamente pelado al mundo como una plaga de langostas”

Más de 80 años después esta afirmación no ha perdido un ápice de su relevancia. Por el contrario, su significación ha quedado magnificada puesto que actualmente existen, solo entre India y China, no únicamente 300 millones sino 2,000 millones que se predisponen a imitar a Inglaterra. ¿Qué diría  Gandhi si se encontrara con Hu Jintao en la inauguración de la Exposición Internacional de 2010?

Berlín, 2009
Traducido por Hernando Calla con aportes de Jorge Ishizawa
La Paz, Bolivia – Lima, Perú, diciembre 2014




[1] Esta edición de The Development Dictionary: A Guide to Knowledge as Power (El Diccionario del desarrollo: Una guía del conocimiento como poder) cuya edición original es de 1992 fue publicada en 2010 también por Zed Books Ltd (Sitio web: www.zedbooks.co.uk)
[2] La noción de commons, de origen inglés, remite a las tierras de uso comunal o los ámbitos “comunales” tradicionalmente destinados a la subsistencia campesina pero que, en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, fueron crecientemente cercados para la crianza comercial de ganado ovino u otros usos económicos. Estos “comunales” son – o eran – espacios ubicados más allá del umbral doméstico, pero no dedicados, como los espacios públicos modernos, a la circulación de mercancías. En la teoría económica moderna, el término se aplica a los recursos culturales y naturales accesibles a todos los miembros de una sociedad, tales como el aire, el agua y un hábitat (Nota del traductor).

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